72 & 73 Poemas / Julieta Gamboa/5
Óscar de Pablo: de la poesía como convicción y heterodoxia / Jorge Aguilera López/51
El Bicentenario: de la Historia a las historias de América Latina / El Bicentenario de las independencias de América se presenta como una gran oportunidad para repensar la historia escrita e ir cambiándole la cara al típico discurso heroico de nuestra fundación /
Alberto Barrera-Enderle/9 El padre Mier, personaje literario / Sergio Cordero/15
Andar a la redonda
La interpretación musical en el espíritu de lo posible / Los signos de una partitura musical representan silencio y sonido a través del tiempo. Dentro del espíritu de lo posible, los signos son una forma de entrada, un acto de apertura perenne que lleva a la re-presentación /
Imagen de la luz / Luis Felipe Fabre/25
Óscar Mascareñas Garza/57
Pesadillas mexicanas / En este ensayo, Luis Felipe Fabre nos invita a cerrar los
La mazurka en México y la generación de identidad / David
ojos junto con la poesía mexicana, que hace como si soñara, pues la realidad es que la poesía mexicana no sueña: piensa mientras finge o intenta soñar/26 Me da lo mismo morirme en cualquier lado. Entrevista con Fernando Vallejo / Carlos Velázquez/31 Atrás / J. M. G. Le Clézio/35
Josué Zambrano de León/63
Toboso A la letra: Un día en la vida de la dueña del Hotel Poe / Bárbara Jacobs/67
Letras al margen: La lectura, el taxista y Mario Vargas Llosa / Eduardo Antonio Parra/70
Anatomía de la crítica
De artes y espejismos
La crítica literaria como saber. Apuntes hacia una reconceptualización / Ignacio Sánchez Prado cuestiona la
El Chanate: el grabado en vuelo / José Juan Zapata Pacheco
afirmación constante sobre la “ausencia” o “inexistencia” de crítica literaria en México, proponiendo una redefinición de la misma como un saber, y no sólo como discurso periodístico o académico/40
entrevista a tres artistas pertenecientes al Taller El Chanate, por donde ha desfilado buena parte de los creadores visuales de Torreón, Coahuila; lugar donde más que un “estilo”, existe el compromiso por hacer algo técnica y conceptualmente bien estructurado/72
Sueño dramatizado y drama soñado / Jaime Villarreal /79
Miscelánea Monsiváis, ese desconocido. Crónica de un desayuno /
Una publicación de la Universidad Autónoma de Nuevo León.
Jezreel Salazar/88
Dr. Jesús Ancer Rodríguez Rector
Ciudad Monsiváis / Ximena Peredo/92
Ing. Rogelio G. Garza Rivera Secretario General
Lezama vivió un no tiempo en un no lugar / Ha pasado un siglo desde que José Lezama Lima nació por el Huracán de los Cinco Días. La trascendencia del legado que dejaron, primero sus revistas y luego sus libros, demuestran que su escritura se añeja de dulce sabor con el paso del tiempo. /
Dr. Ubaldo Ortiz Méndez Secretario Académico Lic. Rogelio Villarreal Elizondo Secretario de Extensión y Cultura Dr. Celso José Garza Acuña Director de Publicaciones Dr. Víctor Barrera Enderle vicbarrera@hotmail.com Director editorial
Lizbet García Rodríguez/97
Lic. Jessica Nieto Puente editora_armasyletras@yahoo.com Editora responsable
Un pionero literario en el mundo / Michael de José Antonio Salinas/101
Lic. Jorge Ortega Villegas jorge.ortegavlg@uanl.edu.mx Diseño
Köhlmeier/Traducción
Armas y Letras Revista de literatura, arte y cultura de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Nº 72-73, julio-diciembre 2010. Fecha de publicación: 30 de diciembre de 2010. Revista trimestral, editada y publicada por la Universidad Autónoma de Nuevo León, a través de la Dirección de Publicaciones de la UANL. Domicilio de la publicación: Biblioteca Universitaria Raúl Rangel Frías, planta principal, Alfonso Reyes 4000 Colonia del Norte, Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64440. Teléfono: + 52 81 83294111. Fax: + 52 81 83294111. Impresa por: Serna Impresos, S.A. de C.V., Vallarta 345 Sur, Centro, C.P. 64000, Monterrey, Nuevo León, México. Fecha de terminación de impresión: 15 de diciembre de 2010. Tiraje: 1,500 ejemplares.
Caballería El primer interlocutor / Víctor Barrera Enderle/106
Número de reserva de derechos al uso exclusivo del título Armas y Letras Revista de literatura, arte y cultura de la Universidad Autónoma de Nuevo León otorgada por el Instituto Nacional del Derecho de Autor: 04-2009-061817570300-102, de fecha 18 de junio de 2009. Número de certificado de licitud de título y contenido: 14,918, de fecha 23 de agosto de 2010. ISSN en trámite. Registro de marca ante el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial: en trámite.
Tolvaneras persistentes / Julio César Félix/108
Esta perra sí que es brava/ Odvidio Reyna
Las opiniones y contenidos expresados en los artículos son responsabilidad exclusiva de los autores.
García/109
Prohibida su reproducción total o parcial, en cualquier forma o medio, del contenido editorial de este número.
Irse / Marina Porcelli/111 Patricia Hernández
Borroughs + Kerouac /
/ Caracol (detalle
Carlos Velázquez/112
en monotono) / Tinta sobre papel / 10 x 13 cm
Impreso en México Todos los derechos reservados ©Copyright 2010
armasyletras@seyc.uanl.mx
POESÍA
Poemas DD Julieta Gamboa
Miguel Canseco / Montaña, Montaña sola, Montaña fría y Montaña Seca / Óleo / 35 x 20 cm
Derrumbes La carretera termina. Entro en un espacio lejos del óxido en el que todo está por despeñarse. El camino asciende sin bifurcaciones ni cruces, columna vertebral con un único punto de llegada. Mastico la carne azul del derrumbe, la carne de un dios que desconozco. Su sabor amargo fija un grito en la garganta; mi sangre se impregna, se fragmenta, es arrastrada hacia la tierra. Las montañas abren sus átomos para el aire; la respiración de los arbustos roza mi nuca, el susurro desarma mi lenguaje; mis venas crecen, crean un diálogo con la corteza de los árboles. Por un momento, todo se concentra en el ojo, todo se dirige hacia el barranco, todo existe en los conductos de las hojas, en los pliegues de las piedras.
POESÍA
Desde el ojo saturado el habla se desgarra, pierde su conexión con lo visible. Las palabras son huellas enmohecidas, alejadas ya de las cosas que nombran, Afasia temporal. Nada que decir, nada que las palabras colmen. Lo futuro se desmiembra. El tiempo, descentrado, se alarga, pero está lejos de ser un espejismo. Después del derrumbe, las cosas se reafirman como cifras que se abren. Miro a un perro y me veo dibujada en sus entrañas. Por una vez, mi cuerpo no se escinde, no se ancla en su destierro ni insiste en el ritual de sus heridas. Después del derrumbe, en este centro del mundo mana un lenguaje lejano a las palabras.
Miguel Canseco / Sin título (en monotono) / Tinta china / 15 x 10 cm
espacios vacíos, fisuras, restos.
POESÍA
Tradición Las manos de mis padres cuidaron el tejido; hilo a hilo, trenzaron firmes la crisálida. El capullo guardó el calor para formarme dentro del espacio cóncavo. Un aire apacible me templaba la sangre en la calma del hueco. Conservé la posición oval hasta salir, como todo insecto adulto que rompe la cubierta. Hasta salir, percibí la ceguera contraída en el tiempo oscuro de la gruta. Afuera recordé de adentro algo más que el calor. Palabras en la caja del tórax, dosis de obediencia que alimentaron una cobardía germinal. Pesaron sobre mis padres cientos de años de pautas viejas. También construyeron las capas con ficciones de alguna región de su memoria, venidas de lejos, que dejaron en mí como un sello antiguo. No fui la autora de mi cuerpo, fundado en un tenue letanía, polvo asentado en el árbol de mis bronquios.
POESÍA
con la violencia que guardan las palabras dichas suavemente. Generación tras generación, en la mesa compartida, sobre un tiempo fósil, queda la inercia de los signos que se fijan en la piel y no pueden lavarse. Mis padres buscaron grabar un testimonio, afincarlo en mis oídos; guardar una fotografía para ver el parecido de unos con otros. Seguir anclados a un cuerpo precedente, único, que se repite.
Miguel Canseco / Sin título (en monotono) / Tinta china / 15 x 10 cm
Me fueron dictadas mis líneas en la historia familiar,
DDAlberto Barrera-Enderle
Miguel Canseco / Sin tĂtulo / Tinta china / 15 x 10 cm
El Bicentenario:
de la Historia a las historias de AmĂŠrica Latina
Ahora
que casi toda
América Latina
está de fiesta celebrando el bicentenario de nuestras
independencias, tenemos una gran oportunidad no sólo para reflexionar lo que hemos hecho en dos siglos de vida independiente, sino también para repensar la historia escrita y acercarla a un público que no sea solamente el de la academia. Si bien la mayoría de los festejos ha servido para demostrar que la historia está lejos de ser un negocio exclusivo de los historiadores, no por ello debemos renunciar a obtener ciertos beneficios de esta momentánea euforia por el pasado que estamos experimentando.
Esta fiebre por el Bicentenario ha provocado que nunca como hoy se destinen tantos recursos a la historia. Es cierto que gran porcentaje de esos recursos se ha malgastado en pomposas celebraciones que pretenden ocultar un poco la lastimosa realidad que vivimos, o en gigantescos colosos sin mucho sentido; sin embargo, es el momento para que los historiadores encontremos la manera de acrecentar la profesionalización de la historia y extender el consumo de la historia académica entre otros lectores.
L
a primera tarea que deberíamos realizar: erradicar la idea de que México es un ente que ha existido desde siempre, y que tuvo en la antigüedad un momento de esplendor (representado por el imperialismo azteca), al que siguió la decadencia, la subyugación y el coloniaje realizado por una nación extranjera, de la cual finalmente consiguió independizarse para llegar a ser la nación que es hoy en la actualidad. Esta idea no es más que el resultado de una nueva nación buscando justificar su existencia en un pasado remoto y glorioso. Por cierto, y lo digo al paso, en esta idea misma de un México inmemorial y asociado casi exclusivamente con los aztecas está ya enraizada la exaltación del centralismo, la preferencia por un solo discurso y el silenciamiento de otras culturas y otras regiones. Ya lo decía Timothy Mitchell (2002:1823): toda nación que anhela tener un lugar reservado en la constelación de “países civilizados” necesita, entre otras cosas, producirse un pasado y un lugar: definir sus límites geográficos. Las naciones modernas, y todo lo que las rodea, por lo general reclaman ser lo contrario de la novedad: buscan estar enraizadas en la antigüedad más remota y ser lo opuesto de lo construido: ser comunidades humanas tan “naturales” que no necesiten más definición que la propia afirmación (Hobsbawm, 2002: 21). La segunda tarea, hablando concretamente del movimiento insurgente, consiste en ir cambiándole la cara al típico discurso heroico de nuestra fundación. Hablo del relato que cuenta, con matices dramáticos y proféticos, que la Independencia de México comenzó con el Grito de Dolores. Si privilegiamos este discurso, que exalta la gesta de los que conocemos como “héroes patrios”, estamos preservando y prolongando la idea
de que México existía desde siempre, y que se estaba levantando en armas para recuperar su libertad. Nada más ajeno a los hechos. En rigor, el nacimiento de México se debe a una radical transformación política e ideológica que experimentó toda la monarquía hispánica durante el traslado del siglo XVIII al XIX. La consecuencia mayor de dicha metamorfosis fue que la monarquía terminó por fraccionarse en numerosos Estados modernos (entre ellos la misma España). ¿No es acaso una gran coincidencia el que todos los países de América Latina hayan decidido independizarse al mismo tiempo? Sin duda esto no obedece únicamente a que en todas esas dilatadas regiones tuvieron al mismo tiempo hidalgos, morelos, bolívares, san martínes, etc., sino que todos son el resultado del fraccionamiento que experimentó el mundo hispano. Es un grave error estudiar la historia de México sin considerar la de la monarquía hispánica: no olvidemos que lo que hoy son México, Centroamérica, Colombia, Argentina, Chile, Perú, Bolivia, Venezuela, Uruguay, Paraguay y España formaban parte de una monarquía transoceánica y no podemos comenzar la historia de México sin pensar lo que esta monarquía era1. Una de las graves consecuencias de ignorar la revolución política que generó el nacimiento de estas naciones será la dificultad para entender el siglo XIX latinoamericano: el problema entre el centro y las regiones, o por decirlo de otra manera, la autonomía de las provincias. La reacción popular que se generó 1 Para más información al respecto léase François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las independencias hispanoamericanas, Madrid: MAPFRE, 1992.
Miguel Canseco / Sin título / Tinta china / 15 x 10 cm
en la Península Ibérica tras la usurpación de la corona por parte de Napoleón Bonaparte en 1808, dio inicio a esta revolución política liberal. Esta revuelta exigía que la soberanía recayera nuevamente en el pueblo y se cristalizó con la formación de juntas de gobierno que ostentarían el poder político durante la ausencia del rey Fernando VII, prisionero en Francia. Como sabemos, en México esas noticias llegaron pronto y fue el Ayuntamiento de la ciudad de México quien tomó la iniciativa de formar un nuevo gobierno representativo tal y como se estaba realizando en la Península Ibérica. Fueron los oligarcas asociados al comercio colonial quienes, manipulando y moviendo los hilos políticos del virreinato, se encargaron de exterminar cualquier intento por crear juntas autónomas en la Nueva España entre 1808 y 1810. La insurrección de Hidalgo es una respuesta violenta a estas políticas virreinales. Él no pretendía una independencia o una separación política respecto a la Península Ibérica, por el contrario, se estaba levantando contra el gobierno usurpador de la ciudad de Mexico2. Hidalgo solamente pretendía hacer lo mismo que se estaba realizando en España. Las juntas de gobierno lanzaron la convocatoria para redactar una nueva constitución, en donde habrían de estar presentes representantes de todas las provincias de la monarquía hispánica (de ambos lados del Atlántico, por supuesto). Fue la primera vez que todas las regiones de la monarquía tuvieron representación en Las Cortes. El resultado fue la Constitución de Cádiz, el documento más liberal del momento que transfería el poder político del centro a las provincias, abolía las instituciones señoriales, el tributo indígena y el trabajo forzado, prohibía la inquisición, establecía un firme control sobre la Iglesia y garantizaba la libertad de prensa. Algo todavía más importante: establecía un gobierno representativo en los tres niveles: municipal, provincial y el de la monarquía (el congreso o parlamento, para decirlo en términos actuales). Con la transferencia del poder político hacia las comunidades, mucha gente 2 No olvidemos que esta oligarquía de la ciudad de México dio un golpe de estado en septiembre de 1808 para deponer al virrey Iturrigaray, quien estaba accediendo a las peticiones del Ayuntamiento de la ciudad de México para la creación de una junta de gobierno. A partir de ese momento, esta oligarquía controlará los hilos políticos del virreinato.
fue incorporada en dicho proceso. Por último, y no por ello menos importante, la soberanía era también transferida del rey hacia el pueblo. La Constitución de Cádiz representaba el fin del antiguo régimen y el nacimiento de una monarquía constitucional (Rodríguez, 1998: 75-107). Esta revolución política, cristalizada en una Constitución que otorgaba autonomía política a las provincias, es la clave para explicar el nacimiento del México independiente. ¿Por qué? La respuesta es simple: esta Constitución cumplía una de las demandas más exigidas por las provincias. ¿Cuál fue, entonces, la detonación de la Independencia? La principal causa: el antiguo régimen no había muerto del todo. En 1814, Fernando VII regresó a suelo español y abolió la Constitución. Reacción común ante la implantación de los ideales liberales modernos. Pero hubo más. El monarca restituido inició además una cacería de liberales que dio otro giro a las guerras civiles que sucedían en la América española. Contrario a lo que ha venido afirmándose desde la más rancia historiografía de siglo XIX, esto es, que Iturbide consumó la Independencia para mantener el viejo orden y, por lo tanto, los privilegios de la Iglesia, el ejército y todas aquellas viejas oligarquías amenazadas por la Constitución de 1812 (lo que se conoce como “la conjura de La Profesa”), investigaciones recientes han demostrado que Iturbide atendió a otro plan mucho más complejo: tratar de mantener el sistema constitucional mediante la Independencia. Al final, Iturbide trabajó esquizofrénicamente en dos frentes: estableció un programa que protegía tanto los intereses de la Iglesia y el ejército, así como al sistema constitucional que garantizaba los reclamos de las provincias (Rodríguez, 2009: 449-514). Es por ello que una vez obtenida la Independencia, fue la Constitución de 1812 la que reguló las actividades de la nueva nación. Por ello no fue casualidad que la caída estrepitosa, en 1823, del primer emperador de
México se dio justamente cuando el gobierno central perdió el apoyo de las provincias: fueron éstas las que se levantaron en armas y lo derrocaron. A partir de ese momento las provincias apostaron por una república federal y dejaron de lado su primera propuesta de representatividad: una monarquía constitucional. Esta confrontación, que se ha mantenido a lo largo de la vida independiente, evidencia una disonancia en la construcción discursiva que pretende hacer de la nación un todo homogéneo. Una tercera tarea pendiente nos llevaría, entonces, a la lectura horizontal de nuestro pasado, a la confrontación de las historias con la Historia. He aquí un breve ejemplo. Nuevo León durante la Independencia
El caso de Nuevo León resulta una buena oportunidad para entender cómo el discurso histórico oficial sobre la Independencia está lejos de representar las realidades regionales. ¿Por qué Nuevo León se sumó a la Independencia? ¿Qué pasaba en el estado durante las luchas de emancipación política? Poco o nada de la historia oficial sirve para explicar lo que ocurría en la región; al contrario, los acontecimientos locales se han silenciado, al igual que en muchas otras regiones, en beneficio de un discurso centralista y hegemónico. Nuevo León no fue uno de los estados más afectados por la guerra de Independencia. Si bien en los primeros meses de actividad insurgente, al igual que otras regiones del norte, se vio involucrado, la mayor parte del proceso lo pasó en relativa calma. La intranquilidad venía de rumores, fantasmas y los intermitentes ataques de indios bárbaros. Sin embargo, entre 1812 y 1815, la tensión en Nuevo León, y en especial en Monterrey, estuvo al máximo por un conflicto entre las autoridades civiles y militares. Podríamos decir que gracias al nuevo orden político creado por la constitución gaditana, las élites locales pasaron a ocupar el gobierno civil (ayuntamiento y diputación provincial), mientras que los militares eran enviados desde la ciudad de México a velar por los intereses imperiales. Estos conflictos entre ambos poderes revelan un proceso de independencia muy distinto al ofrecido por la historia oficial o por la historiografía
tradicional y nacionalista. Al menos para el caso de Nuevo León, lo que el gobierno local pretendía era obtener una mayor autonomía política (sin importar si ésta se conquistaba a través de la misma monarquía hispana o al abrigo de un nuevo gobierno independiente) 3 . Sostengo, de hecho, que la élite local de Nuevo León utilizó la Constitución de Cádiz como su principal arma para defender la autonomía regional ante la ambición del comandante militar enviado por las autoridades de la ciudad de México. En lugar de utilizar la vía militar y violenta, como aconteció en otras regiones de la Nueva España, el gobierno de Nuevo León apostó por emplear los canales oficiales e institucionales para obtener su anhelada autonomía política. Nuevo León era una de las cuatro Provincias Internas de Oriente. La Comandancia General de las Provincias Internas de Oriente fue un gobierno militar creado en la segunda mitad del siglo XVIII por las reformas borbónicas con el fin de establecer una frontera segura ante las cada vez mayores amenazas británicas, francesas, angloamericanas y nativas. La creación de la Comandancia General de las Provincias Internas de Oriente seguía el ejemplo de las viejas regiones fronterizas como Venezuela, Chile, Guatemala, Cuba y Yucatán. Debido a su condición de fronteras, estas regiones eran gobernadas por comandantes militares. Aunque la intención original de la corona española consistía en reforzar la frontera septentrional de la Nueva España después de la Guerra de Siete Años, la implantación de la Comandancia General provocó que la mayoría de los habitantes de esas fronteras septentrionales perdieran sus antiguos privilegios. Los intereses de los habitantes del septentrión novohispano fueron frecuentemente aplastados por las nuevas políticas imperiales. El resultado: el deterioro en las condiciones de vida de los habitantes fronterizos. No olvidemos que, además, la región estaba escasamente poblada y el comercio con el resto del virreinato se realizaba en desventaja debido al 3 Al menos en los documentos que he revisado en los archivos locales para este periodo, no he encontrado ninguna intención de independencia.
status marginal de la zona y a su lejanía de la ciudad de México4. Con el fin de mejorar estas condiciones y resistir las políticas imperiales, los habitantes del septentrión novohispano emplearon diferentes estrategias como el contrabando con las llamadas tribus bárbaras, y con los británicos, franceses y americanos5. Sin embargo, la presencia del ejército colonial, enviado desde la ciudad de México, dificultaba estas actividades e incrementaba la presión sobre los habitantes de esas provincias fronterizas. La revolución política iniciada en 1808 representó una gran oportunidad para las Provincias Internas de Oriente de mejorar su situación. Miguel Ramos Arizpe, el diputado que representaba a Coahuila en las Cortes de Cádiz, escribió un reporte contundente sobre las condiciones geográficas, políticas y civiles de las cuatro Provincias. En dicho reporte, Ramos Arizpe afirmaba que los gobiernos militares, la falta de libre comercio, la gran cantidad de impuestos y la escasez de instituciones educativas explicaban la miseria que prevalecía en esas apartadas regiones. Ramos Arizpe era un firme creyente de la autonomía local y provincial. Sin duda su elocuencia y su activa participación en las Cortes de 1811 fueron fundamentales en la redacción de la Carta Magna de 1812. Basta decir que su “Reporte” es considerado por la historiadora norteamericana Nettie Lee Benson (1950: xviii) como “la semilla que produjo el federalismo en México”. Y yo añado más: Miguel Ramos Arizpe fue el mejor portavoz de las Provincias Internas de Oriente en su lucha por obtener mayor autonomía política y económica. Fue por ello que las élites locales de estas regiones apoyaron y celebraron la implantación de la Constitución de 1812: porque vieron en ella la oportunidad de recuperar parte de sus privilegios perdidos con las reformas borbónicas y con la creación 4 Para el caso de la región norte de Tamaulipas, léase: Omar S. Valerio-Jiménez, “Neglected Citizens and Willing Traders: The Villas del Norte (Tamaulipas) in Mexico’s Northern Borderlands, 1749-1846”, Mexican Studies/ Estudios Mexicanos, Vol. 18, No. 2 (Summer, 2002), pp. 251-296. 5 Aunque no existen todavía suficientes estudios acerca del contrabando en la región en esa época, en: Pekka Hämäläinen, The Comanche Empire, New Haven: Yale University Press, 2008, viene un análisis detallado sobre las relaciones comerciales entre los comanches y los habitantes de la frontera norte de la Nueva España.
de la Comandancia General de las Provincias Internas de Oriente6. Sin embargo, no todo fue celebración. La presencia del Comandante General de las Provincias Internas, Joaquín de Arredondo, representó un serio desafío para la implantación de la Constitución. Bajo el pretexto de las amenazas de los indios bárbaros y del estado de insurgencia que prevalecía en otras regiones de la Nueva España, Arredondo hizo hasta lo imposible para que el gobierno local de Nuevo León se sometiera a las autoridades virreinales que de alguna manera todavía representaban al Antiguo Régimen. Esto significaba una profunda contradicción: por un lado, Nuevo León obtenía discursivamente, desde la Península Ibérica, la anhelada autonomía provincial; pero, por el otro, recibía desde la ciudad de México severos obstáculos para su bienestar y progreso. Joaquín Arredondo intentó hacer valer su autoridad sobre los nuevos gobiernos constitucionales de la región. Tanto el Ayuntamiento de Monterrey como la novel diputación provincial desafiaron la autoridad de Arredondo, quien exigía recursos, humanos y materiales, para la conformación de una compañía militar. Las amenazas del militar virreinal no amedrentaron a las élites locales, quienes veían en las demandas de Arredondo un grave perjuicio para la ya de por sí frágil vida económica de la región. El regreso de Fernando VII a la corona en 1814, la abolición de la constitución y el retorno del Antiguo Régimen contribuyeron de manera contundente a la eliminación de los privilegios y a la pérdida de la autonomía apenas obtenida por las élites locales en Nuevo León, facilitando, por tanto, el triunfo político del comandante militar. Fue tal el odio de Arredondo hacia las instituciones políticas creadas por la constitución gaditana que incluso intentó desaparecer al ayuntamiento de Monterrey, cosa que al final no pudo lograr7. Otra acción simbólica de la lucha entre el antiguo y el nuevo orden político fueron los sucesos que 6 Fue tal la euforia que el Ayuntamiento de Monterrey decidió colocar un pequeño monumento a la Constitución en la Plaza de Armas, además de celebrar su llegada a la región. La misma euforia causó en otras poblaciones como Cadereyta. Para ver esos casos, léase: Archivo Histórico de Monterrey [AHM], Actas de Cabildo, 31 de mayo de 1813; AHM, Correspondencia, Vol. 2, Exp. 1, Folio 4; AHM, Actas de Cabildo, 1 de agosto de 1814. 7 AHM, Actas de Cabildo, 10 de octubre de 1814; AHM, Actas de Cabildo, 15 de octubre de 1814.
8 AHM, Actas de Cabildo, Vol. 3, Exp. 1814/081, 26 de noviembre de 1814.
vea finalmente cumplida parte de sus demandas más antiguas. La concreción de estos proyectos autonómicos se debió a las alianzas estratégicas de Díaz, pero, sobre todo, a sus políticas económicas que favorecieron ampliamente a las élites regiomontanas. Si he mencionado brevemente el caso de Nuevo León es porque considero urgente que dejemos de lado los discursos nacionales, centralistas y hegemónicos que lejos de aclarar, oscurecen más, y demos la oportunidad a historias regionales de alzar su voz. Esto es, que pasemos de una voz a varias voces en la construcción de nuestra historia. Todo ello con el fin de contribuir a una nación más justa, más plural y más democrática. Lo mismo puede decirse del resto de las naciones latinoamericanas: es momento de dejar de privilegiar el discurso de la costa en Perú para atender las historias que han permanecido silenciadas en las remotas poblaciones de la cordillera; evitemos leer la historia de Argentina como si ésta sólo se hubiera originado en Buenos Aires y atendamos al resto de las provincias; escuchemos lo que tiene que decirnos el Caribe colombiano en comparación a la visión originada desde Bogotá. Esto es lo que debe ser el Bicentenario: una oportunidad para dejar en el pasado nuestra “historia” de la Independencia y escribir “las historias”. El Bicentenario debe ser una oportunidad para la pluralidad y la polifonía en nuestra revisión del pasado. El Bicentenario debe ser también la deconstrucción del discurso oficial, centralista y hegemónico. Sólo así contribuiremos, como historiadores, a edificar un México, una Argentina o un Brasil más justos y más diversos. Está por verse si somos capaces de aprovechar esta gran oportunidad Referencias Archivo Histórico de Monterrey [AHM]. Actas de Cabildo. Hobsbawm, Eric (2002) [1983]. La invención de la tradición. Barcelona: Crítica. Lee Benson, Nettie (1950). “Introduction”, in Report that Dr. Miguel Ramos Arizpe Presents on 7 November 1811, to the August Congress on the Natural, Political, and civil Condition of the Provinces of Coahuila, Nuevo León, Nuevo Santander, and Texas of the Four Eastern Interior Provinces of the Kingdom of Mexico. Austin: University of Texas Press. Mitchell, Timothy (2002). Rule of Experts: Egypt, Techno-Politics, Modernity, Berkeley: University of California Press. Rodríguez O., Jaime E. (1998). The Independence of Spanish America. Cambridge: Cambridge University Press. Rodríguez O., Jaime E. (2009). Nosotros somos ahora los verdaderos españoles. México: Instituto Mora/El Colegio de Michoacán.
Miguel Canseco / Sin título/ Tinta china / 15 x 10 cm
ocurrieron en septiembre de 1814: un grupo de soldados de Arredondo, supuestamente alcoholizados, patearon y destruyeron el monumento a la Constitución que había creado el ayuntamiento regiomontano. A esta reacción simbólica siguieron levas indiscriminadas y abusos de autoridad hacia la población civil de Monterrey8. Este breve ejemplo pone de manifiesto la tensión latente entre los diversos procesos históricos que se han dado en nuestro país. Luchas por el poder interpretativo y por la representación política. Manifestación clara de la construcción discursiva de la nación por parte del estado (cuando debería ser a la inversa). Es urgente incrementar y mejorar nuestro conocimiento sobre estos procesos alternos de independencia, como el que se dio en Nuevo León, porque en ellos está implícito el más importante desafío que habría de enfrentar México durante el siglo XIX: el respeto por las soberanías estatales y el libre comercio. Si no entendemos el problema de las autonomías provinciales que estaba ya presente en el proceso de Independencia difícilmente comprenderemos nuestro tormentoso siglo XIX. En el caso de Nuevo León, si no entendemos estos deseos de autonomía regional, corremos el riesgo de malinterpretar el siglo XIX, ya que bajo la óptica centralista y de la historiografía nacionalista, Nuevo León fue una constante amenaza para la integración nacional y por ello fue etiquetado con frecuencia como un estado separatista que pretendía seguir el ejemplo texano. Pero si cambiamos nuestra óptica desde el centro a la periferia, releeremos la historia de Nuevo León y la de otras provincias —pienso en el caso yucateco y texano, por ejemplo—, como una larga lucha por defender su autonomía provincial. De hecho, la participación de Nuevo León en la revuelta que derrocó a Santa Anna en 1855; el apoyo regional, durante la Guerra de Reforma (1857-1860), a los liberales; y la crisis entre el gobierno estatal y el gobierno nacional (primero con el de Ignacio Comonfort y después con el de Benito Juárez) son parte de esta larga lucha por la autonomía provincial. Curiosamente, será con Porfirio Díaz cuando Nuevo León
RomĂĄn EguĂa / De la serie Cuatro cuentos cortos / Aguafuerte y aguatinta / 15 x 15 cm (placa irregular)
padre Mier, personaje literario
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DDSergio Cordero
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uienes ejercen la ficción narrativa lo saben: la mejor manera de preservar el pasado no es momificándolo, como lo pretende la historiografía más ortodoxamente documental, sino haciéndolo renacer de sus cenizas; no se preserva a través de las estructuras rígidas, generalizadoras, del pensamiento teórico, sino a través de las estructuras dinámicas, elásticas, de la imaginación creadora. Y si bien no todos los eventos de la historia ni todos sus protagonistas se prestan a este ballet de figuras entre la imaginación y el dato, hay algunos que poseen una atracción casi irresistible. Veamos el caso del fraile dominico José Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra (1763-1827): para los capitalinos, fray Servando; para los regiomontanos, el padre Mier; para todos, el personaje más singular que haya surgido en la historia de México. Un hombre que fue leyenda en vida gracias a sus detractores y que se convirtió en un mito después de muerto por culpa de algunos comentaristas de su persona y su obra. Desde el rincón apacible donde sus restos esperan la resurrección de la carne —sea una colorida tienda de circo, una vitrina de museo o la urna bajo un monumento—, el padre Mier debe divertirse con
el duelo que su personalidad y sus acciones han provocado entre historiadores y narradores de ficción: los primeros, corrigiéndose datos y refutándose argumentos, tratan de que esa excéntrica figura no desentone tanto del resto de las solemnes efigies de nuestro panteón cívico, mientras que los segundos se divierten exaltando sus hazañas, extravagancias y desafíos. Mier no le daría la razón ni a unos ni a otros porque tiene un poco de ambos: un escritor que es al mismo tiempo un importante personaje histórico; alguien que en vida se inventó varias veces a sí mismo, se corrigió y aumentó en sus memorias y, de paso, contribuyó a fundar esta dos veces centenaria nación. Para colmo, ya con un pie en el sepulcro, se dio el lujo de señalar las posibles causas de la futura desaparición de la entonces naciente república. Tanta lucidez no es frecuente en nuestros próceres, demasiado propensos a soñar con un mundo mejor, en lugar de ver con ojos bien abiertos el que tenían frente a ellos. A los lúcidos no les va bien en la historia de México, sobre todo si tienen la costumbre de emitir sus opiniones en lugares públicos, en impresos o donde pueda enterarse una autoridad con poder directo sobre ellos.
Román Eguía / De la serie Cuatro cuentos cortos (en monotono) / Aguafuerte y aguatinta / 15 x 15 cm (placa irregular)
Las fronteras teóricas que separan la narrativa historiográfica de la narrativa de ficción, a simple vista sólidas e inamovibles, en realidad tienen entradas secretas, pasajes subterráneos, salidas en falso y de emergencia. El edificio de la historiografía, fundado sobre vestigios y documentos —“lo verificable”— y paradigmas explicativos —“lo teóricamente demostrable”—, está siempre tambaleándose. Las hipótesis, las comparaciones, los modelos, etcétera, operan como estructuras sobrepuestas que intentan sostener con puntales, desde afuera, un cascajo siempre a punto de desplomarse sobre quienes utilizan el pasado para defender el presente de las amenazas del futuro, fanático constructor de ruinas.
La vida de Servando Teresa de Mier [...] tiene mucho de novelesco y ha inspirado la pluma de más de un narrador de talento. El padre Mier cayó de la gracia del arzobispo Alonso Núñez de Haro, quien lo condenó a diez años de prisión en el monasterio de Las Caldas, en España. Esta condena la provocó, a decir de sus acusadores, el sermón sobre la Virgen de Guadalupe que fray Servando pronunció en la Colegiata el 12 de diciembre de 1794 y que, al principio, todos le celebraron. En este sermón aportaba un novedoso rasgo al relato de la milagrosa aparición en el cerro del Tepeyac: el argumento de que la imagen de la Virgen de Guadalupe no estaba impresa en la tilma del indio Juan Diego, sino en la capa del apóstol Santo Tomás quien, obedeciendo el mandato de Jesucristo de difundir su palabra por todo el orbe, había encontrado la manera de llegar hasta nuestro continente y predicar entre los naturales, quienes lo llamaban Quetzalcóatl. Todo lo anterior implica que el cristianismo no había llegado a América con la conquista española, sino mucho tiempo antes, en el siglo I de nuestra era. Desde un punto de vista moderno y laico, este argumento podría considerarse una variación menor dentro de un relato más extenso, del que no altera ni la estructura general ni la esencia de su mensaje. En cambio, los representantes de la autoridad religiosa del virreinato vieron, en este novedoso rasgo del sermón de Mier, un ataque a la tradición del culto guadalupano y, en el fondo, una manifestación de disidencia política de un criollo hacia los peninsulares. El fraile regiomontano rechazó la acusación e intentó defenderse, pero no fue escuchado. Por eso, en lugar de someterse al dictado de sus superiores y cumplir resignadamente con su reclusión en Las Caldas, incurrió en un acto que lo marcaría de por vida y que lo convirtió de un icono barroco en una figura de la picaresca y, por último, en un personaje romántico: fugarse de toda cárcel donde intentaron retenerlo. Y así, evadiendo una cárcel tras otra, el fraile prófugo cruzó un océano, dos siglos y dos continentes, pasó por España, Francia, Italia, Portugal, Inglaterra y los Estados Unidos. Finalmente, Servando Teresa desembarcó en las playas de Soto la Marina el 15 de abril de 1817, acompañado de un guerrillero español, un impresor
norteamericano, una imprenta y un contingente de voluntarios. Para entonces, Mier era un fraile secularizado, protonotario apostólico de Su Santidad, prelado doméstico de Pío VII, capellán del Batallón de Voluntarios de Valencia, autor de la Historia de la revolución de Nueva España (bajo el cuasi-pseudónimo de José Guerra) y “arzobispo de Baltimore”. La vida de Servando Teresa de Mier, como él mismo lo descubrió para su mal mientras era interrogado por el alcalde de Madrid (Memorias II, p. 205), tiene mucho de novelesco y ha inspirado la pluma de más de un narrador de talento. Pero escribir una novela histórica o una biografía novelada implica el problema de que la ficción narrativa no se resigna fácilmente a esa “función ancilar” —como la llama Alfonso Reyes (1963: 45-74)1— que le impone el apego a datos verificables. Dicho de otro modo: la imaginación creadora no se resigna a trabajar como una mera “sirvienta” de los métodos y las estructuras de la historiografía. En la ficción propiamente dicha, el escritor propone tanto el principio de causa-efecto (argumento), a partir del cual surge y se desarrolla una secuencia de acciones y un esquema de relaciones entre personajes (trama), como el modo de referir su dinámica (narrador, destinatario, punto de vista, orden de secuencias y escenas, etcétera). En cambio, cuando la ficción se basa en hechos reales, el escritor no aporta la secuencia de acciones pero sí debe extraer de ellas una causalidad posible o aceptablemente verosímil. Recuérdese el célebre ejemplo de E.M. Forster: el historiador escribe que “el rey murió y, un año después, la reina murió”, mientras que el novelista escribe que “el rey murió y, un año después, la reina murió de tristeza”. Además, mientras el historiador debe limitarse a los datos y el memorialista a los caprichos de su temperamento y su memoria, el narrador de ficción puede alternar personajes y hechos reales e imaginarios. 1 Véase el capítulo sobre “La función ancilar” (1963: 45-74).
2 Según el diccionario Larousse, “memorialista” significa “el que escribe memoriales u otros documentos por cuenta ajena” (lo que lo volvería más afín al término “escribano”). Con todo, algunos autores lo utilizan en el sentido de quien escribe sus memorias y, al mismo tiempo, ofrece un valioso testimonio de la época que le tocó vivir. Así lo hace el crítico tapatío Carlos González Peña al referirse a fray Servando en su Curso de literatura (1953: 175). Opino que los textos que integran las Memorias de Mier admiten los dos significados, ya que, por su intención, fueron originalmente “memoriales”, en el sentido que también el Larousse le da al término “memorial”: “petición escrita en la que se solicita un favor o una gracia”, aunque el fraile lo único que pedía y pidió siempre fue justicia.
tiende inevitablemente a omitir, justificar o reinventar por fidelidad a sí mismo y para que los demás no lo desfiguren o lo nieguen; sabe que, en esta pugna entre la mitificación propia y el desvirtuamiento ajeno, gana el que tiene una inventiva más ágil y una pluma más aguda. Se enfrenta una ficción contra otra aunque, en el caso de Mier, se impone una precisión: él parece estarse reinventando desde antes de escribir sobre sí mismo. Además, el memorialista tiene, sobre otras figuras históricas, la ventaja de proponer a sus futuros biógrafos un argumento y una trama que le permitan exponer los hechos de su propia vida de una forma más interesante o reveladora, si bien ellos enfrentan el problema de cómo confirmar, refutar o glosar dicha versión. b) Fray Servando de Artemio de Valle-Arizpe. Desde el principio, este escritor saltillense fue consciente de que el padre Mier ya había establecido para los hechos de su vida una trama a la que, complacidos o a pesar suyo, debían someterse los autores que después quisieran escribir sobre él. De la infancia y adolescencia de Servando Teresa en Monterrey hay muy poco de interés que contar. Así que Valle-Arizpe aprovecha la ocasión para describir los “métodos didácticos” utilizados en las escuelas de la época colonial y cuya aplicación muchos colegios privados y no pocas escuelas públicas prolongaron hasta bien entrado el siglo XX, para aflicción del propio Valle-Arizpe, quien en el siguiente párrafo deja la impresión de haberlos conocido en carne propia: Se profesaba en tales establecimientos esa persuasiva pedagogía traumática que tenía como base esencial el apotegma de que “la letra con sangre entra”. Con este principio irremplazable y fundamental demostraban todos los maestros de la Nueva España ser los más competentes en el mundo entero. Además, tenían fincados sus enérgicos procedimientos en el antiguo adagio: “Al Azote [sic por “Zote”], lo hace listo el azote”. Así,
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Veamos algunos casos. a) Las Memorias de Fray Servando. Como José Vasconcelos en el Ulises criollo, Mier escribió sus Memorias no por gusto, sino por necesidad. En ambos casos, se trata de una apologia pro vita sua, un alegato de alguien que se siente injustamente tratado y descubre que no tiene otro defensor que él mismo. De lo anterior se deduce fácilmente que el autor también va a hablar en contra de otras personas. Sin duda, esta particularidad suele encontrarse en otros relatos autobiográficos y, con demasiada frecuencia, es el único rasgo de interés que ofrecen. Afortunadamente, esa motivación inicial queda rebasada por el excepcional talento narrativo del educador oaxaqueño y por la insaciable curiosidad y aguda capacidad de observación del fraile neoleonés. Con frecuencia, Mier ostenta un tono de exposición característicamente forense (en especial, cuando analiza los factores que contribuyeron al fortalecimiento del culto a la Virgen de Guadalupe). Vasconcelos, en cambio, no pocas veces tiende a enunciaciones cercanas al discurso religioso (por ejemplo, cuando exalta el trágico destino de Francisco I. Madero). La paradoja se revela si tomamos en cuenta que el primero es un fraile y el segundo un abogado. Estamos ante dos personajes muy inteligentes, muy cultos y apasionados de sus ideas. A causa del momento histórico que les tocó en suerte, viven la aventura del intelectual que, ante la posibilidad de proponer un nuevo y mejor proyecto de sociedad, deja momentáneamente la reflexión y se ve impelido a la acción. Aunque el memorialista2 alega siempre defender la verdad de los hechos y la sinceridad de sus intenciones,
muy a conciencia, se enseñaba a leer y escribir, poniendo en juego correas, varejones, palmetas que tenían cinco agujeros en memoria de las cinco llagas del Señor, y hasta se utilizaban para tan nobles fines singulares cachetizas, muy sonoras, pellizcos bien retorcidos y buenas trompadas, cayeran donde cayesen, que eso no importaba gran cosa para la eficacia singular del método [p. 273].
En realidad, la verdadera biografía de fray Servando comienza con el sermón que dio en la Colegiata. Valle-Arizpe disculpa los excesos del sermón sobre la Virgen de Guadalupe, argumentando que Mier, en su afán de hacer algo original y no el aburrido discurso de siempre, se apoyó en las investigaciones sobre jeroglíficos indígenas hechas por el licenciado Ignacio Borunda, a quien el saltillense hecha toda la culpa, llamándolo “loquesco” y “soflamero” y haciendo de su retrato toda una caricatura: Este formidable Ignacio Borunda era un viejo chiflado, salido enteramente de quicio, que graduaba su locura de docta y su ignorancia de sabiduría. Se expresaba únicamente con ampulosos adefesios, pues traía siempre el juicio vuelto del revés. Era muy gordo este estrafalario Borunda; por todas partes le colgaba floja y fláccida la carne, en un derrame incontenido. Hablaba bajando la voz a un bisbiseo de confesión, y luego, progresivamente, la iba subiendo, subiendo, engrosándola cada vez más y más, hasta aparearla al hueco fragor de un cañonazo. Entonces, parece que hasta se desprendían pedazos de enjarre de las paredes, que se bamboleaban los cuadros, y crujía de modo alarmante el envigado [p. 281].
Después de ese “sermón de las desdichas”, a decir de Valle-Arizpe, la vida de Servando Teresa inicia su itinerario de prisiones y fugas y su peregrinar de un país a otro, hasta que pudo volver a la convulsionada Nueva España para participar en la lucha insurgente junto a Francisco Javier Mina, padecer sus últimas prisiones en la isla de San Juan de Ulúa y, ya en la ciudad de México, en el convento de Santo Domingo y el Palacio de la Inquisición y acabar
sus días, muy deteriorado físicamente, en Palacio Nacional, como huésped del presidente Guadalupe Victoria (triunfalista pseudónimo del general Félix Fernández). Algunos —Valle-Arizpe entre ellos— hubieran querido que el capítulo final de la vida del padre Mier fuera ese momento solemne cuando su amigo y rival político, el coahuilense Miguel Ramos Arizpe, en su calidad de ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, le proporcionó los santos óleos durante una ceremonia ocurrida en Palacio Nacional el 16 de noviembre de 1827, a la que Mier invitó a todo el mundo como si se tratara de una fiesta. En realidad, su momento culminante como figura pública se verificó el 13 de diciembre de 1823, cuando pronunció ante el congreso constituyente el célebre discurso “Profecía del doctor Mier sobre la Federación Mexicana”, conocido comúnmente como el “Discurso de las profecías”. Vale aquí una comparación que, aunque odiosa, es muy ilustrativa. El capítulo final, donde Valle-Arizpe narra la ceremonia de los santos óleos, es descrita con elegancia y prolijidad. En contraste, el relativo al desempeño de fray Servando como diputado por la provincia del Nuevo Reyno de León ante el congreso constituyente incluye apenas estas pocas líneas sobre el célebre discurso “profético”: “impugna el sistema federativo absoluto y pronostica que su implantación traería la guerra y el desmembramiento del territorio patrio, y sostiene la necesidad de un gobierno republicano central o, al menos, federalista templado” (pp. 351-352). Acto seguido, se cita el siguiente fragmento: Yo siempre he estado por la federación [esas fueron sus palabras, apunta Valle-Arizpe], pero una federación razonable y moderada, una federación conveniente a nuestra poca ilustración y a las circunstancias de una guerra inminente que debe hallarnos muy unidos. Yo siempre he opinado por un medio entre la federación laxa de los Estados Unidos, cuyos defectos han patentizado muchos escritores, y que allá mismo tiene muchos antagonistas, pues el pueblo está dividido entre federalistas y demócratas; un medio, digo, entre la federación laxa de los Estados Unidos
y la concentración peligrosa de Colombia y del Perú: un medio en que, dejando a las provincias facultades muy precisas para proveer a las necesidades de su interior y promover su prosperidad, no se destruya la unidad, ahora más que nunca indispensable para hacernos respetables y temibles a la Santa Alianza, ni se enerve la acción del gobierno, que ahora más que nunca debe ser enérgica para hacer obrar simultánea y prontamente todas las fuerzas y recursos de la nación. Medio tutissimus ibis. Éste es mi voto y mi testamento político [p. 352].
A decir verdad, el escritor saltillense parecía más interesado en ponderar la “voz de plata” de su personaje que en analizar en detalle el mensaje que dicha voz profería. Con todo, Valle-Arizpe procuró respetar la trama vital que Mier planteó en sus Memorias y se limitó a desplegar su albedrío creativo en el plano del discurso. El fraile fugitivo escribió desde el “yo”; el escritor colonialista, desde el “nosotros”. Se trata de la voz colectiva de esas tertulias que, durante el siglo XIX, se formaban en los cafés, las librerías y algunos establecimientos comerciales, las cuales tanto admiraba y disfrutaba el autor de La Güera Rodríguez (1949) y a las que dedicó un sentido texto: Victoriano Salado Álvarez y la conversación en México (1932); tertulias en las cuales, a decir de don Artemio, se adquiría erudición y se desarrollaban armas para depurar el estilo literario, pero en las que también se ejercía casi como un oficio una maledicencia reticente y refinada, a través de la cual se denunciaban los prejuicios ajenos para de ese modo defender los propios. Valle-Arizpe escribe como si fuera uno de esos tertulianos, pero también como admirador del periodo virreinal y enemigo de las revueltas armadas que amenazaban la tranquilidad de este erudito y muy católico señor. Valiéndose de ese recurso que aportaron las mujeres a las conversaciones de salón —el matiz—, don Artemio se las ingenia para expresar, de un modo
indirecto y a la vez claramente intencionado, su opinión sobre personas, acciones y dichos. Véase la manera como narra lo sucedido durante la última fuga del ya para entonces diputado Mier: Fray Servando pensó fugarse de Santo Domingo, y ni para qué decirlo: se escapó; tampoco hay que decir aquí que no le podía faltar entonces su hado funesto, pues dio la vuelta más de prisa que se fue, y se le puso a la sombra en la cárcel de la corte. Unas apacibles beatas, muy suaves, muy melindrosas, muy seráficas, en cuya casa se refugió, lo denunciaron santamente, acaso con el dulce propósito de que fuese un bienaventurado por sufrir persecuciones de la justicia. Nunca faltan buenas almas y excelentes intenciones. Dios les haya pagado a esas señoras el bien que le quisieron hacer. ¡Beatillas locas! [pp. 347-348].
c) El mundo alucinante. Una novela de aventuras de Reynaldo Arenas. En un breve párrafo que sigue a los epígrafes, este novelista cubano anuncia que va a contar la vida de fray Servando “tal como fue, tal como pudo haber sido, tal como a mí me hubiese gustado que hubiera sido”, con lo cual sólo está glosando esa parte de la Poética donde Aristóteles plantea la diferencia entre la forma como el historiador y el poeta abordan los hechos: el primero, tal como fueron; el segundo, tal como le hubiera gustado que fueran. Pero ninguno de los dos puede renunciar a lo que pudo haber sido, esa tierra de en medio donde entran en crisis tantas teorías de la historia y se reinventan muchas poéticas de la historiografía. Esto obliga a Arenas a iniciar su novela tres veces: usando una voz narrativa en primera persona, luego en segunda persona y, por último, en tercera persona. Este ir y venir de una voz narrativa a otra es una constante de la novela. Además, la relación de estas voces no siempre es complementaria y tiene pasajes donde llega a ser conflictiva, al grado de que una voz narrativa puede desmentir o contradecir a las otras.
Mier, sin duda, estaría de acuerdo con Arenas, al constatar la facilidad con la que los hechos reales son rápidamente contaminados de ficción.
Por otra parte, llama la atención la insistencia del autor cubano en que sus editores no eliminaran de la portada el subtítulo “novela de aventuras”. Temía acaso que, si llegaban a omitirlo, el lector llegara a creer que el libro ofrecía una reconstrucción escrupulosamente fiel a la “verdad histórica” de los hechos. Mier, sin duda, estaría de acuerdo con Arenas, al constatar la facilidad con la que los hechos reales son rápidamente contaminados de ficción. Acerca de los informes indígenas sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe, el fraile escribe: Ésa es la fama a la que se refirieron los testigos indios de 1666, sucediéndole lo que siempre sucede a la fama: que adquiere cuerpo y fuerzas con el progreso del tiempo, y se añaden circunstancias, y si los poetas intervienen con sus cantares, a que los indios eran muy dados, o ponen la cosa en solfa de comedia, se erige sin disputa la patraña toda en una tradición popular, que si es piadosa no se puede atacar sin riesgo, especialmente si la ha logrado canonizar algún devoto imbécil con la imprenta y las licencias necesarias para ella [Memorias, t. I, p. 73].
Jorge Luis Borges, en su cuento “El inmortal”, coincide indirectamente con el dominico cuando nos pone en guardia frente a la abundancia de rasgos circunstanciales en un relato presuntamente verídico, ya que “esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria” y observa que ese procedimiento se aprende en los poetas y “todo lo contamina de falsedad” (Borges, 1980: 160-1). Sin duda, el olvido borra de la memoria los rasgos circunstanciales de los hechos y la historiografía tiende a omitirlos, pero son precisamente estos rasgos los que el lector le exige al narrador, porque mantienen su interés. “Cuéntamela con lujo de detalles”, ruega el escucha a quien platica una anécdota. Lo mismo que en las novelas de detectives y en los melodramas televisivos, lo importante no es tanto qué sucede, sino cómo se llega al desenlace. Ya lo decía E.M. Cioran: “Existe un placer que es nuestro: el del conflicto como tal” (2002: 121). Así, para los hechos históricos de la biografía de Mier, Valle-Arizpe y Arenas imaginaron esos rasgos
circunstanciales que, como narradores de ficción, estaban conscientes de que los exigiría la quisquillosa credulidad del lector, a quien le irrita que una ambientación vaga, una causalidad ambigua o una trama fragmentaria estropeen la verosimilitud del relato. Valle-Arizpe satisface esa exigencia a través de crear atmósferas en las que están cuidadosamente detallados los escenarios, los rasgos físicos y los ademanes significativos. Arenas, en cambio, la resuelve a través de la hipérbole, de una exageración que incide tanto en la apariencia como en la conducta de los personajes. Por ejemplo, al hablar de la baja estatura de los madrileños, Mier alude a una ocasión en que estuvo jugando con una niña que el creía de nueve años y resultó tener dieciséis (Memorias, t. II, p. 160). Arenas, al retomar esta anécdota, hace que la supuesta niña, “que no medía más de dos pies”, confiese haber cumplido ya treinta años (El mundo alucinante, p. 117). Y así como Valle-Arizpe caricaturiza a Borunda, Arenas de plano lo convierte en una especie de Gargantúa que vive en una cueva llena de murciélagos y quien, a la hora de mostrarle un códice a Mier, desenrolla un lienzo que se extiende a lo largo de kilómetros y kilómetros. Para apreciar mejor dicho mecanismo, tomemos este pasaje de las Memorias, donde fray Servando cuenta cómo, en su primera visita a Madrid, tuvo que compartir vivienda con “un americano muy pobre”: Aunque vivíamos los dos bajo una puerta común, nuestras habitaciones eran inconexas y enteramente independientes, sin que se supiese en la una lo que entraba o salía a la otra. Y dicen que a mi compañero lo visitaban algunas mujeres, lo que no era de extrañar, porque era ya muy antiguo en Madrid y tenía muchos conocimientos. Viéronlas entrar por la puerta común los agentes del arzobispo, que tenían puestas espías sobre todos mis pasos para ver si hallaban con qué desacreditarme ante el Consejo, pues ya se sabe que en los tribunales españoles los artículos más impertinentes no lo son, y aun son decisivos en los tribunales de gobierno, y dieron aviso a todos los alcaldes de Madrid, hasta a los de Corte, para que nos cayesen de noche y resultase el escándalo que siempre resulta contra eclesiásticos en semejante materia. Por ahí se
les procura hacer siempre el tiro para deshonrarlos [Memorias, t. I, pp. 263-264].
Valle-Arizpe y Arenas se ocupan de reformular este incidente cada quien a su manera. El primero aprovecha el episodio para escribir un pasaje cargado de ironía, donde hace burla de la doble moral y del ambiguo lenguaje que la encubre: Va a vivir [Mier] con un padre americano, bendito varón. ¡Dios lo haya perdonado! Este buen páter tenía dares y tomares con señoras —desde luego, muy santos dares y tomares— que concurrían en su habitación, claro está que a nada malo, ni feo, cosa imposible, ¿quién creería eso? Iban, es evidentísimo, en las horas nocturnas, que, especialmente, elegían para sus visitas, por lo sosegadas y quietas que son, ya sin el terrible bullicio del día, con el cual no se puede reconcentrar el pensamiento. Esas damas, como es natural, iban únicamente a extasiarse oyendo al fraile que les predicara, de modo precioso, sobre los inefables goces de la vida eterna, los medios eficaces para evitar las sucias tentaciones de la carne, y lo muy provechosas que son unas cuantas tandas de disciplinazos para castigar las rebeldías del cuerpo, “el hermano asno”; y les sermoneaba, con linda palabra, otras cosas así de útiles e interesantes. Aquello era edificante [Fray Servando, p. 293].
Arenas, al ocuparse de este pasaje, deja de lado toda reticencia y describe en forma clara, directa y detallada eso que Mier apunta escuetamente y Valle Arizpe adorna de insinuaciones: Y he aquí que voy asomándome con gran trabajo hacia el interior de la habitación; y he aquí que estoy viendo al padre, completamente desnudo y sudoroso, con el miembro más tieso que una piedra y apuntando como una vara, paseándose entre aquellas señoras arrodilladas en corro, y sin dejar de recitar sus prédicas en latín. Así caminaba el padre por entre todo el ciclo de mujeres. Ellas lo miraban extasiadas y a cada momento sus rostros reflejaban la ansiedad y la lujuria, desatada ya en el cura, que seguía caminando rítmicamente, mientras su miembro adquiría proporciones increíbles, tanto que temí llegara hasta donde yo estaba, traspasando
la puerta… Así pude comprender que todo aquello no era más que los preparativos para lo que luego se desataría en aquel lugar. De manera que la ceremonia avanzaba. Y las damas, desesperadas y con las manos muy unidas, rodeaban de rodillas al fraile. Y he aquí que el cura coge aquella parte tan desarrollada, y con las dos manos la empieza a introducir trabajosamente en la boca de cada dama arrodillada (a manera de hostia) que, en una actitud de plena adoración e idolatría besaba, engullendo gozosa toda su proporción, que el padre retiraba al instante para satisfacer las siguientes solicitudes. Las damas se desesperaban por la llegada de su turno [El mundo alucinante, pp. 112-113].
A pesar de su apariencia delirante, tales hipérboles se limitan a poner en marcha una lógica de los hechos implícita en las Memorias. Dicho de otro modo, fray Servando aporta los “predicados de base”, como dicen los estructuralistas, y Arenas los desarrolla llevando su causalidad más allá de los límites de lo verosímil, valiéndose de aplicar a las relaciones de causa-efecto de los hechos un recurso que con el tiempo sería considerado como uno de los más emblemáticos del “realismo mágico”: tomar lo metafórico en sentido literal. Así lo hace Arenas cuando plantea que, para poder escribir, Mier, a falta de velas, se iluminaba “con los destellos de los ojos de las ratas” (El mundo…, p. 89). Las Memorias del regiomontano fueron como semillas que hallaron en la imaginación del cubano una tierra muy fértil donde germinar. Borges vio un proceso semejante en los traductores de las Mil y una noches y en FitzGerald, quien vertió al inglés al poeta árabe Omar Hayyam: Rossetti y Swinburne captaron la belleza de la traducción, pero nosotros nos preguntamos si habrían captado esa belleza en el caso de que FitzGerald hubiera presentado los Rubáiyát como un original (en parte era original) más que como una traducción. […] Y me pregunto si a FitzGerald se le hubiera consentido el “lazo de luz” (“noose of light”) y el “torreón del sultán” en un poema suyo. (Borges, 2001: 88)
Si no fuera por este trabajo de traslado y recreación, tal vez dichos traductores no se hubieran atrevido a decir y a firmar con su propio nombre ciertas cosas que, en
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cambio, sí se sentían en libertad de atribuir a un autor de otra época o derivar de una obra proveniente de otra cultura. Y a quienes crean que estas transgresiones en la verosimilitud del relato son “licencias poéticas” aportadas por el “realismo mágico” de los novelistas del “boom” latinoamericano, yo los invitaría a repasar las páginas de Voltaire, cuya novela Cándido (1759) no sólo anticipa la forma de narrar de los magicorrealistas, sino que tiene un protagonista cuyas desventuras prefiguran en buena medida las que padecería Mier. Incluso Cándido halla a su Borunda en el doctor Pangloss. Acerca de estas similitudes, llama la atención la constante apelación del fraile a su propia candidez. Valle-Arizpe en el libro ya comentado y Alfonso Reyes en su prólogo a una edición madrileña de las Memorias (1917), citan esta misma frase: “No está en mi mano tener malicia”. Pero ésa es sólo una de las muchas que aparecen a lo largo del texto de fray Servando: “Yo también soy sencillo”, “Lo que tengo… es un candor inmenso”, “Mi candor excluye todo fraude”, etcétera. Y en medio de tanta efusión de humildad, de pronto suelta esta joya: “En toda la América no había quien pudiera excederme en nobleza” (Memorias I, p. 114). Post-scriptum: Mientras redactaba este ensayo, me enteré de que, el año pasado, la Editorial Lectorum había publicado una nueva edición del Fray Servando de Valle-Arizpe y que la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León había realizado, con motivo del Bicentenario, una edición especial de las Memorias del padre Mier, cotejada, revisada y anotada por el maestro e historiador Benjamín Palacios Hernández, la cual lleva el profético título de Días del futuro pasado. Revisé ambas ediciones. La de Lectorum no tiene más aportación que presentar el texto de ValleArizpe en un volumen más manejable que la del FCE. La edición de la UANL, en cambio, aporta una bibliografía y un cuerpo de notas muy ilustrativos, además de una introducción donde Palacios Hernández hace una severa crítica de las anteriores ediciones de las Memorias y de varios trabajos sobre el padre Mier escritos por investigadores mexicanos y extranjeros. Como dato curioso, Palacios dedica la última parte de su introducción a señalar todas las
fallas que encontró en el libro Vida de Fray Servando de Christopher Domínguez Michael y observa que la manera como el ensayista coyoacanense aborda a Mier y a otras figuras históricas en su “biografía hostil” evidencia “un criterio propio de la high society” (Días del futuro pasado, t. I., p. 87) Bibliografía Arenas, Reynaldo (2009). El mundo alucinante. Una novela de aventuras. 2da. Ed. México: Tusquets Editores, (Fábula 177). Domínguez Michael, Christopher (2004). Vida de Fray Servando. México: Ediciones Era / INAH / Conaculta. Mier, Fray Servando Teresa de (1988). Memorias. Dos tomos. 4ª. Ed. Edición y prólogo de Antonio Castro Leal. México: Editorial Porrúa. (Colección de Escritores Mexicanos 37 y 38). Mier, Fray Servando Teresa de (2009). Días del futuro pasado. Las Memorias de fray Servando Teresa de Mier. Dos tomos. Edición cotejada y revisada, introducción y notas de Benjamín Palacios Hernández. Monterrey: Facultad de Filosofía y Letras de la UANL. Valle-Arizpe, Artemio de (2000). Fray Servando en Obras. Tomo I. Edición y prólogo de Juan Coronado. México: Fondo de Cultura Económica (Letras Mexicanas). Valle-Arizpe, Artemio de (2009). Fray Servando. Prólogo de Christopher Domínguez Michael. México: Editorial Lectorum. Referencias Aristóteles (1989). La poética. Versión e introducción de Juan David García Bacca y prólogo de Emilio Carballido. México: Editores Mexicanos Unidos. Borges, Jorge Luis (1980). “El inmortal” en Nueva antología personal. Barcelona: Editorial Bruguera (Club Bruguera 2). Borges, Jorge Luis (2001). Arte poética. Seis conferencias. Traducción de Justo Navarro, prólogo de Pere Gimferrer, edición, notas y epílogo de Calin-Andrei Mihailescu. Barcelona: Editorial Crítica. Cioran, E.M. (2002). “Carta sobre algunas aporías” en La tentación de existir. Versión de Fernando Savater. Madrid: Suma de Letras (Punto de lectura 120 / 2). González Peña, Carlos (1953). Curso de literatura. 5ª Ed. México: Editorial Patria. Reyes, Alfonso (1963). El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria en Obras Completas. Tomo XV. Nota preliminar de Ernesto Mejía Sánchez. México: Fondo de Cultura Económica. Reyes, Alfonso (1956). “Fray Servando Teresa de Mier” en Obras Completas. Tomo III. México: Fondo de Cultura Económica. Vasconcelos, José (1983). Ulises criollo. México: FCE / SEP (Lecturas Mexicanas ll y 12). Voltaire (2008). Cándido o el optimismo. Monterrey: Agencia Promotora de Publicaciones (Biblioteca de Literatura Universal).
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POESÍA
Imagen de la luz DD Luis Felipe Fabre
¿Te has quedado mirando fijamente un foco, digamos, de cien watts, como si buscaras en la luz eléctrica otra luz? ¿Te has prohibido a Cristo? ¿Te has quedado mirando fijamente un foco de cien watts y sólo has visto las tinieblas del deslumbramiento? ¿Te has prohibido a Cristo para que Cristo te sea una tentación? ¿Te has quedado mirando fijamente un foco y luego, al cerrar los ojos, has visto dentro de ti el luminoso espectro de ese mismo foco? ¿O has cerrado tus ojos a la luz y has visto a la luz teñirse de rojo al atravesar tus párpados como si fueran los vitrales de una iglesia?
Pesadillas mexicanas 1. Insomnio Sí, estamos en pleno desastre: México se hunde, ya lo sabemos. Pero cerremos los ojos un momento: hablemos de poesía. Cerremos los ojos: intentemos soñar con algo que pudiésemos llamar Poesía Mexicana: algo conformado tanto por el corpus de poemas escritos en México o por mexicanos como por los conceptos de poesía a los que ese corpus aspira. Cerremos los ojos: a la poesía mexicana le gusta cerrar los ojos: no mirar la realidad. Le gusta cerrar los ojos: hacer como si soñara. Como si: porque, digámoslo de una vez, la poesía mexicana rara vez sueña: la misma realidad que no quiere ver le impide dormir: está nerviosa. Así es que abramos los ojos: la poesía mexicana no tiene sueño: es insomne. No tiene sueño: tiene ideas. La poesía mexicana no sueña: la poesía mexicana piensa mientras finge o intenta soñar. Para luego abrir los ojos y rematar diciendo variaciones del verso aquel con el que concluye sor Juana Inés de la Cruz el “Primero Sueño”: “...el mundo iluminado y yo despierta”.
� Luis Felipe Fabre
para Juan Carlos Bautista
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2. El sueño de l a r a zón produce monstruos
El “Primero Sueño”, ya lo han explicado sus estudiosos, es un sueño de anábasis en el que el alma se eleva sobre el mundo físico hacia el mundo de las ideas: hay antecedentes en prosa pero éste es el primero en verso. Habría que decir que se trata de un sueño de la razón: la alegoría de las noches en que sor Juana se avocó al estudio. Una mente despierta en medio de la oscuridad. Un sueño que en realidad es un insomnio. El insomnio fundador de la poesía escrita durante esa larga noche llamada México. Podría leerse entonces ese misterioso calificativo de “primero” (ya que no hay un “segundo sueño”) que ostenta el poema en su título como un aviso de fundación: una primera piedra, pero piedra metafísica, piedra ideal. Las consecuencias de ese gran poema para la poesía posterior son incalculables. Por una parte, con Sor Juana, el lenguaje poético de la colonia alcanza la misma altura que el lenguaje poético de la metrópoli en su máximo esplendor, es decir, el Siglo de Oro. Sor Juana nada le pide a Góngora o a Quevedo. Esto marca una relación literaria distinta con el idioma. Tal vez de allí podría rastrearse la falta de rebeldía frente a la lengua española que, a diferencia de otras regiones de Latinoamérica ideomáticamente más aguerridas como Argentina, caracteriza a la poesía mexicana. Baste recordar a Paz diciendo: “la lengua es una”. Por otra parte, con el “Primero Sueño”, sor Juana hace de la poesía un espacio del pensamiento. La poesía, que suele entenderse como el sueño de la lengua, su delirio, es convertida por sor Juana en el insomnio de la lengua, es decir, en especulación filosófica. Con el “Primero sueño” se funda el insomnio en la poesía mexicana: el orden se trastoca: el sueño deviene noche de estudio, el delirio deviene reflexión y el poeta deviene pensador. Tal vez de allí podría rastrearse una de las vertientes más poderosas de la poesía de nuestro país, al menos esa que pasa por Gorostiza y desemboca en Paz: la de la poesía intelectual: el poema como fruto de la inteligencia, el poema como un ejercicio intelectual y erudito. Insomnio es “Muerte sin fin” e insomnio es “Blanco”. No es casual que Haroldo de Campos escriba en “Transblanco”: “Tomé la mezcalina de mí mismo / y pasé la noche en claro / traduciendo ‘Blanco’ de Octavio Paz”.
Por ello, no deja de resultar paradójico que Paz concluya el “Apéndice” a El laberinto de la soledad con estas palabras: El hombre moderno tiene la pretensión de pensar despierto. Pero este despierto pensamiento nos ha llevado por los corredores de una sinuosa pesadilla, en donde los espejos de la razón multiplican las cámaras de tortura. Al salir, acaso, descubriremos que habíamos soñado con los ojos abiertos y que los sueños de la razón son atroces. Quizá, entonces, empezaremos a soñar con los ojos cerrados.
Paz no está hablando de la poesía mexicana, pero traicionando su sentido original bien podría resignificarse aplicándolo a su propia obra. Porque también hay que decirlo: qué raro país es éste donde los poetas quieren ser filósofos: ¿será que la realidad está tan enloquecida o es tan salvaje que el poeta, al que tradicionalmente le tocaría ser el loco, se ve obligado a asumir el papel de lúcido? Porque la poesía mexicana no está loca: sólo está un poco mal de los nervios. Los nerviosos poetas mexicanos en nada se parecen a aquellos que Platón expulsó de su República. Sí, el sueño de la razón produce monstruos. 3. Otros trastornos del sueño
El “Primero Sueño” es el poema fundacional de la poesía mexicana, como se puede constatar en las consecuencias líricas de cierta línea de poemas posteriores: sueños sin fin que no son sueños sino reflexiones: noches de insomnio, a lo sumo duermevelas. Aunque los poemas no sean conscientes de ello, aunque el insomnio no sea tan acusado, la poesía mexicana sufre en mayor o menor medida de trastornos del sueño. Incluso en la poesía del siglo XIX, a la que sor Juana aparentemente no tenía nada que decir, empeñada como estaba esta poesía en su proceso de independencia, incluso allí es posible rastrear trastornos del sueño. El siglo XIX sueña con una Nación. En este sentido, uno de los poemas más emblemáticos del periodo es la “Profecía de Guatimoc” (1839), un extrañísimo texto donde Ignacio Rodríguez Galván conversa, en un sueño visionario, con el fantasma de Cuauhtémoc.
Mi mente es negra cavidad sin fondo y vaga incierto el pensamiento en ella cual perdida paloma en honda gruta. ¿Fue sueño o realidad? Pregunta vana... Sueño sería, que profundo sueño es la voraz pasión que me consume...
El poeta abre los ojos a una vigilia amenazada por una realidad de pesadilla ante la que desearía volver a cerrar los ojos ahora en el sueño de la muerte y en ese sueño mirar a los muertos alzarse. Ambos deseos se cumplirán muchos años después en un poema de Ramón López Velarde. Por su parte, el desquiciamiento del orden entre sueño y realidad encontrará, en cambio, su más lograda expresión en los Nocturnos de Xavier Villaurrutia: Nocturno miedo
Más adelante el poeta despierta, pero a diferencia de sor Juana, Rodríguez Galván no abre los ojos a un mundo iluminado sino a la realidad pesadillesca de un país convulso: “...Desperté súbito / y el bello Edén desapareció ante mis ojos...”. Y el sueño perdido se convierte en la profecía o en la nostalgia del sueño de la muerte que encontraremos en futuros poemas mexicanos. Rodríguez Galván escribe al final de su poema: ¡Venid, sueños, venid! Y ornad mi frente de beleño mortal: soñar deseo. Levantad a los muertos de sus tumbas: quiero verlos sentir estremecerme. . . Las sensaciones mi alimento fueron, sensaciones de horror y de tristeza. Sueño sea mi paso por el mundo, hasta que nuevo sueño, dulce y grato, me presente de Dios la faz sublime.
Todo en la noche vive una duda secreta: el silencio y el ruido, el tiempo y el lugar. Inmóviles dormidos o despiertos sonámbulos nada podemos contra la secreta ansiedad. Y no basta cerrar los ojos en la sombra ni hundirlos en el sueño para ya no mirar, porque en la dura sombra y en la gruta del sueño la misma luz nocturna nos vuelve a desvelar. Entonces, con el paso de un dormido despierto, sin rumbo y sin objeto nos echamos a andar. La noche vierte sobre nosotros su misterio, y algo nos dice que morir es despertar. ¿Y quien entre las sombras de una calle desierta, en el muro, lívido espejo de soledad, no se ha visto pasar o venir a su encuentro y no ha sentido miedo, angustia, duda mortal? El miedo de no ser sino un cuerpo vacío que alguien, yo mismo o cualquier otro, puede ocupar y la angustia de verse fuera de sí viviendo y la duda de ser o no ser realidad.
Los Nocturnos de Villaurrutia, en su perfección formal, son en su mayoría insomnios, y cuando duerme, los sueños transcurren en paisajes tan espeluznantemente geométricos como los obeliscos y las formas puras que avistara sor Juana en su sueño. Claro que el deslumbramiento del conocimiento en Villaurrutia ha cedido paso al terror. Si algo caracteriza a Villaurrutia es la ansiedad. Sus insomnios devienen en ataques de pánico (y el rigor formal deviene en el intento de una
Román Eguía / Frogto (en monotono) / Aguafuerte y aguatinta / 30 x 30 cm
Un sueño donde la mente, otra vez, está más despierta aún que en la vigilia:
Román Eguía / Tarog / Aguafuerte y aguatinta / 30 x 30 cm
estrategia para controlarlos: los versos como ecuaciones algebraicas, la métrica como juegos matemáticos para distraer a la razón). Y son justamente estos ataques de pánico los que los vuelven de una sensibilidad absolutamente moderna. Mucho más moderna que el vigoroso optimismo estridentista. Pero el ataque de pánico, también hay que decirlo, es en última instancia un ataque de lucidez y su naturaleza es intelectual. Cualquiera que haya padecido uno lo sabe: es una radical consciencia del cuerpo y sus funciones, del paso de la sangre, de los latidos del corazón. El ritmo, por ejemplo, del “Nocturno de la estatua”, es el de una respiración agitada, entrecortada, acelerada, en verdad una hiperventilación: “Soñar, soñar la calle, la estatua, la escalera...”. En la noche donde sor Juana ve la posibilidad de conocer, Villaurrutia ve la señal de la muerte. O mejor dicho: el conocimiento de Villaurrutia es el conocimiento de la muerte. Por otra parte, el erotismo de los Nocturnos es también una reacción para aferrarse a la vida: una estrategia distinta pero que busca cumplir la misma función que su geométrica perfección formal. Una confesión: durante la temporada que padecí ataques de pánico, mi modo personal de combatirlos fue mirando pornografía: un conjuro vital que oponer a Tánatos. Un ataque de pánico no es un miedo irracional, como muchos han querido entender, es una toma de consiencia de la muerte de la que la reflexión, a pesar de sus esfuerzos, no logra consolar. No es delirio sino lúcida e implacable certidumbre: somos mortales y corremos peligro. Cualquier reflexión en torno es mera evasión (que a su vez funciona como concentración). Pornografía salvífica.
4. El sueño de los muertos
Tal vez el único poeta verdaderamente delirante, es decir, el único poeta antiguo, sea, en México, Ramón López Velarde. Porque realmente sor Juana ya era moderna. En la poesía de López Velarde el verbo es impredecible: más que a la lucidez, a la reflexión, a la consciencia, al conocimiento, sus versos apuestan por el lirismo imposible: la revelación absurda, chispeante, inusitada. Otra cosa que lo distingue: López Velarde no le teme al ridículo. Por eso puede delirar. Su poema “El sueño de los guantes negros” es, quizá, en su delirio, el único poema realmente visionario de la poesía mexicana. Aunque “La Suave Patria” es la piedra de toque de toda una iconografía lírica y sentimental nacional que ha sido utilizada para crear una imagen del México posrevolucionario, lo cierto es, como ha señalado José Emilio Pacheco y más recientemente ha profundizado Juan Carlos Bautista, que la imagen fantástica del país que López Velarde construye en su poema tiene más que ver, paradójicamente, con el México que se perdió en la Revolución. O que ha estado perdido desde siempre: el Edén perdido que menciona Rodríguez Galván en su poema, el “Edén subvertido” de “El retorno maléfico”, eso, en suma, que llamamos “el México que se nos fue”. López Velarde presenta la verdadera visión del México futuro en “El sueño de los guantes negros”, como un paisaje apenas dibujado: un telón de fondo que
El lenguaje de antiguamente o patria”, sino la sobre el cuál se en el porvenir.
la razón deja paso al delirio, como como por primera vez. No ya “La suave ciudad hundida, sepultada bajo el lago erigió. La pérdida ya no en el pasado sino
sirve de escenario al despliegue del deseo fetichista: los guantes negros de la amada perdida y resucitada. En verdad se trata de un poema del Apocalipsis: Soñé que la ciudad estaba dentro del más bien muerto de los mares muertos. Era una madrugada del invierno y lloviznaban gotas de silencio. No más señal viviente, que los ecos de una llamada a misa, en el misterio de una capilla oceánica, a lo lejos. De súbito me sales al encuentro, resucitada y con tus guantes negros. Para volar a ti, le dio su vuelo el Espíritu Santo a mi esqueleto. Al sujetarme con tus guantes negros me atrajiste al océano de tus senos, y nuestras cuatro manos se reunieron en medio de tu pecho y de mi pecho, como si fueran los cuatro cimientos de la fábrica de los universos. ¿Conservabas tu carne en cada hueso? El enigma de amor se veló entero en la prudencia de tus guantes negros. ¡Oh, prisionera del valle de México! Mi carne... de tu ser perfecto quedarán ya tus huesos en mis huesos; y el traje, el traje aquel, con que tu cuerpo fue sepultado en el valle de México; y el figurín aquel, de pardo género que compraste en un viaje de recreo...
Pero en la madrugada de mi sueño, nuestras manos, en un circuito eterno la vida apocalíptica vivieron. Un fuerte... como en un sueño, libre como cometa, y en su vuelo la ceniza y... del cementerio gusté cual rosa...
Un poema del fin de los tiempos en el que se cumple la petición de Rodríguez Galván: “Levantad a los muertos de sus tumbas: / Quiero verlos sentir estremecerme...” Pero un poema también donde se lleva a su consecución última el sueño de una nación que acariciaron los románticos: su destrucción. Si el sueño de sor Juana, en cuanto aventura del conocimiento, es parte de un proceso civilizatorio, en este sueño nos encontramos con el fin de la civilización. El lenguaje de la razón deja paso al delirio, como antiguamente o como por primera vez. No ya “La suave patria”, sino la ciudad hundida, sepultada bajo el lago sobre el cuál se erigió. La pérdida ya no en el pasado sino en el porvenir. No ya el deseo de la construcción de un país, sino versos para después de la catástrofe, para después de esa muerte tan temida y deseada por Villaurrutia: versos que hablan de una resurrección subacuática contra toda lógica y contra toda probabilidad. Aquí encontramos, finalmente, un poema que sobrepasa la razón: sobrepasa el insomnio y se permite soñar: se permite morir. Un sueño del que López Velarde aún no despierta. Un poema aún más enloquecido que nuestra realidad. Un poema para leer en estos momentos en que México se hunde. Un nuevo nacimiento o un segundo sueño
Me da lo mismo morirme en cualquier lado
A
utor de diez novelas, entre las que destacan El desbarrancadero (Premio Rómulo Gallegos) y La rambla paralela, Vallejo se ha convertido en el escritor más insobornable de nuestro tiempo. A menudo asociado con la polémica, realiza declaraciones que otros autores por temor no se atreven a expresar. Desde la sabiduría del hombre que no tiene nada que perder, ha construido una obra monumental, que no otorga concesiones. Alegre misántropo, casi nunca abandona su casa, posee fama de escurridizo. Pese a lo anterior, es una persona que se distingue por su amabilidad. Nació en Medellín, Colombia, pero radica en la ciudad de México. Además de novelista es biólogo, cineasta retirado, lingüista, toca el piano y ama a los perros. Ha donado cantidades exorbitantes de dinero a asociaciones protectoras de animales. Declarado homosexual, su pasión son los muchachos.
Entrevista con Fernando Vallejo
Fotografía: Jesús Flores Valenciano
DDCarlos Velázquez
Terrible y hermosa, la obra de Fernando Vallejo irrumpió violentamente en el panorama de las letras. Poblada por ángeles, muertos y fantasmas, la novela La virgen de los sicarios lo consolidó como un monstruo de la literatura. Mientras otros escritores insistían en narrar los residuos del realismo mágico, Vallejo nos situó en la realidad. La vida en Latinoamérica no concede el happy end.
Su nueva novela, El don de la vida (2010), es una elegía a la vida misma, un canto de amor a la muerte. Un tema recurrente e inabarcable dentro de su obra. La obsesión que lo empuja a describir el infierno que le representa la existencia. Carlos Velázquez (CV): Debido a la violencia originada por la guerra que el gobierno mexicano le ha declarado al narco, se presume de una colombianización del país. ¿Es un mito o un hecho inminente? Fernando Vallejo (FV): La colombianización de México es un hecho. No sé por qué han puesto aquí el grito en el cielo por la comparación que hizo recientemente la secretaria de Estado norteamericana Hillary Clinton del México de ahora con la Colombia de hace veinte años. Fíjate en esta simple observación de lenguaje: la palabra “sicario”, que significa asesino contratado o por dinero, y
CV: Sergio Fajardo, ex alcalde de Medellín, asegura que durante su administración logró reducir los índices de violencia con programas de integración social. ¿Hasta dónde es posible calcular si esto es verdad o se trata de pura propaganda política? FV: Es propaganda política, mentiras, embustes de un tipejo que se las da de servidor público siendo tan sólo un aprovechador público. Como todos los que así se llaman. CV: El ensayista tijuanense Heriberto Yépez expone una teoría personal que afirma que la cultura mexicana ha caducado. Con la violencia desatada por el negocio de la droga esta aseveración parece cobrar relevancia. ¿Crees que la narcocultura sea capaz de destruir totalmente una idiosincrasia y establecer una cultura de la droga? ¿Colombia dejó de ser Colombia a partir de la cocaína? FV: Los estupefacientes son apenas una partecita del problema. ¿Dónde dejas los secuestros, los asaltos, las extorsiones? Las extorsiones a los negocios y a veces a los ciudadanos del común, que están a la orden del día en todos los barrios de Medellín, ricos o pobres, y en las ciudades del norte de México, que han caído en manos de las bandas. Lo que estamos viendo día a día por todas partes, en Colombia y en México, es un crecimiento demográfico desmesurado acompañado por un creciente desempleo, una creciente miseria, la desintegración de la sociedad y la desaparición del Estado. O mejor dicho, la desaparición del Estado donde debe estar y su dañina presencia donde no debe estar: para ponernos cada vez más regulaciones, más trabas, más impuestos, para no dejarnos vivir ni respirar. En México, como en Colombia, el gobierno, el Estado, es el primer atropellador, el primer delincuente. Mayores rateros y hampones que los del PRI y su disidencia el PRD, aquí no ha habido. Ah, y les sumo el partiducho de los González Torres. Ahora se reparten entre todos ellos el botín público junto con el PAN, que antes de llegar al poder era un partido decente. CV: Se ha especulado demasiado con una posible legalización de las drogas. Por otra parte, se destinan cantidades millonarias a combatir el narcotráfico, pero nadie considera al adicto. Al contrario, se le criminaliza.
Román Eguía / Naturaleza detenida (detalle en monotono) / Punta seca / 50 x 70 cm
que está en el título de mi novela La Virgen de los sicarios. Esta novela la escribí en 1993. En México nadie usaba esa palabra entonces. Aquí la palabra era “gatillero”. Pues “sicario” acabó por reemplazar a ésta. Yo empecé a medir la colombianización de México por las veces en que aparecía “sicario” en los periódicos y por el aumento en los secuestros. Cuando yo llegué a México, a principios de 1971, aquí no había secuestros, pero en Colombia ya habían empezado. Después allá se convirtieron en una plaga y más adelante la plaga se extendió hasta aquí. Fíjate también en la expresión “jefe de sicarios”, que viene del vocabulario de los narcotraficantes del extinto cártel de Medellín, el de Pablo Escobar. También se impuso ya en México. Así como en el fútbol y en la computación usamos palabras y expresiones inglesas, pues uno y otra se los debemos a Inglaterra y a los Estados Unidos, de igual manera pasa con los colombianismos del hampa que estamos usando en México. El que inventa algo impone su vocabulario. Por lo demás te diré que si México está colombianizado, Colombia está mexicanizada. En mi niñez y en mi juventud los funcionarios públicos colombianos, del presidente para abajo, eran honrados, decentes. ¿Y aquí? ¿Qué han sido? ¿Qué son? Te dejo a ti que contestes mis preguntas.
La calidad de la droga es tan mala que en ocasiones el usuario se consume a tal grado que su condición física sólo le permite realizar actividades como limpiar parabrisas o pedir limosna. ¿Crees que una legalización de las drogas sirva para mejorar la calidad de vida del adicto? FV: No. Las drogas son buenas para ayudarnos a soportar la desgracia de la vida. Si acaso, que el Estado no les corte el chorro de la acetona y el éter a los fabricantes de cocaína, de suerte que no la sigan haciendo con químicos sustitutos, que son veneno. Donde intervienen los hampones del gobierno, todo lo dañan o empeoran. Que desaparezcan, a ver en qué maravillosa anarquía caemos. En una más grande de la que ya padecemos. Total esto no tiene solución. Somos muchos, siete mil millones, y la vida es una desgracia. A ver si la Marina en vez de perseguir narcotraficantes se pone a combatir el ruido y a esterilizar gente.
FV: No bien acabo un libro y me olvido de él. Los míos están llenos de insultos: a Dios, al papa, a los curas, a los políticos, a los abogados, a los plomeros, a las embarazadas, a las parturientas, a los médicos… Me he vuelto un experto en insultar. A ver qué universidad me da un doctorado honoris causa en eso ahora que ya me dieron por allá abajo, en el subdesarrollo, uno en letras. CV: En El don de la vida te refieres al yo como un invento. ¿La vida o la literatura son intentos por inventar un yo para explicárnoslo? FV: Sí, yo me inventé, tal y como me he inventado la vida mía. He tomado por el camino que se me antojó y nunca he pensado ni hecho lo que los demás querían que pensara e hiciera. Desde muchacho mandé al diablo sea este engendro del Homo sapiens que llamamos “la sociedad”, pero que yo considero como “la suciedad”.
“La división en partes, capítulos y subcapítulos tan sólo da una falsa impresión de claridad pero no la produce. La claridad tiene que estar en las frases. Que avancen éstas con facilidad, que fluyan…” Fernando Vallejo CV: ¿En qué estado se encuentra la lengua española? ¿Cuál es tu diagnóstico? ¿Realmente se puede deteriorar una lengua? FV: En plena bancarrota. El español hoy es un adefesio anglizado. También ya acabamos con él. CV: En tus novelas no existen capítulos o espacios en blanco. La narración continua nos remite a pequeñas sinfonías. ¿De dónde proviene la música de tus novelas? ¿Es producto de la oralidad o de tu concepción del tiempo como un río? FV: No veo por qué tenga uno que dividir una obra literaria en capítulos. Ni siquiera las obras científicas. La división en partes, capítulos y subcapítulos tan sólo da una falsa impresión de claridad pero no la produce. La claridad tiene que estar en las frases. Que avancen éstas con facilidad, que fluyan… como el río de que hablas. CV: Narrar en primera persona privilegia la escritura directa y confesional que practicas; sin embargo, en La rambla paralela el juego con la tercera persona evidencia una vocación netamente literaria. ¿Consideras a esta novela tu obra mejor lograda?
CV: ¿En qué consiste la dificultad de ser reconocido en distintos países de habla hispana? FV: En el espíritu de parroquia de los países que hablamos este idioma. En nuestro mezquino concepto de patria. A dos siglos de nuestra separación de España somos una colcha de retazos de paisitos sin arreglo ni redención. CV: ¿Qué opinas sobre la adopción en el matrimonio por conveniencia? FV: El matrimonio es una institución odiosa. Y la familia. Nadie tiene el derecho a reproducirse ni a comerse a los animales. ¿Quién nos lo dio? ¿Porque así lo dice el Génesis? El Génesis es un libro estúpido de mitos babilónicos muy recientes, del siglo V antes de nuestra era. Dios no creó esto ni lo creó nadie y como no sea para la muerte no vamos para ninguna parte. CV: Cuando España impuso un visado a los colombianos firmaste junto a un grupo de escritores una carta donde renunciabas a visitar el país si llevaban a cabo la solicitud
de visa. ¿Cómo explicas que hayas sido el único de los firmantes que no has vuelto a pisar tierras españolas? ¿Cumplirás tu promesa hasta la muerte? FV: Porque los otros seis que firmaron la carta conmigo (cinco escritores y un pintor) resultaron unos solemnes granujas. De todos modos, y para decir la verdad, pero dejando muy en claro que no pienso volver, el drama de los colombianos no es que les pongan visa para entrar a España sino que no puedan vivir en Colombia. ¡Qué van a poder vivir allá, si acabaron con ella y la volvieron un solemne matadero! CV: Hace algún tiempo adquiriste la nacionalidad mexicana. ¿Es esto una venganza hacia Colombia o es amor por este país? ¿Por qué la nacionalidad mexicana y no la chilena, por ejemplo? FV: Porque aquí he vivido la mayor parte de mi vida: cuarenta años. CV: ¿Qué opinión te genera la figura del presidente Calderón? FV: Un hombre gris, inculto, ignorante, un don nadie, un aprovechador público, un vivo de la política que indignamente y sin ningún mérito preside el destino de ciento diez millones de personas y que como su predecesor ha dejado impunes los setenta años de saqueo a México por parte de los bandidos del PRI. CV: En ocasiones dices que el descontento con la patria se mide por la cantidad de colombianos que han salido del país. ¿Propondrías a los mexicanos que no están conformes con la situación que abandonen este país? FV: Ya se han ido como treinta millones. No se van más porque no pueden. CV: La puta de Babilonia contiene una cantidad impresionante de datos sobre la Iglesia, tu obra más cáustica antes de la publicación de esta era Desbarrancadero, ¿fue la novela con la que ganaste el
premio Rómulo Gallegos el germen de donde surgió la idea para escribir La puta…? FV: No. Este sumario de La puta de Babilonia que le levanté a la gran empresa criminal que es el cristianismo no tiene más razón que mi amor por los animales. Como el llamado Cristo no los vio… ¡Qué los iba a ver si ni existió! Nadie puede probar la existencia de un Cristo histórico. Cristos míticos hubo muchos, más de una decena, y en el solo Nuevo Testamento hay tres: el de Pablo, el de Juan y el de los tres evangelistas sinópticos. Pero uno encarnado no lo hubo. Y no hay cristianismo antes del año cien. A ver si el cardenal Sandoval Iñiguez, que es doctor en teología dogmática de la Universidad Gregoriana, acepta un debate público conmigo para que hablemos de la inexistencia de Dios, de la inexistencia de Cristo y de las incontables bellaquerías y crímenes e infamias de su empresa criminal. Con mi promesa de no tocar el tema de las limosnas que ha recibido este señor del narcotráfico ni su tesis de que para la Iglesia no hay dinero sucio. CV: ¿En qué sitio ubicarías a La puta de Babilonia dentro de tu producción? FV: Junto con mis otros dos libros de ensayos La tautología darwinista y el Manualito de imposturología física. CV: El don de la vida trata el tema de la muerte, el umbral último, ¿escribirás otra novela después de esta? FV: No creo. Escribir un nuevo libro es muy difícil. CV: ¿Ha resultado México un lugar idóneo para vivir o sólo es otro sitio habitable más? FV: Me siento bien en los países de mi idioma. Como en mi casa. CV: En distintas partes de tu obra enfatizas que volverás a Colombia a morir, ¿cumplirás tu amenaza? FV: Colombia ya no es mía, es ajena. Me da lo mismo morirme en cualquier lado
“Me siento bien en los países de mi idioma. Como en mi casa” Fernando Vallejo
A t r á s 1
� J. M. G. Le Clézio Traducción de Iván Salinas
1 N. de la E. Este relato forma parte del libro La fiebre (Editorial Almadía, 2010; col. Mar Abierto. Narrativa contemporánea), antología de nueve cuentos de Le Clézio traducidos por primera vez al español. Fue preparada con el apoyo de la Embajada de Francia en México (CCC-IFAL), en el marco del Programa de Apoyo a la Publicación “Alfonso Reyes” del Ministerio francés de Relaciones Exteriores.
H
oy, 15 de abril del año xxv después de mi nacimiento. Antes de eso, caminar. El tren rueda para mí, completamente solo en la noche, y las ventanillas tiemblan y se azotan. La velocidad ha penetrado en cada rueda, cada placa de acero mugriento, y todo vibra, con pasión. Yo también vibro y me agito, en alguna parte al fondo de mi cuerpo, y la vibración escala el edificio de mis órganos, eléctricamente, con hormigueos, con pulsaciones, como una invasión de microbios. No soy otra cosa, vibración, y las ondas cortas y secas recorren mis segmentos, mis huesos, mis nervios. La velocidad sólida. Algo sale de mí, desmesurado, puro, frío, como la larga hoja de un cuchillo. Y espero. Antes de eso, caminar siempre. Mi rostro quizá se ha hecho más blando, está más blando ya. Siento los fémures y las tibias acartonados, la piel del vientre arrugada. Aún nada… Voy más lejos: ahora, el corazón; el corazón que late notoriamente un poco más rápido, notoriamente con menos fuerza. De golpe, los pulmones se crispan. Y la velocidad, la velocidad sigue saliendo de mí. Imágenes complicadas, vanas, se apilan. Sonidos largos, ronquidos, semejantes quizá al ruido del aire al desplazarse en un incendio. Eso es: estoy frente a un incendio gigantesco que abrasa media ciudad. El incendio pasa, vuelve, y yo sin moverme. Tal vez estoy aún en una especie de tren. 20, 19, 18, 17, 16, 15… Algo disminuye, disminuye con rapidez, no puedo detenerlo. Me absorbe, me aspira una digestión voraz, no me defiendo, o apenas lo hago, no hay nada que hacer. El tren soy yo. Ahora entiendo, ¿qué puedo hacer? ¿Se puede combatir a un tren? El poderoso aliento, los rieles, terriblemente largos, rectilíneos, penetran en mí con una violencia que desgarra todo: las ruedas, los ejes chirriantes, los fuelles, las ventanillas abriéndose por completo hacia el negro espacio de la noche y del aire, hacia el hielo, con el cielo inmóvil, la máquina que jala, todo derecho, todo derecho, que jala su bulto, sin esfuerzo, en medio de la campiña desnuda, todo eso soy yo, soy yo quien acelera, un yo furioso, feroz, como un búfalo desquiciado. Rebaso ciudades, hileras de ciudades en donde las luces brillan y cambian de lugar. Los cables corren frente a mis ojos, se elevan, se agachan, se elevan, se agachan, etcétera. El frío penetró en mi cuerpo con el movimiento, haciendo que adopte una posición horizontal, aplanado sobre la tierra, extendido sobre ella como una capa de agua. Y me escurro por todos lados. Ya nada me retiene. Invado los agujeros, choco y tapo los bordes, extiendo, floto, tengo olas. Siempre las mismas cifras, contadas al revés, huyen de mí. Seguramente se trata de segundos, de inefables y vanos segundos que dividen todo, marcan los trazos, luego borran, seccionan los paisajes, las frases, las palabras, las letras. Y no habrá nada más, nunca. Escucho una voz desconocida, que deletrea mi nombre y lo deforma, lo disminuye, lo encoge. Y mientras esta voz no dice más que mi nombre, siento que me dirijo a alguna parte, todavía no sé a dónde, pero es un punto preciso, allá afuera, que me atrae de manera irresistible con el agotador movimiento de su fuerza. Aspira, engulle. “Henri Pierre Toussaint” “Henri Pierre Toussaint” “Henri Pierre Toussaint” “ ri ouss” “ rier Toussaint” “ er Toussaint” “Toussaint” “Touss” “Touss” “ouss” “ss” …
Eso, en eso me había convertido. Me bamboleo como un montón de gelatina. Y muchas cosas se me escapan, me abandonan, me vacían; tengo la impresión de ser el casco de un gran buque, y que las ratas y los hombres escapan de mí, se alejan llevados por el terror, mientras me deslizo pesadamente hacia el interior del mar. Me voy a convertir en un desierto, en el canal de un pozo aéreo, salido de ninguna parte, que conduce al abismo. Mi cuerpo ha desmejorado bastante. En esta especie de juventud lo vi marchitarse y volverse pequeño. Sin músculos, o casi. Mis manos son cortas, cuadradas, y las venas desaparecieron, como habían aparecido, bajo la piel blanca. Todo se mueve más rápido, todo es liso, sencillo. El número decreciente me desposeyó aún más, y sigo retrocediendo, retrocediendo, retrocediendo, retrocediendo, más lejos todavía, hacia atrás, hacia atrás, en plena caída horizontal. Me rodean gritos desconocidos. Y formas, atrapadas en un bloque glacial y delicado. Esto se evapora sutilmente, sin calor, sin violencia, y el agua que sale de mí sólo deja al desnudo partículas sin ángulos, redondas y pulidas como dientes. Esta acción que hay en mí, ¿es todavía la velocidad? Ahora ya no veo ningún tren, ningún riel, ninguna dirección. Al contrario, me parece que estoy inmóvil, sumergido hasta la cintura en medio de una playa de fango. Y me hundo hasta el fondo. La cintura, los puños. Las costillas. El pecho, los hombros. La base del cuello, el cuello, la nuca, la garganta. Luego el mentón. La boca, la boca. La nariz, con sus dos orificios que se cierran como dos trampas al hundirse en la arena. Todo me empuja. Y sigo deslizándome, caigo en este pozo negro, en esta fosa séptica que cálida, fríamente, me disuelve poco a poco en su masa vibrante y coloreada por un estiércol orgánico, por una generosa bestia viva provista de un largo intestino acerado. Las mejillas. Los ojos, mis ojos se cierran en este mundo de arena. Y olvido. El tiempo sigue pasando, extrae de mí el movimiento que necesita para mover sus resortes. La voz lleva la cuenta regresiva: 15, 14, 13, 12, 11… Todo se vuelve tan estrecho, tan blanco. Estoy sentado en una silla de paja, al centro de un recuadro soleado. Los sonidos penetran en mi boca y se mezclan, todos desiguales, todos caóticos. Las palabras se forman, se deforman, se pliegan en dos, se funden. “Cigarro. altera. huir. espinas. trenzas. abuchear. nales. rente. unto. rata. Afg ano. settan. huir. Estadounidense. 5 Cuadrados. 15 %. Literatura. aurrls. e rna.” Nada las llama. Y sin embargo, vienen, entran, están ahí, venidas del exterior, de amplios campos obscuros. Llegan del mundo, de las superficies de tierra húmeda, de una suerte de lotes baldíos cubiertos por desechos. De seguro vengo de ahí. De seguro de eso me alimento. Mis padres, si tengo, habrá que buscarlos ahí, en el montón. Retroceder, retroceder más todavía. En mis ojos, ahora, hay una fina película opaca, algo que espesa mi vista como los lentes de un hipermétrope. Asisto a las últimas metamorfosis de mi nombre: “¡Henri, Henri!” “¡Ri!” “¡Ri! ¡Ri! ¡Ri!”. Ése es mi nombre, el que la gente grita. Con la boca abierta, una risa demente atraviesa atropelladamente toda mi garganta, se alarga como el resplandor de un trueno, se agacha, se levanta, rebasa los labios y canta al viento, empujando las cortinas invisibles del aire. Luego, esa risa se transforma en dolor, en un dolor inmenso, nacida en la recámara de los pulmones comprimidos, venida desde el diafragma paralizado, semejante a una prolongada contracción interna que expulsa, que rechaza, que expulsa, que extirpa el alma de mi cuerpo. ¡Vaya! Me encogí un poco más. No puedo decir cuánto, pero de pronto los objetos me parecen gigantescos. Yo que me creía más bien alto, ahora la mesa me llega a la altura de la nariz. Pero ya no estoy ni siquiera asombrado, no, prefiero dejar que el tiempo me maneje. Me limito a circular en medio de las cosas como si estuviera en un bosque: las mesas, las sillas, las cómodas, las camas, las escalerillas, todos son árboles. Sus fustes son inmensos, y yo, pequeñito. Luego viene la marea de las cosas antiquísimas. Dejé de ser yo desde hace tiempo. No sé cómo decirlo, pero los gritos y las llamadas bailan. Las manos. La confusión reina por todas partes,
y esta especie de vacío penetró en todo mi cráneo por mis ojos, mi boca, mis oídos, mi nariz, abiertos de par en par, y se deslizó por todo mi cuerpo como agua, como agua. 10, 9, 8, 7… Estoy conectado a la tierra por una columna, por el mármol. Pertenezco. O quizás estoy acostado bocabajo, congelado, sobre una fotografía. Sí, ahí: en un muelle, cerca de una mujer, al borde del agua, con el codo apoyado en un poste. Las montañas se encuentran a mi espalda, y encima de mi cabeza hay un rectángulo celeste, perfecto, sin nubes. Ahora tengo la cara toda estirada, el cabello al ras, y los ojos con ojeras. Ya no respiro, o apenas. Eso es: volví a mi universo, ya sabe, ese espectáculo petrificado, los coches inmóviles, los transeúntes interrumpidos en su andar, los pájaros atrapados en pleno vuelo, todo eso, plano, tranquilo, uniforme, congelado, pulido, detenido, intocable. Y sin embargo, la misma cosa que se va, siempre, que se escapa, este bicho que se larga, que huye, que se recupera. Ya no retrocedo más, parece. No, la evasión ha cesado. La acción que hace rato se hacía a contrapelo, ahora se ha dado vuelta, y después de cierto tiempo de pausa, en el que reunió sus propias fuerzas, agazapada, brinca de repente, se lanza y comienza de nuevo, y en esta ocasión en verdad me lleva con ella. Ya nada la frena. Soy libre, soy totalmente libre. Ya no espero nada, y mi carne ya no es ningún obstáculo. Bajo a toda velocidad, ruedo como si me persiguiera el diablo por la nueva vía, recta y virgen, en el camino blanco y tranquilo. Sí, ésa es la verdadera velocidad. Nada me detendrá. Escucho el ruido cadencioso de los segundos que salen disparados, los golpes en sordina de mi corazón que bombea, mientras las cifras desfilan, escalan, construyen: 101 102 103 104 105 106 107 108 109 110 111 112 113 114 115 116 117 Aquí, en donde estoy, ya no hay ni días ni noches: nada. Las fotografías desfilan ahora, las fotografías sin fecha, silenciosas, que no muestran nada, que no representan a nadie. Sobre ellas no se ve ningún rostro, ningún objeto, ningún paisaje. Grandes hojas de cartón gris, en donde me introduzco con rapidez y de donde salgo aún más rápido. Un verdadero pasillo con mil puertas por donde avanzo como un rey Más abajo todavía. Sí, mucho más abajo. A cuatro patas. Los torbellinos están por todos lados, y yo también soy uno. Lo caliente, lo frío. Dolor. La comezón, los cosquilleos. La lengua se hace un nudo en mi boca, mi aliento apenas puede avanzar. Las palabras, ¿a dónde se fueron? Desaparecieron. Ya sólo quedan unas como aureolas, sí, eso es, unas como aureolas alrededor de las cosas. Impulsos que levantan el cuerpo por completo y lo hacen deslizarse hacia los objetivos, lo arrojan al centro de los materiales, y amasan el conjunto. Soy un enano. Ya no tengo fuerzas, tiemblo con todos mis miembros. Tengo miedo: a que me dejen aquí, olvidado en este agujero; no soy digno de que se acuerden de mí, de que me miren. Olvídenme. Todo es tan grande, tan áspero. Las luces son dolorosas, a veces pasan con rapidez, otras con lentitud, restregando en mis retinas unos eternos vestidos blancos, nacarados, relámpagos, soles eléctricos. A la izquierda, a la derecha, rechinidos, chirridos de madera desbastada. Estoy atorado en un campo de secafirmas, mientras el polvo se agita en medio de los penetrantes olores de tinta. Todo asciende en mí. Olas ácidas levantan el vuelo desde mi vientre, hacen a un lado las paredes de las mucosas, y suben, suben, suben. Vomito el mundo, por dondequiera. Me veo inundado, luego llamado, arrancado, sacudido; arrullado, mecido. Entonces aparecen otros sustratos, velos gaseosos e hipnóticos, que se posan revoloteando apenas sobre mi cabeza, y que la cubren, uno tras otro, como si fueran escorias.
Patricia Hernández / Pez (detalle en monotono) / Tinta sobre papel / 19 x 13 cm
¿¿¿Cuál es la cifra??? ¿Dos? ¿Uno? ¿Menos todavía? El pantano es realmente enorme. Se elevan humaredas por aquí y por allá, por todas partes, y los olores azucarados o penetrantes merodean, se arremolinan. Unos bichos lentísimos emergen del lodo, sus negruzcos caparazones relucen bajo la luz, con las pústulas perladas de gotas. Estos bichos sacan sus cuellos del pantano, con poderosos estiramientos de las vértebras, luego miran de lado, y sus ojos abiertos perforan la coraza de lodo. En un cielo inundado de vapores, graves signos son trazados: espesas barras, carbonosas, que se desmoronan poco a poco en el viento. En algunos puntos el frío es tan intenso que se ve cómo se forman los cristales del hielo en el aire, como si fuera un vidrio. En otros, sucedía lo contrario, hacía calor, un verano húmedo y demoledor, espirales se dibujaban en los charcos de tierra derretida. Las burbujas se estrellan unas con otras, luchan, y luego revientan proyectando a su alrededor unas salpicaduras mugrientas. Todo bulle, todo golpea. Unas ondas sordas descienden a kilómetros de profundidad, y sus itinerarios se reflejan en escalofríos casi imperceptibles de la corteza terrestre. El hambre. La sed. Ovillado, bañado en sudor. La fiebre, ¿cuál fiebre? La garganta abierta, la garganta dilatada, para absorber el aire y la vida, los líquidos alimenticios, la frescura, para calmar ese fuego insaciable que devora las entrañas, para apaciguar las escoceduras, las grietas del frío, para inundar los recovecos de la piel seca, para respirar, para irrigar, para entrar completamente vivo en la atmósfera, y nada, volar, arrastrarse, flotar, extenderse, crecer, vivir, ¡vivir! Y un grito ronco, estridente, seguido por otro grito, de un “¡ah!” de picapedrero, ambos gritos suben al unísono, se elevan hacia el techo. Y entonces, en camino hacia una especie de muerte. Año cero
La cr铆tica literaria como saber.
Apuntes hacia una reconceptualizaci贸n
Anatomía de la Crítica
Patricia Hernández / Sin título (detalle) / Tinta sobre papel / 13 x 13 cm
DDIgnacio M. Sánchez Prado
La idea de Octavio Paz en torno a la falta de crítica en México centraba su hipótesis en que México no tuvo Ilustración y, por tanto, careció de una “edad crítica”. Este tipo de aseveraciones son bastante comunes en la historia de la literatura mexicana: baste recordar a Jorge Cuesta, quien hablaba de un “raquítico medio intelectual” (1994: 171). La “ausencia” o “inexistencia” de la crítica literaria en México, sin embargo, no es una descripción de hechos, sino un ideologema favorito de sectores de la literatura mexicana en busca de constituirse en hegemónicos (la queja, aparte de Cuesta y de Paz, surgió también en autores como Aguilar Camín al fundar Nexos o el crack en el primer número de la fenecida Revuelta), o de autores que simplemente no son objeto de ella. En un artículo de 1990, Jorge Ruffinelli diagnosticó este mal con certeza al observar que la ausencia de la crítica es un “tema favorito [de los intelectuales] cuando se trata de evaluar sus capitales culturales”, pero concluye asumiendo la ausencia de una “tradición crítica”, haciendo eco de las ideas de Paz (Rufinelli, 1990: 154). El problema, creo yo, proviene de ciertos malentendidos en torno a la crítica literaria, que resultan en una definición generalmente injusta.
S
e pueden identificar algunos elementos de dicha definición. Primero, en México se suele confundir a la crítica con la reseña de novedades, que, aunque pertenece a la práctica, es una parte menor, coyuntural y de poca densidad intelectual. Si consideramos además que en México las reseñas son por lo general o espacio de fogueo de escritores jóvenes o plataformas de ataque o legitimación por parte de ciertos grupos culturales, o textos escritos de pasada como favor o como trabajo remunerado, no es acertado ni posible sustentar que la crítica literaria se reduce a ellas. El segundo problema radica en la identificación de la crítica literaria con el ensayo. Esta idea proviene sobre todo de ciertos modelos que se han privilegiado como arquetipos del crítico: Edmund Wilson, SaintBeuve, Harold Bloom, George Steiner, Cyrill Connolly. O, para ponerlo de forma más clara, en México se usan como modelo críticos que ejercen el oficio como machos alfa, cuya indudable inteligencia resulta en un ejercicio
que siempre concluye en la impresión. Asimismo, son figuras copiadas a medias: mientras Bloom es autor de un monumental libro sobre Shakespeare, o Steiner de volúmenes sumamente complejos sobre distintos ámbitos de la literatura, en México se venden como libros de crítica literaria recopilaciones de reseñas y artículos. Ciertamente, estos libros son disfrutables y por momentos inteligentes: yo mismo soy aficionado del Arbitrario de la literatura mexicana de Adolfo Castañón o de Tiros en el concierto de Christopher Domínguez. Sin embargo, este modelo resulta con demasiada frecuencia en una crítica narcisista y autorreflexiva que dice mucho sobre el crítico y poco sobre el texto. Estas dos acepciones dejan de lado territorios enteros del ejercicio crítico en México, invisibilizados por la cortina de humo construida tanto por el mito de la inexistencia como por las personalidades monumentales de los críticos de mayor visibilidad en México. Lo cierto es que, en su nivel profesionalizado,
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existe una cantidad de críticos literarios trabajando en la academia, en revistas, en periódicos, en el extranjero y en muchos ámbitos. Y ciertamente me vienen a la mente varios libros interesantes de crítica publicados en los últimos tres o cuatro años: El imperio de la neomemoria (Almadía, 2007) de Heriberto Yépez, en el ámbito ensayístico-filosófico; La nueva ciudad de las damas (UNAM, 2010) de Eve Gil, en el ámbito del ensayo, el género y el blog; Reforma, novela y nación (BUAP, 2009), en el de la academia en español; o The Stridentist Movement in Mexico (Lexington Books, 2009), en el de la academia en inglés. El punto aquí radica en que la inexistencia de la crítica no sólo se desmiente con una simple búsqueda en los catálogos editoriales, sino que se muestra claramente como un intento de ningunear a la crítica. Al tener en la historia mexicana una cantidad de críticos importantes que hacen las veces de escritores (desde Cuesta y Reyes, pasando por Paz o García Ponce, siguiendo por Sergio Pitol, Carlos Fuentes e Inés Arredondo y llegando hasta Rosa Beltrán, Yépez y Gil), se suele hacer menos al crítico que no es creador, dejando así de lado una cantidad importante de autores radicados en la academia o el periodismo. Esta postura es absurda, debido a que un crítico-escritor suele hablar en su crítica de sus propias cuestiones creativas, privilegiando la reflexión sobre sí a costa de la reflexión sobre los textos. Esto ha producido maravillas de la crítica mexicana (difícil cuestionar la factura de los ensayos de Pitol sobre Compton-Burnett o la familia Burrón) pero ha dejado un espacio muy precario a la crítica entendida como saber y conocimiento desde y en torno a la literatura. Pero antes, es necesario poner sobre la mesa otro impasse en el entendimiento de la crítica literaria en México: la grilla. Al ser México un país con una cantidad generosa de dádivas estatales, la crítica literaria se devalúa en un vehículo necesario para fortalecer los currículos y proyectos de los autores. Así, una mala reseña o una exclusión puede costar una beca del Fonca, mientras que ese “poder literario” gaseoso que parece no existir pero todos pelean, es una fuente inagotable de polémicas falsas. Un ejemplo de lo anterior es el revuelo absurdo causado por el Diccionario crítico de la literatura mexicana 1955-2005 (FCE, 2008) de Christopher Domínguez Michael. Cualquiera que haya leído a Domínguez Michael sabe
que su crítica se alimenta en parte de la provocación y que la caradurez de elegir tal título para lo que es, esencialmente, una compilación sin editar de sus reseñas, es deliberada. Sin embargo, lo que vimos fue una serie de autores criticando sin ton ni son al libro, no por sus argumentos, sino por lo “excluyente” de la crítica de Domínguez Michael, lo cual esencialmente significa que, por mucho que lo odien, quisieran estar validados por él y les dolió no estar incluidos. Si bien el libro no amerita mucho debate de fondo (se trata de textos más bien superficiales), se volvió el libro más prominente de la crítica mexicana gracias al debate grilloso que lo siguió. En cambio, es de lamentarse que libros publicados por prensas universitarias, respaldados por años de investigación y trabajo, pasen desapercibidos. El problema de la crítica literaria en México no es ni su inexistencia ni su falta de tradición, idea que insulta a los muchos que ejercemos el oficio con gran respeto y lectura en relación con nuestros precursores. Es simple y pura ignorancia: la clase letrada mexicana o no lee a la crítica o la lee y prefiere ignorarla. La crítica literaria de valor profesional, la que se basa en investigación y trabajo, es antinómica a un medio literario donde los tiempos intelectuales están medidos por los periodos anuales de las solicitudes de beca y por la cámara de ecos donde resuenan las opiniones superficiales del momento. Como no es fácil estudiar un doctorado, escribir una disertación, pasar un concurso de oposición o escribir un libro capaz de superar los escollos de un sistema de evaluación editorial riguroso y meritocrático, resulta más atractivo escribir reseñas sobre las últimas novedades de Anagrama en una revista (o en un blog) y llamarse crítico a partir de ello. Todos estos problemas provienen, como espero haber demostrado hasta aquí, de una noción de la crítica literaria que tiende a privilegiar al crítico como enunciador de opiniones y lugar último de articulación de la lectura. Esto redunda en la devaluación de la lectura crítica, ya que se entiende en última instancia como una serie de impresiones intempestivas. Asimismo, al entrecruzar esta noción del crítico con las peleas resultantes de un sistema institucionalizado de la literatura como el de México, con varios espacios de poder en disputa, la crítica
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literaria resulta opacada por producciones impostoras cuyo fin último es la promoción de los amigos, la destrucción de los enemigos y la adjudicación de becas y premios. Estos errores están sustentados por otra ideología perniciosa, la crítica literaria como género literario, que la postula como un acto de creación equivalente al de un poema o una novela. Ciertamente, un lector de la crítica académica o editorial entiende las limitaciones de este punto: un texto tratando de dar cuenta de una larga línea de lecturas críticas o de las minucias filológicas de una obra no puede ni debe privilegiar la estilística de su trabajo como fin último de su pesquisa intelectual. Estos textos no se leen para eso. En este punto, las instituciones literarias mexicanas no ayudan mucho: aunque existen varios premios de ensayo, donde el estilo es parte del criterio de evaluación, no existe hasta donde sé ningún premio nacional o beca de crítica literaria, cuya evaluación sea la calidad de la investigación y el nivel intelectual y contribución de los juicios e hipótesis del texto, dejando en segundo plano las prosas. La recuperación de la crítica literaria en México a un estatuto de mayor relevancia hacia el medio literario y hacia la sociedad sólo es posible a partir de una reconceptualización que permita superar estos impasses y entender el oficio no sólo desde una perspectiva que haga justicia a lo mejor de la producción ya existente, sino que permita una reconexión profunda de la crítica literaria con la esfera pública. Hace un par de años hice un primer intento de discutir la categoría de literatura, distinguiendo las nociones tradicionales de crítica literaria (como crítica de la literatura y como crítica escrita al estilo de la literatura) de una noción más amplia que entiende “literaria” como “desde la literatura”, argumentando por una crítica que utilice los instrumentos de la literatura como una forma de leer al mundo (en “Pensar en literatura. Notas para una crítica literaria en México”, 2008: 70-75). Pensando más en esta dirección creo que hay que disociar a la crítica literaria de su acepción como literatura y entenderla como un saber, cuyo espacio está plenamente en el espacio del conocimiento y rara vez en los territorios del arte. Ciertamente no descarto que algunas manifestaciones de la crítica tengan valor estético en sí mismas, pero estas son minoritarias. Al entender la crítica literaria como saber, se entiende que es una producción multívoca y
colectiva, que existe en distintas formas de aproximarla y en el trabajo y conversación de varios sujetos y no de un sólo crítico que se erija metonímicamente como la crítica misma. La postulación que planteo de la crítica como saber no es nueva, sino que proviene de un largo historial de prácticas de crítica literaria que han utilizado a la literatura como ángulo privilegiado de aproximación al espíritu de los tiempos. Son legendarios, por ejemplo, los magníficos trabajos de Walter Benjamin sobre Baudelaire, recientemente recogidos en el volumen The Writer of Modern Life (Belknap Press, 2006), donde la poesía sobre el flâneur fue la base fundacional de la teoría más sofisticada sobre la experiencia de habitar el sensorium del capitalismo. Viene a la mente también la obra de Edward Said (1983), cuya noción de worldliness (mundanidad, en imperfecta traducción castellana) plantea la inextricable relación entre la letra y una noción amplia del mundo1. México es prácticamente el único país de América Latina cuya tradición intelectual no plantea esta relación de manera sostenida. En Brasil existen figuras como Roberto Schwarz, quien leyó las inconsistencias del legado liberal desde los escritos de Machado de Assis2, mientras que en Argentina Beatriz Sarlo produjo una de las lecturas más brillantes (y más leídas) de la tensión entre la tradición nacional y el cosmopolitismo en un libro señero sobre Borges3. La versión latinoamericana de esta crítica proviene de una transformación esencial de la crítica literaria en la región. En su versión moderna, la crítica literaria latinoamericana tiene sus puntos fundacionales en México, tanto en la obra de Alfonso Reyes, quien planteó la noción neokantiana de “juicio” como superación de la crítica como “impresión” y “exégesis” que dominaba en su tiempo, como en la del dominicano Pedro Henríquez Ureña, quien acuñó en el país la idea de buscar “nuestra expresión”. Este proyecto adquirió fuerza inusual a raíz de la Revolución cubana, a partir de la cual críticos marxistas como Roberto Fernández Retamar empezaron a replantear la idea de la crítica literaria como una actividad que excede la pura exegética, atándola a la 1 Cf. Edward W. Said. The World, the Text and the Critic, Harvard University Press, 1983. 2 Cf. Roberto Schwarz, Um mestre na periferia do capitalismo. Machado de Assis, Livraria Duas Cidades, 1990. 3 Cf. Beatriz Sarlo. Borges, un escritor en las orillas, Ariel, 1995.
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labor de crear una conciencia continental que supere la condición colonial de la región. Esto alcanzó su grado apoteósico a lo largo y ancho del continente, en lo que Carlos Rincón llamó “el cambio actual en la noción de literatura”, a fines de los años setenta, con la obra de figuras señeras —como Ángel Rama y Antonio Cornejo Polar— que redefinieron de manera radical la relación entre literatura y sociedad en el continente. Este paradigma fue completamente pasado de lado en México. Después de Reyes, la crítica literaria en México tendió más bien al suplemento literario y a la revista, dando prevalencia a críticos impresionistas como José Luis Martínez y Emmanuel Carballo, marginando los estudios históricos e investigativos a los espacios de especialistas. Asimismo, la emergencia de la figura de Octavio Paz fue crucial en este momento, ya que el proceso de la crítica literaria de orientación social en el resto del continente coincidió con la aparición del grupo Vuelta, en el que se defendía una noción posvanguardista de literatura en sí y para sí. Mientras que en el contexto latinoamericano amplio se escribían trabajos como Rubén Darío y el modernismo de Ángel Rama, o Literatura y sociedad en América Latina. El Modernismo de Françoise Pérus, en los que se debatía la relación problemática de la poesía latinoamericana con las contradicciones culturales del capitalismo emergente, el libro de mayor impacto crítico en México de la década, Los hijos del limo, entendía a la modernidad desde una noción más estrecha e idiosincrática de la modernidad, a la poesía como un conflicto y dialéctica de subjetividades. No sin cierta sorna podría decirse que se observa la diferencia entre tradiciones donde la crítica literaria es ejercida primordialmente por críticos y aquellas en las cuales poetas y novelistas suplantan a éstos como productores del oficio. Por supuesto, hubo intentos importantes de establecer una crítica más amplia: recuérdese el importantísimo y aún vigente libro de Evodio Escalante sobre Revueltas, que resultó en una invectiva de Antonio Alatorre en Vuelta donde el filólogo acusaba a Escalante de “extranjerizante” y de contaminar el estudio de la literatura con jerga4. De esta manera, en México terminó por prevalecer una crítica conservadora, que entiende la literatura 4 Cf. Evodio Escalante, José Revueltas, una literatura del lado moridor, Era, 1979. La polémica está registrada en Ruffinelli (1990:165-8).
como algo que hay que preservar del mundo, más que pensarla desde él, y que se ejerce desde figuras autorizadas y autoritarias capaces, entre otras cosas, de decidir lo que constituye a la crítica de lo que no. Al leer las tradiciones de crítica defendidas por Alatorre en dicha polémica, resulta asombroso para un lector contemporáneo que, en los años ochenta, mientras en otros países la crítica era reinventada por intervenciones que luchaban por una relevancia social, en México se defendían como modelos a filólogos de cepa conservadora como Amado Alonso y Raimundo Lida. Aunque nadie en sus cinco sentidos citaría a estas figuras como modelos para nuestros días, el impulso conservador que busca aislar a la literatura del mundo sigue siendo una plataforma para la definición de la crítica en México. En la entrada del 2 de junio del blog de Christopher Domínguez5 se puede encontrar un descarte de La ciudad letrada como “un buen paper”, implicando con el término no sólo que el libro no pasa de un artículo cualquiera, sino que es algo que sólo interesa a académicos gringos que no tienen la fortuna de ejercer el “ensayo”. Sin embargo, esta perspectiva, miope a mi parecer, dice mucho del mundo crítico en el que ejerce alguien como Domínguez Michael, quien basa su rechazo del libro de Rama en cuestiones ideológicas que él considera superadas, pasando por alto el valor conceptual del texto. Sin embargo, como nos ha enseñado Román de la Campa, lector más avezado, el libro de Rama es la crítica fundacional de la relación entre originalidad literaria (incluso aquella vanguardista) y poder, un libro que cuestiona de manera radical la idea simplista de que la estética resiste al poder (1999: 74). Domínguez Michael, creo, lee a Rama como lo hace, como un heredero del marxismo estético de gran valor intelectual en los ochenta pero irremediablemente superado, precisamente porque esa “ciudad letrada” diseccionada por Rama está más viva en México que en ningún otro lado. Al vivir adentro del sistema de valores heredado por Paz y sus contemporáneos, el paso hacia fuera de la cultura letrada liberal llevado a cabo por el crítico uruguayo es ilegible en México. La idea de crítica como saber es un intento de revertir la noción estrecha de crítica nacida de ese 5 Radicado en el sitio web de Letras libres.
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punto ciego establecido en México desde los años setenta, intentando reestablecer una crítica que ocupa su lugar en la polis como un interlocutor central en el diálogo democrático. Si no se fuera más lejos que aquello que Reyes llamaba “las urgencias de la hora”, se podría ver que la literatura tiene mucho que decir de uno de los asuntos más punzantes de la vida literaria nacional, el narcotráfico. Una de las deficiencias centrales de nuestro entendimiento público de este sistema radica en su representación gubernamental y mediática como un problema estrictamente criminológico (grupos que viven al margen de la ley y la necesidad de llegar a esta utopía llamada “Estado de derecho”) y económico (un tráfico de montos multimillonarios que supera en poder de compra al Estado y la sociedad). Sin embargo, lo que hace al narco un problema de profundidades sin precedentes es su amplia penetración social y cultural, desde las sectas satánicas de los ochenta que inspiraron la semiótica de batalla de los carteles hasta la articulación del mito social del narcotraficante a la larga genealogía de los bandidos y los héroes culturales en el narcocorrido. En este ámbito, la literatura ha producido algunas de las interpretaciones más lúcidas de este fenómeno sin lucidez, desde la deconstrucción de la cultura narcocorridista en Trabajos del reino (2008) de Yuri Herrera hasta la exploración del sujeto de clase media seducido por este mundo paralelo en Perra Brava (2010) de Orfa Alarcón. Lo que no existe aún es el crítico que traduzca estas intuiciones en un discurso accesible a la sociedad civil para integrar estos lenguajes a nuestro entendimiento social del problema. La crítica literaria como saber implica también no reducirla a sus dimensiones estrictamente profesionalizadas, el periodismo y la academia. No obstante buena parte de la crítica literaria tiene lugar en espacios remunerados donde ciertos lectores la ejercen como parte de un oficio constante, como todo saber, la crítica existe en los ámbitos de la vida cotidiana también: hay crítica cuando un maestro diseña un plan de lecturas, la hay cuando un estudiante resiste a su maestro y propone textos alternativos, cuando un lector elige cierto libro sobre otro y cuando un librero recomienda una novela a un curioso. El saber, como nos enseña Foucault, no sólo
existe como patrimonio de aquéllos que lo enuncian, sino que tiene una microfísica que lo imbrica con el tejido social, incluso de maneras básicas. Así la crítica, que debe replantearse a sí misma en este sentido amplio, ya que en la precaria microfísica que puede existir en un país con alarmantes niveles de analfabetismo funcional, tenemos todavía una sociedad donde la pluralidad mediática de la letra, desde el periódico hasta el Twitter, ofrece una cartografía posible e inexplorada para la intervención de la crítica. Si la crítica emerge verdaderamente como saber, las dimensiones públicas de su ejercicio pueden superar las prácticas autorreferentes. El primer paso para lograr algo así es la desaparición del suplemento cultural. Este género apareció en México a mediados del siglo XX, en publicaciones icónicas como La cultura en México, producto de una literatura en vías de institucionalización, cuya reflexión sobre sí misma era esencia para sustentar su existencia como práctica autónoma. Sin embargo, hoy en día esa es la idea que hay que resistir, dado que la autonomía de la literatura es, en el mejor de los casos, un lujo que la reduce a sólo un fragmento de sus manifestaciones posibles y que renuncia a una relevancia social que otros medios, como el cine o el Internet, empiezan a fagocitar. No creo que haya que defender a la literatura como forma “superior” del conocimiento, pero sí creo esencial defender sus especificidades cognitivas y epistemológicas: su gradual retirada del espacio público representa una posibilidad alarmante ante una sociedad cuya autorreflexión es siempre problemática. El suplemento cultural actual representa los peores vicios de la cultura mexicana. En él subsisten el provincialismo que da lugar a lo autóctono independientemente de su valor cultural (como aquellos en los que sólo falta una sección dedicada a los poetas del Istmo de Tehuantepec de la generación de los noventa); a su aparente antípoda, el diletantismo arrogante disfrazado de cosmopolitismo (¿Cuántas veces más debemos fumarnos las ruminaciones de algún genio sobre ese oscuro y mediocre autor austrohúngaro que sólo él (porque generalmente son hombres) conoce y que a nadie le interesa?); a la polémica barata (como convocar a una encuesta sobre la crítica en México sin invitar a casi ningún crítico, con el fin de levantar
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ámpula porque sí) y al texto que no dice nada, pero que existe porque alguien necesita cobrar un recibo de honorarios. El suplemento es una aceptación tácita de la irrelevancia de la literatura, de que para tener un espacio en el periodismo se necesita una sección ghettoizada y autorreferente en el periódico del fin de semana que los culturati (entendidos, como lo define el Urban dictionary, como aquellos que creen que lo saben todo pero en realidad no saben nada) pueden leer y los demás pueden tirar a la basura. Por eso, creo que una recuperación de la crítica literaria en México a su estatuto de saber debe pasar necesariamente por la desaparición del suplemento. Así, la crítica literaria puede replantear su rol en el periodismo. Yo propondría reintegrar, como hicieron los modernistas, al crítico literario a las otras secciones del periódico, desde las cuales se puede usar el saber literario como forma de pensar a la sociedad. Esto lo saben los grandes cronistas: se ve, por ejemplo en la obra de J. M. Servín, recién recogida en D.F. Confidencial (Almadía, 2010), donde se puede observar el rol de la nota roja y la visión literaria en la comprensión de los márgenes de la sociedad. No dejo de preguntarme, en estos tiempos de una crítica literaria sin público y de un periodismo cada vez más simplista, qué pasaría si en la sección de política aparecieran ensayos de críticos literarios sobre el problema de los derechos humanos desde la literatura o si en la de deportes hubiera de repente un crítico recuperando la larga tradición de escritura sobre el futbol. Quizá ahí haya un espacio para que la literatura dialogue de nuevo con la sociedad que la rodea, donde se pueda liberar del yugo que producen instituciones literarias demasiado fuertes. Aquí viene a colación otro problema esencial, el de los lectores. Si la crítica literaria es un saber colectivo, y si éste se ejerce también de parte de lectores no profesionalizados, es una tarea esencial de aquellos que nos dedicamos al oficio el repensar de manera creativa la formación de lectores. En este departamento, México es un país bastante atrasado. Parte del problema radica en la escritura de literatura. En países como Estados Unidos y Francia se produce un espectro literario que construye puentes entre los lectores de autores como J. K. Rowling y Stieg Larsson y la llamada “literatura difícil”, a partir de libros que
apelan a imaginarios identificables desde estéticas elaboradas pero no pretenciosas. Al momento de escribir estas líneas encuentro al novelista Jonathan Franzen nada menos que en la portada de la revista Time, de vasta circulación en Estados Unidos, anunciando un artículo sobre el problema del gran novelista estadounidense. Aunque en México no hay nada que se le parezca en seriedad y penetración a dicha revista, un equivalente sería encontrarse a Juan Villoro o a Jorge Volpi en la portada del Milenio semanal o el Proceso porque su última novela tiene mucho más que decir del medio contemporáneo que el chisme de la semana. Esto es posible solamente en un país en el que la cultura literaria existe de manera amplia y en el que autores como Jonathan Franzen producen una literatura que, sin dejar de ser excelente, permite al lector de John Grisham o de Stephanie Meyer aventurarse en sus páginas. Este lector, que vive la lectura como un continuum que evade las jerarquías estéticas de los que nos dedicamos a las letras, es el más descuidado en México. Fuera de escritores como los del crack, que siempre han apostado a la idea de tener lectores, en México predomina una escritura que es o demasiado autorreferente para ser legible (piénsese en esa perniciosa literatura llamada “escritura femenina” y fundada en un yoísmo tedioso disfrazado de subjetividad poética) o que se escribe para el premio y la beca siguiendo los lineamientos de la moda. Esa escritura no crea lectores porque no los necesita: existe en una cámara de ecos donde la pretensión estética y el desprecio al “lector de la calle” sustentan una mediocridad intelectual que se define o como el derecho a la obsesión personal o como la celebración de la estética. La crítica literaria como saber entiende que así como el escritor tiene derecho a escribir como sea, el lector tiene derecho también a una literatura que le hable, con la que pueda plantear una relación. En países con un desfase radical entre ambos derechos, la crítica tiene como función la construcción de puentes entre ambos. Creo que esto se podría lograr también con propuestas y prácticas concretas. Por ejemplo, uno puede imaginarse un sistema de becas de Fonca en las cuales los escritores “jóvenes” (y los críticos si algún día se becan también), en vez de ir a perder el tiempo con el tutor, fueran una vez al mes a escuelas, para hablar con los estudiantes
Patricia Hernández / Caracol (detalle en monotono) / Tinta sobre papel / 10 x 13 cm
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del proceso de ser escritor, o a centros culturales y comunitarios periféricos a ayudar a los habitantes a conectar con la literatura. Ciertamente, en un país donde un libro promedio de literatura cuesta de 5 a 15 días de salario mínimo, uno no puede esperar que todos sean lectores, pero sí se puede sembrar en una base más amplia de la población el acceso al saber literario. Sin embargo, un problema importante es que no sabemos ni siquiera reconocer los recursos existentes de la crítica literaria. Una de las razones de ser del mito de la crítica inexistente radica en nuestro afán tercermundista de rechazar como hegemónico lo exitoso y de excluyente aquello a lo que quisiéramos pertenecer pero no podemos. Lo cierto es que en México tenemos algunas publicaciones que, independientemente de nuestro acuerdo o desacuerdo con sus líneas editoriales, son de primera. Cuando estuve en algunos eventos literarios en Quito, se me decía invariablemente el deseo de mucha gente de dicho país de tener revistas del estilo de Letras Libres o Nexos, las cuales, pese a las polémicas de sus líneas políticas y a todas las críticas posibles a sus prácticas editoriales, son publicaciones leídas, bien editadas, bien producidas y sustentables, algo que en nuestros días es casi una proeza. Asimismo, una cantidad amplia de universidades públicas publican revistas de gran factura. Puedo decir con orgullo que ni Harvard, ni Stanford, ni Princeton producen revistas literarias de la factura de Crítica, la revista de la BUAP o Luvina, de la U. De G. Si uno se toma la molestia de comprar y leer esas revistas, entre muchas otras (Armas y Letras, La palabra y el hombre, La revista de la Universidad, La tempestad, Replicante), junto con emergentes revistas en línea como la estupenda Hermano cerdo, la única conclusión posible es que no sólo existe la crítica literaria en México, sino que, por momentos, es excepcional. Visto desde esta perspectiva, como lo hizo hace poco Evodio Escalante en un texto en el que defendía a la crítica mencionando la gran cantidad de críticos activos en nuestros días (en “Sobre la crítica literaria en México”, 2010), la crítica inexistente no es una descripción de un estado de las cosas. Más bien, apunta a la tremenda ignorancia que el medio literario
mexicano tiene de lo mejor de sí mismo y a la forma en que nuestra peculiar institucionalización cultural tiende a confundir la grilla con la teoría. Si se entendiera la crítica en toda su extensión, el bajísimo nivel intelectual de las polémicas en México dejaría de cumplir sus funciones políticas y la caterva de escritores cazabecas que pueblan nuestro paisaje literario tendría que dedicarse a pensar. Uno de los ámbitos peor entendidos en la crítica literaria es la academia. El ataque a la academia aparece de manera constante en círculos intelectuales mexicanos. Figuras como Gabriel Zaid o Enrique Krauze suelen defender sus ideas de intelectualidad pública frente al pretendido anquilosamiento del pensamiento académico. Esta ideología tiene sus fuentes en México en la constitución de las revistas literarias. Como documenta John King en su magnífico libro sobre Plural6, el rechazo a la academia es constitutivo en la construcción de los proyectos editoriales de Octavio Paz, debido en parte a que muchos de los miembros del grupo literario no eran académicos. Incluso las figuras identificadas con la UNAM, como Alejandro Rossi, ejercían una forma de intelectualidad que resistía la idea de la especialización académica. Como resultado, la academia es vista con recelo por el medio literario mexicano. La academia 6 Cf. John King, The Role of Mexico’s Plural in Latin American Literary and Political Culture. From Tlatelolco to the Philantropic Ogre. Palgrave Macmillan, 2007.
acarrea algo de culpa en esto también. México tiene un sistema peculiarmente endogámico que contrasta de manera importante con la circulación de ideas que caracteriza a los sistemas universitarios norteamericanos. En México es posible estudiar la licenciatura, maestría y doctorado en la UNAM, ser profesor en la UNAM, publicar en la UNAM, debatir en la UNAM y jubilarse de la UNAM, y tener aún así una carrera académica viable y reconocida. Esto se debe en parte a que el sistema de contratación profesoral en México, salvo contadas excepciones, no se basa sólo en la evaluación de méritos, sino también en los intereses de grupos y amiguismos. Sin embargo, un académico que no excede los ámbitos de su institución carece de instancias de confrontación de ideas, algo que es fundamental para la construcción de un saber. Asimismo, el punto ciego de la academia en México es el creciente número de críticos y profesores que radicamos en la academia extranjera. Estados Unidos cuenta con una impresionante red de especialistas en literatura y cultura mexicana que incluye profesores en la mayoría de los estados de la unión americana, así como tres congresos nacionales al año y un par de publicaciones especializadas. Asimismo, la academia europea cuenta con importantes críticos de literatura mexicana prácticamente en todos los países del continente, con tradiciones particularmente fue rte s en E spaña, Francia y Alemania. Aunque los trabajos de los académicos del extranjero llegan de repente a México (gracias sobre todo a esfuerzos editoriales como los realizados intermitentemente por el Fondo de Cultura Económica), lo cierto es que muy
poco de dicha producción llega al país. Esto es una lástima, puesto que la circulación amplia de ideas es uno de los puntos donde nuestra crítica podría desarrollarse de manera más decisiva, pero esto no se da. Con este último punto se conecta la precaria arquitectura que sustenta la distribución editorial en México. Mucha de la mejor crítica escrita en México se publica en fondos editoriales de los estados y en universidades de provincia. Un lector interesado en el debate en torno a Jorge Cuesta, por ejemplo, tiene que hacer una verdadera arqueología para encontrar en ediciones del Instituto Veracruzano de Cultura y de la Universidad Veracruzana algunos de los trabajos más importantes. Las editoriales estatales tienen restricciones legales, como la incapacidad de producir facturas, para lograr una distribución amplia; sin embargo, dado que estamos lejos todavía de tener una librería con todo al estilo de Amazon, se necesita un esfuerzo coordinado de distribución, que permitiera, por ejemplo, la creación de una librería virtual que mantenga los libros de estos fondos en existencia constante. El cierre de la Casa Juan Pablos, el único lugar en México donde se conseguían varios de estos libros, ha hecho aún más complicado el asunto. Más allá de la difusión, se malentiende la academia y su función en una cartografía del saber. La academia es un laboratorio, en el que la libertad del claustro académico, por lo menos en su manifestación ideal, permite la libre experimentación de ideas y conceptos. No todo el saber producido en la academia debe salir al mundo extraacadémico. En la academia, es legítimo estudiar obras poco conocidas, o explorar
Patricia Hernández / Nido (en monotono) / Tinta sobre papel / 18 x 13 cm
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ideas exóticas que pueden resultar en callejones sin salida. Sin embargo, el reconocimiento de muchas obras también proviene de los saberes académicos. Al trabajo de Rolena Adorno (1986) en los ochenta se debió la reconsideración de Felipe Guaman Poma de Ayala, quien había sido históricamente opacado por el Inca Garcilaso de la Vega, mientras que la comprensión del Lazarillo de Tormes ha sido ampliada de manera decisiva gracias a las atrevidas hipótesis de Rosa Navarro Durán (2003), quien ha atribuido su autoría al humanista Alfonso de Valdés. Es precisamente la capacidad de debatir ideas en una comunidad de conversación constante, en la cual las hipótesis se desarrollan y aceptan o rechazan, lo que permite avances sustanciales en conocimientos como el literario. Por eso, cuando salen los autoasumidos intelectuales públicos a devaluar el trabajo de la academia, lo hacen con base en una falacia. La razón por la cual una cantidad considerable de investigación académica se discute solamente en círculos restringidos es porque solamente al pasar ese filtro a lo largo del tiempo una idea se desarrolla lo suficiente para tener peso en el espacio público. Si uno piensa en la investigación médica pasa algo análogo. Un medicamento que llega al mercado es el resultado de una gran cantidad de estudios y análisis que sólo especialistas en la farmacología conocen, muchos de los cuales llegan a un callejón sin salida. Sin embargo, sin esa investigación no existiría el medicamento y a nadie se le ocurriría decir que la academia médica no sirve porque 90 por ciento de los tratamientos y medicinas estudiados nunca ven la luz. Es precisamente ese rango de fracaso la condición de posibilidad de un saber sólido. Así la crítica literaria académica, que se entierra en bibliotecas, teorías y revistas académicas, explora una gran cantidad de materiales e ideas, con el fin de producir estudios y ediciones que a la larga cambian las ideas de la sociedad. Libros como Orientalism de Said, que transformó el entendimiento de la representación de las sociedades colonizadas mucho más allá de la academia, es el resultado de décadas de exploración interacadémica, desde aquellos especialistas que desenterraron obras orientalistas raras de los archivos decimonónicos hasta los trabajos teóricos de Foucault y sus seguidores. Este tipo de libro no existiría sin la
academia: rechazarla no es un ideologema que sirve para legitimar la superficialidad intelectual y para negarle relevancia social al monumental trabajo investigativo que se lleva a cabo día a día. El reto futuro en México radica en la articulación de las críticas existentes —que son varias, que pueden ser brillantes y que ocurren en varios ámbitos— en un saber amplio y fluido que pueda, como punto de partida, circular de manera más clara por los espacios existentes. Esto implica, por supuesto, que todos los críticos literarios superen sus prejuicios infantiles en torno al trabajo de los otros y que se deje de reificar al crítico individual, desde su yo, como espacio de formación de la crítica. El crítico literario es ante todo un interlocutor en una conversación amplia y todo diálogo sobre la crítica debe poner énfasis en la conversación y no en un conversador particular. Es cierto también que debemos superar la noción, avanzada por los escritores “jóvenes”, de que la labor del crítico es “apoyar” la producción. La crítica literaria entendida así, como simple comentario y publicidad, es demasiado simple y demasiado triste y deja de lado océanos enteros del saber. El crítico no debe promover escritores porque sí, y tampoco debe imponer un “deber escribir”. La labor del crítico literario es tomar el pulso de la literatura y del mundo y entender las formas en que la primera es un saber sobre lo segundo. Creo que desde esta perspectiva hay un saber y un poder cultural que se encuentran extraviados en los laberintos cotidianos de la institucionalidad cultural. Sin embargo, conforme vemos a la derecha del país cortar los presupuestos culturales y a las tecnocracias universitarias globales atacar a los departamentos de humanidades (como sucede en la Gran Bretaña, donde se han cerrado ya departamentos históricos de estudios sobre la cultura como el de Birmingham), y mientras vemos un grupo de literatis ejercer un poder fáctico desde la literatura, tenemos recordatorios claros tanto de la amenaza que la literatura y la cultura representan para aquellos que tratan de borrarla, como de esa fuerza material de la literatura, que debería funcionar para algo más que ver para quien va a ser la siguiente beca. No sé si la literatura tenga posibilidades de cambiar al mundo, de hablar al poder o de ponerlo en entredicho, pero decido creer que es así, aunque sea en el tono del viejo eslogan del
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68 francés: seamos realistas, pidamos lo imposible. Lo que sí me queda claro es que mientras la literatura sea asaltada día tras día por el poder y mientras su nombre siga siendo invocado para la construcción de mafias e intereses, tenemos un indicador deprimente pero claro de que en su núcleo hay una fuerza que corresponde a los críticos reconocer y rescatar. En una de sus tesis sobre la historia, Benjamin observa: “Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que solo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer”. Algo similar podría decirse del crítico: Sólo el crítico capaz de encontrar en la literatura esos saberes potenciales que nos ayudan a dar sentido al mundo puede rescatar dichos saberes. Hablar de una crítica inexistente en vez de luchar por la existencia de la crítica, hundirse en la mediocridad del mundillo cultural en vez de mantener fidelidad al pensamiento es una forma de fortalecer al enemigo. Y este enemigo, como nos ha enseñado constantemente el desgaste de la cultura y el país, la violencia cotidiana y la ignorancia opresiva, no ha dejado de ser victorioso
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hundirse en la mediocridad del mundillo cultural en vez de mantener fidelidad al pensamiento es una forma de fortalecer al enemigo. Y este enemigo, como nos ha enseñado constantemente el desgaste de la cultura y el país, la violencia cotidiana y la ignorancia opresiva, no ha dejado de ser victorioso
Óscar de Pablo:
de la poesía
como convicción
y heterodoxia*
Hablar en México de poesía social, por no decir poesía comprometida o revolucionaria, pareciera un despropósito en el panorama literario actual. El canon poético nacional se ha encargado de difuminar, borrar o cancelar a cualquier autor susceptible de ser visto como practicante de dicha vertiente temática. Desde Andrés Quintana Roo hasta Leopoldo Ayala, la obra de tales poetas parece explicarse como dato menos que arqueológico, un momento de nuestra literatura, a lo sumo, necesario pero ya superado. La cacareada “muerte de la literatura política” es un tópico que nuestra crítica, lo mismo académica que periodística, se ha encargado de volver lugar común. DDJorge Aguilera López
Ensayo ganador de la Segunda Convocatoria de Ensayo Crítico Universitario, organizada por el Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes, Conarte y Conaculta , en agosto de 2010.
*
Labastida y Óscar Oliva. Con posterioridad al 68, la conversión de José Emilio Pacheco y el activismo político de Leopoldo Ayala continuarán el camino señalado. Es cierto que el desencanto en que sitúa José Joaquín Blanco a los poetas a partir de los setenta parece menguar el ímpetu político no sólo del poeta sino de la sociedad en general, pero aún entonces podemos advertir la intención social en la obra del infrarrealista Ramón Méndez, en Roberto López Moreno o José Tlatelpas, e incluso en Jaime Reyes, quien publica en 1984 La oración del ogro, uno de los últimos libros importantes de la poesía mexicana donde el poeta decide prestar voz a las causas sociales. No obstante, este caudal de nombres será cada vez menos abundante, menos visible, menos efectivo; y no me refiero por ahora a su calidad literaria, sino a la incidencia efectiva de estos poetas en el sistema literario mexicano. Basta cualquier repaso somero por la poesía de los últimos años para notar que la vocación social se sostiene, si es que esto ocurre, en nombres de la vieja guardia: Bañuelos, Pacheco, González Rojo, Ayala… Así entonces, la poesía social mexicana, abundante en el siglo XIX y persistente en el XX, parece condenada a su desaparición, tal como se ha proclamado. Pero sólo parece. Por supuesto, en el siglo XXI sería un despropósito permanecer atado a una retórica que, por más importante que haya sido en España y Latinoamérica, y por presente que haya estado en México, ha dado muestras de caducidad. Nadie puede creer hoy que, parafraseando a Ignacio Sánchez Prado, con la publicación de un poemario de 1000 ejemplares (2000 si se tiene suerte) se podrán transformar las condiciones sociales de una comunidad. El heroísmo, el espíritu de sacrificio, la militancia activa que son leyenda en Mayakovski, Vallejo, Roque Dalton, Ernesto Cardenal o Blas de Otero parecen hoy un anacronismo, polvo de aquellos lodos cuando el sueño aún no había terminado. La actitud poética frente a la realidad parece entonces ser menos clara, o nula, en el caso de la poesía mexicana reciente. Todo poeta menor de cuarenta años nació en medio de crisis, desencanto, fraudes electorales y un sistema político esclerotizado que devino chunga y descrédito en la última década. Es obvio que, en tal panorama, pocas ganas dan de asumir cualquier compromiso social. Señala Jorge
Grafito y lápiz de color sobre papel / 21.5 x 30 cm
D
esde la Crónica de la poesía mexicana de José Joaquín Blanco, publicada a finales de los setenta, esto ya se advertía, y el autor enfilaba su crítica hacia quien era entonces la cabeza visible de esa corriente lírica, Efraín Huerta, a quien define como: “un escritor menor que a pesar de haber cometido los grandes pecados literarios del siglo (estalinismo, poesía panfletaria, el fárrago exaltado como retórica constante) había logrado poemas importantes” (Blanco, 1981: 226). Algo similar ocurrirá en esa estrategia de legitimación (autoproclamada, las más de las veces) llamada antología: desde Poetas de una generación. 1950- 1959, preparada por Evodio Escalante en 1988, hasta El manantial latente de Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela publicada en 2002, el discurso crítico prologal enfatiza el persistente alejamiento estos últimos treinta años de toda concepción del poema como reflejo, denuncia, protesta o grito frente a la realidad social. No es mi intención afirmar que esto no es así. Tampoco pretendo testificar la cabal salud de la poesía social mexicana que, por supuesto, dista mucho de ser rozagante. Lo que me interesa señalar es, al menos, la existencia de tal corriente, por más que sus críticos pretendan negarla. Dejando de lado la extensa tradición decimonónica conocida por todos —que va del ya mencionado Quintana Roo al primer Díaz Mirón y que se podría extender las dos primeras décadas del siglo XX hasta Rafael López—, apuntemos por ahora, sólo para explicar, la continuidad de dicha línea. En los años veinte, la legión estridentista, lo mismo que Carlos Gutiérrez Cruz o Jesús Sansón Flores, intentaron imprimirle la impronta social al discurso poético nacional. En los treinta, el joven Octavio Paz publica “No pasarán” al calor de las protestas por la guerra civil española. En los cuarenta y cincuenta, despunta Huerta como poeta comprometido, y se da el curioso caso del poeticismo, donde Enrique González Rojo, Eduardo Lizalde y Marco Antonio Montes de Oca intentaron crear “un arte por el arte con sentido social” (González Rojo, 2007: 35). La eclosión de este discurso poético, casi naturalmente, se dará en los sesenta, con la irrupción a modo de foco guerrillero del grupo “La espiga amotinada” conformado por Juan Bañuelos, Jaime
Patricia Hernández / De la serie Prófugos (detalle) /
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Ortega que “el poema del presente no encomia las hazañas de los héroes políticos, deportivos o intelectuales, como aún hicieran Rubén Darío, Bretón, Alberti, García Lorca, Pablo Neruda y Paz, sino que absorbe el perfume enrarecido de los conflictos internacionales, hoy alentados por la invasión genocida y el terrorismo consecuente, para fraguar un pulso poético acicateado por el escepticismo y la vacilación” (2006: 417). Estas dos últimas características señaladas por Ortega dan clara idea de la actitud que permea la obra de los poetas más recientes. La crítica, y los propios autores, coinciden en señalar el paulatino abandono, la desgana y la apatía con que se aborda la relación entre poesía y sociedad. Sánchez Prado ha apuntado, entre otras razones, la siguiente para explicar tal distanciamiento: “La práctica literaria es ejercida desde algunos flancos con un creciente diletantismo estético que ha reducido su contacto con el mundo” (2006: 481). Tenemos entonces dos razones poderosas para explicar este vaciamiento del compromiso político en la poesía mexicana: el escepticismo y el diletantismo estético. Y sin embargo, frente a ambos temas, aparece la voz de un poeta que, nacido en 1979, decide tomar el camino que parecía ya clausurado de la poesía social, haciéndolo además desde un rigor artístico que sorprende por su calidad. Me refiero a Óscar de Pablo, poeta situado, a la vez, en el centro y el margen de la escena poética nacional. En el centro, merced a su currículum que incluye, entre otros lauros, el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino en 2004 y la beca de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2003. En la periferia, por ser un heterodoxo, politólogo de formación y poeta por convicción, que ha decidido enarbolar el discurso poético desde una perspectiva social, donde el trabajo con el significante no inmola el plano del sentido. La famosa dupla fondo-forma, que al parecer se ha sumido en un borramiento de la primera en favor de la segunda, en De Pablo encuentra una apuesta por resignificar ambos polos, sin demérito del arte, pero también sin abandonar la capacidad del poema para, de alguna manera, intervenir en el mundo. Valga la siguiente larga cita para explicitar la idea de este poeta al respecto: […] no busco una poesía que sirva como alternativa exterior a la realidad, que sirva para ignorar la belleza y la crueldad del mundo, sino
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precisamente lo contrario: quiero una poesía que vea y oiga, que goce y sufra la realidad incluso más de lo que la vemos y la oímos cotidianamente; no un escape, sino una forma de ver esa realidad y de compartirla con el lector para intervenir en ella. […] La poesía es un instante social, quizá el único verdaderamente social, pero es una circunstancia amparada por un estado de excepción de las normas, un momento de permisibilidad inusitada: es un carnaval. Me interesa aprovechar esa permisiblidad para cuestionar los límites de ese mundo de convenciones verbales, de ponerlo en aprietos y de exigirle al lector una complicidad difícil en esa conspiración del sonido.1
Intentemos ilustrar entonces algunos de los procedimientos que utiliza Óscar de Pablo para saldar ambas cuentas, poniendo énfasis en la mirada crítica que este autor tiene tanto para la creación como para la realidad, y desde allí imbricar ambos aspectos, lejos de retóricas gastadas tanto de un lado como del otro. Para ello, miremos dos poemarios: Sonata para manos sucias (2005) y Debiste haber contado otras historias (2006). Este autor se sitúa en un punto de fuga equidistante entre un pasado que huele a retórica desvencijada y un presente donde abre horizontes y expectativas, mediante el mero trabajo formal del verso, hacia una nueva propuesta del sentido artístico que, sin inmolar las creencias del autor en términos políticos, prolongue, ensanche y abra nuevas rutas en el trabajo poético. La apropiación que De Pablo hace en sendos epígrafes de autores canónicos de la poesía social (Jaime Gil de Biedma o Ángel González), así como de episodios o documentos históricos (la guerra civil española, el Manifiesto comunista), le permite reelaborar, de manera crítica, socarrona, las convenciones de una poesía social que, en virtud del mensaje, en más de una ocasión optó por sacrificar el trabajo con el significante. Por el contrario, De Pablo muestra, particularmente en Debiste haber contado otras historias, cómo sus convicciones personales no obstan para deconstruir en sentido negativo los tótems del 1 Óscar de Pablo, “Poética”, consultado en: http://laseleccionesafectivasmexico.blogspot.com/2007/03/scar-depablo.html
compromiso político vaciado en molde lírico, por ejemplo en poemas como “Animal planet (te atrapa)” o “Manifiesto alejandrino con soneto inscrito”. Pero, también, el canto épico tan caro a esta forma de la poesía será utilizado sin temor por De Pablo en el poema “Sonata para manos sucias”. En otras palabras, reconfigura nuestra tradición poética hispánica en beneficio del rigor formal que, no obstante, pretende mantener a salvo la posibilidad del poeta por ser vocero de algo más que su mera subjetividad, acaso con el afán de seguir siendo el portador de “las palabras de la tribu”. Este poema se constituye desde la tradición épica, tan propia de la poesía social. En él, el epígrafe tomado del poema “Apología y petición”, de Jaime Gil de Biedma, nos da una clave de acceso al texto: el poeta es de Cataluña, espacio físico donde ocurre el poema de De Pablo; el encono de Gil de Biedma será traducido a manera de un sentimiento derrotista. Dice el epígrafe: “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal”. En tanto que la “Sonata” versa: “ya no quedará vida: / La propia vida ya la habrá matado”. Como apunta Antonio Deltoro, el recurso formal del canto épico resiste la tentación del octosílabo para constituirse con una combinación predominante de heptasílabos y endecasílabos, metros favoritos de la llamada poesía culta. Sin embargo, el propio autor cuestiona las posibilidades tanto del verso medido como del sentido épico de su poema: ¿Podré cantar en un solo poema de métrica constante al bravo miliciano que no entiende de dónde viene el fuego podré explicar sin deshacerme en gritos ni parecer grotesco el trágico escenario de los traidores fieles y abnegados […] (“Sonata para manos sucias”, 2005: 19)
La pregunta de fondo presente en este fragmento es la posibilidad del poema para ser el registro de un proceso social cualquiera —en este poema, por ejemplo, la
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guerra civil española—, sin ser un onanismo estético pretendidamente cercano al hombre común que no entiende de metros y tropos, ni tampoco un llano desahogo ante condiciones sociales brutales pero que per se no constituyen una experiencia poética. Este dilema, que siempre será el de toda poesía que aspire a vincularse con la realidad inmediata, es incluso lamentado por Deltoro, presentador del libro: “En este poema central hay felices encuentros entre lo lírico y lo épico, […] pero no puedo, ay, dejar de señalar que hay también trechos que podrían ser firmados por un Taller de la Gráfica Popular de nuestros días”2. Me parece que se refiere, en esencia, al tópico que da título al poema: las manos sucias que articulan el poema aparecen en versos que son, efectivamente, más efectistas que efectivos: “Y sin embargo siguen siempre sucias: / tiene manos de pobre”, “con esas manos pobres, relavadas/ y desde siempre sucias” “Y mete el rostro entre las manos sucias / y desde siempre pobres”. No obstante, debemos resaltar que la elección de una forma, de una metáfora o de un tópico son siempre una toma de partido por parte del autor, y en el caso de Óscar de Pablo, le interesa decir al mundo con esos detalles simples pero definitorios. Da igual si al exquisito le parecen poco eficaces, con tal de que alcancen a traslucir la convicción que el poeta tiene en una expresión justa de la realidad. Ahora bien: no es sólo el fantasma del panfleto recorriendo este poemario lo que nos interesa. Existe también en él un interesante juego con las formas métricas en un uso peculiar: me refiero a la prosa rimada y medida. La parte final del poemario, titulada “Metro y grima”, incluye dos poemas dispuestos en prosa que recurren a una métrica constante de heptasílabos y endecasílabos, con las rimas dispuestas de manera alternada, pero que otorgan una singularidad rítmica y precisa al texto. Este recurso será explotado de manera más clara en su siguiente poemario, Debiste haber contado otras historias, en cuya sección final, “Sonetería”, recurre al mismo procedimiento. En este caso, los sonetos “prosados” son regulares, los dos cuartetos conforman un párrafo y los tercetos otro. Esta falsa prosificación se puede hacer con cualquier soneto, pero lo interesante aparece en el último poema, 2 Antonio Deltoro, texto de contraportada de Sonata para manos sucias.
“Manifiesto alejandrino con soneto inscrito”, donde se cruzan tres hechos: uno, el poema está dispuesto en dos estrofas de seis y cinco alejandrinos respectivamente; dos, el poema se reorganiza en una nota a pie de página insertada por el autor donde propone otra “versión” del texto, en la cual se evidencia que un soneto ortodoxo está inscrito en los once alejandrinos. El tercer hecho nos regresa al tema que nos interesa: este poema es una elaboración evidente de las frases más conocidas del célebre Manifiesto del Partido Comunista redactado por Marx y Engels. La intertextualidad de este “manifiesto alejandrino” es otro de los recursos predominantes en el poemario: por ejemplo, el soneto III de esta sección es una “antología” de versos endecasílabos provenientes lo mismo de Sor Juana y de Gorostiza que de Vallejo, Girondo y Nicanor Parra; en tanto que el soneto IV es una receta de cocina. Lo que De Pablo hace, en otras palabras, es “contar otras historias” con el mismo lenguaje, los mismos tópicos, la misma intención, pero, por supuesto, con un espíritu lúdico ausente en los textos primigenios. Dejando de lado por ahora la demostración de su destreza versificatoria, reparemos en que los temas sociales, lo mismo que sus tótems, serán reelaborados por Óscar de Pablo desde la única posibilidad que la poesía permite: el momento lúdico del poema. Así, por ejemplo en “Porra y Romería”, la protesta social se disuelve después de haber “cerrado un trato con los dioses: / Esta vez llegaremos/ a octavos de final”; o bien, en “Materialismo erótico”, se toma la doble acepción del primer vocablo para significar lo mismo la disciplina filosófica que el puro interés en lo corpóreo: “Nadie podrá decir, mirándola a los ojos/ que la belleza física/ sea una cosa superflua. Nadie podrá decir/ que fuera de estas sábanas/ exista Dios o nada/ parecido”. Damos por supuesto que la poesía de este autor está situada justo en la frontera entre el compromiso político y el ético. También, entre el límite de la crítica y la burla, lo mismo que entre el escepticismo y la apatía. Ser un poeta social entraña, ante todo, compromiso. Hemos dicho que la formación académica de Óscar de Pablo es en ciencia política, lo cual le da una perspectiva mayor a la que cualquier
otro poeta joven mexicano puede tener sobre los conflictos sociales. Sin embargo, esto no lo hace poeta. Su tradición poética, explicitada en epígrafes, paráfrasis y referencias veladas, es el fondo desde donde debemos leer a este autor. El poema “De intemperie”, por ejemplo, se mueve entre Roque Dalton y Ernesto Cardenal, como el “soneto II” lo hace en Cortázar. La aparente paradoja de un poeta que pretende gritar junto al hombre de la calle, en versos que requieren un conocimiento más allá de la simple experiencia estética para acceder a su cabal sentido, se resuelve a mi parecer en la efectividad del lenguaje. Un poema como “Etiópicas”, perteneciente a Sonata para manos sucias, no es sino la elaboración de tópicos metafísicos (el ser, la unidad del infinito, el devenir), resueltos en un acto tan prosaico como el siguiente: “miro el reloj: antes de entrar al metro / me compro un boing de mango”. Estas simplezas lingüísticas, bien dosificadas, permiten establecer el puente necesario con aquel hombre ordinario que esboza una sonrisa y regresa al poema para entender cómo se llegó al acto de comprar el “boing de mango”. La posibilidad de que el poema incida de alguna manera efectiva en la realidad podría entonces resolverse en este simple instante comunicativo; otra cosa es que el texto tenga posibilidad de ser conocido por ese hipotético receptor, pero es un tema que rebasa los límites de este ensayo. Con todo lo hasta aquí dicho, he pretendido mostrar que la idea de una “poesía social” que sea en verdad poesía y no otro tipo de documento, es factible, aun en el siglo XXI. Creo que Óscar de Pablo ha apostado por ello, y de esa manera ensancha esa línea poética que, tanto en España como en Latinoamérica tuvo no sólo nombres importantes, sino un público receptor identificado con ella. Como ya señalé, es claro que los procedimientos no pueden seguir siendo los mismos; no obstante, los hallazgos formales, el sentido eufónico de su poesía, además de la calidad y el desparpajo con que De Pablo aborda la manufactura del verso medido, hacen de su obra un cruce de caminos entre la tradición hispánica, allende y aquende el Atlántico, y las apuestas últimas de la poesía mexicana. El respeto por el trabajo artístico y la capacidad de enunciar al mundo desde una postura crítica de
Óscar de Pablo, es una actitud necesaria y urgente en estos tiempos de apatía y desesperanza. Me parece, además, que el compromiso del arte con la realidad y las relaciones entre estos ámbitos debe ser un tema de discusión. Ni la actitud estetizante de la llamada “literatura difícil”, ni la autocomplacencia de las lecturas para consumo masivo resuelven el problema. No puedo sino adherirme, entonces, como creo que Óscar de Pablo lo demuestra en su obra, a la petición de Sánchez Prado por un retorno a una literatura comprometida. Cito las palabras de este último: “este compromiso no deja de ser social, pero ya no se trata del utopismo simplista que creía que publicar dos mil ejemplares de una novela de denuncia sirve para cambiar el mundo. En cambio, se funda en la conciencia de que la literatura tiene una trascendencia como fenómeno social, pues, al igual que otras formas de arte, la literatura es una de las expresiones más sofisticadas del imaginario de una época”. Quede el gesto que encontramos en De Pablo como una de las vías que merecen ser transitadas por el arte en general y la literatura en particular
Bibliografía Blanco, José Joaquín (1981). Crónica de la poesía mexicana. México. Editorial Katún. De Pablo, Óscar (2005). Sonata para manos sucias. México: UACM. De Pablo, Óscar (2006). Debiste haber contado otras historias. México: Tierra Adentro. González Rojo, Enrique (2007). Reflexiones sobre la poesía. México: Versodestierro. Ortega, Jorge (2006). “¿Qué dice la poesía?”, en Verónica Murguía y Geney Beltrán Félix (comp.). El hacha puesta en la raíz. Ensayistas mexicanos para el siglo XXI. México: Tierra adentro. Sánchez Prado, Ignacio (2006). “Para una literatura comprometida”, en Verónica Murguía y Geney Beltrán Félix (comp.). El hacha puesta en la raíz. Ensayistas mexicanos para el siglo XXI. México: Tierra adentro.
Patricia Hernández / De la serie Prófugos (detalle) / Grafito y lápiz de color sobre papel / 21.5 x 30 cm
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¿Qué es lo que esconden los signos de una partitura musical? ¿Cualidades rítmicas, de timbre, de altura, de dinámica, de ornamentación, de articulación? ¿O acaso llevan consigo la intención, la idea del genio detrás de la pluma, la fuerza de una idea que por su peso —el peso de una nostalgia por lo romántico— no puede ser más que original, única, personal, final? Desde los primeros manuscritos medievales con notación musical de finales del siglo IX, algunos de ellos cargados de detalles —en su mayoría rítmicos, pero también de dinámica, articulación y dirección melódica—, algunos más simples, no por ello menos interesantes; hasta las partituras más abstractas del avant-garde occidental (sin olvidar los numerosos manuscritos de música no-occidental que han surgido a través de la historia en diferentes regiones y que detallan aspectos musicales de repertorios en su mayoría, aunque no exclusivamente, sacros o religiosos), la música ha querido ser representada de una manera gráfica, de tal modo que lo que representa, silencio y sonido a través del tiempo, quede plasmado permanentemente y pueda ser re-interpretado de forma más o menos igual en subsecuentes ocasiones.
DDÓscar Mascareñas Garza
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n ó i c a t e r p sical
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E
sta manera de entender la interpretación musical de una partitura o manuscrito, a la que llamo lectura clásica o tradicional (pues ha dominado el quehacer musical por siglos) es, hasta cierto punto, limitadora, pues en su premisa define el contenido musical como algo fijo, final, cerrado, en otras palabras, como algo que puede y debe ser repetido sin cambiar la esencia de la fuerza que lo precede, aquélla que es única, personal y original, dando lugar a la forma que “fascina cuando uno ya no tiene la fuerza de entender fuerza desde dentro de sí misma. Esto es, crear” (Derrida, 2006: 3)1, olvidando que tal fuerza es una condición de la posibilidad de existencia de la obra, y que al fijarla pierde su impulso generador y su influencia. Es limitadora porque exige que la repetición no sea más que una especie de fotografía sonora con cualidades que han sido definidas por importantes figuras académicas y/o artísticas de la historia, aquéllas que dictan cómo, aunque muchas veces sin explicar por qué, se debe interpretar una obra musical, como si los aspectos relacionados con la ejecución de la obra estuvieran congelados en tiempo y espacio, y sólo existiera una forma real de interpretar la música representada en la partitura. Aquí me detengo para comentar la importante diferencia que existe entre el crítico (académico/músico teórico) y el intérprete (músico/artista) occidentales, aún cuando ciertas cualidades de identidad entre uno y otro coinciden. La problemática radica en el uso de herramientas analíticas por parte del teórico que la mayoría de las veces tienden a esencializar la música, dándole cualidades que hacen que nuestra forma de entender la obra esté separada de la obra misma, como sugiere Derrida (2006: 3): “[l]a crítica, desde entonces, se sabe a sí misma separada de la fuerza, ocasionalmente castigándose a sí misma en la fuerza al probar, grave y profundamente, que la separación es una condición de la obra, y no solamente del discurso sobre la obra”. Derrida nos da una nota de advertencia al establecer que …la separación es diametralmente opuesta a la impotencia crítica. Al insistir en esta separación entre el acto crítico y la fuerza creadora, estamos solamente designando la necesidad más banalmente esencial —otros dirán, estructural— 1 La traducción es mía.
adjunta a estas dos acciones y momentos. Aquí, impotencia, es una propiedad no del crítico, sino de la crítica. Las dos se confunden entre sí algunas veces (Derrida, 2006: 380).
Además, tales herramientas teóricas son utilizadas “sin sentido crítico, como si simplemente ofrecieran una lectura [de un pasaje musical] cuyos detalles yacen inmanentemente en la partitura, esperando a ser desenterrados por un analista utilizando el badil teórico correcto” (Krims, 1998: 315). El artista, quien se ha desarrollado dentro de una tradición de interpretación de cientos de años, tiende a formalizar la música de una manera similar al teórico (aunque, aparentemente, con más apego a la fuerza del espíritu creador), esencializándola sin sentido crítico al establecerse de una manera segura dentro de los cánones de interpretación musical aceptados cultural y socialmente por las élites del arte de occidente y seguir los más altos principios de ejecución provenientes de los conservatorios más prestigiados del mundo que le otorgan cualidades que la hacen única y final, lo que no le da otra opción más que repetirse una y otra vez en un círculo de interpretación altamente restringido. La lectura clásica es limitadora porque al percibirla, al escucha se le condena a consumir una y otra vez las mismas ideas (Barthes, 1974: 15-16) (algunas de ellas con cualidades estéticas cuestionables), sin darle la opción de re-inventar sonidos y silencios en una red de equivocación cuyo material es infinitamente flexible y a la vez solamente posible dentro de un espacio finito, espacio al que llamaré el espacio de juego2 (Derrida, 2006). Finalmente, la lectura tradicional o clásica es limitadora porque se basa en la idea de lo correcto en lugar de lo posible. En contraste con la lectura tradicional, mi propuesta se enfoca en la interpretación musical en el espíritu de lo posible, de tal suerte que los signos plasmados en una partitura, en un manuscrito, e incluso en una ejecución oral o una improvisación, no son más que una apertura, un comienzo que sólo existe en su repetición, una manera de empezar 2 Inspirado en el concepto de juego (jeu) que Derrida desarrollara en su artículo “Structure, Sign and Play in the Discourse of the Human Sciences” (1978).
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indefinida, una forma de entrada o de acceso, un espacio, un hueco, un acto de apertura perenne que lleva a la re-presentación (es decir, a aquello que sólo puede presentarse re-presentándose) y que se pueden concebir como un sistema abierto que celebra la equivocidad y, hasta cierto punto, condena o al menos critica las premisas esencialistas de la lectura clásica. Al seguir esta manera de interpretar la música, uno ya no tiene que, ni debe, preocuparse mucho por la forma3, mas sí comprometerse con celebrar la fuerza que le precede y partir en la búsqueda de lo posible, liberado de toda restricción que nos impone la idea tradicional de identidad y con el más profundo deseo de descubrir modos de hacer música que han sido largamente ignorados por la lectura clásica. Antes de ahondar más en esta propuesta, es necesario introducir el concepto de pharmakon, que es utilizado por Derrida en su ensayo seminal “La farmacia de Platón” (1981). El concepto de pharmakon nos permitirá establecer que la condición de la posibilidad de existencia de ciertos sistemas de notación musical es la equivocidad que gobierna la relación entre expresión y contenido. Este pharmakon ocurre en tales sistemas de signos porque su significado parece exceder las restricciones impuestas por las nociones tradicionalmente aceptadas de contexto y autoría. Tales nociones existen porque las metodologías empleadas en la lectura clásica son de una naturaleza semiótica, es decir, se basan en la idea de que los signos en una partitura musical representan sonidos y silencios a través del tiempo, en lugar de considerar tales sistemas de signos como gobernados por procesos de composición (en el sentido más amplio de la palabra) abiertos. De ahí que escribiera, al inicio de este ensayo, que la música a través de los años ha querido ser representada de forma gráfica, y no es que la música en sí, para sobrevivir la fuerza creativa del compositor, improvisador, cantante folclórico, etc., dependa de esta transferencia de tecnologías de la escritura, lo cual pertenece al campo de lo semiótico, sino que aquéllos que escriben sobre la música y su 3 Como sugiere Antonin Artaud en su Prefacio a El teatro y su doble: “Si existe una cosa horrorosa y verdaderamente detestable en nuestro tiempo, es nuestro perder el tiempo con las formas, en lugar de ser como víctimas quemadas en la hoguera haciendo señas a través de las llamas” (Artaud, 1958: 13). La traducción es mía.
historia le han dado a la partitura, manuscrito o a cualquier otra forma de registrar sistemas de signos musicales, un estatus de dependencia, de tal modo que lo escrito —sobre un papel, pergamino o cualquier otro medio de registro— es una consecuencia histórica del fenómeno acústico, donde éste precede a aquél en el tiempo. Con el propósito de ilustrar mi propuesta, utilizaré un ejemplo que pertenece a uno de los géneros musicales occidentales más antiguos y del cual existe una vasta colección de manuscritos compilados en un espacio de tiempo de aproximadamente 800 años (de los cuales los primeros 600 pertenecen al periodo medieval europeo). El género en cuestión es conocido como canto gregoriano, o franco-romano. Aunque, de cierta forma, la gran mayoría de los sistemas de notación musical empleados en tales manuscritos están gobernados por procesos de composición abiertos, me limitaré a comentar sobre aquéllos que fueron escritos en los siglos X y XI, cuya escritura comúnmente se denomina adiastemática, debido a que no presenta información definida sobre la altura de los tonos de una melodía. Esta falta de definición4 es, precisamente, una de los fenómenos más interesantes en los estudios gregorianos, pues desde el punto de vista músico-historiológico, esto es visto como una imprecisión o inexactitud, y por lo tanto flaqueza, del sistema de signos, la cual debe ser complementada por la memoria del cantor (que guarda cientos de melodías, gestos musicales, cadencias y otras fórmulas) al momento de re-construir o re-componer una melodía en su forma más completa, ya sea para ejecutarla como parte de un ritual o para escribirla (o incluso corregirla) para su posterior uso o referencia, en lugar de entenderla como una indicación de que tales sistemas están abiertos a una serie de posibilidades que van más allá de las restricciones impuestas por los conceptos de autoría y contexto. Un ejemplo simple se puede ver en el gesto melódico representado por los signos llamados clivis y torculus de la notación utilizada por el famoso manuscrito de Laon 239 (1909) que data de principios 4 Que ya es comentada por autores medievales como John de Afflighem (Johannes Affligemensis, “Música”, disponible en: www. music.indiana.edu/tml/start.html [consultado el 29/11/2010]) y Hucbald (en Palisca, 1978)
Figura 1. Clivis cursiva en el manuscrito de Laon 239
del siglo X. La clivis (Figura 1) representa dos tonos en forma descendente, por ejemplo ‘Fa-Re’; y el torculus (Figura 2) tres tonos con el contorno melódico ascendente y descendente, por ejemplo ‘Do-Mi-Re’. En la forma cursiva (o ligada) de estos signos, la relación interválica o la estructuralidad de la estructura tonal ‘implantada’ en los signos es indefinida, lo cual, desde el punto de vista semiótico, les da la aparente cualidad de ser inexactos o imprecisos. Sin embargo, desde el punto de vista aquí propuesto y utilizando los conceptos de juego y pharmakon, esta aparente falta de definición representa una oportunidad para abrir el sistema y hacer que las posibilidades de permutación de tonos se expandan grandemente (de ahí los comentarios de John de Afflighem y Hucbald sobre el surgimiento de variantes entre los diferentes ejecutantes de esta música). Tales posibilidades sólo pueden existir debido al juego que existe dentro de las estructuras tonales y que tolera la presencia o ausencia (siendo una condición de éstas) de aquellos elementos melódicos que el espacio de juego permita. En un caso hipotético (Figura 3) las dos formas conjuntamente podrían representar el gesto melódico ‘Fa-Re-Do-Mi-Re’, característico del primer modo gregoriano. Utilizando los conceptos de pharmakon y juego, tales formas también podrían representar los gestos ‘Mi-Re-Do-Mi-Re’, ‘Fa-Mi-DoMi-Re’, ‘Fa-Re-Mi-Fa-Re’, ‘Mi-Re-Mi-Fa-Re’, etc. De manera similar, dadas las grandes limitaciones Figura 2. Torculus cursivo en el manuscrito de Laon 239
Patricia Hernández / De la serie Prófugos (en monotono) / Grafito y lápiz de color sobre papel / 21.5 x 30 cm
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Figura 3. Clivis y torculus de acuerdo al manuscrito Laon 239
de las teorías actuales que intentan explicar el ritmo en ciertas notaciones medievales, principalmente aquéllas propuestas por Eugène Cardine (1982), las posibilidades de expansión en los niveles del ritmo, ornamentación, articulación y dinámica son enormes, y su aplicación representa una oportunidad para ofrecer lecturas que pueden ir desde lo más conservador hasta lo más experimental. En este sentido los conceptos de pharmakon, de juego y espacio de juego nos ayudan a celebrar la equivocidad (y pluralidad) que está presente en la relación entre expresión y contenido del sistema de signos, y a entender la interpretación musical como una serie de posibilidades y no (necesariamente) como un conjunto de cánones en los que hay que creer religiosamente si uno quiere tener éxito en el mundo actual del arte musical. Las consecuencias de la teoría aquí propuesta desde un punto de vista práctico son extensas, y al mismo tiempo, fundamentales para el entendimiento de éste y otros géneros musicales. Es importante, sin embargo, preguntarse qué tan lejos puede uno ir con la experimentación. La respuesta no parece ser fácil ni simple; y si existiese tal, no representaría más que una limitante más en la búsqueda de lo posible en lugar de lo correcto. Tal vez lo más importante es no perder el sentido de responsabilidad en su connotación derridiana, que consiste en una cierta “experiencia y experimentación de la posibilidad de lo imposible” (Lucy, 2004: 107), de tal modo que nunca exista un final para esta responsabilidad5, pues ese final es algo que siempre será para mañana. Quizá la consecuencia más importante (o la más urgente) es aquélla que representa un reto para las audiencias actuales. Y no es que el público de hoy no esté acostumbrado a las ideas musicales de vanguardia presentes en las obras de numerosos compositores occidentales de los siglos XX y XXI, sino que no es (necesariamente) lo mismo (¿o quizá sí?) escuchar una obra de John Cage o de Morton Feldman —creadas dentro de un marco estilístico suficientemente 5 Aquí me refiero al compromiso con el rigor académico y práctico, a la continua evaluación de resultados en un acto de cuestionamiento perenne, de tal forma que no confundamos el juego con el “juego libre” o el “todo se vale” que son característicos de las interpretaciones confundidas que ciertos críticos norteamericanos han hecho de las teorías de Derrida.
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flexible— a escuchar un canto gregoriano medieval a seis voces (donde tradicionalmente existe una sola melodía), en el que al mismo tiempo tres cantantes ejecutan diferentes secciones de un canto en un modo6 específico, otro canta una sección diferente del canto en el mismo modo pero transpuesto un tono más abajo, y los otros dos recitan en voz alta partes del texto cantado, utilizando inflexiones vocales que exploran un rango amplio de altura, dinámica y timbre. Algunos considerarían esto como herejía, como una falta de respeto a la tradición milenaria de uno de los tesoros (al parecer) más preciados de la iglesia católica, tesoro que poco a poco ha sido terriblemente olvidado y casi desterrado de los diferentes rituales de la liturgia católica; mientras que otros dirían que tal ejecución representa una forma fascinante y vanguardista de interpretar la música, en la que las viejas ideas estilísticas del canto llano, vacías de toda sensualidad humana, parecen extinguirse y abrirle paso a lo que algunos se refieren como la “erotización del canto gregoriano”. Otros dirán que tales sonidos equivalen a lo que el organum medieval y ciertas formas de composición que se desarrollaron sobre la base del canto gregoriano representaron en la edad media7: un paso más en la constante reinterpretación de un sistema musical sin límites. 6 Término que se refiere a la tonalidad de la obra. 7 Estas descripciones fueron hechas por miembros de un público especialista que asistió a dos conciertos que ofrecí en Irlanda dirigiendo el ensamble Hibernia con el que he experimentado diferentes formas de interpretación de la música medieval, formado por alumnas de la licenciatura en voz y danza (BA Voice and Dance), y ex-alumnas de la maestría en canto gregoriano y música ritual (MA Ritual Chant and Song) de la Irish World Academy of Music and Dance, en la Universidad de Limerick, durante el Galway Early Music Festival, celebrado en Galway City en mayo de 2010; y el concierto “Songs for An Age of Sorrow” presentado en la iglesia del monasterio de Glenstal, en Murroe, Co. Limerick, en noviembre de 2010.
Muchas son las posibilidades que abre esta nueva lectura, posibilidades que nacen de la celebración de la equivocidad del lenguaje musical en todas sus formas, semejante a la que existe en las obras Ulysses y Finnegan’s Wake de James Joyce y que Derrida describirá como “el más grande intento de juntar en una sola obra, esto es, en la singularidad de una obra que es irremplazable, en un evento singular…la supuesta totalidad, no sólo de una cultura, sino de un número de culturas, un número de lenguajes, literaturas, y religiones” (en Caputo, 1997: 185); posibilidades que nos liberan de toda restricción impuesta por los conceptos de estilo, género y época; aquéllas que nos llenan del más profundo deseo de descubrir lo ajeno en un círculo en el que lo desconocido no es más que lo familiar visto desde dentro, y que nos impulsan a llenar nuestra humanidad de sonido y silencio a través del tiempo, en lo más íntimo de la letra y lo más atrevido del espíritu
Bibliografía Artaud, Antonin (1958). The Theater and Its Double. New York: Grove Press. Barthes, Roland (1974). S/Z. New York: Hill and Wang. Caputo, John D. (1997). Deconstruction in a Nutshell: A Conversation with Jacques Derrida. New York: Fordham University Press. Cardine, Eugène (1982). Gregorian Semiology. Sable-sur-Sarthe: Solesmes. Derrida, Jacques (2006). “Force and Signification”, en Writing and Difference. London / New York: Routledge. Derrida, Jacques (1978). “Structure, Sign and Play in the Discourse of the Human Sciences”, en Writing and Difference. London / New York: Routledge. Derrida, Jacques (1981). “Plato’s Pharmacy”, en Dissemination. London / New York: Continuum. Krims, Adam (1998). “Disciplining Deconstruction (For Music Analysis)”, en 19th-Century Music, Vol. 21, No. 3. Lucy, Niall (2004). A Derrida Dictionary. Oxford: Blackwell. Paléographie Musicale 10 (1909). Antiphonale missarum Sancti Gregorii, IXe-Xe siècle: Codex 239 de la Bibliothèque de Laon. Solesmes: Sable-sur-Sarthe. Palisca, Claude V. (ed.) (1978). Hucbald, Guido and John on Music: Three Medieval Treatises. New Haven.
Patricia Hernández / De la serie Bestiario de alacena (detalle) / Acuarela / 30 x 20 cm
Algunos considerarían esto como herejía, como una falta de respeto a la tradición milenaria de uno de los tesoros (al parecer) más preciados de la iglesia católica, tesoro que poco a poco ha sido terriblemente olvidado y casi desterrado de los diferentes rituales de la liturgia católica
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DDDavid Josué Zambrano de León
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Al hablar del término mazurka, danza impregnada de folclor polaco que fue internacionalizada en el siglo XIX por el gran pianista y compositor Federico Chopin, y de su aparición y fusión dentro de la música mexicana de la época porfiriana como expresión propia de una sociedad con una identidad derivada de la convergencia de culturas de variada procedencia, es necesario reflexionar sobre los personajes y las circunstancias en las que la adopción de esta danza tuvo lugar. Tal como sigue sucediendo en ciertos sectores de la sociedad en la actualidad (Prado Aragonés et. al., 2003), el gusto de la época estaba muy de acuerdo con la música culta europea, la cual tenía su ideal en el romanticismo y se encontraba condicionada por la burguesía.
F
ederico Chopin y Felipe Villanueva presentan paralelismos y convergencias dignas de mención. Primero debemos decir que Chopin, polaco de nacimiento pero universal por derecho propio, y cuya obra expresa una sucesión casi ilimitada de los estados del alma que van del poético, bucólico, tierno, reflexivo y marcial al severo, tempestuoso, apasionado y exuberante, redundando en una total y genial originalidad, atrajo a gran cantidad de seguidores, debido a su estilo de interpretación, más adecuado al salón que a la sala de conciertos. Los lugares en los que gustaba presentarse eran las veladas o soirées que se ofrecían en los salones de la aristocracia, en una atmósfera intimista con una pequeña y singular audiencia, no ávida de virtuosismo, sino especialmente culta, sensible y afín a sus intereses. Este público estaba compuesto en buena parte por artistas, entre ellos el pintor Eugène Delacroix y el músico Franz Liszt, con quienes entabló una gran amistad, además de otros miembros de la élite parisina. También mantuvo amistad con Héctor Berlioz y conoció al célebre compositor de ópera Vincenzo Bellini, que llegaría a ser un amigo muy entrañable. Su perfección técnica, su refinamiento estilístico y su elaboración armónica han sido comparadas históricamente con las de Bach, Mozart y Beethoven por su perdurable influencia en la música de tiempos posteriores (Zambrano de León, 2010).
En sus mazurkas, Chopin crea un folklore imaginario en el que emplea recursos exóticos, como los bordados de quinta y la cuarta aumentada, perteneciente a la escala modal tradicional de su país. A lo largo de su vida escribió cerca de sesenta mazurkas, en las que muestra distintos estados de ánimo y que asimismo utiliza como vehículo para reafirmar distintas soluciones a problemas composicionales. En conjunto, representan un microcosmos musical de carácter introspectivo, que nos permite apreciar la originalidad del genio de Chopin, que radica en la extraña síntesis entre dos tendencias paradójicas: fue al mismo tiempo un compositor soñador y realista. Fue quizás el único compositor que influenció a creadores musicales mexicanos en la composición de mazurkas y nocturnos, entre quienes podemos contar, además de Felipe Villanueva, a Ricardo Castro y Manuel M. Ponce, quien recibió la herencia de este género a través de la obra de Villanueva. Villanueva, al igual que el compositor polaco, logra en sus composiciones un refinamiento armónico y rítmico, un gran dominio de la melodía y una clara voluntad de estilo que lo sitúan en un lugar preponderante con respecto a sus contemporáneos. Fue visto como un talento extraordinario (Velázquez, 1996), quien usaba la obra de Bach y Chopin al enseñar y quien encontró en la forma pequeña, breve, la oportunidad para crear piezas de gran inspiración y de indiscutible sello personal que, de acuerdo con Cásares Rodicio (2002), nos permiten percibir una conciencia en el ejercicio de la composición, revelando una capacidad de reflexión y autocrítica superiores. Cultivó el género de la ópera italiana, que tuvo mucha resonancia en las composiciones mexicanas del siglo XIX, y especialmente el de la música de salón, logrando seleccionar a los mejores maestros: Chopin y Liszt, sobre todo. Si seguimos en la línea de composiciones que influenciaron la música mexicana para piano de esa época, en particular la de Villanueva, podemos afirmar que también la música de teatro
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francesa, la opereta para ser precisos, permeó las obras escritas en México, dejando en ellas un cierto perfume francés. No podemos olvidar que en la época porfirista existía una tendencia muy marcada hacia las modas y costumbres parisinas, siendo que en décadas anteriores, al menos en lo relacionado con la música, Italia había ejercido gran influencia en los compositores mexicanos. Como lo hizo Chopin, Villanueva mantuvo gran amistad con artistas, entre ellos Gustavo Campa, Ricardo Castro, Juan Hernández Acevedo y Pablo Castellanos de León, quienes además compartían su gusto por el arte, la cultura y la música francesas, temas que comentaban en sus reuniones nocturnas en las cuales, quizás, interpretaban sus composiciones en un ambiente íntimo similar al que Chopin buscaba para sus soirées. En Villanueva la influencia de Chopin es evidente en su producción de mazurcas. Las primeras tres y su “Minuetto” constituyen cuatro de las obras mexicanas más importantes del siglo XIX (Cásares Rodicio, 2002). Podemos suponer que sus mazurkas, publicadas por A. Wagner y Levien con los números 1, 2 y 3, Op. 20, 25 y 27, respectivamente, estaban destinadas a conformar una suite, dado que en su primera edición contaban con un diseño de portada similar. Existen además otras tres conocidas como “mazurkas de salón”: “En el baile”, “Sueño dorado” y “Ebelia”. Todas ellas comprueban su admirable invención melódica y mayor sofisticación armónica y demuestran que fueron de gran influencia en la obra de compositores mexicanos posteriores, como Manuel M. Ponce1. Refiriéndonos nuevamente a las circunstancias de adopción de un género europeo, podemos suponer que la mazurka llegó a México proveniente de Europa, no como una estilizada expresión bailable convertida en diversas y refinadas piezas para piano, obras en su mayoría del genial Chopin, sino como parte de los espectáculos de las compañías de teatro y ópera del viejo continente, que las usaban como intermezzos 1 Considero su Tercera mazurka Op. 27 en Re bemol mayor, como una de mis obras favoritas, quizás porque, de acuerdo con Lavignac, su vínculo con la tonalidad de re mayor le confiere una expresión serena, brillante y alegre, o debido a que su inventiva melódica de valores rítmicos irregulares me resulta evocadora de la obra de Chopin, por un lado y, por otro, de atmósferas tranquilas que me recuerdan escenas familiares.
en sus funciones, entre otras cosas. Así pues, durante dos tercios del siglo XIX y hasta bien entrado el XX, compositores mexicanos como Tomás León, Melesio Morales, Julio Ituarte, Ernesto Elorduy, Luis Jordá, Alfredo Carrasco, además de los ya mencionados, desarrollaron la composición de este género, llegando a tener hasta veinte composiciones, como es el caso del maestro Ponce, quien sin duda alguna conocía bien el resto de las creaciones de Villanueva, incluidas sus Danzas humorísticas, consideradas en conjunto con Ecos de México de Julio Ituarte, las primeras obras nacionalistas. El gusto de Ponce por la obra de su antecesor es tal que, en su colección de 20 piezas infantiles para piano, le dedica una de ellas y la llama “Homenaje a Villanueva (sobre su Tercera mazurka)”. El papel de este género musical como medio de expresión, de transmisión de emociones y de formación de una idea del mundo queda claro cuando descubrimos que la ejecución de este trozo musical, que había iniciado su andar en los espacios públicos, pasó a tener efecto en la intimidad del hogar, en las tertulias durante las cuales los miembros de la clase acomodada lo interpretaban al piano para entretener a sus invitados y bailarlo en alternancia con valses, polkas y habaneras. El baile fue la vía para pasar de escuchar a vivir, a sentir la música. No cabe duda que se trataba de una práctica comunicativa y expresiva fundamental que pasó de un ámbito público a ser casi exclusiva de una clase social favorecida, que veía al hogar como el primer lugar de agrupamiento social de su vida cotidiana, y en el que resultaba sencillo mantener ciertas reglas y normas de comportamiento. Dado que un rasgo de identidad es todo aquello que ayuda a mantener la propia personalidad y que nos hace sentir identificados con otros individuos semejantes, los asistentes a estas tertulias buscaron expresarse además por medio de la ropa que usaban exaltando su narcisismo a través de la corporalidad, para ser vistos por los demás. La música “como actividad simbólica que es, ha de ser vivida y experimentada socialmente para que se puedan verificar su realidad, su eficacia y su poder comunicativo” (Hormigos Ruiz, 2003). Así, en estas reuniones vemos el valor de la mazurka como un instrumento de socialización (Oriol y Parra, 1979) que permitía la interacción de individuos en la búsqueda de una
identidad, construida a expensas de influencias europeas, la polaca, en el caso de la pieza de música, y la francesa, en el de la propia reunión de señoritas de sociedad y su gusto por vestir a la moda. Lo que podemos tomar por cierto es que las mazurkas de Villanueva, quien quizás encontró en las características rítmicas y melódicas de este exótico género una fuente de riqueza y punto de partida para la creación de obras introspectivas y danzísticas a la vez, permanecen en el gusto de quienes las escuchan e interpretan, dada su belleza y su fuerte capacidad para contactarnos con nuestras emociones y sentimientos, además que después de escucharlas, podemos responder a su encantadora influencia. Dicho esto, el género mazurka como fenómeno musical no nos debe interesar sólo como cultura, en el sentido más restringido de patrimonio, sino también como elemento dinámico que participa en la vida social de la persona, y al mismo tiempo la configura (Martí, 2000). La música es un hecho social (Megías y Rodríguez, 2002). En la época porfirista así era y se consideraba la labor del compositor, del intérprete y del oyente como fundamental para su supervivencia. Si nos referimos al instrumento característico que definió a la sociedad de la segunda mitad del siglo XIX, indudablemente se trató del piano. Este instrumento, que se convirtió en el consentido de la aristocracia y que encontró en cada casa una morada definitiva, fue en el que se interpretaron obras como las mazurkas de Villanueva, quizás influidas por las de Chopin, pero que al ser creaciones de un mexicano adquirieron una identidad propia, fruto de los propios condicionantes y puntos de partida de su autor, como creador, y de sus ejecutantes, quienes como intérpretes establecieron una relación única con la obra y completaron las intenciones de la misma hacia la socialización. No está de más decir que, en el complejo proceso de producción y reproducción musical, cada oyente percibe y entiende la obra de distinta forma.
Podemos concluir diciendo que la mazurka como hecho social logró contribuir al proceso identitario de la sociedad decimonónica porfirista dadas sus similitudes en cuanto a lo que gustaban escuchar y cómo gustaban escucharlo, llegando a encontrar un lugar dentro de una fracción de la sociedad aristócrata desde el cual extenderse en todas direcciones, hasta convertirse en un elemento dinámico que nos permite percibir una época pasada y conformar nuestro pensar y sentir actual como mexicanos, desde una perspectiva histórico-musical
Referencias Campos, R. M. (1930). El folklore musical de las ciudades. México: Publicaciones de la Secretaría de Educación Pública. Talleres Gráficos de la Nación. Cásares Rodicio, E. (2002). Diccionario de la música española e hispanoamericana. Madrid: Sociedad General de Autores y Editores. Hormigos Ruiz, J. (2003). Música y sociedad. Análisis sociológico de la cultura musical de la posmodernidad. Madrid: Datautor. Martí, J. (2000). Más allá del arte. La música como generadora de realidades sociales. Barcelona: Deriva. Megías, I. y Rodríguez, E. (2002). Jóvenes entre sonidos: Hábitos, gustos y referentes musicales. Madrid: INJUVE. Oriol, N. y Parra, J.M. (1979). La expresión musical en la educación básica. Madrid: Editorial Alpuerto. Orta Velázquez, G. (1996). Breve historia de la música de México. México: Instituto Politécnico Nacional. Prado Aragonés, J. Pérez Rodríguez, M. A. y Galloso Camacho, M. V. (2003). La galaxia digital. Lenguaje y cultura sin fronteras en la era de la globalización. Valencia, España: Grupo Editorial Universitario. Zambrano de León, D. J. (2010). “Chopin, compositor realista y soñador”, en Vida Universitaria. Periódico de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Año 14. Número 230. (15 de febrero de 2010). México: UANL.
Patricia Hernández / De la serie Bestiario de alacena (detalle) / Acuarela / 30 x 20 cm
Andar a la redonda
Patricia Hernández / Peces errantes (detalle) / Tinta sobre papel / 20 x 13 cm
toboso
A l a l e t r Un día en la
vida de la dueña del
Hotel Poe
En la recepción de la Embajada de Tal en México, me tocó sentarme en la misma mesa y enfrente de un científico Premio Nobel extranjero. Vi cómo se hurgaba entre los dientes con un trozo de la tarjeta con su nombre. Ni siquiera cubría con la otra mano el espectáculo que daba. Me dio asco. Miré para otro lado. DDBárbara Jacobs
Q
uise hacer las paces con una editora con la que, después de años de buen trato, tuve malentendidos. Le comenté que le sentaba el nuevo color de pelo. Mientras estuvimos en buenos términos, comimos juntas varias veces en un restaurante al que yo llamo Cosa Nostra. “¿Sigues operando en Cosa Nostra?”, le pregunté. Ella sonrió, atendiendo, como yo esperaba, más a mi gesto de darnos la mano que al nombre que yo daba al lugar en el que en el pasado solíamos encontrarnos. Pero un escritor a su izquierda soltó una risa crítica dirigida a mí, y con un tono enfocado a que los otros creyeran que protegía, no que ridiculizaba, a una amiga y colega que acababa de
cometer un faux pas, inclinándose un poco sobre la mesa, me corrigió, “Ay, querida, no; cosa nostra es la mafia”, dijo, convencido de que yo no sabía lo que estaba diciendo, a la vez que echaba una rápida mirada a su alrededor, deseoso de cerciorarse de que los demás hubieran tomado nota de la gentileza de su gesto. Y para aprovechar que contaba con nuestra atención, redondeó sus buenos oficios con no sé qué modismo en inglés, que pronunció mal pero que todos celebramos. No sé qué me contuvo de alzar la mano y corregirlo. Las buenas maneras pueden ser armas de dos filos. La señora a la derecha de W. era la única desconocida para el resto de nosotros, en todo caso,
no la identificábamos entre los artistas y los intelectuales que conformamos esa mesa de diez. Se había mantenido en silencio, quizá procurando encontrar en su memoria alguna anécdota con la que estar a la altura y poder participar en la conversación, algo que nos pudiera interesar a los demás. Se presentó como Adela D., encargada de negocios de otra embajada, y nos contó que había leído, no recordaba bien dónde, que “cuando James Joyce —dijo el nombre completo— daba clases de inglés en Italia —no precisó que en Trieste—, una alumna, que era una burguesa —pronunció con tono indeciso, mirando a izquierda y derecha, tanteando si dar a la
designación un tono de orgullo o de desprecio—, lo había despedido, porque consideraba de muy mala educación que, al terminar la clase, él bajara la escalera deslizándose por el pasamanos”, logro de intervención que, condescendientes, le festejamos ampliamente. Me di cuenta de que el único que ni proponía ni comentaba ningún tema era el científico Premio Nobel, absorto enteramente en su higiene bucal. Por el contrario, el escritor a la izquierda de la editora tomaba la palabra sin pausa, lo que, aparte de entretenernos, a los otros nos permitía comer o divagar, cada uno en sus propios asuntos, o comentando la plática general con quien tuviera al lado. Y así habría llegado la hora de despedirnos de no haber sido porque, no recuerdo quién ni en relación con qué, mencionó a Pierre Loti. “¿Pierre Loti?”, repitió la encargada de negocios, que para entonces se sentía lo suficientemente integrada al grupo para admitir sin rubor que ignoraba quién era Pierre Loti. “Un escritor francés”, le contestamos varios, mientras alguno lo situó a finales del siglo XIX y otro lo calificó también de marino y miembro de la Academia Francesa. A mí me sonaba el nombre, pero no recordaba el título de ninguno de sus libros, ni tampoco ningún detalle de su vida que para mí lo hiciera memorable. En silencio lamentaba mi mala memoria, cuando el escritor que pronunciaba mal el inglés pero que conocía mejor que yo el significado de cosa nostra nos informó que Loti se había batido en duelo con Proust. Mientras ante el asombro de los oyentes él se
Patricia Hernández / Peces errantes (detalle en monotono) / Tinta sobre papel / 20 x 13 cm
toboso
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lucía al abundar sobre el asunto, yo trataba de recordar el duelo en el que se había visto envuelto Proust, dato que me impresionó desde que lo conocí por primera vez y que, en adelante, gocé al reencontrarlo en biografías, anecdotarios y memorias aquí y allá. Pero en el momento en que habría podido enriquecer la charla de mi mesa al aportar algo especial acerca del duelo de Proust, en la cabeza no tenía más que bruma. Sabía muy bien que Proust se había batido en duelo, pero no con quién ni por qué. Cuando la reunión empezaba a darse por terminada, y todos por fin nos mezclábamos con los de las otras mesas y nos despedíamos, a la vez que W. saludaba a Manuel, el único otro escultor entre los invitados, yo me crucé con Sandra T., esposa en segundas nupcias del economista Tomás O., italiano, también divorciado y vuelto a casar. Sandra es de las señoras más guapas y seguras de sí mismas que conozco. Me lleva casi veinte años y camina con más determinación que yo. Siempre se ve luminosa. Una vez me confió el secreto: “Ponte frente al espejo y acércate a la cara una pieza de la ropa que creas que debes o quieres ponerte, y si ves que el color te enciende, elígela para vestirte. Si no, haz la prueba con otra de otro color”. Sin alteración visible, se quejó del departamento de protocolo de la embajada. “En la tarjeta en mi lugar en la mesa, en vez de mi nombre pusieron el de la ex esposa de Tomás.” “¿Y qué hiciste?”, le pregunté, deseosa de saber cómo había enfrentado ella algo que, cuando en el pasado llegó a sucederme a mí, me alteró tanto
que no supe encararlo, aunque, cuando ha llegado a sucederme en el presente, y sigo sin saber qué hacer, ahora sólo me haga sonreír. “Hice trizas la tarjeta y me senté en mi lugar.” La felicité. Me pareció toda una toma de posesión. En lo que Sandra y yo sosteníamos este diálogo impresionista, se acercó Tomás y, sin percibir o indiferente a que nos interrumpía, le habló a su esposa al oído. El gesto fue tan abrupto que era obvio que el contenido que lo causaba implicaba reserva y urgencia. La confidencia del matrimonio tardó más de lo que habría sido normal, sobre todo al haberse tenido que dar en las circunstancias en que se daba. Cuando concluyó, pensé que Tomás se disculparía conmigo y que, una vez que nos dejara solas, como nos encontró al interrumpirnos, Sandra me confiaría la información. Pero mis dos suposiciones exculpatorias, digamos, fallaron. Ni Tomás se disculpó, ni Sandra me explicó de qué se había tratado su doble falta de tacto conmigo. Al regresar a casa (que a veces es aquí, en el hotel), me cambié los zapatos de calle bajos por un par de zapatillas, también bajas. Haberme visto con tanta gente me dejó intranquila. Con un puñado de pistaches, que fui abriendo sobre un platito y que fui masticando, apoyada con los codos sobre el barandal, estuve un buen rato en la terraza, apenas cuatro pisos arriba del nivel de la calle, mi punto de vigía, donde me vuelvo pájaro que canta Si tuviera alas... Como W. estaría en el taller hasta que oscureciera, mientras lo esperaba me puse a buscar los datos del duelo de Proust tanto en la biografía de
Painter como en la de Ghislain de Diesbach, en la que me fue más fácil encontrarlos. Calculé que me daba tiempo antes de preparar la cena (a veces no la pido al chef, a veces me da por cocinar y me preparo). Como recordaba, Proust se batió en duelo, pero no con Pierre Loti; para nada con Pierre Loti, sino que fue con Jean Lorrain. Y con pistola, no con espada. Se debió a que Lorrain, crítico, había insultado a Proust por escrito. Y Proust había determinado defender su honor. Ninguno de los dos había albergado la intención de eliminar del todo al otro, así que dispararon una sola vez y a una distancia de veinticinco pasos el uno del otro, ante sus padrinos y algunos amigos, en la torre de Villebon, en el bosque de Meudon, junto a una casa del siglo XVIII que en otros tiempos perteneció a la familia de Víctor Hugo. El duelo tuvo lugar a mediodía, aun cuando la tradición fuera llevar a cabo estos asuntos al despuntar el alba, para despistar a la policía. Proust leía y admiraba a Loti, que era veinte años mayor que él y que murió un año después que Proust. Proust le envió su primer libro, Les plaisirs et les jours, al que sin embargo Loti no llegó ni siquiera a cortarle las páginas. Se trataba de la misma obra que Lorrain despreció, y cuya crítica ocasionó que Proust lo retara a duelo. Pierre Loti fue el seudónimo que usó Julien Viaud; loti en tahitiano significa rosa en español
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L e t r a s a l m a r g e n
¿
Por qué el reconocimiento a un escritor —que ni siquiera es mexicano— fue capaz de llenar de orgullo y alegría a un país como el nuestro? Se me ocurren algunas razones. En primer lugar, si bien Mario Vargas Llosa es originario del Perú, desde hace décadas mantiene una relación estrecha con México. Su presencia aquí es constante, y tanto entre los lectores de libros como entre quienes sólo leen periódicos su nombre es referencia. En cuanto a los primeros, me atrevería a decir que, junto con Gabriel García Márquez (y tal vez Octavio Paz y José Emilio Pacheco), se trata de un autor al que han leído incluso aquéllos que nomás cuentan con cuatro o cinco títulos en su biblioteca personal. Y quienes se nutren con los diarios siempre comentan sus artículos sobre política internacional, o sobre la situación de tal o cual
país específico. Además su rostro es conocido por muchos gracias a sus apariciones en televisión, y casi todo mundo recuerda que él fue quien calificó a las siete décadas de gobierno priísta en México como “la dictadura perfecta”. Es, pues, uno de nosotros, aunque no sea mexicano. Entre los lectores asiduos, por otra parte, no son pocos los que conocen sus novelas desde que se iniciaron en el ejercicio de la lectura. En lo que respecta a quien esto escribe, él fue uno de los primeros narradores que leí, y desde el principio supe que su obra me acompañaría toda la vida. Como tantos, inicié en la preparatoria con Los cachorros, novela corta que se ajusta perfecto al universo del lector joven, tanto por su extensión como por su argumento, sin dejar de lado que las técnicas que Vargas Llosa despliega en estas páginas son una excelente introducción, para
quien no las conoce, a las maneras contemporáneas de narrar. De Los cachorros a La ciudad y los perros el paso resulta tan natural que uno podría pensar que ambos relatos fueron concebidos al mismo tiempo: las dos reflejan el agitado mundo de la adolescencia (aunque la primera inicie desde la infancia y concluya en la madurez de los personajes) con dura fidelidad y ninguna complacencia, lo que los lectores neófitos saben agradecer con la fidelidad a su autor. Y, de ahí, entrar a un relato como La tía Julia y el escribidor termina de aficionarnos a leer la obra de un hombre que ha sabido plasmar en sus novelas cada una de las edades del ser humano, con sus respectivas problemáticas y desde diversas perspectivas. Aunque confieso que no lo he leído completo. No suelo hacerlo con mis autores favoritos: acostumbro siempre dejar varios de sus libros
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DDEduardo Antonio Parra
para después, con el fin de volver a ellos en esas temporadas en las que “no hay nada bueno que leer”. Como escritor, debo asentar que Mario Vargas Llosa es uno de los principales maestros que se pueden tener en el oficio. Su manejo de la tensión, su manera de captar el interés de los lectores desde las primeras líneas es insuperable; para comprobarlo basta con recordar los diálogos con que inicia La ciudad y los perros, o la magnífica descripción de la selva peruana en los párrafos que inauguran La casa verde. Internarse en sus relatos es recibir un curso intensivo de ritmo y aliento literarios, de caracterización de los personajes con trazos mínimos, de estructuras novelísticas, de técnicas eficaces y económicas, y de puntos de vista narrativos. Quien quiera aprender cómo se aplican las estrategias con eficiencia y profundidad, debe leer y releer todas las veces que pueda Conversación en la Catedral, por ejemplo. Por si fuera poco, además, el Vargas Llosa ensayista siempre está enseñándonos cómo leer, desde la publicación de su Orgía perpetua sobre Flaubert y Madame Bobary, pasando por la Historia de un deicidio sobre García Márquez, hasta su reciente ensayo sobre la obra de Juan Carlos Onetti. Pero quizá la razón más importante del regocijo general que provocó el premio Nobel 2010 sea que, al ser concedido a Mario Vargas Llosa, se convirtió en un homenaje a la lengua española. Y no es para menos. Después de haber sido ninguneado por los
académicos de Estocolmo durante dos décadas, nuestro idioma logró convencerlos de nuevo de que es cuna y ámbito de grandes escritores que no sólo han puesto sus respectivos países y regiones en el mapa de la literatura universal, sino que han contribuido a la evolución de esa misma literatura con la originalidad de sus palabras y la ingeniería interna de sus relatos. Por eso los mexicanos celebramos el reconocimiento tanto o más que los peruanos: como la lengua nos hermana, sentimos que el galardón de Vargas Llosa nos pertenece también. ¿Habrá intuido esto la gente de la calle —incluso la que nunca en su vida ha abierto un libro— cuando se dio a conocer el premio? Si no todos, pienso que la mayoría sí lo hizo, y por lo menos por un momento, por unos días, se enorgullecieron de utilizar este instrumento intangible, heredado de sus padres, que sin que lo advirtamos de modo consciente nos significa como raza, como nación y como cultura: la lengua. El taxista que me anunció el logro de Vargas Llosa, por ejemplo, no tenía traza de lector, a pesar de que un tabloide descansaba en el interior de su auto junto a la palanca del freno de mano. Tampoco lucía como alguien que supiera quién es en realidad Mario Vargas Llosa. Y sin embargo su orgullo era genuino, en su rostro se leía una satisfacción inobjetable. Tanto, que al llegar a mi casa y bajarme del taxi no se podía distinguir quién estaba
más contento, si él —que quizá nunca ha leído nada del autor— o yo —que llevo leyéndolo toda la vida. Pocos días más tarde, en una conversación con el escritor Hugo Valdés, ambos volvimos al tema y concluimos que desde hacía muchos años la decisión de la Academia Sueca no nos dejaba tan conformes como ahora. Repasamos las obras del autor, mencionando la experiencia de su lectura, las virtudes y enseñanzas de cada una. De pronto, Hugo comenzó a desmenuzar una de las novelas de Vargas Llosa que yo no había leído, y señaló algunas de sus aportaciones técnicas. Se trata de Lituma en los andes. Conforme las enumeraba, a mí se me generaba una urgencia de salir a comprarla para internarme de inmediato en sus páginas, pero como era de noche tuve que aguardar hasta el otro día. Hoy, después de haber concluido su lectura, sólo puedo reafirmar que, además de ser un cálido compañero de viaje, el gran escritor peruano es un maestro insustituible para quienes tenemos la literatura por oficio: la estructura, las estrategias, el tema y su desarrollo, el lenguaje y la construcción de los personajes de esta novela son al mismo tiempo una novedad y un terreno conocido, un descubrimiento y un retorno al ámbito familiar, un pasó más allá y otro hacia el centro de uno mismo… ¿Habría que esperar otra razón para celebrar con alegría sincera y envidia de la buena este premio Nobel?
DDJosé Juan Zapata Pacheco
Patricia Hernández / Tisana / Acrílico sobre papel / 40 x 40 cm
El
Chanate: el grabado en vuelo
de artes y espejismos
UNO // Al caer la tarde, numerosas parvadas de aves
comienzan a poblar los árboles de la Alameda Zaragoza y de la calzada Colón de Torreón, Coahuila. El concierto de cantos y graznidos se extiende al caer el sol, y buena parte de ellos proviene de una de las aves más comunes del país, el Quiscalus mexicanus, conocido en numerosas regiones como “zanate”, que en estas norteñas tierras viene a ser “chanate”. Palabra tan lagunera como los “moyotes” (zancudos) o los “asqueles” (hormigas pequeñas).
H
ay un aguafuerte de Román Eguía que muestra con detalle a estas aves peculiares. Forma esbelta, plumaje oscuro, cola tan larga como su propio cuerpo, ojos vivaces. El lagunerísimo “chanate” sirvió como inspiración para nombrar uno de los talleres de gráfica más importantes del norte de México. Nada más natural que su fundación. En una visita a la Universidad Iberoamericana Laguna para impartir un curso, el maestro Arturo Rivera propuso al Instituto Coahuilense de Cultura (Icocult) la creación de un taller de grabado como una forma de convocar a los artistas para aprender e intercambiar ideas en un mismo sitio. El proyecto fue apoyado por la institución y al frente quedó uno de los alumnos más aventajados de Rivera, Miguel Canseco. Nacido en la ciudad de México en 1975, llegó a tierras del norte para echar a andar El Chanate en noviembre de 2001. Su primera sede fue uno de los cuartos de la casona ubicada en Juárez y Colón, en el centro de la ciudad de Torreón, donde también se encontraban las oficinas del Icocult Laguna. Desde el primer momento hubo gran interés por parte de los artistas. Jóvenes como Román Eguía, Patricia Hernández, Teresa Hernández o Cristina Treviño fueron algunos de sus primeros talleristas. El resto de la historia del taller ha sido sólo producto del trabajo y la evolución.
“El grabado, por su naturaleza, es un técnica que implica trabajo en equipo, además de que por siglos ha sido un vehículo ideal para que los artistas se expresen”, explica Canseco en entrevista. “Está, digamos, en un punto medio entre la disciplina, la tradición y la invención. Por eso la idea de un taller de grabado en Torreón, para propiciar el encuentro y aprendizaje entre los artistas, comenzando un proceso de crítica mutua que lleve a la profesionalización de su trabajo”. DOS // Por el Taller de El Chanate ha desfilado buena parte de los creadores visuales de Torreón. Ante la carencia de una universidad que ofrezca una carrera del tipo de Artes Visuales en La Laguna (en realidad, ante la carencia de cualquier carrera de humanidades), el taller ha venido a llenar un poco ese vacío, no sólo con el movimiento del tórculo, sino con conversaciones de arte, con el compañerismo, con el ambiente de convivencia que se genera en este espacio. En efecto, en el taller han trabajado desde creadores cuya técnica es eminentemente la pintura, como es el caso de Gustavo Montes y Marcela López, hasta fotógrafos como Jesús Flores Valenciano, e incluso productores de instalación, performance y nuevos medios, como José Jiménez Ortiz. Todos ellos diestros en la técnica de grabar. Destacan dibujantes como José “Pepe” Valdés, quien con su trazo juguetón, retorcido y elaborado ha
de artes y espejismos
ilustrado por igual escenas de la ciudad de Torreón, ex votos y retablos contemporáneos, así como la portada e interiores del disco Turbulencia, del grupo de jazz Los Dorados. Otro de los elementos claves del taller es Eduardo “Guayo” Valenzuela, quien ha trabajado como caricaturista en importantes medios de la localidad, como la Revista de Coahuila y El Siglo de Torreón. Guayo es dueño de una técnica poderosa y profunda. Fruto de su trabajo religioso y social con grupos de cholos en La Laguna ha sido la serie A la brava ese, en la que, con el trazo agresivo que lo caracteriza, los jóvenes de la calle adquieren una dignidad y una visibilidad en medio de alegorías espirituales. A la brava ese obtuvo el primer lugar en el Salón de la Gráfica y Originales Sobre Papel de la galería Arte, A. C. de Monterrey, Nuevo León, en el 2004. En efecto, este concurso representó un parte aguas en el trabajo del taller, ya que los tres lugares y una mención honorífica recayeron en miembros de El Chanate. El segundo lugar fue para Román Eguía con Piso, mientras que el tercero fue para Patricia Hernández con Alfabeto. Cristina Treviño recibió una mención con Tensión suspendida. Los grabadores de Torreón tomaban una de las galerías más tradicionales de Monterrey por asalto. TRES // La estampa en México cuenta con una historia destacada y apasionante. Nombres como los de José Guadalupe Posada, Julio Ruelas, Leopoldo Méndez y José Clemente Orozco se unen a los actuales de Francisco Toledo, José Luis Cuevas, Nunik Sauret, José Fors, Carla Ripley y Pablo Rulfo, muchos de los cuales han sido maestros invitados en El Chanate. Se podrían mencionar como centros indispensables el Taller de Gráfica Popular, que actualmente coordina Jesús Álvarez Amaya, fundado en 1935 por artistas como Leopoldo Méndez, Pablo O’Higgins y Luis Arenal, y que vivió épocas de creación intensa hasta la década de los cincuenta, en que salieran varios de sus fundadores; y el taller el Molino de Santo Domingo, donde Octavio Bajonero Gil enseñaba el arte de la gráfica en un momento en que ni La Esmeralda ofrecía clases de grabado. Más recientemente, Francisco Toledo fundó el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, importante
centro cultural que comprende también al Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo. En Colima también destaca el Centro Nacional de Artes Gráficas “La Parota”, fundado en 1996. En un universo visual dominado por la fotografía, la instalación, los nuevos medios, el performance, el net-art, los creadores de Torreón han apostado por la gráfica. Sin embargo, no todo ha sido resultado de la presencia de El Chanate. Las numerosas escuelas de diseño gráfico de la región han traído consigo un interés en la gráfica en sus diferentes aspectos. Prueba de ello están las memorables serigrafías y diseños del taller Máscara vs. Cabellera, de Luis Sergio Rangel y Erasmo Bernadac, así como el Proyecto Moyote, que rescataba íconos de la identidad lagunera a través de playeras, y más recientemente Guerrilla Store. “Creo que hay una escena interesante de la gráfica en Torreón, no sólo El Chanate en grabado, sino Mascara vs Cabellera en serigrafía, el colectivo El Barrio en diseño gráfico, los trabajos de artes visuales patrocinados por el Santiguo Club Social, tiendas como Guerrilla o Chicle que meten diseño de avanzada de gente local… y todos estos sitios están vivos, jalan gente joven. El trabajo sigue y hay un tránsito generacional que promete muchísimo”, apunta Miguel Canseco. CUATRO // Además de sus reconocimientos en Arte A.C., el taller ha sido distinguido con menciones honoríficas en la Bienal La Joven Estampa de la Casa de las Américas, de Cuba, donde no se premia una sola obra, sino a un conjunto de ellas, lo cual ha permitido contextualizar el trabajo de los creadores del taller frente al de otros grabadores latinoamericanos. Sin embargo, Miguel Canseco advierte que, en cuanto a estilo o temática, no hay nada que distinga al Chanate más que la diversidad. “No hay un gran maestro, una tradición, una línea de trabajo que seguir. En Torreón no existe un ‘estilo’. Existe el compromiso, las ganas de hacer algo técnica y conceptualmente bien estructurado, pero cada quien hace lo suyo, con estilo propio. Creo que el norte brinda ese diálogo sin restricciones, donde todo se vale”. Por el lado técnico, el taller se especializa en calcografía, que es grabado en láminas de cobre. “Hay dos vertientes. Una, la de los artistas que
continuamente experimentan nuevos formatos y mezclan, digamos, impresiones digitales con técnicas antiguas, o imprimen sobre superficies no convencionales. Hay otros, como Román Eguía, que cultivan el arte del aguafuerte con un virtuosismo inusitado”. Por lo pronto, abril de 2010 trajo consigo la mudanza de El Chanate a su nueva sede, una casona ubicada en Matamoros 539 Oriente, en el centro de Torreón, donde ha pasado de ocupar un solo cuarto a convertirse, propiamente, en un centro cultural que ya ofrece presentaciones de libros, cursos para niños y hasta subastas de su propio trabajo, fomentando el coleccionismo. “El Chanate volvió a empezar, con un mayor alcance, ya que tenemos más espacio, contamos con tres aulas, balcones, patio, en fin, varios espacios que permiten que el taller crezca y trascienda el grabado para ubicarse ya como un espacio multidisciplinario de cultura”. Sin embargo, algo que no cambiará es su filosofía de trabajo, en la que también se destacan las visitas de creadores nacionales que, ya sea para enseñar una técnica o producir una obra, dejan huella al convivir con los grabadores locales. “Para mí es inolvidable la visita de Jose Luis Cuevas al Chanate”, dice Miguel. “No hizo grabado, no dio clases ni conferencias, sólo compartió una tarde completa de charla informal, pero muy rica, que estoy seguro que caló hondo en los chavos y artistas que estuvieron presentes”.
de la religiosidad popular. Ganador de la Bienal Arte Nuevo de la Universidad Iberoamericana Laguna y de premios en Monterrey y Cuba. Es uno de los artistas que ilustran este número de Armas y Letras.
ROMÁN EGUÍA // Nacido en Torreón,
Hablando de altares, hay una serie de grabados tuyos bajo ese nombre, mostrando ramas secas, huizaches. ¿Qué tanto hay de espiritual en tu vínculo con la naturaleza del desierto? Creo que lo espiritual se encuentra en mi obra más en el proceso de elaboración de las piezas que en los objetos representados; la forma en que te presentas ante tu trabajo, cómo preparas tu espacio, al afilar la punta de grabado o el acomodo cuidadoso de tu modelo, los podríamos entender como parte de un ritual de respeto a tu oficio. Y en este sentido, independientemente de si estás dibujando una jaula, un peyote o una piedra, lo espiritual se encuentra en cualquier cosa.
en 1980, con estudios de arquitectura, de pintura, grabado, gráfica experimental y fotografía, Román es uno de los primeros talleristas de El Chanate, y ahora se ha convertido en uno de sus más aventajados maestros. Diestro en el aguafuerte, al igual que en la acuarela y la instalación, son memorables sus grabados en los que la naturaleza muerta del desierto aparece como una revelación súbita, una epifanía en medio del vacío. También destacadas son sus instalaciones en las que retoma elementos
Has estado trabajando las antiguas técnicas del aguafuerte del siglo XVIII. Cuéntame algo de estas técnicas y el por qué de utilizarlas. Para el artista es indispensable tener una congruencia entre el fondo y la forma, en mi caso la obra es un ejercicio de representación puntual y detallada de objetos y ensambles reales o imaginarios. Trabajo sobre imágenes que retoman el espíritu de las antiguas ilustraciones científicas, donde la descripción naturalista del objeto estaba unida a una visión estética y ornamental. En este sentido, la elaboración de las imágenes con técnicas tradicionales del siglo XVIII es fundamental. ¿A qué santo, devoción popular, virgen o culto le construirías un retablo o un altar? Un altar, como una pieza de arte, es una actividad proyectiva, en donde muestras tus deseos, miedos, agradecimientos e inclusive reclamos. Es por eso que cada obra termina siendo un altar. Pero si tuviera que escoger un santo sería San Francisco de Asís, por su amor por lo pequeño, lo sencillo y lo débil, pues allí es donde escuchamos más libremente a Dios.
Román Eguía / Canto, de la serie Voces (en monotono) / Carbón y óleo sobre tela / 170 x 140 cm
de artes y espejismos
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Torreonense de nacimiento. Diseñadora gráfica, maestra en educación, ilustradora de libros infantiles. Patricia Hernández ha concebido un mundo lleno de hallazgos insólitos, de objetos vivos y vivaces, donde una tetera igual puede tener pies o desplazarse sobre ruedas. “Chanate” desde el 2002, algunas de sus exposiciones individuales son Niñas, Alfabeto o Enseres domésticos. En entrevista, recién llegada de Francia luego de una residencia artística, comenta en torno a su visión de lo cotidiano.
Miguel Canseco / Sin título (en monotono) / Tinta china / 15 x 10 cm
Patricia Hernández / De la serie Bestiario de alacena (detalle en monotono) / Acuarela / 30 x 20 cm
PATRICIA HERNÁNDEZ //
Recientemente estuviste en una residencia en el Centre d’Art Marnay Art Center, en Marnay-Sur-Seine, en Francia. Cuéntame del por qué esta institución y del trabajo que ahí desarrollaste. El contacto con CAMAC surgió a partir de la convocatoria de las becas Unesco-Aschberg, para las que apliqué el año pasado, y si bien no obtuve la beca, sí recibí un apoyo importante de la Fundación Tenot, que mantiene el centro. Me interesó aplicar para esta sede por la ubicación que tiene en relación con el trabajo que he venido realizando. Marnay-sur-Seine es un pueblito muy pequeño, en la región de Champagne-Ardenne pero con una historia muy antigua, ya que fue la sede de un monasterio desde el siglo IX, y aún se conservan restos de la arquitectura medieval que resultaron muy importantes en mi proceso creativo. Desde hace algunos años he tenido una enorme fascinación por el arte románico y medieval y mi trabajo ha ido muy de la mano de su iconografía. Actualmente estoy trabajando sobre un proyecto de bestiario y tuve la suerte de encontrar unos frescos maravillosos en la Iglesia de Notre-Dame de l’Assumption en Marnay, justamente sobre un bestiario del siglo XI, que aunados al entorno me pudieron transportar a otra época y otra manera de ver el mundo. Estuve trabajando una serie de acuarelas con personajes que se forman a partir de objetos que fui encontrando y de detalles de la arquitectura del lugar. Fue una muy buena experiencia además estar trabajando y compartiendo el espacio con artistas de
otros países. En un texto al respecto de una de tus muestras, Enseres domésticos, mencionas al Bosco, cuya extraña estética proviene de una mentalidad todavía medieval e imaginativa. ¿Crees que hemos perdido demasiado la capacidad de asombro frente a los objetos cotidianos? Creo que hemos perdido la capacidad de asombro, no sólo frente a los objetos cotidianos; si bien la cotidianeidad de que gozamos en este tiempo es en sí misma sorprendente y maravillosa porque hemos llegado a un desarrollo que nuestros ancestros no pudieron siquiera imaginar, hemos dejado de lado nuestro espíritu creativo y la capacidad de ir más allá de la tecnología. Nos hemos olvidado de la magia, de la imaginación, del contacto con la naturaleza. Creo que muchas de las imágenes medievales provienen de la observación de la naturaleza y de la posibilidad que dejaban para que actuara la magia. Yo quiero retomar esa idea, observo lo que me rodea y trato de dejar una grieta por la que se cuele la magia en un mundo que ya no la quiere entender. ¿Has soñado alguna vez con alguno de tus personajes? No, no los sueño, creo que mis personajes tienen más de realidad que de sueño porque están en todos lados, no como seres imaginarios, sino como parte de mi cotidianeidad. Los formo a partir de mis trebejos, será que tal vez me gusta soñar despierta.
MIGUEL CANSECO // Defeño de origen y lagunero por adopción, Miguel Canseco ha dirigido el taller desde su fundación a fines del 2001 hasta la fecha. A la par ha ido desarrollando una obra de hondas resonancias, en la que la oscuridad y lo críptico de las devociones populares y el esoterismo llevan la delantera. Seleccionado en bienales y concursos de Québec, Cuba, Puerto Rico y México, ha presentado quince exposiciones individuales. Es el tercero de los creadores de El Chanate que ilustran este número de Armas y Letras. En el Grabado Flammarion, un misionero encuentra
el punto donde El cielo y la tierra se encuentran. ¿Qué has encontrado tú en el grabado que tenga de místico, de iluminador? El grabado tiene ese “aire” de misterio, de cuarto de alquimista, esto gracias a su larguísima historia. Como grabador es emocionante saber que ese mismo barniz que usas es poco más o menos el mismo que usó Goya. Tenemos fantasmas venerables: Rembrandt, Picasso. El arte del grabado mantiene su carácter de gremio, de disciplina especializada entre vieja ciencia e intuición. Sí, hay momentos de misticismo en el hacer: barnizar, entintar, cuidar del papel. El preciosismo del grabado, esa mística la encuentra también el espectador al ver la estampa, su limpieza y detalle. Octavio Bajonero Gil, uno de los más grandes maestros del grabado mexicano, gustaba de coleccionar objetos con el tema de la muerte, que ahora forman un museo en Aguascalientes. ¿Hay algo que a ti te atraiga coleccionar? Me encantan los objetos relacionados con la magia, la brujería, el esoterismo. Al menos dos veces al año voy al mercado de Sonora en el D.F. al pasillo de los brujos a surtirme de fetiches vudú, santas muertes, malverdes y demás. No soy creyente en esas prácticas, pero los objetos disparan mi imaginación. También colecciono cartas del tarot, pero eso es porque actualmente
estoy metido a fondo investigando ese tema. Crónicas negras, Ópera esotérica, son algunas muestras en las que abordas el tema de lo oculto, de lo esotérico. ¿Cómo se fue fraguando este aborde? ¿Qué tanto viene de tu vínculo con Arturo Rivera? Hay un llamado, una vocación podría decir, que el pintor debe descubrir. Los artistas estamos saturados de influencias, de formas y caminos ya explorados. Yo he tratado de buscar el mío, a costa de la duda, de quedarme a veces inmóvil sin saber qué hacer o cómo. A veces no se trata de hacer “una carrera” de pintor o artista. ¿De qué sirve una trayectoria si repites lo que otros hicieron? Por eso mi camino ha sido en espiral, hacia lo que considero mi centro. Siempre busqué el misterio, las cosas que me daban miedo y que por tanto quería explicar o tocar de forma metafórica en mi trabajo. Después de quince años de buscar creo que ya empiezo a entender quién soy, cómo quiero que mis imágenes “hablen”. Creo que a los 35 años he entendido este trabajo, este parto espiritual, digamos, este camino en círculos que me llevó a conocerme. El maestro Arturo Rivera me apoyó cuando empecé a pintar, lo conocí cuando tenía 17 años y mi opinión sobre él no ha cambiado: es lo más cerca que uno puede estar de conocer a Caravaggio o José de Ribera. Es un artista de primer orden, irrepetible como los artistas de verdad aparte de ser excelente persona. Gracias a él sé que la pintura no ha muerto, que hay mucho que decir con los pinceles, contrario a lo que se pregona hoy en día. Y sí, claro que comparto con el maestro ese vértigo
Patricia Hernández / El camino de regreso / Acrílico sobre papel / 40 x 40 cm
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Sueño dramatizado y drama soñado, una relación improbable:
El teatro en textos de Juan Carlos Onetti y de David Lynch DDJaime Villarreal
El teatro no es efímero, el espectáculo sí es efímero. Pero el teatro es aquello que se queda en el metabolismo emocional del espectador. Aderbal Freire
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Cuando vi Mulholland Drive (Sueños, misterios y secretos, 2001), largometraje del director norteamericano David Lynch, me causó un primer gran impacto la breve secuencia que muestra a dos adultos jóvenes, Dan y Herb, platicando en una mesa del restaurante Winkie’s situado en el Sunset Boulevard de Los Ángeles. Dan, apenado, le explica a Herb que lo ha llevado hasta ahí para hablarle de una pesadilla que ha tenido un par de ocasiones y que ocurre en ese mismo establecimiento. Dentro del sueño ambos tienen miedo, pero a Dan le aterra específicamente la presencia de un ser maligno viviendo afuera, en la parte posterior del restaurante, a quien puede ver incluso a través de la pared. Herb entiende que Dan quiere verificar que dicho ser siniestro no existe: “Así que vienes aquí a ver si está allá afuera”. Dan explica entonces: “Para deshacerme de esta atroz sensación”.
P
ara aligerar el trance, Herb se coloca de inmediato junto al mostrador, en la misma posición del sueño, paga la cuenta y pide a su amigo que lo acompañe detrás del restaurante. Dan se adelanta, avanza y ahí es asaltado por la aparición de un personaje de cara deforme, marcada por lo que parecen ser quemaduras, y con el cuerpo contrahecho a la manera de las brujas. Dan colapsa y cae presa de ese susto mortal. Esa breve y efectiva intriga me pareció familiar en aquella ocasión. Hurgué un poco en mi experiencia lectora y ahí estaba la respuesta concreta a esa intuición: la anécdota de Lynch es muy parecida a un cuento del genial narrador uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994), “Un sueño realizado” (publicado por primera vez en el diario La Nación
de Buenos Aires en 1941). En dicho texto, Langman, un viejo y malogrado director y empresario teatral que se encuentra varado sin dinero en una provincia argentina, después de una fallida gira con un montaje cómico, relata su encuentro y relación con una extraña mujer madura que le pide llevar a escena sin público un sueño personal bastante simple para volverlo a vivir. En ese sueño, la mujer sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, un hombre que la acompaña cruza la calle, sorteando el paso de un coche, por un jarro de cerveza que recibe de manos de una joven. El hombre bebe la cerveza de un trago y vuelve a atravesar esquivando otro vehículo que transita en sentido contrario. Se sienta en un banco de cocina al lado de la mujer recostada en la acera y le acaricia la cabeza. La mujer relata su sueño un par de ocasiones,
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la segunda más detallada frente a Langman y Blanes, el único actor de la compañía que aún permanecía en el pueblo y quien poco después seduce a la mujer, al parecer a cambio de dinero que él utiliza para emborracharse. Langman aprovecha a Blanes, renta la sala de teatro a precio módico con la promesa de que sólo estarían presentes los actores durante la representación y resuelve la intervención de los coches, detalle técnico más complejo del montaje de Un sueño realizado, como llamó la mujer a su idea. Al final de la puesta, la mujer muere tan plácida que al inicio sólo Blanes —quien siguió acariciándola tiempo después de concluida la escena— advierte lo que ha pasado: “No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia” (Onetti, 1994: 117). El actor le grita a Langman y le asesta un puñetazo en las costillas. Hay varias correspondencias evidentes entre la película y el cuento: dos experiencias oníricas de sino distinto son representadas, la pesadilla de Dan y el sueño placentero de la mujer; ambas representaciones terminan con la muerte de los soñadores, una por horror y otra por encanto. No tengo la menor noticia de que Lynch haya conocido el trabajo de Onetti, pero son evidentes los variados intereses comunes de ambos artistas, en especial la configuración del teatro dentro de sus ficciones, el misterio y el sueño. Una forma de homenajear a Juan Carlos Onetti, a más de cien años de su nacimiento, como un autor de una vigencia indudable, es la lectura paralela de su narrativa con la obra de uno de los cineastas contemporáneos más enigmáticos. Onetti mismo fue un apasionado del cine, sus primeros textos publicados fueron críticas cinematográficas. Lynch
David Lynch (Missoula, Montana, 1946) es un director excepcional dentro del panorama del cine contemporáneo; ha dirigido auténticos largometrajes de culto: Eraserhead (Cabeza borradora, 1977), su primera película, tuvo que ser financiada por amigos y familiares luego de siete años de demora; The Elephant Man (El hombre elefante, 1980), una obra maestra filmada por encargo; Blue Velvet (Terciopelo azul, 1986), un retorcido thriller erótico en el mejor estilo de Lynch; Wild at Heart (Salvaje de corazón, 1990), road movie
violenta, sobrenatural y erótica ganadora de la Palma de Oro en Cannes; Lost Highway (Por el lado oscuro del camino, 1997), ésta última coincide con Mulholland Drive en que tiene por escenario la periferia de Los Ángeles; y, por último, Inland Empire (Imperio interior, 2006), su largometraje más reciente, aborda a lo largo de más de tres horas la historia de una actriz que participa en la filmación de un remake de una película considerada maldita porque sus dos protagonistas originales fueron asesinados antes de concluir el rodaje. Se trata de una historia llena de rupturas drásticas a las unidades temporal, espacial, de acción y de caracteres, en la cual Lynch retoma su interés por el cine dentro del cine. Ya es posible mencionar a estas rupturas como uno de los sellos característicos de la obra de Lynch, el director norteamericano es un especialista en ejercer la libertad para establecer inconsistencias significativas en sus películas, con una predilección especial por lo fantástico y sobrenatural. No es casual que su trabajo haya generado usualmente una guerra de interpretaciones entre admiradores y detractores. Onetti
En este sentido, el caso de Onetti es similar y distinto a la vez: se trata de un narrador de estilo realista con una afición por lo misterioso. A diferencia del mundo sobrenatural de Lynch, el de Onetti está lleno de misterio por las inconsistencias propias de las historias de la gente común. Las de Onetti son de hecho antihistorias, pertenecientes a personajes marginales cuya voz no es oída más que por obra y gracia de los textos del uruguayo. Los narradores en Onetti utilizan preferentemente la primera persona, son testigos o protagonistas de las historias. Dichos personajes cuentan sus incidencias movidos por la perplejidad, por la incomprensión, por los vacíos propios con que se tejen las historias personales. He oído a buenos lectores decir que, si bien reconocen la maestría literaria de Onetti, no lo leen tan asiduamente para no deprimirse por el tremendo pesimismo de sus relatos. Por mi parte, creo que el autor de las novelas El pozo, Juntacadáveres, El astillero y Dejemos hablar al viento tuvo y tiene, por esa búsqueda honesta en el lado sórdido de la vida cotidiana, bastante que decir acerca del mundo paupérrimo contemporáneo.
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El teatro en la literatura y en el cine
El discurso sobre el arte o sobre la ficción dentro de la ficción es uno de los elementos de interés compartidos por Lynch y Onetti. En “Un sueño realizado” es clara la exploración del teatro a partir de la representación de un sueño. Ilan Stavans, académico judío nacido en México y residente en Estados Unidos, en un artículo sobre la muerte y el teatro como temas del relato en cuestión, destaca la extravagante propuesta de la enigmática mujer que intenta recrear su sueño: “Lo fascinante es que ella, la ‘loca’, acuda a los artilugios del teatro para revivir su felicidad perdida. La idea es desconcertante” (110). El medio teatral se presenta en “Un sueño realizado” como el vehículo ideal para que la extraña mujer lleve a cabo bajo control la representación de esa experiencia onírica fuente de plenitud, por decirlo de alguna manera. Uno de los principales puntos a debatir, y en esto coincido con Stavans, es si esa representación sin público es cabalmente un acto teatral. En este punto son muy útiles las investigaciones del crítico argentino Jorge Dubatti acerca de las características nucleares de la teatralidad: El teatro acaba de constituirse como tal en el tercer acontecimiento y sólo gracias a él. Sin acontecimiento de espectación no hay teatralidad, pero tampoco la hay si el acontecimiento de espectación no se ve articulado por la naturaleza específica de los dos acontecimientos anteriores: el convivial y el poético (Dubatti, 2007: 59).
Las conclusiones de Dubatti son claras: el teatro es un acontecimiento convivial1, que reúne a hombres vivos en torno a un rito que incluye dos roles principales: quien emite un texto y quien lo escucha. Por lo tanto, sin espectador no habría acto teatral. La característica irrepetible de la obra de teatro distingue a esta disciplina del cine y de la fotografía, cuyos productos son reproducibles técnicamente, como lo argumentó en su célebre ensayo el filósofo alemán Walter Benjamin 2. Por la reproductibilidad técnica que “desprecia” el aquí y el ahora de la obra, afirma 1 Dubatti prefiere convivial, más común en el uso rioplatense, en lugar de convival, marcada como correcta por los diccionarios de la lengua española. 2 Cf. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”.
Benjamin, el arte contemporáneo manifiesta una pérdida del aura, concepto que condensa autenticidad, duración y testificación histórica. Por eso puede hablarse del teatro como el ámbito de lo aurático. De acuerdo con estas reflexiones, las circunstancias de la representación de “Un sueño realizado” no son claramente las de un acto teatral, porque no se convoca a espectadores formales dentro del recinto. Aunque en el sueño, como experiencia origen de dicha representación, es posible para el soñador cumplir los dos roles simultáneamente: el de participante y el de espectador: “Porque de entrada, cualquier manifestación onírica luce características teatrales —ciertos seres están obligados a interpretar los papeles que dicta el inconsciente de un determinado individuo” (Stavans, 1991: 111). De esta manera, podemos considerar que la mujer de “Un sueño realizado”, además de protagonizar la recreación de su sueño, también funciona como espectadora de la acción e incluso como autora del argumento. Entonces estamos frente a una puesta en escena que culmina a la vez con la muerte de la protagonista y de la espectadora, ambos papeles encarnados en una mujer. En el personaje del director-productor Langman hay también gestos claros de un espectador que al final de la puesta tiene que ser sacudido por Blanes para entender y reconocer lo que ocurrió en escena: “Lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar” (Onetti, 1994: 117). Por otro lado, si bien en el fragmento en cuestión de Mulholland Drive no hay una representación teatral, sí existe en dicho pasaje el interés por descartar las posibles reiteraciones de un mal sueño visitando el espacio “real” en que suceden los acontecimientos terroríficos. Dan y Herb visitan Winkie’s intentando anular ese miedo a un personaje siniestro de poderes malignos y sobrenaturales. Hay una reconstrucción de un sueño, hasta aquí no se presenta un acto teatral en sentido estricto. Pero en el contexto general del largometraje hay una secuencia que se desarrolla en un misterioso teatro llamado El Silencio. Sinteticemos: la primera parte de la película gira en torno al encuentro de dos mujeres, (Laura Helena Harring) la que sobrevive a un accidente
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Aunque es evidente que Lynch explora las zonas oscuras de la industria hollywoodense mediante su ficción cinematográfica, también destaca el papel que le otorga en su historia al teatro con la inclusión del espectáculo presentado en El Silencio. automovilístico ocurrido en Mulholland Drive, en el cual mueren los dos hombres que la trasladaban y la habían amenazado con un arma; y Betty (Naomi Watts), joven actriz recién llegada de Canadá para probar suerte en un casting. La primera se escabulle hasta el departamento de los tíos de Betty, quienes viajan a Canadá para filmar una película. Ahí, sorprendida por Betty, la accidentada adopta el nombre de Rita porque no recuerda quién es. No es casual la alusión a dos divas del cine de la época de oro hollywoodense en los nombres de las dos protagonistas. Luego de que Rita le confiesa su problemática, Betty la apoya en la investigación acerca de su identidad. Dicha pesquisa tiene varios momentos principales: el primero es el hallazgo de unos fajos de billetes y de una misteriosa llave azul en el bolso de Rita; el segundo se presenta cuando ella recuerda a una mujer, Diane Selwyn, a quien buscan con la sospecha de que ése sea el verdadero nombre de Rita: las protagonistas descartan por completo esta hipótesis cuando horrorizadas descubren a Diane muerta en su departamento; por último, luego de un encuentro amoroso entre las protagonistas, Rita repite dormida: “Silencio. No hay banda. No hay orquesta”. De esta situación deriva la visita de la pareja al teatro El Silencio. Además de la historia de Dan y Herb en Winkie’s, en la primera parte destaca una conspiración para que el director de cine Adam Kesher (Justin Theroux) incluya en el papel principal de su película a una actriz desconocida, Camilla Rhodes (Melissa George). Kesher, después de negarse iracundo a aceptar la imposición de sus productores, es presionado, por medio del bloqueo de sus cuentas bancarias y por un personaje apodado “El Vaquero”, para que retome el proyecto y, en especial, el casting en el cual deberá “elegir” a Camilla Rhodes.
La segunda parte de la película deviene después de que, aún en El Silencio, Rita encuentra en su bolso una pequeña caja azul, del mismo color de la llave hallada junto al dinero. De inmediato la pareja regresa al departamento, ahí Betty desaparece inexplicablemente y Rita temerosa abre la caja con la mencionada llave. Eso da paso a una transición que incluye cambios en las circunstancias de la historia, en la identidad de las protagonistas y en los roles de los personajes: vemos a Diane Selwyn (Watts) dormida en la misma cama en que yacía muerta en la primera parte; “El Vaquero” le indica que es hora de despertar. En la nueva situación, la actriz Camilla Rhodes (Harring), después de un amorío con Diane Selwyn, anuncia su boda con el director de cine Adam Kesher. Se incluyen algunos flashback del romance entre Camilla y Diane y una secuencia en el mismo Winkie’s, en la cual Diane contrata a un maleante para que asesine a Camilla. El filme culmina con el suicidio de Diane, quien se da un balazo para terminar con el remordimiento por la muerte de su ex amante. Aunque es evidente que Lynch explora las zonas oscuras de la industria hollywoodense mediante su ficción cinematográfica, también destaca el papel que le otorga en su historia al teatro con la inclusión del espectáculo presentado en El Silencio. Ahí, en una actuación muy expresiva, un hombre con atuendo y varita de mago repite la “salmodia” de Rita: “No hay banda, no hay orquesta”, en español, inglés y francés. Y la desarrolla enfatizando el mundo de ilusiones del teatro. Luego, un presentador anuncia la intervención de la cantante Rebekah del Río, “La llorona de Los Ángeles”, quien interpreta a capella una versión en español de la canción “Crying” de Roy Orbison, hasta caer desmayada. Entonces queda claro que no estaba cantando, tan sólo seguía una grabación fingiendo que cantaba.
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Este episodio del teatro El Silencio marca simbólicamente la historia de Mulholland Drive, porque inmediatamente después sucede ese cambio de contexto que provoca perplejidad. Este pasaje revela la realidad ilusoria de lo visto y vivido por los personajes hasta ese momento, su vinculación con el sueño de Diane y con el control de una red misteriosa de poder representada por El Vaquero y sus asociados. Aquí afirmo entonces que esa larga primera parte de Mulholland Drive es una especie de sueño muy elaborado —sé que existen muchas controversias de interpretación en torno a este largometraje de Lynch—, me parecen muy evidentes estas marcas argumentales. Además de que, bajo esta lectura, la afirmación de Lynch, quien califica a su historia como “extremadamente lineal”, adquiere amplio sentido; es decir, dicho sueño le antecede al posterior desenlace trágico que culmina con el suicidio de Diane. A diferencia de lo que encontramos en el relato de Onetti, Lynch ha sugerido que su filme puede ser comprendido con cierto sentido interpretativo, así lo indican sus “Diez claves para resolver el misterio” publicadas en su sitio de internet y en las copias de su película.
sueños, en todos los casos sólo yo puedo ser el origen experiencial de dichas dimensiones. Por otro lado, en “Un sueño realizado” el teatro es el medio apto para acceder a una vivencia plena del pasado, tan certera que desencadena la muerte catártica de la mujer que ha reexperimentado dicha plenitud conocida en su sueño. Es una paradoja que un medio considerado vulgarmente como sinónimo de lo falso o falseado (“lo tuyo es puro teatro”) sirva para recuperar felicidad tan depurada como la vivida en un sueño, aunque en algún sentido el sueño también es convincente fingimiento mental. Por ende, en este relato destaca la equivalencia de teatro y sueño: a través de estas dos experiencias se consigue dicha plenitud. Al parecer, en este cuento de Onetti el teatro es visto como un medio curativo, porque la protagonista muere aliviada gracias al teatro. Esto recuerda los usos terapéuticos del teatro en la psicología, como, por ejemplo, en el psicodrama que favorece el desarrollo individual y social de personas con trastornos psicológicos, a través del trabajo con las emociones propio de la actuación. En un sentido más trascendente, el teatrista brasileño, Aderbal Freire ha dicho que “el teatro salva el alma”.
Ambas obras, en puntos argumentales que generan incertidumbre, recuerdan esta fragilidad poderosa siempre latente en la ejecución teatral y en la vida. El teatro en Mulholland Drive es ilusión intensa, perturbadora y veraz, una experiencia equivalente al sueño, que en su falsedad revela la lógica que subyace a la historia establecida en la ficción como la realidad real. En la acción de la película, la visita a El Silencio le sirve a Rita para obtener la llave que reorganizará el sentido de la historia. En la segunda parte del filme, el asesino contratado por Diane utiliza también una llave para notificarle que ha cumplido con su trabajo. El teatro abre la percepción de las protagonistas del sueño y el sueño (de Diane) ayuda a abrir nuestra percepción, como espectadores-intérpretes de la película. Las circunstancias y los actores, con sus propios mundos personales, son semejantes en ambas partes de la película, pues tienen como origen la misma perspectiva, consciente o inconsciente. Lo mismo sucede con nuestras realidades y nuestros
¿Cuál es la diferencia entre las dos experiencias vividas por la mujer de “Un sueño realizado”? ¿Son lo mismo el sueño y su representación en el teatro? Hay que dejarlo claro: no son la misma experiencia. Para aclarar la magnitud de las diferencias entre sueño y representación teatral sirve una reflexión del filósofo e historiador de las religiones Mircea Eliade acerca de los contrastes entre el sueño y el mito: “Son evidentes las semejanzas entre el sueño y el mito, pero hay entre ambas cosas una diferencia esencial, la misma distancia que entre el adulterio y Madame Bovary, entre una simple experiencia y una creación del espíritu” (Eliade, 1980: 127). Es decir, no sólo se trata del hecho de que el sueño es experimentado en soledad y la representación teatral sea un suceso social (convivial), sino que esa experiencia estética colectiva es una creación
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del espíritu, entendido como un “producto” de profunda humanidad. Queda entonces de manifiesto que el gran salto de calidad entre el sueño de la mujer y la representación teatral del mismo es la posibilidad de compartir lo que originalmente fue una simple experiencia personal. Esta socialización de su experiencia inicia antes de entrar al teatro, cuando cuenta su sueño al director y al actor, cuando se relaciona sentimentalmente con Blanes. En Mulholland Drive hay un revelador teatro dentro del sueño y en “Un sueño realizado” hay un sueño llevado al teatro, todo enmarcado en sus respectivas ficciones generales. En ambos casos, en el cuento y en la película, deslumbra la coincidencia de imaginar al teatro como una fuente de profunda y finita humanidad: En el centro aurático del teatro, el arte adquiere una dimensión de peligrosidad de la que el cine carece: el actor puede morir ante nuestros ojos, puede lastimarse, olvidarse el texto, la función se puede interrumpir y suspender (Dubatti, 2007: 61).
En el relato de Onetti muere la actriz que fungía a la vez como espectadora, en el filme de Lynch ocurre el deceso de un joven que intenta conjurar el miedo de una pesadilla, además, fallece o finge su muerte una cantante que alternaba en el teatro El Silencio. La peligrosidad de que habla Dubatti no se reduce a los actores en escena, sino que se extiende a todos los presentes, incluidos el público y los técnicos. Ambas obras, en puntos argumentales que generan incertidumbre, recuerdan esta fragilidad poderosa siempre latente en la ejecución teatral y en la vida. Incomunicación para comunicar
Aurora M. Ocampo, investigadora de la UNAM, señala sobre la mujer de “Un sueño realizado”: “La protagonista, una rechazada que no pudo introducir su soledad en la vida de los otros, ha sentido sólo en un sueño lo que es ternura, comunicación, de ahí que quiera verlo representado, realizado, y morir después” (1998: 173). Destaca la incomunicación padecida por la protagonista, como aspecto perteneciente al mundo
ficcional del relato3. Pero en el cuento también se hace una proyección ejecutable en la lectura, en el especial tipo de comunicación que se ejerce entre texto y lector. Por medio de Blanes, quien comprende a fin de cuentas la consumación del proyecto de la mujer que fallece luego de terminar la puesta en escena, Onetti previene al lector sobre el hermetismo, la imposible traducción al lenguaje verbal, de la experiencia retomada en su relato. Siguiendo las ideas del alemán Wolfgang Iser, teórico de la llamada estética de la recepción, quien concibe al texto como potencialidad, como un conjunto de instrucciones realizables de diferentes maneras en la interpretación (1987: 52), es posible pensar que el texto de Onetti plantee la necesidad de comprender este relato (y tal vez esto podríamos extenderlo a la mayoría de la producción narrativa del uruguayo) sin desvirtuar lo vivido mediante la reformulación lingüística. Hago énfasis aquí en la vivencialidad tanto del personaje Blanes, quien comprende lo ocurrido experimentándolo, como de los lectores de Onetti, expuestos siempre al misterio inexpugnable que no puede más que ser experienciado, como se diría desde cierta perspectiva fenomenológica-cognitiva, y no explicado. Algo similar ocurre con las películas de Lynch. Según el académico argentino Julio Cabrera, investigador de los aspectos filosóficos del cine, las obras del director estadounidense son “imposibles hermenéuticos” que dejan al descubierto la inexistencia de una “interpretación filosófica de un filme” (2009: 112). En un artículo dedicado a explorar la obra reciente de Lynch, Inland Empire (2006), el investigador ha desacreditado lo expuesto por él mismo en su libro Cine: 100 años de filosofía (Barcelona: Gedisa, 1999). En resumidas cuentas, Cabrera, gracias a dicho largometraje, ha llegado a la conclusión de que una capacidad interactiva o “performativa” sería más útil que la habilidad 3 Una consonancia entre Onetti y Lynch que merece investigaciones en forma es su elección de protagonistas femeninas: por ejemplo, en los magníficos relatos “El infierno tan temido”, “La larga historia” y “Montaigne”; o en los largometrajes Inland Empire, Salvaje de corazón, Mulholland Drive y Terciopelo azul. Lejos de los estereotipos que construyen la imagen de las mujeres como objeto sexual o decorativo, ambos creadores exploran a profundidad y sin concesiones a sus personajes femeninos.
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hermenéutica a la hora de abordar un filme como los de Lynch (o cualquier otro) porque la efectividad de dichas obras “proviene no de vericuetos del plot narrativo, que es fácil de desanudar, sino del portentoso ‘Páthos’ de las imágenes” (126). Esto quiere decir que el espectador de las películas de Lynch se enfrenta con claridad ante una característica que de suyo le pertenece a la imagen: la de la irrupción discontinua, que “no remite a nada”. Por esto, dice Cabrera, las de Lynch son películas en las que se absorbe “experiencia afectiva en un sentido cognitivo, y no sólo estético o de usufructo” (126). Y esto es evidente en las secuencias lyncheanas que parecen no tener mayor sentido que el de provocar el pasmo del espectador.
La observación de Cabrera me parece iluminadora, aunque también creo a pie juntillas que nada viene de la nada, esa posibilidad de la imagen tiene y ha tenido múltiples maneras de ser ejercida. Las imágenes tienen un contexto en la obra en que están insertas, además del marco de comprensión que pueda otorgarles el espectador. Incluso en el arte de la escritura podemos encontrar autores como Juan Carlos Onetti que nos ponen de frente a misterios e incertidumbres apropiables por presentarse en la vida de personajes nada extraordinarios, y como lectores no nos queda más que conocer dichos pasajes con la misma incertidumbre de los habitantes de esos mundos ficticios.
Patricia Hernández / De la serie Bestiario de alacena / Acuarela / 30 x 20 cm
de artes y espejismos
Al final del relato de Onetti, Langman comprende lo ocurrido en escena sin poder explicarlo, sin embargo nada estimula mejor el deseo de interpretar que lo inexplicable, los lectores del uruguayo son intérpretes por necesidad. Es el caso de Mulholland Drive (y de las películas de Lynch en general): la historia y la manera de presentarla exige un trabajo de interpretación del espectador. Estas obras que abordan la incomunicación de sus personajes son, desde mi punto de vista, agudos esfuerzos comunicativos y destaca, en ambos mundos ficticios, la fuente de certeza que representa la ficción del acto teatral: sólo en dicha ficción se atisba la verdad, sólo en un medio frágil, fingido y convivial, como el del teatro, personajes, lectores y espectadores sospechan autenticidad
Referencias Benjamin, Walter (1975). “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Discursos interrumpidos I. Madrid: Taurus. Cabrera, Julio (2009). “Para una des-comprensión filosófica del cine: el caso Inland Empire de David Lynch”, en Enl@ce. Revista venezolana de información, tecnología y conocimiento 6 (2). 111-127. Dubatti, Jorge (2007). “Teatro y cultura viviente”, en Armas yLetras 58. (Enero-marzo). 56-65. Eliade, Mircea (1980). La prueba del laberinto. Conversaciones con ClaudeHenri Roquet (1979). Madrid: Ediciones Cristiandad. Fresán, Rodrigo (2004). “El filmador de letras. Frente y perfil de David Lynch”, en Letras Libres. México (enero). 36-39. Iser, Wolfgang (1987). El acto de leer (1976). Madrid: Taurus. Lynch, David (2001). Mulholland Drive. [Cinta cinematográfica]. Estados Unidos: Universal Pictures. Ocampo, Aurora M. (1998). “La narrativa breve de Onetti”, en Actas del XII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. Birmingham: Universidad de Birmingham. 170-175. Onetti, Juan Carlos (1994). “Un sueño realizado” (1941), en Cuentos completos. Madrid: Alfaguara.103-117. Stavans, Ilán (1991). “Onetti, el teatro y la muerte”, en Latin American Theatre Review. Otoño. 107-113.
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Mon si vá is
DDJezreel Salazar
se desconocido. Crónica de un desayuno Lo conocí en Monterrey. Coincidimos en la presentación de un libro que yo había escrito sobre su obra. Al concluir el evento, me invitó a desayunar para el día siguiente. Recuerdo aquella mañana como un territorio repleto de asombros. Lo que me sorprendió en principio fue su calidez; los rumores que había escuchado lo tenían situado en mi imaginario como un personaje de ánimo mordaz, cuyo temperamento podía llegar a la maledicencia y lo voluble. Mi impresión fue toda la contraria. Luego de apreciar su interés concentrado por lo que yo hacía (“¿tu nombre es hebreo verdad?, ¿tu familia es protestante, cierto?”) y al observarlo firmar autógrafos con paciencia, su imagen se transformó en mi mente. Todos lo reconocían y él se mostraba accesible, sobre todo con los meseros, quienes buscaban una fotografía con el personaje famoso. Sin duda, era una especie de movie star de la cultura mexicana, un escritor incansable cuya omnipresencia en los medios lo había catapultado a la condición de ícono, al mismo nivel de aquellos personajes que solía retratar en sus crónicas: El Santo, María Félix, Juan Gabriel… sí, Carlos Monsiváis, nuestro intelectual público por excelencia, también pertenece a esa sucesión de ídolos populares.
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Patricia Hernández/ De la serie Bestiario de alacena (detalle) / Acuarela / 30 x 20 cm
T
ambién me sorprendió lo que fue característico de su sensibilidad: un jocoso sentido de la ironía que le permitía defenderse del mundo, expresado con la más absoluta seriedad. Quien lograba descifrar sus burlas y entendía que muchas de sus afirmaciones eran espontáneo humor, podía colarse en su círculo de afines; se volvía cómplice instantáneo. Entonces, sólo entonces, Monsiváis sonreía. Al hablar sobre los jóvenes escritores mexicanos, me dijo: “Sí, claro, de vez en cuando alguno se me acerca, me pronuncian su nombre y yo los saludo con mucho, mucho respeto y cortesía”. Y más adelante, cuando le pregunté qué le pareció el libro que había escrito yo sobre él, me respondió con su habitual autoescarnio: “Si te digo que me gustó, vas a pensar que soy un egocéntrico. Si te digo, en cambio, que me disgustó, dirás que soy un desagradecido. Para escapar de esa disyuntiva atroz, sólo puedo decir que casi me convences de que vale la pena leerme”. Otra fascinación durante aquel desayuno: la risa hilarante que Monsiváis provocaba solía surgir en un contexto repleto de referencias y citas, tanto eruditas como populares. La memoria monsivaíta era un asunto casi sobrenatural, muy parecida al caso de Borges y Arreola —“memorias de elefante”, como el propio Monsiváis las llamó. En medio de la conversación, Mr. Memory (así lo apodó Sergio Pitol) solía hacer referencias a la escena de una película, la anécdota sobre algún político o la estrofa de una canción: “¿Eso que se escucha al fondo es la melodía de Beso asesino, el bolero de Pepe Domínguez?”. Hablaba de escritores latinoamericanos recónditos, de cierta historieta desaparecida en los años treinta o introducía de improviso, cuando se acercaba otro
fan, un verso de Pellicer: “¡Cuándo vendrás, oh vida, a resguardarme / de los ágiles robos que enriquecen / el silencio que tú no puedes darme!”. Es claro que le encantaba la trivia, la ejercitaba como un deporte de lucidez y como un espacio de divertimento. Su obra lo demuestra: está repleta de citas escondidas, como si fuese una suma de acertijos alegres que retan al lector y lo impulsan a un aprendizaje sin fin. Otro detalle, acaso pueril, me provocó también asombro aquella mañana: su manera de comer. Se sirvió del buffet del hotel un plato con sólo dos ingredientes: frijoles y papaya. Mezclaba ambos alimentos y así los digería. Verlo me pareció al mismo tiempo grotesco y llamativo: otra más de sus heterodoxias, porque si algo llegó a definirlo fue eso: su voluntad excéntrica, su ansia de rebeldía. Desde su autobiografía precoz (escrita a los 28 años de edad) se asumió así, como un marginal frente a una sociedad poco tolerante a la diferencia. Su origen protestante, su preferencia homosexual y su vocación literaria (en una nación altamente católica, homofóbica y antiintelectual) lo llevaron a defender los derechos de las minorías, a las que consideró agentes de cambio y espacios donde la libertad era posible. En una entrevista, ante cierta pregunta sobre su excentricidad, respondió: “Si ser excéntrico es hacer aquello que la media del país no hace, entonces sí lo soy: leo libros y hablo de ellos; en una nación como la nuestra eso resulta muy excéntrico”. Para Monsiváis, tener comportamientos marginales constituía una crítica frente a la realidad mexicana y su modo aletargado, autoritario y unívoco de concebir cómo debe experimentarse la vida. Por ello, en el recuerdo, celebro aquel desayuno extraño, anfibio y heterodoxo. Una de las preocupaciones que surgió de manera repetida
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durante esa plática fue la ausencia de una cultura crítica y cívica en México. Monsiváis se quejaba de ciertos públicos que en ocasiones debía enfrentar: no entendían sus ironías, se quedaban instalados en la seriedad o la estupefacción. Según él, además del rezago educativo, eso también se debía a la dificultad de nuestra cultura para vincular libros y diversión, a nuestra tradición solemne que difícilmente asume la crítica y la risa como valores catárticos y propositivos, y por lo mismo, no valora la inteligencia. “El humor es un aliado de la inteligencia, mientras la solemnidad es una forma de neutralizar su poder corrosivo”, me dijo. En ese momento me expliqué el porqué de su fascinación por la sátira anglosajona y el cine mudo, tan propicios para la comedia, la invectiva y el sarcasmo. También recordé una de esas típicas declaraciones que lo hicieron famoso. El entrevistador le preguntó: “Si mañana fuera elegido presidente de la República, ¿cuáles serían las tres primeras cosas que haría?”. Monsiváis contestó enseguida: La primera, organizar para el día de la toma de posesión un carnaval en donde cada uno de los mexicanos se disfrazara del personaje que más detesta. Eso sería, desde el punto de vista psicológico, visual y cultural, muy interesante, y nos permitiría ver a millones disfrazados como el presidente anterior, millones como su vecino, su marido o su esposa. La segunda, obligar a que todos los discursos que se pronunciaran en esa solemne ocasión fueran cantados. Creo que uno de los grandes escollos de la vida política es que los discursos son hablados y no cantados. Si se atendiese más al aspecto operático, zarzuelero o de comedia musical de la política, los resultados serían más notables. Y la tercera, una vez que el carnaval hubiera alcanzado su apogeo, firmar mi renuncia irrevocable. Mi mandato duraría 24 horas.
Como se ve, para Monsiváis la ciudadanización del país implica desmontar la solemnidad, hacer trizas el acartonamiento político y ridiculizar las pretensiones demagógicas, actitudes todas surgidas del miedo a la crítica. Su columna “Por mi madre, bohemios” fue una clara muestra de esa intención. Si el humor logra bajar del pedestal a quienes detentan distintas formas del poder, deja entonces de ser sólo un divertimento y se convierte en el método más efectivo para eliminar
las jerarquías y crear conciencias autónomas. “La risa como metamorfosis del lector en librepensador. Esa fue mi consigna”, dijo, mientras se llevaba una papaya enfrijolada a la boca. Antes de conocerlo, me ocurría tener la impresión de saber ya quién era. Lo había leído hasta el cansancio y sin esperanzas de terminar todo lo que de su pluma había brotado: demasiadas cuartillas repartidas entre crónicas, artículos, prólogos, ensayos, ponencias y libros publicados. Una escritura inagotable, un polígrafo sin fin. Cada vez que comentaba con otros esas lecturas, resultaba que no coincidían mis juicios con los de mis interlocutores. Ellos lo habían escuchado en una entrevista y les parecía que estaba equivocado respecto a cierto juicio o afirmación. El fenómeno recurrente es que no lo habían leído. Poco a poco, me fui dando cuenta que Monsiváis, si bien era famoso, también era un escritor de pocos lectores o con malos lectores. El personaje era tan popular, que pocos se tomaban la molestia de ir a sus libros —en todo caso, alguno era asiduo a sus columnas periódicas. Monsiváis era, por lo que veía, un verdadero desconocido. En aquel primer encuentro, le pregunté al respecto; quise saber qué opinaba sobre la recepción de sus libros. Su desinterés en darle trascendencia a su propia obra salió a la luz: “Hablar de mí me resulta devastador, es una suerte de suplicio”. Sin embargo, estaba consciente del hecho. Ya en la década de los años setenta decía esto sobre el asunto: Es muy entusiasmante publicar un libro porque, quieras o no, arribas a la contrición auténtica. No deja de conmover enterarte de que no saben qué publicaste, de que si saben no te han leído, de que si te han leído no te entendieron, y de que si te entendieron captaron tu verdadera naturaleza superficial y derivativa. Es una perspectiva conmovedora porque aceptas como insostenible cualquier presunción personal… Yo era bastante vanidoso antes de publicar. Ahora me he vuelto la humildad desaforada.
A unos pasos de nuestra mesa, se hallaba otro escritor: Emilio Carballido, ya en silla de ruedas, quien había ido a Monterrey a presentar el último número de la revista especializada en teatro que dirigía, Tramoya. Monsiváis se levantó a saludarlo. Al regresar, me dijo:
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“A pesar de la edad, mantiene toda su lucidez”. Mostró un gesto de pesar. “Uno no envejece solo, como suele decirse. Uno envejece con su generación. José Emilio, por ejemplo, se ha vuelto muy hipocondríaco. Cuando hablo con él, me cuenta del enfisema que padecen sus dedos del pie”, ironizó. “Me duele ya no poder hablar con Pitol por teléfono”, y por primera vez, Monsiváis se quedó en silencio. Desde aquel desayuno, las cosas han cambiado mucho. Monsiváis dejó de existir y Monterrey dejó de ser una ciudad abierta para convertirse en una ciudad intramuros (donde el espacio público se halla secuestrado). Dos acontecimientos dolorosos que quizá explican porqué la última vez que fui a esa ciudad me pareció un lugar difícil de asir, un espacio que sólo podía caminarse como si fuese uno un fantasma. Muchas veces para lidiar con la ausencia, sólo nos queda el recuerdo. En el caso de Monsiváis, no ocurre así. Pervive y sobrevive en sus textos. Por lo demás, parecería que sigue escribiendo, cual espectro con energía inagotable. Desde que murió han aparecido al menos dos nuevos libros suyos: Historia mínima de la cultura mexicana en el siglo XX y Democracia, primera llamada. El movimiento estudiantil de 1968 (editados por el Colegio de México y la Secretaría de Cultura de Colima, respectivamente). También apareció un libro extraño, pero igual de significativo: ¿A dónde váis, Monsiváis? Guía del DF de Carlos Monsiváis (editado por Déborah Holtz y Juan Carlos Mena), una especie de Guía Roji que da cuenta del bizarro amor de Monsiváis por la ciudad de México, recuperando algunos de sus más entrañables textos. Además, Jordi Soler anunció hace poco la próxima aparición de una antología de la obra monsivaíta, que llevará por título Los ídolos a nado y que aparecerá bajo el sello editorial Debate. Como se ve, a Monsiváis le ocurrirá lo que a Alfonso Reyes: seguirá escribiendo por muchos años. Hace poco, al recibir un epistolario de su abuelo, Alicia Reyes, nieta del escritor regiomontano, dijo: “Ay, mi abuelito, sigue escribiendo, no se cansa de publicar nuevos libros”. Para los lectores asiduos de Monsiváis, ese consuelo nos deja: seguramente seguiremos teniendo novedades suyas, recopilaciones armadas a partir de sus textos disgregados. A mí se me antojan de momento, dos: uno que recoja las opiniones sobre cine que solía emitir en su programa El cine y la
crítica, que durante años mantuvo, siendo muy joven, en Radio UNAM; y otro más que recopile ese género que practicó cotidianamente y de muchos modos reinventó: la entrevista de autor. En sus últimos días, Monsiváis escribió con ese optimismo irónico que lo caracterizaba lo siguiente: Mis profundas disculpas, pero la salud es muy contraria a la cortesía… Mi estado de salud es precario, variable, rotundo y no está ponderado. Si ligo mi salud con mi edad, la encuentro perfectamente normal: si la ligo con el estado que quisiera, es un desastre. Describiría mi vida, vanidosamente, como la de alguien que nunca quiso dormirse en sus laureles porque sufría de insomnio crónico. Ya sin metáforas vergonzosas de por medio, la describiría con el entusiasmo que me causa, a estas alturas, agregar a mi lista otra causa perdida. Espero un pacto, con cualquiera de las potencias celestiales o demoniacas, que me permita preservar un poco leyendo periódicos o viendo algunos dvd antes que lo contenido en el término ‘premio’ se ajuste a las dimensiones de un féretro. Y sí, sí formulo un deseo: esparzan mis cenizas en el Zócalo para presumir en el más acá o en el más allá de un funeral céntrico.
En una película de Park Chan-wook, aparece una frase que va conforme al tono que animan esas palabras del cronista: “Ríe y el mundo se reirá contigo. Solloza, y llorarás solo”. Durante sus excequias, una multitud estuvo a su lado. Fue un espectáculo que muy probablemente no le habría gustado protagonizar, pero sí observar. Alguna vez dijo que no tenía sentido “combatir con gestos aislacionistas al diluvio poblacional”, que en todo caso era necesario siempre “hallarle los lados positivos al alud”. Ser solitario que convivía continuamente con las masas, Monsiváis cumplió a cabalidad el estereotipo y el destino del “cronista”: la soledad frente a la multitud, el desconocimiento vs. la fama. Al decir adiós aquel día en que lo conocí, Monsiváis se despidió con un poco de prisa y con el ímpetu de quien desea seguir atestiguando, solitariamente: “Me voy al Marco, hay una exposición que tengo muchas ganas de ver antes de irme”
Patricia Hernández / Earl and Lady Grey/ Acrílico sobre tela / 90 x 120 cm
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A finales del año pasado recibí un correo de Jezreel Salazar, antologador de La conciencia imprescindible. Ensayos sobre Carlos Monsiváis (Tierra Adentro, 2009), comunicando a quienes participamos en el libro que el mismo Monsiváis quería invitarnos a merendar en su casa. Se trataba de estar en la Colonia Portales de la ciudad de México tres días después, cosa que hice sin quejarme en absoluto, aunque bajé del autobús partida en varios pedazos. ¿Qué podría llevarle al anfitrión que tuviera posibilidad de entusiasmarlo? Caminé por el Centro Histórico buscando, al principio con serenidad y luego con desespero, ese objeto que dejaría en sus manos para obtener a cambio una sonrisa de condescendencia, en el peor de los casos, o de sorpresa, en el mejor. Ya casi al dar la hora de abordar el metro opté por la primera idea: comprar un juguete a sus gatos. Pero no había tiendas de mascotas, ni cosa parecida cerca (pregunté), por eso decidí comprar unas pulseritas de diez pesos hechas con listones de colores de los cuales pendían figuras que, luego supe, eran religiosas. Arranqué la única imagen que reconocí, la de la Virgen de Guadalupe, y amarré estas pulseras al alambre de un gancho que recogí de alguna parte y que destorcí como un palo de pescar. En el viaje probé varias veces el juguete y llegué a su puerta, satisfecha. Al menos era un regalo original.
A
los pocos minutos aparecieron Jezreel y otros dos de los jóvenes ensayistas que participaron en el libro. Nos abrieron tiempo después de habernos preguntado por interfon dos o tres veces quiénes éramos y qué queríamos, lo que nos hizo sospechar que no nos esperaban. Pensé entonces que la merienda sería algo más sencillo de lo imaginado; me consolé pensando que quesadillas o sandwiches ayudarían a relajar la tensión de la mesa, los platos y los cubiertos. Cruzamos un amplio pasillo que hacía las veces de cochera hasta llegar a su estudio. Ya para entonces un fuerte olor a orines de gato había penetrado en nuestras narices. Su espacio, con la puerta abierta, se exponía sin pudor ante nuestros desorbitados ojos: ¡cuánto todo! ¡Cuánto desordenlibrospolvogatos! Las pilas de libros nacían y se alargaban hasta tentar el equilibrio; algunas, derrumbadas como fichas de dominó sobre las mesas, daban la impresión de ser rascacielos vencidos. Los estantes rodeando las paredes parecían guarecer a los libros más antiguos que observaban el caos que cundía en el centro del gran salón apocalíptico. Viendo todo el conjunto, con los gatos paseándose libre y soberanamente, y la luz tenue del atardecer de otoño, tuve la impresión de estar visitando Ciudad Monsiváis, un espacio anárquico, cuya única ley era definida en el preciso instante por sus únicos habitantes, los gatos.
Aún esperaba que las cosas regresaran al rumbo esperado, es decir: sala coqueta, ¿qué quieren tomar?, ¿les apetece una cerveza?, flores con agua recién cambiada en algún florero. Pero en lugar de eso, un hombre seco pero amable nos invitó a pasar a la habitación del escritor. “¿En serio?”, pregunté a Jezreel, pero él no contestó y se enfiló hacia una puerta entreabierta. Ahí estaba. Primero su pelito blanco y despeinado, luego su pijama de franela, luego sus crocs rojas, sentado sobre un sofá y frente a una mesa móvil que me recordó a la que por muchos años sostuvo a la televisión en la casa de mi infancia. La cama, un ventanal que daba a un jardín bien cuidado, y un librero largo, con cientos de figuras felinas que seguramente había recibido de regalo. Había, por supuesto, más pilas de libros. Muchos. Una bolsa de la tienda Zara cuyo misterioso contenido verdaderamente me obsesionó, y un plato con algunos trocitos de papaya frente a él. No recuerdo si nos saludamos de beso o de mano, si le dije Carlos, maestro, Monsi, señor… Sólo recuerdo que perdí mucho tiempo pensando cómo llamarlo. Entregamos nuestros regalos, que obviamente le dieron lo mismo, y Jezreel inició presentándonos. No hubo siquiera vaso de agua de por medio. Yo me senté en su cama, como los demás, y no dejé de jugar con el alambre con colguijes que seguramente alguien sacó de su casa meses después, sin que un gato lo tocara.
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casi todos podían reconocerlo en la calle. Alguna vez leí que estaba cansado de que los taxistas al reconocerlo le sacaran plática, y cuando contestaba su teléfono fingía la voz de una viejecita para negarse si así le daba la gana Le interesó Monterrey. Me preguntó por los chismes más recientes de la farándula sampetrina, pero poco pude contarle. Tal como lo definió Adolfo Castañón, Monsiváis era una agencia de noticias en sí mismo. Así nos pasaron las horas. Hablamos del periódico Reforma, de la mala competencia que era Milenio, y del periódico El Norte, por supuesto, en donde desde 1993 publicaba en exclusiva para los regiomontanos una columna editorial. Llama la atención que no se encuentren réplicas de estos textos en el periódico Reforma, sólo algunas de ellas se publicaron en El Universal días después de aparecidas en El Norte. Es de dichas entregas de las que quiero hablar en este texto póstumo desde la orfandad en que me dejó Monsiváis no sólo como lectora, sino, si vale decirlo, como colega suya: como columnista también. De todo lo que escribió nuestro prolífico autor, son sus columnas las más vulnerables al olvido. Sus temas de carácter temporal sobre la política mexicana y sus efímeros personajes (¿quién será César Nava en diez años?) hacen de sus columnas y de sus conferencias las piezas más “perdedizas” de su herencia. Sus libros permanecerán, se reeditarán y nuevos lectores reinterpretarán al autor en otros tiempos, pero sus columnas corren el riesgo de terminar limpiando ventanas. Por eso me propuse leer todas sus editoriales y trabajar esta reflexión para invitar a que el lector busque y recuerde ese golpe que sólo Monsiváis era capaz de dar: “la sensación de una verdad revelada1”. Esta sensación producía en el lector la satisfacción de la revancha: nadie mejor que él para vengar nuestra indignación ante el cinismo de la clase política, pero también, hay que decirlo, el lector podía sentirse convidado a la sensación de la victoria cuando le quedaban pocas dudas de haber entendido lo que Monsiváis quiso decir. Y es que, pareciera que no, ser bien interpretado era para él un exquisito halago, así 1 Salazar, Jezreel; “Nostalgia de Monsiváis”; Revista de la Universidad de México; Número 77, Julio 2010.
lo deja entrever en Aires de familia cuando, después de introducirnos a los liberales de principios del siglo XX, a quienes llama “profetas de la democracia y la tolerancia”, comenta sobre ellos: “Algunos profetas disponen de un discipulado amplísimo, otros son leídos sin las claves adquiribles treinta o cuarenta años más tarde” y su reflexión termina citando a Oscar Wilde: “No me dejéis morir sin la esperanza de ser incomprendido”. Esta es una de las características más definidas de su estilo como columnista, que no como cronista: la mayoría de sus textos podían ser tildados de abigarrados, sin rastro de condescendencia. Muchas veces, al leerlo, me parecía que con alevosía decidía deshacerse de los lectores para quedarse consigo mismo al final del texto. Como si hubiera proyectado un final no compartible, expulsaba hasta a sus más devotos lectores a golpes de párrafos tabique, pesados y complejos. Otras columnas, en cambio, las recuerdo como valles despejados, en los que el lector podía quedarse largo tiempo contemplando. Estos cambios en el tono pueden ser atribuibles al humor cambiante, al sello humano, impreso en todas las columnas de opinión. Pero más allá de esto, la legión llamada Monsiváis se distinguía, como pocos articulistas, en escribirle a un lector ideal, inteligente, crítico y divertido. Nunca dejó de inspirarse en ese destinatario imaginario; no cayó en la tentación de desconfiar de la suspicacia de sus lectores; mantuvo, hasta su última columna en marzo de 2010, esa horizontalidad con la mirada que lo buscaba los domingos. Ciudadanizar a sus lectores, como lo dijera Jezreel Salazar, fue siempre uno de sus trayectos favoritos al lanzarse a viajar con sus lectores. En aquel casi mítico ensayo publicado en 1990 por la revista Vuelta, y titulado “Un hombre llamado Ciudad”, Castañón estudia la trayectoria de “uno de los últimos escritores públicos del país”. La reflexión me parece atinada en cuanto a lo obvio: casi todos podían reconocerlo en la calle. Alguna vez leí que
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estaba cansado de que los taxistas al reconocerlo le sacaran plática, y cuando contestaba su teléfono fingía la voz de una viejecita para negarse si así le daba la gana. Pero más allá de esto, creo que el verdadero sentido público de Monsiváis se hizo patente en sus compromisos. Su concepción del espacio público, como antagonista del consumo televisado, es uno de los más importantes aportes consignados en sus columnas de opinión. Si bien la mayoría de sus columnas giraron en torno a la política nacional —de ahí su carácter un tanto efímero—, es importante mencionar que en muchas ocasiones Monsiváis priorizaba su propia agenda ante la oficial, en la que figuraba la ciudad, la laicidad, los derechos humanos, la tolerancia, la democracia, los derechos de las minorías y la crítica al consumo como ejes fundamentales. En este momento recuerdo la columna publicada en el 2001 titulada “De las catedrales llamadas Malls”, o en el 2006 “Del Mall como plaza del pueblo”, que más que columnas podrían ser catalogadas como breves ensayos para regios muy regios. De éstos se desprenden reflexiones afiladas: “Ahora, de lo que se trata es de proclamarle a cada mall las proporciones de la urbe y volver a las ciudades meros apéndices de los macrocentros comerciales”. O bien, ¿para qué negarlo? afortunadas ocurrencias: “Si no compras, sigue mirando que un mall también se nutre de las frustraciones”. Al leer estos dos textos no puedo dejar de preguntarme si efectivamente pensaba en su público regiomontano. ¿Estaría mandando mensajes cifrados a los lectores de El Norte? Su relación con esta ciudad más bien fue áspera. Sin ningún miramiento dijo, aquella vez en su cuarto, que no le gustaba venir a Monterrey. Basta recordar su enfrentamiento público con los empresarios regiomontanos. En 1993 fue publicada en El Norte una nota cuya declaración habla por sí misma: “Cuando uno habla delante de los poderosos de Monterrey sobre el Gobierno, tiene que hacerlo con garantías de que será con toda la ortodoxia, obediencia y humildad perentoria”. Cuatro años después dedicó una columna a la camarilla de empresarios y políticos que participaron en el fraude de Banca Confía titulada “Lankenau mata víbora en viernes”, en la que puede leerse que, aunque lejos, se mantenía actualizado de
los contubernios entre la élite política y económica del estado. De igual forma, conservaba relaciones vivas, entre otras, con Mauricio Fernández y con algunos otros empresarios de gustos refinados y coleccionistas de arte. En aquella visita a su casa pude preguntarle cómo es que siendo un defensor de lo popular y uno de los últimos militantes de la izquierda ideológica podía aceptar cenas en casas en donde seguramente jamás lo habían leído y mucho menos entendido. Me contestó que en realidad se trataba de un mutuo morbo bien aceptado por las partes. El oído de Monsiváis fue una de sus herramientas de trabajo más utilizadas al escribir. Le importaba quién hablaba y desde dónde lo hacía. Su famosa columna “Por mi Madre, bohemios” da cuenta de esta obsesión magistralmente compartida. Monsiváis fundó una tradición en el lenguaje, y es menester de quienes nos quedamos que esta tradición, este oficio del intelectual comprometido con la fuerza del lenguaje, no muera con él. Sergio Pitol reflexiona acerca de la influencia que tuvo la experiencia infantil del estudio de la Biblia sobre su entrañable amigo. A corta edad, Monsiváis era capaz de declamar en orden de aparición, y al revés, todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. “Esto explica de alguna manera la excepcional textura de la escritura del autor, sus múltiples veladuras, sus reticencias y revelaciones, los sabiamente empleados claroscuros, la variedad de ritmos, su secreto esplendor2”. Esto, aunado a esa picardía inconfundible “como si estuviese cometiendo una travesura a la hora de burlarse de la realidad”3, creaba en ese halo que rodeaba a sus textos y que él mismo describió en una de sus columnas al escribir: “¿de qué manera influye la historia en el humor? ¿Es posible acercarse a momentos de intenso dramatismo sin dosis de ironía y de sarcasmo? La preguntas distan de ser gratuitas porque en la transformación de la conciencia política que vivimos, el humor es, casi literalmente, un salvoconducto en este campo de batalla que llamamos ‘salud mental’”4. Sin embargo, 2 Pitol, Sergio; Un lenguaje afianzado en la tradición; Revista de la Universidad de México, Núm. 77, Julio 2010. 3 Salazar, Jeezrel; Nostalgia de Monsiváis; Revista de la Universidad de México, Núm. 77, Julio 2010. 4 Monsiváis, Carlos; ¿De qué se ríe el Subcomandante? El Norte; 13 de Febrero de 1994
el propio Monsiváis se declaró en otra columna frustrado de que la ironía se interpretara como “choteo” y que esto produjera o facilitara el fenómeno de la “normalización”. Dice “ahora sabemos que el humor, al no ser en verdad corrosivo, fortalece lo denostado… ¿En qué han dañado la imagen del presidente Carlos Salinas de Gortari las caricaturas en su contra? Sí, divierten… y dan lugar a los acuerdos del lector que en nada se convierten, salvo en esa infinita sensación de queja que asociamos con la ciudadanía. Y punto”. Pero esta opinión la suaviza cuando se refiere a los moneros, “a los grandes dibujantes satíricos”, y concluye matizando: “En los tiempos del auge del sistema político hoy tan disimulado, millones de personas le deben al humor político, en sus mejores versiones, la verificación instantánea y memorable de sus aciertos interpretativos”. Ni los moneros ni Monsiváis derriban instituciones, es cierto, pero acompañan a la ciudadanía en el ejercicio, sin ellos desolador, de la crítica. Aunque no es común en sus columnas este tipo de autorréplicas, vale la pena apuntar que Monsiváis fue un ser dividido: posmoderno como pocos, pero tenaz defensor de la esperanza al mismo tiempo. Al respecto dice Castañón: “Entre la multitud de cabezas tibias, frías o calientes, Carlos Monsiváis pertenece a la rarísima especie de Tiresinas con un hemisferio ardiente e infernal y otro helado, angélico5”. Tal vez por esto mismo es que siempre me resultaron profundamente conmovedoras las columnas que exponían su dolor y su apuesta por el humanismo. Aunque seco, desfachatado e irónico, Monsiváis fue un hombre de una sensibilidad poderosa, consciente de que en su oficio no podía caer en la tentación del catastrofismo. En una columna escribe sobre su propia tarea: “lo que priva es la urgencia de darle voz a las sensaciones de despojo”; y luego, en otra, escribe para defenderse del abismo: “transformar la desesperación en esperanza racional es la gran tarea de hoy, cuando todo parece incontrolable”. Quizá lo que yo más extraño de él es esa suerte de autoridad intelectual y moral para defender el humanismo como la única base de la civilización. De las columnas que atesoro recortadas en mi escritorio, una, la más acariciada, se titula “Las vicisitudes del 5 Castañón, Adolfo; Un hombre llamado Ciudad; Revista Vuelta 163; 20 de Junio de 1990.
humanismo”, fechada en septiembre de 2007, de la que quisiera recoger un párrafo en el que Monsiváis ancla su más íntima esperanza: “Los que se han opuesto a la invasión de Iraq, los que denuncian los ecocidios, los que se movilizan contra las represiones en cualquier lugar del mundo, son los continuadores efectivos del humanismo, en la etapa en que el genocidio se quiere hacer pasar por obligación moral”. Otro de su más entrañables textos, en donde demuestra claramente la licencia emotiva que de vez en vez se otorgaba, fue publicado en marzo del 2009, y se llamó “La crueldad hacia los seres vivos”, en la que Monsiváis refiere la masacre con machetes y tubos de treinta y siete perros y gatos refugiados en la casa de una persona que “dejaba de comer” para atender a los animales que recogía de la calle. Este es uno de los textos más conmovedores que puedo recordarle, aquí el columnista expone su propio dolor: “En efecto, y ésta es mi convicción, los animales tienen derechos, y negar que sufren y reírse de este sufrimiento es, como se le quiera ver, otra prueba de la deshumanización”. Sobre los animales luego, en otra columna, concluye: “La actitud humanista sigue siendo y seguirá siendo la base de la civilización, y allí la sensibilidad es, de modo esencial, respeto y compasión por los seres vivos (en el sentido de padecer con otros)”. A pesar de que desde que entró a cuidados intensivos Monsiváis comenzó a prepararnos para su partida, el día de su muerte confieso haber sentido la sorpresa de la cubetada de agua helada. No supe entonces qué me parecía más insoportable, si asumir que en el tsunami que ya vemos formarse no estará su voz, o imaginar que se hubiera llevado en los labios el sabor al México amargo de nuestros días. Esto último me duele profundamente, porque Monsiváis merecía morir creyendo que a pesar de Calderón, del narco y de los otros despojadores de futuro, en cada esquina un ciudadano resistirá en el ejercicio de sus derechos; debía morir seguro de que aunque atravesemos tiempos de infinita tristeza, no faltarán mexicanos que defiendan su derecho a la noche, al dancing y al relajo; merecía morir creyendo que cada día más personas mirarán en las cicatrices de su ciudad sus propios accidentes, convencidos de que no podrán salvarse a sí mismos sin salvarla a ella. Me consuelo con la certeza de que Ciudad Monsiváis ha sido estrenada como un lugar para vivir después de la muerte. Ahí habita Monsiváis, y siempre podremos visitarlo
Patricia Hernández/ De la serie Bestiario de alacena (detalle) / Acuarela / 30 x 20 cm
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DDLizbet García Rodríguez
Lezama vivió un no tiempo en un no lugar
Nacido hace cien años para vivir por las letras, el escritor cubano José Lezama Lima delineó una poética de la universalidad y se convirtió en referente trascendental para la literatura de Hispanoamérica.
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U
na célebre escena del filme cubano Fresa y chocolate (1993) reproduce un “almuerzo lezamiano” ofrecido por el protagonista Diego (Jorge Perugorría) a su amigo David (Vladimir Cruz). David había visto en el departamento de Diego una foto de un hombre fumando su puro. “¿Ese es tu papá?”, le preguntó. Diego a toda risa le contesta: “¡Niño! Es Lezama, el maestro, uno de los grandes escritores de este siglo: un cubano universal”. Escenas más tarde se produce el almuerzo, que inicia con un anuncio de Diego: “Estás asistiendo al almuerzo familiar que ofrece Doña Augusta en las páginas de Paradiso, la más gloriosa novela que se escribiera jamás en esta isla... Después de esto podrás decir que formas parte de la cofradía de los adoradores del maestro”. La figura del escritor cubano José Lezama Lima —aun a cien años de su natalicio— sigue siendo inspiración y leyenda en la iconografía cultural de Cuba y América Latina. Nació un 19 de diciembre justo después de que se sintiera en La Habana el paso terrible del huracán de los Cinco Días; después que los Tigres de Detroit jugaran un amistoso de beisbol contra los cubanos en el Almendares Parks; un mes después de iniciada la Revolución mexicana y de que muriera en Rusia el novelista León Tolstói. Ocho años antes que él había nacido la República, y como ella el niño Lezama creció buscando autonomías y sacudiéndose los rezagos de la isla colonizada, mestiza, ocupada en la definición de su personalidad cultural. Cuando tenía un año, su padre, el coronel Lezama, fue nombrado director de la Academia Militar del Morro y la familia se muda para la Fortaleza de la Cabaña (cuyos muros cobijan desde 1992 a lectores y escritores en la Feria Internacional del Libro de La Habana). “En mi casa se hablaba constantemente de lo cubano, de sus poetas, de la nostalgia”, diría Lezama al periodista Ciro Bianchi (2009: 21), y de su cuna aparecen constantes alusiones en sus obras: la casa de El Prado —la primera calle asfaltada en La Habana— desde cuyas ventanas la vista de “una verja de hierro aludía a un barroco que desfallecía”. Escribió de cosas íntimas como podían serlo “el ornamento de una caja de tabaco”, “el denso crepúsculo habanero”, “el mejor café de la Habana antigua” (Paradiso, 1966) o el paisaje donde una “Garza divaga, concha en la ola, nube en el
desgaire, espuma colgaba de los ojos...” (“Muerte de Narciso”, 1937). Pero algo más en su escritura, pletórica de metáforas y potentes cifrados, lo haría trascendente, universal. En su narración gestada en el Paseo del Prado o en la calle Trocadero, supo entonar referencias a la América colonial, el mestizaje, los sentimientos de emancipación y el anhelo de surgir como nación; delineó una imagen cartográfica de la identidad literaria latinoamericana y describió sentimientos universales a la vez que, con su literatura, creaba historicidad por su destreza de ser leal a personajes y hechos (citas al apóstol José Martí; relatos de su participación en los movimientos estudiantiles de 1930 contra la dictadura de Gerardo Machado). En su obra concurren tanto Camagüey o Jagüey Grande como Hipócrates, Pólemos, Pitágoras y Mesopotamia: Cierto que ella era analfabeta; él, había comenzado a leer en griego en su niñez; a contar los dracmas limpiando calzado en Esmirna y había hecho chispas en los trabajos de la forja colada en la villa de Jagüey Grande. Cuando dormía después que había penetrado con su cuerpo en su esposa diversificaba su sueño, ocurriéndosele que recibía un mensaje de Lagasch, alcalde de Mesopotamia, comprando todas sus cabras (en “Cangrejos, Golondrinas”, Lezama Lima, 1987: 35).
La habilidad literaria de trenzar su medio con otros contextos del mundo, sumada a una particular erudición, dieron como resultado una retórica que exige contraparte en un lector entregado a textos recónditos, difícilmente sondables. Pero lectores ávidos de buena escritura habitan todas partes del mundo y así trascendieron sus letras provistas de claves, sentimientos y los “lezamismos” de un estilo auténtico. Lezama, México y los mexicanos
En 1938 el joven José Lezama Lima envía su poema “Muerte de Narciso” al otro lado del Golfo, para un destinatario cuyo prestigio y ojo crítico le importaban: Alfonso Reyes. “Gracias, José Lezama Lima, por su bellísimo poema ‘Muerte de Narciso’”, le escribió a propósito Reyes,
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quien más tarde recibía los primeros ejemplares de la revista Verbum —fundada por el cubano en 1937—, en agradecimiento por sus atenciones. Se produce entonces entre ellos una cordial comunicación epistolar. En otra de sus revistas (Nadie parecía) Lezama publica tres poemas de Reyes: “Pesadilla”, “Tentativa de lluvia” y “Muchacha con un loro en el hombro”; y en la dedicatoria de “Tratados en la Habana”, que el escritor cubano le enviara a Reyes, expresa: “Para don Alfonso Reyes por la sentencia de su poesía esencial, por la nobleza de su escritura”. En la primavera de 1947, Orígenes —la más trascendente de sus revistas— incluyó un homenaje a México que además de presentar “Un padrino poético” de Alfonso Reyes, contenía en su totalidad páginas de alta literatura: “Amor entre ruinas”, de Alí Chumacero; “Tus ojos”, de Octavio Paz; “Booz se impacienta”, de Gilberto Owen; “Sonetos”, de Clemente López Trujillo; “Un conquistador”, de Ermilo Abreu Gómez; “Los labios deseados”, de Efraín Huerta; “Pintura mexicana, 1946”, de Justino Fernández; con portada de José Clemente Orozco. De Orígenes diría Octavio Paz: “La encuentro muy inteligente, muy sensible, muy universal y al mismo tiempo muy nuestra, muy de Hispanoamérica”. Lezama también mantuvo correspondencia con Paz (el premio Nobel mexicano se escribía además con los cubanos Cintio Vitier y Roberto Fernández Retamar). Y uno de los más recónditos poemas de Lezama se titula precisamente “Octavio Paz”. En el chisporreo del remolino el guerrero japonés pregunta por su silencio, le responden, en el descenso a los infiernos, los huesos orinados con sangre de la furiosa divinidad mexicana.
En 1949 José Lezama viajó por única vez a México, pero sus vínculos con esta nación fueron más subjetivos que físicos. En su ensayo “México en Lezama”, el historiador y ensayista cubano Rafael Rojas (2010) lo refiere: México es una presencia constante en la obra poética, narrativa y ensayística de Lezama. México, en todas sus dimensiones, no únicamente la
revolucionaria, desde el Popol Vuh y la cosmogonía azteca hasta el muralismo de Orozco y Rivera, la poesía de Octavio Paz o la narrativa de Carlos Fuentes, pasando, naturalmente, por el barroco novohispano y las peregrinaciones de fray Servando Teresa de Mier.
Y en la magistral novela lezamiana Paradiso (que fuera publicada en 1968 por la editorial mexicana Era, bajo el cuidado de Julio Cortázar y Carlos Monsiváis) aparecen constantes referencias a México: “recostada en los bordes de la bandeja, en la mesa de centro, una carta de Luis Ruda llegada de Veracruz”, “hizo su entrada en el café un guitarrista mexicano” o durante el célebre almuerzo de Doña Augusta, donde sirven el guanajo (guajolote en México) y el protagonista José Cemí aclara la sinonimia. —El zopilote de México es mucho más suave — dijo el mayor de los hijos de Santurce. —Zopilote no, guajolote —le rectificó Cemí—. A mí me han recomendado caldo de pichón de zopilote para curar el asma (Lezama Lima, 1966: 244). El asma de Lezama y el asma de Cemí
Con la publicación de Paradiso en 1966, Lezama saca a la luz, más que su obra cumbre, una analogía de sentimientos e ideologías que se escapaban de las manos del autor a la voz de los personajes. Además de compartir el padecimiento de asma agudizado por la exposición a los aires húmedos del Caribe, Lezama y Cemí coincidían en enunciados de principios y en la búsqueda del conocimiento a través de la imagen. En una entrevista con el poeta y ensayista venezolano Gabriel Jiménez Emán1, Lezama aclaraba que todos los personajes de la novela partían de realidades circunstanciales. “Es y no es la expresión de mi persona. Tiene mucho de mí en el sentido en que uno no puede nunca borrarse a sí mismo, pero al mismo tiempo no se puede llamar estrictamente un personaje autobiográfico”, le dijo. La estética de Lezama tuvo en esta novela su expresión total, un estilo resultante de su amplio 1 Consultada en http://www.habanaelegante.com/Spring_Summer_2010/ March_2010.html
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la obra lezamiana se asentó como referente en nuestras generaciones cautivadas por su erudición y su manera espléndida de tratar la condición humana background que comprendía desde la lectura de los poetas clásicos hasta los cubanismos de los criollos que jugaban dominó en alguna esquina habanera. El propio Octavio Paz le escribiría a Lezama Lima en abril de 1967: “Leo Paradiso poco a poco, con creciente asombro y deslumbramiento. Un edificio verbal de riqueza increíble; mejor dicho, no un edificio sino un mundo de arquitecturas en continua metamorfosis”. La obra se volvió controversial en tanto describía una peculiar erótica de la escritura (estructurada por demás desde la exquisitez de su pluma) y suponía ciertas rupturas con el contexto cultural de una isla en el punto máximo de su Revolución socialista. Célebres han sido sus alusiones fálicas y la descripción del personaje de Farraluque como “un adolescente con un atributo germinativo tan tronitonante”: “El órgano sexual de Farraluque reproducía en pequeño su leptosomía corporal. Su glande incluso se parecía a su rostro” (265). Pero no pesaron más quienes lo tildaban de elitista y alucinado, la obra lezamiana se asentó como referente en nuestras generaciones cautivadas por su erudición y su manera espléndida de tratar la condición humana (sexualidad, instintos). La gran prosa instaurada en Paradiso se pudo producir gracias a su excelente condición de poeta, no exactamente fiel a reglas narrativas ni apurado en la búsqueda de un modo unificador. En su ensayo “Pascal y la poesía”, contenido en Tratados en La Habana (1958) refiere que “la poesía es la anotación de una respuesta, pero la distancia entre esa respuesta, el hombre y la palabra, es casi ilegible e inaudible.” El conjunto de anotaciones surgidas de sus interrogantes derivaron en una herencia poética que, aunque también agota, se vuelve una puerta deliciosa hacia las bifurcaciones de nuestra individual humanidad.
y amigos: Gastón Baquero, Ángel Gaztelu, Virgilio Piñera, Justo Rodríguez, las hermanas Fina y Bella García-Marruz, Cintio Vitier, Eliseo Diego, Octavio Smith, Julián Orbón, José Ardévol, Mariano Rodríguez, René Portocarrero, Agustín Pí) y luego sus libros, demuestran que las letras surgidas por una estricta convicción de amor hacia ellas, se añejan de dulce sabor al paso del tiempo. La estética de Lezama marcó un punto referencial difícil de superar por las siguientes generaciones de creadores cubanos justamente por su capacidad de transgredir fronteras y corrientes de su época: siendo un símbolo de la cubanidad, supo proyectarse a la cosmovisión de vivir un no tiempo en un no lugar y por eso ha sido eminente su literatura. Recientemente otro filme cubano El viajero inmóvil (La Habana, 2008) del realizador Tomás Piard, mostró un argumento basado en pasajes de la novela Paradiso y recrea la existencia del escritor. Cuba, México y muchos otros países del mundo han rendido homenaje al maestro en su centenario. Merecidísimo. Yo, mientras, me quedo con la deferencia más íntima de volver a encontrarme con sus lecturas y prefiero pensar que su espíritu poético me cuida en las noches de sueño efímero entre página y página. Aunque las primeras lecturas de Paradiso me dejaron agotada, cifraron una nueva perspectiva en la visión de mi circunstancia insular, me llenaron de imágenes paralelas a mi identidad y me hicieron pensar que en alguna vida pasada, yo caminaba por el Prado con un vaporoso vestido blanco debajo de una sombrilla, mientras Lezama detrás de mí encendía su puro y escribía notas para el siguiente capítulo de su novela
Cien años de Lezama
Referencias Bianchi, Ciro (2009). Asedio a Lezama Lima y otras entrevistas. La Habana: Editorial Letras Cubanas. Lezama Lima, José (1966). Paradiso. La Habana: Ediciones Unión. Lezama Lima, José (1987). Cuentos. La Habana: Editorial Letras Cubanas. Rojas, Rafael (2010). “México en Lezama”, en La Jornada Semanal núm. 787, en La Jornada [4 de abril].
Ha pasado un siglo desde que nació el maestro de las letras allá por el huracán de los Cinco Días. La trascendencia del legado que dejaron, primero sus revistas (enriquecidas por las manos de colaboradores
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Un pionero literario del nuevo mundo DDMichael Köhlmeier
DDTraducido del alemán por José Antonio Salinas
Ningún libro he leído con más frecuencia que Las aventuras de Tom Sawyer: sólo en mi infancia lo leí unas diez veces. Fue el primer libro que leí —en las vacaciones—, y cuando lo había terminado, comenzaba desde el principio; así una y otra vez hasta que en otoño la escuela puso fin a esta no-vida inquietante y adictiva. Durante un verano había vivido en San Petersburgo, un pequeño pueblo a orillas del Mississippi, me había movido entre su gente —la tía Polly, Muff Potter, el juez Thatcher, el indio Joe, Ben Rogers, Joe Harper, la viuda Douglas—; en su mundo me había sentido más en casa que en la calle donde vivía yo y todos mis amigos, y no había percibido la descripción de este mundo como irónica, satírica, sino que la tomé por realista, donde los sueños y las supersticiones eran tan reales como pintar las cercas o visitar una escuela dominical.
L
as aventuras de Huckleberry Finn las leí más tarde; la biblioteca de préstamo de nuestra comunidad no contaba con este título. El libro yacía como regalo navideño bajo el árbol de Navidad; mi padre dijo que era el mejor de los dos. Lo leí con avidez… y me decepcioné. No porque no me gustara el protagonista —¡todo lo contrario!—; tampoco porque me haya desconcertado que el mismo Huck contara su historia y no un tal Mark Twain; sino porque en las aventuras de Huck conocí a otro Tom. Cuando leí el libro de Tom había creído en sus sueños, y no dudé que él también creía en ellos; y yo había creído en mis propios sueños, a los que él me animaba. Las narraciones de su amigo Huckleberry me dejaron dolorosamente en claro que había dos tipos de personas: aquellos que soñaban sin creer realmente en esos sueños, y aquellos que tuvieron que sufrir a causa de precisamente esos sueños.
Treinta monedas de plata para la traición a la fantasía
Cuando al final del libro de Huck, Jim, el esclavo prófugo, es encerrado en un galpón por ciudadanos peligrosamente indignados, Tom decide liberarlo. Huck debe ayudarlo. Trabajando arduamente de día y de noche, cavan un hoyo bajo la puerta. Eso no sería necesario. Se podría hacer de una manera más sencilla. Simplemente se podrían abrir las puertas con un poco de destreza. Pero Tom quiere seguir forzosamente la dramaturgia de las novelas de terror europeas. Según él, ahí puede leerse cómo ha de liberarse a los prisioneros. Huck no sabe leer, no tiene idea lo
que significa la lectura. Admira a Tom y cree en él. Además, Tom lo amedrenta atizando sus temores supersticiosos. Pero después nos enteramos de lo que Tom sabía desde hace mucho: que Jim había sido puesto en libertad por su dueña desde hacía semanas. Sería la obligación de Tom avisar sobre ello, pues los ciudadanos ven al “nigger” como a un prófugo y, además, como a un asesino. Existe un alto riesgo de que Jim sea linchado. Tom acepta la posibilidad de un final catastrófico, oculta la verdad porque al menos quiere insistir por un par de días en su romanticismo, en el que él mismo ya no cree. Eso me amargó. En ese momento yo, que después de 300 páginas me había encariñado de Jim y había leído, entre tanto, otros libros, me di cuenta de que Tom, a diferencia de Don Quijote, su alma gemela, no estaba dispuesto a renunciar a la realidad por sus sueños sagrados, a reemplazar la realidad por sus sueños, sino que se conformaba con simplemente imaginárselos; que nunca había creído completamente en sus sueños acerca de Ivanhoe o el Conde de Montecristo; que él los descubría como disparates y excrecencias de una fantasía histérica y tan solo quería jugar un poco más con éstos. El comentario lacónico de Hucks: “Tom le dio a Jim cuarenta dólares por haber sido tan paciente como nuestro prisionero y haber jugado muy bien su papel”. Para Jim no se trataba de ningún juego, y cuarenta dólares son apenas diez más que treinta monedas de plata. Durante muchos años ya no me asomé al Tom Sawyer, tan sólo leí Huckleberry Finn.
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La literatura provoca la guerra
Niño sin padre y madre
Antes de 1861 (antes del comienzo de la Guerra Civil), el sur de los Estados Unidos era una “Tierra de Walter-Scott” —con ello Mark Twain se refería a la mentalidad, según él, del todo romántica de los estados situados al sur de la Línea Mason-Dixon, que obtenía su energía y atractivo sobre todo de las novelas de Walter Scott; una mentalidad que en las personas de todas las clases sociales, sí, incluso en los esclavos, determinaba la visión de las cosas, las relaciones mundiales y la vida hasta en su rutina diaria. En realidad, hoy en día uno difícilmente puede imaginarse que la literatura novelística sea capaz de provocar tal delirio colectivo. En una exageración irónica, Mark Twain culpa a las novelas scottianas de la Guerra Civil, debido a que éstas habían forjado férreos empecinamientos de los ya de por sí dudosos ideales de su país, adictas al hundimiento, enamoradas de la derrota como el verdadero triunfo moral. El gran hombre del norte, Abraham Lincoln, también vio una de las causas de la guerra en una novela, a saber, La cabaña del tío Tom, que había propagado la infamia del racismo en el país y en el mundo. En el primer año de la Guerra Civil habría recibido a la autora Harriet Beecher Stowe, a quien saludó con las siguientes palabras: “So this is the little Lady who started this big war.” Once años después de haber terminado la Guerra Civil apareció Las aventuras de Tom Sawyer. Cuando se repara en los estragos que ocasionó esta guerra en cuatro años —y por cierto exclusivamente en los estados confederados—, uno se asombra que en el libro haya tan pocos rastros de ello. 650,000 era el número de muertos a lamentar, el sur estaba destrozado: económica, política y psicológicamente. Se había hundido un mundo. Al hombre se le había usurpado el orgullo, la fe y el pasado. De eso no se advierte nada en las narraciones de Tom y Huck.
Bueno, Mark Twain cuenta de su propia infancia y juventud, la cual vivió antes de la guerra en la pequeña ciudad de Hannibal a las orillas del Mississippi. Pero él es una cabeza demasiado política, está demasiado arraigado a su presente, comprometido de manera demasiado concienzuda para con el presente como para haberse conformado con un idilio nostálgico. Tom es huérfano. Se guarda silencio sobre sus padres, sobre su vida, así como sobre las condiciones de su muerte. Tom se cría con su tía Polly. También Huck carece de madre. Su padre es un fracasado que no es capaz —o ya no lo es más— de integrarse en la sociedad. ¿Qué sucedió en la vida de esta gente? Mark Twain podía fiarse de que sus lectores estadounidenses complementaran lo que él dejaba de lado a partir de sus propias experiencias, de que ellos trasladaran a su tiempo lo que provenía de otra época. Después de la guerra había ejércitos de niños vagando. Todos los horrores habían sucedido en el sur, pues en el área de la Unión no había tenido lugar prácticamente ningún combate. Quien no desea conformarse con datos tan pobres, lea Tales of Soldiers and Civilians, del para nosotros demasiado poco conocido Ambrose Bierce que participó en esta guerra del lado de la Unión, y que informó de ella en imágenes de pesadilla, imágenes que no se olvidan porque regresan por las noches. Tal vez Tom es —haciendo una torcedura anacrónica— uno de esos niños que en la guerra perdieron a su padre y a su madre, que mudos y sordos, con los ojos desorbitados porque sus párpados han fracasado en su función, fueron encontrados entre escombros. ¿Acaso no se parece el padre de Huck a numerosos veteranos a quienes la guerra enloqueció debido a que vieron y perdieron todo? Él, que normalmente habla demasiado, no cuenta nada de su esposa, nada de los primeros años de Huck. Nuestros pequeños héroes carecen de
El pequeño marginado Huckleberry Finn, sin educación y ni siquiera muy vivo, es la pragmática respuesta estadounidense a la filosofía de Jean-Jacques Rousseau
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pasado, de recuerdos, comienzan su vida a partir de una tabula rasa —lo que por supuesto no significa que sus oportunidades sean las mismas. Desde entonces los niños abandonados o completamente huérfanos son un tópico de la literatura estadounidense, desde los niños traumatizados de Henry James y los tipos enfocados en ascender de posición de William Dean Howell, sin olvidar los cuentos de “Nick Adams” de Ernest Hemingway, hasta las historietas de Walt Disney, en donde no hay ningún padre, ninguna madre, sólo tíos y tías. Una respuesta literaria a Jean-Jacques Rousseau
Abraham Lincoln, cuya elección como Presidente motivó la salida de la Unión de una gran parte de los estados del sur, había definido como objetivo principal de la guerra la abolición de la esclavitud. Con ello se daba a los disidentes la razón, no sólo ideológica, sino sobre todo económica, para la guerra, pues la economía del sur se basaba en la explotación de la población negra. Lo que por cierto condujo a los intelectuales a una situación esquizofrénica, ya que estaban del todo conscientes de que seguramente no era posible poner en consonancia su existencia con las sublimes exigencias de la Ilustración, que finalmente también deseaban fijarse como meta. Cien años antes de la guerra, Thomas Jefferson ya lo había resumido en una imagen impresionante: “Cabalgamos el tigre y no podemos ni mantenernos eternamente en la silla de montar ni descender. En un platillo de la balanza se encuentra la justicia, en el otro la supervivencia.” De este conflicto la gente se refugió en los mundos imaginarios de un Walter Scott o de un Alexandre Dumas, donde incuestionablemente se mostraba lo que era honor, nobleza, justicia y, sobre todo, lo que era un lugar en la sociedad deseado por Dios. La gente actuaba como si la tragedia de su existencia fuera literatura, mecida y dirigida por un autor omnisciente. Deseaban ser personajes literarios, no, querían actuar como si lo fueran. Contra esta actitud escribió Mark Twain. El pequeño marginado Huckleberry Finn, sin educación y ni siquiera muy vivo, es la pragmática respuesta estadounidense a la filosofía de Jean-Jacques Rousseau; él desenmascara con sus modestas historias todas las palabras sublimes en tanto ideología: embustera, intolerante, ajena al mundo, asesina.
¿La alternativa? Desde el norte habla con voz aguda, fanática y fistulosa el yanqui adicto al trabajo, codicioso y puritano. Él predica la libertad. Pero la libertad es un concepto de doble filo: un concepto romántico, sí; pero justamente también uno económico, como lo analizó Marx, en el sentido de: poder disponer libremente de su propia mano de obra, es decir, tener que venderla para vivir. Muchos de los esclavos liberados se mudaron al norte con la esperanza de poder llevar ahí un vida libre de racismo. Se integraron al proletariado de las ciudades, conformaron no pocas veces el ejército industrial de reserva, que a los capitalistas les vino de perlas, porque éste hizo que descendieran los sueldos. La alternativa de la esclavitud no era la libertad, sino el trabajo libre remunerado. Tom, un caballero del sur
Tom Sawyer representa el sur, el “virginiano” —esta es la intención satírica de su creador. Esta intención, como no la comprendía, me confundió de niño. La sátira como instrumento del moralista juega siempre con la pregunta: ¿Qué pasaría si? Y: ¿Cómo podría continuar? Así tal vez: Tom se volverá adulto y verá sus sueños, también los malos, como a sus nietos, indulgente, moviendo la cabeza en señal de desaprobación. Al preguntársele sobre su origen, no citará el juicio de su creador Mark Twain sobre el país a orillas del Ol’ Man River, sino tal vez a James Fenimore Cooper, un yanqui empedernido que anuncia con gran pose de triunfador: “En lo que concierne a cultura y educación, los caballeros del sur son superiores a todos los demás.” Ya no se es caballero del sur porque no existe “el sur”. Pero de pasada se menciona con mucho gusto que se desciende de los de ahí abajo. Sí, Tom sin duda se incoporará al victorioso norte, porque el norte representa la razón y porque ofrece muchas oportunidades, y porque, lo que ahí signifique oportunidades, fácilmente se deja calcular en dinero. Tom traicionará con un encogimiento de hombros el pesimismo elegíaco del sur y preferirá ver en el cine el esplendor de heroicas derrotas. Tal vez la tragedia endulce un poco el alma, pero sólo pasajeramente y sólo cuando al mismo tiempo no abarca al hombre completo —se quiere leer sobre el Gran Gatsby, pero de todos modos se desea ser otro, de preferencia una figura no literaria. Tom Sawyer se ha emancipado de Mark Twain yéndose a la realidad y, con ello, a la insignificancia.
¿Y qué será de Huckleberry Finn? ¿Un alcohólico underdog como su padre? ¿O ahora sí aceptará la oferta de la sociedad de convertirse en un joven decente y bien vestido? No es muy probable. Sus últimas palabras: “La tía Sally me quiere adoptar y civilizar, y eso no lo soporto.” El manipulador y el pragmático
Hay dos episodios —uno en el libro de Tom, otro en la historia contada por Huck— que se pueden comparar y que seguramente Mark Twain también pretendía compararlos: las dos aventuras en la Isla Jackson. En el primer episodio se cuenta de Tom, Huck y Joe Harper, que han huido de su casa y se esconden en la isla del Mississippi. Tom se entera de que en el pueblo los muchachos son tenidos por muertos, se cree que se han ahogado; y se entera de que el domingo se planea una misa de réquiem para ellos. ¡Qué gran triunfo! ¡Tom quiere celebrar su —sobre todo su— resurrección ante toda la ciudad! Quiere entrar a la iglesia como vencedor. Completamente en consonancia con los sueños e ideologías del glorioso sur, ve en la muerte heroica la mayor de las glorias. Pero él quiere ambas, la gloria y la vida. La vida es pragramática, y así está bien. Finge estar muerto. Quiere disfrutar el duelo de los otros, el duelo de ellos es la medida de su gloria. ¿Pero de qué sirve la gloria si no se puede disfrutar? Con mucho gusto dejamos que otro muera en lugar de nosotros. ¿Por qué no el fantasma de nuestro yo?
Es natural que a Huck no le importe mucho todo ese teatro. Él no tiene a nadie que pueda dolerse por él. No entiende por qué uno quiere ser tenido por muerto, si finalmente ya no quiere ser tenido por muerto. La gloria no significa nada para él. Con ello Tom nunca lo ha podido atraer. Él le teme a los espíritus y fantasmas, a las verrugas y al diablo. Tom no cree en estas cosas sobrenaturales, o sólo un poco. Chantajea a su amigo inventando historias de fantasmas. Tom maneja bien el arte de guiar a la gente, dirigirla... manipularla. Huck nos cuenta en su historia que él también ha huido a la isla y ha escenificado su propia muerte. Pero quería ser tenido por muerto, y de una vez por todas. Quería liberarse de su padre y de todas las persecusiones de la civilizada San Petersburgo. Deseaba ser olvidado. De manera definitiva. Sacrificó a un puerco, sumergió su chamarra en la sangre, se arrancó cabellos y los esparció encima. Él, que siempre permaneció fuera de la sociedad, rompió con todo. Se juntó con Jim, el esclavo fugado. Por el Mississippi se salieron del mundo... directamente a nuestros corazones. No, Huck no es apropiado para la sátira, y mucho menos para los sueños y la cursilería romántica. Aunque la superstición lo acompaña cada hora de su vida, sigue siendo un pragmático; quizás justamente por eso: contra la noche sólo hay un remedio: el día. Y así la literatura estadounidense debe su existencia a este joven de trece años, Huckleberry Finn. Eso lo sabían los escritores mucho antes de que Hemingway lo expresara.
Román Eguía / Sabinosaurio (detalle ) / 30 x 30 cm
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Abajo: Román Eguía / Peyote bonete / Aguafuerte / 30 x 30 cm
Arriba: Román Eguía / Sabinosaurio (detalle ) / Aguafuerte / 30 x 30 cm
La vida real: en ruinas
Al final de su vida, Samuel Langhorne Clemens alias Mark Twain era el escritor estadounidense más conocido. Los lectores lo amaban, los colegas lo apreciaban. G. B. Shaw estaba convencido de “que el futuro historiador estadounidense encontraría su obra igual de imprescindible que un historiador francés los tratados políticos de Voltaire”; Rudyard Kipling revistió el nombre de Twain con el atributo “divino” y lo emparentó con Cervantes (lo que supone una mayor exaltación); incluso el malhumorado de Knut Hamsun, que lo llamó de manera algo despectiva “bromista genial”, lo envidiaba por su talento para la comicidad paradójica (algo así como: “El hombre era tan pequeño que tenía que subirse a la silla para rascarse la cabeza”). Sin embargo, la vida privada de Twain yacía en ruinas. Una aventura empresarial, es decir, la participación en una editorial, fracasó, lo cual lo forzó a emprender prolongados viajes por todo el mundo para dar lecturas. Intentó vincularse de nuevo al éxito de su saga para niños y escribió, a manera de continuación, las novelas Tom Sawyer Abroad y Tom Sawyer Detective, libros flojos con los que arriesgó la gloria literaria de su héroe. Al final estaba solo y amargado. Dos de sus hijas habían muerto, lo mismo que su esposa. Sin embargo no deseaba ceder a nadie la configuración de su gloria póstuma. Contrató a un biógrafo y le dictó la historia de su vida. Él, el demócrata ilustrado, el convencido anti-romántico, el gran cantor de la idea estadounidense, riñe allí con
su país, duda de las esperanzas que había asentado antiguamente en los tiempos de la industrialización, injuria a sus amigos, se desespera de la vida. En su última obra narrativa, El forastero misterioso, publicada apenas seis años después de su muerte, deja decir a su protagonista: “No hay Dios, ni universo, ni humanidad, ni vida terrestre, ni cielo, ni infierno. Todo es un sueño, un sueño grotesco y estulto. Nada existe, sólo tú”. Mark Twain murió el 21 de abril de 1910 en su casa en Redding, Connecticut. Vivió 75 años
El primer interlocutor Título: Diario, tomo I, 1911-1927. Edición crítica, introducción, notas, fichas biobibliográficas e índice de Alfonso Rangel Guerra Autor: Alfonso Reyes Editoriales: FCE / UANL / UNAM / UAM / El Colegio de México / El Colegio Nacional / Conaculta / Academia Mexicana de la Lengua Año: 2010
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a esperada aparición del primer tomo del Diario de Alfonso Reyes confirma la sospecha: estamos ante un escritor de dimensiones colosales, al cual es imposible encasillar con un solo adjetivo. El proyecto de la edición del Diario así lo manifiesta: la impresión de quince cuadernos manuscritos que cubren casi cincuenta años, ordenados ahora en siete volúmenes (tomo I: 1911-1927; II: 1927-1930; III: 1930-1936; IV: 1936-1939; V: 1939-1945; VI: 1945-1951; y VII: 1951:1959), bajo el cuidado de un equipo de especialistas en la obra de Reyes: Alfonso Rangel Guerra, Adolfo Castañón, Jorge Ruedas de la Serna, Alberto Enríquez Perea, Javier Garciadiego, Víctor Díaz Arciniega, Fernando Curiel y Belem Clark de Lara. Y catorce años de arduo trabajo editorial. Existe una edición anterior de estos escritos (de 1911 a 1930), publicada en 1969 por la Universidad de Guanajuato, y que dicha publicación desencadena una serie de cuestionamientos, pues parte de los manuscritos originales se perdieron durante el proceso de impresión, dejando el libro como el texto base.
La presente edición del tomo I corre a cargo de Alfonso Rangel Guerra, y debo decir que su trabajo es muy acertado: fija el texto, despeja dudas, pone en claro los orígenes del proyecto, coteja las diversas versiones y establece un corpus de base. Tarea inútil tratar de homogenizar la lectura de la obra alfonsina, cada cual hará su antología y sacará sus conclusiones. Porque nos enfrentamos a un proceso constante de creación y reflexión. Estamos ante una escritura que se expande de un párrafo a otro y no se cierra en libros, sino en temas, formas y obsesiones. Una escritura que se muestra pública e íntima a la vez, sin descuidar ninguno de sus múltiples y posibles lectores. Hoy salen a la luz los primeros trazos de estos textos íntimos, ubicados “al reverso” de las obras más conocidas. Elías Canetti, en su ensayo “Diálogo con el interlocutor cruel”, hizo una reflexión sobre la redacción de diarios que viene a cuento: ¿por qué un escritor, cuyo trabajo es precisamente escribir y escribir, precisa llevar un diario? Su respuesta es clarificadora: para buscar al interlocutor íntimo y más exigente (y, muchas veces, el más cruel): uno mismo. La lectura de este primer tomo
del Diario así lo confirma. No hay aquí complacencias ni concesiones, sino un diálogo directo. Faltaría a la verdad si dijera que este primer volumen cubre las expectativas de los lectores que buscan al Reyes polémico, de aquellos que esperaban detalles íntimos de su vida y de su mundo. No; este Diario es una herramienta de trabajo, su lectura debe ser el complemento del resto de la obra alfonsina. Sólo en esa combinación adquiere sentido. El volumen cubre el periodo que va de 1911 a 1927. Años de formaciones y confirmaciones, de momentos cruciales. Periodo también de poca escritura autobiográfica: el peso de la vida cotidiana no dejaba tiempo para apartarse; Reyes intentó mucho después resignificar esos días. El resultado: el cruce constante entre el diario y la memoria, dos géneros cercanos, pero jamás idénticos. Los antecedentes del Diario datan justamente del momento en que Reyes confirma su deseo de ser escritor y con ello se “aleja” de la estela de su padre, el militar y político Bernardo Reyes, que prefirió la espada en lugar de la pluma. El quiebre anticipa la catástrofe:
el momento era el de la escritura, no el de la acción. El padre muere acribillado en febrero de 1913 y el hijo suspende los apuntes iniciales y emprende el exilio. Así, las breves entradas del Diario dan cuenta sucinta del largo periplo que va desde el inicio del conflicto político entre el general Reyes y Francisco Madero en 1911 y su abrupta salida de México en 1913, hasta la preparación de su viaje a Buenos Aires en 1927. En ese lapso vivió entre Francia y España, con algunos retornos esporádicos a México (1924 y 1927). Pero, en rigor, el Diario no comienza a tomar forma hasta 1924: los textos precedentes, “Días aciagos” (con anotaciones de los días 3, 7, 15 y 16 de septiembre de 1911) y “1912- 1914” (una nota escrita en 1947 y las entradas de los días 2, 8, 9 y 10 de octubre de 1914) son apenas acercamientos a este género. El 30 de marzo de 1955 Reyes publica en el periódico regiomontano Vida Universitaria el artículo “De mi vida y mi obra”, ahí consigna: “Regreso a México el 7 de mayo de 1924. Diez días después cumplí 35 años. Dos meses después comencé un diario en forma, escueto y reducido a datos sobre mi vida y mi trabajo, casi sin emociones ni ideas. Estimo que me servirá solamente como cantera para memorias futuras”. Ya en 1947, luego de una crisis cardíaca, Reyes proyecta la publicación de su Diario; es en este momento que comienza a retocar sus escritos más antiguos. El 18 de junio de ese año, anota: “He empezado a preparar la posible publicación de mi Diario, al menos las páginas más viejas”. Tres días después, el 21 de junio, advierte: “La irregularidad con que he llevado este Diario me pone en duros trances ahora que quiero empezar a publicar lo publicable de
su contenido. Noto grandes huecos y no acierto a llenarlos”. Entonces comienza la disyuntiva: ¿publicar el Diario o trabajar en otro de sus proyectos autobiográficos: las Memorias? ¿Tiene sentido publicar ambos? Para Reyes esto sería redundante y trabajoso. Es fácil adivinar la elección final. El 25 de junio sentencia: “Aunque sigo revolviendo papeles viejos, desisto de publicar el Diario como tal, a parte de las Memorias: es multiplicarlos antes sin necesidad, y la elaboración de las Memorias es más plena e inteligente que la del Diario. En las memorias caben correspondencias y hasta papeles de informes diplomáticos”. A partir de entonces, el Diario permanecería como un documento íntimo, como un diálogo personal y autocrítico. En este primer volumen podemos apreciar el esfuerzo por dar coherencia a estos escritos iniciales. Contemplamos, asimismo, buena parte de los apuntes originales, rescatados para esta edición y que demuestran la reelaboración de la impresión de 1969. La confrontación es inevitable. Dos intenciones y dos lecturas diversas. Las anotaciones van dirigidas al lector íntimo: son cortas y precisas; las memorias elaboran un argumento teleológico. Los apuntes muestran la incertidumbre de lo cotidiano. Son los días más inciertos para Reyes porque su vocación literaria se ve constantemente amenazada por la realidad más inmediata: escribir para sobrevivir y sobrevivir para soñar con la llegada de tiempos mejores. Las primeras palabras del Diario, anotadas el domingo 3 de septiembre de 1911, así lo expresan: “Escribo un signo funesto”. La casa paterna está “tomada” por hombres armados, hay ajetreo y los rumores corren rápidamente. La vida del padre está en vilo. Más adelante
apunta: “Atmósfera impropicia (¿o propicia?) a mis ejercicios espirituales. ¡Y estos días estaba yo tan enamorado de los análisis minuciosos y lentos!”. El joven escritor duerme con un fusil recargado junto a la cabecera. El primer alboroto pasa y llega luego el silencio de casi tres años. La tragedia cerró la garganta y atrofió la mano por un buen tiempo. La caída del padre detonó la suspensión del Diario: “Lo demás no puedo contarlo, aunque queda en el recuerdo de todos. Cuando vi caer a aquel Atlas, creí que se derrumbaría el mundo. Hay, desde entonces, una ruina en mi corazón”. La década que va de 1914 a 1924 representó para Reyes la más difícil; enumero rápidamente: primero presenciamos su forzado ingreso a la diplomacia en la Legación Mexicana en Francia, empleo aceptado a las carreras con tal de salir del país tras la muerte de su padre; luego, al año de arribar a Europa, su abrupta salida del servicio diplomático al caer Victoriano Huerta en México y estallar la Primera Guerra Mundial; con la incertidumbre a cuestas, viene “la huida” a España, sin un céntimo y armado sólo de su trabajo como escritor: durante cinco años sobrevivirá redactando a diario notas y artículos para periódicos y revistas; y, finalmente, reingresará al cuerpo diplomático al asumir Álvaro Obregón la presidencia. ¿Y del Diario? Nada, ni un registro, ni una nota. La circunstancia no daba para más. A partir de 1924 comienza una etapa de reordenamiento. Reyes busca consolidar su carrera de escritor y su trabajo como diplomático. México se organiza y estructura su burocracia para perpetuar el nuevo sistema. Ese mismo año, nuestro autor vuelve a su patria tras once años de ausencia. Ha pasado todo: La Revolución, la
reforma cultural de Vasconcelos… y él se siente desorientado, desconocido. Necesita confirmar su pertenencia al proceso y sólo tiene su escritura. El inicio del primer cuaderno está lleno de referencias a su propio trabajo: es la recopilación de todo lo que ha escrito hasta entonces. Una bitácora de su profesión. Da cuenta de los libros que ha escrito y de su difusión. Necesita probarse, convencerse de que ha hecho algo; el interlocutor es exigente y sólo pide hechos, no proyectos ni aspiraciones. Ese será el tenor de las entradas hasta 1927. Asegurar un puesto laboral y ganar horas al día para escribir y leer. Las anotaciones van desde el registro de los rumores políticos hasta las opiniones literarias. El 17 de enero de 1926 se lamenta desde su piso parisino: “He dejado pasar mil y mil cosas, y no por pereza, sino por absoluta falta de tiempo para sentarme a escribir. Voy a ver si me acostumbro a hacer estas notas semana a semana, los
domingos por la mañana, mientras tocan las campanas y órganos de las iglesias vecinas”. Gracias a esa disciplina, comprobamos que Reyes no era un escritor solitario, y que compartía sus creaciones en espera de respuestas y críticas, así lo registra el 22 de diciembre de 1925: “Una de estas noches —no sé cuándo— leí mi Ifigenia y comentario (más un breve comentario de ocasión) en casa de Zaldumbide, con asistencia de escritores hispanos y franceses”. Finalmente, al confrontar estas notas con el “Manuscrito de 1947” (incluido en el volumen como apéndice) podemos apreciar el contraste. Un ejemplo entre muchos. Diario, 7 de marzo de 1925: “Acabé mi tournée. En lo esencial, enderecé el inconcebible caos de la legación. Encontré casa que ya me están arreglando…” Manuscrito de 1947: “Acabé mi tournée y arreglé el inconcebible desorden de la legación, donde ni siquiera había archivo, sino que se encimaban los papeles
en torre sobre una mesa”. El Reyes de 1925 apenas tiene tiempo para dar cuenta de su vida, debe trabajar y sobrevivir; el de 1947 rememora aquellos días, rescata los detalles, trabaja con la memoria y describe una trayectoria en ascenso. Entre el diarista y el memorista, opto por el primero, aceptando el riesgo de una escritura menos emocionante, pero más esclarecedora. Esperaremos ahora la publicación de los seis tomos restantes para iluminar el proceso de consolidación como escritor de primer orden: ¿qué descubriremos en esos cuadernos restantes? Imposible adivinarlo con certeza. Podemos, eso sí, anticipar el tenor de su escritura: un diálogo largo y crítico con el primer interlocutor.
Víctor Barrera Enderle
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Tolvaneras persistentes
Título: Persistencia de las tolvaneras Autor: José Juan Zapata Pacheco Editorial: UANL Año: 2009
En una ronda de sotol abordas el polvo.
José Juan Zapata Pacheco
as tolvaneras son esos remolinos de tierra y/o polvo que se forman en los desiertos, en este caso, en el desierto coahuilense; el lagunero en particular. Las ventanas de toda edificación, casas particulares, negocios, instituciones educativas y toda construcción física, deberán cerrarse, para que no nos invadan a través de resquicios, huecos, ventanales, puertas y cubran de polvo los muebles, las camas, los rostros… así durante todo el año en la Comarca Lagunera. Persistencia de las tolvaneras es el primer poemario de José Juan Zapata Pacheco (Torreón, 1984). Aquí el joven poeta, con polvo en el rostro y lucidez en la expresión, persiste. Y
junto al aire del desierto contempla, construye y canta tolvaneras. El libro se compone de cuatro partes o estancias poéticas: “Persistencias”, “Poemas oceánicos en ausencia de mar”, “Albas” y “El jardín”. En la primera y más extensa de las partes, en el poema “Oleajes”, dice Zapata Pacheco: “La cresta de la tolvanera siempre azota en los adobes / dejando brasas de canto y ceniza en las llanuras”. Desde el principio José Juan Zapata decide describirnos y darnos un recorrido visual por la geografía desértica y el redescubrimiento de lo que hay en ella (el amor, la poesía) a través de finas imágenes. Este libro es una zona de tolvaneras que persiste en la palabra del poeta que conoce y siente el canto cardenche en su cuerpo: “A jornadas de océanos se distancian polifonías de alcoholes. / Cardenches y corsos desgajan tierra que se incendia en alborada”. Y es ese dolor, mezclado
con la nostalgia de la tierra amada y abandonada, es el tono que José Juan Zapata frecuenta para contarnos la hazaña de ser él mismo tierra, de venir de ella y cantar sobre la tierra. El poemario conserva rasgos tradicionales en la forma y en el fondo, está entretejido, se vislumbra, a través de una serie de lecturas de otros vates que han recorrido esos desiertos, como el caso de sus coterráneos Miguel Morales, autor de La celebración del chamán y Marco A. Jiménez, de Arena de hábito lunar, entre otros títulos. Pero estos rasgos tradicionales se acompañan de una expresión fresca que no se diluye al transcurrir del libro. Y va creando su propia voz desértica. Esto es lo virtuoso de este poemario, a mi parecer, y por lo que atrae leerlo: su originalidad y frescura. Agradezco que Zapata Pacheco opte por no utilizar un lenguaje rebuscado y muchas veces hueco y sensacionalista que tanto daña
Esta perra sí que es brava Título: Perra brava Autora: Orfa Alarcón Editorial: Planeta Año: 2010
a mucha poesía que se escribe actualmente. Aunado a una sencilla pero bella edición realizada por la UANL, donde leemos los poemas en una disposición apaisada, es decir, en un formato para leer de una manera atractiva y fresca, como el mismo contenido del libro. Hay que leer Persistencia de las tolvaneras para abrir y alimentar el paisaje que tenemos de la poesía joven mexicana, en este caso, la que se escribe desde el noreste de México. Descubriremos por medio de límpidas metáforas que somos esa nada en medio de las tolvaneras del desierto. Julio César Félix Lerma
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arece muy fácil, y así resulta, ubicar Perra brava de Orfa Alarcón en el cajón de la narrativa del narcotráfico. Es fácil. Basta rastrear algunos detalles como los hechos cotidianos a los que se enfrenta Fernanda Salas, la protagonista: su novio llega a casa en vehículos de modelo reciente, rodeado de más vehículos y hombres fieles a su mandato; el dinero cae a sus manos en fajos y sus tarjetas se pagan solas; pistolas en la guantera; marihuana en vez de tabaco, para evitar el cáncer; ropa de marca; una cabeza escondida en su coche; enfrentamientos entre policías y militares; políticos corruptos; prostitutas; rondar las calles para cuidar el territorio, para mantener el respeto; ejecuciones y cuerpos
estuviera con Julio. Nunca. (…) Sobre mí estaba Julio, y sobre Julio no había ley”. Y así, esta novela del narco (porque sí, lo es) adquiere matices para ir más allá. Alarcón es inteligente al entramar la crudeza de un relato que nos habla de una realidad violenta que se explica y enraíza bien en el contexto regiomontano (hablar de valores pero vivir de la apariencia; señor caballero es don dinero; la importancia de tener más, cada vez más para ver si así se callan estas voces que gritan desde el vacío; tapar el hueco, llenar el pozo del alma…), y al mismo tiempo forja la psicología de un personaje producto de este panorama: Fernanda Salas, Perra brava. Fernanda busca dueño, quiere sentirse protegida. Sabe que tiene un hueco muy adentro y que se vería todo cool materializado como salida de su nuca. Fernanda atrapada en una sociedad hipócrita (micro y magno, de su entorno doméstico y del común nuevoleonés). Fernanda en su remolino del infierno, signada por la herencia, por la muerte. En la tragedia griega esto no se acaba hasta que se acaba. Por más dolor que haya. Por más sangre que… “Tráiganme la cabeza de Juan el Bautista”, Salomé de Wilde. Una cabeza en el auto no sirve. Otra, en la televisión. En la cajuela el padre: su cabeza ahí a merced. En común el mismo verdugo. La figura de protección. El deseo de la perra brava es sentirse a salvo. Protección. Salvada de la vida. Y el error del
verdugo fue aceptarse humano demasiado humano: entonces el amor, entonces los papeles se invierten y eso no entra en los planes de Fernanda enamorada de la muerte: “porque yo siempre quise morirme por eso había acomodado mi cuello entre sus dientes”. Julio a Fernanda “no dejes que te empine”. Fernanda con el verdugo entre sus manos. Fernanda que quiere ser empinada. Julio ya no es Julio. Julio es hybris, ¿el verdugo? Tráiganme la cabeza. Fernanda Salomé de Wilde. Un último beso. Cita con el hado. El hueco de la nuca se abre. En la cajuela el padre. El error de Julio: enamorarse. Fernanda desea morir “el día que vayas a dejarme, antes de que salgas por esa puerta me metes un tiro por la nuca”. El verdugo ofrece otra cabeza: la víbora muerde su propia cola. Fernanda obligada a vivir en el infierno. Orfa Alarcón usa de pretexto la narrativa del narco para plantear otras historias. Para criticar con filo la hipocresía de una sociedad que ahora se muestra parapetada ante el monstruo que ella misma parió (la serpiente se muerde la cola). Para indagar en la otredad femenina, esa que habita todos los rincones pero que la visión masculina se afana en silenciar (y que Salomé exige). Para darle voz a quienes no la tienen. Y todo esto a ritmo de hip hop y de ladridos: “¿Dónde están, perros? Quiero verlos gritando…”. Odvidio Reyna García
Miguel Canseco / Sin título (en monotono) / Tinta china / 15 x 10 cm
manchados de sangre. Sangre. Pero la sangre… Sangre. La madre asesinada encima de la hija y el comienzo del debacle. “Tráiganme la cabeza de Juan el Bautista”, la Salomé bíblica pide venganza. Fernanda Salas puede pedir la cabeza de su padre y así cerrar por fin una historia que la ha marcado de por vida: “Podría pedir en una charola de plata la cabeza de mi padre”, más que por su madre, por ella misma. Como en la tragedia griega, en donde un hecho desencadena una serie de actos que tarde o temprano llevan al punto de conflicto y desenlace, Fernanda Brava se ha dejado llevar por las corrientes del Leteo, río de sangre, de muerte, de herencia, de orfandad; he aquí su praxis. Perra Salas busca dueño. “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Algunos pensarán que en Perra brava, Alarcón, como su personaje, equivoca su camino y en lugar de denunciar, vanagloria y termina rendida: la figura masculina parece ser retratada con deslumbramiento: Julio es un salvaje que no le teme a nada; Julio es alto, moreno, y más guapo que el Babo (lo que sea que esto signifique); Julio es dominante, macho, nada lo quiebra. Pero no es así. Fernanda está consciente de su búsqueda personal, por eso necesita de Julio. Fernanda puede doblegarse completa. Nunca más otra pérdida. No más con el sentimiento de desamparo. Tiro en la nuca a la orfandad. “Nada me pasaría mientras
Título: Todo aquí es polvo Autora: Esther Seligson Editorial: Bruguera Año: 2010
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oda autobiografía instala al “yo” con una postura estética determinada, y aunque esta frase resulte tautológica, sirve de apoyo para enlazar lo que sigue: todo registro de nuestra identidad, del propio “yo”, en suma, implica narrar el entramado concreto entre ese “yo” y “el otro”. Sus diálogos, sus dinámicas, sus contrastes, hasta su intensidad. Para el caso de Todo aquí es polvo, de Esther Seligson, agrego que la muerte de los otros es una de las constantes de la trama. También, claro, el amor; y la libertad. Y quizá esta presencia tan nítida de los otros sea una de las claves más hermosas de la autobiografía, publicada en 2010, corregida y “aumentada” pocas semanas antes de la muerte de la autora. Esther Seligson nació en el Distrito Federal en 1941, residió en Europa y en Asia. Estudió Letras en la UNAM; además de sus ensayos y obra narrativa, fue traductora. Los otros, entonces, serán los puntos de anclaje donde se despliega un relato que, lejos del anecdotario superficial y del chismerío biográfico, articula una suerte de semblanza afectiva que se acerca al ensayo, indagando en la reflexión mística y filosófica. Casi no hay, por tanto, referencias a su escritura de ficción, sí, en cambio, a diarios y cartas nunca enviadas, y
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sobre todo, a muchísimas lecturas. Las citas de Rilke, de Goethe, de Shakespeare, de Cioran y talmudistas y cabalistas, apuntalan —dialogan— con una prosa que se expande y fluye como agua de la memoria y del olvido, como registro de su espiritualidad. “Pero resulta que sustituimos con imaginación la falta de memoria”, apunta Seligson, y luego agrega, “ya que es falsa la fidelidad a la memoria”. Dividido en cuatro partes, con un tono sostenido, y párrafos de una hermosa tensión poética, el libro se construye sobre núcleos temáticos, no temporales. La crónica es matizada, las ligaduras —afectivas, conceptuales— van dictaminando la narración. Por eso, primeramente, la escritura recorre la muerte de su madre, de su padre, y la figura de su hermana; luego, su propia infancia que se ahonda al hablar de la infancia de sus hijos; después, sus amores y su sexualidad. Y por último, ese otro estará signado por la ciudad: un mosaico de personajes disímiles, intensos, que viven en Jerusalén en 2002, por ejemplo, o en el sur de la India, o Lisboa. Así, el acto de irse tendrá una fuerza avasalladora en la vida de Esther Seligson. Será el motor de lo que busca y de lo que encuentra, será para ella, dolorosamente cada vez, una
suerte de purificación, “…pues cuando descubrí que ese estado de felicidad me venía de la infancia como un don gratuito —instala para siempre en su relato— (…) decidí irme”. Extranjera, nómada, a veces caprichosa, desarmará matrimonios, cambiará ciudades, amará y escribirá. Y vivirá preguntándose: “¿cuál es el punto ciego por donde el Destino entra para cumplirse?”, hasta culminar, paradójica, prolijamente, en su sitio originario, en la ciudad de México, lugar donde muere el 8 de febrero de este 2010. Una madre severa, aunque entrañable en sus disparates; una hermana cortada, como la propia Esther, por el cuchillo filoso de la crianza, pero tan distintas —“Mátame, te pedí, mata a la hermana que es tu Esfinge (…). No quiero ser tu espejo, ni tu máscara”—; un padre de profesión orfebre, extraño, indiferente, “que consideraba [que] el Destino, así con mayúsculas, le acomodó una pésima jugada (…), la humillación y la impotencia del exilio, por no hablar de la orfandad en que el Holocausto lo dejó” conforman el mosaico de familia judía en el que transcurre la infancia de la autora. Instants of being cifra Seligson —tomando la idea de Virginia Woolf— a los momentos de felicidad, a los instantes en los que, como fósforos encendidos en la penumbra, el mundo no tiene fisuras. Y esto, antes de que su “adolescencia fuera truncada por una maternidad prematura”. El reproche familiar, el tú siempre te sales con tuya, la persigue en la primera mitad del libro; después, el corte es tajante: “… porque elegir significó abandonar; romper, desnudarse, significó lo irreversible, lo irreparable”. Significó irse, en suma. La sexualidad con sus amantes, y los aburrimientos y las separaciones de su vida conyugal, los amigos encontrados en Europa, esta cartografía afectiva de
Esther Seligson girará, narrativamente, alrededor de una de las escenas más auténticas y desgarradoras del relato: el suicidio de su hijo, de ese muchacho cuya alma no entraba en su cuerpo, muchos años antes de que la autora decida regresar a la ciudad de México. “Sólo el otro es mortal en su ser”, anota Sartre en El ser y la nada, “morimos, pues, por añadidura”. Dolida, hipnotizada por la muerte de los demás, con una prosa firme, se vuelca la fluidez de Todo aquí es polvo. Lo cierto es que si para recordar, es requisito haber olvidado, lo que construye Esther Seligson, con su verbosidad poética y sus evocaciones, resulta un libro hondo y bello.
Burroughs + Kerouac Título: Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques Autores: Jack Kerouac y William Burroughs Editorial: Anagrama Año: 2010
Marina Porcelli
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scrita en 1945, Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques, por fin se publica este año. Escrita a cuatro manos por Will Dennison (Burroughs) y Mike Ryko (Kerouac), narra la historia de un asesinato entre miembros de la misma pandilla beat. Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques repara en un momento irrepetible dentro de la Generación beat. La colaboración entres dos de sus miembros más representativos: Jack Kerouac y William Burroughs. La lectura de la obra resulta novedosa, a más de sesenta años de haber sido escrita, por el anatema generacional que representa. En incisivas ocasiones, a lo largo de su carrera, Burroughs se había pronunciado en contra de su nombramiento como un militante beat. He aquí la prueba irrefutable que desmantela la negación de Burroughs y derroca el mito de la representatividad. La pertenencia es un rasgo incierto. Cada uno elige a qué generación
pertenece, independientemente de su fecha de nacimiento. Y la novela demuestra que la elección de Burroughs fue erigirse como un beat. En Trópico de cáncer, Henry Miller declara: “Nuestros héroes han muerto o se están matando”. Kerouac no sólo tuvo la oportunidad de convivir con uno de sus ídolos, también trabajó con él. Aunque algunos críticos se han empeñado en inscribir a Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques dentro de una corriente existencialista, por el tono de la narración, en realidad la novela es un reflejo exacto de las cualidades jazzísticas que la vida de Jack experimentaba. La asociación entre ambos es la emulación de lo que Kerouac observaba en el mundo del jazz. Charlie Parker se fusionó con Miles Davis, luego Miles Davis se fusionó con John Coltrane. De la misma forma, el primer Kerouac urgía de una simbiosis. Por su parte, Burroughs al poner en manos de Kerouac y Ginsberg la
organización del manuscrito de El almuerzo desnudo confirma lo que Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques anunciaba, su evidente apego a una generación de la cual siempre renegó pero que jamás se empeñó en destruir. A partir de este episodio se convertiría en una presencia imperante en la vida de Jack. Así lo revelan la redacción de Dr. Sax, tributo de Jack hacia el ineludible Burroughs, y la influencia que ejerció la ciudad de México en ambos, sin duda propiciada por los dictados del viejo William. El choque entre las dos prosas marcaría profundamente la narrativa de ambos. En la novela podemos advertir la prehistoria del Burroughs de obras posteriores como Exterminador o Yonqui, y la constante que simbolizaría la producción futura de Jack: la búsqueda del héroe personal. Al redactar Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques, la escritura de Kerouac realizaba tres actos paralelos: uno, exploraba el reconocimiento de su modelo de la vida norteamericana
en Burroughs; dos, aplicaba a su cotidianidad, llevada a la página, dimensiones dostoievskianas; y tres, trabajaba a sus amigos como primordial materia literaria, ejemplo de ello es la historia de Lucien Carr y David Kammerer (Philip Tourian y Ramsay Allen respectivamente, en la ficción). A pesar de la admiración profesada por Burroughs y la reverencia en Dr. Sax, la figura del viejo yonqui fracasaría como modelo representativo de la vida americana. No sería hasta que apareciera Neal Cassady que Kerouac vería cumplidas todas sus expectativas respecto al prototipo de su amada América. En lo referente a Dostoievski, la novela sería la más fiel, pero a la vez la más inexacta aproximación al universo dostoievskiano por parte de los beats. Por lo anterior podemos decir que Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques es una novela fallida. Vayamos por partes: recordemos lo que sucede en Crimen y castigo. Raskolnikov, el antihéroe, asesina a dos personas, elude a la policía y al final se entrega para cumplir una condena. Después de pagar su delito se casará con Sonia. Raskolnikov mata a dos inocentes y se hace encarcelar sólo para al final poder ingresar a la sociedad. Es un largo viaje para sentirse un ente social. Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques también culmina con un homicidio, pero ocurre lo contrario. Hacia el fin de la historia Ramsey Allen se salva de la prisión gracias a que recurre al trillado truco de abogar demencia. No existe una enseñanza moral. El texto es una novela fallida. La realidad de Lucien Carr es más dostoievskiana que la ficción de Burroughs & Kerouac. Cuarenta y ocho horas después de ultimar a David Kammerer, como Raskolnikov, se presenta en la comisaria. Habla con la verdad: Kammerer era un confeso homosexual que lo acosaba
incansablemente. Paga su deuda con la sociedad, como Raskolnikov, y se reintegra a ésta. Dostoievski conocía el alma humana. No se equivocaba al someter a su protagonista al encierro. Un hombre no puede soportar en la ficción lo que es incapaz de soportar en la realidad. El Lucien Carr es un personaje más logrado que el Ramsay Allen. Con frecuencia, se hace referencia a la relación entre Lucien Carr y David Kammerer como una réplica entre el amasiato de Rimbaud con Verlaine. La diferencia radica en que entre los del siglo XIX existió una gran pasión. Y entre los beats no. El conflicto de la novela no se encuentra en la relación entre Lucien y Kammerer, ni tampoco en el crimen, se halla en la culpa que
lleva a Carr a dejarse atrapar. En este sentido, la casi totalidad de la novela se desperdicia. Gran parte de ella está dedicada a establecer un escenario, algo típicamente beat, y a retratar la época. Un deseo por legitimar la estirpe, más kerouaquiano que burroughsiano, que termina por desbalancear el texto. Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques no es el secreto mejor guardado de la Generación beat, sin embargo, plantea aspectos interesantes, como el interés en fundar una nueva mitología. Los beats nunca estuvieron tan cerca de Dostoievski. Lamentablemente el universo moral carece del golpe maestro del viejo adicto a la ruleta. Carlos Velázquez
autores
Jorge Aguilera López (México, D.F., 1979). Maestro
en letras por la UNAM. Es poeta, ensayista y crítico literario. Coautor del poemario Poesía al armar (2010), colaborador del Periódico de Poesía y miembro fundador del Seminario de Investigación en Poesía Mexicana Contemporánea. Víctor Barrera Enderle (Monterrey, 1972). Doctor
en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chile. En 2005 obtuvo la edición 17 del Certamen Nacional de Ensayo “Alfonso Reyes”. Sus libros más recientes son De la amistad literaria (2006), El reino de lo posible (2008) y Literatura y globalización (2008). (Monterrey, 1978). Estudiante de doctorado en la Universidad de California, Irvine. Es autor de La invención de la identidad en Nuevo León, siglo XIX y coautor de Sociedad, milicia y política en Nuevo León, siglos XVIII y XIX.
Alberto Barrera-Enderle
Miguel Canseco (México D.F. 1975). Estudio dibujo
y litografía en la Academia de San Carlos. Sus grabados se han expuesto en diversas bienales en México y el extranjero. Actualmente es director del Taller de Grabado El Chanate en Torreón, Coahuila Sergio Cordero (Guadalajara, Jalisco, 1961). Licenciado
en letras españolas por la UANL. Entre sus libros figuran, en poesía, Oscura lucidez (1996) y Enemigo interior (2008); en narrativa, Hermano Abel (2000) y Los ojos de Anya (2002) y, en ensayo, Escrito en el noreste (2008). Prepara una traducción del Arte Poética de Horacio. (ciudad de México, 1974). Ha sido becario del FONCA en la modalidad de Jóvenes Creadores en los periodos 2004-2005 y 2007-2008. Entre sus poemarios destacan Cabaret Provenza (2007) y La sodomía en la Nueva España (2010).
(Holguín, Cuba, 1978) Estudió periodismo y comunicación social en la Universidad de Oriente, Santiago de Cuba. Fue reportera y conductora de noticias en el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT). Es reportera y editora del periódico Vida Universitaria de la UANL. Lizbet García Rodríguez
Bárbara Jacobs (ciudad de México, 1947). Su novela más reciente es Lunas (2010), sobre un profesor de literatura y su viuda. Prepara una historia de la literatura del siglo XX a través de treinta géneros literarios. Michael Köhlmeier Hard (Austria, 1949). Es autor de
piezas radiofónicas y musicales, dramas, guiones y numerosas novelas. Sus últimas dos novelas, Bleib über Nacht y Geh mit mir, se publicaron en 2010. En 2008 le fue otorgado el Premio de Literatura Bodensee por su novela Abendland. Patricia Hernández (Torreón, Coahuila, 1977). Licenciada en
diseño gráfico y maestra en educación y desarrollo docente por la UIA Laguna. Miembro fundador del Taller El Chanate. Ha trabajado en proyectos de ilustración para editoriales en México y Estados Unidos. J. M. G. Le Clézio (Niza, Francia, 1940). Premio Nobel
de Literatura 2008. Ha publicado, entre otras novelas, El pez dorado (1997), El Africano (2004) y La música del hambre (2008). Óscar Mascareñas Garza (Monterrey). Es director
de la licenciatura en voz y danza y catedrático de música e interpretación contemporánea a nivel maestría y licenciatura en la Irish World Academy de la Universidad de Limerick, en Irlanda.
Luis Felipe Fabre
Julieta Gamboa (ciudad de México, 1981). Licenciada en lengua y literatura hispánicas por la UNAM. Ha publicado las revistas Punto de partida y Casa del tiempo, entre otras. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2008 a 2010.
(León, 1965). Narrador y ensayista. Por el relato breve Nadie los vio salir ganó el Premio de Cuento Juan Rulfo 2000. Fue becario de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation en 2001 y del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Eduardo Antonio Parra
Ximena Peredo (Monterrey, 1981). Es narradora, autora
del libro El buen entendimiento (2009). Escribe una columna de opinión semanal en el periódico El Norte desde 1998. Es activista ciudadana.
autores
(Buenos Aires, 1978). Narradora, ensayista y editora. Colabora en el suplemento Laberinto del diario Milenio. Dirigió la revista Lanzallamas durante 2003. Ha publicado el libro de cuentos De la noche rota (2009).
(Coahuila, 1978). Es autor de los libros de cuentos La biblia vaquera, libro del año en 2009 según Reforma, y La marrana negra de la literatura rosa (Sexto piso, 2010).
Marina Porcelli
Carlos Velázquez
(Monterrey, 1982). Ha publicado reseña, cuento y poesía en revistas y periódicos de la ciudad. Aparece en el libro colectivo Versos veraniegos (2008). Su primera publicación en solitario se titulará Salvajada, de próxima aparición.
Jaime Villarreal (Monterrey, 1974). Ensayista y crítico. Licenciado en letras españolas (UANL) y maestro en ciencias del lenguaje (BUAP). Su ensayo “La crítica catártica en ‘El perseguidor’ de Julio Cortázar” ganó en 2007 el concurso literario nacional Magdalena Mondragón.
Jezreel Salazar (ciudad de México, 1976). Por su libro
David Josué Zambrano de León (Monterrey, 1961).
La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis obtuvo el Premio Nacional de Ensayo “Alfonso Reyes”. También compiló el libro La conciencia imprescindible. Ensayos sobre Carlos Monsiváis para el Fondo Editorial Tierra Adentro.
Maestro y coordinador de la acentuación en música y educación musical de la Facultad de Música de la UANL, donde dirige la revista cultural FAMUS.
Odvidio Reyna García
José Antonio Salinas (Monterrey, 1977). Magíster en Psicología y Estudios de España y Latinoamérica en la Universidad de Bielefeld, Alemania. Ha publicado en diversas revistas culturales. Es coautor del audiolibro de viajes Eine Reise durch Mexiko (Yucatán). Ignacio M. Sánchez Prado. Profesor asistente de literatura latinoamericana y estudios internacionales en la Washington University in Saint Louis. Su libro Naciones intelectuales. Las fundaciones de la modernidad literaria latinoamericana (2009) recibió el premio LASA México a mejor libro académico en el área de humanidades 2010.
José Juan Zapata Pacheco (Torreón, 1984). Periodista cultural y guionista Ha sido reportero de los diarios La Opinión Milenio de Torreón y El Porvenir de Monterrey. Trabaja para el periódico Vida Universitaria de la UANL. Ha sido becario de guión cinematográfico en el Centro de Escritores de Nuevo León.