Adelanto La letra escarlata

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La letra escarlata



La letra escarlata Nathaniel Hawthorne Ilustraciones de Alberto Lรณpez Corcuera Traducciรณn de Paula Kuffer


Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Título original The Scarlet Letter

Primera edición: 2017 Ilustraciones © Alberto López Corcuera Traducción © Paula Kuffer Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A . de C. V., 2017 París 35-A Colonia del Carmen, Coyoacán 04100, México D. F., México Sexto Piso España , S. L. Calle Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Formación Grafime Impresión Cofás ISBN: 978-84-16358-11-3 Depósito legal: M-7579-2017

Impreso en España


ÍNDICE

NOTA DEL ILUSTRADOR

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PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN

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Introducción a La letra escarlata LA ADUANA

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Capítulo I LA PUERTA DE LA PRISIÓN Capítulo II EL MERCADO Capítulo III EL RECONOCIMIENTO Capítulo IV EL REENCUENTRO Capítulo V HESTER, AGUJA EN MANO Capítulo VI PEARL Capítulo VII EL SALÓN DEL GOBERNADOR Capítulo VIII LA NIÑA DUENDE Y EL MINISTRO Capítulo IX EL MÉDICO Capítulo X EL MÉDICO Y SU PACIENTE

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Capítulo XI EL INTERIOR DE UN CORAZÓN Capítulo XII LA VIGILIA DEL MINISTRO Capítulo XIII HESTER CAMBIA DE OPINIÓN Capítulo XIV HESTER Y EL MÉDICO Capítulo XV HESTER Y PEARL Capítulo XVI UN PASEO POR EL BOSQUE Capítulo XVII EL PASTOR Y SU FELIGRESA Capítulo XVIII UN TORRENTE DE LUZ Capítulo XIX LA NIÑA JUNTO AL ARROYO Capítulo XX EL MINISTRO EN EL LABERINTO Capítulo XXI DÍA DE FIESTA EN NUEVA INGLATERRA Capítulo XXII LA PROCESIÓN Capítulo XXIII LA REVELACIÓN DE LA LETRA ESCARLATA Capítulo XXIV CONCLUSIÓN

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NOTA DEL ILUSTRADOR

Los habitantes de la sociedad en la que se desarrolla La letra escarlata se encuentran sometidos al más férreo puritanismo. Su condición existencial, atenazada por la amenaza ubicua de la culpa, se asemeja a la de las aves –en cuyas alas se posa la promesa de una libertad infinita– en estado de cautiverio. Es por eso que he elegido representar a los personajes que desfilan por la novela de Nathaniel Hawthorne como aves. Los personajes de la novela tienen dentro de sí el indomable afán de libertad del espíritu humano, pero celado de manera violenta por las «buenas costumbres» que fungen como bisagra que cohesiona y controla la conducta social. Sobre la protagonista, Hester Prynne, se vuelca la necesidad colectiva de la expiación. La visibilidad de la insignia que Hester es obligada a portar como recordatorio permanente de su andar pecador le permite al resto de los habitantes de la comunidad llevar sus respectivas manchas por dentro. No obstante, visible o invisible, todos los personajes tienen una mancha que atraviesa y define su vida por completo. Cada uno de los personajes de la novela está representado con un color diferente. Así, Hester Prynne es un ave roja, el reverendo Dimmesdale es un ave amarilla, el médico Roger Chillingworth aparece como una difusa mancha azul, que va oscureciéndose conforme aumenta su peso específico en la trama, y la pequeña Pearl es un ave morada. En el interior de la gran jaula que los encierra, los personajes interactúan e inciden los unos en los otros, mezclando sus respectivas manchas en intensas, sofocantes y fascinantes combinaciones. Más que ilustrar pasajes específicos, lo que he buscado con las acuarelas que componen las ilustraciones de este libro es ofrecerle la posibilidad al lector de establecer un mapa mental que lo acompañe a lo largo de la lectura. El trazo que delinea las aves va flexibilizando sus formas conforme avanza la trama a través de contornos cambiantes y


difusos que generan manchas de colores que en algo se asemejan a las manchas de Rorschach: la idea es que en última instancia cada lector realice a través de ellas una lectura de sí mismo. Alberto López Corcuera

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PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Ha supuesto una gran sorpresa para el autor y –sin ánimo de ofender– un entretenimiento considerable, que su descripción de la vida de los funcionarios, aparecida como introducción a la Letra escarlata, haya despertado una excitación sin precedentes en la respetable comunidad de su círculo más cercano. De hecho, sólo podría haber resultado más agresivo si hubiera prendido fuego a la Aduana y hubiera apagado la última brasa humeante con la sangre de cierto personaje venerable, el cual, según se dice, le inspira una malicia peculiar. Después de haber soportado el gran peso de la desaprobación pública, consciente de merecérsela, el autor ruega que se le permita decir que ha releído con esmero las páginas introductorias, con la intención de modificar o suprimir todo aquello que pudiera resultar inapropiado y reparar de la mejor manera posible las atrocidades por las cuales se lo ha condenado. Pero en su opinión, los únicos rasgos destacables de la descripción son su cordialidad, franca y genuina, y la precisión acostumbrada con la que ha expresado sus impresiones más sinceras sobre los personajes que allí describe. En cuanto a la hostilidad o rencor de cualquier tipo, personal o político, rechaza tajantemente tales motivaciones. La escena, quizá, se podría haber eliminado por completo, sin que supusiera una pérdida para el público o fuera en detrimento del libro; pero habiéndola escrito, considera que no se podría haber hecho con una disposición mejor o más bondadosa, ni, hasta donde alcanzan sus habilidades, con un efecto de verdad más vivaz. El autor se ve obligado, por lo tanto, a publicar de nuevo esta escena introductoria sin modificar una palabra. Salem, 30 de marzo de 1850



Capítulo I LA PUERTA DE LA PRISIÓN

Una multitud de hombres barbudos, con ropas de colores tristes y grises sombreros de copa, entremezclados con mujeres, algunas con capuchas y otras con la cabeza descubierta, se congregaba frente a un edificio de madera, con una sólida puerta de roble tachonada con clavos de hierro. Los fundadores de una nueva colonia, cualquiera que fuera la utopía de virtud y felicidad humana que, en principio, pudieran proyectar, siempre han reconocido que entre sus primeras necesidades prácticas se cuenta dedicar una parte del terreno virgen a un cementerio, y otra, al solar de una prisión. De acuerdo con este principio, puede darse por sentado que los fundadores de Boston levantaron la primera cárcel, en algún lugar en las proximidades de Cornhill, casi al mismo tiempo que trazaron el primer cementerio en un lote perteneciente a Isaac Johnson, y alrededor de su tumba, que posteriormente se convirtió en el núcleo de todos los sepulcros reunidos en el antiguo camposanto de la Capilla del Rey. Cierto es que, unos quince o veinte años después de la fundación de la ciudad, la cárcel de madera ya mostraba las marcas de las inclemencias del clima y otras huellas del paso del tiempo, que le daban un aspecto aún más sombrío a su fachada lúgubre. El óxido del poderoso herraje de la puerta de roble hacía que pareciera lo más antiguo del Nuevo Mundo. Como todo lo perteneciente al crimen, parecía no haber gozado jamás de juventud. Frente a este edificio horrible, y entre éste y la vía de la calle, había una parcela de césped, atestada de bardana, cizaña y otras malas hierbas que, evidentemente, encontraron propicio un suelo que había dado ya, tan temprano, la flor negra de la sociedad civilizada: una prisión. Pero a un lado del portón, y arraigado casi en el umbral, había un rosal silvestre, que en aquel mes de junio estaba cubierto con sus delicadas gemas, que parecían ofrecer su fragancia y su frágil belleza al prisionero que entraba a la prisión y al criminal condenado que salía a cumplir su pena, como muestra de que el profundo corazón de la naturaleza podía compadecerse y ser bondadoso con ellos.


Aquel rosal, por una extraña casualidad, se ha mantenido con vida a lo largo de la historia, pero tanto si ha podido sobrevivir por su esencia silvestre mucho tiempo después de que desaparecieran los gigantescos pinos y robles que le daban sombra, como si, tal y como hay sobradas razones para creer, brotó bajo las pisadas de la santa Ann Hutchinson al cruzar la puerta de la prisión, no es asunto nuestro determinarlo. Puesto que lo encontramos de inmediato en el umbral de nuestro relato, que está a punto de partir ahora de tan inhóspito portal, no podríamos hacer menos que arrancar una de sus flores y ofrecérsela al lector. Quizá sirva, esperamos que así sea, para simbolizar algún dulce florecimiento moral que pudiera hallarse en el curso de este relato, o para mitigar el sombrío desenlace de una historia de fragilidad humana y dolor.

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Capítulo II EL MERCADO

Hace no menos de dos siglos, cierta mañana de verano, en la parcela de césped frente a la cárcel, en la calle de la prisión, se congregó un gran número de habitantes de Boston, cuyas miradas se clavaron fijamente sobre la puerta de roble tachonada con clavos de hierro. Entre cualquier otra gente, o en un período posterior de la historia de Nueva Inglaterra, la inflexible rigidez que petrificaba las fisonomías barbudas de aquella buena gente habría sido considera presagio de algo horrible. Habría podido significar la ejecución anticipada de algún criminal amotinado, contra el cual un tribunal de justicia había dictado una sentencia que confirmaba el veredicto del sentir común. Pero dada la severidad del carácter puritano de aquellos tiempos tempranos, no era posible hacer semejante inferencia sin dejar lugar a dudas. Bien podría haberse tratado de un esclavo holgazán, o un niño desobediente entregado por sus padres a las autoridades civiles para que lo azotaran. También podría haberse tratado de algún antinomiano, un cuáquero u otro religioso heterodoxo, que iba a ser flagelado y expulsado de la ciudad, o de un indio vagabundo y ocioso que había alborotado las calles, incitado por el aguardiente de los blancos, que iba a ser arrojado a las sombras del bosque a bastonazos. También podría haberse tratado de una hechicera, como la anciana señora Hibbins, la malhumorada viuda del magistrado, quien iba a morir en la horca. En cualquier caso, el porte solemne que adoptaban los espectadores encajaba a la perfección con un pueblo para el cual religión y ley eran prácticamente idénticas, y en cuyo carácter ambas se hallaban tan intrincadas que cualquier acto de justicia pública, ya se tratara del más leve o el más severo, asumía un aspecto venerable y a la vez horrendo. Escasa y fría, en verdad, era la compasión que un transgresor podía esperar de aquellos espectadores apostados al pie del patíbulo. Por otra parte, un castigo que en nuestros días quedaría reducido a la infamia y el ridículo en aquellos tiempos bien podría investirse de una dignidad tan adusta como la de la mismísima pena de muerte.


Una cuestión a tener en cuenta en la mañana de verano que da comienzo a nuestro relato es que las mujeres, muchas de las cuales se encontraban mezcladas entre la multitud, parecían mostrar un especial interés por el tipo de castigo penal que hubiera de aplicarse. En aquella época, las costumbres no eran tan refinadas como para que cierta sensación de falta de decoro pudiera impedir, a quienes vestían faldas y enaguas, salir a la vía pública y abrirse paso con su portentosa presencia hasta el patíbulo, si se presentaba la ocasión, para presenciar una ejecución. Tanto moral como materialmente, aquellas esposas y doncellas de antigua estirpe y educación inglesa tenían una fibra más ordinaria que sus bellas descendientes, de las que las separaban seis o siete generaciones; a lo largo de aquella cadena de ascendencia, cada madre había transmitido sucesivamente a su hija un rubor cada vez más ligero, una belleza más delicada y fugaz, una constitución física más delgada, y aun quizá un temperamento de menor fuerza y solidez que el suyo. A las mujeres que estaban de pie a las puertas de la prisión en aquel momento sólo las separaba menos de medio siglo de la época en que la varonil Isabel había sido conside­ rada un modelo de feminidad no del todo inadecuado. Ellas eran sus compatriotas, su contextura física estaba bien rellena de carne de res y cerveza de la tierra natal, y su régimen moral no era ni un ápice más refinado. El resplandeciente sol de la mañana brillaba sobre los hombros anchos y los bustos bien desarrollados, y también sobre las mejillas redondas y sonrosadas que habían madurado en la isla lejana, y que apenas habían palidecido o se habían reducido en la atmósfera de Nueva Inglaterra. Había, además, un desenfado y una rotundidad en el lenguaje de aquellas matronas, pues en su mayoría eso parecían, que en nuestros tiempos nos alarmaría, tanto por el tenor de lo dicho cuanto por el volumen de la voz. –Buenas mujeres –dijo una dama de cincuenta años, de facciones duras–. Diré lo que pienso. Sería de gran provecho público que nosotras, mujeres de edad madura y miembros de una Iglesia de buena reputación, nos ocupáramos de tratar a malhechoras como esta tal Hester Prynne. ¿Qué pensáis de eso, comadres? Si esta cualquiera tuviera que ser juzgada por nosotras cinco hoy aquí reunidas, ¿habría recibido una sentencia como la que han dictado los honorables magistrados? ¡No lo creo! 56


–Dice la gente –replicó otra– que el reverendo Dimmesdale, su piadoso pastor espiritual, está profundamente afligido porque un escándalo semejante haya ocurrido en su congregación. –Los magistrados son caballeros llenos de temor de Dios, pero son en extremo misericordiosos; ésta es la verdad –agregó una tercera matrona, ya entrada en la madurez de su otoño–. A Hester Prynne, como mínimo, deberían haberle marcado la frente con un hierro candente. La señora Hester se hubiese retorcido de dolor, os lo garantizo. Pero a esa díscola poco le importa lo que le coloquen sobre el corpiño del vestido. ¡Podría cubrirlo con un broche o un adorno pagano por el estilo y pasearse tranquilamente por las calles con la misma desvergüenza de siempre! –Sí –interpuso, con más dulzura, una joven esposa, que llevaba a un niño de la mano–, pero por más que oculte la marca, siempre tendrá la espina clavada en el pecho. –¿Por qué hablamos de marcas y señales, ya sea en el corpiño de su vestido o sobre la piel de su frente? –gritó otra mujer, la más fea, así como también la más despiadada de quienes se habían erigido en jueces–. Esta mujer nos ha avergonzado a todas, y debe morir. ¿Acaso no hay ley para eso? Claro que la hay, tanto en las Sagradas Escrituras como en los estatutos de la ciudad. ¡Los magistrados que la han dejado sin efecto, pues, serán los únicos que tengan la culpa cuando sus esposas y sus hijas se descarríen! –¡Piedad para nosotros, buena mujer! –exclamó un hombre de entre la multitud–. ¿Es que no hay más virtud en la mujer que la que surge del sabio temor al cadalso? No podría decirse nada peor. ¡Y ahora callad, comadres, porque ya se abre la puerta de la prisión y ahí viene en persona la señora Prynne! La puerta de la cárcel se abrió de par en par y allí se pudo ver, en primer lugar, cual una sombra negra que emerge a la luz del sol, al triste y lúgubre sacristán del pueblo, con una espada al cinto y la vara de mando en la mano. El aspecto de este personaje prefiguraba y representaba toda la severidad siniestra del código de leyes puritanas, que tenía por tarea hacer cumplir y aplicar sobre el infractor hasta sus últimas consecuencias. Extendió la mano izquierda con la vara de mando y colocó la derecha sobre el hombro de una mujer joven, haciéndola avanzar hasta que, en el umbral de la prisión, la joven lo rechazó, en 57


un gesto de dignidad espontánea y fuerza de carácter, y salió al aire libre como si lo hiciese por su propia voluntad. Llevaba en brazos a una niña, una criatura de unos tres meses de edad, que parpadeó y volvió el rostro ante la intensa claridad del día, ya que hasta ese momento de su vida sólo había conocido las tinieblas del calabozo o algún otro recinto oscuro de la prisión. Cuando la joven, madre de aquella niña, hizo acto de presencia ante la multitud, su primer impulso fue el de abrazar a la criatura con fuerza contra su pecho, no guiada por un afecto maternal, sino más bien para ocultar cierta marca que llevaba sujeta al vestido. En aquel instante, sin embargo, juzgando sabiamente que una marca de vergüenza poco podría servir para ocultar otra, tomó a la criatura en brazos, y con un rubor abrasador en el rostro, pero aun así con una sonrisa altiva y una mirada imposible de abatir, observó a su alrededor a sus conciudadanos y vecinos. Sobre el corpiño del traje, en un delicado paño rojo, enmarcada en un primoroso bordado y fantásticos adornos de hilos de oro, destacaba la letra A. Estaba hecha con tanto arte, tanta prolijidad y tal lujo de fantasía que daba la impresión de ser un adorno apropiado a la ropa que vestía. Tenía todo el esplendor propio del gusto de la época, pero excedía en mucho a lo permitido por las regulaciones suntuarias de la colonia. La joven era alta y de lo más elegante. Su cabellera negra y espesa resplandecía reflejando los destellos del sol, y su rostro, además de ser bello por la armonía de sus facciones y su cutis exquisito, impresionaba por las cejas bien marcadas y la profundidad de sus ojos negros. Tenía el aspecto de una dama, también según las pautas de finura femenina de aquellos tiempos, caracterizada por cierta dignidad en el porte, más que por una gracia delicada, efímera e indescriptible, tomada hoy en día como indicador de dicha cualidad. Y Hester Prynne nunca había mostrado un aspecto tan femenino, en la antigua acepción del término, como cuando salió de prisión. Los que la habían conocido antes, y esperaban verla abatida y humillada bajo el peso de las calamidades, se sorprendieron, casi se alarmaron, al ver que su hermosura resplandecía y un halo ocultaba la desgracia y la ignominia en que se hallaba envuelta. Para un observador atento, puede que fuera cierto que había algo exquisitamente doloroso en todo esto. Su atuendo, que, en efecto, ella misma había confeccionado en la cárcel para la ocasión, y que en 58


gran parte había diseñado a su gusto, parecía expresar la actitud de su espíritu, la desesperada temeridad de su talante, a juzgar por su pintoresca originalidad. Pero lo que atraía todas las miradas –y a su vez transfiguraba de tal modo a quien la llevaba, que aquellos que estaban familiarizados con Hester Prynne, hombres y mujeres, tenían ahora la sensación de verla por primera vez– era la letra escarlata, bordada con una maestría excepcional e iluminada sobre su pecho. Producía el efecto de un hechizo, apartándola del trato con el resto de la gente y encerrándola en una esfera solitaria. –Es cierto que es muy habilidosa con la aguja –observó una de las espectadoras–, pero ¿hubo jamás mujer alguna que, antes de esta desvergonzada furcia, hubiera ideado un ardid semejante para lucirla? ¿Qué es esto, comadres, sino una forma de reírse en la cara de nuestros venerables magistrados y convertir en orgullo lo que ellos, dignos caballeros, idearon como castigo? –No estaría mal –exclamó la vieja dama de rostro más severo– que rasgáramos el bonito vestido de la señora Hester por los delicados hombros, y en cuanto a esa letra roja que ha bordado con tanto primor, le daría un trapo carmesí para hacer una letra más apropiada. –¡Haya paz, vecinas, haya paz! –interrumpió la compañera más joven–. ¡No permitáis que os oiga! No hay puntada en esa letra bordada que no haya sentido en su corazón. El lúgubre sacristán hizo entonces un gesto con la vara de mando. –¡Abrid paso, buena gente, abrid paso, en nombre del rey! –gritó–. ¡Abrid paso, y os prometo que la señora Prynne será llevada a un lugar donde hombres, mujeres y niños puedan observar perfectamente su ropa, desde este instante hasta la una! El cielo bendiga la recta Colonia de Massachusetts, donde la iniquidad sale a la luz. ¡Venid, señora Hester, y lucid vuestra letra escarlata en el mercado! De inmediato, la multitud de espectadores retrocedió y se hizo un camino. Precedida por el sacristán, y acompañada por una procesión desordenada de hombres de semblante hosco y mujeres de rostro desagradable, Hester Prynne se dirigió hacia el lugar designado para su castigo. Un grupo de colegiales curiosos, que no entendían demasiado del asunto, salvo que para ellos suponía medio día de asueto, la precedía a toda prisa, y se volvía de vez en cuando para fijar las miradas en ella y en la tierna criatura, y en la ignominiosa letra que brillaba sobre 59


el pecho de la madre. En aquellos tiempos no mediaba gran distancia entre la prisión y el mercado. No obstante, a la prisionera debió de parecerle un largo camino, puesto que, a pesar de su actitud altiva, sufría una agonía ante cada uno de los pasos que daban todos aquellos que se aglutinaban para verla, como si hubieran arrojado su corazón en mitad de la calle para que lo despreciaran y lo pisotearan. Sin embargo, nuestra naturaleza está dotada de un recurso, maravilloso y a la vez compasivo, que hace que la persona que sufre jamás puede conocer la intensidad de su padecer en el momento de la tortura, sino luego por la angustia que deja tras de sí. Así es que Hester Prynne, con actitud serena, avanzó en su ordalía, y llegó a una especie de patíbulo en el lado oeste del mercado. Se levantaba bajo el alero de la iglesia más antigua de Boston y parecía formar parte de ella. En realidad, este patíbulo formaba parte de una maquinaria de castigo que ahora, desde hace ya dos o tres generaciones, se ha convertido en algo meramente histórico y tradicional para nosotros, pero en su época estaba considerado un agente muy eficaz para la promoción de las buenas costumbres entre los ciudadanos, como en su momento lo fue la guillotina entre los terroristas de Francia. Se trataba, en definitiva, de la plataforma de la picota, y sobre ella se alzaba el armazón de aquel instrumento de disciplina, tan utilizado para aprisionar la cabeza humana en su abrazadera y mantenerla así, a la vista del público. En aquel armazón de hierro y madera se encarnaba y se manifestaba el verdadero ideal de la ignominia; no puede existir, creo yo, ultraje más flagrante a la naturaleza humana, cualesquiera que sean los delitos que pueda cometer un individuo, que impedir al culpable esconder la cabeza ante la vergüenza, y ésta era precisamente la esencia de este castigo. En el caso de Hester Prynne, sin embargo, como era frecuente en algunos otros, la sentencia ordenaba que permaneciera de pie en la plataforma durante cierto tiempo, pero sin que el cepo le oprimiera el cuello y le sujetase la cabeza, la característica más diabólica de tan horrendo artefacto. Hester Prynne sabía muy bien lo que debía hacer; subió los escalones de madera y permaneció a los ojos de la multitud que rodeaba el cadalso, a la altura de los hombros de los quedaban sobre el nivel de la calle. De haber habido un papista entre el grupo de puritanos, habría visto en aquella hermosa mujer, tan pintoresca en su atavío y apariencia, con el infante sobre el pecho, a la Inmaculada Concepción, cuya 60


representación fue objeto de rivalidad entre tantos pintores; aunque sólo fuera por contraste, recordaba a aquella imagen de madre virginal, cuyo hijo habría de redimir al mundo. Allí estaba la mácula del más hondo pecado ante la más sagrada cualidad de la vida humana, y su efecto era tal que la belleza de aquella mujer hacía del mundo un lugar más oscuro, y más perdido, para la criatura que había dado a luz. La escena infundía un temor reverencial, como debe inspirar en el prójimo todo espectáculo de culpa y vergüenza, siempre que la sociedad no se haya corrompido lo bastante para reírse, en vez de estremecerse, ante ella. Quienes presenciaban la deshonra de Hester Prynne aún no habían ido más allá de su ingenuidad. Eran lo bastante duros para haber presenciado su muerte, de haber sido ésta la sentencia, sin la menor protesta por su severidad, pero carecían de la crueldad de otro estrato social, que no habría encontrado más que un tema de burla en una exhibición como la presente. Incluso, de haber existido alguna predisposición a ridiculizar el asunto, habría sido reprimida y vencida por la presencia solemne de hombres de la talla del gobernador y varios de sus consejeros, un juez, un general y los ministros de la ciudad, quienes estaban de pie o sentados en el balcón del templo, mirando hacia la plataforma. Cuando tales personalidades participaban en el espectáculo, sin arriesgar la majestad o la reverencia debida a su jerarquía y cargo, se podía inferir fácilmente que la sentencia legal se iba a hacer efectiva sin contemplaciones. En consecuencia, la multitud estaba seria y se mostraba solemne. La desgraciada culpable se sostenía del mejor modo que podría hacerlo una mujer que se encuentra bajo la pesada mirada de miles de ojos implacables, todos clavados en ella y concentrados en su pecho. Se le hacía casi intolerable haber nacido. De naturaleza impulsiva y apasionada, se había hecho fuerte para afrontar los aguijones y puñaladas ponzoñosas de la injuria pública, en forma de una gran variedad de insultos; pero había una cualidad mucho más terrible en el solemne ánimo popular, que hacía que hubiera preferido ver esos rostros rígidos contorsionarse en despectivo júbilo, y ser ella el objeto de sus burlas. Si en medio de aquella multitud hubiera estallado una carcajada general, a la que cada hombre, cada mujer y cada pequeño con voz chillona hubieran contribuido a título individual, Hester les habría correspondido con una sonrisa amarga y desdeñosa. Pero abrumada bajo el peso del castigo que estaba condenada a sufrir, por momentos 61


sentía la imperiosa necesidad de gritar con toda la fuerza de sus pulmones y arrojarse desde la plataforma al suelo, y que si no lo hacía, iba a enloquecer de inmediato. No obstante, había intervalos en que toda la escena, de la que ella era el objeto más conspicuo, parecía borrarse ante sus ojos, o, por lo menos, brillar confusamente ante ellos, como una masa de imágenes espectrales dibujadas de un modo imperfecto. Su mente, y en especial su memoria, se hallaban extraordinariamente activos, y evocaban sin cesar otras escenas muy distintas a aquella que tenía lugar en la calle de esta pequeña ciudad, a la vera del salvaje oeste: veía otros rostros muy distintos de los que allí fijaban en ella sus miradas implacables, por debajo de las alas de los altos sombreros de copa. Venían y se agolpaban en su memoria los recuerdos más fútiles e inmateriales, pasajes de su infancia y de los días de escuela, los juegos, las rencillas de niños y los pequeños hábitos domésticos de sus días de soltería, entremezclados con recuerdos de asuntos más graves acaecidos en los años subsecuentes, siendo un cuadro tan vivo como el otro, como si todo tuviera la misma importancia, o como si todo fuera un juego. Posiblemente se tratara de un recurso instintivo de su espíritu para librarse, por medio de la contemplación de estas visiones fantasmagóricas, de la abrumadora y severa pesadumbre de la realidad. En cualquier caso, el tablado de la picota ofrecía a Hester Prynne una suerte de perspectiva que le permitía ver todo el camino recorrido desde los tiempos de su feliz infancia. De pie, elevada tristemente, vio de nuevo su pueblo natal en la vieja Inglaterra y el hogar de sus padres: una casa de piedra oscura derruida, muy venida a menos, pero que aún conservaba sobre el portal un escudo de armas medio borrado, en señal de antigua hidalguía. Vio el rostro de su padre, con la frente ancha y la venerable barba blanca que caía sobre la antigua gorguera isabelina; también vio el rostro de su madre, con su mirada de amor, anhelante y cautelosa, que siempre tenía presente en su recuerdo y que a menudo, desde su muerte, se había convertido en un reproche sutil en protesta por la senda que transitaba su hija. Vio su propio rostro, de una belleza deslumbrante y jovial, iluminando el interior del espejo opaco en que acostumbraba mirarse. Apreció allí otro rostro, el de un hombre entrado en años, pálido, delgado, de aspecto erudito, con los ojos turbios y cansados por la luz de la lámpara, que le había servido para leer tantos 62


libros pesados. Sin embargo, aquellos mismos ojos cansinos tenían un poder extraño y penetrante cuando su propietario se proponía leer el alma humana. Este personaje estudioso y ermitaño, que la fantasía femenina de Hester Prynne no podía recordar, era algo deforme, pues tenía el hombro izquierdo un poco más alto que el derecho. A continuación, entre la galería de imágenes que le presentaba su memoria vio surgir las calles intrincadas y estrechas, las altas casas grises, las enormes catedrales y los edificios públicos, de fecha antigua y extraña arquitectura, de la ciudad continental, donde la habría aguardado una nueva vida, siempre junto al desgraciado erudito: una nueva vida, pero alimentada con materiales ganados al tiempo, como una mancha de verde musgo sobre un muro ruinoso. Por último, en lugar de estas escenas tornadizas, volvió a ver el cruel mercado de la colonia puritana, con toda la gente del pueblo congregada, dirigiendo miradas severas a Hester Prynne –sí, a ella misma–, que estaba de pie sobre la plataforma de la picota, con una criatura en brazos y la letra A escarlata, bordada excepcionalmente con hilo de oro, sobre su pecho. ¿Podía ser cierto aquello? Apretó a la criatura contra su pecho con tal fuerza que ésta lanzó un grito; entonces bajó la vista hacia la letra escarlata, e incluso la tocó con los dedos para convencerse de que aquella criatura y aquella vergüenza eran ciertas. ¡Sí! ¡Aquélla era su realidad: todo lo demás se había desvanecido!

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