Final en Berlín, adelanto

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Final en BerlĂ­n



Final en Berlín Heinz Rein Traducción de Christian Martí-Menzel


Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Título original Berlin Finale Copyright © Schöffling & Co. Verlagsbuchhandlung GmbH, Frankfurt am Main, 2015 Primera edición: 2017 Traducción © Christian Martí-Menzel Ilustración de portada © Münster Studio www.munsterstudio.com Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2017 París 35–A Colonia del Carmen, Coyoacán 04100, Ciudad de México, México Sexto Piso España, S. L. C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Impresión Cofás Formación Grafime ISBN: 978-84-16677-57-3 Depósito legal: M-25681-2017 Impreso en España

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Para Erich Weinert



¡La bala en pleno pecho, la frente abierta del todo, sobre una tabla ensangrentada, hacia el aire nos habéis alzado! ¡Allí arriba con un grito salvaje en un gesto de dolor, aquel que dio la orden de matar, maldito sea para siempre! Ferdinand Freiligrath, Los muertos a los vivos



ÍNDICE

Semifinal

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Berlín, abril de 1945

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PRIMERA PARTE. CALMA ANTES DE LA TORMENTA

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SEGUNDA PARTE. HASTA LAS DOCE Y CINCO

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El final

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¿El nuevo inicio?

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SEMIFINAL

Eris agita sus serpientes Todos los dioses huyen Y las nubes que crean el trueno Caen pesadas sobre Ilión. Eris schüttelt ihre Schlangen, Alle Götter fliehn davon, Und des Donners Wolken hangen Schwer herab auf Ilion.

Schiller, Casandra



BERLÍN, ABRIL DE 1945

Un terremoto destruyó en pocos minutos Lisboa, San Francisco y Tokio. Fueron necesarios varios días para que se extinguieran los incendios de Roma, Chicago y Londres. Los incendios y terremotos que asolaron el punto de la superficie terrestre que conforma la intersección geográfica de 52 grados y 30 minutos, latitud norte, y de 13 grados y 24 minutos, longitud este, se prolongaron durante casi dos años. Se iniciaron en la despejada y oscura noche del 23 de agosto de 1943 y finalizaron en el encapotado día del 2 de mayo de 1945. La ciudad de Berlín, a treinta y dos metros sobre el nivel del mar e incrustada en una duna de la era glacial, permaneció en este lugar hasta la noche en que la destrucción inició su infausto recorrido. Había pasado de ser un pueblo de pescadores a convertirse en una población fortificada, de sede de margraves y príncipes electores de Brandeburgo a residencia de los reyes de Prusia y capital del Reich alemán imperial y republicano. Formada como consecuencia del avance colonizador de las tribus alemanas hacia los asentamientos de los vendos y eslavos, durante cientos de años permaneció al margen de las regiones de origen de la cultura alemana. Pasó a ser un baluarte del país colonial alemán, una fortificación del viejo Oeste alemán y una avanzadilla del nuevo Este alemán. Más adelante fue zona de influencia y posteriormente el centro de la historia alemana. Está conformada por una gran cantidad de ciudades pequeñas, medianas y grandes, por pueblos, poblaciones, granjas y fortificaciones, dispersos entre el río Havel y los lagos de Mecklenburgo al este, que se unieron en dirección hacia las viejas poblaciones fortificadas de Berlín y Kölln. El buril de la historia ha trabajado con tacañería en


ella, las huellas de su ascenso y sus transformaciones no han sido muchas, aunque han mostrado su rostro ambiguo mediante algunos rasgos nobles, que han marcado fuertemente el núcleo central de la ciudad. Las huellas de su caída, que se produjo acto seguido de su proclamación como capital del gran Reich alemán, no se deben tener en cuenta. Los incendios, denominados de rápida propagación, y las tormentas de acero, tejidas con alfombras de bombas, han transformado el semblante animado de la ciudad en la mueca de una calavera. El 23 de agosto de 1943, la ciudad fue herida por primera vez cuando mil doscientos aviones de la aviación británica perseveraron en el primer gran ataque. Los suburbios del sur de Lankwitz, Südende y Lichterfelde se convirtieron dentro del mar de la vida en una isla de la muerte ennegrecida por el humo. Sin embargo, en esta ocasión no fue el mar el que se tragó la isla, sino que la isla desplazó al mar, pues pronto ya no estaba sola, por todas partes, en Moabit y en Friedrichstadt, alrededor de Ostkreuz y en Charlottenburg, en la Moritzplatz y en el Lustgarten se formaron islas de la muerte, que fueron extendiendo sin cesar sus orillas hacia el frente y crecieron hasta unirse. Finalmente, toda la ciudad se convirtió en un país de la muerte, en el que quedaban algunas zonas de agua con vida. Cada ataque destrozaba una parte de la estructura de la ciudad, destruía las propiedades y empeoraba las condiciones de vida. Debido a la destrucción, barrios enteros de la ciudad quedaron desiertos. Los extensos terrenos fabriles, rodeados de chimeneas ya enfriadas, se convirtieron en un desierto de naves demolidas y maquinaria oxidada, tuberías, barrotes, alambres y vigas de acero. Un gran número de calles, en las que las fachadas erguidas ribeteaban las aceras como casas aún llenas de vida, se convirtieron en cínicas imitaciones. Otros barrios han sido mutilados hasta quedar irreconocibles y están llenos de vidas que jadean desesperadamente. Los torsos de sus casas desfiguradas se alzan desnudos y feos entre los montones de ruinas, se elevan como islas sobre el mar de la destrucción, están pelados y descompuestos, los cabrios 16


de los tejados dispersos son como costillares a los que les hubieran arrancado la piel, las ventanas están ciegas como ojos cuyos párpados estuvieran permanentemente cerrados y que parpadean vidriosos de vez en cuando. Las paredes están desnudas y han perdido el brillo, como mujeres envejecidas a las que una esponja despiadada hubiera limpiado el carmín y el maquillaje. En otras partes de la ciudad, la destrucción no es tan completa, en sus hileras de casas la zarpa de la guerra ha provocado inmensos huecos, que dan paso a menudo a una visión sorprendente de los edificios posteriores, que han escapado al impacto y que por primera vez permiten ser vistos desde la calle. Ya no pueden esconder sus fachadas feas tras la barata suntuosidad de las casas delanteras, pues el huracán de las explosiones ha ventilado, por decirlo así, la cortina. En estas calles se dan todos los grados y variantes de la destrucción, desde el exterminio total hasta las casas de cartón y celofán, casas cuyos entramados del tejado han ardido y otras a las que el fuego ha consumido hasta el primer piso, mientras que otras han sido barridas por la onda expansiva de las explosiones, que ha arrancado los armazones de las ventanas, las persianas y las puertas de sus marcos, y sobre las que se apilan los esqueletos secos del entramado como osamentas de cadáveres. Hay viviendas que cuelgan como nidos de golondrina sobre las fachadas reventadas, pues las bombas han caído en diagonal, y sótanos que aguantan la presión de las casas desmoronadas y únicamente los tubos humeantes de las estufas entre los montones de escombros de varios metros de altura dejan entrever que allí vegeta gente como en una zorrera. La anatomía de las casas se ofrece en canal: las escaleras y los tabiques, los huecos del ascensor y las chimeneas son como huesos, las tuberías de gas y agua como arterias, los radiadores y las bañeras como vísceras. Los restos mortales se consumen en medio de la jungla de las ruinas y sólo la naturaleza empieza a vestir la destrucción desnuda cubriendo por completo de malas hierbas las escombreras. 17


La amplia red de tráfico, tejida con las numerosas líneas de tranvía y autobús, de trenes elevados y subterráneos, del suburbano y de los circulares, de los trenes urbanos rápidos y de los trenes de cercanías, está destrozada, reparada provisoria y parcialmente. Los horarios se modifican de un día para otro, pues la destrucción de los raíles, de los cables eléctricos, de las catenarias, de los cables de señalización, los túneles, los viaductos, los puentes y las estaciones obliga a restricciones, cierres y desviaciones. Los rasgos característicos de la ciudad, las edificaciones del clasicismo burgués, agrupadas alrededor de la isla del Spree y el eje oscilante de la avenida Unter den Linden, las características de su semblante, conseguidas con las manos maestras de Schinkel, Schlüter y Eosander, Rauch, Knobeldorff y Langhans, se han borrado antes de que la arquitectura fría y cerebral de Speer se haya podido adueñar de ellas. Sus monumentos típicos son ahora los búnkeres altos, los acumuladores de miedo, los inhaladores de fuga, las moles de cemento gris verdoso que esconden cañones antiaéreos, que machacan con fuerza como si fueran enormes mamuts Friedrichshain, Humboldthain y el parque zoológico; no hay ningún rasgo que serene su arquitectura brutalmente utilitaria. A éstos se juntan los innumerables refugios subterráneos y búnkeres de superficie en las plazas y las estaciones del centro de la ciudad, en el extrarradio y en las parcelas ajardinadas y su variante más primitiva, las trincheras antiaéreas, que se cavan en parques y bosques de la ciudad y en los terraplenes de los trenes de cercanías. La ciudad contaba al estallar la guerra con 4 330 000 habitantes; en abril de 1945, sólo quedan en ella 2 850 000. Los hombres han tenido que alistarse, están obligados a servir a la orga­nización Todt o han entrado en la última leva del Volkssturm, han sido trasladados con sus negocios a otra parte; las mujeres han huido a las zonas que supuestamente no corren peligro de bombardeos aéreos; los ancianos y los enfermos han sido evacuados; los jóvenes deben prestar el servicio 18


social; los escolares han sido evacuados al campo; los judíos trasladados a la fuerza. La pérdida de población es seguramente mucho mayor, pues de entre los 2 850 000 habitantes de la ciudad, 700 000 son trabajadores forzados extranjeros de los países sometidos y colaboracionistas: ucranianos, polacos, rumanos, griegos, yugoslavos, checos, italianos, franceses, belgas, holandeses, noruegos, daneses, húngaros y los judíos y prisioneros de los campos de exterminio del Este aptos para el trabajo. Viven hacinados en barracas, que se encuentran en las zonas más despobladas entre la ciudad y los suburbios, la mayoría de las veces a lo largo de las vías del tren, construidas a toda prisa y cercadas con alambre de espino. La similitud que guardan con los asentamientos provisionales para las víctimas de los bombardeos, grises y desoladores entre las zonas boscosas y los huertos, es sorprendente, sólo que aquí (como en todas partes) el alambre de espino es sustituido por la red invisible de un sistema de vigilancia y coacción estudiado hasta el último detalle. Los ministerios han abandonado Berlín, los han trasladado o retirado a zonas más seguras, en la Wilhemstraße desmontan los despachos, día y noche los remolques de camiones se cargan con expedientes, armarios y cajas, aunque también con muebles, enseres y maletas. Los altos burócratas de los ministerios y del Partido huyen de la ciudad, sólo permanecen los denominados informantes, aunque también de ellos se ocupan y están previstos en el amplio Plan de transporte Thusnelda con los trenes especiales Adler y Dohle en LichterfeldeOeste y Michendorf, así como con innumerables automóviles privados. Ante los aullidos ensordecedores de las sirenas de alarma las musas callan, sólo las voces de sus hermanas más jóvenes e ilegítimas resuenan en las pocas horas que hay entre los cortes de la corriente eléctrica y las alarmas aéreas desde micrófonos y bandas sonoras de películas, aunque el bajo heráldico del dios Marte se diluye entre los chillidos del tiple histérico de la despreocupación ordenada. El pequeño grupo de la fila 19


para ver Camaradas, Kolberg, La patrulla Hallgarten, El espía del emperador y El gran rey permanece aislado frente a las interminables colas que se forman para ver Corazones jóvenes, Una casa alegre, Mi compañero viene enseguida, Un marido modelo, Alrededor del amor, La mujer de mis sueños, Todo empezó sin ningún problema, Viva el amor, El hotel nupcial, El gran amor, El hombre que fue Sherlock Holmes, Las mujeres son las mejores diplomáticas, Un hombre para mi mujer, Fritze Bollmann quería pescar, Cartas de amor, Sangre ligera, Una noche estupenda y A mí no se me habla de amor. El coraje fatigoso de Fridericus Rex y de la canción de Horst Wessel se mezclan con Vals real, las sintonías de los noticiarios, las risas torturadas y los aullidos de las sirenas en una cacofonía aterradora. En esta ciudad en ruinas, cuyo cuerpo ha sido incendiado y destruido, cuyas entrañas han sido desgarradas y rajadas, la gente vive apiñada y lleva una existencia más terrible y difícil que la de los soldados, cuya vida está enfocada por completo hacia la lucha y el peligro. Los habitantes de esta ciudad aún mantienen bajo la apenas menos persistente amenaza de morir por una explosión o un incendio, ahogados o enterrados, un simulacro de vida privada y arrastran su exigua carga de civilización. Deben ocuparse de sí mismos y de sus familias, trabajar y contar en cada instante con que en cualquier momento puedan tener que interrumpir la labor que les ocupa, ya sea dormir o amar, fresar o calcular, cocinar o afeitarse, y entregarse a su destino, que no les concederá la más mínima oportunidad de huir. Llevan una existencia de nómadas y cavernícolas, introducen en sus hijos el germen de una neurosis quizá incurable y los convierten en analfabetos. Ven cómo la sustancia de la juventud se agota en los campamentos del servicio social y los puestos antiaéreos y cómo se mata la sensación de unas reglas de vida sensatas mediante la educación para convertirse en nómadas de guerra. Ya se han alejado tanto de su origen que dejan que lo humano se reseque y se atrofie, hasta tal punto que ya sólo son mecanismos que reaccionan obedientemente a la más leve presión de un dedo 20


o al chasquido de la lengua. Es la flema de la gente que se ha vuelto fatalista, que ha entregado completamente su propia voluntad y que, testaruda, sigue el camino que le han marcado una vez que acepta impasible las órdenes como una ración de más y elogia y deja que se certifique su indiferencia tanto interior como exterior una y otra vez como heroísmo y su paciencia como perseverancia. Ya no pertenece al género audaz, tal como la describió Goethe. Bajo las cenizas de sus almas anestesiadas aún late la esperanza de la Divina Providencia, que anuncia el Anticristo, y cuyo famoso giro de la providencia divina gustan tanto de nombrar ahora Hitler y Goebbels, Fritzsche y Dittmar. Saben que la perdición, que tiene la fuerza de un torrente entre el Volga y el océano Atlántico, no se detendrá a las puertas de su ciudad. Sin embargo, en ellos no arde la chispa revolucionaria, ninguna ira desatada rompe las cadenas de la coacción, ningún grito de desesperación despierta las conciencias. Las catástrofes que desatan las fuerzas aéreas británica y americana de forma escolástica en el espacio aéreo sobre la ciudad absorben la capacidad de pensamiento, envían a los afectados a la caza de alojamiento, alimento y vestimenta, bonos y cartillas de racionamiento, identificaciones como víctimas de bombardeos, emplean a los que se han librado en el saneamiento, el aseguramiento de las propiedades y cada vez más frecuentes esfuerzos agotadores para que lleguen a sus puestos de trabajo. Las formas de la vida civilizada están rotas, las viviendas se han convertido en oscuros agujeros, ya que han arrancado y hecho jirones el envoltorio protector colocado encima de las madejas de nervios sensibles de la gran ciudad: los cables de teléfono y eléctricos, las tuberías de gas y de agua y las canalizaciones. Los habitantes de la gran ciudad han regresado a la bomba de agua, la cocina de leña y las lámparas de sebo. Los gestos de las personas y la forma en la que hablan tienen algo de extrañamente angustiado, cada ruido que destaca en la fluida monotonía hace que se sobresalten y que escuchen atentamente. Sólo conocen un tema de conversación: la 21


situación aérea, si el Reich está libre de enemigos, si los escuadrones de bombarderos ya han entrado en el espacio aéreo alemán, qué dirección han tomado, si ya se largan. Cada persona que abandona su vivienda se despide de sus familiares como aquel que va a emprender un viaje largo y fatigoso a un país desconocido y peligroso, cada una de ellas abandona su casa con una maleta, una mochila, una cartera atiborrada de cosas o un bolso de bandolera, pues la alarma a menudo le sorprenderá y le obligará a buscar refugio en cualquier sitio, lejos de su casa. Aunque no se trata sólo del peligro de la guerra aérea lo que abruma a las personas. Una amenaza diferente ha aumentado incluso su peso: los frentes. Tras cruzar el Rin en Remagen y Oppenheim los aliados occidentales han alcanzado el Elba en un grandioso ataque a través del oeste y el centro de Alemania, y desde los cabezas de puente de Pulawy, Warka y Baranov, las tropas soviéticas han avanzado por Polonia y el este de Alemania hasta el Óder. Y aunque el frente del oeste está en movimiento constante, Berlín ha orientado su rostro hacia el este, donde tras el Óder las tropas soviéticas están dispuestas a atacar. Sobre la ciudad se ha instalado la inquietud antes de la tormenta, una inquietud que genera una calma siniestra, que se extiende tras esta última barrera al este de la ciudad. Se trata de una calma incesante, en la que transitan sin cesar hasta el Óder los convoyes y caravanas de automóviles desde las fábricas de armamento del interior de Rusia, desde Cheliábinsk, Sverdlovsk, desde Gorki, Magnitogorsk y desde las fábricas combinadas de los Urales y Kusnetsk. No hay nadie en la ciudad que no sepa que cada día de la calma antes de la gran tormenta se utiliza para emplazar nuevos cañones, poner a disposición los nuevos tanques, colocar los nuevos aviones listos para volar y conducir las nuevas divisiones a sus puestos. La Unión Soviética y los Estados Unidos, esos mundos lejanos, se han acercado inquietantemente, la distancia entre la bandera de las barras y estrellas y la bandera roja se ha reducido a 22


la distancia que existe entre Fráncfort del Óder y Magdeburgo y en medio se encuentra la ciudad sitiada, que, antaño protegida por las corrientes del Volga y del Canal de la Mancha, parecía el interior inaccesible de un país, el torso de Berlín. Bien es verdad que los ejércitos enemigos aún se encuentran tras las dos grandes corrientes, que forman las últimas murallas, pero sus flotas aéreas ya están cercándolas y estrangulando sus delgados hilos de vida, preparan el último ataque, que en cualquier momento se desatará sobre el Óder y el Elba y se abalanzará sobre la ciudad con la violencia de una avalancha. El torso se ha transformado en una fortaleza improvisada y la han conducido al estado de defensa. En las afueras de la ciudad se han cavado hondas zanjas para los tanques; las trincheras atraviesan los huertos y los campos; se han preparado refugios para una sola persona junto a las vías férreas, en terraplenes y zonas boscosas; las carreteras de acceso permanecen bloqueadas por los cañones y las barricadas contra los tanques. En los cruces de las calles se han enterrado tanques inutilizados; la artillería antiaérea se ha marcado objetivos finales; las empresas han dejado de trabajar, ya que apenas existe suministro de corriente eléctrica, carbón y combustible. Sus trabajadores y empleados han sido trasladados a los recintos de las afueras, no dejan de cavar zanjas y colocar barricada tras barricada. Patrullas del ejército, de las ss, de la ot, de la Gestapo y de la policía buscan por las calles, en los restaurantes y salas de cine, en los refugios antiaéreos y en las salas de espera de las estaciones de ferrocarril a trabajadores fugitivos y desertores, y el Partido aplica cualquier medida de presión necesaria para obligar a todo el mundo a alistarse. Los frentes al este y oeste de la ciudad son como oscuros frentes tormentosos. Son como tormentas lejanas; aún no se oyen los truenos, tampoco se ven los relámpagos tras el frente, aunque un viento arremolinado anuncia la cercanía de la tormenta, se extiende una luminosidad agobiante y de un amarillo sulfuroso, sobre la ciudad se nota el bochorno de la tormenta. Una espera temblorosa se ha apoderado de las personas, que 23


oscilan amedrentadas entre la esperanza de un milagro inminente, una y otra vez prometido por los dirigentes, y el horror paralizante ante el final. Mientras las bombas y los proyectiles de fósforo caen sobre la ciudad, así como el fuego y el azufre cayeron sobre Sodoma y Gomorra, los pequeños grupos de la resistencia aguardan la liberación con un ansia dolorosa, pues no han sido capaces de liberarse por sí mismos.

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