4 minute read

Pasa la Caravana por Luis Enrique Franco Mata

por Luis Enrique Franco Mata.

Ahí estaba él, en cuclillas, atisbando en el tiempo bajo las candentes sombras del hambre, en la espera de algo que quizás no llegará, o tal vez sí; la seguridad de lo incierto no le permitía descifrar nada.

Advertisement

Sólo vislumbra un silencio que se rompe con el rugir de motores, lejanos a veces, ahora cercanos, pero aun así, para él, siguen estando lejos.

—Todos vamos a morir algún día —le decía el otro. También como él, con la poca carne de su cuerpo apretando sus huesos. También ahí, en cuclillas, con la mirada extraviada en los confines del vacío.

—Igual que ayer —dijo él. Y ese igual quedó gravitando en aquella sórdida atmósfera, quemándole la garganta reseca por la frustración.

Igual que ayer y todos los días, envuelto en las brumas de la nada, tropezando con las ganas de hacerlo y el miedo a la muerte.

Pensaba en su verdad, y la rabia lo acariciaba pretendiendo empalagarlo de bríos para vencer al miedo. Aquella rabia lo lanzaba hacia un abismo de impotencia, quería convertirse en el combustible que le permitiera encender todo su poder, para luego destruir sus necesidades. La epopeya agría de su vida, esa historia suya donde la bestia que lo asecha cobra forma de carencias ancestrales, como un ogro mítico queriendo abrazarlo con su aliento calcinante.

—Lo haremos —le dijo al otro.

—¿Lo harás? —le resonaba el miedo en su cabeza. Mientras tanto, el silencio parecía asustarse con el rugir de los motores.

—Vienen más, ¿escuchas? —le dijo el otro.

Y sí, al parecer había que hacerlo, aunque después defecarían el trabajo realizado, y todo volvería a estar igual. En cuclillas.

El hambre seguía polarizándose, ganándole terreno a la quietud; quería exorcizarla, pero hasta el agua también había desaparecido de aquel pueblo, y ni bendita ni pagana ya le hacía compañía.

Mientras escuchaba los motores, sintió desprecio por la grandeza de otros. El canto desesperado de su estómago, le hacía creer que el enaltecimiento de su pobreza venía de la mano de otros malvados que no son los mismos, que ahoyan sobre él para alcanzar la miseria de una grandeza amorfa, fermentada en el odio que ahora él sentía, y que poco a poco le iba desinflando el miedo, queriéndolo llevar hacia su justicia.

Siempre había escuchado la voz de los faraones sentenciar que la solución estaba sobre ruedas. Pero siempre había visto esos motores desfilando frente a sus ojos sin detenerse ante él.

—A menos que… —pensó. Al tiempo que el pensamiento se le perdía en aquella incertidumbre, y el miedo parecía debilitarse.

—No es justo, ¿a dónde van? —y la pregunta quedó en el aire, sin respuesta. Tal vez el viento pudo decirle algo, pero sólo cantó en las ramas con voz triste, mientras traía el gruñido de los motores.

Tiempo atrás, él negoció su existencia en un soberano acto de estupidez tercermundista. La vendió cuando con alegría de inocencia manoseada, corrió como el niño que acepta el carrito de hojalata made in china, corrió engalanado a decirle sí a quien ahora es su verdugo. Ese que desbordó su hambre cuando le abrazó, quemándole su inteligencia en el fuego diabólico de su discurso. Y es que América Latina parece vivir aún aquel acto de trueque irracional.

Los motores van y vienen riéndose de él, de su miedo, de su hambre. Tentándolo. Es la caravana del verdugo pasando por el pueblo, que siempre está ahí, inerte, conformado con la desgracia donde se embalsama su desdicha; acompañado de su malaria, que así como la corrupción de su mesías, también se quedó.

—Ayer mis hijos lloraron, yo también lloré.

—Mis hijos tienen hambre. Yo tengo rabia.

—¿Tú crees que nos maten?

La caravana continúa, día tras día, perenne como el hambre pegada a su piel, como el paludismo, como la tribu de la desdicha, aquella que con apetito depredador lo asecha, lo acorrala. Esos cofres metálicos guardan los tesoros que él anhela, el de los llamados hombres de la política. Burócratas, como huestes de la indolencia.

—Eso será rápido —dijo el otro.

Así como incursión de piratas, los dos planificaron la acción, para ellos todo sería fácil, sólo había que perder el miedo.

Pero los pretorianos de su majestad tienen la honrosa divisa de garantizarle al verdugo, la seguridad de su hegemonía monopolizadora. El patriarca debe seguir en su mítico trono de criminalidad mientras trata de convencerle, a él, de que su vida está mal por culpa de otros, y esos otros no son más que la cueva sagrada donde habita la maldad del verdugo.

El hambre pareciera no dar más tregua, ya los gruñidos se escapan de sus tripas soltándose en un mosaico de bulliciosas tentaciones, pero aun así, no acallaban el llanto de los hijos, de la madre, de la frustración que lo cacheteaba buscando inflamar más su rabia y desespero. Queriendo crear un aluvión para luego empujarlo hacía el festín donde no habrá bambalinas, ni retretas, ni cohetes, sólo tronar de balas rozando la vida, tal vez para segarla.

Todo se hizo con rapidez de rayo, así lo planearon ellos, la rabia venció al miedo dando paso al hombre desesperado, convertido ahora en el depredador que fue cazado por su presa, aquellos guardianes de los cofres blancos vestidos de verde, no de esperanzas, sino de muerte.

El estallido fue violento. Todos vamos a morir algún día. Aquellas palabras taladraban como una sentencia en medio de ruidos que pretendían ser voces. Primero la locura, luego la desolación.

—¡Qué vaina! —exclamó con un hilo de voz ya perdida.

Detrás de la caravana, el verdugo había colocado su comparsa de la muerte. Esa que él inició cuando engalanado, corrió a firmar su sentencia en aquel sagrado favor del voto. Al parecer se confundieron los objetivos, y él, a quien le habían prometido el papel protagónico, pasó a ser un segundón en aquella bufonesca obra del siglo veintiuno.

This article is from: