Adelanto Los devoradores de flores

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Devoradores de flores



Devoradores de flores László Darvasi Traducción de Eszter Orbán con la colaboración de José Miguel González Trevejo


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Copyright © Suhrkamp Verlag Berlin, 2013 All rights reserved by and controlled through Suhrkamp Verlag Berlin

Título original Virágzabálók

Primera edición: 2017 Traducción © Eszter Orbán con la colaboración de José Miguel González Trevejo Imagen de portada 18 Cyclamens, 1984, Moshe Gershuni (1936-2017), 2001 x 1402 mm, on paper, glass paint, oil stick, charcoal, graphite, adhesive and lacquer Photo: © Tate, London 2017 Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2017 París 35-A Colonia del Carmen, Coyoacán 04100, México D. F., México Sexto Piso España, S. L. C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Impresión Cofás Formación Grafime ISBN: 978-84-16677-21-4 Depósito legal: M-8265-2017

Impreso en España

El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación (comunicación) es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida.

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

La traducción de esta obra ha recibido la ayuda de la Oficina Húngara de Libros y Traducciones del Museo Literario Petőfi.




ÍNDICE

El señor Schütz… Mimosa salvaje La llegada de los gitanos El jardinero de la nada Sombra blanca Carne dulce E Imre…

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«Y ahora todos paseaban por aquí como en su propio jardín, en un jardín infinito, creado por la imaginación a partir de lo existente y lo no existente, de lo que ha sido y nunca volverá, de lo que nunca ha sido y nunca será». Ivo Andric´, Un puente sobre el Drina «Deseo además llamar la atención a los estimados colegas de que en este rincón del imperio incluso el anhelo más inverosímil y el deseo más absurdo se vuelven fácilmente una sangrienta realidad. Sin embargo, lo que los habitantes del país reclamarían legíti­ mamente, de forma natural y obvia, es decir, lo que no sólo podría ocurrir, sino que a buen seguro debería ocurrir, eso precisamente es lo que nunca habrá, quedará para siempre como una engañosa y seductora promesa, y de esta forma arrastrará a la locura a algunos, que luego se entregarán a costumbres raras y ciertamente desagradables, serán muertos en vida y estarán vivos en la muerte y, siempre que puedan, comerán flores». K arl Bischof, Inspector de la Policía Real e Imperial «Si hoy me pierdo stop le pido por favor stop que mañana me salve stop pase lo que pase stop». Klára Szép



El señor Schütz está de pie en el agua, las olas grises lamen sus zapatos. Desde el puente ferroviario, un soldado envuelto en un abrigo de pieles acecha lo que todos los hombres acechan: el amenazante río. El Tisza juega a ser el mar, y la ciudad se ha convertido en una isla en medio del espejo de las aguas, que se confunden con el cielo. El doctor grazna al viento como una corneja, soltando grandes carcajadas; su bufanda ondea y ondea. Se ha abotonado mal, como de costumbre, su abrigo de paño negro; el viento le ha despeinado el pelo blanco, pegado a la piel rosada de su cabeza. Allí cerca, unos gastadores cargan cajas y sacos, otros se afanan en arreglar las tiendas montadas en el terraplén del castillo; son muchachos robustos y jóvenes que llevan días sin dormir, por eso están rendidos e irritados, tienen los ojos enrojecidos y sobre sus riñones pesa una gravosa fatiga. ¿Cómo dice, señor Schütz? ¿Qué disparates está diciendo?, ¿ha vuelto a perder la vista? El viejo está ciego, de eso no hay duda, ¡y aun así ha logrado otra vez llegar a trompicones hasta aquí! Está a punto de desbordarse, ¡nos va a inundar de nuevo!, husmea el viejo en el viento. El Tisza no se va a desbordar, señor Schütz. Lo anegará todo, a ti también, necio, chilla el anciano. Es usted una corneja vieja, señor Schütz. ¡Una corneja vieja! ¡Es inútil que grazne! Llevadme a casa, manda el anciano como si tuviera una pizca de poder sobre esos hombres. ¿Adónde, señor Schütz, adónde? Sois unos burros, os vais a ahogar.


¡Señor Berger, señor Berger!, gritan los muchachos, ¡el viejo chocho ha vuelto y no deja de tocarnos los cojones!; luego, sin esperar respuesta, lo acompañan para que abandone el terraplén; pero pronto se cansan de avanzar palmo a palmo, agarran al viejo como si fuera una almohada y continúan el camino llevándolo en brazos. ¿Cuántos años tiene, señor Schütz? El doble que el tonto de tu abuelo. Deja a este viejo mentecato en el barro, que le tome el pelo a su tía. A ver, ¿cómo se siente ahí en el barro, señor Schütz? Está frío, muy frío, masculla el anciano, que realmente está sentado en el barro. ¿Sabe ya cuántos años tiene? ¡Cómo lo voy a saber, si no me acuerdo! ¡Va de farol! Uno siempre sabe cuántos años ha pasado cavando bajo el cielo. Tenga cuidado, que lo voy a levantar, no sea que se cague encima. Escuchadme, gandules, hay historias que terminan en el mismo momento en que comienzan y comienzan tan pronto como terminan. Usted, señor Schütz, sin duda terminará pronto. Pero luego comenzará allí, bajo la tierra, se ríen los chicos. El viejo grita escupiendo baba, eh, eh, el hombre no crea leyendas para morir en ellas. ¡Las leyendas viven, sí, viven! Cállese la boca, señor Schütz, o lo tiramos como a un listón de madera. El anciano no deja de hablar, pero continúa con voz más queda. Y, por supuesto, las leyendas saquean y asesinan, dice asintiendo con la cabeza. Sin embargo, al que lo mate una leyenda, otra lo resucitará. ¿No es así, inútiles hijos de puta? Los muchachos refunfuñan, pero continúan llevando al viejo como a un bebé. El señor Schütz no pesa, es poco más 14


que unos huesos que tabletean, piel holgada y chillidos que llegan lejos. Están a punto de llegar al barrio de Palánk, a la casa en la que vive el viejo, vecino de judíos conversos, armenios y serbios cuyas casas ahora permanecen calladas; los que han vivido allí han huido, se han mudado o han salvado a su familia llevándola al castillo. Los chicos bregan con la enorme cerradura de la puerta, uno de ellos mira alrededor, curiosea, sacude la cabeza, otro finalmente se cansa de tanto forcejear y rompe la puerta a patadas. El anciano continúa murmurando. Insisto en que nos hemos perdido. Parece que eso le agrada, señor Schütz. ¡Huid, chicos! Os enseñaré el camino, gesticula el anciano. Cállese, si no, le dejamos en el patio. Cuando los muchachos irrumpen en el pasillo, no dan crédito a sus ojos, dan vueltas y miran atónitos. ¿Qué es este desorden? ¿Acaso estáis ciegos vosotros también?, el anciano ríe solo. Lo vemos, claro que sí, son cajas, cofres y extraños sacos. En el pasillo hay amontonado un sinnúmero de cofres de madera, arcas de pino de los más diversos tamaños, baúles pintados, sacos y cajas con broches, todos decorados con pegatinas llegadas a la casa del viejo desde distintos puntos de Europa: Viena, Ámsterdam, París, Londres, Berlín, Moscú y Sarajevo. Las cajas inundan el pasillo y las habitaciones de un olor sofocante. Los chicos recobran los sentidos; ya han sentido el olor por la calle y, al ayudar al anciano a ponerse de pie, casi se marean. ¿Qué está urdiendo, señor Schütz? ¿Está jugando a algo secreto? ¡¿Una conspiración?! ¡¿Robar y saquear antes de que llegue la catástrofe?! El viejo, satisfecho, ríe, parece un embudo estridente, la que saquea es la grandísima puta que os parió. Yo, Gustav Schütz, doctor en Medicina, no creo que nadie tenga que inclinarse ante los hechos. 15


De acuerdo, entonces no se incline, ¿pero ve o no ve, señor? ¿Quién ha dicho que soy ciego?, yo siempre veo. ¡Por Dios, nos ha estado tomando el pelo! Que vea o no da lo mismo. Lo hemos traído a su casa y ya está. ¡Quédese quieto, señor Schütz! ¡No salga a vagabundear, no vaya a ningún sitio! El anciano sigue su discurso tambaleándose sobre un cofre de madera, los tablones crujen bajo su peso. Cierre el pico, señor Schütz, es mejor para todos que no hable. ¡Bájese de ahí! ¡Bajadlo de una vez! ¿Alguien entiende este cotorreo? No pueden dejarlo solo, no pueden cerrar la puerta tras él. Lo bajan del arca y lo empujan hacia una silla con tal fuerza que ésta da un gran crujido. Ahora cuchichean sobre su cabeza, con los puños tan apretados que, si por ellos fuera, los usarían porque se acaban de acordar de la atrocidad que tuvo lugar. ¡Qué historia más escalofriante! Muchos creen que la muerte de las dos personas pesa sobre la conciencia del doctor, que fue culpa del médico alemán que el extravagante botánico y su mujer murieran, literalmente, de hambre hace un par de días en su piso. El hombre y la mujer se abrazaron y se devoraron en aquella maldita habitación en la que habían cegado a cal y canto, con clavos, las ventanas y la puerta. No en vano murmuraba la gente. La habitación de la muerte era una habitación con flores, rebosante de todo tipo de plantas, zarcillos y cogollos. ¡Era como un invernáculo asesino! ¡Klára Pelsó´czy e Imre Szép utilizaron clavos de colores! Ganchitos, escarpias, grapas y listones pintados impedían el paso de la luz y tapaban las brechas y fisuras evitando que la ayuda humana, o siquiera el rayo de luz más curioso, pudiese turbarles. ¡El doctor contribuyó a la muerte de la pareja! El señor Schütz no dejó de reírse de la acusación. ¿Es cierto que habla con los muertos, señor Schütz? 16


¿Es cierto que pretende resucitar a locos muertos? El viejo chocho, ese loco decrépito dejó que perecieran. En vez de buscar ayuda, de llamar a un cerrajero, a un representante de la autoridad o a un médico de verdad, se quedó a la escucha delante de la puerta de la habitación, toda claveteada, y pasó días sentado en el silencio con olor a cadáver. ¡Confiesa que fue así, viejo curandero! ¡Pájaro de la muerte, pájaro de la muerte! Vaya por Dios, muchachos, vaya por Dios, sigo oyéndoos, masculla el anciano limpiándose la nariz. ¿Y qué oye, viejo adefesio? Usted ha sido también espía, ¿verdad? Se dispone a levantarse, de modo que lo empujan violentamente hacia la butaca y, simplemente, se desploma. El anciano menea la cabeza, el moco le cae sobre el abrigo. Sí, es un soplón, es lo que he oído, mi padre también me lo ha dicho. ¡Habrá tenido una vida abominable, señor Schütz! ¡Matemos a golpes a este viejo cabrón! ¡Ahorquémoslo para que no pueda hacer daño a nadie más! Son muchos, parecen cada vez más, y no dejan de zapatear; cada muchacho vocifera tratando de superar a los otros, como quien tiene miedo; ya están borrachos, han encontrado el resto del vino del viejo, se han bebido su aguardiente y han tirado las botellas. Al final terminarán pegándole. ¡Cómo se van a creer que está ciego! Le tiran del pelo y le golpean la cabeza contra la mesa. ¿Quiere leyendas, señor Schütz? Aquí las tiene: tome leyenda. Lo tiran al suelo, le propinan patadas y le escupen. Los muchachos rompen las tapas de las arcas y, como no encuentran nada valioso en ellas, las tiran contra la pared, de modo que se destrozan como si fueran cajas de cartón. Exigen objetos de valor y dinero, y les cuesta comprender que el señor Schütz no tenga nada. 17


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