Lluvia de verano
Lluvia de verano Ahmet Hamdi Tanpinar Ilustraciones de Hassan Zahreddine Traducciรณn de Rafael Carpintero Ortega
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original Yaz Yagmuru ˘ Copyright © Ahmed Hamdi Tanpinar / Kalem Agency Primera edición: 2016 Traducción © Rafael Carpintero Ortega Ilustraciones © Hassan Zahreddine, 2016 Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2016 París 35–A Colonia del Carmen, Coyoacán 04100, México D. F., México Sexto Piso España, S. L. C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España. www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Impresión Kadmos Formación Grafime ISBN: 978-84-16677-03-0 Depósito legal: M-8047-2016
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Este libro ha sido publicado con el apoyo del Ministerio de Cultura y Turismo de la República de Turquía en el marco del Proyecto TEDA. El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación (comunicación) es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida.
ÍNDICE
I
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II
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III
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IV
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I
Al entrar por la puerta del jardín le sorprendió ver, bajo la lluvia que caía a cántaros, a la joven, con una sonrisa de felicidad en el rostro, ajena a todo, apoyada con una mano en el tronco de la palmera seca que había en medio, casi como si la acariciara, y sonrió para sí: –Esto sí que es algo insólito. ¿Qué me dices, Hacivat? Hacivat se encogió de hombros. –No quiero saber nada de locos. Prefiero a los cuerdos como Karagöz.* Desde que era niño tenía la costumbre de hablar con Karagöz y Hacivat. Se había hecho tan íntimo de ellos a lo largo de una prolongada enfermedad que, aunque habían transcurrido treinta años, seguían siendo partes inseparables de su personalidad. La mujer estaba sumida en sus propios pensamientos. No había oído ni la pregunta que Sabri le había hecho a Hacivat, pronunciada en voz alta, ni el sonido de sus pasos. Sólo percibió su presencia cuando aquél se acercó lo suficiente. Apartó la mano del árbol. Por un momento apareció en su cara el sobresalto del niño al que han atrapado con las manos en la masa, aunque enseguida ocupó su lugar la sonrisa de antes cuando vio que Sabri se estaba riendo. Giró sobre sí misma con un pequeño paso de minué y lo saludó sujetándose las puntas de la falda con las manos. –¿Se da cuenta de que se está mojando?
* Karagöz y Hacivat son los personajes principales del teatro de sombras tradicional. [N. del T.]
Primero se miró la falda, que seguía sosteniendo entre sus dedos, y luego levantó la vista al cielo. De no ser por la dulce y profunda mirada de sus ojos, se diría que era una pequeña marioneta. –Estaba pensando en la hiedra. A este tipo de árboles siempre los envuelve una hiedra. O sea, es lo típico. ¿Se habrá secado? Quizá también ardiera esa noche. O la habrán cortado. –¿Qué noche? –preguntó él. Luego la regañó de repente–: ¡Bajo la lluvia, y a su edad! Ella se encogió de hombros e intentó arreglarse el pelo que se le pegaba a la frente sacudiendo la cabeza; pero lo tenía tan mojado que lo único que consiguió fue que los enormes diamantes de sus pendientes brillaran un poco más. De repente tiritó como si hubiera empezado a tener frío. –Se supone que había venido aquí para protegerme de la lluvia. –Venga, va a ponerse mala, séquese dentro. Prácticamente empujándola por los hombros, la condujo hacia la escalinata de la puerta de entrada. –Hay que quedarse bajo techo, por lo menos. Hasta un árbol habría podido protegerla. Mojarse de esta manera… Entonces se dio cuenta de que estaba riñendo a una adulta como si fuera una niña pequeña, simplemente para poder hablar con más comodidad, para no revelar su desconcierto. Terminó con un «Lo siento», abrió la puerta y esperó a un lado para que ella pasara. De repente sintió que se había hecho a ella y eso lo sorprendió. Miró a sus espaldas como si estuviera cometiendo un grave delito. –Si me ven los vecinos… –Luego se encogió de hombros–. Llevo cinco años viviendo en esta casa. ¿Es que no puedo tener visitas? Estaba contento de haber encontrado a alguien con quien hablar en aquella lluviosa mañana de verano. Desde que su mujer se había ido, su vida se había convertido en una especie de escuela de soledad, y la soledad así no era en absoluto relajante. 12
La mujer le sonrió con sus ojos castaño oscuro. Por un instante, Sabri tuvo la impresión de estar bañándose en un arroyo transparente. Como las últimas rosas del jardín, todo su ser parecía negar cualquier idea de realidad en aquel día tan opresivo. Más que un ser humano, podía ser un sueño de aquella hermosa noche de estío que se hubiera quedado en un rincón del jardín. –No lo lamente –lo consoló–. ¡Siempre me están riñendo! Quiero decir que siempre me pasan estas cosas. Mientras hablaba, Sabri contemplaba la clara blancura de sus rasgos, su pelo castaño oscuro, la armoniosa forma de almendra de su rostro. Quizá fueran esa blancura y esa armonía las que le otorgaban esa apariencia de sueño. Era guapa, sin duda, y además, con su límpida sonrisa y su alegría dócil y modesta hacía suya aquella hora lluviosa, como si fuera una parte de sí misma. En el vestíbulo, en el lugar donde se había detenido un instante, el agua había formado un charquito. El pelo, la cara, la chaquetilla y el vestido de lino se le pegaban al cuerpo y goteaban por la habitación. –Estoy empapada –se lamentó abriendo los brazos–. ¡Lo que me faltaba! Encima me he llenado de barro hasta las medias. ¿Cómo me voy a limpiar? –Hablaba con una fogosidad muy dulce. Y, a pesar de todo, su voz era un poco seca. Aunque tenía un tono cálido y suave que le llegaba de la parte de atrás de la garganta. Sabri la acompañó hasta el baño, encendió el termo y le señaló las toallas: –Esta puerta da al dormitorio –dijo–. En el armario podrá encontrar algunas cosas de mi esposa. Si quiere, puede cerrar la puerta por dentro. Mientras usted se lava, yo prepararé el té. Tampoco yo he tenido tiempo de tomarlo. Había salido a comprar los periódicos de la mañana y la lluvia lo había sorprendido por el camino. Recordó que había vuelto bajo la lluvia a un ritmo muy parecido al de ella y sonrió para sí. Algunas cosas realmente empezaban como un chiste. 14
Y así, con esa casualidad, fue como comenzó la extraña y breve amistad que hizo reflexionar durante meses a Sabri y que puso su vida patas arriba. Vivía solo en la casa desde que, a principios de verano, su mujer se había ido a Antalya, con su padre, a quien hacía años que no veía. En un primer momento pensó en acompañarla. Luego recordó lo atestada que estaba la casa de Süleyman Bey, el bullanguero carácter de bebedor y fumador del viejo, y cambió de idea. O, para ser exactos, su esposa también le había insistido un poco en ese sentido. Tenía remordimientos de que su marido hubiera vivido desde que se casaron como renunciando a muchos de sus proyectos entre la familia y el trabajo. Por eso le había dicho: «Que sean también unas vacaciones para ti. De todas formas, tienes a la señora Ays,e. Ella cuidará de ti». Ciertamente, Sabri llevaba años rumiando la idea de una novela ambientada en el siglo xvii. Había estado ocupado con ella desde la marcha de su esposa. Por las mañanas bajaba a las bibliotecas de Estambul, trabajaba, recopilaba documentación; por las tardes se entretenía pescando un poco y luego volvía a trabajar. Tenía el libro bastante avanzado y sólo le faltaba un esfuerzo para terminarlo. –Y ése será su regalo para ella. –Karagöz le sonrió astutamente desde el otro lado de la mesa. Como los famosos animales del doctor Moreau, aquella extraña pareja de amigos había salido de su personalidad tradicional y compartía toda su actividad intelectual y vivía como él. «Aunque a mí no me sirve de nada», pensó, y pasó a la cocina. –Se están pasando muchísimo de la raya. Antes sólo hablaban en las situaciones más difíciles. Ahora se entrometen en todo… Cuando tuvo preparado el té, entró la joven, lavada, con el pelo seco y llevando un vestido de tarde que Hacce se había traído del único viaje a Europa que habían hecho. Como Sabri había supuesto que se pondría cualquier cosa vieja que encontrara en el armario al azar, le dio la risa al verla tan arreglada. Al parecer la joven también lo había pensado: 15
–¡No he podido resistirme! –dijo–. Es un vestido muy bonito y no he podido resistirme. Es una vieja manía. En cuanto encuentro algo bueno, tengo que ponérmelo como sea. Había ropa más bonita, pero… Sabri pensó que con aquel vestido de su mujer, con filigranas de brocado marrón sobre fondo morado claro, se parecía a las antiguas bellezas venecianas. Luego volvió a mirarla a la cara: «Todo el efecto proviene de la pureza de sus rasgos», pensó. –Realmente le queda muy bien. Y en la lejanía le guiñó un ojo a Seher como si se estuviera burlando de ella. Pero la joven no le hacía caso. De pie, contemplaba la lluvia por la ventana. –Qué pena no tener mi abanico. Le habría ido muy bien a este vestido. –¿Qué abanico? –Un abanico sencillo. Un abanico bonito y de factura antigua. Era de mi tía. Cuando era pequeña siempre trataban de que me pareciera a ella. Me ponían su ropa, querían que hablara como mi tía. ¿En qué cabeza cabe? También es suya esta manía de ponerme todo lo que me gusta. Como algo le pareciera bonito, decía: «¡Para mí!». Y se lo daban. Volvió a mirar a Sabri y, de repente, cambió de tema de conversación: –¡Su esposa debe de tener mi misma talla! Y, sin esperar respuesta, se dirigió al espejo con marco de cristal que colgaba sobre la mesita de laca que había en un rincón de la sala. –¡Ojalá no se tome a mal que me haya puesto su vestido! –Luego, apartó de repente la cara del espejo–. ¿Cómo puede soportar este espejo? –preguntó–. ¿Dónde se ha visto algo parecido? Es simple y llanamente feo… ¿Cómo va a hacerse un marco con un material transparente? Da la impresión de que rebosara. Entre risas, Sabri le explicó que se lo habían dado como regalo de bodas; que su mujer no consentía la menor discusión al respecto porque se lo había regalado su antiguo novio, y que se lo tomaba como una cuestión de orgullo. 16
–En cuanto a que se lo tome a mal, no se preocupe. Ahora está en Antalya, con los niños. –Y, como si le dictara un artícu lo de protocolo muy importante, añadió–: Mi esposa se llama Hacce Seher. Los niños la llaman Hacce y yo Seher. Ella por un lado lo escuchaba y por otro se observaba en el espejo con mirada de empresario cinematográfico, avanzando y retrocediendo, girando a derecha e izquierda, para ver si el vestido le quedaba bien. La verdad era que no le importaban ni la auténtica propietaria del vestido ni la historia que le contaba Sabri. Cuando terminó de hablar, dijo: –De hecho, me había dado cuenta de que en la casa no había ninguna mujer. –¿Cómo? La joven respondió directamente al espejo: –La decoración no muestra resistencia. En las casas donde hay mujeres no puede existir tanta docilidad. Todavía estaba delante del espejo, pero ya no se contemplaba a sí misma. Por encima de la cabeza de Sabri, miraba el paisaje borroso, cubierto por el aguacero que caía. –Es un asco que llueva en el mar, ¿verdad? –De repente se fijó en la fotografía familiar que había sobre la mesa en la que estaba servido el té–. ¡Vaya! ¡Así que trabaja usted delante de sus ángeles de la guarda! Seguía manteniendo aquella sonrisa dulce en el rostro. Al ver la fotografía de su esposa y sus hijos en sus manos, Sabri tembló como si su casa, su felicidad, todo lo que tenía, estuvieran a disposición de otra persona. Nunca había sentido nada parecido con anterioridad. Sin duda, aquella mujer había aparecido para sacar a la superficie todas sus debilidades. –Guapos niños. Especialmente su hija. Es muy bonita. –También lo es mi esposa. ¿No la encuentra bonita? –insistió. Los dos se echaron a reír a la vez. Asunto terminado. Ella tomaba el té contenta como una niña. Y su alegría se multiplicó al ver las rosquillas que el recadero de la panadería había 17
traído bien temprano. Entonces contó también su historia. Su madre y ella habían pasado la noche en casa de un pariente lejano en Bag˘ larbas,i. Por la mañana, ella había querido pasarse a ver a una amiga que vivía en Beylerbeyi. Pero su amiga había dejado la casa a principios de verano. –Y corriendo para llegar al vapor, me pilló la lluvia. Me gusta la lluvia de verano desde que era niña. Por alguna razón, de repente me dejé llevar y me puse a pasear por el jardín para mojarme bien a gusto. Todo está tan distinto que… –Mencionó una noche. Cuando hablaba de la hiedra. Pensó un momento. –¡Ah! Me había confundido con otra cosa. No hay quien duerma bien cuando se está de visita. Nos hemos levantado temprano. Nos han llevado de paseo hasta Çamlıca para ver el amanecer. ¿Lo han invitado alguna vez a algo parecido? Aunque quizá sea el mejor regalo que se puede hacer… En su momento, nosotras también vivimos por aquí. Yo era muy pequeña cuando ardió nuestra casa. El jardín me recordó todo eso. Y el resto lo completaron la falta de sueño y la lluvia. Se detuvo y miró a su alrededor desconcertada. –Cuando usted llegó, me creía en el jardín de nuestra antigua casa. Volvió a clavar la mirada en la ventana. El mar casi no se veía. Sólo una masa gris se abría y se cerraba de vez en cuando, como un tejido prieto por debajo del chal de luz esporádica del chaparrón. Era un asalto del agua al agua. El movimiento producía efectos distintos en la misma materia. –Hemos pasado una noche muy extraña –continuó ella–. Probablemente sean las personas con mejor corazón del mundo. Pero siempre andan preocupados. ¡Y no por sus propios problemas! Por los de los demás. No se les olvida nada de lo que ocurre en su entorno. El conductor de tranvía despedido sin motivo, la casa que derriban porque no la han arreglado, la vecina que le provoca la muerte a su hijo por no atenderlo debidamente, la fuente antigua cuya losa de mármol han robado… Lo saben todo. Lo recuerdan todo y se lo recuerdan entre 18
ellos. Uno completa al otro y éste se lo recuerda a un tercero. Es la pura definición de la insatisfacción. No les gusta nada que no sea una catástrofe. Tanto, que ya no tienen vida propia. En cuanto los saludas, comienza la cadena. Y sus hijos políticos enseguida se han adaptado a eso. Es algo digno de verse. Pero sólo una vez. ¡Adónde hemos llegado a fuerza de saltar de desatino en desatino, de injusticia en injusticia! ¿A que no lo adivinaría? Sus ojos, grandes, imposibles, brillantes, volvían a estar posados en él. «Es consciente de la belleza de su rostro», pensó Sabri para sí y, para evitar que interviniera Hacivat, añadió: «Y sabe usarla bien». –Así se puede uno remontar por lo menos a la época de Mecid.* –¡Qué época de Mecid! Eso fue ayer mismo. En fin, durante la conversación se mencionó un terreno de Rıza Pas,a que habían confiscado a la familia. ¡Pero nos remontamos hasta Galileo! El hijo pretendía que se reabriera el proceso a Galileo. Lleva detrás del juicio desde la secundaria. Y lo más extraño era que su madre le seguía la corriente. Sabri no encontraba del todo descabellado que se reabriera el proceso. Significaría que la Iglesia aceptaba oficialmente la ciencia moderna. –Sí, o sea, puede, pero que su madre sacara a relucir el tema… Claro que la pobre no sabía quién era Galileo. –Se detuvo y volvió a negar con la cabeza–. Si quiere que le diga la verdad, nada de eso me resulta extraño. Nuestro hogar también era así antiguamente. También vivíamos fuera del calendario. Para nosotros todo seguía igual. Pero de otra manera. Más exactamente, no nos quejábamos, sólo recordábamos. Mi abuela, mi abuelo, mi padre, las gobernantas, todos
* El sultán Abdülmecit, que inició las reformas (Tanzimat) en el Imperio a partir de 1839. [N. del T.]
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recordaban. Y cuando una quería darse cuenta, el Bósforo entero había llenado la habitación. –¿Y usted también recordaba? Su expresión se relajó de nuevo: –No. Yo era muy pequeña y no había nada que pudiera recordar. Simplemente escuchaba. Todo lo que contaban se iba acumulando en mi interior. De repente sentía un gran peso dentro de mí. –Cerró los ojos–. Ya sabe, como esas aguas que se vuelven más pesadas al anochecer a fuerza de tragárselo todo. Así me volvía yo, todo el día enriqueciéndome con lo que habían vivido otros. Sabri se la imaginó como una niña pequeña con las manos en las sienes, apoyada en las rodillas de su madre, cansada de ir y venir con un montón de nombres por el mundo de las cosas desaparecidas. Una persona cuya mera existencia ignoraba hacía una hora había entrado en su vida y se había convertido en parte de su imaginación. –¿Por qué durmió mal anoche? Hizo a medias un gesto torpe con la mano que sin duda le venía de la infancia. –Por los sueños… –dijo–. Pero ha sido culpa mía. Llevo toda la vida oyéndolo. La primera vez que una duerme en una casa, si pone bajo la almohada un trozo de pan robado de la mesa, tendrá sueños muy veraces. Por alguna razón, anoche se me vino a la memoria. –¿Y tuvo muchos sueños? –Muchos no, uno, pero me bastó. No pude volver a dormirme. Se acurrucó en el sillón como si se encogiera en un rincón dentro de sí misma. «Debe de tener unos veintisiete o veintiocho años. Pero también podría tener dieciocho, e incluso quince…». Tenía una faceta increíblemente joven, quizá hasta de niña pequeña. «Niña por la confianza en su entorno y porque sólo ha vivido con los que procedían de él». Y recordó su aspecto, poco antes, en el jardín. «Bajo la lluvia parecía un sueño 20
que quedara en la memoria al despertar». Luego completó la idea por otro lado: «Y un poco de animal de raza… Siempre encuentra la postura más atractiva, la más bonita. Y, por supuesto, sin pensarlo». Pero lo que más le gustaba de la joven era su hablar entrecortado, como si fuera recordando. De hecho, incluso en sus gestos menos significativos tenía algo que daba la impresión de haber regresado tras un breve olvido. Era como si en su interior estuviera persiguiendo una idea más importante que lo que estuviera haciendo o diciendo en aquel momento, como si comprendiera la vida de una forma más profunda, como si viviera en un tiempo comple tamente distinto que sólo le perteneciera a ella. Y eso alteraba su esencia de mujer elegante y bella y la transportaba a otros niveles. Ahora se convertía en una marioneta que te envolvía al instante con sus sorprendentes movimientos de autómata, apareciendo con ese aire conmovedor tan bien conocido y que se encuentra dentro de todos nosotros porque procede de las cajas de música que había en casi todas las casas antiguamente; justo después era un viejo retrato que continuaba viviendo con el mismo gesto y la misma mirada, no se sabía desde cuándo, dentro de su marco dorado; y a veces iba más allá y se instalaba dentro de uno avanzando con la expresión de quien ha dejado de lado la materia. –¡Se ha quedado ensimismado! –Pensaba en usted. Más exactamente, en el sueño que ha tenido. Ella extendió los brazos como si quisiera defenderse de un peligro inminente: –No me pregunte, fue algo terrible. Se puso en pie y se acercó a la ventana. Empezó a contemplar la lluvia. –¡Cómo nos atrae la lluvia! –Miró atentamente a Sabri–. Por lo general, no sueño; de hecho, no me gusta. Me gusta el momento que estoy viviendo. Vivir al día, ¿no es lo mejor? Siguiendo la corriente de los acontecimientos. –Y pensando algo completamente distinto. 21