Las penas del joven Werther
Las penas del joven Werther J. W. Goethe Ilustraciones de Rosana Mesa Traducción de Isabel García Adánez
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Título original Die Leiden des jungen Werthers
Primera edición: 2015 Ilustraciones © Rosana Mesa Traducción © Isabel García Adánez Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2015 París 35-A Colonia del Carmen, Coyoacán 04100, México D. F., México Sexto Piso España, S. L. Calle Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Impresión Gracel Asociados ISBN: 978-84-15601-91-3 Depósito legal: M-16241-2015
Impreso en España
Ă?NDICE
Al lector
9
Primer libro
11
Segundo libro
75
Del editor al lector
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AL LECTOR
He recogido con diligencia cuanto he podido hallar sobre la historia del desdichado Werther y aquí os lo presento, sabiendo que me lo agradeceréis. No podréis negar vuestra admiración y vuestro amor a su espíritu y su carácter, como tampoco vuestras lágrimas a su destino. Y tú, pobre alma que en este mismo momento sientes la misma angustia que él, extrae consuelo de su sufrimiento y sea este librito tu amigo cuando, por las circunstancias o por tu propia culpa, no puedas encontrar otro más íntimo.
PRIMER LIBRO
4 de mayo de 1771 ¡Cuánto me alegro de haberme marchado! ¡Ay, mi más íntimo amigo, cómo es el corazón humano! ¡Pensar que te he abandonado, a ti a quien tanto quiero, de quien era inseparable, y que estoy contento! Sé que me lo perdonas. ¿No han estado mis demás relaciones lo bastante marcadas por el destino como para atemorizar a un corazón como el mío? ¡Pobre Leonore! Y, con todo, no fue culpa mía. ¿Fue acaso culpa mía que, mientras me procuraban una distracción agradable los caprichosos encantos de su hermana, naciera la pasión en su pobre corazón? Y, no obstante… ¿realmente estoy exento de culpa? ¿Acaso no alimenté sus sentimientos? ¿No me recreé yo mismo en aquellas tan sinceras manifestaciones de la naturaleza que tantas veces nos hicieron reír, a pesar de lo poco risibles que eran? ¡Ay, qué es el hombre como para quejarse de sí mismo! Tengo la intención, mi querido amigo, te lo prometo, tengo la intención de corregirme, no quiero seguir encerrándome en mí mismo a rumiar los fútiles males que nos depara el destino como he hecho hasta ahora; quiero disfrutar del presente y que el pasado, pasado sea. Sin duda tienes razón, amigo mío, y los hombres sufrirían mucho menos si —¡Dios sabe por qué están hechos así!— no dedicaran la fuerza de su imaginación con tanta intensidad a evocar los recuerdos de los males pasados en lugar de soportar un presente que no les importa. Ten la bondad de decirle a mi madre que me ocuparé de su asunto como mejor sepa y que le enviaré noticias lo antes posible. He hablado con mi tía y ni mucho menos he hallado en ella a la bruja por la que la tenemos en casa. Es una mujer valiente, enérgica y con un grandísimo corazón. Le expliqué las quejas de mi madre en relación con la parte de la herencia que se le negaba; ella me habló de sus motivos, causas y de las condiciones en que estaría dispuesta a ceder todo y aun más de lo que le exigíamos… En suma, ahora no quiero escribir nada al respecto,
pero dile a mi madre que todo saldrá bien. Y a raíz de esta cuestión de poca importancia en realidad he descubierto de nuevo, mi querido amigo, que en este mundo pueden dar pie a más errores los malentendidos y la dejadez que las artimañas y la maldad. Al menos estas dos últimas son claramente menos habituales. Por lo demás, me encuentro muy bien aquí. La soledad es un delicioso bálsamo para mi corazón en estos lugares paradisíacos, y la estación de la juventud templa este corazón mío que tan a menudo se estremece. Cada árbol, cada arbusto es un ramo de flores, y uno quisiera ser ese alegre insecto que anuncia el verano y se sumerge revoloteando en el mar de perfumes para encontrar allí todo su alimento. La ciudad en sí es desagradable; en cambio, la naturaleza de los alrededores es de una inenarrable belleza. Esto incitó al difunto conde de M. a construir un jardín sobre una de las colinas que aquí confluyen bellísimamente dibujando sobre el cielo los más diversos contornos y formando estos encantadores valles. Es un jardín sencillo y con sólo entrar ya siente uno que no fue planificado por un jardinero de mente científica, sino por un corazón sensible que quería disfrutarlo él mismo. Más de una lágrima he vertido ya en honor de este difunto en el pequeño pabellón de recreo, ahora bastante estropeado, que fuera su lugar preferido y que también es el mío. Pronto habré hecho mío este jardín; al jardinero le he caído en gracia después de estos pocos días, y no habrá de ser esto perjuicio suyo ni mucho menos. 10 de mayo Una maravillosa serenidad se ha adueñado de toda mi alma, como la dulce mañana de primavera que disfruto con todo mi corazón. Estoy solo y me ilusiona mi vida en estos lugares, creados para almas como la mía. Soy tan feliz, amigo mío, estoy tan inmerso en el sentimiento de existir en calma que mi arte se resiente. Ahora no podría dibujar. Ni una línea, y sin embargo nunca he sido un pintor tan grande como en estos momentos. Cuando el adorable valle parece sumido en vapor a mi alrededor y el sol en lo alto se posa sobre la superficie de la impenetrable oscuridad de mi bosque y tan sólo algunos pocos rayos alcanzan a filtrarse hasta el interior de lo sagrado; cuando me tumbo 14
entre las altas hierbas junto al arroyo y, tan cerca de la tierra, despiertan mi atención mil plantitas diferentes; cuando siento más cerca de mi corazón el movimiento perpetuo, tan intenso como delicado, de todo ese mundo diminuto entre los tallos, las incontables, inabarcables formas de los gusanitos, de los mosquitos; y siento la presencia del Todopoderoso que nos creó a su imagen y semejanza, el latido doliente de quien ama a todas las criaturas y, flotando en su amor eterno, nos regala con la vida y nos mantiene vivos… ¡ay, amigo mío! Cuando entonces anochece ante mis ojos, y el mundo a mi alrededor y el cielo dentro de mi alma descansan como el cuerpo de una amada… entonces me invade el anhelo y pienso:«¡Ojalá pudieras recrear esto, ojalá pudieras insuflar al papel lo que con tanta plenitud, con tanta llama vive en tu interior, de tal suerte que tu obra se convirtiera en el espejo de tu alma del mismo modo que tu alma es espejo del Dios infinito!». Amigo mío… Pero esto me mata, sucumbo ante la fuerza de la grandeza de estos fenómenos. 12 de mayo No sé si es que en estos lugares moran espíritus mágicos o si esta cálida y celestial fantasía que vuelve paradisíaco cuanto me rodea se halla dentro de mi corazón. Justo a las puertas de la ciudad hay una fuente, una fuente que me tiene hechizado como lo estuvieron Melusina y sus hermanas. Bajas una pequeña colina y te encuentras ante una gran bóveda natural desde la que descienden al menos veinte escalones, y en el fondo brota entre rocas de mármol el agua más clara. El murete que bordea la parte alta, los árboles altísimos cuyas cimas forman esa especie de bóveda alrededor del lugar, el fresco que se respira allí… todo resulta atractivo, escalofriante. No pasa un día en que no me siente allí durante al menos una hora. Y entonces vienen las muchachas de la ciudad a buscar agua, la tarea más nimia y al mismo tiempo la más necesaria, que antaño realizaban las propias hijas de los reyes. Estando allí me hago una perfecta idea de cómo debía de ser vivir en un patriarcado… imagino a todos aquellos antiguos, cómo conocían y cortejaban a las muchachas junto a la fuente, y cómo alrededor de las fuentes y los manantiales hay espíritus buenos flotando en el aire. ¡Ay, quien no es capaz 16
de compartir este sentimiento es que jamás se ha solazado al fresco de una fuente después de una dura caminata en pleno verano! 13 de mayo Me preguntas si quiero que me envíes mis libros. Mi querido amigo, te ruego por el amor de Dios que ni me los mientes. Ya no quiero nada que me guíe, que me aliente a nada, que alimente mi llama, pues este corazón ya hierve lo bastante por sí solo; necesito una canción de cuna y la he hallado plenamente en mi Homero. ¡Cuántas veces no acalla mi sangre enfebrecida, pues nunca habrás visto nada tan desequilibrado, tan inestable como este corazón mío! Mi querido amigo, no necesito decírtelo, a ti que tantas veces has soportado la carga de verme mudar del pesar profundo al desvarío y de la dulce melancolía a un apasionamiento fatal. Yo mismo trato mi corazoncito como a un niño enfermo; le concedo cuanto se le antoja. No lo cuentes, hay gente que me lo tomaría a mal. 15 de mayo La gente sencilla del lugar ya me conoce y me tiene afecto, sobre todo los niños. He observado una cosa triste. Cuando al principio me unía a ellos y les preguntaba amablemente por tal o por cual, algunos creían que pretendía burlarme y hasta me despachaban de malos modos. Yo no dejé que eso me desanimara, pero sentí con suma viveza lo que tantas veces había intuido: la gente de cierta posición siempre se mantendrá a una fría distancia del pueblo llano porque cree que en el acercamiento podría perder esa ventaja; y luego hay quienes escapan de su categoría y graciosos con mala fe que aparentan bajar de su nivel con el único fin de hacer notar su arrogancia a la gente pobre con mayor intensidad todavía. Sé bien que no somos iguales ni podemos serlo; pero también pienso que quien cree necesitar alejarse del así llamado pueblo de a pie con el fin de conservar el respeto es tan poco virtuoso como el cobarde que se esconde de su enemigo porque teme la derrota. 17
Hace poco fui a la fuente y coincidí con una joven sirvienta que había depositado su cántaro sobre el último escalón y miraba a su alrededor como esperando que apareciese alguna compañera para ayudarla a inclinarlo. Yo bajé y la miré. «¿Me permite ayudarla, señorita?», le dije. Se puso roja como una manzana. «Ay, no, caballero, por favor», dijo. «No me cuesta nada, mujer». Así pues, se colocó bien el rodete, y yo la ayudé con el cántaro. Me dio las gracias y subió. 17 de mayo He conocido a todo tipo de personas; compañía no he encontrado aún. No sé qué puedo tener de atractivo para la gente; son tantos a los que caigo bien y que se quedan a mi lado, y luego me duele cuando nuestro camino tan sólo comparte un pequeño trecho. Cuando me preguntas cómo es la gente de aquí, tengo que responderte: como en todas partes. El género humano no da para muchas variaciones. La mayoría dedica la mayor parte del tiempo a vivir, y el poquito de libertad que les queda los aterra tanto que buscan todos los medios para deshacerse de él. ¡Ay, el destino del hombre! No obstante, esta gente no está nada mal… Cuando a veces me dejo llevar, cuando a veces disfruto con ellos de los placeres que aún le son dados al hombre, como sentarme a una mesa en buena compañía a bromear abierta y despreocupadamente, dar un paseo, invitar a bailar en el momento adecuado y cosas así, eso surte en mí un efecto beneficioso… Lo fundamental es no caer ahí en la cuenta de que aún laten en mi interior muchísimas fuerzas más, pudriéndose por no darles salida, fuerzas que tengo que cuidarme bien en ocultar. ¡Ay, cómo angustia esto a mi corazón entero! Claro que ser malinterpretado es el destino de la gente como yo. ¡Y pensar que he perdido a la gran amiga de mi juventud! ¡Ay, acaso la habré conocido alguna vez! Me diría: ¡eres un necio! Buscas lo que no puede encontrarse en ninguna parte de este mundo… Pero sí que la tenía, sentía ese corazón, esa gran alma en cuya presencia se me antojaba que yo mismo era más de lo que era, porque era todo cuanto podía 18
ser. ¡Ay, buen Dios! ¿Quedaba entonces desaprovechada alguna de las fuerzas de mi alma? ¿No podía yo desarrollar ante ella todo el maravilloso sentir con que mi corazón abraza la naturaleza? ¿Acaso la relación que teníamos no iba tejiendo constantemente una red hecha de la sensibilidad más fina, del ingenio más agudo, y cuyas modificaciones —hasta lo irreconocible— no llevaban todas el sello del genio? ¡Y ahora…! ¡Ay, los años en que me aventajaba la condujeron a la tumba antes que a mí! Jamás la olvidaré, jamás olvidaré su entereza y su divina capacidad de sufrimiento. Hace pocos días conocí a un joven llamado V., un muchacho abierto y de facciones muy afortunadas. Acaba de salir de la universidad y no es que se las diera de sabio, pero sí que cree saber más que el resto. Además, ha sido un estudiante aplicado, como puedo notar en todo; en suma, posee bellos conocimientos. Como se enteró de que dibujo mucho y sé griego (dos auténticos portentos en estos lugares), vino a hablar conmigo sacando a relucir toda suerte de saberes, desde Batteaux hasta Wood, desde de Piles hasta Winckelmann, y me aseguró que había leído la teoría de Sulzer al completo —la primera parte— y que poseía un manuscrito de Heyne sobre el estudio de la Antigüedad. Yo le seguí la corriente. He conocido a otro hombre estupendo, uno de los secretarios del príncipe, un hombre abierto y de evidente buen corazón. Se dice que es un regalo para el alma verlo con sus hijos: nueve tiene. Sobre todo se deshacen en elogios de su hija mayor. Me ha invitado a visitarlo, y así lo haré muy pronto. Vive en una de las fincas de caza del príncipe, a hora y media de aquí, donde le fue concedido el permiso para retirarse tras la muerte de su esposa porque estar aquí, en la ciudad y en el despacho, le resultaba demasiado doloroso. Por lo demás, me he cruzado con algunos tipos harto peculiares en los que todo resulta insoportable, y lo más insufrible de todo son sus muestras de amistad. ¡Adiós! Esta carta te gustará, es lo que se dice histórica. 22 de mayo Más de uno ha tenido ya la sensación de que la vida no es sino un sueño, y también a mí me ronda constantemente. Cuando contemplo las 19
limitaciones que constriñen a diario las fuerzas para la acción y la investigación que posee el hombre; cuando veo cómo todo ese poder se canaliza en ver satisfechas estas o aquellas necesidades que, de nuevo, no tienen otro fin que prolongar nuestra mísera existencia, y luego veo que la tranquilidad que se logra investigando determinados elementos no es más que resignación ensoñada que lleva a decorar con pinturas de seres multicolores y paisajes livianos las cuatro paredes entre las que vives atrapado… Todo esto, Wilhelm, me deja sin palabras. ¡Me vuelvo hacia mi interior y encuentro todo un mundo! De nuevo, más en forma de presentimiento y de anhelo oscuro que representado con claridad y fuerza viva. Y entonces todo se manifiesta como una ensoñación ante mis sentidos, y así voy por ahí embelesado, devolviendo la sonrisa al mundo. Los niños no saben por qué desean, en eso están de acuerdo todos los maestros de escuela y consejeros de corte, tan eruditos ellos; eso sí, que también los adultos anden dando tumbos por la vida y que, como los niños, no sepan de dónde vienen ni adónde van, que tampoco actúen impulsados por fines verdaderos sino que, como los niños, reaccionen bien a los dulces y pasteles bien a los azotes, eso ya no le gusta creerlo a nadie, y mira que a mí me parece más que evidente. No tengo problema en confesarte —pues ya sé lo que me dirás a esto— que los más felices son aquellos que, como los niños, viven únicamente el presente y van por ahí con sus muñecos, vistiéndolos y desvistiéndolos, y merodean cerca del cajón donde mamá guarda con llave el pan dulce y, cuando al fin consiguen lo que tanto querían, se lo zampan a dos carrillos y chillan: «¡Más!». Esas son criaturas felices. También lo son quienes ponen títulos pomposos a sus estúpidas actividades e incluso a sus pasiones y se las venden al género humano como si fueran grandes operaciones en aras de su salud y bienestar. ¡Dichoso el que puede ser así! Sin embargo, quien en su humildad se da cuenta del sentido último que tiene —o más bien no tiene— eso, quien ve el mérito que tienen todos esos ciudadanos que se sienten felices arreglando y modelando su jardincillo para convertirlo en paraíso, y ven con qué poca pena aun el infeliz avanza por su camino jadeando bajo el peso de su losa, y todos ellos sienten el mismo interés por contemplar la luz de nuestro sol durante un minuto más… es más: ese hombre aún está tranquilo y crea su propio mundo a partir de sí mismo y es feliz por 20
el mero hecho de ser hombre. Y luego, a pesar de todas sus limitaciones, sigue albergando en su corazón el dulce sentimiento de la libertad, y la conciencia de que podrá abandonar esta cárcel cuando quiera. 26 de mayo Desde siempre sabes cómo tiendo a construir mi propio mundo, a levantar una cabañita en algún lugar donde me siento a gusto y cobijarme allí con los medios más limitados. También aquí he encontrado un pequeño espacio por el que me he sentido atraído. Aproximadamente a una hora de aquí hay un lugar llamado Wahlheim. Su ubicación sobre una colina es muy interesante, pues cuando miras hacia el pueblo desde lo alto del sendero, de repente se te abre la vista sobre todo el valle. Una amable posadera, muy solícita y llena de energía para su edad, sirve allí vino, cerveza, café; pero lo mejor de todo son dos tilos cuyas ramas desplegadas hacen las veces de techumbre de la placita de la iglesia, rodeada a su vez de casas de campesinos, graneros y granjas. Pocos lugares he encontrado donde me sintiera tan a gusto, tan en casa, así que ahora mando que me lleven allí mi mesita y mi silla de la posada, y me siento a tomarme el café y a leer a Homero. La primera vez que, por casualidad, pasé una hermosa tarde bajo esos tilos, encontré la placita muy solitaria. Todo el mundo estaba en el campo, sólo había un niño de unos cuatro años sentado en el suelo con otro, de unos seis meses, sentado entre sus piernas, al que estrechaba contra el pecho con ambos brazos, como si el mayor hiciera de sillón al pequeño, completamente tranquilo e inconsciente de la viveza con que sus ojos negros miraban cuanto les rodeaba. Para mí era un placer mirarlos: me senté sobre un arado que había enfrente y me deleité dibujando la postura de los dos hermanos. Añadí la valla cercana, la puerta de un pajar y algunas ruedas de carro rotas, todo tal y como estaba, una cosa detrás de otra, y pasada una hora constaté que había hecho un dibujo muy interesante y bien compuesto sin haber puesto lo más mínimo de mi propia cosecha. Esto reforzó mi propósito de no hacer otra cosa de ahora en adelante sino representar la naturaleza misma. 21
La naturaleza por sí sola posee una riqueza infinita, y ella sola es la que forma al gran artista. Se puede decir mucho en favor de las reglas, más o menos lo mismo que se puede decir como elogio de la sociedad burguesa. El hombre que se forme según sus modelos jamás producirá nada malo o de mal gusto, del mismo modo que quien se pliegue a las leyes y mire por el bienestar general jamás será un vecino insoportable o un energúmeno extravagante; ahora bien, cierto es igualmente que toda regla —se diga lo que se diga— destruye la verdadera capacidad de sentir la naturaleza así como su verdadera expresión. Dirás: «Eso resulta demasiado duro. La regla tan sólo establece límites, es necesario recortar las vides descontroladas, etc.». ¡Ay, mi buen amigo! ¿Te lo cuento a modo de parábola? Pasa lo mismo que con el amor. Un corazón joven se entrega por completo a una muchacha, pasa con ella todas las horas del día, derrocha todas sus fuerzas, toda su fortuna, para expresarle en todo momento que le pertenece a ella por completo. Y entonces llega el típico burgués rancio, un hombre con algún cargo público, y le dice: «Joven caballero, amar es humano, así que se ha de amar de forma humana. Repartid vuestro tiempo, unas horas para trabajar y las horas de ocio las dedicáis a vuestra amada. Calculad vuestro haber y, con lo que os sobre una vez cubiertas las necesidades mínimas, hacedle un regalo, eso no os lo prohibiré, mientras no sean demasiados… por ejemplo, por su cumpleaños o su santo». Si el hombre cumple con esto, tendremos un joven útil a la sociedad, y aconsejaría a cualquier príncipe que lo nombrara para algún cargo en una institución pública; ahora bien, con su amor ya no hay nada que hacer, y si se tratara de un artista, no habría nada que hacer con su arte. ¡Ay, amigos míos! ¿Por qué brota tan pocas veces el torrente del genio, por qué es tan raro que irrumpa como una catarata sin freno para estremecer vuestra alma llena de asombro? Mis queridos amigos, porque en ambas orillas de esa catarata viven los caballeros acomodados, cuyas casitas de jardín, arriates de tulipanes y campos de coles se echarían a perder y que, por eso, saben cómo defenderse de tan peligrosa amenaza poniendo diques y desviando las corrientes en su momento.
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