"El dinero no hace la felicidad, la compra ya hecha”, sentencia Juan Franz Pari Mamani en su muro de Facebook, como testimonio de sus días de gloria como nuevo rico, antes de caer preso en septiembre de 2017. Había desfalcado millones a un banco estatal. Pero Juan, o Franz, no era un ladrón cualquiera sino que ostentaba lo mal habido a plan de selfies y a la vista y silencio de gil y mil.
Cuestión de (mal) gusto. Carlos Monsiváis, el mexicano que tanta falta nos hace, decía que cuando se está ante el mal gusto todo el mundo sabe perfectamente reconocerlo pero nadie es capaz de definirlo. Capaz que a estas alturas –nunca mejor dicho– podamos los bolivianos hablar de una suerte de estética de la ostentación de lo mal habido. Es decir, un mal gusto de fondo, un adefesio moral.
Seguramente Juan, o Franz, buscaba el reconocimiento social que no tenía. O quizás ostentaba no solo el dinero sino el traje de impunidad de quien roba creyendo –o sabiendo– que sus ángeles de la guarda no lo abandonarían jamás.