Hay que aprender a querer nuestras propias cicatrices, dijo alguien alguna vez. Porque dado que las cicatrices son esas marcas que dejan huella allí donde antes no había más que una superficie lisa, impoluta, suelen vivirse –las cicatrices– con rechazo. Pero en vez de sentir que nos afean podríamos más bien entrañarlas: vivirlas como aquellas batallas libradas, bien peleadas, siempre vencidas.
Eso es lo que cuestiona en este número de Rascacielos el cronista Raimundo Quispe Flores, alteño, panadero egresado de la carrera de Literatura de la UMSA, que en octubre del año 2003 tenía 20 años. Como todos los días, Raimundo había terminado de hornear el pan. Impaciente, salió a las calles corriendo a dar batalla frente al Ejército porque sus vecinos estaban muriendo y aquello le era insoportable. No tuvo que vivir demasiado para saber que esa revuelta cargaba consigo demasiados pendientes y que había llegado la hora de cobrar una deuda histórica. El pueblo moreno dijo basta y venció.