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Acerca del liberalismo // Carlos Ruiz Cabrera

EN ESENCIA, el liberalismo es una ideología que da primacía a lo individual sobre lo colectivo; que aboga, en consecuencia y como premisa principal, por el desarrollo de la libertad personal y, a partir de ésta, por el progreso de la sociedad.

Dentro de las libertades personales que el liberalismo considera como inalienables, están incluidas las de pensamiento, expresión, reunión y religión, además de las económicas, basadas estas últimas en la libre disposición de la propiedad legítimamente adquirida.

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En general, los liberales suelen considerar al filósofo inglés John Locke como el primer pensador liberal, y a su segundo Tratado sobre el gobierno civil la obra inspiradora de su ideología. En lo económico, tienen como sus guías primigenios a los economistas Adam Smith y David Ricardo, sobre todo en lo referente al denominado librecambismo o laissez faire. Y en lo político, encuentran sus cimientos en el pensador francés Montesquieu, cuya obra El espíritu de las leyes les es particularmente entrañable.

Desde sus orígenes en Europa, allá por el siglo XVII, hasta el siglo XIX, los liberales lucharon en primera línea contra la opresión, la injusticia y los abusos de poder del estado, cometidos por éste en aras de los intereses monárquicos, eclesiales o burgueses.

También desde sus orígenes, algunos liberales plantearon con frecuencia la necesidad de establecer restricciones a la libertad individual para salvaguardar los derechos fundamentales de otros individuos, divergiendo entre ellos sobre el tipo de regulaciones que deben aplicarse, dado que no todos consideran fundamentales los mismos derechos, ni jerarquizan a estos derechos de la misma manera.

Históricamente, el desarrollo del liberalismo ha estado condicionado por el tipo de gobierno vigente en cada país. Así, por ejemplo, en países donde los estamentos políticos y religiosos están disociados, el liberalismo ha implicado, en síntesis, cambios políticos y económicos. Mas en aquellos países confesionales o en los que la iglesia goza de gran influencia sobre el estado, el liberalismo se ha teñido de un profundo anticlericalismo, como sucedió en México con el grupo liberal liderado por Benito Juárez. Incluso, en países con gobiernos monárquicos, el liberalismo ha sabido aceptar las monarquías, aunque éstas no formen parte de su ideario político.

En la mayoría de las veces confundido con los movimientos que han pretendido transformar el orden social imperante, sea ya por medio de acciones revolucionarias o de reformas graduales, el liberalismo ha generado hasta nuestros días tres claras expresiones de sí mismo: el liberalismo social, el liberalismo político y el liberalismo económico, cada uno con sus respectivos críticos.

El liberalismo social se caracteriza por la defensa de la conducta privada de los ciudadanos ante la intromisión del estado o de la colectividad. Admite, por lo tanto, grandes cuotas de libertad en todos los tipos de relación social de los hombres –religión, expresión, reunión, sexo y hasta drogas–, permitiéndoles hacer todo con sus vidas y sus cuerpos, mientras no se metan en la vida de los demás. Los críticos del liberalismo social le reprochan el no tener en cuenta valores superiores a la voluntad humana, como serían los valores religiosos o tradicionales, por ejemplo.

Por lo que toca al liberalismo político, éste deriva del racionalismo del siglo XVIII, por cuanto se opone al “yugo arbitrario” del poder absoluto, al respeto ciego del pasado y al predominio del instinto sobre la razón. A todo esto, el liberalismo antepone la búsqueda de la verdad sin ningún tipo de trabas, basado en el diálogo y la confrontación de las ideas, dentro de un clima de tolerancia, de libertad y de fe en el progreso. En suma, descansa en la confianza en el poder de la razón humana que se concreta en las constituciones y las leyes escritas, por medio de las cuales se garantizan los derechos de los ciudadanos y del pueblo. Así, frente a los privilegios históricos y las prerrogativas tradicionales de las monarquías, pregona las ideas de libertad y de igualdad, aplicables a todos los ámbitos: al gobierno, a la religión, al trabajo y a las relaciones entre los países.

El liberalismo político empieza a estructurarse a partir de las ideas de Montesquieu, Voltaire, Rousseau y Condorcet, entre otros, cuyas doctrinas, aceptadas en forma abierta después de la caída de Napoleón, se extienden desde Francia e Inglaterra por el sur y el este de Europa, continente al que comienza a transformar a partir de la segunda década del siglo XIX. Para llevar a cabo esta transformación, los liberales proponen un limitación al poder público mediante la aplicación del principio de la separación de los tres poderes: el legislativo –en el que descansa la soberanía y queda en manos de una asamblea–, el ejecutivo y el judicial, cada uno con la misma fuerza e independencia, ya que en su equilibrio reside la garantía de su control mutuo y, al mismo tiempo, de la libertad del individuo frente al poder del estado.

Es en España donde el liberalismo tiene una de sus más tempranas manifestaciones, cuando la Corte de Cádiz se reúne y elabora la Constitución de 1812, documento escrito convertido en un símbolo para muchos liberales europeos. Por cierto, es en esta reunión donde los diputados españoles, en su lucha por acabar con el absolutismo tradicional de su monarquía, emplean por primera vez el término liberal, en el sentido de abiertos y condescendientes con las ideas de los demás.

Conforme el tiempo pasa, todo régimen liberal va teniendo como rasgo esencial la Constitución, que es una ley fundamental por la que se rige el sistema político, redactada siempre por una asamblea constituyente, a diferencia de la Carta, que cumplía el mismo papel pero era dictada por el poder, o sea, impuesta de arriba hacia abajo.

Al liberalismo político debemos, entre otros muchos avances, el derecho al voto; también el sistema parlamentario, cuyo eje son los partidos políticos que aun y cuando no están contemplados en la Constitución, forman parte fundamental de la dinámica política de los sistemas liberales.

En su devenir, el liberalismo político ha tenido frecuentes rispideces con la democracia en torno a la relación vida pública–vida privada. En este tema tan complejo, el liberalismo antepone la vida privada de los hombres a su vida pública, mientras la democracia hace depender la vida privada de los hombres a la vida pública.

Los detractores del liberalismo político le critican, sobre todo, su incapacidad para lleva a cabo reformas de estado que garanticen procesos políticos justos y equitativos.

Respecto al liberalismo económico, es importante puntualizar que sus rasgos fundamentales son el rechazo a la intromisión del estado en las relaciones comerciales y laborales que se dan entre los ciudadanos, y su proclividad a disminuir la protección a los seres más débiles. De ahí que sus seguidores estén a favor de los impuestos bajos, no progresivos, y a que éstos no se destinen a altos gastos sociales; asimismo, a que estén a favor de salarios mínimos exiguos, pensiones estatales insuficientes, y prestaciones reducidas para compensar el desempleo.

En la vida práctica, el liberalismo económico pretende que el estado cumpla sólo el papel de servir al poder del mercado; tras este objetivo los liberales luchan contra todas las instancias que intentan someter la economía a su control, entre ellas sobre todo, el estado.

En su ascenso, el liberalismo económico fortaleció las diferencias sociales del antiguo régimen feudal, si bien ya no en base al nacimiento y la sangre, sí en base a la posesión de riquezas, donde el dinero constituye uno de los más fuertes pilares del orden liberal, ya que se convierte en un factor liberador que da mayor movilidad social que la propiedad del suelo.

Después, poco a poco, el liberalismo económico va ir cayendo en el desprestigio, en la medida que confunde laissez faire –dejar hacer– con competencia, lo cual sucede desde finales del siglo XIX, época de su gran derrumbe a causa de la Gran Depresión y el surgimiento de los grandes trusts y monopolios, dominadores del mercado a través del control de la oferta y la demanda, y, con ello de los precios. Dicho de otra manera, cae en el desprestigio en la medida que pierde eficacia para conservar la credibilidad en el sistema capitalista.

Muchos adversarios han tenido y tienen los practicantes del liberalismo económico, por parte de quienes desean que el estado y el mercado sirvan al pueblo y no sólo a las élites, y consideran que este liberalismo es sinónimo de las peores consecuencias prácticas del sistema capitalista. Entre los más radicales de estos adversarios está el filósofo Thomas Hobbes, que apoyaba la intervención total y sin límites del estado en todos los asuntos de la vida pública. Y otros más que catalogan al liberalismo económico como la doctrina que permite al ciudadano hacer de todo, en tanto lo pueda pagar.

Es justo de la crisis del liberalismo económico de donde se deriva el pensamiento neoliberal.

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