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Arcadia Por Marlyn Maldonado Santiago

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Biografías

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Paisaje de Montfoucault

Camille Pissarro

Óleo sobre lienzo, c. 1864

Colección Instituto de Cultura Puertorriqueña.

Hacía dos meses que Rigoberto levantaba cajas y manejaba maquinarias en la fábrica de muebles en Arcadia, Wisconsin. Al principio de su llegada pensó que el frío que sentía hasta los huesos lo hacía sentir vivo, pero ahora le despuntaba una fiebre que contraía sus músculos en escalofrío.

Let me show you something! ―una voz gritó en su ensueño. Nunca había soñado en inglés y pensó que alguien se había metido en la habitación. Había alquilado un estudio en los altos del Reed’s Bar por un mes. Pero ese mes pasó volando y, casi sin darse cuenta, ya habían pasado dos meses. Cuando llegó a Arcadia, se compró un abrigo de cuero para soportar el frío, pero las lluvias habían venido de imprevisto para él. Se precipitó un aguacero lento justo cuando le tocó operar la carretilla retráctil que llevaba mercancía a los vagones alejados del almacén. Sintió la llovizna fría y la ropa pegársele al cuerpo. Las gotas empañaron sus espejuelos. Toda esa semana llovió.

Se despertó sobresaltado. Por alguna razón no se había percatado de su fiebre y todavía sospechaba que alguien estaba en la habitación. Miró con su vista miope el reloj despertador de letras y números rojos. Leyó Saturday 3:17 a.m. Intentó sentarse en la cama, pero un dolor en la parte baja de la espalda se extendió por sus rodillas hasta apoderarse de él. Se tumbó otra vez en la cama y con ambas manos cubrió su cuerpo con la cobija. Recordó otra vez aquella voz que le parecía extraña. Ese tono no le era familiar a pesar de haber estado en esos meses rodeado de voces distintas y acentos extraños. En esas voces incluía su propia voz. No se reconocía al hablar inglés. Pero eso no importó cuando llenó la solicitud de empleo. Tampoco importó su edad, al contrario, el que fuera retirado era un atractivo para la compañía en aquel pueblo solitario. En esos dos meses había conocido muy poco de aquel lugar. Aunque no se lo admitiera a sí mismo, siempre que manejaba a la fábrica pensaba en el día que regresaría a su casa en la calle Buenaventura. En su delirio, que aún no lo reconocía como tal, todos los recuerdos le aparecían como si salieran de un carrete fílmico antiguo: aceleradas, borrosas y, a veces, imágenes unidas sin conexión aparente como en un eterno juego experimental. El sombrero que llevó al aeropuerto había pasado a ser su compañero en Arcadia. Lo dejaba justo al lado del reloj despertador. Soñó que lo había perdido y ese sentimiento se apoderó de él y se entremezcló con el recuerdo del momento en el que lo había obtenido. El sombrero llevaba años en una caja de zapatos en la tablilla de madera más alta de su clóset que solo él alcanzaba. Le habían dicho que era el antiguo depósito del diezmo cuando él y su esposa compraron la casa. Pero el día del entierro de su esposa lo sacó, lo desempolvó y se lo puso aun con las manchas de humedad.

I know your Porto Rican people, my grandfather told me…kill the Indian, save the man! Haha…That’s what they were trying to do with them. They were friends él reconoció la risa. Era la risa de James, el que manejaba la grúa que depositaba los vagones llenos de mercancía en las vías del ferrocarril. Le estaba mostrando a Rigoberto cómo conducirla mientras le buscaba conversación. Pero lo único que escuchaba Rigoberto era el sonido agudo que producía la máquina al momento de elevar el vagón.

Estaba pendiente a los controles de mando, la palanca y la colocación del vagón que se depositaba encima de otro vagón. Era el trabajo que realizaría en las próximas semanas. Sintió una presión en la cabeza como en el instante antes de un vértigo.

La fiebre remitente había disminuido un poco su intensidad y bastó para recordar que tenía puestos los zapatos. Había dormitado así y con su pie izquierdo se quitó el zapato derecho empujándolo por el talón. Cuando hizo lo mismo con el otro pie, le dio un calambre insoportable en la pierna. Quiso que su mano llegara hasta donde sentía el apretón que lo dejó sin aire, pero el dolor que sentía en la espalda lo hizo retractarse de su intento. Recordó que la noche anterior había bajado al bar. Siempre esperaba que al abrir la puerta todos se quedaran mirándolo y que sus pasos sonaran en el piso de madera como lo había visto desde niño en las películas de vaqueros. Pero la indiferencia y la música eran más fuertes en aquel lugar. Recordó haberse sentado en la barra y, sin haber bebido gota de agua, sintió el sabor añejo del whiskey en la boca.

Recordó sostener sus personitas de plástico verde en su mano. Un soldado, un indio y un vaquero que los hacía girar mientras disparaban sus armas a un enemigo invisible. A veces eran contrincantes. El vaquero disparaba el revolver para matar al indio o el indio se unía con el vaquero para mover unas canicas que lanzaban para tumbar al soldado de cantazo cuando su base de plástico lo sostenía sobre la superficie. Rigo, como le decían de niño, jugaba con esas personitas en la cafetería. Cuando llegaban a comer, las personas que salían de los entierros, sus ojos se quedaban concentrados en el rostro sufrido de los otros. Gregoria se lo dijo a la mamá, que se le había pegado la pena. Lo escuchó Rigo desde su cama. La mamá lo metía a la bañera y le vaciaba el alcoholado infusionado con hierbas de malagueta que le preparaba Gregoria en su botánica. Lo arropaba como si estuviera asegurando una camisa de fuerza y le tiraba en el pecho las pequeñas personas verdes que apuntaban flecha, revolver y rifle. A veces en la cafetería se quedaba embelesado mirando a alguien que no podía contener su llanto. La mamá hacía una pausa justo antes de recoger los platos sucios de la mesa de los clientes para regañarlo. Ahora las caras le aparecían borrosas.

La vista se le nublaba con estertóreo de la fiebre y presenciaba una discusión sobre un asunto de herencia…un hombre lanzó su silla sobre otro que lo acompañaba en su mesa. El cocinero salió acelerado y los amenazó con el cuchillo. Los hombres se insultaron a distancia en la calle. Rigo imaginó el duelo, así como recién había visto en el televisor de la vitrina de una tienda. La mirada que penetraba uno al otro y sus manos quietas cerca de sus cintos. Rigo se acercó a la puerta justo cuando el hombre que había sido golpeado con la silla tiraba su sombrero al suelo y se alejaba de vuelta al cementerio. Todos se esparcieron y el sombrero quedó allí. Rigo lo contempló por un rato, lo recogió, subió las escaleras y lo llevó a su cuarto. Rigoberto comenzó a titiritar de nuevo en su habitación en los altos del Reed’s Bar y sintió el olor del alcoholado infusionado.

Let me show you something! Volvió a escuchar aquella voz que no le resultaba familiar. Escuchó el sonido de pasos en piso de madera, igual al sonido del piso de su casa en la calle Buenaventura. Pero en vez de sentir el gusto por aquel sonido generado por años, sintió otra vez el temor de no estar solo. Su casa de techo alto y a dos aguas había sido un templo pentecostal. El templo se le había hecho pequeño a un pastor y hacía un año que la casa le resultaba pequeña a Rigoberto. La sala, que quedaba elevada, antigua ubicación del altar, solo le servía para mirar las carreras de caballos en el televisor. Sus brazos ya los sentía innecesarios y solo los ocupaba para acurrucar a su nieto en la butaca. Recordó que la habitación de Arcadia, en la que había dormido en los últimos dos meses, tenía alfombra.

Carlisle Indian Industrial School, ring any bells? era otra vez la voz de James. El ruido de la máquina, que se elevaba hasta el último piso de uno de los estantes del almacén, justo comenzó en el momento de la respuesta negativa. Rigoberto prefirió mirar la acumulación de cajas de cartón en cada piso de los estantes a mirar el vacío que se extendía a sus espaldas. Ya le habían advertido lo importante de ponerse el cinturón de seguridad que se enganchaba en la baranda antes de poner en marcha aquella máquina que se expandía a muchos pies de altura. Había tomado los cursos de seguridad en su primera semana de trabajo.

They tried to erase our native culture in that school. But not the mans, obviously. They always need soldiers, right? Civilized soldiers! Civilized workers! Haha! My grandfather was from the Chippewa tribe and his best friend in the Carlisle School was a Porto Rican…the Porto Rican Indian. Haha! But they never won, at least they didn’t win at all… Rigoberto sintió que su cabeza giraba. Solo veía el movimiento de labios de

James, solo sentía que se desplazaba con él en aquella máquina que los ascendía en uno de los múltiples pasillos que aglomeraban miles de cajas de cartón rellenas de piezas mobiliarias. Solo escuchaba la máquina que se elevaba hasta el último piso del estante. Sin querer mirar al vacío, apretó la mano en la baranda de metal. Al mirar al vacío, escuchó las palabras de James como si salieran disparadas de sus labios. Apretó su puño en la cobija y sus ojos se detuvieron en el rostro de James como, cuando niño, se quedaba mirando aquellos rostros sufridos. Creyó caer desde aquella altura y se desvaneció en un sueño profundo.

Rigoberto nunca se paraba en el camino cuando salía del trabajo a su habitación en los altos del Reed’s Bar, pero en esa semana de lluvia el paisaje se veía diferente y se bajó de su carro a orillas de la carretera desolada. Miró detenidamente la llanura aluvial extensa. Los charcos de agua serpenteaban el horizonte y el tren cargado de vagones se desplazaba a lo lejos. This is what I wanted to show you le dijo la voz irreconocible en su sueño. Tuvo la sensación de contemplar en aquel paisaje, en aquella voz, lo desconocido. Entreabrió sus ojos y enfocó su vista a la mesita de noche donde estaba el reloj y su sombrero. Leyó Saturday 5:36 a.m. y trató de incorporarse en la orilla de la cama. Sin haberse recuperado de la fiebre, pensó en las palabras de James que resonaban todavía en su mente. Esta vez las escuchó más fuerte que el ruido de las máquinas.

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