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Down the Road Efe Rosario

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Biografías

Biografías

La Mixta

Francisco Cervoni Brenes

Óleo sobre madera, 1960

Colección Instituto de Cultura Puertorriqueña

Hablábamos de confidencias. Tú que casi odiabas a los hombres. Tú que casi siempre callabas. Hablábamos de las traiciones, de los amores que no se dan, de los primeros besos. Te mencioné, quizá, mi depresión. No lo sé. Te referí veladamente de mis días de encierro durante tormentas de nieve, de mis días perdidos en los que primero me servía kahlúa con tequila y luego recordaba lavarme la boca.

Y tú despertaste. Y tú, tal vez, comprendiste nuestra fragilidad. Entonces tenías quince años. La misma edad que cuando tomé sesenta pastillas y me largué a dormir. Y te veo dormir. Ya no despiertas. Porque eras como yo cuando tocaba lo del sentimiento, cuando recurríamos al lenguaje más secreto posible. Yo me inventaba poemas y tú reaccionabas en inglés. Y ahora me vences. Ahora te apropias del mayor secreto, del mayor silencio y me sabes fuera de tu pena.

Estás tan bonita. Es raro que diga eso. En estos últimos años me sorprendía cuánto habías crecido, cómo reías ya con una cierta amargura de animal descornado, de cómo recomendabas cosas de las que yo dudaba y tú sabías defender. Explicabas algún tatuaje pequeño en esas mismas muñecas. Me contabas de tu tiempo en Estados Unidos. De cuando soñaste con planos y cartografías. Porque estabas mal y querías draw a map and go down the road. Y yo que te decía casi todo y te escuchaba me empequeñecí como una de esas primeras veinte pastillas que pasé sin agua. Te lo hice repetir o aposté por no entender tu frase. Pero no dudes que tragué dos piedras y las sentí como quedarse huérfano, cortarse una mano y sembrarla para ver si echa sombra o alcanza para caricia. Tenías quince años y ya querías caminar. También mis ojos tuvieron quince años. Y sin embargo no dijimos mucho.

Tus padres ni tus abuelos han podido estudiarte la cara estirada. A mí, en cambio, me trae hasta aquí la culpa y el amor, pero eso no funciona para todos. Recuerda que yo también medí mis costas y me tiré a dormir cuando éramos parecidos. Compartíamos, es claro, pero uno les coge gusto a los museos de torturas. Y se acuesta en algún bote quieto. Y busca en los ojos profundos un último convenio. Porque tu abuela te maquilló y no te supo el hambre. Porque los de la funeraria te han escondido las muñecas y luego han hecho café. Sucede que a ellos no les crecen las piedras en el cuerpo ni ven otra forma de tu rostro ni saben que en tu angustia infantil lloraste por mí cuando alguna tarde me fui al mundo y te quedaste en la vida con los abuelos. O porque muchas veces te obligué a decir adiós aún sabiendo que no estabas lista. Porque me colgué en tus brazos caídos y te llevaste mis lágrimas.

Y ahora te acuestas largamente y me hablas sin el volumen de la tierra. Pero sigues más allá, preparando castillos.

Beatriz Llenín Figueroa

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