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Apuntes sin catalogar: la palabra sin residuo en Archivoruralde Vanessa Vilches Norat
Por: Mara Pastor
Uno viene al mundo a ver qué tiene y lleva puesto el nombre de su padre inseparable de sí como el fuego el color del fuego. Y se da que uno reniega del nombre como extensión y se encapricha en ser nombrado por el mérito sólo de sus propias fazañas: ningún hombre ocurre dos veces. Pero sé que mi modo de mirar (eso amable o cálido, la gracia para abrazar extrañas con familiaridad) es émulo de la amabilidad de mi padre, y mis modos de enfurecer hacia dentro, el modo en que cierta música puede romperme es más suyo que mío. Más que su apellido, tengo del viejo un método infalible para equivocarme. Javier Raya, “El nombre del padre”
En Archivo rural, la obra más reciente de Vanessa Vilches Norat, el padre es muchas cosas: un jíbaro informado, un apasionado del jazz, el pon de un montón de voleibolistas adolescentes, un dicharachero profesional, un coleccionista de caracoles, un vendedor de seguros, un excéntrico, un trabajador de la tierra, pero también un niño huérfano, un adolescente adoptado, un padre diferente para cada hija, un abuelo alcahuete, un desconocido. La hija que escribe quiere producir sentido a partir de esa diferencia. Quiere, por fin, ver qué tuvo ella, ver cómo tiene puesto nombre del padre.
Este libro, que surge cuatro años después de que la autora publicara Geografías de lo perdido y quince años después de su ya clásico Crímenes domésticos, desarrolla un relato que ya había aparecido de otros modos en su obra. Si hay algo que ha atravesado la obra de mi querida y admirada amiga es una obsesión constante y generativa por el álbum familiar, principalmente, hasta ahora, por la figura de la madre. Digo generativa porque genera literatura, discursos, lenguajes posibles, encuentra geometrías que algunas veces acomodan lo que estaba perdido, incomodan lo que estaba inerte. A primera vista, este libro parecería ser una digresión del tópico de lo materno, esta vez con énfasis en la figura del padre, porque empieza con una sección titulada Censo nominal en el que la hija recopila, o como ella dice, graba, las memorias de las hermanas, los cuñados, las tías y las nietas sobre el padre, así como también glosa a través de estos personajes los hallazgos de archivo, del censo y de los documentos catalogables.
En estos 43 fragmentos se proponen cuatro formas para recordar: el recuerdo prestado (30), el recuerdo compartido (54), el recuerdo propio y el recuerdo inventado, todos ellos teniendo como hilo conductor la memoria del padre fallecido. Los recuerdos prestados, que Malena Rodríguez Castro también llama “recuerdos robados,” constituyen de algún modo el recuerdo de un padre que no tuvo la narradora, de una relación diferente al color del fuego, como señala el poema de Raya. En esta relación, la narradora atribuye funciones maquinales a las hermanas; resuena en mi mente la canción maquinolandera de Ismael Rivera, que era composición original de su madre lavandera. Todas las máquinas de memoria, dice la narradora refiriéndose a las hermanas, le piden que escriba (54).
El recuerdo compartido es el recuerdo del imaginario colectivo. Es el recuerdo del padre gregario que hacía festines de cabros y se amanecía con los amigos de las hermanas. El recuerdo propio, en cambio, es “el del cuento que intenta reparar,” aquel que intenta “organizar más de una vez” la memoria propia (29). En ese recuerdo, se ampara la obsesión investigativa, pues no es suficiente con el recuento de las hermanas. Sigue habiendo algo que no parece justificarse desde ahí. Un silencio que, si no se rellena, no permitirá que la narradora repare aquello que aparenta estar roto. En uno de estos relatos, la narradora dice:
Me preocupa traducir el prisma de los recuerdos. Es complicado dar justa cuenta de un signo. Padre. Debo decir que algo de cobardía tiene la fecha de estas letras. No resisto hacer sufrir con mi escritura a alguien que me ha querido. No es un problema ético, es una falla de carácter. Como tiros al aire, las vidas son escenas concatenadas al final, fragmentos de historia que se organizan más de una vez. (29)
Se significa al padre a partir de las voces de quienes lo recuerdan, pero también como aquel de quien se logra hablar, dar a conocer, a partir de su desaparición de este plano. “Hay hijas que son madres de sus padres. Hay hijas que desafían la genealogía y los protegen con su palabra, con su cariño, con su compañía” (39).
La narradora advierte haber cuidado las palabras dichas sobre el padre; sabe que hay balas perdidas en lo que quiere decir de él. Un afán tanto de haberlo protegido como de rematarlo en la escritura de alguna manera, aunque ahora las palabras se mezclen con la composta del tronco heredado. La hija pide el tronco en el que se sentaba el padre, objeto que inevitablemente se desintegra, desaparece con el paso del tiempo. Qué es un tronco, sino uno de los mejores hervideros de composta y abono para la tierra.
“Nada contra el olvido,” título de la primera entrada, adquiere, así como la primera oración del cuento, múltiples significados. ¿No se tiene nada en contra del olvido? ¿No se puede hacer nada por contrarrestar el olvido? ¿O será acaso que se debe nadar en el olvido, en la transformación de los relatos? Lo cierto es que la muerte coloca un lente. Ya Vanessa nos había dado una historia en la que la muerte era un lente, o más bien una ventana, precisamente en un cuento sobre la muerte de la madre titulado “Ojo de luz,” uno de los cuentos en sus Crímenes. En este cuento la protagonista se empeña en construir en su casa una absurda ventana mientras encara simultáneamente la muerte de la madre.
Más adelante, en Geografías de lo perdido, Vanessa regresa al ojo de luz con un signo cercano, “El rectángulo blanco,” otro cuento sobre recordar a la madre. En este cuento aparece el padre escuetamente mencionado cuando dice de la madre: “A diferencia del padre, [la madre] disfrutaba del retorno al pasado, pues ella sí era una gran cuentista.” Quizás es ahí, en ese rechazo del padre por hablar del pasado, que la narradora identifica su propia carencia. “Qué será aquello que no nombra. Cómo habla de mí ese pasado que mi padre calla.” También en este cuento se concatenan las escenas, para usar el lenguaje de la narradora, recuerdos y diálogos en torno a la madre que, no arbitrariamente, también hablan de lo escatológico, de la “mierda y el escarbeo” y de escarabajos que se posan en los cuerpos muertos cuando cae la noche. Y como sucede con la materia putrefacta, llena de residuos, gusanos y hongos, en la reconstrucción de estos recuerdos aparecen otros. Los recuerdos inconsistentes, inconsecuentes, contradictorios, infértiles, que obsesionan a la narradora al punto de querer reconstruirlos, descifrarlos y, ante esta imposibilidad, inventarlos.
Pero las fronteras entre una y otra sección son porosas, como las esponjas o como los troncos que se desintegran. Acaso, son más bien pliegues como los de la pintura de Rafi Trelles que sirve como portada de la edición. En el pasaje 42 se nos anticipa la historia de Saturnina. Nos dice la narradora, “Esto sí que es puro cuento,” como si lo que se encapricha en contar la frágil memoria de la especie no lo fuera. He aquí que tengamos, en la segunda parte, un puñado de relatos que buscan dar cuenta de la historia desaparecida, la historia fuera del archivo, y por esto titulada Documentos sin catalogar. Los cinco relatos de la segunda sección tienen en común el tono realista y la inclusión de elementos históricos que concuerdan con los hechos que rodean la vida del padre en Comerío, su pueblo natal, pero que también nos conectan con estilos y obras de la literatura puertorriqueña del siglo XX. Imposible no pensar en el tema de la sororidad femenina de las novelas de Ana Roqué de Duprey, en el Josco de Abelardo Díaz Alfaro, en La charca de Manuel Zeno Gandía o en los Cuentos para fomentar el turismo de Emilio S. Belaval, enriqueciendo los tonos, saliendo del patetismo, como dice Marta Aponte Alsina en la contraportada de Archivo rural. Marta también ha regresado al pasado a rellenar y a alumbrar, como se alumbran los rostros de la pintura de Trelles, una luz que nos llena la pupila de detalles, que le deja un aura espectral al pasado.
En los primeros dos relatos, se desarrolla aquello que, en la entrada 42 de la primera sección del libro, “era puro cuento.” Se imagina a la abuela materna desconocida. Aparecida por primera vez durante la recopilación de los recuerdos prestados, ahora la imaginamos en el relato joven, aunque muy cansada, agotada de la rutina y de la maternidad que no se escoge. En la voz de Saturnina somos testigos del despertar de su subjetividad como mujer trabajadora, tabaquera, amiga de sindicalistas, paciente de curandera.
En el primer relato, el costumbrismo del Josco de Abelardo Díaz Alfaro se transforma en relato íntimo, medicinal, político. No hay hombre que enfrente a la bestia. Es la mujer la que tendrá que enfrentar al más temible de los enemigos humanos. La falta de acceso a servicios básicos. Este relato recupera el imaginario de la curandera y de la amiga sindicalista, que historiza a la líder sindical Juana Colón. La historia se extiende hasta el segundo relato, “La serpiente plateada,” en el que el espacio de trabajo es también aquel de sororidad entre Saturnina, Virginia, María y Gin, y en el que se apalabra la queja a la ola del primer feminismo, cuyas sufragistas no incluyeron a las trabajadoras analfabetas.
El tercer cuento es quizás el más enigmático de la obra. “La quietud de tu cuerpo” es el relato de un hombre al que le toca embalsamar el cuerpo muerto de la hermana. Aquí se presenta la zona gris en que el protagonista se enfrenta a enterrar a la hermana irreverente, el cuerpo inerte de Aleida, la voz crítica que carnavalizaba al jefe Mr. Bob, personaje inspirado en el fundador de la Funeraria Ehret, benefactor de Ramón, acaso otro de los hermanos perdidos de Rafael. Aunque las razones de muerte de Aleida no se expresan en el cuento, el hecho de que el protagonista menciona que el cuerpo está descuidado parecería señalar cierto abandono, una muerte imprevista resultado, acaso, de su impostura. Para mí este cuento busca mostrar la subjetividad dolida del hermano, apalabrar ese universo impenetrable del dolor y la vulnerabilidad masculina.
La resistencia del jíbaro a la modernidad, evidente en Cuentos para fomentar el turismo de Belaval, se vuelve anagnórisis o descubrimiento de una maestra rural, que decide cambiar de opinión sobre el rol de su pequeña alumna en el mítico filme Los peloteros de Jack Delano, filmado precisamente en el barrio Cielito de Comerío. Lo cierto es que, como han leído las compañeras escritoras Malena Rodríguez Castro y Claudia Becerra Méndez, ese hablarnos del padre parecería más bien terminar hablándonos de otras madres ausentes, o como las llama Malena, “mujeres impropias,” en conversación con el libro Las propias de Ariadna Godreau. Claudia, con otra iluminadora lectura, ve en el desenlace de los cuentos un final reivindicativo para los personajes femeninos de ese pasado poroso del padre en el rectángulo de luz de la película de Los peloteros, en el que la niña Luz se ve reflejada como en un espejo, y al que lleva, a fuerza de labia y discurso, a la abuela que fue tabaquera. Como señala Claudia, este libro “no termina con el tumulto de sombras que, en su ausencia, representa el padre. [Si no que] Cierra … con un relato que trata … sobre la obstinación femenina” (26). Pero lo cierto es que hay mucho que decir del padre y su relación con esta hija cuentista. Se asoma mucho por este rectángulo de luz.
En la primera sección, la narradora nos dice, con relación a apropiarse de las palabras, que “a mayor palabra, menos residuo” (29). ¿Con qué nos quedamos después de estas palabras? Si, como dice la narradora, “dicen que cuando alguien muere, muere también quien fuimos con esa persona,” ¿qué otro ser deviene como autora de estos relatos? ¿Hay un ser retroactivo que puede también añadir palabras en la hija que fuimos? ¿Podremos ser otro tipo de hija gracias a la invención de otra memoria? Ya les he revelado mucho del libro, pero quisiera que se quedaran con esa imagen de la hija que atraviesa un umbral, esa que desafía el destino y se ingenia un método infalible para enmendar.