Nudo Gordiano #10

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Sebastian Varo Valdez Perdí algo. Una vez y en algún lugar, perdí algo. Algo que era importante, valioso para mí. Y se ha hundido en mi interior, se lo han llevado las olas que golpean contra el cabo. En el mogote. ¿Qué tan profundo es mi ser para perder recuerdos? La época nos trae lunas llenas, brillantes y blancas. Más cerca de las aguas que del resto de los habitantes que no se preocupan por tomar una bocanada de aire profunda, plena, para lanzarse a lo más hondo del océano a buscar aquel sentimiento que se desvaneció con el verano y se esfumó en otoño. El sentido de aventura se ha opacado, al igual que la iluminación de la arena en el día, que pareciera mancharse con el temperamento de los vientos que soplan ahora, con fuerza y sin medida. El frío se refleja en el agua, la cual se mueve sin descanso en un ir y venir sospechoso, como la calma voluble que se esfuerza por contener el odio. Un oleaje que no flanquea. Mis ojos que no ven fin, que se extienden a lo largo de la costa, no vislumbran un lugar en el tiempo para esa sensación que me embarca hoy en día, listo para zarpar hacia el duelo, contra la orilla. Hay un nuevo murmullo que canta el océano. Toca mis penas con sus frígidas e impías corrientes marinas, que me arrastran hasta el fondo de mi propio ser, donde no hay salida, donde estoy listo para ahogarme. Me pierdo donde estoy seguro de que alguna vez se encontró aquello que ha logrado escapar de mí. El tono de las aguas ha disminuido su resplan14

dor pero se ha vuelto más profundo, más lleno en cierta manera. Y entre más intento buscar aquel azul turquesa del cielo despejado, más me encuentro rodeado de nubes grises cinceladas por los vendavales. La brisa se ha convertido en una liviana lluvia de gotas pesadas que me abofetean la cara con un ligero atisbo de esperanza. Si permanezco más tiempo aquí, podría encontrar aquello. Pero el sol, entristecido por la temporada, ha dedicado su fuego interior para saludarnos con el hombro frío. Sus rayos se absorben en el agua y permanecen en mi cuerpo, secando mi exterior poco a poco y partiendo mis labios sin piedad. No puedo sonreír porque sé que dolerá. Busco un tesoro enterrado bajo miles de millones de granos de arena gris cual ceniza que se posa sobre la espuma salina. El oro se desvanece entre las manos y se lo lleva el aire. Todo cambia con la estación, como el color del mar en invierno. Indescriptible y sólo perceptible por la punta en la yema de los dedos, todo sentimiento me abandona dejándome en blanco y negro, con estática vibrando en mis extremidades, lleno de una sensación desolada que me deja pensando: ¿hay algún matiz que iguale a esa sensación que me sacude cuando veo al mar justo en este momento? Un momento. Un momento en un océano. Y dentro del agua, tan tranquilo, calmado en el fondo, no hay escapatoria. Es una naciente gama dentro del espectro. Los rayos del sol entran delicados, lánguidos, con una fineza que se esparce en la finura de las partículas que flotan dentro del agua. Como ligeras ondas irregulares en un vidrio que se ha estrellado.


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