Diana Laura Caffaratti Grasso Se calzó los guantes para ocultar, una vez más, la tosquedad de sus manos: desentonaban con el resto de su figura. Antes, se había acicalado con esmero, luego de haberse dedicado por entero a la depilación. Ya quedaban pocos rastros pilosos gracias a las técnicas definitivas. En el baño había puesto un espejo de cuerpo entero, de tres hojas, para no perderse detalle. Sobre el cristal azogado, y a su alrededor, a modo de marquesina, luces potentes. No quería tener piedad con sus imperfecciones. El baño era su bunker. Allí se pasaba más tiempo del que la familia consideraba prudente; pero se lo toleraban porque la modernización de ese lugar había corrido por su cuenta, adquiriendo la casa mayor categoría. Cuando no estaba, sus hermanas se ufanaban ante las amigas mostrando la lujosa “zona de placer” Untó su rostro y todo el cuerpo con las cremas “Charles of the Ritz”, aconsejadas por la experta de belleza que se las vendía. Eran caras; de manera que se exigía siempre trabajar sobre horarios para mantener sus caprichos. Mientras la oleosidad penetraba por los poros para darle suavidad de seda, acercó una banqueta donde puso las toallas y el albornoz para usarlos luego del baño. Siempre blancas. Impecables. Odiaba esos colorinches modernosos que disimulan cualquier bochorno. Se recostó sobre el tapiz que cubría una camilla de madera; colocó un fresco y pesado antifaz sobre sus ojos; encendió el reproductor musical, y se dedicó a dormitar con los pies algo elevados, hasta que sonara la campanilla de leve timbre anunciando que el agua en la bañera había llegado al nivel programado. Al oír la alarma, sin alterarse, se levantó del lugar y metió primero sus manos en la gran pileta, para verificar la temperatura. Tomó un frasco con líquido ambarino y derramó parte de él en el recipiente donde reposaría otra media hora mientras los chorros del sistema jacuzzi masajearían con distintas intensidades cada rincón de su cuerpo.