9 minute read

Literatura desde el Estado de México

Literatura

desde el Estado de México

Advertisement

José Luis Herrera Arciniega

Facultad de Humanidades Universidad Autónoma del Estado de México

Sin importar dónde hayan nacido, los autores más representativos del Estado de México establecen una búsqueda poética donde el tiempo fluye del más remoto pasado a las líneas fugadas hacia el más azaroso futuro. Como toda escritura, puede ser apoyada u obstaculizada por las instancias gubernamentales o económicas, pero no podrá ser detenida o dirigida. En estos autores aparece su realidad más allá de los condicionamientos inmediatos. Si alguna validez hay en estos textos es ésa.

Roberto Fernández Iglesias1

1 Presentación publicada en el suplemento sobre literatura mexiquense de la revista Blanco Móvil, octubrenoviembre de 1991.

Tengo el recuerdo, ya lejano, de que cuando cursaba mis estudios de enseñanza media básica, es decir, la secundaria, la materia de Español giraba sobre algunos recurrentes temas de gramática todavía tradicional y, en cuanto a los contenidos de literatura, se basaba sobre todo en obras españolas clásicas, del Mio Cid a la Generación del 98. Mi único registro de autores de América Latina se relaciona con los principales autores del modernismo, de Rubén Darío a Gutiérrez Nájera, pasando por Díaz Mirón y González Martínez.

Me remito a los primeros años de la década de los setenta en el siglo pasado. Aun cuando en ese periodo ya se habían consolidado los autores del llamado boom latinoamericano, todavía no alcanzaban a formar parte del currículo de secundaria, como tampoco aparecían en los libros de Lengua nacional —distribuidos de manera gratuita en todo el país en los sucesivos grados de la enseñanza primaria—; en este caso, la tendencia era más plural, aunque no dejaba de manifestarse la seguridad de publicar extractos de creadores más que consagrados, como Oscar Wilde, José Martí y, también, a modernistas mexicanos.

Quizá esa ausencia de autores fundamentales en la literatura contemporánea de América Latina fuera un detalle menor en los programas de estudio de primaria y secundaria, pues era más atractivo para un infante o púber conocer las alineaciones de los equipos de futbol de primera división que revisar una nómina de escritores entre cuyos méritos se encontraba el haber renovado la literatura de esta región del mundo.

Con el tiempo, esa visión tan hispanista en la enseñanza del español fue perdiendo espacios; por fin, no sólo los autores del boom, sino otros latinoamericanos en general, y mexicanos en específico, empezaron a aparecer en los libros de texto oficiales, tanto de secundaria como de preparatoria —tal es mi percepción, no exhaustiva y que no abarca a los actuales libros para primaria, que en rigor desconozco—.

El asunto fue distinto desde los años en que cursé el bachillerato: ahí sí era posible entrar en contacto con escritores prácticamente contemporáneos, o casi… Por esos años, y mucha gente lo recordará, la lectura de títulos como El diosero, de Francisco Rojas González; La muerte tiene permiso, de Edmundo Valadés; El llano en llamas, de Juan Rulfo, y el Popol Vuh, más La metamorfosis, de Kafka, era un encargo inevitable: gozoso descubrimiento para unos, enfado para otros.

No se soslaye que, dependiendo de los gustos y creatividad de más de un profesor o profesora, la variedad de títulos por leer en un curso podía ser muy amplia… al menos en los planes de estudio de bachillerato donde se diera la materia

de literatura, pues hubo y hay varios donde esta asignatura jamás existió, o fue sustituida por esos simpáticos híbridos que son los talleres de lectura y redacción, o de comunicación oral y escrita, según las modas académicas.

He recordado, pues, lo que era hace varias décadas un enfoque tradicional en los contenidos de las materias relacionadas con la enseñanza escolar del español, donde no tenían cabida escritores que, desde hace mucho tiempo lo sabemos, son clásicos dentro de la literatura de América Latina.

Claro está: el no aparecer en los libros de texto seguro no fue motivo de preocupación para gente como García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, Donoso, Rulfo, Carpentier, Asturias, Roa Bastos, Onetti… Después de todo, ellos estaban dedicados a crear su obra, que terminaría ubicada en el respectivo canon literario. Esto es, fueron leídos y acaso continúan siendo leídos en el momento presente, caracterizado por el caos y la excesiva profusión de textos de toda clase por leer, incluidos los literarios.

Me he referido al boom, pensando en uno de los méritos comunes en ese conjunto de creadores: que apostaron en lo individual, y en parte en lo colectivo —es cosa de recordar los vasos comunicantes que hubo entre ellos—, por crear una literatura desde sus propias experiencias como habitantes de la América Latina.

Si bien como lectores deben haber seguido lo que todavía podría considerarse una “formación clásica”, muy eurocéntrica —aunque con innegables influencias de escritores norteamericanos—, de igual modo tuvieron contacto con las expresiones que habían surgido desde su propia región y, atendiendo a sus distintos intereses temáticos y estéticos, desarrollaron trayectorias singulares. Con ellas, evidenciaron que sí era posible crear literatura de altos vuelos desde su aquí y su ahora, como antes ya lo habían hecho Darío, Huidobro o Reyes, y como también lo hicieron Paz o Del Paso.

El boom es un caso representativo —no el único— de una actitud creativa, a la que se sumaron circunstancias oportunas, como la intervención de la célebre y habilísima agente literaria Carmen Balcells para promover, desde su base de operaciones en Cataluña, a esa serie de entonces jóvenes escritores latinoamericanos.

Dicho de otra manera: la mercadotecnia organizada por Carmen Balcells pesó en serio en la difusión de los autores del boom, pero no habría funcionado si detrás de sus estrategias no hubiesen existido obras literarias sólidas, valiosas, novedosas, creativas. Por supuesto: no podríamos afirmar que esos escritores fueran en verdad los únicos representativos de la literatura que se había estado haciendo y que se haría en América Latina. Sin duda, fueron los más conocidos, pero con ellos no se agotó una veta que, en rigor, ha continuado fluyendo.

Simplemente, y lo subrayo, entre lo relevante de su trabajo sobresale la intención de demostrar que, desde acá, era factible escribir una literatura propia y a la vez universal. Hay una lógica en ello: quienquiera que pretenda desarrollar una carrera literaria, desde su formación inicial como lector —que resulta imprescindible para acometer un proyecto creativo de esa índole— y ya en el enfrentamiento con la página en blanco, sabe que el asunto de un origen o

de una nacionalidad es en parte circunstancial y secundario.

El propósito es conseguir aquello que conocemos como crear una obra literaria. Y ello se logra si nos atenemos a lo que es contar con una visión universal, si bien producto de una visión particular, individual, acerca del fenómeno de lo humano. Por tal razón, un escritor ha debido abrevar en toda clase de libros, sin importar si sus autores son contemporáneos o provienen de la antigüedad, si su origen se localiza en determinadas regiones del mundo o si pertenecen a ciertas tradiciones culturales y literarias. El fondo es otro.

He planteado lo anterior para referirme a lo que, desde cierto punto de vista, es el desarrollo de una literatura surgida en el Estado de México en las últimas cuatro décadas, dentro de lo que he denominado el sistema literario mexiquense, entendido como la articulación de autores, tradición, públicos, más las obras literarias propiamente dichas.

Aunque hay casos que de manera más o menos abierta se asumen como reivindicaciones de una región, de una provincia concreta, son más los de aquellos que han buscado hacer literatura porque sentían esa necesidad personal de expresarse. Lo mismo desde la zona del Valle de Toluca que desde Nezahualcóyotl o Texcoco, o desde otras muchas localidades ubicadas en nuestra entidad federativa.

Son búsquedas individuales, a veces grupales —en los años ochenta del siglo pasado, fue manifiesto el propósito de impulsar el desarrollo gremial de los escritores mexiquenses, tanto en la zona centro como en la parte oriente—, con resultados felices, en algunos casos, o limitados, en otros. Pero se aprecia la persistencia y necesidad de demostrar que también, desde aquí, se puede crear una literatura. El ver cómo le ha ido o cómo le va a ir es otro asunto. Las condiciones actuales en que se desarrolla la literatura, o bien, la oferta literaria, son mucho más complejas que aquellas en las que se dio el boom de escritores latinoamericanos, hace ya más de medio siglo.

Por ejemplo, ahora es muy notoria la influencia de las grandes casas editoras, sobre todo las de origen español, a su vez parte de corporaciones trasnacionales, que tienen una fuerte presencia en los mercados librescos. En contraparte, ha proliferado una amplia serie de voces independientes. Hay que decirlo: la literatura mexiquense se está expresando, en el momento actual, a través de numerosas y variadas opciones editoriales independientes, sin olvidar que funcionan instancias públicas —la universidad estatal y el Consejo Editorial de

la Administración Pública Estatal— donde existen programas de edición de autores del Estado de México.

No todo es miel sobre hojuelas. Se resienten fenómenos como un moderado crecimiento —¿o de plano una reducción?— en el número de lectores, no sólo en el ámbito regional, sino nacional, lo que explica en parte que los tirajes de libros suelen ser de muy pocos ejemplares, y esto incluye a los títulos producidos por las grandes casas editoras. Aun si reconocemos que en los años recientes ha habido un incremento en el costo de los libros al público, hay que advertir que la falta de lectores no puede atribuirse a ello; es un problema complejo, con muchas vertientes y causas, analizables desde perspectivas colectivas, sobre todo en espacios y decisiones individuales.

Ello abarca la modificación de hábitos provocada por la expansión de la tecnología cibernética, sobre todo en las nuevas generaciones, volcadas al uso de dispositivos móviles. Empero, si este factor ha influido en la baja del consumo del libro físico, ha abierto nuevas modalidades para la lectura en línea. En este aspecto, también se manifiesta la literatura mexiquense contemporánea, pues propuestas editoriales que continúan produciendo libros —o revistas— en papel, a la par los difunden en los nuevos formatos electrónicos.

En fin, el objetivo de muchos autores mexiquenses no es llegar a los libros de texto, sino a los lectores, pero no estaría de más pensar en la conveniencia de que el sistema educativo se atreva a considerarlos en los programas de estudio de los diferentes niveles escolares. Esto implicaría que los propios docentes vayan más allá de lo usual e indaguen sobre las obras que escritores del o desde el Estado de México han estado proponiendo a los lectores en las décadas recientes.

Son numerosas obras que ya conforman un corpus visible, en los diversos géneros literarios, aunque con mayor abundancia en los de poesía y narrativa, con ediciones que empezaron a generarse en el último tercio del siglo pasado más las que han continuado surgiendo en lo que va del actual, desde esferas públicas, como el Fondo Editorial del Estado de México y, entre otras, su colección Summa de Días, y las independientes, como el Centro Toluqueño de Escritores, Molino de Letras, Cofradía de Coyotes, tunAstral y otras, a veces de alcances regionales, a veces rebasando fronteras.

No es mirarse en el ombligo, sino ver críticamente lo que ha sido trabajar desde la página para demostrar que también aquí, reitero, se ha hecho y se hace literatura.

This article is from: