Con la Revolución del 52 concretamos lo que desde la Guerra del Chaco veníamos rumiando: que éramos un país sobre todo indígena, luego campesino, luego inmigrante citadino, luego cholo.
La fiesta del Gran Poder es precisamente eso: la constatación elocuente de cómo una pequeña fiesta barrial de migrantes y comerciantes fue tomando la ciudad a paso de morenada, señalando que no hay identidad mayor de los paceños que esa. Y que el motor económico ruge ahí. Pero la bonanza no es suficiente. Hay que mostrarla, abundante, colorida, excesiva. Ahí están los cholets como ícono de aquella prosperidad. En la crónica central de este número Rascacielos hace el viaje inverso que en 1977 hiciera Antonio Eguino con la película Chuquiago: esta vez, de sur a norte. Los ricos de los barrios “acomodados” de la zona Sur de La Paz se preparan para asistir, en un cholet de El Alto, a un “Electropreste”; van a ver con ojos propios “cómo son los otros ricos”.