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EL CASTIGADOR RICARDO Por Daniel Valencia

–Métete las Barbies por la raja.

La señora del Ricardo me cortó el teléfono, había estado intentando llamarla hace unos días. Me guardé el celular. Revisé en el computador a ver si podía cancelar la orden. Iba casi un mes, no he vuelto a trabajar a Philippi.

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Cuando el Ítalo me veía sin nada que hacer, me mandaba a hacer weás así, siendo que era obvio que no iba a poder solo. Pasaron fácil diez minutos intentando hincar tremenda weá en la cola del camión.

–Muévase, señorita.

El Ricardo me apartó, levantó la punta del congelador y de una maniobra, ya tenía la mitad arriba. Tenía más fuerza que la chucha, así que a todos en la pega nos servía la buena voluntad, uno terminaba barriendo. Gracias a él, casi siempre se acababa temprano, correspondía ir por un cigarrito y una exprés. Aprovechábamos de compartir entre los vendedores de pescado, los del taller de cámaras y los peonetas. Nos sentábamos en la cuneta a esperar la siguiente instrucción.

–Puta flaco, Philippi siempre está muerto los otros meses, es como si reviviera pal’ año nuevo –el Ricardo me alcanzó la última quemada de su pucho.

–Puta sí, ya estoy reventado.

–Todo sea por las niñas, ¿o no? A mí me pidieron una casa de Barbies, weón.

La jornada empezaba a las ocho de la mañana y terminaba a la hora que le tincara al Talo. Normalmente evitaría a un weón así, pero, al igual que el Ricardo, necesitaba plata para los regalos. Le decíamos el Hediondo, por quitado de duchas, pero por lo paleteado le perdonábamos todo. A veces salía con cada cosa… Uno de los primeros días, un cliente llegó con su señora en feroz auto, de esos vintage.

–Flaco, no entiendo qué mirai tanto, si al auto, a la mina o al weón... A vo’ te dicen la tuerca corrida.

–¿Hediondo, por qué decís esa weá?

–Una pa los víos.

Alcancé a estar un mes. Había juntado para los regalos de mis viejos, mi hermano chico, solo me faltaba para mi polola. Fue más o menos por ahí cuando el Ricardo llegó con el cómic. Estábamos chatos en un descanso, su Latino después de instalar los paneles, ahí me sacó el tema:

–Cacha flaco, está bacán este weón, es el Punisher que le dicen. La semana pasada mi sobrino me regaló uno de estos que vienen con El Mercurio. Ahí caché que tiene serie en Netflix y hasta película, weón.

–Sí lo cacho, el Frank Castle, como un antihéroe.

–Flaco culiao, a Valpo le hace falta un weón así.

–¿Así cómo?

–Como el Castigador, que se pitee a los narcos, weón. Todos mis cuñaos andan metidos en esa weá, me da no sé qué por mis hermanas –le pegó una calada al cigarro–. Es que te lo digo, flaco, podría ser hasta yo –lo dijo mientras botaba el humo, me reí un poco por lo pasado a películas.

Al llegar la quincena, efectivamente ocurrió. En el descanso nos llevó a un camarín que teníamos. De ahí me pasó un bolsón negro a reventar de lleno, pensé que serían los regalos para sus hijas.

–Flaco, lorea. Me compré de estas weás de bastones, su mariposa y una manopla. Ahora ando blindado, weón. Y cáchate estas –se levantó el buzo–. Me armé estas canilleras, y tamos listos para ir a reventar a estos reculiaos, pero sabís qué, lo mejor es esta weá.

Metió la mano al fondo del bolso y sacó una gabardina. Se la puso y le brillaban los ojos. Me imaginaba una cruza entre el Punisher con guata y el weón más brígido de La Vanguardia, aunque yo sabía que no era facho. Le quise seguir el rollo, quizás debería presentarse en algún evento ñoño al lado de los agentes S.T.A.R.S., si hasta la polera con la calavera alcancé a verle ahí metida, aunque tenía pinta de quedarle chica.

–¿Oye weón, pero y los regalos pa tus cabras?

–Puta, la plata se me fue acá, pero sabís qué, mi regalo va a ser limpiar la población. Cachai que ayer mismo iba llegando a mi casa en la noche, y justo pillé a unos culiaos vendiendo pasta. Frente al consultorio po weón, el Padre Damián po, weón. Ahí se atienden mis niñas y todas las viejas de los blocks de al frente. No me aguanté, flaco, les saqué la chucha, el bastón apañó caleta. Parece que me pitié a uno, sí.

–Ricardo, ¿qué weá, Hediondo weón? ¿Me estay hablando en serio?

–En serio, flaco, weón. Puta es que me da rabia, uno tiene que ponerse firme, weón. La pobla ya no es lo que era, Las Palmas está llena de domésticos por culpa de weones como estos –se le quebró un poco la voz, me emocionó igual–. Valpo necesita gente como yo, weón, como el Castigador.

Igual hubiera sido entretenido ver a un vigilante que no calificaba ni para los Watchmen. Costaba, pero a ratos me lo imaginaba con el traje, sacado de un panel de cómic. En ese momento no hubiera sido tonto preguntarse por la fantasía.

Pocos días después llegó mostrándome una nota de AlertaNoticias Valpo: se habían piteado a unos locos cargados con falopa, ahí en la Juan Pablo.

–Cacha, flaco, estos son los weones que le vendían a mis cuñados –se le salió una risa, la quiso ahogar, Frank Castle no ríe–. A ver si las cosas se calman ahora.

Me preocupó. Cada día llegaba más ojeroso, tenía los nudillos rotos y era cada vez más un peso en la pega que una ayuda. Seguía igual de malo para la ducha.

Pasaron unas tres semanas. Estábamos en el descanso, el Ricardo capeó toda la pega de la mañana. Pensé en irme a fondear a la oficina, así a lo mejor yo me saltaba la de la tarde. Y ahí lo escuché, sollozando en el baño químico que nos tenían en la faena.

–Tú no entendís, Carla, no puedo volver a la casa todavía, pero no me podís quitar a las niñas... Carla. nunca me iría con otra, pero no puedo irme p’allá, es peligroso ... No, no te lo puedo explicar... Carla, porfa, pásame a la Emilia, por último.

Silencio, un sollozo final. Un golpe estruendoso, el puño había atravesado una de las paredes de plástico. Me fui corriendo a la oficina, ni cagando me quería topar al Ricardo enojado. Al rato él mismo llegó allá a sentarse.

–Flaco, culiao, no he pisado mi casa en dos semanas. Tengo cachao a unos weones que me andan siguiendo, no puedo exponer a mis niñas weón.

–Ricardo, tenís que salirte de esta weá y virar con tu señora pa otro lado.

–No puedo, weón, queda poco por limpiar allá arriba.

Se prendió un cigarro. Alcanzó a pegarle dos caladas, para cuando llegó el Ítalo.

–¿Cuál de ustedes culiaitos, le hizo el gloryhole al baño?

Me encogí de hombros, el Ricardo ni lo miró.

–¿Saben qué más, par de weones? Se acabó la pega por hoy día, váyanse pa la casa, y ni sueñen con que les voy a pagar el día.

El Ricardo se paró y atravesó la puerta, no se despidió. Esa sería la última vez que lo vería.

Tres días de su ausencia. Llegué puntual a la pega y el Ítalo me atajó en la entrada.

–Oe, flaco, voy a cerrar la weá por ahora, yo te llamo después pa volver a trabajar.

–¿Qué pasó jefe?

–Se pitearon al Ricardo, flaco, weón. Le pusieron un tunazo ahí en la plaza de la Juan Pablo. Me tienen metido los ratis, no vayan a llegar al taller.

–Pero Ítalo, ¿qué wea? ¿Al Hediondo? Pero si hace unos días nomás estaba aquí en la pega.

–Sí, weón, si hasta unas fotos andan dando vuelta en el Face, está terrible la weá.

Se dio un tiempo para buscarlas en el celular. El nudo en la garganta no me dejó avisarle que no quería verlas cuando me las plantó en la cara. Estaba sentado en un resbalín y en la mano, todavía, apretado el bastón. Resulta que la polera no le quedaba chica, le quedaba bacán debajo de la gabardina.

El Talo me pidió que lo acompañara a Portales a tomar la micro. Pensé en comprarle yo mismo la casa de las Barbies a las hijas del Hediondo.

–Jefe, ¿y no tendrá el número de la señora del Ricardo?

–Sí, por ahí debo tenerlo... Puta flaco, podís ser Bruce Lee, pero nadie ataja balas.

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