ARMANDO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ
C
UANDO cumplí los doce años, o tal vez trece o catorce, empecé a notar la
diferencia entre ser del género masculino o del femenino; las mujeres eran más de casa, salían de compras o a la iglesia, pero siempre acompañadas, iban en grupo y no se les permitía ausentarse por mucho tiempo. En cambio, yo podía salir por largas horas, sin avisar y sin compañía, a la plaza o a caminar muy por encima de la falda de la sierra, a tratar de cazar algún conejo o paloma del monte y las consecuencias no pasaban de quedarme sin comer, por llegar demasiado tarde.
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