Tinieblas de un verano, adelanto

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Tinieblas de un verano



Tinieblas de un verano Takeshi Kaiko¯

Traducción de Gustavo Pita Céspedes


Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Título original 夏の闇 Natsu no yami Copyright © 1972 by Kaiko Takeshi Memorial Society First published in Japan in 1972 by Shinchosha Publishing Co., Ltd., Tokyo Spanish language translation rights arranged with K aiko Takeshi Memorial Society through Japan Foreign-Rights Centre/Ute Körner Literary Agent, S.L. www.uklitag.com Primera edición: 2017 Traducción © Gustavo Pita Céspedes Ilustración de portada © Harriet Lee-Merrion Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2017 París 35–A Colonia del Carmen, Coyoacán 04100, Ciudad de México, México Sexto Piso España, S. L. C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Impresión Cofás Formación Grafime ISBN: 978-84-16677-41-2 Depósito legal: M-26116-2017 Impreso en España


Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Apocalipsis, 3, 15



Por aquella época, todavía andaba de viaje. Tras salir de un país, había entrado en otro, y allí, acostándome y levantándome en un hostal barato de una barriada estudiantil de la capital, pasaba los días. Justo empezaba la estación veraniega y la mayor parte de los habitantes ya se había marchado al sur a descansar, de modo que en la capital se percibía la misma vacuidad que en los vastos cementerios o los solitarios valles. Cada día llovía desde la mañana, y a causa de un cielo deslucido, como de algodones viejos, que pendía muy bajo, faltaba calor y brillo en todas partes. Como el verano traía consigo sus terribles diarreas, en ningún sitio se percibía otra cosa que frialdad, humedad y penumbra. Nada supuraba, secretaba o fermentaba. Eso me gustaba. Casi por delante del hostal corría un río y, en la orilla opuesta, había una catedral rodeada por un bosquecillo.* No importaba cuándo mirara uno el río: un amarillo apagado, como mezclado con cenizas, enturbiaba invariablemente sus aguas, acribilladas por las innumerables gotas de lluvia. Los monstruos del techo de la catedral estaban empapados. Permanecían allí, congelados en su postura, como si una mirada fija los hubiera bañado en el preciso instante en que abrían sus fauces para rugir. Yo me sentaba en la cama y, mientras bebía sorbos de vodka, contemplaba los anillos que se ensanchaban sobre las amarillentas aguas del río para disolverse * Por esa época, el autor residió en varios hostales estudiantiles de París como Le Mathurin o Le Soufflot, ubicado en la Rue Soufflot del quinto arrondissement de París, en el Quartier Latin, muy cerca de la Sorbona, del río Sena y de la catedral de Notre Dame. [Ésta y todas las notas que aparecen son del traductor].


y se disolvían para reaparecer. Si uno fijaba la mirada, los innu­merables filamentos parásitos se desvanecían en el aire y lo que empezaba a verse era simple y llanamente el incesante goteo de la llovizna. Cuando eso llegaba a cansarme, me envolvía en una manta y dormía profundamente. Tras despertarme, salía a comprar pan y jamón, y luego, sin desviarme para pasar por algún cine, restaurante o librería, regresaba al hostal, comía metido en la cama y volvía a dormirme. Como mantenía echadas las cortinas, en la roja oscuridad que llenaba la habitación, no distinguía si era de noche o de día. Era como si mi cuerpo estuviera desapareciendo y mi cerebro, fundiéndose; y, por mucho que hubiera dormido, no dejaba de dormir. La habitación pertenecía a una pensión estudiantil. El viejo papel pintado de la pared llevaba tiempo desgarrado aquí y allá, y tenía varias manchas de color marrón, sangre reseca de chinches aplastadas, al parecer. En el cuarto de baño, el espejo se había rajado y mostraba una gran grieta en forma de y. Bañera tenía, sí, pero el agua sólo salía caliente en ocasiones. Una cama y una mesa completaban todo el mobiliario de la habitación, y para poder atravesar el espacio entre la una y la otra había que ladear el cuerpo. Las cortinas rojas, como de tela de costal de cáñamo, colgaban cubriendo la ventana. Cuando se encendía la bombilla de la envejecida lámpara con forma de tulipán que había sobre la mesa, un tono rojizo inundaba la habitación, con lo que se desvanecía el ambiente de desolación y afloraba una cálida atmósfera de apacible recogimiento. Tanto en las paredes como en el techo se formaban entonces siluetas que recordaban precipicios, bosques, cavernas o cielos. Bastaba con que me pusiera a contemplarlas, fumando un amargo cigarrillo de tabaco negro fermentado en salmuera y envuelto en papel de maíz, para que empezara a adormilarme así acabara de despertar. Nadie llamaba a la puerta, el teléfono callaba, no había libros ni discusiones. Yo continuaba durmiendo dentro de aquel capullo rojo. Una grasa pálida, de laxa consistencia, se abultaba en mis mejillas y mi vientre formando 10


una gruesa capa. Cuando tras despertarme me incorporaba, sentía que llevaba una máscara. Encerrado dentro de la turbia opacidad de la carne, probé a rumiar los diversos recuerdos de aquellos diez últimos años, pero veladas por la fastidiosa languidez, tanto las vivencias severas y violentas como las alegres, privadas de brazos y piernas, ya no eran más que escenas lejanas en medio de la penumbra crepuscular. Crecían y no paraban de crecer, cual enredadera de invernadero que desborda su maceta, cae al suelo y, aunque ni fuerzas tiene para levantar por sí misma tallo y ramas, continúa pululando. Lo que subía trepó reptando por las paredes, avanzó a tientas por el techo hasta que su frondosidad invadió la habitación entera con la pujanza de una revuelta interior. Rotos en mil pedazos, vacíos, palabras y conceptos iban enredándose, enmarañándose unos con otros sin conexión alguna, abriendo sus hojas, alargando sus tallos, haciéndose más y más frondosos. Cuando salía a comprar pan, aprovechando que había escampado, enfilaba la suave cuesta de la avenida para dirigirme al jardín.* Mi pasatiempo oculto era sentarme en un banco un tanto alejado y contemplar desde allí cómo trabajaba un hombre que estaba a un paso de la vejez. Cada vez que viajaba a la ciudad, no podía dejar de ir a confirmar si gozaba o no de buena salud. Así lo había hecho el año anterior, y también tres años atrás. Con toda seguridad, aquel hombre había estado realizando el mismo trabajo de manera ininterrumpida durante varios años, pero en comparación con la primera vez que reparó en él, había echado ahora una abultada barriga, le habían salido bolsas bajo los ojos y se le había encorvado la espalda. Con todo, la acción de engullir una rana viva para vomitarla a continuación, acción que ejecutaba una y otra vez, era tan perfecta como siempre. El hombre bebía agua de antemano a la sombra de los árboles. Después, cuando veía que se * Por lo visto, el Jardín de Luxemburgo.

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aproximaban transeúntes, salía al camino, abría bien la boca y les mostraba de pronto su gran lengua gruesa, a la que se había adherido un liquen verde amarillento. Sobre ella colocaba la rana, que inmediatamente se tragaba de un golpe. Entonces parpadeaba repetidas veces, levantaba el brazo derecho como la hoja de un sable y, de improviso, se propinaba un fuerte golpe en aquella barriga de tambor. Súbitamente, el agua salía disparada de su boca para precipitarse en el entorno. Al mismo tiempo, saltaba también la rana, toda cubierta de jugos gástricos, y se ponía a brincar en círculos sobre los guijarros. El hombre la recogía y, tras meterla en una pecera, extendía la mano abierta hacia los espectadores. Éstos hurgaban en sus bolsillos, colocaban en ella una o dos monedas y se dispersaban con la mirada ausente. El hombre permanecía callado por largo tiempo. No soltaba una palabra. Ni siquiera una risita. Al parecer, la acción de engullir y escupir la rana con el agua varias veces al día constituía para él su único modo de subsistencia. Yo lo había visto alguna vez con la pecera a un lado en un bar de copas, charlando amigablemente con el dueño mientras tomaba vino, así que no se trataba de que fuera mudo. Me preguntaba si también durante la guerra habría estado saliendo al encuentro del gentío que corría atolondrado de un lado a otro, para mostrarle cómo engullía y escupía su rana. ¿Tenía acaso la intención de continuar haciéndolo hasta el día de su muerte? Eso era lo que yo acostumbraba a pensar. Contemplar su absoluto desdén me agradaba. Por alguna razón, al verlo no podía dejar de suspirar con alivio. «Así que todavía queda ese recurso», pensaba. Una vez que compraba el pan y el jamón en la tienda de comestibles, regresaba a mi habitación, me quitaba la camisa y los zapatos que me había puesto poco antes, y me dejaba caer en la cama. La manta se había amoldado a la forma de mi cuerpo, así que mi figura se acomodaba perfectamente a ella. Bastaba con que mi mejilla se hundiera en la almohada para que al instante la modorra, como una nube de humo, se abriera paso invadiéndome. Entonces, de nuevo, pedazos de cosas, cosas flexibles, cosas informes empezaban a 12


echar hojas, a alargar los tallos y a invadir con su frondosidad la habitación entera. Una mañana temprano, me puse un jersey y me dirigí a la estación. La ciudad estaba vacía, hacía frío y la noche, sin deseo alguno de marcharse, se arrastraba todavía aquí y allá por las sombrías esquinas de las calles. En el oscuro recinto de la estación se erguía una gran silueta verde. Aunque en el restaurante brillaban todavía rosadas luces de neón, sus paredes estaban desoladas y sobre ellas reñían calladamente la noche y la mañana. Al borde de las humeantes tazas de café, los rostros de hombres y mujeres se veían confinados entre sus arrugas o bien se volatilizaban en la niebla. Cerca de la entrada del restaurante, usando como almohadas sus mochilas y bolsas de marinero, dormían a pierna suelta varios autoestopistas. De sus melenas y cogotes subía un olor pringoso como el de la mugre en los dedos de los pies, y cuando uno los veía abrir desorbitados los ojos, con las barbillas todavía caídas sobre el pecho y las miradas difusas, como disueltas en agua, parecían guerreros que, replegados profundamente en la púbica espesura, hubieran sufrido la derrota sin haber visto siquiera a su adversario. Ocupé un asiento y pedí ron caliente. A medida que sus gotas, despidiendo su aroma, iban penetrando en los pliegues de mi intestino, reblandecidos por el cansancio, era como si con cada gota se abriera una flor. Bajo mi estancado agotamiento, los nervios empezaron a agitarse poco a poco. Se mezclaron rápidamente con el ron y, elevando sus vapores, se fueron extendiendo, enderezaron mi espalda y, sin mostrarme el rostro, comenzaron a inundarme. La mujer llegaría en un coche cama del tren nocturno; ¿habría podido dormir bien? Habían pasado diez años. Pronto haría diez años. Todo me resultaba confuso. No lograba comprenderlo. A pesar de estar entre el gentío, la fronda empezaba a espesarse de nuevo. Recordaba todo con claridad 13


hasta dos días antes, cuando la mujer me envió un telegrama desde los suburbios de la pequeña metrópoli del país vecino. Bajo la manta, estuve enumerando voces, miradas, escenas, y pasé muchas horas reorganizándolas, recombinándolas, separándolas de la masa informe para fijar mi mirada en ellas. Luego, entre los muchos rostros de mujeres que se encendían y apagaban en mi mente, uno emergió en medio del cre­ púsculo, justo frente a mí. Mostraba la blancura de su garganta cuando reía arqueando el cuello; se mordía los finos labios al bajar la mirada; apartaba los cabellos de su frente. Sin embargo, ahora, entre el dulzón aroma del ron y la irritante bruma de mi cigarrillo, veía sólo la escena del día en que nos separamos, empequeñecida en la lejanía. Había ocurrido en una estación de las afueras de Tokio, alrededor de las ocho de la noche. Antes de ese día, varias veces después de comer y hacer el amor, la mujer me había revelado su determinación de abandonar Japón, pero sólo había aludido a ella a modo de insinuación. En cuanto a su decisión como tal, no me había contado nada en concreto, ni tampoco me había comentado detalle alguno de su plan. Cuando tiempo después me llegó su carta desde el extranjero, comprendí que había estado muy perdida, como ante una encrucijada al anochecer. Al igual que otras veces, tampoco en esta ocasión le dije nada. Me limité a callar y a escuchar con atención, tendido a su lado. En las cosas que una mujer no intentaba o no deseaba contarme, yo nunca me inmiscuía a la fuerza. Y hasta ahora mi actitud no ha cambiado en lo más mínimo. Me angustiaba mi propia fragilidad y era incapaz de asumir ninguna responsabilidad, y aunque a veces odiaba y evitaba el excesivo apego hacia mí mismo, no podía apartar el rostro de aquello que tanto detestaba. Y me preguntaba si acaso esa apatía mía no segregaba crueldad. Con el cuerpo reluciente de sudor, y mientras luchaba con los enormes y blancos pechos que pendían sobre mí, contemplaba por encima de los hombros de la mujer el tupido seto de hojas de ciprés que se extendía al otro lado de la ventana corredera fabricada con papel washi, a la par que escuchaba voces de personas que 14


resonaban a lo lejos. Por entonces yo era absolutamente incapaz de comprender que si la mujer extraía fuerzas de su desesperación era porque ésta no tenía límites, y eso la aterraba al máximo. Era como si, entregado por completo con mi orgullo de macho al afán único de corresponderla, pusiera mi mayor empeño en probarme a mí mismo. Entre la cabellera que le caía en alud sobre el rostro, la mujer, como un niño en mitad de la noche, dejaba escapar sonidos entrecortados, luchando por dar forma a palabras que se negaban a obedecerla. Pero yo malinterpretaba totalmente sus susurros. Me di cuenta después, cuando comprendí que ella, materializando el mensaje atrapado en su voz aquella noche, había abandonado Japón sin blanca. Sólo cuando su carta llegó a mis manos, pude descubrir, gracias a la severidad del impacto, la magnitud de mi ignorancia y de mi estupidez. Y sin embargo, era como si, al mismo tiempo, una parte de mí celebrara aquella situación que parecía privarme definitivamente de toda posibilidad de volver a sentir alguna vez la mirada, la voz y el peso de aquella sufrida mujer. El hecho de que su audaz determinación me hubiera impactado, ¿no había sido acaso un truco de mi alma, aligerada ahora de su carga? Mas, a pesar de que, al esfumarse mi responsabilidad, debería sentirme a mis anchas, cada vez que visitaba yo solo los mismos lugares que antes había frecuentado en su compañía, y donde nos habíamos entregado a bromas y discusiones, era inevitable que mi mirada buscara siempre los sitios en los que nos habíamos sentado; y sin embargo, ¿acaso no era esa nostalgia un espejismo de mi remordimiento? Aunque mientras la tuve entre mis manos fue un juguete para mí, bastó con comprender que la había perdido para que, de repente, sintiera que era una gema y que el escozor de su ausencia me laceraba el cuerpo y el espíritu. Por algún tiempo fui presa de ese sentimiento infantil. A solas, repetía una y otra vez comidas que resultaban insípidas para mi lengua, pero entrañables para mi corazón. Y pese a que me molestaban las miradas y los saludos del camarero que antes, cuando acudíamos los dos al restaurante, salía siempre a 15


atendernos, lo frecuenté mientras siguió trabajando allí; pero bastó con que se despidiera para que me alejara del lugar. Después, la mujer estuvo vagando por muchos países, y cada vez que cambiaba de país me enviaba una carta. A través de ellas me enteraba de que había estado trabajando como mecanógrafa de una empresa comercial japonesa; que había vendido cigarrillos en un cabaret, y que muy pronto, tras lograr que le otorgaran una beca, había vuelto a ser estudiante; que un joven físico nuclear inglés le había propuesto matrimonio; que se había enamorado de un lingüista estadounidense de origen alemán, y de otras muchas cosas. Hasta donde me permitían juzgar sus misivas, la mujer se había mantenido siempre inquebrantable, y seguía avanzando como hasta entonces con su desbordante aplicación, su audacia y su curiosidad, trasladándose de un país a otro, entregada por entero a su insaciable sed de vida. En ellas ya no parecía interesada en mencionar, ni siquiera brevemente, las cosas que solía criticar y de las que se quejaba con amargura cada vez que nos encontrábamos cuando todavía estaba en Japón –que si había intentado hacerse especialista en cierta área del saber, pero que el clan académico de turno controlaba rigurosamente la posibilidad de lograrlo; que después de hacerse traductora, como las editoriales estaban controladas por los académicos del clan, no podía actuar con libertad; que entonces, tras pensárselo muy bien, intentó hacerse reportera, pero cuando probó a trabajar en la revista ilustrada de un periódico, no pudo desenvolverse como había deseado–; por el contrario, leyendo sus cartas, daba la impresión de que lo único que acaparaba por completo su entusiasmo era el haber encontrado finalmente una institución que la aceptara, por lo que no cabía en sí de gozo y se sentía hasta con ánimo de bromear. Yo las recibía y las leía como si, carácter por carácter y letra por letra, fuera quitándome poco a poco un peso de encima. Mientras, yo, siendo como era, con mi incomprensible deseo de siempre, poseído por la obsesión de viajar, a lo largo de aquellos diez años había salido trece veces al extranjero, apremiándome a 16


mí mismo a hacer un viaje tras otro. Varias de las cartas de la mujer las recibí mientras me alojaba en hoteles extranjeros; pero siempre, cumpliendo la promesa que desde hacía tiempo nos habíamos hecho, las rompía en diminutos pedazos tras leerlas y luego, las tiraba a un río. Acaso porque, con frecuencia, la intensidad de mi pasión quebrantaba mi espíritu hasta el punto de que quedaba sumido en un estado de estupor o, cuando no, completamente fundido por la pereza, me resultaba imposible leer en sus misivas lo que ella deseaba que yo leyera. No obstante, le enviaba las mías escritas en un estilo que, según pensaba, tendría el efecto de un vaso de agua fría sobre sus amoríos con el científico nuclear y el lingüista. Si bien yo comprendía claramente que aunque las hubiera escrito en ese tono no podía esperar que surtieran en ella efecto alguno, lo hacía porque de inmediato me sentía sacudido por los celos. De todos modos, el hecho era que, pese a que ni podía ni tenía ningún derecho a hacer nada, deseaba disuadirla de sus propósitos si existía alguna posibilidad de lograrlo. «Tú has conocido demasiado la libertad, así que no podrás sentirte satisfecha viviendo en familia con alguien»: tal era la idea que enfatizaba en mis cartas. A no ser que eligiera el matrimonio porque no soportaba la soledad, entonces le iría muy bien el proverbio francés que reza que «para hacer una tortilla hay que romper los huevos»; pero aunque así fuera, ¿no era igualmente posible que, tras hacer la tortilla, le quedara mal, y que entonces, sin razón alguna, acabara echando la culpa a los huevos y llena de nostalgia? Se trataba, por lo visto, de algo que uno no podía llegar a comprender si no probaba a hacerlo una y otra vez. Pienso que si yo le escribía respuestas de ese tipo era porque sus cartas rezumaban alegría y vitalidad. Lo único que yo sabía de ella por aquel entonces era que, tras superar numerosas dificultades, por fin había llegado a un país del que no conocía absolutamente nada y que, después de seis años, trabajaba ahora en el gabinete de Estudios Orientales de la universidad de la capital, donde la trataban como a una investigadora visitante, y que como ese otoño presentaría su 17


tesis doctoral, se encontraba sumamente ocupada. Luego estaba también aquella escena lejana que, envuelta en una bruma de humo de cigarrillos, se veía empequeñecida en la distancia. Vistiendo un impermeable carmesí, la mujer estaba parada junto al torniquete de una estación suburbana en mitad de la noche. A su lado, un empleado mostraba su taciturno perfil. Yo divisaba a la mujer, cuya mirada asustada, que tanto contrastaba con el rostro perspicaz y la actitud resuelta de quien se había graduado apenas dos o tres años antes de la universidad, no se dirigía a mí; divisaba cómo miraba hacia algún punto, un poco más allá de mi cabeza; divisaba las luces fluorescentes de un estanco por detrás de su cabellera. En los contornos de sus prominentes pómulos se esbozaba una expresión facial que –ahora lo sabía–, más que la del dulce cansancio que queda tras consumar el amor, era la del alivio que llega en el límite de la resignación. Finalmente, en la escena distante, su mirada lánguida pero penetrante y los músculos, robustos cual cuerdas de piano, de sus blancas piernas de exnadadora, acababan desvaneciéndose en la lejanía en una vigorosa carrera. Había llegado. Era la hora. Coloqué unas monedas en el platillo del grog, compré un billete en el expendedor automático y me dirigí al andén. Tras acoplarse en una lejana ciudad portuaria del norte y atravesar dos países, los obstinados vagones verdes de hierro desgastado, escogiendo cuidadosamente los rieles entre el lodazal, entraron a la sombra del abovedado techo. Una infinidad de rostros pálidos, abotagados y de ojos nebulosos me miraba desde arriba, atestando las ventanillas de los coches cama. Yo fui inspeccionando un vagón tras otro, hasta que terminé por dejar atrás la bóveda y salir bajo la lluvia. Su implacable azote se precipitó sobre mí desde la oscuridad del cielo. Entonces vi a la mujer en un extremo apartado del andén; vestía un impermeable carmesí y trataba de bajar su maleta a tirones. De pronto, justo en el instante en que había empezado a trotar hacia ella, la lluvia arreció con un sonido 18


atronador, y tanto el paso elevado como los coches y los raíles desaparecieron por completo entre el agua. –… –¡… …! La mujer se volvió y gritó algo. Su empapada cabellera se había adherido a su ancha y pálida frente, los ojos le brillaban vivamente y tenía los labios entreabiertos. Cuando enderezó la espalda, una sonrisa se extendió por su rostro. –¿Te llegó mi telegrama? –Claro que me llegó. –Has venido expresamente a recibirme, ¿verdad? –Por supuesto que sí. Avanzó hacia mí con paso firme, extendiendo bien ambas piernas en cada zancada. Echó hacia atrás los hombros, levantó el rostro y me miró. Había madurado del todo; tanto sus hombros como sus caderas se habían vuelto robustos como las montañas del macizo central francés, y había adquirido solidez como persona. Mientras la lluvia golpeaba sin cesar sus pestañas, me dijo: –Bueno, finalmente volvemos a encontrarnos. –Y conteniendo su incipiente agitación, agregó–: ¡Volvemos a encontrarnos! ¿Eh? ¿Cuántos años han pasado? –preguntó. –Pues diez años, ¿no? –Sí, así es. –Bueno, este año hará diez, ¿no? –Sí, es cierto. –¡Cuánto ha llovido desde entonces! ¿No? De repente, la mujer rio en voz alta. –Vayamos por debajo del puente, ¿eh? –dijo. Una vez que dejamos atrás el recinto verde y sombrío de la estación, salimos a la plaza de enfrente. Como en una de sus esquinas había un restaurante abierto, decidimos entrar en él. Si bien ya hacía tiempo que el día había llegado a la estación, en aquel restaurante, en cambio, los más rezagados todavía erraban inútilmente entre el bosquecillo de sillas invertidas sobre las mesas. Un barman de mediana edad, vestido con 19


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