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La memoria obstinada

Por: Claudia Becerra Méndez

árbol de niebla… ¿Cómo subir tu rama? Luis Palés Matos

¿Qué sabe la rama de sus raíces?

Pienso en árboles mientras termino el primer texto de Archivo rural, titulado “Nada contra el olvido.” Se trata de un relato dedicado a reconstruir, al menos fragmentariamente, la memoria de don Rafo, el padre muerto de nuestra autora. El relato concluye y, súbitamente, al pasar la página, el óleo de Rafael Trelles, “Árbol de la vida,” el mismo que ilustra la portada del libro, se abre de par en par entre mis manos. El relato termina donde comienza un árbol, cuyo follaje, el libro mismo apenas contiene. La palabra escrita, ese afán vociferante puesto al servicio de “recordar” y “reparar,” en palabras de Vanessa, el retrato de su padre muerto, de repente se disuelve en el silencio de un lenguaje visual, que cifra en la imagen de un árbol densamente poblado, la búsqueda de un origen, pero también su imposibilidad. “El árbol genealógico se va poblando de fantasmas. ¿Es eso una genealogía? ¿Un barrio de aparecidos?” (65), se cuestiona la autora hacia el final de su primer texto. Entonces, comienza mi diálogo con el libro, abriéndome paso entre el ramaje de los próximos cinco relatos, sospechando que, aquí, la búsqueda de un origen complejo pero preciso y el deseo de retener el pasado en el presente, se desmoronarán frente a las fuerzas implacables del tiempo y el olvido.

Pese al pesimismo palpable en al menos dos títulos de Archivo rural –“Nada contra el olvido” y “Nada es para siempre”–, la colección en sí, el tránsito entre un relato y otro, entre un personaje y otro, parten, creo yo, de un deseo obstinado por ir de la sombra a la luz. Me explico.

Ya para los noventa, Arcadio Díaz Quiñones, leyendo a Piglia, había insistido que quien escribe, “sólo puede hablar de su padre o de sus padres y de sus abuelos, de sus parentescos y genealogías.” Pero sucede que, en Archivo rural, la autora apenas logra dar con la imagen justa de su padre, incluso cuando su biografía, al menos a grandes rasgos, narra al dedillo la historia más visible de la isla durante la segunda mitad del siglo XX: un jibarito “triunfa” sobre la pobreza, mudándose del campo de Comerío a la ciudad de San Juan, trocando machete por maletín, de la noche a la mañana. A pesar de la claridad que ofrece esta narrativa, mientras más se adentra la autora en la vida de su padre, mientras más se aleja de la biografía vinculada a los años fundacionales del ELA, más lo desconoce y menos confía en la capacidad de arrojar luz sobre esa vida a través de la escritura. “El pasado de mi padre me parece tan opaco, que no concibo su niñez” (22), escribe la autora, medio asombrada.

Para mí lo curioso es que el libro no termina con el tumulto de sombras que, en su ausencia, representa el padre. Vanessa no se resigna a la opacidad del signo. Cierra su libro con un relato que trata, diría yo, sobre la obstinación femenina. Se titula “Toda luz.”

Un tronco se desmorona

Cuenta la narradora que, tras la muerte de su padre, tocó repartir sus pertenencias entre las distintas ramas de la familia. La autora se obcecó con un objeto en particular:

También quise el tronco donde [el padre] se sentaba todos los días a tomar su café puya. Ese se desintegró. Es curioso los mementos que se desean. ¿A quién se le ocurre cargar con un tronco? Había que ver la cara de las nenas y la de mi marido cuando me vieron montando ese tronco lleno de insectos y musgo en el baúl. No se atrevieron a contrariarme; sabían que me rompería. Llegué a casa y lo coloqué en mi jardín. Me senté muchas veces allí, pero el tiempo y la lluvia se encargaron de transformarlo. Hacerlo polvo y tierra. (43)

La escena resulta poderosa porque tiene aspecto de parábola. Un tronco que se desmorona nos advierte lo mismo que aquel título del libro, “Nada es para siempre.” En el trópico, esa sentencia cobra especial gravedad por el clima. Nuestro concepto de memoria está atravesado por la idea de que el trópico devora y arruina todo a su alrededor, y con una velocidad violenta. Recién comenzamos a entender que eso que llamaban “naturaleza” era también político.

Se supone que los archivos y las bibliotecas remedien nuestra relación discontinua con la memoria. Frente al olvido, los archivos documentan. Sin embargo, allí también encontramos jerarquías que rigen el modo en que se organiza el pasado. Vanessa misma alude a esto en el índice de su libro: el relato del padre está bajo la categoría Censo nominal, mientras que el resto de los relatos, narrados por y desde subjetividades relegadas al olvido, caen bajo la categoría Documentos sin catalogar. En el caso de Puerto Rico, no sólo debemos ocuparnos de los silencios y las ausencias que se encaraman entre cajas, donde mayormente pululan el polvo y el olor a cosa vieja. Además, hay que bregar con el estado precario de los lugares físicos en los que se “conserva” la memoria. Nuestros archivos, cada vez más, parecen ruinas reclamadas por la humedad, el hongo y la putrefacción. No sé muy bien cómo nos veremos nosotrxs, lxs obstinadxs, que insistimos en impugnar la ruina, dentro de la ruina. Sí sé que no es casualidad que hoy estemos en el Archivo General de Puerto Rico, presentando Archivo rural, un libro que se instala en los márgenes del pasado rural puertorriqueño. Es decir, en el corazón de un olvido.

La lección de trepar un fornido árbol

Documentos sin catalogar, la segunda parte de Archivo rural, asume el riesgo de imaginar el pasado, sin ceder demasiado espacio a la ficción. Sospecho que, por tal motivo, en parte, Vanessa ha preferido hablar de Archivo rural en términos de un libro de relatos, en lugar de un libro de cuentos. Escribe, echando mano del archivo, y cuando da con un vacío, una inconsistencia, una borradura –ese espacio inexacto entre la presencia y la ausencia– entonces le toca a la imaginación narrar ese olvido, con todo el rigor que impone convocar el pasado en el presente, y ponerlo a hablar. Nada de lo escrito en esta segunda parte puede ser verificado y, sin embargo, tampoco podemos decir que los hechos no hayan transcurrido exactamente así.

Aquella genealogía inicial, que empezaba y terminaba con el padre, ahora se dispersa entre diversos personajes traspapelados por el pueblo de su padre, Comerío, y otros pueblos aledaños. Vanessa narra la historia del pueblo desde sus excentricidades, un gesto que se me ocurre le hace buena compañía a la Antología del olvido de Eugenio Ballou, publicada hace unos años. Causa extrañeza ese mundo de Archivo rural, pocas veces narrado en sus propios términos, compuesto de obreras, tabaqueras, maestras, embalsamadores, abuelas y nietas, esos personajes secundarios de la historia, cuyos rasgos y gestos serían, a lo sumo, “un borrón en un archivo, una edad mal calculada, un nombre que dejará de pronunciarse” (91). Ese mundo causa extrañeza, también, por el ejercicio constante que supone narrar el relato íntimo, la pequeña maniobra, de subjetividades tachadas por el tiempo, precisamente, por no encajar en el tiempo.

Aquí, las tabaqueras trabajan la hoja en condiciones adversas, pero también la gozan –la huelen, la tocan, la saborean. Aquí, la maternidad es imperfecta porque llega demasiado temprano y no siempre es deseada (ser madre es también imaginar la fuga). Aquí, un hombre pasa de degollar gallinas y desangrar puercos a embalsamar cadáveres en una funeraria, estrenándose en el negocio moderno de la muerte. Aquí, una niña llamada Luz, amante del juego y el deporte, se muere de ganas por participar en el rodaje de la película de Jack Delano, Los peloteros, filmada en su barrio, Cielito. Aquí, una maestra rural aprende de su estudiante a “no desestimar la fuerza con que la enredadera trepa el fornido árbol” (118). Como en la mejor prosa de la italiana Natalia Ginzburg, es a través del léxico íntimo de este reparto de excéntricos que entrevemos un país.

No voy a revelarles mucho más del libro, pero sí quisiera que se quedaran con la imagen final del árbol y la enredadera. Ahí se resume, creo yo, la postura clara y obstinada de Archivo rural frente al olvido. Ya no estamos en el ámbito del árbol de niebla, al que el poeta inútilmente inquiere, “¿cómo subir tu rama?”. Frente a la memoria rota, entre fantasmas propios y ajenos, Vanessa escribe como quien despalilla –con pasión y tacto– aquella hoja del tabaco.

*Previamente publicado en la Revista Cruce en la edición titulada De la sombra a la luz (26 de septiembre de 2022) https://issuu.com/ revistacruce/docs/cruce_-_de_la_sombra_a_la_luz_-_26_de_septiembre_2

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