Opinión
Gobernantes, profesionales y vecinos debaten continuamente sobre el desarrollo de la ciudad y las condiciones que debieran ostentar sus edificaciones, confiando en que la revisión de sus normativas son la llave mágica y exclusiva para lograr estos objetivos.
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in perjuicio de su innegable valor y la necesidad de permanente actualización, los códigos que rigen la actividad señalan un horizonte deseable, con pautas y límites a las intervenciones, prohibiendo o desalentando las no deseadas. Esto sólo no garantiza resultados, más aún si la carga del desarrollo se traslada exclusivamente a los emprendedores privados, sin que el Estado estimule ordenadamente el desarrollo integrador y coordinado a través de la inversión pública y cumpla eficazmente su rol de facilitador y controlador. Mal que nos pese, las ciudades de nuestra región han crecido descontroladamente y la obra clandestina proliferado preocupantemente a lo largo de la historia, dejando una mancha urbana caótica y un parque construido en un altísimo porcentaje de forma irregular, como una triste existencia que un nuevo código no puede modificar per se. Históricas moratorias con fines sólo recaudatorios, ordenanzas de excepción y, con algo más de intención de justicia el
Decreto de Registro de Edificación, consolidaron de forma permanente -y siguen haciéndolo porque los controles son ineficientes- una realidad a la que no podemos ni debemos resignarnos a corregir o mejorar. Con una multa original, un infractor puede usufructuar vitaliciamente una construcción nacida de la especulación, que vulnera indicadores urbanísticos y de habitabilidad y perjudica con impermeabilización del suelo, sombras, daño ecológico, invasión a la privacidad, baja calidad en confort e higiene y tantas otras variables a sus vecinos. Por eso desde el CapbaUno se trabaja desde hace años en iniciativas para combatir la obra clandestina, promoviendo el refuerzo de la fiscalización y buscando generar condiciones favorables para que las obras se ajusten a las normativas y se premien las buenas prácticas. El etiquetado de eficiencia energética -vigente en algunos países-, que clasifica y cataloga los inmuebles en función a sus re-
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querimientos para satisfacer las necesidades de calefacción, refrigeración, agua caliente sanitaria e iluminación, es una valiosa referencia no sólo para valorizar las nuevas construcciones, sino para estimular la reconversión de lo construido de forma ineficiente a través de su rehabilitación. Con buena calificación, los inmuebles obtienen condiciones ventajosas en el costo de los servicios y mejoran su valuación inmobiliaria. Y más allá del enfoque ambiental, es menester alentar criterios básicos de escala, superficies, iluminación natural, visuales y otros que hacen al mejoramiento del uso de los espacios. De idéntica manera, podría imaginarse un esquema impositivo que, con la edificación regular como parámetro, castigue en forma permanente con incrementos a los edificios irregulares y premie, a su vez, las intervenciones que representen mejoras para el conjunto: mayor espacio libre y absorbente, acondicionamiento térmico de la envolvente, reutilización de aguas grises, cubiertas y fachadas vegetales, captación de energía solar pasiva, ralentización de aguas de lluvia, aumento de dimensiones mínimas reguladas, disminución de parámetros máximos admitidos y otros. Entendemos que un esquema así es la forma viable no sólo de alentar las mejoras, sino un vehículo de presión para que la situación actual de nuestras ciudades y edificios tienda a reconvertirse en un hábitat de mejor calidad técnica y funcional. ■
■ Fuente: CapbaUno.
Premios y castigos en la construcción de la ciudad