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POR LA LECHE // Cris Villarreal Navarro

CUANDO salí esa mañana, me pareció raro que el vecino no hubiera recogido su periódico que yacía tirado en medio de la entrada a su cochera. El gringo que se vino huyendo de la actual atmósfera en su país y que es tan rutinario. ¿Estará enfermo? De pronto, al verme los pies al subir a la SUV, temí que llegara a salir en ese momento. Caí en la cuenta de que al quedarme dormida con unos shorts y una playera y levantarme con la idea fija de ir por leche, nomás despertarme había tomado las llaves de la SUV de la mesita y cerrado la puerta de la casa. Ni siquiera me había visto en el espejo y me vi calzada con las viejas chanclas fachosas que utilizaba para andar en la casa. Al tratar de arreglarme el pelo con las manos, advertí el consabido remolino que se me hace en el lado izquierdo del fleco.

Por más que todas las noches intentaba quedarme dormida boca arriba para impedir ese estropicio matutino, por la noche el cuerpo buscaba su acomodo favorito y era precisamente de ese lado. Al día siguiente ahí estaban, los indómitos pelos rebeldes en la frente que no los somete ni Dios. Una inmensa flojera me impidió regresarme a la casa para mojarme esa parte del fleco y aplacarlo para que luciera armónico con el resto del cabello y también a ponerme los tenis. Era domingo, temprano en la mañana, y además día festivo, de seguro a esas horas no se encontraría a nadie conocido en el supermercado; crucé los dedos.

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Mientras esperaba en el semáforo de la esquina de su casa advirtió que no había la usual fila de carros a la espera de la luz verde. Lo atribuyó a ser fin de semana, día de descanso. Era común que en días como ese todo el mundo estuviera aún en la cama, sin mayores compromisos que atender. Solo ella y sus necias fijaciones, que le impedían tomar su primer café de la mañana sin leche bien caliente, andaba circulando por las calles en ese día y a esas horas.

Encontró un solaz esparcimiento en contemplar esa llanura ausente de criaturas al volante. Por unos instantes sintió suya la ciudad adormilada que en ese momento desemperezándose se limpiaba la cara con una ligera llovizna. Un poco revivió la despejada ciudad de su niñez, cuando sus arterias no estaban taponeadas de vehículos.

La disparidad de lo ordinario me golpeó sin avisar, cuando al llegar al supermercado advertí solo dos vehículos aparcados en el estacionamiento. Vi la hora en el tablero de la SUV. Eran las 7:15 de la mañana y ese negocio permanecía abierto las 24 horas.

Solía ir de compras por la madrugada cuando no tenía nada útil en el refrigerador para hacerles el lonche a los niño y siempre había desvelados como ella que andaban pululando por el aparcamiento. ¿Le habrían echado una droga en alguna bebida que tomó en la recepción de ayer en la compañía y estaría alucinando?

No. Tendría que ser una de efecto retardado porque había sido por la tarde de ayer. Era domingo y la barbacoa y las carnitas de ese lugar eran bastante apetecibles. A esas horas era común ver una cola de desmañanados hambrientos en la sección de carnes, pero ahí no se veían por ningún lado sus vehículos.

Con los primeros rayos del sol, que extrañamente lucía esa mañana como una holografía, también le zarandeó el sentido de lo habitual percatarse de la ausencia de los autos de los empleados, que solían estacionarse en el área más retirada a las puertas de entrada. ¿Se habría colado en un universo paralelo y en cualquier instante encontraría el portal de regreso a sus coordenadas habituales? ¿Durante la noche, habría ocurrido el rapto de que hablan los amantes de la Biblia y a ella la habrían ignorado por pécora?

Presintiendo que estaba siendo una muestra más de las fallas de la presunta matrix en que todos nos movemos, bajé del auto y me dirigí a la tienda. Un extraño lagartijo cruzó veloz cerca de mis pies cuando las puertas automáticas se abrieron al registrar mi cercanía. En la tienda, eterna insomne, como clamaban sus anuncios publicitarios, no había nadie. El lugar donde debían permanecer los cajeros lucía vacío, algunas de las luces que anuncian cuando las registradoras están abiertas permanecían encendidas pero sin empleados a la vista. Las bandas que acercan los artículos a la caja permanecían moviéndose. Noté que algunos productos yacían en el suelo en el espacio junto al aparato del pago con tarjetas de crédito. Definitivamente, había cruzado a otra dimensión sin advertirlo; mas al fin comprendí qué estaba sucediendo: estaba soñando. Me pellizqué un brazo para comprobarlo y un grito de dolor cimbró el desocupado supermercado.

Con todo y la prueba contundente que acababa de experimentar, la sensación de no saber si estaba dormida o despierta la tenía deambulando por la solitaria tienda de autoservicio. La responsable de la panadería que a esas horas usualmente andaba muy diligente reponiendo bolillos en los estantes o acomodando los contenedores del pan dulce, no se veía por ningún lado. Los clientes también faltaban en la sección de frutas y verduras.

Ningún cristiano se advertía en su usual ajetreo por los pasillos en donde algunos carritos lucían abandonados a medio llenar. Recientemente había leído que la Tierra es un planeta hueco, igual que la Luna, y que ambas tienen ciudades muy amplias y confortables en su interior. También se enteró que adentro de los cerros de La Silla y de Las Mitras hay bases de los extraterrestres. ¿Qué tal si esto había sido dado a conocer y sus coetáneos terrícolas se fueron a visitarlos? ¿Cómo es que ella no estaba al tanto? ¿Qué había sucedido mientras dormía? Debí haber checado las noticias en mi laptop antes de dejar la casa, pensaba tras buscar su celular en el bolso y recordar que lo había dejado cargando junto al buró. Se incriminó que como siempre su vicio cafetero matutino le había ganado a la prudencia.

Me asomé a los sanitarios para ver si alguien estaba ahí, me incliné para ver en los huecos de las puertas y tampoco encontré a nadie. Recorrí el establecimiento revisando pasillo tras pasillo: ni un alma. Me dirigí a la sección de servicio al cliente y también la encontré completamente vacía, no había nadie haciendo fila para cambiar cheques o pagar recibos. La familiar tienda de mi vecindario que machacaba en su slogan publicitario que nunca dormía, estaba en ese momento completamente privada, ajena, ausente.

Lo último que se le ocurrió sobre la causa de lo que estaba pasando fue que seguramente estaba siendo parte de un programa televisivo de la cámara escondida. En cualquier momento iba a aparecer el locutor o locutora para felicitarla, e iba a haber globos y música y risas y todo iba a recuperar su dimensión cotidiana.

Camino a tomar el galón de leche para regresar de inmediato a su casa y checar lo que sucedía con su marido y los niños, esa idea del programa de televisión le pareció la más peregrina de todas porque eran demasiadas cosas, no solo en el interior del supermercado. Esa simulación virtual de su realidad, o lo que fuera, había sido creada por alguien, o por varias entidades, para ella exclusivamente.

Todavía con la paranoia, claramente infundada, de llegarme a encontrar algún conocido, me ensalivé la palma de la mano para retocar repetidamente el necio remolino parado en el fleco. Al llegar a la sección de lácteos, para ver si había logrado un poco aplacar al insubordinado mechón giré la cabeza hacia el espejo al fondo de los aparadores de quesos y mantequillas. Ahí, no había reflejo alguno. Ahí tampoco había nadie.

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