Bola negra, adelanto

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L A BOL A DE LOS SUEÑOS INSOMNES M AR I O B E L L ATI N


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Le he pedido a un compañero de la orden que tome asiento a mi lado para informarle —mientras hierve el agua del té— que ayer me escribieron no solo para contarme que el Súcubo Liniers me ha convertido en un personaje, sino también para notificarme de la muerte del escritor checo Bohumil Hrabal. Le voy diciendo al joven Alí —mi compañero de orden— que, por lo visto, al final de sus días el autor no pareció soportar la soledad demasiado ruidosa que se vio obligado a sobrellevar en el asilo donde se encontraba recluido. En efecto, Bohumil Hrabal trepó al alféizar de una de las ventanas superiores y saltó al vacío. Me contaron que durante los últimos tiempos estuvo obsesionado con el trajinar de las palomas. Las veía a través de los vidrios del pabellón donde se ubicaba su cama. Quizá deseó convertirse en un ave más, me sugirieron en el mensaje. Quien me enviaba aquellas noticias —tanto de la acción llevada a cabo por el Súcubo Liniers como de la caída del escritor— era una antigua psicoanalista. Una terapeuta con la que compartí infinidad de sesiones. Recuerdo que en ese entonces las terapias no las pagaba con dinero, sino con textos. Es cierto que en mi vida he seguido, en distintas ocasiones, tratamientos de ese tipo. Los necesité, entre otros motivos, porque para nadie es sencillo soportar ser hijo de una mujer de la calle. Haber pasado por una guerra. Sufrir los embates finales de una invasión extranjera llevada a cabo sin ninguna contemplación. Mirar cómo una ciudad es invadida y saqueada por fuerzas enemigas. Contemplar la muerte de un soldado alemán, a quien me acusaron de alimentar más de la cuenta. Dejar que


me destrozaran las manos en la plancha de un yunque. Emprender un largo viaje a un país, México, donde la convivencia con la muerte está presente desde la oscuridad de los tiempos. No fue sencillo tampoco haberme convertido en escritor. En propietario, además, de un salón de belleza decorado con peces de colores. No fue fácil sobrellevar el abandono de un esclavo y, menos aún, asumir las responsabilidades propias de un ave de rapiña. Aquel esclavo huyó dejando atados a los veinte perros que le había dado la orden de cuidar. Creo, sin embargo, que debí recurrir más de una vez a un analista principalmente para soportar el golpe emocional que significaron las visitas de un filósofo que, en el cuarto que rentaba entonces para llevar a cabo mi oficio de escritor, se convertía en travesti. Con el tiempo me volví, por otra parte, un monje de bajo perfil. Acepté el encargo, junto a un aspirante —el joven Alí—, de dejar todo listo los jueves en la mezquita, antes de la llegada de los fieles. Accedí, de igual forma, a realizar distintos viajes de trabajo. Aunque creo que el más importante —la travesía en busca de los restos del niño asesino— lo llevé a cabo sin ninguna razón en particular. He leído, también, una serie de libros acerca de Rudolf Steiner y Joseph Beuys. Incluso visité, en más de una ocasión, la ciudad de Dornach, donde Rudolf Steiner mandó construir el imponente Goetheanum. En muchas de las sesiones de psicoanálisis he descrito cómo atiendo las quejas de los clientes del salón de belleza. También la manera en que lloré —eso ocurrió hace relativamente poco— por la muerte del filósofo


travesti que me frecuentaba y que fue atacado de un momento a otro por una esclerosis múltiple. Pero el verdadero síntoma que me llevó a consulta por primera ocasión fue la falta de dinero. En ese tiempo —ya no recuerdo a qué etapa de mi vida me estoy refiriendo— estaba incapacitado para cobrar o pagar por algún bien o servicio. Esa conducta provenía quizá de algún daño de índole mental que deben haberme causado los años de la guerra. Aquel trauma tal vez sea otra prueba de que nunca llegué a instalar un salón de belleza —que finalmente se convertiría en un moridero—, y de que son mentira también muchas de las cosas que les he ido contando. Que estos pasajes literarios no son sino de fragmentos de una obra, El libro de Orígenes, que estoy escribiendo en estos momentos. De un texto que habla, entre otros asuntos, de la manera en que los peces pueden influir en el ánimo de las personas. Por ejemplo, cuando me aficioné a las carpas doradas, además del sosiego que podía causarme su simple contemplación, siempre buscaba algo dorado para salir vestido de mujer por las noches. Ya fuera una cinta, los guantes o las mallas que me ponía en esas ocasiones. Pensaba que llevar algo de ese color podía traerme suerte. Salvarme, tal vez, de un encuentro con las bandas pagadas por las autoridades que rondaban por la ciudad. Muchos terminaban muertos después de sus ataques. Aunque casi siempre salir con vida era peor. En los hospitales trataban con desprecio a las víctimas. La mayoría de las veces ni siquiera deseaban recibirlas. Me parece que a partir de entonces nació en mí la compasión necesaria para recoger a alguno que otro


herido que no tenía a dónde acudir. Tal vez de esa manera se fue formando el moridero que ahora regento. Bastante pronto me cansé de tener exclusivamente guppys y carpas doradas decorando el salón. Creo que se trata de una deformación de mi personalidad: dejan de importarme pronto las cosas que me atraen. Lo peor es que después no sé qué hacer con ellas. Al principio fueron los guppys: me parecieron demasiado insignificantes para los majestuosos acuarios que tenía en mente formar. Sin remordimiento dejé gradualmente de alimentarlos con la esperanza de que se fueran comiendo unos a otros. A los que quedaron con vida los arrojé por el excusado que instalamos en la parte de atrás. Así fue como los acuarios quedaron libres para recibir peces de mayor jerarquía. Los goldfish fueron los primeros en los que pensé. Pero, dándole vueltas al asunto, recordé que son demasiado lerdos, casi estúpidos. Yo deseaba algo colorido pero vivaz, para así pasar las horas en las que no había clientes observando cómo se perseguían unos a otros o se escondían entre las plantas acuáticas que tengo sembradas sobre las piedras del fondo. ¿CREEN USTEDES QUE EXISTA ALGUNA RAZÓN MÁS PODEROSA QUE LA FALTA DE DINERO PARA SOMETERSE A UN ANÁLISIS DE ORDEN PSICOLÓGICO? No es fácil —y espero que lo comprendan en toda su extensión— llevar tantas vidas al mismo tiempo. Por favor, les solicito, con la mayor deferencia posible, que no me interroguen de manera directa con relación a mi psique. ¿Por qué me preguntan, precisamente ahora, sobre temas tan fuera de lógica? Solo podría entender


como único motivo de interés para cuestionamientos semejantes la curiosidad que les pueden producir las repetidas menciones al salón de belleza. Pero todo esto que les cuento no tiene mayor importancia. Ahora nos encontramos dentro del libro Bola negra creado por el Súcubo Liniers. En una historia oriental. Asistimos a cacerías de orugas, a luchas de Sumo, a dietas estrictas donde el único alimento permitido es un cuenco diario de arroz. A la visión de una pareja en la que, luego de contraer matrimonio, uno decide pintarse la dentadura de negro y el otro cambiar las piezas originales por dientes de oro. Es cierto que doy la apariencia de querer huir del universo del Súcubo Liniers y por eso menciono más de la cuenta no solo el salón de belleza, sino aspectos de la guerra que tuve que sufrir. Siempre estoy preocupado por los moribundos que debo atender en mi salón. También de las actividades que llevo a cabo dentro de la mezquita donde realizo las labores propias de un monje de bajo perfil, en compañía de un joven llamado Alí. Es cierto que años atrás me burlé de la gordura de la hermana de mi compañero de milicia. Señalé las cosas que hacía en la parte trasera de su casa con el anciano que cortejaba a su madre. En esa época ya había entrado el nuevo régimen en acción. Tanto aquella madre como la mía habían dejado atrás su vida anterior y se presentaban ante la gente como un par de viudas de pasado inocuo. Era por eso que algunos caballeros las cortejaban según las normas establecidas. Aunque ahora que lo advierto, todo no era más que una simulación. El nuevo régimen había tratado de ocultar


solo de manera superficial la antigua sociedad. Tampoco los caballeros eran tales. Se trataba de expresidiarios o desertores de antiguas guerras. No sé si ya les he contado que, en cierta ocasión, recibí un tratamiento de electrochoques. Que, inducido por el esclavo que mantenía entonces —aquel que abandonó los veinte perros que le había encargado—, fui trasladado a una camilla equipada con los electrodos adaptados para mis sienes de águila imperial. Me da la impresión de que ante ustedes estoy tratando de crear certeza y desconcierto de manera constante. Por ejemplo, estoy seguro de que saben que no soy el monje de bajo perfil que, junto al joven Alí, debe preparar la mezquita para las reuniones semanales. Tampoco quien recibe las visitas de un filósofo travesti en su habitación. En realidad, soy únicamente un personaje del libro Bola negra del Súcubo Liniers. Quizá esa sea la razón por la cual soy, al mismo tiempo, escritor, estilista, enterrador de muertos, monje de bajo perfil, viajero consuetudinario y ave de rapiña sometida a un tratamiento de electrochoques. Recuerdo las veces en que cubría con mi gran cuerpo de águila el del esclavo, obligándolo a sumergir la cabeza por varios minutos en el terreno cenagoso del falansterio que habitábamos. En ese tiempo cierta escritora decidió regalarme un acuario de medianas proporciones, ya que los peces que su hijo criaba habían ido muriendo a pesar de los esfuerzos realizados para impedirlo. Yo nunca antes había experimentado vivir con peceras al lado. En esa época acababa de conseguir la pequeña casa donde me instalé poco después de llegar a México. Luego


de aceptar el obsequio, visité un establecimiento especializado en peces, de donde salí llevando una bolsa con los ejemplares de más fácil crianza en su interior, después de hacerle varias preguntas al vendedor. Coloqué el pequeño acuario al lado de mi máquina de escribir y, en lugar de concentrarme en mis actividades de siempre —es decir, en escribir—, me dediqué a mirar con atención lo que ocurría en la pecera. Aunque cumplí con los requerimientos necesarios, aquella experiencia no terminó bien. Había colocado los peces acabados de comprar —dos hembras y un macho— según las especificaciones que me dieron los empleados del establecimiento. Luego de dos días el macho amaneció muerto. Apenas lo noté, advertí que las hembras realizaban movimientos extraños. Comprendí al instante que los giros que llevaban a cabo tenían como finalidad comérselo. Saqué rápido a la víctima. Experimenté cierta aversión al tocarla. Utilicé para ejecutar la tarea el guante de hule con el que aplicaba los tintes a los clientes. Dos mañanas más tarde descubrí la presencia de infinidad de pececillos. Una de las hembras había estado preñada y acababa de parir. Una hora después me acerqué nuevamente y pude notar que de los recién nacidos quedaban sólo unos cuantos. No había duda de que entre las hembras se los habían estado comiendo. Media hora más tarde nadaban solitarias como si nada fuera de lo normal hubiera sucedido. En ese momento me arrepentí de haber aceptado aquel regalo y me deshice de los ejemplares que quedaban. No imaginé que en ese pequeño recipiente de agua fresca pudieran ocurrir sucesos semejantes.


A partir de ese momento me quedé sin nada que mirar. TAL VEZ, DADA LA NATURALEZA DE LA PERSONA —UNA PSICOANALISTA— DE QUIEN PROVENÍA LA INFORMACIÓN SOBRE LA MUERTE DEL ESCRITOR BOHUMIL HRABAL, ME PUSE A PENSAR DURANTE ALGUNOS DÍAS EN PALOMAS. O quizá reflexioné sobre esas aves porque suelo hallar en la conducta de los animales ciertas respuestas para mi escritura. Me pareció que cabía la posibilidad de que las palomas hubieran exasperado a Bohumil Hrabal al punto de llevarlo al suicidio. Hoy mis perros —en efecto, cuento con dos canes— mataron precisamente una paloma. A pocas cuadras de mi casa, como producto de la lluvia de la noche anterior, se había formado un charco en medio de un pasaje peatonal. Algunas personas se encontraban reunidas allí. Estaban de pie, frente a una mujer que ofrece comida ambulante en las mañanas. Las aves comían los restos que les arrojaban. Yo había salido del moridero con mis perros momentos antes. Al llegar al pasaje apresaron a una de las aves y la dejaron malherida en medio del agua. La gente protestó. Yo huí. Los perros me siguieron. Mientras caminábamos, los canes se detenían y giraban la cabeza hacia la presa vencida. Seguramente deseaban seguir mordiéndola. O tal vez traerla para ofrendármela como trofeo. Escuché que alguien gritaba a mis espaldas. Ordenaba que levantara el cuerpo y lo colocara sobre el árbol. Seguramente creía que para una paloma era más digno morir en una rama. Pensé entonces en la cada vez más complicada relación con los animales. No fue una reflexión


nueva. Lo he meditado desde la época en que vivía en un árbol, junto a un esclavo —aquel con quien habité en un falansterio y que dejó abandonados los veinte perros a su cargo—, y yo era reclamado con vehemencia por el zoológico de la ciudad para ser exhibido públicamente como un ave de rapiña portentosa. Ustedes conocen la importancia que tiene la presencia de peceras en mi salón de belleza. Saben que las mantengo con el fin de que se lleven a cabo de la mejor manera posible las transformaciones estéticas que ocurren en ese lugar. Las peceras siguen aquí, incluso cuando el salón se ha convertido en un lugar para ir a morir. Sin embargo, a pesar de esta situación que puede parecerles penosa —cuidar a un grupo de moribundos—, siento que se ha instalado cierto orden en mi vida. Aunque me parece triste la forma de haberlo conseguido. Se acabaron de pronto las aventuras callejeras, las noches pasadas en celdas durante las redadas policiales, las peleas a pico de botella que se suscitaban cuando alguien trataba de quitarme alguna conquista lograda momentos antes. Aquellas escenas violentas se generaban casi siempre en los bares a los que asistía. Eran los tiempos en que el salón gozaba de su mayor esplendor. Aunque, mientras mejor le iba al negocio, yo me sentía más solo por dentro. En ese entonces llevaba una vida que podría considerarse disipada. Pese a todo, cumplía de manera correcta con mis obligaciones. Sin embargo, esperaba con ansia los días de la semana que había señalado, junto a mis empleados, para salir vestidos de mujer. Pero lo que en verdad deseo informarles es que cuando los clientes empezaron a ser


hombres enfermos que pedían asilo y no mujeres en busca de la belleza, sentí cierto cambio en mi personalidad. Me volví, entre otras cosas, más responsable. La primera vez que acepté a un enfermo lo hice porque me lo pidió uno de los empleados que trabajaba conmigo. Me dijo que un conocido suyo estaba al borde de la muerte y no querían recibirlo en ningún hospital. Su familia tampoco deseaba hacerse cargo. Se habían visto obligados a acomodarlo debajo de un puente. En efecto, hasta ese lugar lo habían llevado algunos bienintencionados. Para aminorar los escalofríos que lo acometían lo abrigaban con papel periódico adherido al cuerpo. El empleado me rogó que lo recogiéramos. Acepté sin pensar demasiado en las consecuencias. Si me hubieran hecho esa súplica en otro momento, jamás habría permitido que el salón se transformara en un lugar propicio para la muerte. Aquel enfermo falleció un mes después. Recuerdo el afán con que tratamos que se restableciera. Para eso convocamos a médicos y enfermeras. Recurrimos también a sacerdotes y a personas que se dedican a la curandería. Hicimos colectas entre los amigos para adquirir los medicamentos prescritos. Sin embargo, nuestros esfuerzos fueron inútiles. La conclusión fue simple: el mal no tiene cura. A partir de esa experiencia tomé la decisión de que lo más adecuado era una muerte rápida en la mejor de las condiciones. Desde entonces aquellos enfermos comenzaron a contar con una cama, un plato de sopa y la compañía de otros afectados. De haber entrevisto las consecuencias de aceptar al enfermo del puente, estoy seguro de que en ese momento habría


actuado como un ave de rapiña más. Le habría pedido a mi empleado que me mostrara el lugar exacto donde mantenían al sujeto envuelto en periódicos para, en pocos minutos, acabar, utilizando en forma despiadada mis garras y mi pico, con su sufrimiento. EN LA RAMA DEL ÁRBOL DEL FALANSTERIO QUE HABITÉ DURANTE ALGÚN TIEMPO CON EL ESCLAVO CONFUNDÍA CON FRECUENCIA CUÁL DE LOS DOS ERA EL ANIMAL. Había momentos en que ignoraba si el ser irracional era el esclavo o si eran los canes. Pensé también en ese momento —como lo saben estoy describiendo el instante en que mis perros mataron a una paloma— en la impresionante cantidad de insectos que nos rodean. En lo nocivos que pueden llegar a ser. Eso lo podemos comprobar leyendo el Bola negra del Súcubo Liniers. Aparte del suceso ocurrido con mis perros y la paloma —y el mensaje de la analista donde me contaba que el Súcubo Liniers me había convertido en personaje del libro Bola negra y que el escritor Bohumil Hrabal se encontraba muerto—, recibí también una llamada donde me informaron que acababa de morir el perro que ocho años atrás le había entregado a una de mis editoras. El animal había sido envenenado por un sapo. Estaba desolada. Había llevado el perro a una casa de campo donde ocurrió el accidente. En el momento de la llamada, la editora estaba en la sala de espera de un horno crematorio para animales domésticos. Cuando escuché la noticia, yo no había sacado aún a los perros. Después del incidente en el pasaje peatonal, como lo señalé, regresé al moridero. Los perros estaban excitados. Ignoro si


por el asunto de la paloma o porque no habían realizado completo el paseo matutino. Daban vueltas a mi alrededor. Sin hacerles caso, pensando que los sacaría nuevamente a media mañana, me acomodé en mi estudio y abrí por fin el libro Bola negra del Súcubo Liniers. Contemplé su portada verde. La bola, efectivamente negra, al centro. El verde que cubre la superficie me dio la impresión de provenir de algo sintético. Sentí que se trataba del verde adecuado para acompañar el trance que significa discurrir a través de un libro semejante. El verde ideal para describir la escena de una paloma tirada en un charco creado por la lluvia nocturna en plena ciudad. De ese color han debido ser también las hojas del árbol donde los sujetos me urgían a colocar el cuerpo. Sin duda es el tono que adquirió el sapo venenoso luego de descargar su veneno. Esa bola podía representar el interior del universo. Yo soy de los pocos que saben que se trata de una suerte de bolo alimenticio en el que se convirtieron tanto el insecto hallado en las selvas del África como Endo Hiroshi, el entomólogo que lo encontró. Cuando abrí el libro, comprendí que en realidad se trataba de la bola oscura de donde surgen la mayoría de mis pesadillas. Aquellas sobre las cuales no tengo el valor de escribir. En la primera página me veo frente a un atril colocado en medio de un escenario. Aparezco sin brazo. Hay una gran cantidad de público presente en el auditorio. Vuelvo a advertir la falta del brazo. Me sorprendo. Mi cabeza luce rapada. Se dibuja a la perfección el corte de la camisa de sacerdote que utilizo cuando no llevo una túnica negra. Estoy nervioso. No creo ser capaz de


soportar encontrarme sin brazo en medio de un auditorio. Miro con más detenimiento el libro Bola negra del Súcubo Liniers y descubro mis dientes. Cada vez se hacen más grandes. Aparecen ya de manera nítida cuando por fin llego al micrófono para comenzar a leer en voz alta el texto. PIENSO EN EL PERIODO EN EL QUE REDACTÉ BOLA NEGRA. Se trata del relato sobre un entomólogo que acaba con su vida comiéndose a sí mismo. Recuerdo que fue publicado varias veces y en distintos idiomas. En esta ocasión el Súcubo Liniers —a quien, imagino, todos conocen— me dibujó como figura que lo narra en público. Frente al micrófono me limito a repetir el libro tal cual. El texto se llama Bola negra y lo escribí algunos meses antes de irme a vivir a un falansterio seguido por un esclavo y una jauría de perros. Al Súcubo Liniers lo conocí en un poblado del Sur —el último habitado si uno se dirige hacia la Antártida. Lo encontré en una de las caminatas matutinas que emprendía por el litoral. Hay un cómic que hace alusión a ese momento. Uno en donde el Súcubo Liniers me dibuja con un arco iris saliendo del centro de la cabeza. A través de las peculiares cartas que acostumbra enviar y previo a la elaboración de Bola negra, El Súcubo Liniers me hizo una serie de preguntas. Le contesté que, en efecto, poco después de llegar a México instalé un salón de belleza. Sin embargo, a pesar de tener un negocio propio no podía apartar de mi cabeza las imágenes de las bombas lanzadas por las fuerzas enemigas, de la repartición de las latas de carne para los damnificados y de la muchedumbre reclamándome con furia en medio de la


plaza. Imágenes parecidas a las que reproduce con nitidez en el libro Bola negra. Los paisajes tras la batalla presentes en varias de sus páginas demuestran que los finales de las guerras suelen parecerse. Mirando el libro Bola negra del Súcubo Liniers observo, como lo he expresado, escenas de campos de guerra similares a las que viví en su momento. La gente comiendo carne de rata bajo la apariencia de delicados sushis. Los niños atrapando moscas para triturarlas y venderlas después a manera de miso. Advierto que estoy presente en la mayor parte de estas imágenes. Creo que soy capaz de entender mejor que nadie, por ejemplo, el horror que puede significar para una pareja que se ama y cuenta con un hijo científico la imposibilidad de casarse porque la cocinera de la casa mantiene aún presente en la encía alguna pieza dental. Es, como saben, uno de los preceptos más importantes del profeta Magetsu, líder espiritual de los protagonistas del libro: los dueños de casa no se podrán unir en matrimonio hasta que la cocinera no se incorpore a la “Caravana de los seres desdentados”, como se conoce el desfile de ancianos imposibilitados ya de comer que van en grupo a morir en las alturas del monte principal. Yo he apreciado, prefiero omitir las circunstancias, el horror de las cocineras, quienes, con toda la energía de la que son capaces, se niegan a abrir la boca el día en que se le cae el último diente. Ser testigo de aquello fue peor que advertir cómo el esclavo a mi cargo dejó amarrados a los perros bajo su custodia para que murieran de inanición en un recodo del falansterio donde habitamos por algún tiempo. Las enseñanzas del profeta


Magetsu —quien, como saben los protagonistas del libro, no tuvo una sino varias muertes— son preceptos que nadie puede dejar de cumplir. Fue él quien demostró que la mejor manera de desaparecer de este mundo es comiéndose a sí mismo. Para llevar a cabo ese trance, que significó su muerte definitiva, contó con la ayuda de su discípulo Oshiro. En las páginas del libro Bola negra del Súcubo Liniers encontramos una serie de mártires. Sin embargo, para alegría de todos descubrimos también la puesta en práctica de la exclusiva receta del “besugo fantasma”, ofrecido solamente durante los grandes banquetes de boda. Ese pez cuya carne se va sirviendo en los platos mientras el resto de su cuerpo permanece con vida en una pecera colocada en medio de la mesa, con la esperanza de que si resiste sin morir hasta el final de la comida, no habrá sino buenaventura en el matrimonio. ES CIERTO, NUNCA LES HE CONTADO LA MANERA EN QUE CONOCÍ AL FILÓSOFO TRAVESTI. Recuerdo haberle dado mi dirección cuando nos encontramos en una avenida donde nadie lo recogía. Y aunque no he podido olvidar aquel encuentro, ignoro las razones por las que le informé dónde vivía. Me parece que fue por una suerte de lástima; tristeza porque su ropa extravagante parecía espantar al tipo de hombre que solía buscarnos. Recuerdo que ya desde esa época yo mostraba una joroba discreta. Algunos de los huéspedes me dicen que esa giba es producto de mi imaginación. No sé por qué lo afirman. Quizá como señal de agradecimiento por los cuidados que les ofrezco. Porque yo sí la advierto, sinuosa, en la parte alta de la espalda. Pese a todo, en


ese entonces yo tenía más éxito en las calles que el filósofo travesti. Los huéspedes me dicen cosas agradables porque quieren vivir a pesar de que no existe modo de atemperar sus males. Pese a que el frío del invierno se cuela por las ventanas. Como creo haberles informado, los médicos y las medicinas están prohibidos. También las yerbas, los curanderos y el apoyo moral de amigos y familiares. En ese aspecto las reglas son inflexibles. La ayuda sólo se acepta en dinero en efectivo, golosinas y ropa de cama. No sé de dónde me viene la terquedad de llevar yo solo la conducción del establecimiento. Mis compañeros de antes, mis empleados, hace tiempo que han muerto. Ahora ocupo yo solo el lugar. Echo de menos su presencia. Son los únicos amigos que he tenido. Murieron enfermos. Recuerdo que en el momento de la agonía los traté bajo la misma norma que al resto. Todavía mantengo colgadas las ropas con las que solíamos salir a las avenidas. En una caja guardo, además, las tarjetas de presentación que nos dieron los hombres de la noche. Nunca he llamado a ninguno. Ni siquiera para informarles por qué ya no nos encuentran en las esquinas de costumbre. Aunque lo más probable es que ni siquiera se acuerden de nuestra existencia. Seguro que ahora otros jóvenes ocupan nuestros lugares. ¿PUEDEN LOS MECANISMOS DE LA BARBARIE SER LOS MISMOS SIEMPRE? Parece que sí. En el libro Bola negra el Súcubo Liniers da la impresión de demostrarlo con las imágenes que nos presenta de los estragos producidos por el bombardeo que asoló Japón. También con haberme convertido en un personaje de ese libro. En un dibujo


en acción que va narrando, cuadro por cuadro, las desventuras por las que pasa el entomólogo Endo Hiroshi, un científico que durante cierto viaje descubre un insecto nunca antes catalogado. Saben que he sido yo quien le ha solicitado al joven Alí que se acomode a mi lado mientras hierve el agua del té de los creyentes. Le he pedido que se siente para decirle que ayer me escribió una antigua psicoanalista no solo para informarme que el Súcubo Liniers me ha convertido en un personaje del libro Bola negra, sino para notificarme acerca de la muerte del escritor checo Bohumil Hrabal. Le digo al joven Alí que quizá aquel autor deseó convertirse en un paloma más, tal como me lo sugirieron en el mensaje. NO SE LOS HE DICHO ANTES, PERO FUE CON EL TIEMPO QUE ME CONVERTÍ EN UN MONJE DE BAJO PERFIL. Con el tiempo también tuve que emprender distintos viajes. Creo que el más importante, quiero que lo sepan, fue la travesía que realicé en busca de los restos de un niño asesino. Leí, además, las obras de Rudolf Steiner y Joseph Beuys. Incluso visité, en más de una ocasión, la ciudad de Dornach, donde Rudolf Steiner estableció su centro de aprendizaje. Por otra parte, atendí con diligencia las quejas de los moribundos que habitan mi salón de belleza. Sufrí por la muerte del filósofo travesti, quien fue atacado de un momento a otro por una enfermedad devastadora. No es fácil, y espero que lo comprendan, llevar tantas vidas al mismo tiempo. Por eso les solicito, con la mayor educación de la que soy capaz, que no empiecen ahora a interrogarme nuevamente con relación a mi psique. Es cierto que cuando fui joven me burlé de la


gordura de la hermana de mi compañero de milicia. Señalé la conducta que exhibía en la parte trasera de su casa, nada menos que con el anciano que cortejaba a su madre. En esa época ya había entrado el nuevo régimen en acción. La madre del miliciano tanto como la mía habían dejado atrás sus actividades y se presentaban ahora como un par de viudas normales. Era por eso que se les acercaban algunos caballeros según las reglas establecidas. El régimen había logrado dar solo una pátina de modernidad a las antiguas costumbres. Pero, para ese entonces, arrepentirme ya era tarde. Formábamos parte de las Brigadas de los camisas negras, uno de los rangos más altos del escalafón para alguien joven como nosotros. Ya les he contado que recibí un tratamiento de electrochoques. Que, inducido por el esclavo que mantenía en ese tiempo, fui conducido a una camilla que contaba con los electrodos adaptados para mis sienes de águila imperial. Puedo contestar a sus preguntas, por supuesto. Yo creo que decidí ser escritor —si tomamos como cierto que soy eso y no el regente de un salón de belleza devenido en lugar para la muerte— precisamente para hallar en mis textos respuestas importantes. Algunas veces, incluso he logrado escrituras proféticas. Imagino que ya cada uno de ustedes sabe que no soy el monje de bajo perfil que debe preparar la mezquita para las reuniones semanales. Menos, como lo deben suponer, quien recibe en su cuarto las visitas de un filósofo travesti algunos días de la semana o quien visitó el Goetheanum para continuar con su investigación sobre Rudolf Steiner y Joseph Beuys. Puede ser


verdad, en cambio, el que le haya dado la orden a un esclavo de hacerse cargo de una jauría de perros mientras yo me mantenía posado en la rama de un viejo árbol situado en el falansterio donde decidí irme a vivir por un tiempo. Puede ser cierto también que haya decorado un salón de belleza con cientos de peces de colores. Recuerdo las veces que cubría con mi gran cuerpo el del esclavo, obligándolo a sumergirse boca abajo por varios minutos en el terreno cenagoso que habitábamos. Por la forma curiosa de su cuerpo, cada vez que lo tomaba su cabeza debía quedar hundida por completo en el fango. Sin embargo, olviden lo que he dicho hasta ahora y déjenme informarles cómo, a dos cuadras de mi casa, la semana pasada apareció en un pasaje peatonal un charco ocasionado por la lluvia de la noche anterior. Algunas personas se encontraban en ese momento al lado del agua. Estaban de pie frente a una mujer que ofrece comida en la calle. Unas palomas picoteaban los restos que les arrojaban. Aves de la misma naturaleza de aquellas que, según el mensaje de la psicoanalista, el escritor Bohumil Hrabal trató de atrapar cayendo al vacío en el intento. Yo había salido del salón de belleza con mis perros momentos antes. Al llegar a esa zona, los animales apresaron una de las aves y la dejaron malherida. LA BOLA DE LOS SUEÑOS AMENAZANTES. Miro el libro Bola negra del Súcubo Liniers y nuevamente me descubro como personaje. Allí estoy, de pie, frente al atril colocado en el centro de un escenario. Aparezco sin uno de mis brazos. ES MENTIRA, JAMÁS NADIE HA VISTO A ALGUIEN SOMETIENDO A UN AVE DE RAPIÑA A


UN TRATAMIENTO DE ELECTROCHOQUES. Y, sin embargo, les informo que verme delante de un público desconocido fue peor que la escena ocurrida en la sala de ese hospital psiquiátrico. VUELVO A ADVERTIR —Y ESTO YA ES CASI UNA LETANÍA— QUE ME FALTA UN BRAZO. Me sorprendo. En la primera escena del libro Bola negra del Súcubo Liniers llevo rígido y vacío el final colgante de una de las mangas de la camisa. Es extraño verme así. Sin el brazo derecho. Miro con más detenimiento y veo entonces mis dientes. Aparecen de manera nítida cuando llego al micrófono para comenzar a leer en voz alta el texto: El entomólogo Endo Hiroshi decidió cierta mañana dejar de comer todo aquello que pudiera parecerle saludable al resto de las personas. Durante la noche anterior había sentido, entre dormido y despierto, la desaparición de sus brazos y piernas provocada por la voracidad descontrolada de su propio estómago. Fue tal la agresividad que mostró aquel órgano, que Endo Hiroshi, con las primeras luces del alba, ya se sentía miembro del bando de quienes comen solo para estropearlo. De los que pretenden transformarlo en un órgano inservible. Endo Hiroshi conocía de cerca historias de jóvenes que morían mostrando una delgadez extrema por negarse de pronto a comer ni un grano de arroz. Mientras tanto, todavía no hierve el agua del té de los creyentes que el joven Alí puso a hervir antes de sentarse a mi lado.

El Súcubo Liniers lo sabe.


fig. 01

B 20

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fig. 05

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O fig. 09 fig. 08

A

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N

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R A fig. 18



BOL A NEGR A MAR I O B E L L ATI N / L I N I E R S





1

1. Costumbre arcaica por la que deben pasar los ciudadanos que han perdido completamente la dentadura.









2

2. Creencia popular entre los caldeos asirios de que en el cuerpo humano estaba contenida la totalidad de las esferas celestes. Se cree, gracias a recientes estudios de corte psicolĂłgico profundo, que en el hombre existen remanentes de esta convicciĂłn como sĂ­mbolo de superioridad social.


3

3. Tipo de lucha deportiva que tiene como fin celebrar los tiempos de cosecha o de abundancia. Se practica sobre todo en regiones que se rigen por el calendario solar.



4

4. El pez por el que la gente cometiĂł un mayor nĂşmero de asesinatos fue el lenguado.


5

5. Hasta el dĂ­a de hoy aparecen de cuando en cuando en los diarios casos de comerciantes que venden moscas tostadas en lugar de mijo.




6

6. Ver revista Newsweek #234, pag.56.




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