Luz
Luz Elisabet Riera Traducciรณn de Palmira Feixas
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Título original Llum
Copyright © Elisabet Riera Millán, 2017 Esta edición c/o SalmaiaLit, Agencia Literaria Primera edición: 2017 Traducción © Palmira Feixas Imagen de portada Spring, c. 1910, Odilon Redon Photo © Heritage Image Partnership Ltd. / Alamy Stock Photo Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2017 París 35–A Colonia del Carmen, Coyoacán 04100, México D. F., México Sexto Piso España, S. L. C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España. www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Impresión Cofás Formación Grafime ISBN: 978-84-16677-36-8 Depósito legal: M-1956-2017 Impreso en España
A mi madre
«Añoro el mar, añoro la inmensidad azulada, la diminuta inmensidad azulada que parecía adentrarse en el camarote por el ojo de buey, aquel mediodía de primavera, rumbo a la isla. Perdóname. Iba a preguntarte si te acuerdas, sólo por darme el gustazo de que me digas que sí, que, muy a menudo, tus ojos se remansan en el azul encantado de aquella mar nuestra, y que te pierdes en una vaharada de recuerdos lejanos y un tanto rancios. ¿Cuántos años hace de aquel viaje? Me resisto a contarlos, aunque, tal vez, todavía puedo calcular exactamente las horas, los minutos y los segundos, como si se tratara de un problema de matemáticas elementales. No te extrañe. Me fabriqué un calendario para mi uso personal, en el que los años, los meses, los días empezaban en el preciso instante en que el azul era perfecto, tu cuerpo de seda; tibia, dulce, suavísima la luz que se filtraba…». Carme Riera, Te dejo el mar «El amor, siempre el amor, quiero que éste sea un relato de amor para que lo lean las niñas, las joyas del alba, las niñas, las que un día serán abandonadas y las que un día serán abandonadoras. Las niñas a quienes otras mujeres llamarán mujeres, para que sepan de dónde proviene esta pasión por descubrir, por colocar sobre la tierra la cara del ángel». Ana Becciu, Ronda de noche «…Y Wendy creció». Esther Tusquets, El mismo mar de todos los veranos
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Luz, Luz: esta tormenta de verano, que todo lo borra, ¿qué dejará de ti y de mí? Desdibujará tu recuerdo, como las gotas de agua sobre un retrato a pluma, y veré cómo tus doce años se funden en una mancha informe, oscura, sin los límites que tu cuerpo real impone, deslizándose entre mis dedos. Sólo quedará esto: una nebulosa, la sombra de todo lo que has sido, de todo lo que hemos vivido, que me ha hecho volver a vivir. Mi memoria de ti irá palideciendo hasta apagarse por completo, y entonces seré polvo, seré polvo y seré tierra; ¡cuánto me gustaría que me pisaran tus pequeños pies! Llegado el momento, ¿me concederás aún este último deseo, como has hecho con tantos otros? Si todavía te acuerdas, si has llegado a leer estas páginas, si puedes comprender por qué te las escribo: písame con tus sandalias rojas, déjame sentir una vez más tu cuerpo ligero sobre mi pecho. Tal vez, si ha transcurrido un tiempo, esperes de mí una inculpación o, al menos, cierto arrepentimiento. No lo hagas. Pedirte perdón sería como borrar el recuerdo de tu deseo, empequeñecerlo, volverlo casi invisible, como si el deseo de una niña de doce años no fuera lo bastante poderoso y consciente. El tuyo lo fue, como también lo fue el mío. No trates de encajar nuestra historia en ninguna categoría sórdida, ni siquiera de ponerle un nombre preciso: fue amor, eso es todo. No es por el amor que necesito justificarme. Pero con el amor no basta. Hace apenas un rato, esta misma tarde, bajo la lluvia, has empezado a olvidar quién soy yo y quién eres tú para mí: aquella a quien regalaba tantos nombres hechos a medida: gorrión,
libélula, nínfula, my sweet lady Jane, Mnasídica y Gyrinos, ma petite Claudine. Tal vez sea esto lo que hago al escribirte ahora: conservarte en las palabras, como en una gota de ámbar, tal y como eras el día que oí gritar tu nombre por primera vez. Seguramente, si no te hubieras llamado así, todo esto –todo aquello– no habría ocurrido. Pero cuando llegué al pueblo este invierno, tu nombre me hacía tanta falta como a un ciego. –¡Luz! El haz de sol de tu nombre me arrancó de mi desolación, me hizo abrir los ojos y mirar por la ventana, llena de curiosidad, al exterior. Volvías de la escuela con los demás niños del pueblo, eras la última del grupo. –Vamos, date prisa, Luz, siempre estás en las nubes… Tenías un porte distante, algo pensativo, caminabas de manera desgarbada, como si no pisaras del todo el suelo, como si no te interesara formar parte del grupo ni del pueblo. Quizá ni siquiera del mundo. Tu cuerpo tímido, perdido en un jersey de lana inmenso –con las mangas tan largas que te tragaban hasta las puntas de los dedos–, me recordó a mí cuando tenía tu edad. Te seguí con la mirada hasta que te perdiste en la oscuridad, pero una pequeña parte de ti –tu nombre, tu paso– ya había prendido en mí, como la pequeña chispa que acabaría incendiándome. Unas semanas más tarde, cuando llamaste a la puerta de mi casa, la suerte estaba echada. ¿Te acuerdas de aquel momento? ¿Lo tienes presente aún? Mirando al suelo, en voz muy baja, me preguntaste si podías pasear a Noche, al mismo tiempo que entrelazabas los dedos y después los estirabas, chascándolos frente a su hocico de color carbón. Ella movió la cola y te lamió las manos, haciéndote cosquillas. Tú te aguantabas la risa; yo me fijé en la ternura de tus uñas mordisqueadas. Al darte cuenta, retiraste la mano y te pusiste un mechón de pelo detrás de la oreja –ese gesto de mujer que ya anunciaba el final–, y sólo entonces te atreviste a levantar la cabeza y a mirarme, tímida, ruborizada, con el calor de tu cuerpo infantil concentrado de golpe en las mejillas. ¿Cómo iba a 12
negarme? No podía negarme, aunque por aquel entonces yo siempre decía que no. No, no y no. No a todo. Un no universal. Pero allí estabas tú, como una anunciación, llamando a mi puerta. Por eso esta tarde, encerrada en casa mientras estallaba la tormenta, he oído que alguien gritaba tu nombre y he salido enseguida al balcón. He mirado a izquierda y derecha del pueblo desierto, buscándote en cada rincón de la calle, aguzando la vista bajo la cortina de agua, empapándome de pies a cabeza, mientras la lluvia ensordecedora amortiguaba cualquier palabra y casi cualquier pensamiento, salvo el que me llenaba la cabeza, grave como los truenos lejanos en la montaña: Luz, Luz. Entonces te he oído. Te he oído –podría distinguir tu voz entre cualquier otra, aunque no dijeras nada, te reconocería por la respiración, por el silencio, por las pequeñas vibraciones del aire–, y Noche te ha oído también; se ha escabullido como un rayo entre mis piernas y ha asomado el morro entre los barrotes, sin temor a mojarse, sólo para volverte a ver. Para verte, quizá, por última vez. ¡Llevaba tantos días deseándolo, Luz, tantos días esperándote! Tu voz resonaba en lo alto de la calle, y Noche y yo, con una sincronización llena de angustia, hemos vuelto la cabeza en esa dirección. Sí, eras tú, al fin te oía bien: chillabas de alegría. El corazón me ha dado un vuelco violento, eléctrico, una descarga. Noche ha empezado a mover la cola como si abofeteara los barrotes de hierro mojado. Enseguida has salido corriendo de una puerta que estaba a mitad de calle, descalza, hundiendo los pies en el torrente de agua que bajaba hasta la plaza, deslizándote por debajo de mi balcón. Con los brazos tendidos y la cara vuelta hacia el cielo, te reías mientras la lluvia ávida empapaba tus pantalones cortos, a ras de nalga, y tu camiseta blanca. Como si no te bastara con toda esa agua, has saltado dentro de los charcos, igual que Noche saltaba la hierba alta cuando la sacábamos a pasear. Y en ese momento, quizá por este recuerdo, he vuelto a estar toda llena de ti, como si sólo tú y yo existiéramos, libres de las leyes del tiempo y del 13
espacio y también de las leyes humanas, dentro de una burbuja tan grande como el universo. He querido creer que todo volvía a empezar –y qué feliz he sido durante unos instantes…–. Hasta que ese chico ha salido gritando detrás de ti –gritando tu nombre, gritándolo con deleite–, quitándose la camiseta empapada, agitándola como una bandera pirata sobre su pelo largo, negro y rizado. Como un perro, te iba a la zaga, obligándote a correr calle abajo. El cuerpo se me ha vaciado de sangre. He tardado unos instantes en saber qué hacer, y luego me he metido precipitadamente en casa, he obligado a Noche a entrar y he cerrado el balcón, haciendo chirriar la falleba como si fuera un animal sacrificado, pero no he podido resistirme a miraros desde detrás del cristal. He pegado en él la cara, mi aliento caliente dibujando fastidiosos círculos de vapor, las gotas de agua resbalándome por el pelo y por la frente, empapándome los ojos y la ropa y el alma. Vosotros habéis seguido acercándoos, no sabría decirte si muy deprisa o muy despacio, deben de haber sido pocos segundos, medio minuto, que se me ha hecho eterno. A medida que os ibais acercando, he visto en tu rostro detalles de una felicidad hiriente –los labios húmedos, los ojos brillantes y abiertos de par en par, tus mejillas de melocotón maduro entregadas al agua y al aire–, porque no era mía. Te he espiado mientras aguantaba la respiración y contaba tus pasos, los que te quedaban para pasar por delante de la puerta de mi casa, para llegar a mí. En silencio, te suplicaba: párate, levanta la cabeza, búscame con la mirada. Un segundo me habría bastado. Pero tú has pasado de largo, corriendo descalza por la calle, mientras yo me ahogaba en esta oscura lluvia de verano.
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