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“como lianas indomables” Archivo ruralen sus montañas

Por: beatriz llenín figueroa

Le había pedido a Vanessa que me trajera a Comerío. Era mi primera vez. Como estoy convencida que ella hace, aspiro a escribir sobre los paisajes de nuestro país desde el raro amor que le prodigo, incapaz de idilio, pero enchulao, con una ternura inagotable que no desdice el inclemente ojo avizor, con un amor que tiene pies y camina, que siempre quiere estacionar el carro y, como decían mis abuelos, apearse. El recorrido que hicimos juntas aquel caluroso día de julio culminó con la ascensión a Cielito. Subimos la cuesta desde la plaza pública hasta aquí, el Centro Comunal y la Casa Juana Colón, mientras sosteníamos conversación con Wilson y Janice e iniciábamos la planificación que nos traería hasta esta tarde, para celebrar el libro de Vanessa donde mejor se debe, en el lugar al que, y que le, corresponde, del que nace.

Salimos temprano de Río Piedras y cruzamos Bayamón para luego atravesar las curvas señalizadas con relucientes y orgullosos letreros que dan la bienvenida a Comerío, montaña en flor, instándonos a apagar el aire acondicionado, bajar las ventanillas y oler la cordillera. Nos detuvimos primero en el mirador de la represa. Algo he de escribir sobre esa visión, pero no aquí. Hoy quiero empezar donde siento que Vanessa y yo verdaderamente empezamos ese día una comunión en Comerío: en el antiguo cementerio municipal, a la entrada del pueblo. La dureza de mármol que usamos para inventar alguna permanencia, falaz pero memoriosa, ante la eterna disolución de las cosas, de los cuerpos, no deja de emocionarme. Aunque aquellos no eran “mis” muertos, subir y bajar las cuestas de ese cementerio anidado, rodeado de montañas vivísimas en cualquier dirección que se mire, con un sol deslumbrante que casi haría rechinar los párpados, y ver a mi amiga, mi querida Vanessa, posar sus manos en las tumbas de “sus” muertos y conmoverse, me estremeció como si lo fueran.

Es que lo son. Todo lo que se nos muere, se nos muere a todas, desconsoladas como el hermano embalsamador de Aleida en el relato “La quietud de tu cuerpo,” que la creía “eterna,” convencido que “nunca llegaría este día en que te falta palabra, y ya ves, yo aquí ahogándome, sin piedra de la que agarrarme, sin agua, crecida, río, ni misión que limpie este dolor” (98). Si este libro algo dice, precisamente en su paradójico afán memorioso contra “la historia [que] no hace justicia a las vidas, que será un borrón en un archivo, una edad mal calculada, un nombre que dejará de pronunciarse” (91), es que la historia personal, la del padre, la madre, la abuela, las hijas, es también la historia de todas, y viceversa. El país que nos parieron Juana Colón, la niña Luz y la maestra Nereida, las obreras tabaqueras, la abuela jugadora de briscas, las Saturninas y las Marías y las Aleidas en estos relatos, es también el país de nuestras familias particulares. Y ese país que forjaron nuestras grandes mayorías anónimas en medio de un violento período de crisis y transformaciones –las primeras décadas tras la toma del país por el nuevo imperio–, está indisolublemente ligado al momento que hoy vivimos, a esta ruina por diseño del pacto neocolonial capitalista que otra vez vino –y sigue viniendo– acompañado de “misiones” de fe y rescate. Vanessa nos invita a mirar aquel momento porque hacerlo es también mirarnos, consignarnos, declararnos aquí, hoy; decir, esta agonía nos la han diseñado, pero “aquí vive gente.”

La invitación de este libro es que, si nos disponemos a mirarnos hace cien años de la mano de su escritura sensible, valiente, advertimos de inmediato que bien, lo que se dice bien, nunca nos hemos visto, pues hemos echado por la borda las vidas de quienes nos la dieron, nuestras mujeres escarpadas como estas montañas, nuestras mujeres hechas de madera y malagueta. Y si mirarnos en ese espejo es también mirarnos hoy, ya saben lo que nos urge…

Precisamos el estudio atento, generoso y, sí, paradójico, en apariencia imposible, de nuestro archivo ágrafo, de nuestro archivo sin escritura. Las montañas, los árboles, las hojas de tabaco, la salvia y el alcanfor, las cosas del cuerpo humano –memorias, pasiones, infecciones, ademanes, movimientos, deseos, afectos, tactos, miradas, voces, olores (de hecho, los olores, percibidos con “el más mamífero de [nuestros] sentidos” [44], son esenciales en este libro lleno de hierbas aromáticas, de tabaco y formol, de “manos perfumadas de humo de cigarrillo y tonos de alcohol” [43]) son ágrafos, mas escriben. El estremecimiento que el agua del río ocasiona es ágrafo, pero escribe. Mujeres ágrafas como Juana Colón (quien, según cita de William Fred recogida por Wilson Torres Rosario en su libro, “tenía el carimbo por los cuatro costados. Era mujer, era negra, era pobre, descendiente de esclavos y era analfabeta” [122]) y la abuela paterna de Vanessa, Saturnina (¿o Angelina?) Ferrer, escriben. Pero hay que saber leer la escritura ágrafa. Y en ese sentido, hay que ser también una lectora ágrafa, capaz de dejarse acontecer, de dejarse conmover, de dejarse confundir por experiencias imposibles de comprender, sistematizar, racionalizar, determinar con el estatus de veracidad y documentación que los archivos tradicionales requieren, pero que no por ello son menos reales, menos contundentes, menos fehacientes, menos influyentes a futuro.

Es más, me atrevo a aseverar que son mucho más determinantes que lo que un archivo escrito jamás será capaz de recoger. Ofrezco como prueba dos hechos irrefutables: que la historia de la abrumadora mayoría de las gentes del planeta no se contó nunca, y sigue sin contarse, con las grafías que nuestra especie ha inventado; y que el resto de las formas de vida re-produce el mundo sin preocuparse por eso que la humanidad llama “escritura.” Queda claro que la vida misma es ágrafa. Y me dirán ustedes (y seguramente la propia Vanessa), sí, pero nosotras no podemos por más que escribirla. Esto que leo lo escribí. Aquí estamos celebrando un libro. Todos los libros. Una editorial apuesta siempre por la grafía de los libros. Sin duda. Pero lo que quiero decir es que Archivo rural es lo imposible, en tanto está hecho de una grafía ágrafa, atenta a y generosa con “los no sé qué,” aquello intraducible a la escritura y pese a ello, o quizá precisamente por ello, lo más potente, el imán de toda movilización que valga la pena para transformarnos el vivir. Es lo que los testimonios orales que Wilson recogió en su libro sobre Juana Colón intentan describir con frases irremediablemente imprecisas: “esa facilidad que ella tenía, yo no sé;” “era demasiado esa señora” (119); “era bien fuerte;” “era una mujer fuera de serie” (107). Es imposible captar con nuestras palabras la potencia de su figura que tanto “movía,” para usar un verbo recurrente en los testimonios comerieños recogidos por Wilson.

Así, como Juana, “fuera de serie,” “yo no sé,” es este libro y todos los personajes que lo pueblan y nos “mueven,” y, sobre todo, sus, nuestras, mujeres. Así, como Juana, “fuera de serie,” “yo no sé,” es Janice y las mujeres de la Casa Juana Colón. Así, como Juana, “fuera de serie,” “yo no sé,” son nuestros campos y esta hermosa cordillera. “Lo cierto es,” como también escribe Vanessa, “que es[t] os barrios han seguido colgados, como lianas indomables” (59), quién sabe cómo.

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