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No te vayas por Sebastián Echegaray Rivera

por Sebastián Echegaray Rivera.

—¡No mamá, por favor, no te vayas! —gritaba desesperado Efraín. Sus manitos coloradas revoloteaban sobre su cabeza como queriendo disipar con el airecillo que producían, la perturbadora imagen de él viéndose sin mamá. Un par de largas tiras de gelatinas amarillentas se descolgaban de su inflamada nariz a la vez que copiosos ríos salados brotaban de sus resplandecientes y minúsculos ojillos.

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Mientras tanto, mamá seguía alimentando la maleta sin inmutarse. Indolente al doloroso llanto de Efraín. Caminaba con paso y rostro marcial de un lado a otro de la habitación, acarreando continuamente un montón de coloridas prendas que procedía a sumergir en la atiborrada maleta que a duras penas alcanzaría a cerrar.

—¡Mamá! ¡Mamá!, me voy a portar bien, lo prometo —decía Efraín atragantándose con la angustia. Daba pequeños brincos aleteando como un pollito que aún no sabe que esas inútiles alas a lo mucho, sólo le darán calor. Perseguía a mamá tratando de buscarle la mirada, pensando que se apiadaría al ver su anegado rostro, pero sólo se topaba con un inmutable rostro de cera. —¡Te obedeceré! Ya no haré desorden, comeré la comida, pero no te vayas, por favor, mamá.

Sus pequeños pulmones se vaciaban por completo sin obtener resultado alguno. Las cuerdas vocales, ya irritadas por la vibración antinatural que producían, bloqueaban el flujo continuo de las palabras, por lo que Efraín emitía cada frase de forma entrecortada, tartamudeando, aprovechando cada intervalo para inhalar un pequeño suspiro y así refrescar a su garganta en llamas.

De repente mamá se detuvo de forma abrupta al medio de la habitación. Tenía la mirada estática, como de muerto. Sus casi imperceptibles labios por lo delgados que eran temblaban separados dejando un fino espacio por el que se asomaban unos tenues dientes teñidos de nicotina. Ambos brazos dejaron de trabajar para permanecer inertes colgando cada uno de su lado. Efraín pasó de ejecutar un solo estruendoso, a compartir un dueto silencioso con su madre. Afuera el sol pinchaba con sus puntiagudos rayos al afligido cielo, haciendo que vertiera su líquido naranja sobre las cetrinas nubes.

Una bandada de gorriones andinos bañados de sombra atravesó en V la colorida paleta celestial rumbo a algún árbol que los cobije durante la fría noche, pero a donde no todos llegarían porque uno de ellos, el último de la fila diagonal izquierda, sería derribado por la fina puntería de un niño verdugo. Siendo absorbido por la gravedad hacia un tejado donde maullaba un achacoso gato clamando piedad. Si tal gato pensara, y como tal hablara, ya que por lo general esta última acción deriva de la primera, con algunas excepciones, por supuesto, habría proferido un agradecimiento al todopoderoso, sin saber que su proveedor fue un simple y anónimo niño.

Adentro, Efraín mantenía los ojos fijos en el rostro de su mamá, observando cómo poco a poco se cubría por un fino manto de color naranja. Se deslizó unos cuantos pasos hasta situarse justo frente a ella. Contempló sus marcadas facciones: la piel agrietada por la sequía luego de años de llanto, la cabellera despojada de luto por la vejez prematura. Vio cómo esa mujer iba siendo devorada desde abajo por la inmensa boca de la noche. La última luz del fuego vespertino incendió por unos segundos la cima de su cabeza arrasando con el tupido bosque de lianas resecas, dejando un suelo árido y brioso que se perdió detrás de la oscuridad acompañado por un grito cuya desgarradora solicitud fue “no te vayas”

Varios pasos atropellándose unos a otros subían aceleradamente las escaleras atraídos por la sangre. La sangre que clama ayuda. La sangre propia que recorre otro cuerpo.

Diez escalones de reducido tamaño ahora estirados como fuelle de acordeón por la maciza mano de la angustia, separaban al papá y a la abuela del cuarto de donde provinieron los agudos gritos. Sin sentir la candente artritis, ésta última escaló al mismo ritmo que su hijo, ayudada por una sobredosis de adrenalina. Una vez en la cima, la mano del padre frenó en seco al tratar de girar la perilla. El cuarto de Marta estaba asegurado por dentro.

—Hijo, ¿qué ocurre? Abre la puerta —gritó el padre acompañando su voz con cinco golpes de tonalidad ascendente en la puerta.

—Hijito, no nos hagas esto —sollozó la abuela con su típica “s” silbadora, mientras frotaba sus abultadas rótulas cargadas de dolor.

Pero al otro lado sólo respondió el silencio.

—Hazte a un lado, mamá —dijo el padre mientras calculaba la distancia necesaria para derribar la puerta.

La abuela, con las manos entrecruzadas a la altura de la boca, articulaba unas tenues plegarias mientras un rosario de gotas cristalinas afloraba de sus ojos pequeñitos, resbalando por su cuarteada pero suave piel, para luego introducirse por las comisuras de su boca hasta confundirse con la saliva.

—¡Apúrate, hijo! —gritó sin poder contener más la desesperación que retenía entre sus trémulas manos.

De una certera patada, el padre rompió la cerradura. Accionó el interruptor de la luz y al hacerlo, vio a Efraín tendido boca abajo en el piso en medio de un charco de blancas y redondas pastillas con una rayita al medio.

Potentes latidos hicieron vibrar la camisa del padre generando una onda expansiva que avanzó hasta su cerebro, provocando un súbito mareo que lo obligó a sostenerse del marco de la puerta. La abuela, al ver la reacción de su hijo, temió lo peor, pero también se sintió obligada a llenarse de un coraje artificial para adentrarse en el tal vez momentáneo sepulcro del nieto.

Despegó la espalda de la tibia pared contigua donde se había refugiado a pedido del hijo. Avanzó dando pasos de procesión, arrastrando sus confortables pantuflas. Asomó la cabeza, y poco a poco su pequeño sol se fue dejando ver en un atardecer invertido. Se deslizó por el reducido espacio que dejaba el cuerpo de su hijo en el vano de la puerta, y como levitando, llegó a posicionarse en la cabecera del nieto. Palpó con dos de sus nudosos dedos la zona de la yugular. Un ligero flujo sanguíneo empujaba esporádicamente la azulada vena que se percibía a través de la casi translúcida piel.

—¡Está vivo! —gritó con una fuerza ajena a ella, como si su intención fuese ahuyentar la fúnebre escena armada en su mente.

Este aviso fue suficiente para sacar al papá de su estado de shock. Ingresó haciendo estallar los puntitos blancos desperdigados sobre el piso. Se arrodilló al lado de Efraín como si fuese a hacerle alguna petición, y tal vez sí lo hizo antes de llegar a él, pedirle que no se vaya. Volteó el frágil cuerpo gelatinoso para cargarlo de forma adecuada. Cuando hubo hecho eso, un portarretratos brotó del brazo derecho del pequeño. Una mujer sonriente lo observaba protegida detrás del brillante cristal, mostrando los vestigios de su extinto fulgor muy bien preservado por el papel fotográfico en su afán por detener el tiempo. Intercambió una fugaz mirada de profunda tristeza con su madre, y le alcanzó el retrato para que lo guardara. Levantó al niño en brazos dejando caer el frasco vacío de Clonazepam recetado por el psiquiatra como último recurso ante la fallida terapia del psicólogo.

Salieron del cuarto con paso rápido. Bajaron corriendo las gradas. Atravesaron la sala blanqueada por los fluorescentes. Cruzaron el umbral de la puerta y justo cuando se dirigían al carro que los conduciría al hospital, un gato negro atravesó corriendo por delante ellos llevando en el hocico una avecilla que derramaba sus últimas gotas de vida sobre la vereda.

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