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Frida Kahlo/André Breton [1] // Miguel Covarrubias
DONDE se abre el corazón del mundo, aliviado de la opresiva sensación de cómo la naturaleza, en todas partes la misma, carece de impetuosidad y donde a pesar de cualquier consideración de raza, el ser humano, hecho en serie, está condenado a sólo realizar lo que le permiten las férreas leyes económicas de las sociedades modernas; donde la creación ha sido pródiga en accidentes a ras de suelo, en esencias vegetales, se ha superado en categoría de estaciones y en arquitectura de nubes; donde durante un siglo no ha dejado de crepitar la palabra INDEPENDENCIA bajo un enorme fuelle que como ninguno lanza estrellas a distancia… Y es aquí donde me llevó mucho tiempo experimentar la concepción que tenía del arte como debería ser en nuestro tiempo: sacrificando deliberadamente el modelo externo al modelo interno, dándole paso franco a la representación sobre la percepción. ¿Tenía fuerza suficiente esta concepción para resistir el clima mental de México? Allí todos los ojos de los niños de Europa, entre los cuales estaba yo, me precedieron con mil fuegos hechizantes. Veía, con la misma mirada que paseo por los sitios imaginarios, desplegarse a la velocidad de un caballo a galope la prodigiosa sierra que irrumpe al borde de los dorados palmerales, incendiar las haciendas feudales con el perfume de cabelleras y el jazmín de China de una noche del sur, perfilarse más alto, más imperiosa que en cualquier otro lugar, bajo sus pesados ornamentos de fieltro, metal y cuero, la ceñida silueta del aventurero, que es el hermano del poeta. Y sin embargo estos fragmentos de imágenes, arrancados del tesoro de la infancia, cualquiera que sea su poder mágico, no dejaron de alertarme sobre ciertas fallas. No había oído las canciones inalterables de los músicos zapotecas, mis ojos permanecían cerrados a la nobleza extrema, a la angustia extrema de los indios que vienen a descansar bajo el sol en los mercados, nunca imaginé que podría ampliarse el universo frutal con una maravilla como la pitahaya, cuya pulpa tiene el color y el enrollamiento de los pétalos de rosa, la pitahaya de carne gris con gusto a beso de amor y deseo, no había tenido en mi mano un terrón de esta sustancia roja de donde salen, maravillosamente coloreadas, las estatuillas de Colima que tienen de la mujer y la cigarra, no lo había advertido antes, algo similar a estas últimas por la actitud y también por el vestido como de una princesa de leyenda, con encantos hasta en la punta de los dedos, en el rayo de luz del pájaro quetzal que al volar deja ópalos sobre el costado de las piedras, Frida Kahlo de Rivera.
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Ella estaba allí, el 20 de abril de 1938, recluida en uno de los dos cubos -nunca supe si era el azul o el rosa- de su casa transparente cuyo jardín atiborrado de ídolos y cactus de pelambre blanca como tantos bustos de Heráclito, se encierra tras un ribete de “cirios” verdes en el intervalo por el que se deslizan desde la mañana hasta la noche las miradas furtivas de los curiosos venidos de toda América y se insinúan las cámaras fotográficas que esperan sorprender el pensamiento revolucionario como a un águila, descalzándose, en su nido. Eso se debe a que Diego Rivera debe recorrer diariamente una habitación y otras también, el jardín mientras se demora en acariciar a sus monos-araña, la terraza donde se sube a una escalera sin barandillas hacia el vacío, su hermoso andar y su estatura física y moral de gran luchador encarna, a los ojos de todo un continente, la lucha realizada brillantemente contra los poderes del servilismo, a las mías, así que podrá ser la más válida del mundo, y sin embargo no conozco nada que sea digno de la calidad humana de su acatamiento a las ideas y modales de su mujer, así como del prestigio con que lo rodea la mágica personalidad de Frida.
En la pared del estudio de Trotsky admiré durante largo tiempo un autorretrato de Frida Kahlo. Con doradas alas de mariposas, es realmente bajo este aspecto que ella entreabre la cortina mental. Nos es permitido asistir, como en los días más felices del romanticismo alemán, a la entrada de una joven mujer provista de todos los dones de la seducción que usualmente evoluciona entre los hombres de genio. De su espíritu se puede esperar, en este caso, que sea un lugar geométrico: en él se dan -para encontrar su resolución vital- una serie de conflictos como los que afectaron en su tiempo a Bettina Brentano o a Caroline Schlegel. Frida Kahlo se coloca valiosamente en el punto de intersección de la línea política (filosófica) y de la línea artística, a partir de la cual esperamos se unifiquen en una misma conciencia revolucionaria sin que sean llevadas a confundirse por los móviles de diferente esencia que las recorren. Como esta resolución se circunscribe al tema plástico, la contribución de Frida Kahlo al arte de nuestro tiempo está llamada a tener, entre las tendencias pictóricas diversas que ahora surgen, un valor diferenciador muy particular.
No me sorprendió ni alegró descubrir, cuando llegué a México, que su trabajo, concebido en total ignorancia de las razones por las que mis amigos y yo hemos podido expresarnos, floreció con sus últimas telas en pleno surrealismo. En el estado actual del desarrollo de la pintura mexicana que es, desde principios del siglo XIX, el más alejado de cualquier influencia extranjera, el más profundamente enamorado de sus propios recursos, encontré al final de la tierra esta misma pregunta que brota espontáneamente: ¿a qué leyes irracionales obedecemos, qué signos subjetivos nos permiten dirigirnos en cualquier momento, qué símbolos, qué mitos están en el poder de esta amalgama de objetos, en una red de eventos de este tipo, qué sentido darle a este dispositivo del ojo que hace posible pasar del poder visual al poder visionario? El cuadro que Frida Kahlo estaba a punto de terminar -“Lo que el agua me dio”- ilustra sin quererlo la frase que una vez recogí de boca de Nadja: “En la habitación sin hielo pienso en el baño”.
Ni siquiera extraña este arte la gota de crueldad y de humor capaz de atar los raros poderes afectivos que entran en la composición para lograr el filtro del cual México tiene el secreto. Aquí el vértigo de la pubertad y los misterios de la generación alimentan la inspiración que los mantiene, como en otras latitudes, en lugares reservados del espíritu -pero en sentido contrario- alardea con una mezcla de candor e impertinencia.
Me sentí obligado a decir en México que no era, en el tiempo y en el espacio, la pintura que me parecía mejor situada. Agrego que nada es más femenino en cuanto que -para volverse la más incitante- está dispuesta a ser alternadamente la más pura y la más perniciosa.
El arte de Frida Kahlo es una cinta alrededor de una bomba.
Notas
[1] Tomado de: André Breton, Le surréalisme et la peinture, nouvelle édition revue et corrigée 1928-1965, (Folio/Essais 399) Gallimard, Paris, 2002, pp. 186-190.
Índice de ilustración
Pág. 34 Nickolas Muray (1939) Frida en la banca blanca.
Pág. 35 Frida Kahlo (1943) Diego en mis pensamientos.
Pág. 36 Guillermo Kahlo (1932) Frida Kahlo /Fotografía tomada de la página https://es.wikipedia. org/wiki/Frida_Kahlo
Pág. 37 Frida Kahlo (1939) Lo que el agua me dio.