Belleza neurรณtica: Un extranjero observa Japรณn Morris Berman Traducciรณn de Pablo Duarte
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Título original: Neurotic Beauty: An Outsider Looks at Japan Copyright © Morris Berman, 2014 Primera edición: 2017 Traducción: © Pablo Duarte Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2017 París 35-A Colonia Del Carmen, Coyoacán, 04100, Ciudad de México. Sexto Piso España, S. L. C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España. www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Formación Emilio Romano ISBN: 978-607-9436-49-0 Impreso en México
Al escribir un libro sobre un país tan explorado como Japón, no esperaba descubrir cosas totalmente nuevas, sólo apreciarlas desde una nueva perspectiva… Lafcadio Hearn, carta a William Patten, 28 de noviembre de 1889
ÍNDICE
Nota al lector
11
Lista de ilustraciones
13
Agradecimientos 15 Introducción: Pensar de manera distinta
17
Capítulo 1. Japón tradicional (1): Zen, artesanía y el presente eterno
41
Capítulo 2. Japón tradicional (2) Amae, estructura de grupo y jerarquía
99
Capítulo 3. La Restauración Meiji y sus consecuencias
123
Capítulo 4. Guerra y ocupación
155
Capítulo 5. Filosofía: La Escuela de Kioto 225 Capítulo 6. Apenas, Cristal:La americanización de Japón
269
Capítulo 7. ¿Un Tokugawa Moderno? Japón como un modelo postcapitalista
303
Apéndice i. El problema de la terminología en inglés
353
Apéndice ii. La realidad del zen
357
Apéndice iii. Zen, ética y Era Axial 365 Apéndice iv. 387 Cultura otaku: entrevistas 1. Shinji, hombre, 28 años 387 2. Hoshi, mujer, 22 años 388 3. Aiko, mujer, 27 años (amiga de Hoshi) 391 4. Nanao 394 5. Ayumi 394 6. Saki 395 7.Minako 395 8. Ryutaro 396 9. Hiroki 397 Notas
399
NOTA AL LECTOR
Para los nombres en japonés que lo requieran he incluido macrones cuando se trata de la ortografía en español, excepto en los casos de nombres muy comunes, como Tokio o aikido. Los nombres propios en japonés colocan el apellido primero, pero lo he invertido para ayudar a la familiaridad del público occidental. De ahí que escriba Yukio Mishima, Kitaro¯ Nishida y demás. En el caso de las transliteraciones del chino, utilicé el sistema Pinyin (Nanjing en lugar de Nanking, etc.). Por último, en la mayor parte de los casos, en el texto mismo he cambiado los nombres de amigos y personas japonesas entrevistadas para preservar su anonimato.
LISTA DE ILUSTR ACIONES
Figura 1. Musashi, Alcaudón sobre una rama muerta.
44
Figura 2. Los «barcos negros» del comodoro Perry.
124
Figura 3. El comodoro Perry dibujado como un demonio.
138
Figura 4. La Masacre de Nanking.
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Figura 5. La bomba Little Boy lanzada sobre Hiroshima.
175
Figura 6. La destrucción de Hiroshima.
176
Figura 7. Gen. Leslie Groves.
179
Figura 8. J. Robert Oppenheimer.
179
Figura 9. Ceremonia de rendición a bordo del USS Missouri, 2 de septiembre de 1945.
192
Figura 10. MacArthur e Hirohito, 27 de septiembre de 1945
214
Figura 11. Kitaro¯ Nishida
229
Figura 12. Paseo del filósofo, Kioto
229
Figura 13. Hajime Tanabe
243
Figura 14. Keiji Nishitani
244
Figura 15. Café del búho.
294
Figura 16. Agricultura orgรกnica, prefectura de Ibaraki.
338
Figura 17. Microcasa en Horinouchi, Suginami, Tokio.
342
Figuras 18 a 20. Hoshi, disfraces de cosplay. 390 Figuras 21 y 22. Aiko, disfraces de cosplay. 392
AGR ADECIMIENTOS
Las siguientes personas fueron una ayuda inmensa para mí en el proceso de escribir este libro, así que quisiera agradecerles por su retroalimentación, tiempo y generosidad: Los profesores Yasunari Takada y Takahiro Nakajima, del Centro de Estudios Filosóficos de la Universidad de Tokio, Campus Komaba. El profesor Graham Parkes, del University College Cork, en Irlanda. Justin Ritchie, de la Universidad de British Columbia, en Vancouver. En mis viajes a Japón, las siguientes personas fueron de gran utilidad en cuanto a información y experiencia personal: David Bull Shintaro Daigo Richard Hart Ayase Hina Samuel Holden Nobuyuko Ishioka Noriko Isobe Tomimi Kondo Tomoko Kosaka Noriko Momohara Toru Ogura Kaori Oneda
Fumiya Sawa Han-nichi Tabata Ryu¯ Takebe Sobie y Ikuyo Wakabayashi Ransui Yakata Y el grupo de otaku adolescentes: Ayumi, Saki, Minako, Nanao, Ryutaro e Hiroki Quisiera agradecer especialmente a Naomi y Toru Yamazaki por su amable hospitalidad, y a Naomi por su labor como intérprete; y a Nomi Prins por su cuidadosa edición y sugerencias al manuscrito original. Estoy profundamente agradecido por el compromiso de Nomi para que este libro se publicara.
INTRODUCCIÓN: PENSAR DE MANER A DISTINTA
La cuestión no es que la cultura oriental niegue a la cul tura occidental o viceversa, ni que una incorpore a la otra. Se trata de realizar una exploración más profunda que nunca antes, hasta que ambas queden bañadas por una nueva luz. Kitaro¯ Nishida
Mi amor por Japón se remonta a más de cincuenta años atrás, cuando tenía dieciséis años. No recuerdo el contexto exacto, ni por qué un profesor de inglés en preparatoria hablaba a sus alumnos acerca del arte japonés de hacer espadas, pero lo hizo y nunca lo he olvidado. Explicó que el artesano ayunaba y rezaba durante los tres días previos a comenzar con su labor. Luego, en un estado mental dispuesto y concentrado, forjaba y templaba el metal, doblándolo sobre sí mismo para formar un «sándwich» de muchas capas que al final terminaba siendo tan delgado como una hoja. El resultado era una hoja tan dura y afilada que podía cortar un tronco de árbol de tamaño mediano como si fuera mantequilla. Quedé cautivado por esto; me hablaba de un mundo ajeno y al mismo tiempo un mundo que me era extrañamente familiar. La verdad es que por varias razones nunca me sentí parte de la pirotecnia tecnológica de los Estados Unidos, ni siquiera de niño. De modo intuitivo, su idea de «progreso» me parecía equivocada y desde más o menos los siete años en adelante me sentí como el proverbial extraño en tierra ajena. «La artesanía», escribe Glenn Adamson, del Museo de Victoria
y Alberto, «ofrece la oportunidad de “pensar de otra manera”». «La experiencia de la artesanía», continúa, «es siempre una revelación».1 Así me sucedió. No me impresionaban las toneladas de comida congelada ni los alerones en los autos producidos por los corporativos de Estados Unidos; para nada. En cambio, ayunar y rezar durante tres días completos para producir una espada de una belleza y perfección exquisitas: eso me parecía impresionante en definitiva. Era evidencia de una forma de vida completamente distinta, basada en el cuidado y la atención. Desde muy temprana edad entendí que tenía que haber una relación entre la calidad de la espada y la calidad de la mente que la produjo. De algún modo, sabía que eso era en términos generales lo que quería hacer con mi vida. Como ya dije, esta sensibilidad era previa a la epifanía ocurrida en mi clase de inglés. Como preadolescente, presencié la destrucción de mi ciudad natal con asombro y consternación. Primero, arrancaron las vías del trolebús para dar paso al horrible sistema de autopistas interestatales. Poco tiempo después pavimentaron nuestra calle de ladrillo para que los autos pudieran acelerar por ella sin tener que frenarse. Paso a paso, cualquier cosa que tenía arte o personalidad fue desmantelada y reemplazada hasta que la ciudad se convirtió en una ciudad estadounidense más, homogénea y aburrida. Todo era prisa, prisa, sin ningún propósito humano. «Lo convirtieron en tierra yerma y lo llamaron progreso», para parafrasear a Tácito. En cualquier caso, Japón permaneció en mi mente. No era yo el primer estadounidense en encontrarme con una versión romantizada de aquel país, una cualidad de vida que añoraba en la mía.2 Años más tarde —ahora a los veinte— apareció un popular anuncio en una revista (¿era loción para afeitar? No recuerdo) que mostraba a un caballero elegantemente vestido, rodeado de las clásicas pantallas japonesas hechas de papel y madera [shoji], sentado en una mesa sobre la que estaba colocado un tablero de Go (Go es un juego de mesa japonés en el que los jugadores alternan colocar piedras blancas y negras 18
sobre una cuadrícula). La frase que acompañaba al anuncio decía algo como «Se siente como en casa en mundos que la mayoría no sabe que existen». Y recuerdo que de joven me identificaba con ese hombre, quería ser como él, y penetrar aquellos mundos fuera de este mundo. Unos años más tarde comencé a jugar Go… y me pareció tan complejo (a pesar de su aparente simplicidad) que me di cuenta de que tendría que decidirme entre ser escritor o convertirme en un jugador profesional de Go; hacer las dos cosas era imposible.3 Más o menos por la misma época, comencé a trabajar en lo que sería mi único best-seller, El reencantamiento del mundo. El libro era una exploración de aquel mundo premoderno perdido, específicamente el de la ciencia medieval de la alquimia, una práctica muy similar conceptualmente a la fabricación de espadas japonesas. No es que los alquimistas transmutaran el plomo en oro (algo que tiendo a dudar), sino que el arte implicaba una relación entre la materia y el espíritu que resultaba ser muy «difusa» o que se traslapaba. Desde nuestro punto de vista, una relación ausente de la tecnología moderna, carente del componente espiritual. Después de todo, en esta última las máquinas construyen a las máquinas; el resultado no depende de la pureza del espíritu del operador, ni de algún tipo de disciplina mental (todo lo que el trabajador debe hacer en realidad es supervisar la línea de producción). Pero en la tradición de la artesanía —y esto se aplica a todas las artesanías tradicionales japonesas, así como a la alquimia medieval europea— la materia y el espíritu se reflejan mutuamente, la una permea al otro y viceversa, por decirlo de alguna manera. Tenían un sentido; uno no producía objetos por el simple hecho de inundar el mercado o para conseguir ganancias cada vez mayores. El cuidado, la dedicación, el sentido de comunidad, la paciencia infinita y el genuino propósito: tales fueron las pérdidas colaterales en la carrera hacia la modernidad. Esta tensión entre lo medieval y lo moderno, entre digamos Oriente y Occidente, no representa un problema para la mayoría de los estadounidenses de hoy; nunca aparece en 19
su radar. Es improbable que entiendan lo que Octavio Paz quiso decir cuando escribió que «La artesanía es el latido del tiempo humano». Como lo dijo Alan Watts, «las personas con prisa no pueden sentir» —en especial si no van a ninguna parte, añadiría yo—. Pero la constelación de artesanía y dedicación sigue siendo un tema para los japoneses, como veremos en este libro, y el resultado de esto es una cultura que resulta absolutamente fascinante, en parte debido a sus contradicciones que desquician, pero brillantes (de ahí el título del libro).4 Como ya dije, es obvio que no soy el primer estadounidense en hallar en Japón lo que no tenía en Estados Unidos. Mucho antes de mí Lafcadio Hearn, y décadas después de Ruth Benedict, los estadounidenses se han interrogado acerca del enigma que es Japón. En su libro The Great Wave, Christopher Benfey cuenta cómo, en los años siguientes a la Guerra Civil, las clases intelectuales y artísticas de Nueva Inglaterra buscaban recuperar su asidero filosófico y espiritual, y comenzaron a mirar hacia el «viejo Japón» en busca de equilibrio y perspectiva. En el último cuarto del siglo xix en particular, hubo un boom de todo lo que tenía que ver con Japón: grabados de plancha de madera, vasijas de cerámica, judo, geishas, samuráis y demás. Emerson y Thoreau se interesaron en el budismo desde la década de 1840, y las viejas familias bostonianas continuaron con esta costumbre. Estaban insatisfechas con el comercialismo vulgar de la nación, al que consideraban sórdido, y voltearon hacia Japón como una posible alternativa de pensamiento (y de forma de vida). Mark Twain llamó a este periodo la Edad de Oropel, porque creía que una verdadera Edad de Oro era imposible en Estados Unidos. Lo que esta última podría lograr, escribió, era una pátina dorada, con desechos bajo la superficie. En Japón, en cambio, los bostonianos hallaban un orden social alternativo, con una aristocracia hereditaria y tradiciones estéticas muy antiguas. En el sacrificio personal del samurái vieron el ethos puritano; en la austeridad del budismo zen, un rechazo de la ostentación victoriana. La ironía de todo esto era que al mis20
mo tiempo que estos personajes se enamoraban del viejo Japón, Japón se reinventaba como Estado moderno. La Era Meiji (1868-1912) corresponde a grandes rasgos con la Edad de Oropel, y en un periodo de cerca de veinticinco años esa nación pasó de ser una sociedad feudal a convertirse en una potencia internacional. Pero nos estamos adelantando.5 Para decirlo de otra manera: hace algunos años, en mi libro Las raíces del fracaso americano, expuse que a partir del final del siglo xvi en el continente americano existían dos tradiciones: una dominante, asociada con la expansión económica, el esfuerzo y la innovación tecnológica, y una marginal, promovida por personas como Emerson y Thoreau y Lewis Mumford y Jimmy Carter, quienes consideraban que los valores de la tradición imperante estaban muy equivocados y a fin de cuentas eran destructivos. Esta tradición marginal nunca logró hacerse escuchar, desde el punto de vista político, y como resultado Estados Unidos se desequilibró tanto que ahora está «volcándose» debido a su «éxito» comercial unidimensional. Algunos de los voceros de esta tradición alternativa viajaron fuera del país en busca de un modo de vida distinto. El profesor estadounidense Edward Morse, por ejemplo, estudió la ceremonia del té (c. 1878), y descubrió un mundo de «rústica sencillez, irregularidad, colores enmudecidos y contrastes entre lo rugoso y lo suave» —la estética wabi-sabi asociada con el maestro del té del siglo xvi, Sen no Rikyú—. Morse descubrió que los japoneses se regocijaban en lo irregular, lo tosco, y lo inesperado de la naturaleza y describía para sus contemporáneos «un país de sencillez y gusto», un sitio en el que uno podía volver a ser pleno espiritualmente. En 1885 pubicó Japanese Homes and Their Surroundings, que se convirtió en un libro muy influyente. Morse escribió que la arquitectura japonesa se basaba en la «ausencia»; reflejaba lo fugaz y lo austero. Esta idea de la «vida sencilla», que discuto en Las raíces del fracaso americano, también fue promovida por grupos como los cuáqueros y los shakers (de hecho, las artesanías shaker son sorprendentemente similares a sus contrapartes japonesas).6 También te21
nía mucho en común con el movimiento de Arts and Crafts y con la visión de John Ruskin y William Morris, cuya obra era muy popular entre estos círculos (véase el capítulo 1).7 La fascinación estadounidense con Japón plantea una cuestión importante para todos los estudios antropológicos, o más general aún, para todos los estudios de culturas extranjeras: ¿qué es lo que vemos en realidad? Este grupo de bostonianos veía en Japón algo que le hablaba directamente a sus necesidades espirituales, algo muy similar, quizá, a mi propia epifanía a los dieciséis y mi revulsión ante el concepto de progreso estadounidense. ¿Vi entonces y veo ahora a Japón como fue/es realmente, o se trata de una visión fantástica del país? Sin duda para el grupo de Boston, y para mí —por lo menos a los dieciséis—, Japón era el Otro por excelencia, algo verdaderamente exótico. Y como dijo un escritor japonés (en un comentario a la obra de Jun’ichiro¯ Tanizaki): «el exotismo es el intento de hallar algo que falta dentro del ser en un objeto o una persona que es extrajera, extraña o distante. En ese sentido puede definirse como un acto de recuperación del ser proyectado hacia el exterior».8 Puede ser entonces que todo se reduzca a esto: ¿es posible que un estadounidense observe a Japón y no vea a Estados Unidos reflejado en un espejo? Cuando leí a los autores clásicos —Hearn y Benedict, por ejemplo, o Donald Richie más adelante— no pude evitar la impresión de que describían el anverso de Estados Unidos tanto como describían a Japón. Necesitamos observar con más cuidado este fenómeno; Ruth Benedict quizá sea lo mejor para comenzar. El estudio de Benedict se titula El crisantemo y la espada, y fue publicado en 1946. Fue el resultado de su involucramiento con la Oficina de Información de Guerra durante la Segunda Guerra Mundial, como parte del esfuerzo por «conocer al enemigo» —es decir, el intento por entender el carácter nacional y la psique japonesa para conducir mejor la guerra y la subsecuente ocupación—. La evaluación antropológica de Benedict incluía los siguientes puntos: 22
1. Los japoneses creen en la primacía del espíritu sobre la materia. Veían la guerra entonces como un conflicto entre su propia fe en el espíritu japonés y la fe estadounidense en el equipamiento bélico y la tecnología. «Los buques y los cañones», escribió, «eran tan sólo la manifestación exterior del inquebrantable “espíritu japonés”». Eran símbolos, igual que la espada del samurái había sido el símbolo de la virtud (o como el fabricante de espadas, de su arte, de su dominio espiritual de la materia). Para los japoneses, el espíritu es eterno; la materia viene y va (véase el apéndice i para una elaboración más detallada de este punto). 2. Los japoneses creen en la superioridad del grupo o de la comunidad sobre el individuo, y en la jerarquía por encima de la igualdad. Mientras que en Occidente, dijo Benedict, rebelarse ante las convenciones se toma como un signo de fortaleza, en Japón es visto como una señal de inmadurez. Para el japonés, los fuertes son aquellos que se conforman, quienes cumplen con sus obligaciones, quienes conocen su lugar en la jerarquía y siguen el código social aceptado. 3. Japón es una cultura de la vergüenza, más que una cultura de la culpa. Es decir, se basa en sanciones externas para obtener el comportamiento adecuado, más que en una noción internalizada del pecado. La vergüenza requiere un público; la culpa no. Entonces podría decirse que la ética en este caso es «situacional». 4. La disciplina personal es algo que debe cultivarse por sí misma; no algo que se cultiva para alcanzar un fin particular (por ejemplo, durante el entrenamiento atlético), como en Estados Unidos. El «espíritu japonés» gira alrededor de la noción de autocontrol. El japonés no ve esto en términos de sacrificio personal o frustración, sino como algo que fortalece el estó23
mago [hara], el centro del control. Una disciplina así, dicen, bruñe el «óxido del cuerpo»; convierte al individuo en una espada brillante y afilada.9 El crisantemo y la espada fue un absoluto best-seller en Japón, mientras que el interés estadounidense se limitó a los círculos académicos. Para 1999, el libro había vendido más de 2.3 millones de ejemplares en su traducción al japonés, y una encuesta realizada en 1987 reveló que más de una tercera parte de los japoneses habían escuchado mencionarlo. Incluso se cita en los libros de bachillerato japoneses, y con frecuencia se asigna en cursos universitarios. Además, muchos estudios famosos en Japón que siguieron sus pasos, como los que realizaron Chie Nakane y Takeo Doi (véase más adelante, el capítulo 2), tomaron la aproximación holística de Benedict a la cultura japonesa como su paradigma. No obstante ciertas críticas a la obra y el hecho de que Benedict no haya ni leído ni escrito en japonés, existe un consenso general en Japón de que ella «nos entendió». Un especialista apuntó que los lectores japoneses se conmovieron con el libro gracias a su capacidad para mostrarle a ellos mismos quiénes eran realmente.10 ¿En específico, cuál es su atractivo? Depende de qué actitud tenga uno ante la lista de características nacionales japonesas propuestas por Benedict. Para los estadounidenses son conceptos extraños, indeseables incluso. Los estadounidenses creen en la ciencia y en la tecnología, no en un «espíritu» indefinible; sin duda Hiroshima dejó clara esta cuestión, ¿no es cierto? Los estadounidenses son (en teoría por lo menos) individualistas vigorosos, y no gente que se amolda a la presión grupal o que acepta pasivamente su lugar en la jerarquía. La cultura estadounidense es una cultura de la culpa, puritana desde el primer día; las nociones de pecado y de conciencia individual son cruciales para el comportamiento estadounidense. Y por último, hay muy poca noción de la virtud estoica en Estados Unidos, de convertirse uno mismo en una «espada brillante y afilada». Los estadounidenses entrenan para un propósito particular, claro, como 24