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Cuentos de mi Rancho

César Vergara Sabbagh cesarvergara_9@hotmail.com

El tesoro en el Cofre de Perote El tesoro en el Cofre de Perote

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Don Eduardo, dentista de profesión, tenía como pasatiempo eventual la búsqueda de tesoros, lo cual le generaba aventuras y una que otra sorpresa, aunque dinero, casi nunca. Otro de sus pasatiempos era el control mental, la hipnosis, los viajes astrales y otras cuestiones por el estilo, que, si bien eran labores de diván, también tenían lo suyo en cuanto a sobresaltos, pero pasemos a la historia.

Un día lo vino a ver un señor con un predicamento muy particular. En su juventud había andado con los carrancistas (en ese momento era un nonagenario). Él personalmente había enterrado un tesoro de muchos kilos de oro, pero no recordaba dónde. Con quebradiza voz, apenas audible, explicó su historia. Él era el segundo al mando de un destacamento de revolucionarios fieles a Carranza. Por el rumbo de la montaña conocida como el Cofre de Perote habían tomado por asalto el tren, que llevaba mucho dinero en monedas de oro para pagar los salarios de la tropa del ejército federal.

Acribillaron a los soldados que opusieron resistencia. A los demás los sometieron, como a cuarenta efectivos. Los obligaron a descender del tren y cargar los cofres con el tesoro. En alguna parte de las faldas de aquel cerro donde todo el año reina el frío, los obligaron a cavar un foso de al menos cinco metros de profundidad. Ahí metieron los cofres y los taparon. Luego los mataron a todos para que no se descubriera el secreto. La Revolución se fue por otros derroteros y jamás volvieron a ese sitio.

Ahora, hacia finales de los setenta, muchos años después, el anciano pedía ayuda profesional para recuperar la memoria tan a detalle como fuera posible, para dar con el lugar exacto. Poniendo manos a la obra, don Eduardo hizo recostar al viejito en su diván y procedió a hipnotizarlo.

En cuestión de minutos y con la manipulación adecuada, la quebradiza voz apenas audible fue sustituida por el vozarrón de un hombre joven y enérgico, acostumbrado a ladrar órdenes a diestra y siniestra todo el día y para quien no existía otro castigo más que el paredón de fusilamiento.

--¡Caven, jijos de toda su…! Al primero que se canse me lo quebro.

A instancias del hipnotizador, el nonagenario de tupido bigote blanco, con voz firme y sonora dio pormenores de la ubicación, árboles cercanos, la posición del sol y otros detalles.

--Cuando despiertes, vas a recordar claramente todo esto --, fue la orden del hipnotizador.

A la mañana siguiente, debidamente abrigados para soportar el frío de la alta montaña, se apersonaron en el Cofre de Perote. El abuelito de temblorosa voz, pero nítidos recuerdos, daba indicaciones a don Eduardo. Los había acompañado su nieto adolescente, de largo cabello, lacio, negro, moreno al igual que el anciano. Mascaba chicle, en malhumorado silencio.

--Por allá. Da vuelta aquí a la derecha, etc. Finalmente, ordenó que detuviera el automóvil. Todos descendieron.

Caminó unos cuantos pasos para acá y para allá. Miró repetidamente en todas direcciones, orientándose. Entonces indicó:

--Ahí está el árbol y acá la roca. Allá se ve el río que ahora está seco, pero en aquel tiempo fluía. Aquí es --, señaló un punto en el suelo.

--¿Cómo vamos a cavar cinco metros nada más nosotros? --, se preguntaba don Eduardo. Se fueron.

Don Eduardo localizó a un conocido especializado en el ramo de la maquinaria pesada, también gambusino 1 aficionado. En breves palabras le explicó la situación, le ofreció un porcentaje de lo que se hallara y solicitó un trascabo.

--Justamente estoy recibiendo uno nuevecito. Espéralo el lunes, porque va a tardar en llegar de aquí para allá --, fue la respuesta.

--Muy bien, pero también quiero que vengas tú, Silvio --, dijo don Eduardo, presintiendo algo. Tantos años en estos menesteres, aunque fuese como aficionado, le habían permitido desarrollar cierta sensibilidad particular.

Más de 300 kilómetros recorrió el tráiler para traer la maquinaria solicitada. Dejó la carretera asfaltada para seguir por un camino de terracería; el último trecho fue atravesando un potrero, siempre cuesta arriba, pero nada exagerado, la máquina del tráiler no hacía ningún esfuerzo particularmente notable. No había ni lodo, pues el día, aunque fresco, estaba soleado y no había llovido en varios días. Justo cuando daban comienzo las maniobras para poner el vehículo en posición para descargar, la máquina dio un potente tosido y comenzó a sacar humo: se había desbielado.

A los pocos minutos llegó el propietario en lujoso auto. Dio indicaciones precisas al operador para bajar la maquinaria pesada, aun sin la rampa adecuada.

Pocos minutos después se hallaban en el lugar indicado por el viejito, ya nada más era cuestión de excavar unos cinco metros, lo cual con esa herramienta tan poderosa sería pan comido.

El operario puso en posición la máquina, levantó el brazo para comenzar a excavar… y en ese momento se tronaron todas las mangueras del sistema hidráulico de la sofisticada maquinaria, quedando de esa forma inutilizable por completo.

Silvio, el propietario, con total resignación, opinó:

--Yo no dudo que el tesoro que ustedes dicen esté allí, pero me queda claro que no es para nosotros, vámonos, ya mañana mandaré a traer un mecánico.

Y ahí terminó la excavación. Es de suponerse que el tesoro sigue ahí.

1 Gambusino: aquel que busca tesoros enterrados.

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