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El retorno de Apolo. Reflexiones en torno al arte de leer

El retorno de Apolo

Reflexiones en torno al arte de leer

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Jessie Noé Jaramillo Pérez

Escuela Normal de Tejupilco

Una reciente relectura del ensayo “Apolo o de la literatura” (1986), de Alfonso Reyes, me ha llevado a escribir algunas cuestiones en torno al acto de leer. En el transcurso de mi labor docente he corroborado el surgimiento de nuevos lectores, pero también el transitar de no pocos estudiantes y colegas que afirman no haber experimentado el placer de la lectura o que el acto de leer es innecesario o aburrido. Interrogantes como las siguientes siempre me acompañan: ¿qué significa leer?, ¿cómo leer?, ¿se puede enseñar esta habilidad?, ¿qué mueve a una persona a la lectura habitual?, ¿qué buscamos cuando promocionamos la lectura? El presente texto aborda dos aspectos: mi experiencia frente a la lectura y una reflexión de las palabras de Alfonso Reyes, a quien considero uno de los grandes lectores mexicanos.

Durante mi adolescencia, recuerdo haberme topado con la declaración del gran Jorge Luis Borges en su poema “Un lector”: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; / yo me jacto de las que he leído” (2011, p. 331). ¿A qué se debió mi sorpresa? A que Borges rechaza el epíteto de escritor para adjudicarse el de lector, tal y como yo pensaba que lo era. Ahora comprendo que mi ligera interpretación fue una conclusión errónea. Creí que Borges, al valorarse como lector —adjetivo que por lo general nos otorgamos en el ámbito académico y estudiantil—, enaltecía el acto de leer sobre el de escribir y que reducía su existencia creativa y artística. Llegué a pensar que si éramos iguales en el ejercicio de la lectura ¿por qué no podríamos serlo en la escritura?

Tiempo después repetí la lógica clásica: post hoc ergo propter hoc. 1 Al reflexionar más esta expresión y a partir del cambio de perspectiva que sólo los años descubren, entendí que la frase no era equívoca y que leer como un Borges es igual o quizá más complejo que emular su redacción. Desde entonces, entiendo que existe un arte de leer, un leer por necesidad,2 una vocación que anida en algunos sujetos; más aún, que esta vocación es la única forma auténtica de lectura y que cuando se habla de difusión se trata de la promoción de esta exigencia: la lectura como arte.

Hoy en día, la divulgación de la lectura se ha vuelto un cliché, una política obligada para los espacios de enseñanza, una necesidad vital en el contexto de las sociedades del conocimiento. Ante esta vorágine de facundia propagandística vale la pena revisar qué tantos avances se han conseguido; cuestionar si esta vocación puede transmitirse mediante el discurso publicitario que, en muchos casos, sólo acentúa los beneficios de la lectura, pero pone muy poca atención en los agentes, quienes —cual labradores— sembrarán esta vocación en los corazones

1 “Después de esto, por consiguiente, a causa de esto”.

Falacia de ciertos escolásticos que consideraban que si un hecho precedía a otro tenía que ser su causa (Aurea dicta, 2004, p. 435). 2 Me refiero al vocablo “necesidad” desde su acepción filosófica como aquello que nos hace ser lo que somos y sin lo cual dejaríamos de serlo.

de las nuevas generaciones. Insistiré en este punto más adelante.

El ejercicio de la lectura

Todo arte supone un ejercicio habitual y prolongado, una praxis constante cuyo resultado sea el dominio del lenguaje que se pretende asimilar. La lectura como arte también demanda el ejercicio habitual.

Desde mi perspectiva, existe una barrera a franquear, un círculo vicioso que se debe romper: la relación estrecha entre los intereses de una persona y el ejercicio de la lectura. En la escuela, me he percatado de que en la medida que se tienen mayores intereses, el acercamiento a la lectura también es más grande, sobre todo cuando la escuela no satisface esta demanda, o bien, cuando lo hace como recurso didáctico. Por el contrario, mientras menores son los intereses de un sujeto o se incentiven menos, el acercamiento a la lectura es inferior.

El problema de dicha situación radica en que la explicación, la clase y la conversación son elementos externos que muy pocos ecos tienen en los intereses de las personas. Por ejemplo, todos los días me encuentro con estudiantes que me piden recomendaciones de libros, pero un porcentaje muy pequeño los lee. En El maestro ignorante, Jacques Rancière insiste en la poca efectividad de la explicación; yo añadiría que la labor docente se reduce a la explicación como si fuera el único elemento de la enseñanza; además, es la causa de minar la capacidad de admiración del estudiante y, por ende, el deseo de leer. Pese a este panorama, también he observado que la lectura es el mejor estímulo para acrecentar los intereses de los estudiantes, pues cuando el acto se realiza por convicción y no por obligación se convierte en un elemento que acrecienta sus afectos y lo lleva a “regiones desconocidas”.3

Cuando observo los libros que hay en mi biblioteca, viene a mi mente una pregunta irremediable: ¿fui yo quien eligió los títulos o fueron ellos quienes me eligieron a mí? De alguna forma cada libro cuenta quién soy o —de acuerdo con el gran Cervantes— quién puedo llegar a ser. He aquí el poder de la lectura.

Hablar del fomento a la lectura equivale a abordar el gran planteamiento de la pedagogía: la admiración. El reto consiste en traspasar este círculo y hacer de él una espiral. En otras palabras, irrumpir en los intereses de un sujeto para que tenga la necesidad de leer y, en consecuencia, que la lectura sea la que alimente su capacidad de admiración, pues ésta demandará nuevas exploraciones. Pero ¿cómo lograrlo? En las disciplinas artísticas se hallan dos conceptos: esfuerzo y maestría.

No concibo el dominio de un arte sin esfuerzo ni maestría; ambas palabras, que poco gustan en la actualidad, son fundamentales en la adquisición de los len-

3 En la cuestión 31 de “Apolo o de la literatura”, Reyes concluye: “Un lector es cosa tan respetable como un sujeto psíquico que lanza su alma a volar por otras regiones” (1986, p. 104). guajes artísticos. La historia del arte revela los grandes bríos —en algunos casos excesivos, según nuestro común juicio— que los grandes genios tuvieron que llevar a cabo para lograr el dominio de su arte.

Con toda razón, más de alguno podría interpelarme y aducirme que lo que más hay en las aulas son lecturas, incluso que existen cursos cuyos fragmentos de obras u obras enteras son el eje rector de la materia. Entonces ¿por qué insistir en tal esfuerzo? Me excusaré a la manera unamuniana para decir que hablaré de mí, pues soy a quien mejor conozco.

Asistí a un centro de formación religioso, donde la división de horarios era el pan de cada día. Las labores se repartían en diversas actividades y una de ellas correspondía a la lectura. Todas las tardes se dedicaba un espacio a este ejercicio, al que, en los primeros meses, nos acompañaba un prefecto, quien verificaba si en verdad estábamos pegados al libro. Debo admitir que incluso bajo tal vigilancia era posible hacer trampa y evitar la lectura, es decir, esto tampoco garantizaba la generación del hábito de leer. Así sucedió con algunos compañeros que se hicieron expertos en matar el tiempo fingiendo que realizaban esta demanda. ¿Por qué la anécdota? Porque me ayuda a entender la razón por la cual, a pesar de que nuestros cursos están llenos de lecturas, no logramos desarrollar este hábito en nuestros estudiantes. De la vivencia no rescato la receta de la lectura cotidiana impuesta como obligación,

sino que el aprendizaje indirecto del esfuerzo debe ser, necesariamente, una convicción. Sobre todo, lo más importante fue que si bien la práctica de la lectura en un horario determinado no fue lo que me inclinó hacia ella, sí fue de cierta ayuda.

Hasta aquí puedo afirmar que el ejercicio constante de la lectura es una decisión personal, íntima y, por lo tanto, no puede ser forzada, sino que requiere de cierta constancia para no abandonarla a la primera. En otras palabras, lo esencial no es la obligación, sino la decisión personal y constante de la que a veces ni siquiera somos conscientes.

Durante esta etapa, otro factor que tuvo mayor peso fue haber coincidido con maestros y compañeros lectores. En especial, el profesor de literatura irradió en nosotros la vocación por la lectura; era un hombre de muchos años y, en consecuencia, con mucha experiencia; abrevó no sólo de las grandes obras literarias, sino del libro de la vida. En esta narración, él representa el segundo elemento del arte: la maestría. El arte nos señala que el esfuerzo sin dirección no lleva muy lejos, de ahí que sea imperante el ejemplo y la guía del maestro.

Reconozco que mi experiencia no puede servir como receta infalible para crear lectores, pero sí me señala que la decisión por la lectura se debe a la mezcla de diversos factores que no siempre coinciden en la cotidianidad e incluso algunos no son tangibles ni medibles; por ejemplo: la transmisibilidad del deseo de leer. Siempre me he preguntado por qué algunas personas contagian este deseo tan sólo con su trato.

La lectura como arte

Nuestro país es heredero de una gran tradición li teraria y no nos faltan, como en Argentina, los grandes lectores. Uno de ellos es Alfonso Reyes —quien hace poco ha sido objeto de debate—;4 él es paradigma de lector culto y sensible, además de gran prosista, en palabras de Borges. En algunas de sus mejores páginas, el autor mexicano nos ha legado su experiencia como lector; por ejemplo, en “Apolo o de la literatura” expone en qué consiste el arte

4 Su Cartilla moral ha sido recomendada por el actual presidente de nuestro país. literario y lo diferencia de otras actividades principales del espíritu, como la filosofía, la ciencia o la historia; asimismo, en la última parte se halla una reflexión de lo que significa leer. Reyes afirma: “leer no es un ejercicio vulgar. Es un darse y un recobrarse: una aceptación, si quiera instantánea y automática, de lo que leemos y un claro registro de las propias reacciones” (1986, p. 99). Leer es, pues, un arte. Lo valioso de este escrito es que la experiencia del autor le permite expresar con mucha claridad cuáles son los elementos que se deben dominar en este oficio.

El músico subyuga los sonidos y silencios, la melodía, la armonía y el ritmo; el pintor somete los colores y sus infinitas combinaciones, la perspectiva y las formas, las sombras y las luces en el espacio; el lector-artista debe dominar ciertos aspectos, según Reyes (1986, pp. 100-103): 1. Penetrar en la significación del texto. No sólo la significación de las palabras, sino la de las frases o vocablos en el contexto de la historia y la cultura a la que pertenece el escrito. 2. Recta aprehensión sensorial. La repercusión fonética, es decir, el movimiento y el ritmo que aparecen en el texto. Se demanda un oído entrenado, musical. 3. Percepción de otros estímulos sensoriales. Destacan los visuales o el arte de mirar lo que dibuja el texto. 4. Asociaciones erráticas del lector. Los recuerdos personales que se le atraviesan. Yo lo denominaría confrontación textual. Aspecto que no sólo enriquece la imaginación, sino la experiencia. 5. Sentimentalidad e inhibición. La extrema facilidad o resistencia ante el movimiento que el autor trata de imprimir en nuestro ánimo.

Sería imposible transcribir aquí los magistrales ejemplos que Reyes usa para analizar cada aspecto sin caer en un reduccionismo, por lo que invito al lector a la revisión del texto completo. Recalco la advertencia del autor respecto al ejercicio constante de nuestra lectura, la cual debería hacernos capaces de dominarla y ser muy conscientes de ello en el tratamiento de cada obra.

Regresando a mi experiencia, observo que mi maestro de literatura y algunos otros —no muchos— no sólo me señalaron estos aspectos de los que habla Reyes —he aquí la ironía de los comentarios en torno al arte de leer—, sino que me invitaron a vivirlos en cada lectura propuesta; de tal suerte que cultivaron en mí el deseo de leer y mirar por mi propia cuenta los infinitos secretos y planteamientos vitales que guardan las grandes obras literarias.

Ahora comprendo que cualquier arte no es transmisible mediante el discurso, sino que precisa de la vivencia. Así, 12 años después de estar frente a los estudiantes sigo preguntándome si algún día llegaré a poseer la capacidad de inclinar a la lectura a quienes me rodean.

A modo de conclusión

Lo expuesto en estas reflexiones no es nada nuevo. ¿No era la propuesta educativa de Vasconcelos llevar la lectura de las obras clásicas a todos los rincones del país? Uno de los grandes fracasos de este proyecto educativo se debió a que en la segunda década del siglo pasado nuestra nación no contaba con una infraestructura magisterial. En pleno siglo xxi tampoco contamos con ella.

La figura del lector es vital para consolidar el arte de la lectura. Hoy por hoy se habla de los mediadores de lectura, lo cual es bueno, sobre todo si se identifica a los verdaderos lectores, se insista en su seguimiento y se tenga presente, en la medida de lo posible, que existen otros factores que influyen en la generación del hábito de la lectura, por lo que no hay que dejarlos solos.

Alfonso Reyes termina “Apolo o de la literatura” con la imagen de san Agustín irrumpiendo en la habitación de su maestro, a quien casi siempre encontraba leyendo:

Su mente se suspendía y concentraba para penetrar el espíritu de las palabras. Entonces descansaba su voz y su lengua […] por cierto que prefería usar los escasos ocios que le dejaban en recobrar nuevo vigor, tras el mucho quebranto y las desazones que por fuerza habían de causarle los negocios del prójimo (Reyes, 1986, p. 104).

Con la imagen del santo de Hipona evitando interrumpir la lectura reconfortante de san Ambrosio cierro estas reflexiones, la cuales se quedarán en el cuarto donde se guardan los infinitos intentos por comprender el arte de leer.

Referencias

Aurea dicta. Dichos y proverbios del mundo clásico (2004), introducción de Enrique

Tierno Galván, Barcelona: Editorial Crítica. Borges, J. L. (2011), Poesía completa, México: Conaculta. Reyes, A. (1986), “Apolo o de la literatura”, en La experiencia literaria: ensayos sobre experiencia, exégesis y teoría de la literatura, España: Bruguera, pp. 85-105.

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