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LAS CALETAS Por Javiera Astorga

¿Te dije o no? ¿Viste que en esta calle no se puede caminar?

Cada vez que espero la micro pienso en todos los conductores sin copiloto que no me están ofreciendo bajar al centro. También pienso que me pueden secuestrar. A veces las tragedias aparecen como alivio.

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Una camisa y un mandil, por favor. Sin señal allá abajo en el subterráneo corporativo. En las entrañas de un monstruo oceánico.

¿Eres Movistar?

Viña y Valpo se caen a pedazos, anuncia el Chilevisión. En el casino las noticias se escuchan apenas en una de las teles. Llueve una ficción y quiero sacar la mano por la ventana. Los huéspedes no se enteran de nada. Burbuja de cristal irrompible en la costa. A pedazos dicen: las calles inundadas, la lluvia torrencial. No tengo que ver las noticias para enterarme. Y el postre hoy es mousse de manjar. Les mando una foto a mis hermanos para sacarles pica.

Qué vida es esta, la de cenar frente al mar un martes o un miércoles. Que te hagan la cama. Y mirar fuera de la jaula cómo la bestia se descontrola desde el sillón del lobby. Yo desde el retirar los platos. Un mar reventándose despiadado en las rocas, lo veo desde los vidrios que hacen de pared. Al retirar los platos. El mar, y el mar, y el mar. Masco la sal entre los dientes.

Javiera, ¿puedes retirar la mesa nueve y la diez?

Marx tenía razón, objeto en mi cabeza cada vez que trabajo, cuando estoy particularmente chata y siento el peso de mi cuerpo en las rodillas. No sé cuán en serio lo pienso, pero la idea cristalizó con fuerza cuando vi pasar una marcha por fuera del restorán coreano en el que fui garzona hace un tiempo. Una cosa es ser marxista y otra es de verdad saber de Marx, y yo siento que en realidad no sé nada. Y otra otra cosa es trabajar.

Una señora me pide algo que no recuerdo, una leche, no sé, me agradece, pero entre dientes me comenta ay la gente se está haciendo sándwiches para llevarlos para la casa mira qué ordinariez. Hurgueteo mis bolsillos; caen migas y sílabas.

Desarmamos el desayuno para montar el b r u n c h.

En Caleta Portales, el Daniel parece que encuentra algo en mi expresión. Me pregunta si estoy buscando el cuento. Quizás estaba demasiado concentrada arrastrando los pies contra la arena. Nos instalamos en un atardecer tibio; le digo a mi hermano, molestándolo, que lo veamos juntos, pero recuerdo el momento nublado. En las fotos sale naranjo, azul, gigante.

Hace tiempo que no me sentía así, con el cuerpo desmoronado, cada paso sufriente. Con la Sarita, que siendo las nuevas nos hicimos amigas, salimos del turno y resulta que sigue lloviendo. Se nos había olvidado. Nos despedimos esperando vernos de nuevo; los jefes nunca aseguran nada. Así que me fui caminando a tomar la micro, inventando un gorro y un paraguas con la bufanda. En el tramo de diez minutos me tropiezo con la sensación de que se me olvidó algo. En la punta de la lengua.

Del lenguaje.

Me imaginaba a mi mamá diciéndome pobrecita. Es que qué penosa; después del trabajo, empapada, agotada, como oasis en el desierto buscando mi paradero, que obvio es en un punto específico del centro de Viña. Empata en lo terrible a Esperanza, esperar cuarenta y cinco minutos la 208 en Quinta, pero este punto de espera ni techo tiene. Paso el Eglo. Ampolleta inapagable, insoportable si ando de malas. Verde, por fin, y hay que saltar un montón de charcos. Siento de repente los calcetines helados, ando con zapatillas, inútiles salvavidas. Tengo que hacerme atrás para que los vehículos no me humillen, los mismos que suben el cerro con los asientos vacíos. Descifrar la forma menos damnificante de cruzar la calle, darse la vuelta más larga.

Verde de nuevo. Creo que era el cuento.

De todo el tiempo que viví en Esperanza jamás vine para acá.

Con el Camilo partimos a meter las patas al agua. Estamos en pleno invierno, le recuerdo, y de repente entiendo por qué se usa la expresión calar hasta los huesos. Y también entiendo la tendencia humana de hacer sacrificios, de sufrir un poco y que sea ritualístico. Hallar también alivio en el agua caliente: pasó la tía como negocito andante, colgando de sus brazos lo que sería nuestra once. Ofreció tecito, que de por sí ya es un portento, pan, trozos de queque gigantes. ¡Y canela! ¡Andaba con canela también! Cascarita milenaria en mi agua de ceylán. Y en la playa. Sacándome la arena de las zapatillas, una tarea que parece no terminar nunca. Pero también la del comercio ambulante. Me quedé pensando en que ojalá pudiera irse luego a su casa. A tomar su propio tecito, sentada en la mesa. No, en serio, siéntese, yo le sirvo.

Yo buscaba el cuento.

Es que sueño, precisamente, con eso: con cuentos, ideas, inquietudes. Me dan un beso y escucho una calumnia. Corro porque me persiguen y no quiero ser tocada. También me cuesta caminar en todos mis sueños, como si mi cuerpo estuviera hundido en agua o si el piso fuese el mar o si estuviera por desmayarme. Así se sentía en el café-concert, escurriéndome entre la gente para llegar al escenario inventado. Como pesadilla de libro, les costaba escucharme, el micrófono no sé qué. Recité conjuros y me contestaron aplausos. Estábamos en Los Ponientes, allá donde fósforo se apaga el sol. El humo son las nubes, y le pedí muy patudamente al Dylan un tabaquito. Lo compartí con el Camilo; comparto todo, es mi rezo de abundancia.

Recibo pistas, que el cuento está en otros cuentos. ¿En cuántos? No sé, muchísimos. Hay que leer para eso y no tengo tiempo, es que ando buscando el cuento. Registro apurada los bolsillos del mandil, necesito mi comanda. Sacando la mano, cae arena.

Me baño en la noche al llegar a la casa, como cuando iba en cuarto básico. La cura siempre es lavarse el pelo. Reseteo de cabeza. Me gotea por la espalda y si presto atención, se escucha como lluvia aquí adentro. Me chorrea exorcizado el día que tuve.

Me chorrea el cuento.

Siempre tengo cosas que hacer, pero a veces compro mi felicidad respondiendo pucha, ya po a alguna propuesta.

Es que cacha que estoy super cansada.

Vayamos a meter los pies al agua entonces.

Fuimos corriendo como cabros chicos. El Pacífico agarrándonos los tobillos con las manos, con fuerza continental.

De tan entumecida, mis piernas se clavaron en la arena.

El Camilo se hacía chiquito en el borde de espuma y las olas me susurraban con fuerza en el oído, saladas, tomándome del hombro. Y me hundieron hasta el fondo del mar. En ese mar que veía desde el mirador o desde la curva de la micro bajando el cerro, bien de lejos. Solo lo vi de cerca en la pega; intocable de todas formas. Por suerte quedaba algo de luz, mis ojos miopes desesperados por armar una imagen, encontrar un rescate. Como moneda de diez pesos había algo brillando un poquito más allá. Me acerco, cada pierna de cemento. Me toma una centuria de esfuerzo, mis dedos arrugados capturan el objeto:

Tomar una siesta donde revienta la ola.

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