Breve historia del ya merito Luigi Amara • Bef • Claudina Domingo Pablo Duarte • Guillermo Fadanelli Julián Herbert • Rodrigo Márquez Tizano Antonio Ortuño • Daniela Tarazona Carlos Velázquez • Raúl Vilchis Juan Pablo Villalobos Juan Villoro • Gabriel Wolfson Edición y prólogo de Rodrigo Márquez Tizano
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Copyright © 2018 Luigi Amara Bef Claudina Domingo Pablo Duarte Guillermo Fadanelli Juián Herbert Rodrigo Márquez Tizano Antonio Ortuño Daniela Tarazona Carlos Velázquez Raúl Vilchis Juan Pablo Villalobos Juan Villoro Gabriel Wolfson Imagen de portada © Éramos Tantos Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2018 París 35–A Colonia del Carmen, Coyoacán 04100 Ciudad de México Sexto Piso España, S. L. C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España www.sextopiso.com Diseño y formación Éramos Tantos ISBN: 978-84-16677-86-3 Impreso en México
ÍNDICE
PRÓLOGO Rodrigo Márquez Tizano
9
LA HISTORIA DE EL JAMAICÓN VILLEGAS Chile 1962 Bef
15
LAS MANOS DEL TIEMPO Chile 1962 - Inglaterra 1966 Juan Villoro
23
EL VANIDOSO ANFITRIÓN México 1970 Guillermo Fadanelli
37
LA MORDIDA DEL PERRO NEGRO Alemania 1974 Pablo Duarte
47
EL AÑO DE LA PESTE Argentina 1978 Rodrigo Márquez Tizano
61
LA PELOTA CUADRADA España 1982 Luigi Amara
87
EL NACIMIENTO DE UNA MALDICIÓN México 1986 Antonio Ortuño
103
ESTAMPAS DE LOS QUE NO LLEGARON Italia 1990 Raúl Vilchis
117
TODOS UNIDOS POR UNA PASIÓN: EL AÑO ACIAGO Estados Unidos 1994 Gabriel Wolfson
129
ESTÁTICA Francia 1998 Claudina Domingo
155
ESE MUNDIAL LO ÍBAMOS A GANAR Japón-Corea 2002 Juan Pablo Villalobos
169
AHORA IMAGINO COSAS Alemania 2006 Julián Herbert
181
AL OTRO LADO DEL RÍO Sudáfrica 2010 Daniela Tarazona
193
POR FAVOR, YO NECESITO UN GOL Brasil 2014 Carlos Velázquez
201
PRร LOGO Rodrigo Mรกrquez Tizano
En Sexto Piso se habían guardado los cambios. Corría ya el año mundialista cuando comenzamos a cranear este libro que, por entonces, apenas aspiraba a convertirse en un elogio de la derrota. La historia de la selección contada en lapsos de cuatro años, desde el 62, porque con el Jamaicón comienza el auténtico periplo del hambre. Minuto 90 y el cuarto árbitro a punto de encender su minutero. Pero el año mundialista es laxo con nuestras reticencias y ofrece licencia para desbarrar y pintarse la jeta color bandera y hacerse baba de ola y truene de matraca y convencernos de que sí se puede aunque nunca se haya podido y que aun cuando se pueda, si llega a poderse, nos vamos a tomar una licencia para desbarrar y mandar todo a la matraca porque en realidad lo que queremos es cantarle a lo imposible. Para creer que tenemos un país y no un mamey. A ser mexicano uno se acostumbra, pero buscar en el hábito una identidad nacional es, cuando menos, sospechoso. Aprendemos rápido: carrancear es un verbo regular. A las balas les decimos parque. Si hubiera parque no estaría usted aquí. ¿Quién lo dijo? Qué más da. En el 93 Martinica se comió nueve goles en el Azteca y Zague hizo siete. Fue la primera vez que me dio gusto haber nacido en México. También fue la primera vez que quise dejar de ser mexicano. Un amigo escritor, incapaz de distinguir una pelota de una madeja de quesillo, tiene por costumbre mundialista ponerse de pie frente a la TV cuando suena el himno de México. Se lleva la mano derecha a la altura del corazón, saluda a la bandera y se pone a cantar con los jugadores. Nunca falta un patriota que lo acompañe, ni el orondo historiador de cantina que proponga un brindis por el masiosare, electo en
algún inexistente certamen como el segundo himno más bello del planeta después de La Marsellesa. Cada año mundialista trae consigo una promesa —el Quinto Partido, mito fundacional de nuestro credo— y un sistema de monetización multinivel tan eficiente que ha logrado independizarse de los resultados, sobre todo si toca compartir grupo con Alemania. Editar un libro sobre la selección mexicana en pleno año mundialista podría parecer una maniobra más para usufructuar la maltratada lealtad del aficionado nacional. Podría, si nuestro reloj fuese el conteo regresivo de una televisora. Pero esta Breve historia del ya merito lleva mucho escribiéndose en elipses y corrientes circulares. En tropiezos y huguiñas y penales fallados y penales que no eran pero fueron. En la soledad del Ángel en Reforma. Ahora bien, ¿cuánto tiempo cabe en un año mundialista? Según mis cálculos, medio año gregoriano y cien de los cósmicos. Una cuauhtemiña bien vale una década de torrados, y un brochazo del Maestro Galindo directo al lienzo, hasta dos. El año mundialista, en principio, divide la espera en múltiplos de cuatro, pero resulta complicado sincronizar su magnitud física sin que el tiempo de los afectos se traslape, siempre en presente, y suceda cada vez que lo invocamos. ¿Hay alguna unidad lineal para calcular el tiempo que pasó suspendido en el aire Manolo Negrete en medio del área búlgara? ¿En qué momento transmutó en plomo la papaya convidada por el Vasco Aguirre? ¿Y el arquero Mijailov? De vez en cuando divagará entre las estrías de los presentes simultáneos, en busca de ese 1986 donde la pelota se marcha al fin, indolora, por la línea de meta. El año mundialista es sus variaciones. Así, cada uno de los textos que componen este libro es un pliegue único en el tiempo que, a su vez, desemboca en otros tantos. Conviven, sin distinción de género, la autobiografía, la ficción, el collage, el trabajo de archivo, el ensayo, la entrevista y la crónica. Formas de cristalizar la memoria en un lugar habitable. Desde el tránsito sentimental entre el futbol escuchado al futbol visto que evoca Juan Villoro en su texto 12
sobre Inglaterra 1966, pasando por el salvaje Distrito Federal del 70 donde un jovencísimo Guillermo Fadanelli comienza a asimilar las claves del desencanto, o la Guadalajara del 86 en la que Antonio Ortuño usaba, bajo la casaca verde, una color rojo furia, hasta la Coahuila convulsa de este siglo, que Julián Herbert, en 2006, y Carlos Velázquez, en 2014, logran desbaratar en maneras de entender, al unísono, juego y mundo. También hay espacio para los futuros que nunca llegaron, como el que propone Juan Pablo Villalobos en su texto-objeto sobre Japón-Corea 2002, para narraciones paralelas, como el relato que Claudina Domingo hace de Francia 98, para la acumulación de descripciones, notas y elementos no narrativos, como sucede en el recuento que hace Gabriel Wolfson sobre la aventura del seleccionado mexicano en Estados Unidos 1994, y hasta para disquisiciones sobre la geometría de los fracasos, como el ensayo de Luigi Amara sobre España 1982, año mundialista perdido de antemano. Sobre todo, las piezas en esta Breve historia del ya merito, son maneras de apropiarse del azar y de prolongar la fugacidad de un ciclo por medio de procedimientos sensoriales. De transitar la fragilidad inmanente a la experiencia y negar su certidumbre una, dos, todas las veces. Cada campeonato arranca de vuelta en la infancia y nos recuerda que a veces es mejor envejecer en mundiales que en sexenios. ¿Pero subvertir las nociones cotidianas del tiempo no involucra negarse a interpretar el transcurrir como un trayecto bidireccional? Quienes suscriben que la vida es eso que pasa entre Mundial y Mundial, como si el futbol fuese un carro alegórico para interpretar el mundo, lo convierten en un asunto utilitario. Ordenan los hechos acaecidos en años mundialistas en atrás y adelante, quizá para establecer relaciones de causalidad. Nos hacen pensar que el futbol es necesario por los dividendos que proporciona y no por el futbol mismo. El deporte comenzó a pensarse en términos de importancia desde que la obligación se impuso al juego. Entendemos el futbol como cultura del esfuerzo, de la recompensa. Y así nos va. 13
¿Para qué sirve el futbol? Para lo mismo que la ternura. Arrigo Sacchi dijo alguna vez que el futbol es la cosa más importante entre las cosas que menos importan. ¿Y en el futbol qué es lo importante? ¿Los goles? ¿Vencer o ser vencido? ¿Volverse, al menos cada cuatro años, parte de un todo? Esta Breve historia del ya merito no es una apología del perdedor ni una representación lógica de nuestras miserias. Tampoco un estudio de la proclividad nacional al fracaso. No somos analistas de daños. Este ya merito es una franja de resistencia ante la tecnología del razonamiento estadístico y económico del juego. La historia no la escriben los que ganan ni los que pierden. La reescriben los que renuncian al tiempo. Si cada año mundialista es una escenificación de la épica al alcance de todos, cabe aclarar que lo sobrenatural y lo inesperado juegan un papel fundamental en la construcción de esa heroicidad lírica que en algún momento dejó de preguntarse quién ganó para comenzar a cuestionarse qué significa ganar. Quizá por ello Negrete sigue ahí, suspendido sin medida, ajeno a la gravedad y a los dictámenes de los victoriosos o los derrotados, como un astronauta flotando en el infinito cosmos de la memoria.
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LA HISTORIA DE EL JAMAICÓN VILLEGAS CHILE 1962
Bef
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LAS MANOS DEL TIEMPO CHILE 1962 — INGLATERRA 1966
Juan Villoro
En la infancia sólo encontré un remedio para combatir adversidades: apretar los dientes. El gesto era menos sencillo de lo que parecía. Nací en 1956, época apasionada por los antibióticos; al primer estornudo, te inyectaban penicilina. El optimismo con que se usaba ese veneno me produjo una seria descalcificación y fui a dar al consultorio de un dentista que había perdido una pierna y se apoyaba en muletas. No usaba anestesia porque su enfermera se desmayaba al ver una jeringa. Para compensar mi tortura, mi madre me compraba cochecitos a escala hechos con un metal que soltaba un polvillo acerado. Hasta la fecha, no puedo respirar un aroma metálico sin oír el ruido de la fresa que taladra mis premolares. —Aprieta los puños como boxeador para que te duela menos —aconsejaba el dentista. Lo que yo quería era apretar los dientes. En la televisión, Chava Reyes, delantero del «Campeonísimo» Guadalajara anunciaba una marca de dentífrico ante un niño que no podía rematar bien de cabeza porque tenía caries y era incapaz de afianzar la mordida. El anuncio demostraba que yo jamás sería futbolista. A los seis años miraba el mundo con enconado pesimismo. Sólo el futbol me rescataba de la pesadumbre que mi abuela paterna registraba puntualmente en sus diarios: «Juanito sigue melancólico». La verdad es que yo no quería apretar los dientes para jugar partidos sino para verlos. Carecía de la desafiante energía de los protagonistas y acababa de descubrir las vacilantes emociones de ser testigo de la selección nacional.
El primer Mundial que recuerdo fue el de Chile 62, transmitido por radio. Con los años, mi memoria otorgaría lógica retrospectiva a lo que escuché entonces, alterando los hechos con los golpes dramáticos de la memoria. En aquel tiempo de ilusiones fáciles, la gente se retrataba en estudios y el fotógrafo preguntaba: —¿Quiere su foto natural o retocada? En caso de elegir la segunda opción, se aplicaba un enfático pincel para enrojecer los labios de la abuela y resaltar el rosicler de sus mejillas. Las «imágenes» que llegaban por la radio eran de ese tipo: escenas exageradas por el pincel de la pasión. Nunca la Tota Carbajal fue tan acrobático, el Tigre Sepúlveda tan impasable ni Héctor Hernández tan habilidoso como en los lances imaginados por los radioescuchas. Pitágoras solía enseñar detrás de un telón para que sus alumnos lo escucharan con absoluta reverencia. Sus palabras adquirían el sentido de una revelación interior, no alterada por la vista. El Mundial de 1962 fue el último que dependió de la oralidad. Aunque los partidos se filmaban, sólo eran vistos cuando los rapsodas de la radio ya habían hecho su trabajo. Como el cerebro construía «de oídas» los sucesos, los héroes se convertían en atributos de la mente: Pelé driblaba en la conciencia. Esta construcción espiritual de las escenas hacía que lo escuchado en la radio se recordara con más fuerza que lo meramente visto en la televisión. Pero también la memoria juega sus partidos y los altera según le conviene. En 1962 yo tenía cinco años y medio, había debutado ante el dentista y me entrenaba para sufrir en nombre de la patria. El momento decisivo de ese Mundial no ha dejado de agobiarme; vuelve a mí como el cruel olor de los metales o el inagotable «gol fantasma» de Inglaterra 66 que ocuparía el ocio de los aficionados durante varias décadas. Estoy en la sala de la casa, en la colonia Insurgentes Mixcoac, ante uno de los enormes radios de la época. Agoniza el 26
partido entre México y España. El marcador se encuentra 0-0 (a «nuestro favor», porque la Tota Carbajal ha salvado varios goles). El locutor dice que es el minuto más angustioso de su vida. México tiene un córner a su favor. El Negro Del Águila se acerca al banderín y el entrenador, Ignacio Trelles, le grita una orden decisiva: pide que retrase la jugada y busque una opción segura para la pelota. Se trata de un mensaje de supervivencia; México puede practicar una de las opciones metafísicas que concede el futbol: «hacer tiempo». Pero en la inmensidad del estadio, el extremo derecho no oye lo que dice su entrenador y las palabras urgentes se pierden en el aire de Valparaíso como los telegramas que pudieron cambiar el curso de la Revolución y no llegaron a su destino. Del Águila intenta un pase infructuoso y España recupera la pelota. Gento avanza por la pradera izquierda sin ser detenido. Quedan unos cuantos instantes en el reloj y Gento manda un centro de angustia, hay un rebote que queda a los pies de Peiró. Lo que sigue es la tragedia, la puñalada de último segundo, el fin de la esperanza, los dientes apretados hasta el calvario, el nacimiento de un dolor voluntario en un niño de cinco años; es decir: literatura. El episodio se me grabó con la fuerza indeleble del trauma. En Tirant lo Blanc, la gran novela de caballerías, un padre abofetea a su hijo sin motivo aparente. Lo hace para que recuerde ese momento. Las heridas cicatrizan en la piel, no en el recuerdo. El aficionado perfecciona los datos con sus emociones. Nelson Rodrigues detestaba a los esclavos de los hechos, esos «tontos de objetividad» incapaces de entender que los mayores atractivos de la vida son ilusorios. El Mundial de Chile me reveló que sufrir ante un partido no basta para ser buen fanático. Hay que seguir sufriendo en la carne abierta de la memoria, con el limón y el chile piquín que la mente agrega al drama. Durante décadas, el gol de Peiró fue para mí el instante terrible de Valparaíso que nos liquidó cuando estábamos 27
virtualmente clasificados. Amigos que padecen mi misma edad comparten esa convicción: Peiró nos arrebató la gloria cuando ya nos veíamos en la siguiente ronda. La verdad es un poco distinta. El partido contra España sucedió así, pero no fue el último que disputamos. Mi mente lo convirtió en un trágico tercer acto para perfeccionar el suspenso y el dolor. Una madrugada de insomnio revisé los partidos de aquel Mundial y supe que habían ocurrido en otro orden. De manera previsible, México perdió 2-0 con Brasil, que a la postre sería campeón. Aun así, exhibió buenos recursos en ese juego. Luego vino el desaguisado contra España, en el que Carbajal detuvo la metralla durante casi noventa minutos y encajó el gol que lo dejó llorando en el césped. Finalmente, cuando ya no había posibilidades de pasar a la siguiente ronda, México dio su mejor partido en la historia de los mundiales y derrotó 3-1 a Checoslovaquia, que quedaría segunda en el torneo. Esa victoria moral dice mucho de la tensión psicológica que agobia a los futbolistas mexicanos; sin la presión de ganar, se liberaron de sí mismos y no cayeron en el pecado de temerle a su propia fuerza. El partido se jugó el día del cumpleaños del inmenso Carbajal y reconcilió a los jugadores consigo mismos, pero sumió en la neurosis a los fanáticos al revelar lo que México podría haber hecho. Mi memoria rebobinó los episodios de este modo: perdimos de manera esperada ante Brasil, derrochamos categoría con Checoslovaquia y sucumbimos ante España en el maldito último segundo. Si de sufrir se trata, hay que hacerlo en serio. Todo mexicano en trance deportivo es involuntario discípulo de Hitchcock: como no cuenta con el triunfo, se conforma con apasionantes sobresaltos. «¡Qué manera de perder!», exclama Cuco Sánchez en el estertor de la canción ranchera. ¿Se trata de un lamento o de un autoelogio? La pregunta es 28
retórica porque en la tierra donde el águila se comió a la serpiente ser patriota significa honrar a los perdedores. Aceptamos la falsa etimología del nombre del último emperador azteca porque nos fascina que profetice su trágico destino (según el mito, Cuauhtémoc quiere decir «Águila que cae»). Del mismo modo, sin pedir ayuda a la evidencia, atesoramos este bravío rumor: herido de muerte, el cadete Juan Escutia se envolvió en la bandera en la azotea del Castillo de Chapultepec para lanzarse al vacío, impidiendo que el lábaro patrio cayera en manos del ejército invasor. Estas escenas de precipitación conmueven a un país que habla español sin cecear y pronuncia dos antónimos del mismo modo: no llegamos a la anhelada cima, pero alcanzamos en forma espectacular la sima. Hechos de abismo, nuestros héroes se despeñan en su última oportunidad. Lloré con la derrota de la mejor selección que ha tenido México y agrandé la tragedia con cuidadoso nihilismo, aceptando que nuestra misión deportiva consiste en perder en forma injusta o por lo menos complicada. Tuve una infancia triste que no alcanzó el rango de tragedia. No padecí la guerra, el exilio, el hambre ni la enfermedad. Fui un desajustado promedio. Mis desgracias pertenecían a los lugares comunes de la clase media: padres que no se llevaban bien, una escuela autoritaria, un barrio donde el prestigio se decidía con los puños, un dentista que no usaba anestesia. El futbol apareció en mi entorno como el espacio compensatorio donde los héroes fallaban mejor que yo. Ignoro en qué medida estas convicciones se vieron reforzadas por el oficio de mi padre, que había publicado dos libros sobre el convulso pasado mexicano: Los grandes momentos del indigenismo en México y La Revolución de Independencia. Miembro del grupo Hiperión, Luis Villoro Toranzo se dedicaba a la «filosofía del mexicano», algo que no parecía muy alegre, a juzgar por ciertos títulos que mencionaba a cada rato. ¿Cómo 29