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Noche Importante por Diana Laura Caffaratti Grasso
from Nudo Gordiano #9
por Diana Laura Caffaratti Grasso
Se calzó los guantes para ocultar, una vez más, la tosquedad de sus manos: desentonaban con el resto de su figura. Antes, se había acicalado con esmero, luego de haberse dedicado por entero a la depilación. Ya quedaban pocos rastros pilosos gracias a las técnicas definitivas. En el baño había puesto un espejo de cuerpo entero, de tres hojas, para no perderse detalle. Sobre el cristal azogado, y a su alrededor, a modo de marquesina, luces potentes. No quería tener piedad con sus imperfecciones. El baño era su bunker. Allí se pasaba más tiempo del que la familia consideraba prudente; pero se lo toleraban porque la modernización de ese lugar había corrido por su cuenta, adquiriendo la casa mayor categoría. Cuando no estaba, sus hermanas se ufanaban ante las amigas mostrando la lujosa “zona de placer”.
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Untó su rostro y todo el cuerpo con las cremas “Charles of the Ritz”, aconsejadas por la experta de belleza que se las vendía. Eran caras; de manera que se exigía siempre trabajar sobre horarios para mantener sus caprichos.
Mientras la oleosidad penetraba por los poros para darle suavidad de seda, acercó una banqueta donde puso las toallas y el albornoz para usarlos luego del baño. Siempre blancas. Impecables. Odiaba esos colorinches modernosos que disimulan cualquier bochorno. Se recostó sobre el tapiz que cubría una camilla de madera; colocó un fresco y pesado antifaz sobre sus ojos; encendió el reproductor musical, y se dedicó a dormitar con los pies algo elevados, hasta que sonara la campanilla de leve timbre anunciando que el agua en la bañera había llegado al nivel programado.
Al oír la alarma, sin alterarse, se levantó del lugar y metió primero sus manos en la gran pileta, para verificar la temperatura. Tomó un frasco con líquido ambarino y derramó parte de él en el recipiente donde reposaría otra media hora mientras los chorros del sistema jacuzzi masajearían con distintas intensidades cada rincón de su cuerpo.
Agregó unas bolsitas de lavanda, pétalos de rosas, sales perfumadas y un gel espumante. “¡Aaaahhh! ¡Qué placer…!” Se dijo susurrando, dejándose llevar a la nada: nirvana personal que había logrado para sí. Los chorros removían el agua deliciosamente y la espuma de las sales habían creado un lago de burbujas que irisaban la superficie móvil de la tina.
Soñó con escenas de la Grecia antigua y con fornidos y sudados romanos, tal vez por las imágenes que se había representado en la lectura de “Félix de Lusitania” (Últimamente se le daba por leer novelas históricas como recurso para saber Historia, sin la pesadez de ella misma… Podría hablar con la gente, sin que se percibiera lo superfluo de sus conocimientos)
Las figuras masculinas se sucedían hasta convertirse en una tentación libidinosa.Guardó las pulsiones que le exigían caricias y satisfacción pensando que de esa manera iba a ser más eficaz en la cita de esa noche.
El impulso del agua comenzó a disminuir anunciando la quietud y el fin del baño. Se quedó unos segundos, dejando afuera sólo la cabeza. Aspiraba con fruición los aromas que exhalaban las sustancias perfumadas. Salió de la tina sintiéndose una deidad, como esas propagandas donde los cuerpos aparecen con gotas transparentes que los recorren.
Lo que vio en el espejo merecía aprobación. Se envolvió en el albornoz y cubrió sus cabellos mojados con una toalla enroscada por sus extremos, a modo de turbante. Abandonó el lujoso baño sin haber pasado por el sauna (Nunca lo había usado, en realidad) pues tenía el prejuicio que le produciría baja de presión. Comenzó entonces su tarea artesanal: embellecer su rostro.
Con la prolijidad reconocida, dispuso cada adminículo. Ablusionó agua mineral con agua de rosas; pasó un papel tissú con suavidad para secar el excedente, abrió la ampolleta celeste que contenía un potente hidratante, lo esparció con suaves tecleteos y movimientos ascendentes en las mejillas, y en forma de ocho en los párpados; alisó la frente y la comisura de los labios, y palmeó enérgicamente sobre la barbilla.
En el cuello, manos de seda para acariciarlo en abanico de abajo hacia arriba…La concentración en la tarea era tal que parecía un rito. Y en realidad lo era: tanta dedicación, tanto tiempo para no dejar escapar tan pronto la juventud que ya estaba por filtrarse en los intersticios de los cuarenta (Lo pensó porque en ese momento, el tema de Arjona que estaba sonando, hablaba de “los cuarenta”).
Unas gotas de colirio redimensionaron el brillo de la mirada, momentos previos a comenzar el maquillaje: un toque de base en la frente y dorso de la nariz, mentón y mejillas. “El cuello también…” le había dicho una promotora de Lancome, “…para que el rostro no parezca una máscara” La difuminó con unas esponjitas de látex que descubrió en Pozzi, el año pasado. Las compró al por mayor: celestes, rosadas, blancas, verdes, triangulares, chatas, voluminosas…Con mirada de artista eligió el iluminador del párpado que haría también de corrector de ojeras, aunque hoy usará poco: había descansado lo suficiente. Luego, las sombras grises que profundizó con un tono más oscuro, en el pliegue del párpado superior.
Vigiló que ambos ojos tuviesen las pinturas simétricamente dispuestas, y suavizó sus límites repitiendo el acto de difuminar con otra de las esponjitas. Devolvió sombras y pinceles a su lugar y eligió uno de apariencia de estilete, con las cerdas prietas, en punta, finitas…
Lo introdujo en el frasco del delineador, y lo dejó allí por unos minutos _Había olvidado que esta noche quería impactar, pues sería la que decidiera su nueva vida. Abrió un cajoncito de su coqueto tocador donde había guardado las pestañas postizas. Tenía varios juegos de distintos largos, y un par con brillitos como toque exótico. Al sacar el estuche de las elegidas, vio debajo de él la imagen de la Virgen Desatanudos. Se persignó, le hizo el ruego de siempre y, a continuación, besó la medalla de plata que colgaba de su cuello. Cerró el cajón como si cerrara el de un tesoro, sonrió y continuó con su tarea: colocó el pegamento a las pestañas y con precisión relojera las adhirió a sendos párpados “Increíble cómo pueden realzar la mirada…” Disimuló el artificio pasando un trazo delineador, otra vez, poniendo su fina habilidad en la tarea. Con lápiz rojo dibujó el contorno de la boca voluptuosa, y rellenó el interior con la barra labial. Quitó el exceso cerrándola sobre un trozo de papel absorbente. Agregó polvo volátil y volvió a pintarla “¡Perfecto!” _ se dijo. Introdujo el dedo índice en la boca, cerró sobre él los labios y, luego, lo deslizó hacia afuera para liberarlo mientras eliminaba todo rastro de pintura sobrante que pudiera dañar la prolijidad de su aliño (Pont Ledesma repetía este consejito cada vez que se presentaba en el programa del canal Utilísima; y en realidad era un tip muy útil y eficaz) era un gesto de coquetería, pero a la vez, voluptuoso y que divertía.
Extrajo del portante una especie de brocha con mango plateado y suaves pelos de marta que pasó por unos tintes rosados, y aplicó a sus pómulos para destacarlos. Hundió visualmente las mejillas con un tono más oscuro; emparejó las tonalidades con otra esponja, y luego con un cisne; terminó con una cubierta de polvo volátil en todo el rostro y el cuello. Retocó las cejas peinándolas hacia arriba, destacando su arco pronunciado.
Eran el marco perfecto para esos ojos selváticos que Dios le había regalado. Apretó el difusor del antitranspirante, y esperó que se secaran las axilas. Con los brazos en jarra, entró al vestidor. No perdería tiempo buscando qué ponerse pues su apego a la puntualidad le hacía disponer todo con suficiente antelación. Allí también había un espejo inmenso. Antes de colocarse el sostén, apreció la turgencia de sus pechos. El cirujano que los operó se había esmerado en dejarlos naturales… Calzó las tazas en cada “lola”, abrochó en la espalda, y apreció el contraste del encaje negro sobre la tonalidad apenas bronceada de la piel. Como si alguien observara, izó las bragas con la coquetería sensual de un buen espectáculo de striptease “Cada vez vienen más breves…” _ pensó mientras trataba de ajustarlas correctamente. Sus nalgas aparecieron redondas y duras “¡Qué mal pasé aquel postoperatorio de varios días boca abajo…! Pero, valió la pena”
Se puso el portaligas efectista y las medias transparentes del color de su piel. No quería parecer una puta barata completando el atuendo con medias negras; más, el portaligas, sí. Es infalible el valor agregado que tan diminuta prenda tiene. Con igual sensualidad deslizó desde abajo hacia arriba el vestido escotado que marcaba su silueta. Cerró la cremallera en la espalda, y pasó las manos sobre la seda roja para causarse cierto estremecimiento de placer.
No toleraba su cabello: era el motivo de un complejo que no podía superar. Afortunadamente, estaban las pelucas… Sí, allí estaban ellas, enfiladas las cuatro sobre sus cabezales de Telgopor; los cuellos larguísimos; damiselas pálidas que de un tirón podían convertirse en calvas. Eligió la de siempre: la melenita negra, brillante, que destacaba el verde de sus ojos (Morocha y de ojos verdes: un ícono en la fantasía masculina, más cálida que la rubia de ojos claros, que si natural, más desabrida que una hostia) Miró el reloj mientras lo colocaba en la muñeca: faltaban quince minutos para la cita… Una turbación le sacudió las entrañas. Se sonrió para darse coraje.
Cuántas veces hizo lo mismo. Pero esta vez, era distinto. Tenía que lograr cobrar más que nadie. El motivo era suficientemente importante como para tolerar al viejo empresario que, hacía rato, acosaba con llamadas telefónicas, ramos de flores, y ofertas varias.
Lo había aceptado hacía ya tres semanas. Se encontraron en un departamento que sin mucho miramiento puso a su nombre esa misma mañana. Después de todo, el hombre tenía sus años, pero algunos encantos: olía bien, era galante, sabía esperar, y respetaba _aunque fuese sexo por contrato_ Eso halagaba.
Prácticamente se bañó en una ola de “L’Air du Temps” de Nina Ricci. Tomó su bolso, se cubrió con un abrigo liviano para disimular el gran escote, y recién entonces se calzó las sandalias altísimas que había estrenado la semana pasada. Obsequiándose una mirada aprobatoria final, se calzó los guantes. Cerró la puerta del departamento, y llamó el ascensor “Ocho minutos… Faltan ocho minutos”. Ya en la calle, arrancó silbidos de admiración a su paso. Tres cuadras y allí, en pleno Barrio Norte, estaba la limusina, que no era alquilada para impresionar; esperaba por su compañía y por su sexo. La puerta fue abierta invitándola a entrar.
Subió, recorrieron un buen trecho sin hablar. Las luces de las calles recortaban, como relámpagos, tanto a la oscuridad del interior del automóvil, como al espeso silencio. Cuando el hombre comenzó con los apremios y caricias, cedió, y simuló calentura que más tarde fue genuina. El hombre susurraba al oído algo como “Hagámoslo ya, aquí…”
Mientras, manoteaba todos los lugares que deseaba. También, casi en secreto, le contestó aceptando, hablándole al oído, lanzando su aliento tibio deliberadamente sobre el pabellón de la oreja, permitiendo que los labios le rozaran con suavidad.
Exigió con mohines que el chófer se retirara; que comenzara el juego desde el principio. Accedió el millonario, ya excitado y sin poder casi dominar sus impulsos. No llegaron a un acuerdo acerca del precio de la noche, pero el juego continuó. En realidad, para el cliente, era una manera más de aumentar los grados de su pasión: sentir cierto poder sobre quien le prestaba el servicio, aunque esta putita le gustara mucho más que las otras, y tuviera que regalarle un cero kilómetro mañana mismo. Indicó al chófer que estacionara, y le envió a un bar cercano hasta que lo llamase “Papito… Quiero champán… Vamos a bebérnoslo todo. Yo te lo daré en la boca… Así, con mi aliento, con mi saliva… Vayamos lento; déjame que yo te lleve…”
La lengua recorría la piel del hombre, deseoso de dar lugar a sus urgencias. Pero se entregaba a las propuestas de la pareja. Había comprendido que se trataba de prolongar el momento. Divertido, cerró los ojos inspirando y llenando sus pulmones con el perfume de Nina Ricci que le golpeaba en el punto justo del placer. Le divertía saber que al día siguiente, en agradecimiento, estaría firmando un cheque en la concesionaria Peugeot “Un polvo de éstos, bien vale la atención”.
Sentía en el interior de su boca la delicia del champán. Alcoholizarse ambos. Era necesario. Tenía que tener al vejete en un puño, y a la vez tomar el valor necesario para terminar la noche como lo había planeado. La verdad era que la calentura estaba en ambos, pero gozaría sin perder de vista sus planes. Se montó sobre la falda del hombre mientras éste le pedía que lo tocara “ahí, por favor…” Sonrió con malicia, levantando sus manos enguantadas y apretándose más a él, pelvis con pelvis. Tenía otros planes; lo haría de otro modo: más enloquecedor, y dejaría sus guantes como fetiche… Lo convencería que así sería mejor.
Y descendió su boca hasta la intimidad del hombre… Y dejó que éste hiciera con sus dedos lo que quisiera, por donde quisiera. Le gustaba.
Curiosamente, junto a la lujuria, se exaltaba el motivo de su noche. Sentía que la adrenalina le borraba todo rastro de pudor. Enloqueció pensando en cuánto dinero le hacía falta para cumplir su objetivo en el plazo previsto.
Los latidos de su corazón se expandían vertiginosamente. La mente tenía sólo dos pensamientos que laceraban: placer y objetivo, objetivo y placer… Mientras, se movían frenéticamente, y los olores animales anulaban a los carísimos producidos en laboratorios.
Comenzó a apretar el cuello del hombre hasta sentir crujir los huesos entre sus dedos. Una mirada de estupor fue lo que más recordaría del ricacho.
Le sacó el Rolex, la pulsera de oro, el anillo de brillantes; desnudó su billetera, sacó dólares y pesos argentinos; la tarjeta, por las dudas; birló una botella de champaña, y llamó a un remis a la espera en la esquina de la otra cuadra “A Ezeiza” _ordenó.
En el Aeropuerto Internacional, llegó a tiempo para hacer los trámites pre-vuelo.
“LAN Chile anuncia su vuelo 1949 con destino a Santiago… Pasajeros por puerta 15…”Se apresuró a entrar a la manga y abordar el avión. Ya en el aire, Pablo se distendió. Pidió al Comisario de a Bordo una copa, y que le abriera la botella de “su” champaña. Comenzó a soñar su vida nueva sin el odiado apéndice que colgaba muerto en la zona exterior de su futura vagina…
_ “¡Salud!” _ dijo al joven comisario. Éste, por cortesía, respondió “¡Salud!”
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