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La orquesta de lluvia
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La orquesta de lluvia Hansj枚rg Schertenleib Traducci贸n de Claudia Cabrera
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Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
This publication was supported by a grant from Pro Helvetia, Swiss Arts Council Título original: Das Regenorchester
Copyright ©: Hansjörg Schertenleib Copyright © de la traducción: Claudia Cabrera Primera edición: 2012 Fotografía de portada: FALTA FALTA Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2011 San Miguel # 36 Colonia Barrio San Lucas Coyoacán, 04030 México D. F., México Sexto Piso España, S. L. c/ Monte Esquinza 13, 4.º Dcha. 28010, Madrid, España. www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Formación Quinta del Agua Ediciones ISBN: 978Depósito legal: Impreso en España
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Índice
PRÓLOGO
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UNO
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DOS
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TRES
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CUATRO
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CINCO
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MUCKROS Febrero de 1940 a julio de 1956
47
SEIS
63
SIETE
69
MUCKROS Julio de 1956 a noviembre de 1957
73
OCHO
85
NUEVE
95
KILBURN Noviembre de 1957 a abril de 1958
101
DIEZ
113
ONCE
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DOCE
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OXFORD Abril de 1958 a marzo de 1959
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TRECE
145
CATORCE
153
LONDRES Marzo de 1959 a enero de 1960
161
QUINCE
173
COLONIA Enero de 1960 a septiembre de 1992
183
DIECISÉIS
191
DIECISIETE
201
DIECIOCHO
205
DIECINUEVE
215
VEINTE
217
VEINTIUNO
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VEINTIDOS
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EPÍLOGO
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You ain’t gonna miss your water Until your well runs dry Bob Marley
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PRÓLOGO
Dos semanas y cuatro días después de que mi esposa me dejara, conocí a Niamh. Me había hecho a la costumbre de correr todos los días algunos kilómetros, para olvidar por lo menos durante un rato que había llegado a un punto en el que ya no sabía yo qué hacer. A veces tenía que detenerme, porque de un segundo para el otro se me estrechaba el pecho y jadeaba yo como un viejo. Pero después de algunos minutos lograba siempre recuperarme lo suficiente como para poder seguir corriendo. Niamh estaba parada a media calle y fumaba. Traía puesto un vestido cerrado color amarillo limón, sandalias de hule que se estaban despintando y un sombrero de paja. La bolsa del mandado que había frente a ella, en el asfalto, estaba tan llena que las costuras parecían a punto de reventar. Niamh le dio una larga fumada a su cigarro sin filtro y levantó la mano como si quisiera detener a alguien que hubiera cometido una infracción de tránsito. A primera vista calculé que tendría por lo menos setenta años, pero pronto habría de enterarme que hacía pocas semanas que había cumplido sesenta y cuatro. Me quedé parado frente a Niamh, resoplando y con los ojos entrecerrados porque el resplandeciente gong de cobre que era el sol de mayo se hallaba directamente a sus espaldas, por sobre el hombro de la colina. Dio otra fumada, cerró gozosamente los ojos, dejó que el humo saliera en abundancia por sus fosas nasales y botó la colilla a la calle, detrás de nosotros. –So you’re the Swiss who lost his wife –dijo. ¿Qué podía yo replicar? En la cinta de piel de su sombrero de paja estaba prendida una pluma despeinada. Su vestido estaba ligeramente desgarrado bajo el seno derecho. –Lost?
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Mi respuesta debía sonar como un comentario despectivo que diera por concluido el tema de una vez por todas, no como una pregunta. –She left ya, did she not? Asentí con la cabeza. ¿Acaso Niamh había cargado hasta aquí la bolsa del mandado desde la pequeña ciudad, a seis kilómetros de distancia? –You’re a happy man! –What? –She was the wrong one! Believe you me! She was the wrong one! No me di cuenta de inmediato, pero de nuevo estaba yo asintiendo. Niahm olía raro, no mal, pero raro. ¿Era su desodorante o su sudor el que ascendía hasta mi nariz? De un lunar que tenía en la barbilla brotaba un largo pelo negro. –Getting divorced sucks –dijo–, I bet you rather be a widower! Su risa sonó como si alguien estuviera aplastando una lata de cerveza. El pelo que le crecía en el lunar medía por lo menos cuatro centímetros. –Love and marriage –cantó con una voz sorprendentemente profunda–, love and marriage go together like horse and carriage! Me hubiera gustado arrancarle el pelo de un tirón. Entonces noté las esquirlas grises en sus ojos azules. ¿Sería por eso que su rostro tenía esa socarrona expresión? ¿O se debía más bien a su sonrisa burlona? –My eyes are lovely, are they not? Las uñas de los dedos de su pie izquierdo estaban pintadas de un color nacarado, las del derecho, no. En el momento en el que nos miramos en silencio, sin sonreír, supe que había encontrado a una amiga. O más bien, una cómplice. –What would you call the color of my eyes? –preguntó Niamh de repente. La idea de que pudiera estar coqueteando conmigo hubiera sido absurda; su voz era afable, pero objetiva. La pregunta 12
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por el color de sus ojos era una prueba. Quería saber si yo miraba o simplemente veía. Niamh estaba probando mi capacidad de observación. –Azul violáceo –dije. –That would be nice too –dijo y de repente continuó en alemán–, pero mis ojos son del azul de los granos de amapola. Hablaba un alemán prácticamente sin acento. La suave entonación de la irlandesa hacía que la lengua sonara más melodiosa de lo que realmente es. –¿Por qué habla tan bien alemán? –le pregunté sorprendido. –Porque trabajé allá. –¿Dónde? –En Colonia. –Colonia me gusta. –A mí también. –Por cierto que los granos de amapola son negros –dije yo–, no azules. –Horse-Shite! ¿Qué no eres poeta? –Escritor, contesté. Me miró fijamente, soltó una fuerte risotada y alzó las dos manos, como rindiéndose. –¿Me cargas la bolsa hasta mi casa? –preguntó y señaló la bolsa del mandado. –Pero si no sé dónde vive. –But I do –dijo–, don’t you worry, I do.
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UNO
Su casa se encontraba en la depresión de un valle, al final de un camino para carretas que primero cruzaba una pradera de altos pastizales y después discurría por un bosquecillo en el que los rododendros se habían fundido hasta formar una pared, un biombo que se movía al compás del viento y cuyas entrelazadas ramas de color cacao crujían de manera familiar al frotarse unas contra otras. Junto a la entrada, en una maceta, crecía hacia lo alto una planta cuyas hojas, cual remos, ocultaban parcialmente el sol y dibujaban una danzarina malla de luz y sombra sobre la superficie de la puerta pintada de rojo, una retícula que desapareció en el mismo instante en el que ella abrió la puerta. Me empujó a través del vestíbulo hacia la cocina, cuya ventana se asomaba a un jardín que descendía hacia un arroyo. Puse la bolsa con las compras sobre la mesa, esforzándome por no mirar con demasiada curiosidad a mi alrededor. –Thanks a bunch –dijo Niamh, y empezó a acomodar las cosas en los armarios. Después de un rato se quitó el sombrero de paja y vi que su cabello era corto y no muy tupido, fino y ligero como lino o pelusa. La pelusa era del color de las plumas de paloma y yo deseé –y el deseo me asustó– tocarlo. La cocina estaba limpia y vacía, era la cocina de una mujer que o bien no cocinaba o bien era muy ordenada. Sobre la plancha de madera había un limón y un lápiz afilado, sobre el alféizar de la ventana, piedras en diferentes tonos de gris y negro. Niamh abrió el armario sobre el fregadero y yo noté las cajas de medicamentos, que llenaban un estante entero. Como volvió a cerrar las puertas de inmediato, no pude reconocer
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para qué eran. No fue sino al cabo de un rato que noté el olor que flotaba en el aire, era tan agradable que lo había percibido sin pensar: en la cabaña de Niamh olía a anís y canela. Naturalmente, en ese momento supuse que había horneado un pastel, pero pronto habría de darme cuenta que en casa de Niamh olía siempre a anís y canela. Ni siquiera ella sabía a qué se debía. Cómo huele mi casa, me pregunto desde entonces. No sólo estamos ciegos frente al efecto que causamos en los otros, puesto que realmente no podemos contemplarnos desde afuera, sino que también estamos sordos ante la forma en que olemos, ante el olor de nuestros cuerpos o el olor de nuestras casas o departamentos. Sólo cuando vuelvo después de un largo viaje logro hacerme una idea de cómo huele mi casa, de cómo huelo yo, pero es una noción que se desvanece tras breves instantes. –So a poet you are, are you not? –dijo ella, mientras prendía un cigarro e inhalaba el humo con los ojos cerrados. Renuncié a corregirla de nuevo porque precisamente eso era lo que ella estaba esperando, y simplemente asentí con la cabeza. –Entonces te interesan las historias. –Claro. –¿También las historias de amor? No fue necesario que respondiera. Me miró y sonrió como una mujer que acababa de descubrir la naturaleza de los hombres. –Si vienes mañana, te contaré una historia de amor. Y también te haré una taza de té. –No tomo té. –Pues en mi casa sí –dijo, y me empujó fuera de la cocina hacia el vestíbulo de su cabaña. –Me llamo Niahm. –Yo me llam… –Ya sé cómo te llamas. ¿Cuántas veces te has casado? –¡Una, claro! La indignación y la dureza en mi voz me sorprendieron a mí mismo. Niamh sonrió, indulgente, y abrió la puerta de su 16
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casa. Salí de la media luz que reinaba en el vestíbulo hacia el rectángulo luminoso que proyectaba el sol de la tarde sobre la grava del patio de su casa. –¿Puedes guardar un secreto? –Depende del secreto. –¿Sí o no? –Sí. –Vas a necesitar también paciencia. See you tomorrow –dijo Niamh, luego me empujó fuera de su casa y cerró la puerta. Había golondrinas posadas sobre los cables de luz, como si estuvieran esperando a que alguien las contara. Bastó un sonido, el chasquido de mis dedos, para que el grupo alzara rápidamente el vuelo y se disolviera en el aire sólo para volver a reunirse en otro sitio. Uno por uno, una hilera de pájaros que piaban con irritación y vigilaban a una distancia segura, mientras que yo me alejaba cada vez más de la cabaña de Niamh sin volver la vista atrás. Y entonces tomé una bifurcación equivocada y fui a dar a un camino vecinal que después de un corto tramo simplemente terminaba y se convertía en un pastizal lleno de carrizos. Una vaca volteó su cráneo hacia mí, resollando, con ojos alarmantemente indiferentes y que, no obstante, expresaban mucho más saber de lo que yo hubiera querido. De su blando hocico colgaban hilos de baba, su piel era más áspera de lo que yo había esperado. El animal no sólo aceptó mis cariños, sino que con los ojos cerrados frotó de plano su cabeza contra mi mano, moviéndola para arriba y para abajo. Por encima de nosotros volaba una nube de moscas, apestaba a estiércol. El sueño –mejor dicho, el insomnio– hace mucho que había dejado de asustarme, también la noche. ¿Y por qué nadie me había enseñado que la tristeza se asemeja al miedo? De niño 17
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había sentido yo miedo por las noches en mi cuarto, esa mazmorra a través de cuyas cortinas y postigos de madera no entraba luz alguna, ni el más mínimo resplandor, nada. «Tú no eres el único que crece», susurraba entonces el horror a mi oído, «yo también crezco. Y cuando seas grande, yo seré más grande que tú, mucho más». Me preguntaba entonces si lo peor ocurre mientras dormimos, o más bien durante el día, cuando estamos despiertos, entre nuestros semejantes. Volví a recordarlo ahora, en la recámara bajo el tejado, escuchando los crujidos y lamentos de un canalón suelto, al no lograr evadirme en un piadoso sueño sin sueños. «Entonces seré más grande que tú, mucho más». Estaba acostado en el colchón del cuarto de las visitas, que había yo subido a mi recámara arrastrándolo escalón por escalón. Nuestro colchón lo había quemado con gasolina en el jardín, la cama matrimonial, con su alta cabecera y pie de hierro cincelado, la había yo hecho añicos con un martillo de fragua, un trabajo que me había tomado horas, había cubierto mi cuerpo con una película de sudor y me había hecho tan feliz como hacía mucho tiempo que no lo era. Feliz y ligero, me convertí en una pluma, por lo menos durante algunos días. Había yo soltado lastre, el globo podía volver a elevarse por los aires. Y ella, me prometí, ella va a ir a dar al sótano más profundo que tengo. Cien hombres pueden levantar un campamento. Para una casa, se necesita a una mujer. ¡Tonterías! Por poco y también nuestro edredón lo hubiera yo echado a las llamas, esa pesada montaña de plumas bajo la cual habíamos yacido como dos seres que hubieran sobrevivido al hundimiento de su barcaza destrozada, arrojados por una ola a esta colina cerca de la costa. Dos náufragos que habían logrado llegar a tierra firme. En los primeros años, el hecho de que hubiéramos emigrado a otro país le había quitado sustento a cualquier discusión. Pelear costaba demasiada energía, la vida en el extranjero exigía toda nuestra atención y nos convertía en aliados: pasamos noches enteras bajo nuestra montaña de plumas hablando mal de Suiza, que creíamos haber dejado atrás de manera definitiva. No 18
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le concedíamos ni el menor beneficio a nuestra antigua patria, nos asegurábamos mutuamente que habíamos hecho lo correcto al distanciarnos de nuestro pasado. Se olvida tanto, qué bendición. Así que no había arrojado el edredón al fuego. Y desde ese momento una maleta, no, una bolsa, habría de ser mi casa. Viajas tanto más lejos cuando ya no tienes nada que te puedan arrebatar. Tampoco necesitas ya una cama, nunca más, basta una yacija, me trataba yo de convencer con ese patetismo del abandonado, ahora eres un animal, un animal que no se tiene que preocupar por lo que suceda entre los seres humanos, porque al fin y al cabo tampoco tú lo entiendes. Ya me estaban creciendo unas pequeñas orejas, puntiagudas, peludas y duras como cuero, y en la espalda sentía yo el pelaje. Ustedes tampoco me entienden, pensaba con obstinación, alargaba el hocico en forma de cucurucho, capaz de penetrar en cualquier rendija, sobre todo en la más recóndita, y mostraba las garras, nacaradas y afiladas como un cuchillo.
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DOS
A la tarde siguiente la niebla colgaba tan densa por sobre la depresión del valle que no vi la casa de Niamh sino hasta que estuve frente a ella, literalmente. La lluvia, que caía desde hacía horas sin producir el más mínimo rumor, casi no se distinguía pero sí se sentía de manera palpable. Junto con la niebla amortiguaba tanto los ruidos que parecía que todo estuviera cubierto de nieve. Tanto más fuerte se escuchaba el sonido que producían las grandes hojas como remos que se frotaban contra la pared junto a mi cabeza. Me había levantado temprano y había salido inmediatamente de la casa vestido con mi ropa de correr, para no darme oportunidad de reflexionar si tenía ganas de salir a trotar bajo la llovizna, de respirar dificultosamente y de que el ardor en los muslos me recordara mi edad. El resto de la mañana lo había pasado perdiendo el tiempo sentado frente a mi escritorio, mirando fijamente el monitor de mi laptop, jugando una partida tras otra de Solitario Spider y poniendo siempre LPs diferentes. LPs que tenían todos una historia y que conducían mi pensamiento en la dirección errónea. Había hecho rodar lápices de acá para allá sobre la mesa y había vaciado un baúl lleno de manuscritos viejos y, sobre todo, de fotos. No había encontrado una foto de nosotros dos juntos, ella se las había llevado o las había tirado. Entonces cayó en mis manos una fotografía en blanco y negro que yo no recordaba: mi madre –qué mujer tan hermosa era– me tenía tomado de la mano izquierda, mi padre, riendo despreocupado, de la derecha. A mis zapatos de invierno estaban atornilladas cuchillas para patinar, Örgeli en alemán-suizo, probablemente por eso tenía yo cara de escepticismo. Que estábamos parados sobre el Lago de Zúrich lo
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supe únicamente porque estaba escrito al reverso de la foto, junto con la fecha «enero de 1963» y mi edad: era yo un chiquillo cuando hicimos el milagro de caminar sobre el agua. Con un crujido el hielo se vio atravesado por grietas, recordé de pronto, también la nieve fina como polvo que el viento arrastraba sobre el hielo y el pensamiento que me llenó de pánico: ¡el frío y negro bloque bajo el hielo era agua, nada más que agua! Los carrizos estaban congelados en la orilla, las panículas que se habían convertido en vidrio por la fuerte helada se rompían bajo los pasos de nuestra pequeña familia. De regreso a casa mi padre me contó cómo es que el mundo se había llenado de lagos: hace mucho tiempo, cuando todavía no había nada, ni siquiera lagos, un niño de mi edad tuvo el valor de lanzar con todas sus fuerzas una piedra hacia el cielo para romperlo en mil y dos pedazos. Estos pedazos cayeron a la Tierra y se quedaron entre los valles, montañas y colinas. Desde entonces reflejan aquello que alguna vez también fueron: cielo… A los extranjeros y a los turistas en Irlanda también se les reconoce porque buscan el timbre, casi siempre en vano. Toco a la puerta de Niamh, fuertemente y con decisión, para no dar la impresión de que estoy pidiendo o incluso mendigando algo, por ejemplo, compañía o una historia. Niamh contesta casi en el mismo instante: me estaba esperando. –Come on in, Swissman! Se encontraba al fondo del vestíbulo frente a una puerta entornada, tenía un cigarro encendido en la boca y me miraba expectante, no, desafiante. Llevaba puestos unos lentes para leer con cristales casi totalmente opacos, una gorra de lana y pantuflas que me recordaron las cobijas usadas por el ejército en Suiza. –¿Te importaría dejar de llamarme Swissman? –Pero eso es lo que eres, ¡un Swissman! –De todas maneras. Lo preferiría. –Tu nombre me resulta muy difícil, Swissman. –¿Qué tal John? 22
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–Sean me gusta más. Asentí, entonces Sean. Abrió la puerta de un golpe y me empujó hacia una habitación en la parte trasera de la casa que, por lo visto, le servía de sala de estar. –So I’ll put the kettle on and make us a nice cup of tea! –I don’t like tea. –Oh you will, Sean, believe you me, you will. Cruzó por otra puerta que llevaba a la cocina y por primera vez tuve oportunidad de recorrer y mirar bien su sala, en la que durante los meses siguientes habría de pasar tanto tiempo que pronto me resultaría más familiar que la mía propia. Aunque el cuarto era demasiado pequeño y estaba demasiado vacío como para que hubiera mucho que ver: no había armarios ni estanterías, no había cachivaches, no había cuadros, no había libros. En una de las paredes una cómoda se hallaba bajo la ventana, encima estaba dispuesto un grupo de vasos y jarrones azules que, como habría de mostrarse, capturaban así fuera el más débil rayo del sol y lo proyectaban en forma de anillos o de manchas en las paredes o en el suelo: marcas de agua hechas de luz que desaparecían después de un rato. Sobre la chimenea colgaba una fotografía a colores ampliada y con un marco de madera, decolorada y borrosa. Niamh, calculaba yo que tendría entonces unos cuarenta y tantos años, sonreía entre una mujer rubia de su edad y un hombre joven de quizá unos veinte años. Estaban recargados sobre un auto del cual sólo se veía el guardafangos trasero; el hombre joven miraba de soslayo al espectador, con las mejillas enrojecidas y una expresión en el rostro como si necesitara valor para dejarse fotografiar. Lo que parecía ser una sonrisa rebelde era el espanto del joven que ha reconocido que tiene que hacer algo con su vida. Que tiene que convertirse en algo, no, en alguien. No noté inmediatamente el doblez que cruzaba la fotografía como una grieta. Al fondo se veían montañas orladas de alerces y cubiertas por nieves perennes. La foto no había sido tomada en Irlanda. Los tres vestían pantalones de excursionismo, botas de montaña y rompevientos. 23
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Me acerqué a la ventana y miré un traspatio cubierto de grava que daba paso a un prado sin podar. Recargada en un manzano estaba una bicicleta de mujer sin sillín, sobre la grava había un rastrillo tirado, con el mango roto. Cruzó por mi cabeza la idea de que Niamh hubiera preparado para mí estas claras señales de lo efímero, una imagen que debía darme qué pensar. Por eso me senté rápidamente en una de las cinco sillas que estaban alrededor de la mesa de oscuro barniz. Pasó un rato antes de que Niamh regresara con una bandeja. La forma en que colocó las tazas, la tetera, la azucarera, la jarrita con la leche y el plato con las galletas en el centro de la mesa, así como la manera en la que después se sentó, muy recta, puso de manifiesto que éste era un ritual que habría de formar parte de nuestros encuentros. También el hecho de que Niamh se levantara de nuevo después de algunos segundos, que desapareciera otra vez en la cocina y que regresara con un cenicero, cerillos y una cajetilla de cigarros formaba parte de ese ritual. –¿Sabes qué es lo que más me gustaba de Alemania? Los árboles. Los bosques que hay en Alemania. Desde entonces sé que el verde es el color del silencio y la tranquilidad. Eso debería gustarle a un poeta. En ese entonces todavía no sabía qué tan importante era para Niamh que le mostrara cuánto me gustaban sus formulaciones o modismos, ya fueran en alemán o en inglés. Durante ese primer día sólo asentí como de paso y tomé una galleta. Ella se metió un cigarro a la boca y me ofreció la cajetilla abierta. –No fumo. –Maybe you should –dijo, e hizo desaparecer la cajetilla en una de las mangas de su vestido. –¿Y qué es lo que te gusta de Donegal? –Que me dejan en paz –respondí sin pensar. Ella rio, sirvió el té en ambas tazas y colocó una de ellas frente a mí. La madera de la mesa estaba salpicada de anillos claros de tazas o vasos, sellos dejados por las tertulias de muchos años, y por la soledad. –¿La amabas? 24
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–Sí. –¿Todavía la amas? –No. Niamh pareció satisfecha, ahora su rostro era el de una mujer joven. Le sopló a la taza con los labios parados. –¿Qué historia es la que me vas a contar? –La mía. Niamh deslizó hacia mí la azucarera y el recipiente con la leche. La mitad derecha de su rostro estaba enrojecida, como después de un golpe. –¿Y por qué a mí? –Vas a necesitar paciencia, Sean. Pronunció mi nuevo nombre de manera tan casual como si siempre hubiera sido mío. –Eso ya me lo dijiste una vez, Niamh. –Mi historia es larga. I’m an old lady. Y voy a empezar por el principio. Niamh no empezó por el principio, claro que no. ¿Pues qué historia comienza por el principio? Para las cosas que nos suceden en la vida casi nunca podemos discernir un principio. Es sólo en nuestras historias al respecto que éste aparece. Por supuesto, Niamh contaba su historia para asegurarse de su vida pasada. Lo terrible no es recordar el pasado, terrible resulta sólo cuando lo añoramos. Entonces el presente se convierte en un tormento, en un infierno. Niamh no me la contaba a mí, sino a sí misma. Pronunciaba un largo monólogo, interrumpido por recesos, para el cual necesitaba un testigo: yo. ¿Me había elegido para ello porque pasaba mi tiempo escribiendo y ella podía contar con que sabía yo manejar historias? ¿O porque soy un extranjero, un blow in? Niamh me contó su vida porque todos necesitamos a alguien que nos escuche, pues finalmente ninguna historia cobra vida al ser contada, sino sólo cuando es escuchada. Compartimos sobre todo aquello que podemos perder. –Nobody lives where they grew up anymore –dijo por último. 25
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–¿Y tú? ¿Vives tú donde creciste? Niamh negó bruscamente con la cabeza. Después me contó que había comprado la cabaña en 1992, tras volver de Colonia. El granjero que la había habitado por más de cincuenta años, solo, vendió sus vacas y se mudó de un día para otro a un asilo en Ballyshannon. «Ya no quiero estar solo», se supone que le dijo al agente de bienes raíces a quien le confió la venta de su casa. –¿Recuerdas a tu primer muerto? –En mi vida no ha habido hasta ahora ningún muerto –mentí. No quería hablar con Niamh de mi hermana mayor, mi hermana mayor muerta, o, más bien, precisamente de que ya no la vi muerta porque viajé demasiado tarde de Irlanda a Zúrich, mi hermosa hermana mayor, un cadáver en el hospital de la universidad, seis años más grande que yo y muerta a los cuarenta y siete por un cáncer contra el que luchó durante dos años sin perder nunca su sentido del humor. Mi hermana, a cuyo entierro llevé un árbol joven para sembrarlo en la fosa donde enterraron la urna con sus cenizas, para que le creciera sobre el pecho, para que floreciera y fuera muy grande y prodigara sombra. –¿Nunca has visto a un muerto? –¿Tendría que haberlo hecho? Mi voz sonó sospechosamente agresiva, pero Niahm no hizo caso. En el árbol más alto de su jardín el lienzo gris del cielo se enganchó, los cables de teléfono y de luz, que se dirigían de la casa hacia las colinas, se columpiaban en el viento. –Mi primer muerto fue mi abuela. –Mi primera muerta, corregí a Niamh. Fue la primera y única vez que le señalé a Niamh un error en su alemán. Me miró con severidad, se levantó y se encendió un cigarro, con rostro de indignación. –So you are telling my story now –replicó con brusquedad y echándome el humo en la cara. 26
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–Discúlpame –dije–, I’m sorry. Le di unas palmadas a la mesa y, en efecto, Niamh se volvió a sentar, con una sonrisa triunfante cruzándole el rostro. –Mi abuela Catriona fue mi primer muerto. Yo tenía cinco años cuando vino a vivir con nosotros, ya no podía vivir sola. Y era, cómo se dice… she used to forget things, you know. –Era olvidadiza –dije en voz baja. –¡Olvidadiza! Catriona sólo se quedó medio año con nosotros. –¿Y después? –Después murió. En la cama. Junto a mí. –¿Estabas acostada junto a ella cuando murió? –Eso te lo cuento la próxima vez. Niamh sirvió más té y me miró. El viento azotaba la lluvia contra la ventana, sentí una corriente de aire en las piernas. –¿Conoces la palabra irlandesa para exilio? ¿Le debía preguntar a Niamh si conocía la palabra en alemán bernés para nostalgia? Länge Zyti. Tiempo largo. Siempre amé esa palabra. Ahora también la entendía. –Deorai. Deor significa lágrima. Y deorai es aquél que sabe lo que son las lágrimas. El que está familiarizado con las lágrimas. –¿Tuviste nostalgia, Niamh? –¿En Inglaterra o en Colonia? –¿Tuviste nostalgia? –Every single day. –¿Y tú? –¿Por qué? –Por Suiza, claro. –Sí. Últimamente sí. Pero sólo últimamente. Además, yo no estoy exiliado. Yo quiero estar aquí. Aquí. Y no allá. –De todas maneras eres un extraño. –Ya lo sé. –Y lo seguirás siendo. Para siempre. –¿No me prometiste una historia de amor? –¿Y tú no dijiste que tenías paciencia? 27
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Ya estaba fumando de nuevo; el cerillo encendido lo dejó caer en el cenicero, donde se consumió. Niamh tarareaba, con un sonido profundo, fuerte y ensimismado, pero una melodía, una melodía no la pude reconocer. Niamh se veía pálida, cansada y fría, como si de pronto quisiera estar sola. Déjame descansar bajo tu sombra, estoy cansado, cansado de la larga caminata, del penoso camino, cansado estoy. Todavía no era de noche pero ya no era de día. La luz difusa hizo que el paisaje frente a la ventana se desdibujara, perdiera nitidez. –Being happy reminds you all of the times you haven’t been –dijo Niamh y se puso de pie. Ahora la lluvia era un sonido constante, tranquilizador, adormecedor. Esa noche me miré en el espejo del baño mientras ponía una cara como la de alguien que se acaba de enterar que le han puesto los cuernos, ella se acostó con otro, y que de todas maneras ríe, y la forma en que ríe lo sacude verdaderamente, ella se deja coger por otro, en un momento más se quedará sin aliento, el gris veterano del amor que sabe que el amor es una batalla, pero que sabe también que siempre volverá a emprenderla, infatigable, incorregible. Con su cabeza que es lo suficientemente angosta como para caber entre dos cuernos. Antes había conjurado los celos mediante la palabra; también eso se ha terminado. Un hombre que ha sido abandonado por su esposa no luce bien frente al espejo. ¡Y cuán desvalido resulta en su desnudez! Tráiganle una silla. ¿Cómo podré volver a encontrar alguna vez mi equilibrio en el tiempo, en la vida? Try to recognize me now, Missus, dije en voz alta y apagué la luz.
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TRES
Durante las tres primeras semanas sólo visité a Niamh los jueves. Así es que me quedaba mucho tiempo para sentarme a la mesa de la cocina y meditar acerca de la posibilidad de siempre sí solicitar el trabajo temporal como mesero en el restaurante hindú en Donegal Town, o si no sería más razonable cubrirme de cenizas, bailar hasta que mis zapatos se llenaran de sangre, quemar mi casa hasta los cimientos, reordenar mi colección de discos, tatuarme en la espalda un águila con las alas extendidas o finalmente hacer el viaje a China para ir a la reserva de pandas en Wolong, donde a cambio de mucho dinero podía uno abrazar a un panda bebé. Estaba consciente de que le atribuía yo demasiada importancia a este abrazo. A pesar de ello me veía yo en una jaula hecha de malla metálica, acuclillado sobre el follaje que crujía, estrechado por un pequeño panda que, igual que yo, no quería aflojar el abrazo, nunca más, mientras que éramos observados por las turistas que viajaban solas y que luchaban por controlar su emoción y también por los cuidadores chinos que miraban sus relojes de pulsera y esperaban a que finalmente lo soltara. A que finalmente nos soltáramos. El tiempo pasaba lentamente, muy lentamente, pero pasaba. Y yo me sentía mejor, sí, mucho mejor. Todavía hace poco me había conducido por los días igual que un perro hace con las ovejas, y el más mínimo pretexto bastaba para que o bien rompiera yo en lágrimas o bien me riera a carcajadas de manera incontrolable: una anciana en el Super Value con un carrito de la compra que se atoró en una ranura en el pavimento, tras lo cual éste se volcó hacia el frente y tiró al suelo los panes tostados, los cartones de leche y la comida para gato, me provocó un ataque de llanto que sólo pude controlar gracias a las
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palabras de aliento que me dirigieron preocupadas amas de casa. A la anciana no la ayudó nadie, tampoco yo. Una niña de calcetas blancas a las rodillas que caminaba con rostro infeliz y los puños apretados dos metros atrás de sus padres me hizo llorar a moco tendido, igual que el perro salchicha a quien su dueño le había puesto un abriguito tejido rojo con la inscripción FC Liverpool. Por otro lado, bastó una caricatura en el periódico en la que una mujer sale hecha una furia de su casa cargando con sus maletas y a quien su esposo despide con las palabras «Y ahora quién va a terminar mis frases», para que me riera yo hasta las lágrimas durante más de cinco minutos. Hacía mucho tiempo que no había estado yo tan sentimental. Entonces me dediqué a tratar de obtener calma y serenidad. Varias veces pasé un largo rato en el jardín, sin moverme, para valorar el silencio con los brazos extendidos y una respiración controlada, me quedé ahí de pie durante mucho tiempo y, sin embargo, no me convertí en otro. Los insectos volaban a mi alrededor. Cuando abrí los ojos, noté al perro del vecino: estaba echado debajo de un arbusto, a distancia segura, y me miraba con desconfianza. Un solo paso que di hacia él fue suficiente para que se incorporara de un salto, ladeara la cabeza, moviera la cola lleno de lástima, y se marchara. ¿Qué otro animal, aparte del perro, siente una vergüenza tan profunda por nosotros, los humanos? Me senté en posición de flor de loto en el suelo del dormitorio, desnudo, con los ojos cerrados, para dejar que el tiempo soplara a través de mí, que soplara una y otra vez a través de mí, a través de mí, la abertura, la nada, el abandonado. Me quedé sentado hasta que dejé de sentir los muslos. Pero no por eso me sentí más tranquilo, sólo más cansado. Como no me podía deshacer de la idea de que me había congelado en esa posición y que estaba yo siendo expuesto en una vitrina de vidrio en el Museo de Historia Natural, me levanté, pero tuve que acostarme inmediatamente porque las piernas no me sostuvieron después de todo el tiempo que pasé sentado. Incluso había visto frente a mis ojos el letrero que me describía: «Rural middle-aged 30
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single male / early twenty-first century / exercising human ritual intended to calm down and gain self-respect». El libro del que había sacado esos ejercicios lo tiré. Mi vida ya no era la vida que había tenido hasta entonces, pero tampoco era peor. Sostenía conversaciones que antes ni siquiera se me hubiera ocurrido inventar. Un hombre que estaba parado junto a mí en el bar del Abbey Hotel me preguntó de repente: «¿Qué no eres el tipo que viene del extranjero?». Asentí y le quise explicar que vivía en Donegal desde hace diez años, pero me interrumpió: «Maté a un alemán». Mi respuesta de que yo venía de Suiza la desechó con un movimiento impaciente de la mano. «¡Maté a un alemán!». «¿En la guerra?», pregunté con cautela. «Un accidente de tránsito». Le disgustó que le dijera que lo sentía. «¡Yo no lo siento para nada! ¿Y tú? ¿Tú qué hiciste?». Yo me encogí de hombros, él apretó los dientes. Atrás de la barra abrieron la lavadora de platos, una nube de vapor nubló los lentes del hombre: «Bien, guárdatelo, no hay problema. Guárdatelo, igual que todos los demás. ¡Pero así es como uno se enferma! ¡Te vas a buscar una úlcera, un cáncer!», dijo, «guárdatelo y te vas a enfermar. Yo todo lo cuento. Me puedes preguntar lo que quieras, que te lo cuento todo». Cuando se disipó el vapor, pude leer el letrero que colgaba atrás de él, sobre el fregadero: «Mr. Credit is on vacation. Until further notice deal with Mr. Cash». El hombre me dio la espalda. Por una rasgadura en el hombro de su chaqueta se asomaba el forro amarillo. Casi hubiera empezado a tirar de él, como cuando siendo niño saqué a tirones el forro por la rotura en la barriga de mi oso de peluche hasta que me quedé con una flácida e informe envoltura de oso entre las manos. Una piel de pelo sintético que en ese entonces me hubiera gustado ponerme. ¿Con quién compartes ahora los momentos de felicidad que, aunque pequeños, resultan lo suficientemente grandes como para querer, precisamente, compartirlos? Con nadie… con mujer alguna. Esa realidad me golpeó como un porrazo en la nuca, por días caminé encorvado, un anciano en31
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garrotado; mis huesos rechinaban como si estuvieran unidos por clavos oxidados. La señora de cabello blanco que estaba parada frente a mí en la cola en el correo finalmente volteó a verme, después de haberme mirado de arriba abajo con detenimiento. Tuvo que pararse de puntillas para alcanzar mi oído: «No me puedo morir, joven, ¡simplemente no me puedo morir!», susurró. Olía a flores cortadas y tenía lápiz labial en los dientes delanteros, que parecían palas. La pregunta de si ella se querría morir no se me ocurrió sino hasta horas después. El sabor de la estampilla que compré en el mostrador después de la señora y que pegué en el sobre con los documentos del divorcio, ese sabor a zarzamora se me quedó por días enteros en la lengua. Por algún tiempo sólo compraba lo que sugerían las hojas que encontraba en las canastillas del Super Value. Hígado, morcilla con lengua, spaghetti con salsa de tomate en lata. Comía cosas que nunca había comido y de todas maneras la extrañaba a ella. «¡Ustedes los hombres son tan ingenuos!». ¿De verdad había dicho eso y admitido con esa sola frase lo que había negado por meses? Desconfiados pero al mismo tiempo ingenuos, claro que sí. «¡Tengo que ir con él! Para mí tampoco resulta fácil». ¿Quería acaso que alabara su valor por involucrarse con otro hombre? Descolgué cuadros, cambié muebles de lugar, pinté las paredes de los cuartos. Una y otra vez me encontraba frente a la jaula en la que vivía su loro Vian, ofendido, asustado, enfurruñado, porque ella ni siquiera había considerado la posibilidad de llevárselo. Vian, su dios doméstico que durante los últimos años había contemplado todo lo que sucedía entre nosotros en los cuartos en los que se hallaba su jaula. Había mirado con expresión escéptica cómo hacíamos el amor, y había escuchado, echando pestes, cómo peleábamos. Su loro, que habíamos sacado de Suiza en nuestro carro y que pasamos de contrabando en el transbordador y por la aduana en Irlanda, y que ahora, igual que yo, había sido también abandonado por ella, que se había marchado a nuevos terrenos en que apacentar. No era agradable lo que tenía que decirle al ave, 32
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sus chillidos me habían molestado desde el principio. «Mírate ahora, pájaro estúpido, a merced de alguien que no te soporta», le decía por ejemplo, tras lo cual el loro ladeaba altanero la cabeza emplumada, levantaba una pata, cagaba un hilo blanco en el rincón de la jaula y soltaba la única frase que ella había podido enseñarle: «Bern isch schön!», Berna es bonita. Aparte de esa frase, Vian sabía imitar tan a la perfección el sonido del escusado, que una y otra vez caíamos en la trampa. Arrojaba yo entonces un trapo sobre su jaula, anochecía para él y me dejaba en paz. ¿Es que acaso su reloj interno funcionaba únicamente por la luz del día, en función de la claridad y la oscuridad? Los platos se me rompían en las manos, las copas de vino. ¿Me estaba permitido tomar de la botella? Ya no tomaba nada de alcohol, ni una gota, también en eso se había ella equivocado. Mis zapatos los colocaba siempre con la punta hacia la pared, niños que tienen que pararse en el rincón, castigados. Mis pies desnudos se veían como si fueran de otro. «¿También los reconocerías con los calcetines puestos?», me preguntaba. Dejé de desearle una enfermedad que la matara más rápidamente que la vida. Me di cuenta que ya nunca más tendría nada que ver con sus padres. ¡Qué alivio! Nunca más nada que ver con su madre, que abría mucho la boca cuando se reía y no emitía ni un solo sonido. Nunca más con su padre, del que siempre era de temerse que explotara en cualquier momento y que se despojara de su hipócrita amabilidad con la misma facilidad con la que un boxeador se quita su bata. ¿Y qué debía yo pensar del alivio que sentía varias veces al día desde que ella se había ido, esa sensación de liberación que me horrorizaba, avergonzaba, pero que, sobre todo, me alegraba inmensamente? Ese niño que había esperado muchos años pacientemente para poder volver a vivir y que la traición de ella había despertado en mí, ese niño fue el responsable de que mi piel me quedara tan justa como un traje para el que de repente resultara yo demasiado grande. O sea que sí era posible una fuga de ese calabozo compartido. Me sentía como si años enteros hubiera estado usando zapatos ajenos, ahora de pronto traía puestos 33
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mis propios zapatos y no me apretaban. Vagaba por las habitaciones de la casa, que de golpe ya no era demasiado grande para mí, buscando las últimas cosas de ella que pudiera yo tirar a la basura. Pero no encontré nada. Nada, sólo al afligido loro. Ella se lo había llevado todo, había eliminado hasta el último rastro. ¿Acaso vivió aquí alguna vez? La fotografía enmarcada de nuestra boda hace mucho que la había quitado yo de la pared, la había metido hasta el fondo de un cajón y la había sustituido por una foto del Gordo y el Flaco en la que los dos cómicos lucen altos sombreros puntiagudos y se toman de las manos. Entonces decidí quemar nuestra foto de la boda en el fregadero. El brilloso papel no se encendió de inmediato, se torció, se encogió, después un estremecimiento recorrió a la pareja que se abrazaba sonriente, un velo nos cubrió, una niebla humeante, luego yo me desintegré, desaparecí, como si mi imagen se sumergiera en el papel fotográfico. Ella todavía siguió siendo visible por lo menos durante un minuto más, ilesa y radiante de felicidad. Finalmente una llama brotó de su pecho, devoró su rostro y la borró. Los restos, un montoncito de ceniza que no olía bien, dejé que se los llevara el agua. El tiempo pasaba… lentamente, pero pasaba.
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CUATRO
Las visitas a Niamh me hacían tanta ilusión como si fuera a visitar a mi pariente favorita, no podía esperar a que llegara el día. Sin embargo, nunca le hubiera preguntado a Niamh si podía pasar a verla más seguido pues me hubiera sentido como un mendigo, como un pordiosero. Me acostumbré a dar el rodeo por el camino vecinal porque se me había metido en la cabeza que la vaca me esperaba. Y, en efecto, siempre estaba parada junto a la cerca para meter su cráneo entre mis manos, con los ojos cerrados, como si ése fuera su lugar. Casi siempre la vaca estaba sumergida hasta las rodillas en una suciedad color marrón; en los flancos, el cuello, incluso sobre la frente tenía pegada porquería seca, que yo desprendía en grandes placas como si fuera yeso de una pared, la vaca se dejaba hacer mientras movía la cola en círculos, debajo de la cual colgaba un hilo trenzado de excremento. Los encuentros con Niamh siempre transcurrían de la misma manera: yo tocaba a la puerta, ella me decía desde adentro «Come on in, Sean», y me esperaba, con los brazos cruzados frente al pecho, bajo el dintel de la puerta de la sala. Yo me sentaba, Niamh desaparecía en la cocina y regresaba poco después con la bandeja llena. Ni una sola vez estuvo ya la mesa puesta cuando llegué yo a sentarme. Niamh disfrutaba hacer su aparición, que siempre terminaba cuando se volvía a levantar, iba a la cocina, regresaba con cenicero, cerillos y cigarros, se sentaba muy derecha y me miraba expectante, como si fuera yo el que tuviera algo que contar. Tomábamos té, Niamh fumaba y narraba su historia, y yo la escuchaba. No tomaba yo notas, tampoco llevaba una grabadora ni un dictáfono, aunque sabía que era imposible que lo recordara
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todo. Niamh sabía cuán difícil resulta encontrar el principio de una historia, particularmente la de uno. Se atenía a una cronología propia, saltaba de una época a otra según le placía. Una vez que nos habíamos despedido, me apresuraba a ir a casa para escribir inmediatamente lo que recordaba. Niamh insistía en hablar en alemán, sólo ocasionalmente recurría a viejos modismos irlandeses que nos hacían reír: «She has a face like a goat chewing a rose!». «She is so ugly she would turn milk sour!». «There is a wind whistling round the house that would skin you alive!». «May you be half an hour in heaven before the devil knows you’re dead!». «Three types of men who don’t understand women: the old, the young and the middle-aged!». «He is as useful as tits on a bull!». «I’m so hungry I’d eat a horse and chase the jockey!». «He’s so dirty you could plant potatoes between his toes!». «I’m as sick as a plane to Lourdes!». «She is so ugly the doctor slapped her mother when she was born!». Mientras que traducía los modismos llegaba a mis oídos el furioso e indignado griterío de Vian, a quien llevaba yo de una habitación a otra pero cuyos graznidos se seguían oyendo igual por toda la casa. Poco después eché a su jaula la narración en la que no avanzaba yo ni una sola palabra desde hacía dos semanas. Vian me miró con soberbia, después chirrió y comenzó a desgarrar las hojas para construirse una casa con las tiras y los jirones de papel. Había trabajado yo cuatro meses en las doce hojas que el ave destruyó en pocos minutos. La historia no servía, había nacido muerta. Trataba de un exitoso escultor que había emigrado a Francia con su mujer, mayor que él, a quien abandonaba de un día para otro después de ocho años de matrimonio porque se había enamorado de una mujer casada y madre de cinco hijos. La choza de papel que se había chapuceado Vian parecía un puesto de feria rotulado, podía leer las frases que había estado yo empollando días enteros. Una noche una abeja me interrumpió en mi trabajo. El ruido de su cuerpo al estrellarse una y otra vez contra la ven36
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tana hizo que terminara por levantar la vista: cuando la abeja chocaba contra el vidrio no se rendía de inmediato, como si pudiera abrir la ventana volando tercamente contra ella. Finalmente se dio la vuelta, voló en círculo de regreso a la habitación, como para tomar vuelo… y se volvió a estrellar contra el vidrio. Cuando volví a mirar ya eran cinco, después siete, luego doce abejas las que se afanaban incansablemente por salir al aire libre a través del vidrio de la ventana y tras el cual no las esperaba la libertad, no, sino el trabajo. ¿Cómo entraban a mi estudio, si la puerta también estaba cerrada? Hacía poco había visto un documental sobre la vida en una colonia de abejas, no las podía matar. A quien mata una abeja, se lo lleva el diablo. ¿Habían dicho esta frase en la película o la había yo leído en alguna parte? Para mantenerlas tranquilas mientras que él trabajaba, el apicultor había usado en la película un smoker, que manejaba con un fuelle y llenaba con madera de sauce mezclada con menta seca para que el humo no le molestara demasiado. A las abejas que ya no hacían caso del humo las tranquilizaba con gotas de rocío arrojadas por un atomizador de agua. A mí las abejas me dejaban en paz, también sin humo o agua; atravesaban mi estudio, no más. Yo abría la ventana y las dejaba salir volando, una tras otra, para que hicieran su trabajo que, en última instancia y como bien sabía, también me beneficiaba a mí. En cuanto oscurecía me iba yo a esconder al baño, el que había sido su baño y ahora estaba vacío y ya no olía a nada. Cerraba la puerta, apagaba la luz y me acuclillaba en el suelo, frente a la calefacción electrónica encendida. Amaba el ruido que producía el ventilador y también el chorro de aire caliente que rozaba mis piernas vestidas y mi rostro y mis manos. El termostato apagaba automáticamente el aparato cada tantos minutos, entonces me quedaba sentado en la oscuridad esperando con impaciencia a que se volviera a prender el botón rojo, porque entonces el ventilador empezaba a funcionar de nuevo. Sabía por qué me calmaba ese ruido: me recordaba 37
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los días de baño de mi infancia, cuando permanecía muy poco tiempo en la bañera para poder pasar tanto más tiempo en cuclillas frente al ventilador de la estufa, con la gran toalla de baño extendida sobre mí y sobre el calefactor, protegido y cerca del calor como en una caverna, solo, sí, pero a salvo, con los ojos cerrados, como un niño que cree que si no ve a nadie es porque no hay nadie. De noche yacía yo despierto en la cama, el insomnio me aquejaba por primera vez en mi vida, y miraba las luces de los autos y los tractores, que se deslizaban por sobre los tablones del techo de dos aguas. Los miedos y recelos que me mantenían despierto eran los mismos que conocen todos los abandonados: ¿Se volverá a fijar en mí alguna vez una mujer, llegará incluso a amarme? ¿Voy a acabar en las páginas de contactos en internet, en fiestas para solteros en Ibiza o acudiendo a eventos de speed-dating? ¿Encontraré mi lugar en las reuniones de los jueves para «Hombres divorciados» en la trastienda de Organic Foods, en el círculo de hombres llorosos que se toman de las manos y prometen ducharse por lo menos dos veces por semana, no volverse alcohólicos ni drogadictos y comer comida caliente una vez al día, y no directamente de la sartén, sino con cuchillo y tenedor y servida en un plato colocado sobre una mesa que decoramos sólo para nosotros? ¿Me convertiré en uno de esos muchos hombres de ojos sin vida y hombros caídos que se compran una Harley-Davidson o un estéreo caro y que no ven a las mujeres a los ojos sino a los pechos? ¿Tendrán desde ahora las mujeres compasión de mí, se volverá alguna a enamorar alguna vez de mí? Que yo me volvería a enamorar, lo sabía. Toda mujer era una posible candidata, trataba de convencerme, casi toda mujer: la mujer frente al Abbey Hotel, que abrió un paraguas y me rozó con su mirada soñadora cuando volteó a ver el lluvioso cielo de la tarde; la turista que, jadeando, recargó su mochila de excursionista contra la pared de la parada del autobús y se sopló con los labios fruncidos un mechón del afilado rostro; la vendedora en Family Meats de ojos verdes y dedos escoriados 38
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y rojos, que se metía una rebanada de salchicha a la boca después de cada cliente; tal vez no la mujer en el Forge, que apenas se iba su acompañante a la barra para pedir otros dos Gin and Tonic, sacaba un teléfono móvil de su bolsa de mano, tecleaba de prisa un mensaje de texto y al hacerlo miraba avergonzada a su alrededor tamborileando sobre la mesa con las uñas esmaltadas; más bien no, tampoco la pelirroja que lucía una camiseta con la inscripción «I lost my virginity», que pisó excremento de perro frente al Doms con su zapato de tacón de cuña y arremetió contra su acompañante por no haberle advertido. Cuando la mujer se dio vuelta para raspar la suciedad en la orilla de la acera, vi lo que decía en su espalda: «But I still have the box it came in». Había tantas mujeres a las que yo adivinaba que les faltaba algo, que les faltaba alguien. ¿Yo, quizás? ¿Pero cómo hacer para que me miraran y comprendieran que yo estaba hecho para ellas? ¿O es que acaso a mí, el abandonado, sólo me quedaban las abandonadas y las heridas, las burladas y engañadas, las solitarias, desgraciadas y decepcionadas, las divorciadas? ¿Ya sólo tenía yo oportunidad con las mujeres casadas de mi edad que antes, cuando eran jóvenes y buscaban el gran amor, nunca se hubieran interesado por mí, pero que ahora, aburridas y con una vida segura, anhelaban aventuras? ¿Mujeres que se habían desgastado por décadas con la carrera, los hijos y los pasatiempos y que ahora estaban convencidas de que no habían obtenido nada a cambio, ¡nada!? ¿Mujeres que con el lápiz labial se pintaban bocas más grandes que las que realmente tenían, mujeres a quienes la decepción de su propio fracaso les había jalado para abajo las comisuras de la boca, que redondeaban los labios y levantaban la barbilla cuando captaban su reflejo en la ventana de un pub, y cuyos duros ojos revelaban anuque fuera por un instante la antigua vulnerabilidad que, por supuesto, aún seguía ahí? Yo me asombraba y soñaba, esperaba, ensayaba olvidar. Y escuchaba la lluvia, el crujido del canalón suelto y trataba de no pensar, nada, trataba simplemente de quedarme ahí 39
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acostado y de respirar con tranquilidad, un pedazo de madera que flotaba, pálido como un hueso por la acción del sol y el agua, finamente esmerilado por los guijarros y la arena, tan ligero como un niño y, no obstante, tan grande como un adulto. Un cuerpo en posición de descanso, no más, un hombre en la cama. ¿O acaso un animal en su segura madriguera? El caracol no construye su casa, le crece del cuerpo. Pero siempre pensamos que eso lo sabe cualquier niño, nos parezca o no, y con demasiada frecuencia es equivocado lo que habíamos pensado porque no teníamos una mejor idea. ¿O es que al final no se le podía llamar pensamiento a eso que me martirizaba y me mantenía despierto, acaso se le llamara recuerdo? Te quiero de regreso, grité, pero cómo me iba ella a oír, si ni siquiera abrí la boca, ni un solo milímetro. Así me quedaba acostado, despierto, y esperaba a que llegara la luz del sol, ella por lo menos.
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CINCO
El cuarto jueves Niahm me esperaba bajo el dintel de la puerta de su cabaña. Estaba descalza aunque soplaba un fuerte viento del norte, y se había puesto un pañuelo en la cabeza, que había amarrado con un nudo en la nuca. Sus labios parecían vacíos de sangre, como si algo la hubiera exaltado o asustado terriblemente. Sus ojos eran duros pero sólo estaba fingiendo, me di cuenta de inmediato. –Nunca tomas notas, ¡nunca! No me dejó entrar a la casa. ¿Le daba lo mismo ser grosera porque hacía mucho que ya no estaba con gente, no en verdad, o porque no tenía tiempo que perder? –¡Quiero que anotes lo que te cuento! ¡Como escritor deberías saber cómo anotar una historia! ¿O no? ¿Debía yo decirle que por supuesto que apuntaba lo que me contaba, por lo menos aquello de lo que me acordaba, en cuanto llegaba a sentarme a mi escritorio? –¡Claro que lo sé! –¿De veras? –¡Sí! Entonces se hizo a un lado y me jaló hacia el vestíbulo. Fue visible el alivio que sintió Niamh al poder dejar de lado su indignación y manifestar su entusiasmo. –¡Cómo anotar y ordenar! –¿Ordenar? ¿Debía decirle que las historias tienen un principio y un final únicamente en los libros y en las películas, pero no en la vida? Pero eso ya lo sabía ella misma. Por eso me había iniciado en su historia, vaya, lo acababa de decir: yo debía poner orden en su historia, tender un arco entre el principio y el final.
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La puerta de la sala se mantuvo cerrada. Niamh se balanceaba de un pie al otro, como si tuviera prisa. –¿Puedes hacerlo, Sean? –Si quieres. –Sí quiero, sí. Vamos a empezar otra vez. Me tomó del hombro –¿ahora te quiere abrazar, o qué?, pensé yo. Entonces capté que me estaba empujando fuera de su casa, suavemente, pero con decisión. –See ya tomorrow –dijo–, vamos a empezar otra vez desde el principio. Después cerró la puerta atrás de mí. Dos horas después fui en el auto a Sligo y compré un dictáfono, pequeño como un teléfono móvil, plano como una cigarrera. Frente a la tienda de artículos de oficina pasó un auto junto a mí; en el asiento trasero iba un niño que había bajado el vidrio de la ventana, traía puesta una máscara de Darth Vader y con las manos y los dedos formaba un fusil que apoyó con rostro pétreo sobre su hombro y con el que me apuntó: «Eat this, fuckface», gritó el niño, tras lo cual el hombre al volante, que también escuchó la amenaza, volteó la cabeza, me barrió brevemente con la mirada, asintió, volvió a ver hacia el frente y siguió manejando. Entonces el niño me fusiló, bang, bang, bang. El impacto de los tiros lo arrojó de regreso al interior del auto, fuera de mi campo visual. La risa de los dos fue lo último que oí, el gordo cogote peludo del chofer, lo último que vi, antes de seguir, afligido, mi camino. ¿Empezaba acaso el tiempo de los encuentros memorables, que hasta ahora sólo me había imaginado en el escritorio? En Yearns Tavern, a las afueras de Sligo, donde comí una hamburguesa con papas, con el dictáfono recién comprado en la bolsa del pantalón, había un hombre de pie en un rincón, macilento, pálido, que le hablaba a su mano izquierda. ¿La mano le respondía? En todo caso, la acercaba a su oído en cuanto dejaba de hablar, para escuchar con la cabeza inclinada. En la cara del hombre se podía adivinar si le gustaba o no lo que oía. 42
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De vez en cuando presionaba con el dedo índice de la mano derecha en la palma de su mano izquierda, como si apretara el botón de una máquina. Nadie hacía caso del hombre, sólo yo. ¿Se trataba de un parroquiano? Hablaba en voz muy alta. ¿Debía grabar con mi dictáfono lo que le decía a su mano? Después entró al pub una pareja con las bocas apretadas que todo el tiempo estuvo tomándose de las manos en silencio, incluso cuando se llevaban a los labios las tazas de té en perfecta sincronía. No se soltaron ni por un segundo, como si soplara una tormenta que pudiera arrastrar a uno de los dos, llevárselo de ahí. ¿También nosotros habíamos sido así? ¿Qué seguía ahora? ¿Una mujer con gorra de lana que le cantara canciones folklóricas irlandesas a su bolsa de mano? Lo que siguió fue un hombre de mi edad, que estaba parado, tieso como un palo, frente a la Four Masters Bookshop, que me cerró el camino y me pidió que le dijera si apestaba. «No desde aquí», le respondí, tras lo cual rio, aliviado, y se puso en movimiento con piernas rígidas, con un espasmo entrecortado, como si le hubieran atornillado una batería en la espalda. En el lugar en el que había estado parado quedó sólo una aleta para bucear, el plástico azul decolorado por el agua salada del Atlántico. El dictáfono, que desde el día siguiente estuvo entre nosotros sobre la mesa, cambió el comportamiento de Niamh. Se volvió más seria, pero al mismo tiempo estaba más agitada, como si recién ahora comprendiera que cada palabra que pronunciaba iba a quedar registrada, que estaba a punto de relatarle su vida a un extraño. Además era más breve, nunca quería hablar más de hora y media por sesión. Para no hacer el ridículo frente a ella, había probado el aparato, lo había encendido y puesto sobre la mesa y, sin pensarlo, había gritado en mi cocina: «¡Me da lo mismo, estúpida! De todos modos te hubiera yo dejado». Mi voz sonó más segura de lo que hubiera esperado. «Pronto», había añadido y escuchado cuatro veces la mentira a diferentes volúmenes antes de borrarla. 43
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En cuanto encendía el aparato la voz de Niamh se volvía más aguda, además adquiría un tono apurado y jadeante, como debía constatar cada vez que me sentaba en mi escritorio y transcribía lo que me había contado. Su voz en cinta magnetofónica recordaba a un niño que confesara una travesura después de haberla negado obstinadamente. Tenía que levantarme cada pocos minutos para abrir la ventana y dejar en libertad a las abejas que volaban incansablemente contra el vidrio, en grupos cada vez mayores; cuando hacía suficiente calor, dejaba la ventana abierta. Las abejas entraban a mi estudio por un resquicio entre los tablones del techo, volaban por oleadas, como si esperaran la autorización para despegar. A veces había silencio por minutos enteros, entonces, de repente, pasaba una abeja tras otra a través de la hendidura y volaban todas impertérritas hacia la ventana. Con frecuencia había veinte o treinta abejas en el aire al mismo tiempo, y los polifónicos zumbidos perturbaban mi concentración. ¿Era que no me notaban porque les abría la ventana en lugar de matarlas? ¿O porque no hacía más que estar sentado a una mesa y mover los dedos? ¿Me veían siquiera? «A quien tiene miedo, lo pican», había afirmado el apicultor de la película, «el sudor del miedo vuelve agresivas a las abejas». Él mismo entraba con las manos desnudas en sus colonias, no tenía miedo alguno. Su cuerpo se negaba a considerar una picadura como un ataque que tuviera que ser repelido en forma de alergia o con un contraataque. No veía a las abejas como enemigas, por eso era invulnerable. Desde que vi el documental sabía que las abejas tienen una visión aproximadamente cien veces más débil que los humanos y, además, que ven mejor durante el vuelo que cuando están posadas en algún lado. El rojo lo perciben como si fuera negro, pero a cambio ven el ultravioleta, un color al que los humanos sólo podemos acceder a través de cálculos. El concepto «vuelo nupcial» había sido empleado con toda seguridad por el apicultor; ¿pero había de verdad explicado que la reina sólo copula una vez en su vida? 44
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Abrí un archivo nuevo con el título «Muckros, febrero de 1940 a julio de 1956», como si me encontrara al principio de un nuevo libro. En ese mismo momento hubo un apagón, me quedé sentado en mi escritorio a oscuras frente al monitor de la laptop, que titilando empezó a funcionar con la batería, frente a mí el título recién tecleado. En la oscuridad el zumbido de las abejas se oía todavía más fuerte; ¿o es que sin el sol verde veneno de mi lámpara de trabajo ahora volaban más abajo, más cerca de mí? Me quedaba claro que mi lector en la editorial trataría de disuadirme de mencionar el apagón, porque era demasiado significativo y eso no pasaría nunca en la vida real, imagínate, no precisamente en ese momento, al principio de un nuevo libro…
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