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Corrían los años cincuentas del siglo pasado...// Armando González Rodríguez
CUANDO cumplí los doce años, o tal vez trece o catorce, empecé a notar la diferencia entre ser del género masculino o del femenino; las mujeres eran más de casa, salían de compras o a la iglesia, pero siempre acompañadas, iban en grupo y no se les permitía ausentarse por mucho tiempo.
En cambio, yo podía salir por largas horas, sin avisar y sin compañía, a la plaza o a caminar muy por encima de la falda de la sierra, a tratar de cazar algún conejo o paloma del monte y las consecuencias no pasaban de quedarme sin comer, por llegar demasiado tarde.
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Recuerdo que en esas fechas una vez mi padre me llamó y me dijo: “Ve por tus hermanas Irma y Elva; dijeron que estarían aquí a las diez de la noche y no han regresado”. Y continuó: “Están en la casa de mi compadre Domingo García, en la boda de Oralia, su hija”. Yo pregunté: “¿Y si quieren quedarse por más tiempo?” “Tú las traes de las greñas”, me respondió, mostrando impaciencia en el tono.
Con una idea ya más clara de lo que él sentía, me encaminé hacia la casa de mi padrino de confirmación, don Domingo, y me les presenté a mis hermanas que estaban disfrutando de la fiesta con un grupo de amigos, entre ellos los hermanos Epigmenio y Carmen García. Las llamé aparte y les comuniqué el mensaje de nuestro padre.
Irma se incomodó, mas aceptó regresar; pero a Elva le pareció inaceptable que yo la pudiera regresar a la fuerza, por lo cual tuve que hacer precisamente eso: tomarla del brazo y encaminarla hacia nuestra casa. Opuso resistencia uno o dos metros, se liberó de mi mano, pero sólo para caminar más aprisa delante de mí.
Creo que su idea era estar antes que yo con nuestro padre y acusarme de maltrato, pero llegamos juntos y entonces él se dirigió sólo a mí. Dijo: “Qué bueno que no tuviste que traerlas a la fuerza, como te pedí”.
Ahí experimenté por primera vez la responsabilidad que me estaba confiriendo. A partir de entonces este tipo de situaciones, aunque no frecuentes, siempre llevaban el mismo mensaje: a tus hermanas debemos protegerlas del peligro o situaciones inconvenientes, aún en contra de su voluntad.
Pasado el tiempo, después de cumplir dieciocho años, mi padre me sorprendió con este comentario: “Se está festejando con un baile el matrimonio de Javier González, tu primo, y siendo tú un invitado no veo que te animes a asistir… ¿No sabes bailar? ¿No te gusta bailar? Debes aprender a hacerlo pues es la forma en que tenemos los varones de acercarnos un poco a las muchachas… ¿Cómo lo vas a hacer tú?” Lo dicho: a mis hermanas mi padre les imponía restricciones para salir y a mí me empujaba a la calle.
En este proceso formativo mi madre también participó activamente y en el mismo sentido. En una ocasión me dijo: “El hombre se caracteriza por tres condiciones; debe ser feo, fuerte y formal. Las tres palabras empiezan con ‘f’, recuérdalo”, me dijo. La escuché y me quedé con la indicación. Al poco tiempo la repitió, mas en esa ocasión yo ya traía en mente una réplica. Le dije: “Pero no depende tanto y solamente de mí. ¿Qué pasa si se nace debilucho o no muy feo?”. Ella respondió: “Cuando te digo que el hombre debe ser feo me refiero a que no se acicala tanto; sí se afeita, recorta el bigote y el pelo, pero no se polvea las mejillas, ni se maquilla; nosotras sí. Así se acostumbra”.
Y continuó: “Si digo que el varón debe ser fuerte, significa tener fortaleza para asumir responsabilidades ante las adversidades y los conflictos. Esto se logra haciendo acopio, a lo largo de su existencia, de valores morales para esgrimirlos como argumentos y poder defender sus ideas frente a los demás, y pedir aclaraciones en situaciones confusas. Es acerca de la fuerza de carácter, más que física, aunque ésta también cuenta”.
Y siguió: “En cuanto a la formalidad, esta se pone de manifiesto cuando expresas algo y es siempre como si lo firmaras; así generas confianza en los demás, te hace digno de crédito en toda la extensión de la palabra, y se podrá decir: si lo afirma Armando es porque es cierto”.
Corrían los años cincuenta del siglo pasado. San Pedro estaba inmerso en una cultura muy machista, pero no faltaban mujeres de pensamiento independiente, no sometidas, como mi madre, aunque ella también formaba parte de esa cultura.
En aquel contexto, ¿cómo los de mi generación no íbamos a crecer influidos por esa ideología patriarcal, excluyente y dominante?