El rastro Forrest Gander Traducción de Pura López Colomé
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Título original: The Trace Copyright © Forrest Gander, 2017 Traducción: © Pura López Colomé Imagen de portada: © Alberto Darszon Israel Primera edición: 2017 Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2017 París #35-A Colonia Del Carmen, Coyoacán C.P. 04100, Ciudad de México Sexto Piso España, S. L. c/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierdo 28014, Madrid, España. www.sextopiso.com D. R. © Universidad Veracruzana Dirección Editorial Hidalgo núm. 9, Centro C.P. 91000, Xalapa, Veracruz, México Apartado postal 97 diredit@uv.mx Tel/fax (01228) 8185980; 8181388 Diseño: Estudio Joaquín Gallego Formación: Quinta del Agua Ediciones ISBN: 978-607-9436-51-3 Impreso en México
ÍNDICE
UNO La Esmeralda, México La despedida
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DOS Marfa, Texas Luces de Marfa Uno despierto / Uno dormido A correr, desde muy temprano Cementerio de Marfa TRES Muerte de Bierce en Marfa Música del desierto Víbora a la vista Rumbo a Shafter Igual a estas flores CUATRO Cruce de frontera, rumbo a Ojinaga La Esmeralda, México De Ojinaga a Presidio y a Langtry La Esmeralda De nuevo, cruce de frontera, en Piedras Negras Rumbo a Icamole La Hacienda de los Muertos Música del desierto Por delicadeza
17 22 26 27 33 41 43 49 59 69 71 81 83 89 90 93 98 108 109
CINCO Muerte de Bierce en Icamole De Monclova a Ocampo Rumbo a La Esmeralda Incidente en La Esmeralda Muerte de Bierce en Sierra Mojada Entre Chien et Loup Caer y caer y caer
111 114 121 126 132 138 142
SEIS Zona de silencio Avería El muchacho alto Tres Generaciones Soliloquio nocturno Viernes por la mañana Algo
143 152 157 158 161 164 168
SIETE Una vida de soslayo Al borde, a punto Cocción Una visión La caminata de Hoa La iteración
169 171 175 178 185 186
OCHO Viernes al anochecer Viernes, ya entrada la noche La caminata de Hoa Señales La caminata de Hoa Adiós a la cueva Rumbo al arroyo, y de regreso El viraje de Hoa Domingo por la mañana
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EPÍLOGO
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Para Karin Gander
–Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Juan Rulfo, «No oyes ladrar los perros»
UNO
La Esmeralda, México Ella tocó a la puerta del baño. —¿Puedo meterme a la regadera? —Estoy en el trono —le contestó él—. Dame dos minutos. Justo se estaba estirando hacia el suelo para tomar el rollo de papel higiénico, cuando algo pasó. Sintió temblar el excusado bajo los muslos, conforme las paredes cascabeleaban y la puerta de entrada —sí, tenía que tratarse de esa puerta— se resquebrajaba, soltando astillas como si un árbol la hubiera partido en dos, sólo que no había árboles en el patio. Comenzó a levantarse del excusado en dirección a algo horrendo, un sonido nuevo, cuyos decibeles en ascenso provenían de los gritos de su mujer allá en la sala. Doblado por completo, hizo por alzarse los pantalones, a sabiendas de que no le daría tiempo ni de eso. Tenía muy presentes todas y cada una de las facetas de aquel baño para entonces, como si lo hubiera estado estudiando en calidad de ruta de escape durante meses enteros. La cortina de plástico amarillo canario estaba corrida a medias en la tina. La oxidada regadera, con su lenta, incurable gotera. El tapete ya incoloro, con los sucios bordes deshilachados y doblados. El cesto mugroso de ropa sucia. La toalla húmeda y apestosa colgada de un clavo en la puerta. Y a su derecha, encima del lavabo, una toalla de manos roja, toda floja en su anillo de plástico transparente encima de la jabonera. El lavabo estaba integrado a una gaveta torcida por el agua, con puertecilla rococó. De pronto, el escándalo dentro de sus oídos se detuvo. Los gritos también se pararon en seco, después de haber alcanzado
niveles de chillido histérico que de repente se vaciaba, transformándose en un suave ¡uh! Como una motosierra arrojada al pantano. Una de dos: o las sillas se estaban cayendo al piso, o alguien estaba azotando la mesa de la cocina contra la pared. Otro temblor recorrió la casa. Nada de voces masculinas. Nadie daba órdenes, ni se desgañitaba. Lo único que había oído era un tumulto, combinado con gritos histéricos recortados. Muebles arrastrándose y pies en movimiento. Aguantó la respiración. Volteó a su derecha, dio un paso, deteniéndose los pantalones. Pasó la vista del grifo y los cepillos de dientes en flor, uno anaranjado y el otro azul, metidos en el vaso sucio sobre el lavabo, hasta el manchado espejo y el foco pelón iluminándolo desde el techo. Vio su imagen en mega claridad, enrarecida. Aún deteniéndose los pantalones sobre la rodilla con una mano, se agachó junto a la gaveta; los dejó caer, y abrió la puertecilla. Le temblaban tanto las manos que apenas si le respondían. Un vago pandemónium en la casa se iba aproximando a la puerta del baño. El caos antes generalizado ahora se definía como una ladera montañosa después de la tormenta, por donde caía el agua que iba formando un estrecho arroyo. Apoyándose con las manos en el piso de loseta, metió las piernas en la gaveta, por encima de la pila de rollos de papel higiénico, derribando una botella de Cloralex y el paquete de detergente Roma. El resto de su cuerpo se deslizó con tal rapidez que era como si la gaveta se lo hubiera tragado; las rodillas se le apretujaron contra la tubería del lavabo, el culo sin limpiar frotándose contra paquetes de veneno de rata, la parte superior de la espalda raspándosele contra el costado de la gaveta, la cabeza encajada debajo del lavabo mismo. Con el borde de los dedos jaló la puertecilla para cerrarla, justo cuando la puerta del baño se abrió de golpe. Entre franjas de semioscuridad, puso la mano izquierda sobre el piso de la gaveta. Estaba mojado. El Cloralex se había derramado y el vaho hacía que le ardieran los ojos. Los cerró, atento a los varios cuerpos que entraban al baño, sin decir una palabra, en aterrador silencio. Ya no oía a la mujer. No la sentía 14
respirar en el cuarto de al lado. Ya no la sentía en el mundo. Atorado en aquel sitio, con la peste del Cloralex, el detergente y una podrida humedad en la nariz, se quedó helado. Sabía que allá afuera la caca que había dejado en el excusado estaría apestándolo todo: quizás hasta habría caído por ahí alguna gota. Los tipos debían tener la vista clavada en la gaveta, a sabiendas de que él por fuerza estaba ahí, dónde más. Pisadas de botas, lentas pero saltarinas, cruzaron el umbral rumbo al baño. Se detuvieron a unos pies del lavabo. Nada. Ni el menor sonido. Afuera de la casa, sin embargo, alcanzaba a oír dos camionetas, con los silenciadores cortados, echando carreras por la Alameda. Entonces estas últimas pisadas se acercaron, deteniéndose a unas pulgadas. Entrecerró los ojos y logró visualizar al hombre, quienquiera que fuera, mirándose al espejo manchado de pasta de dientes. Pero se equivocaba. El hombre se había agachado. Las puertecillas de la gaveta se abrieron rápidamente. No respiraba, no se movía. Aunque antes no había fijado la vista en nada, ahora estaba consciente de las rodillas y el torso de un hombre como acurrucado, cuyos pantalones de mezclilla lucían por encima del pespunte blanco bordado de sus botas negras. Estaba seguro de ni siquiera haber movido la cabeza, aunque de seguro los ojos se le habían abierto solos: tenía delante la cosa más extraña que lograría ver durante los breves instantes de vida que le quedaban. Aquel hombre agachado mostraba una expresión enfurecida, sonrojada; la cara, de hecho toda la cabeza, le colgaba de la manera más extraña e incontrolable, como un adorno en el cofre de un coche que circula en un camino lleno de baches. El tipo de la cabeza colgante abrió de pronto la boca, y murmuró, o más bien preguntó, algo en inglés, algo sin sentido. —Conque eres fan de los Pieles Rojas, ¿eh? ***
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La despedida Perturbado por el canto perforador de una cigarra viajando en círculos a la entrada entró a la casa sintiéndose mal. Se detuvo junto a la puerta del cuarto del niño donde, recargada contra la cabecera, ella se estaba quedando dormida improvisándole un cuento al niño antes de su siesta. Las últimas palabras borrosas y luego un silencio, y el niño preguntándole: ¿Y entonces? ¿Entonces qué pasó? De pie ahí junto a la perilla, el intruso aguantaba la respiración. Ido ya de su persona, para dejarlos seguir y seguir.
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DOS
Marfa, Texas Hasta hacía muy poco, la gente siempre había creído que Hoa era más joven de lo que era. Pero en una fiesta navideña en Asheville, Dale escuchó a un amigo decir: «Parece haber pasado por algo muy fuerte». Eso había ocurrido seis meses atrás, poco después de lo que vivió su hijo. El estrés había dejado huellas en ambos. Como dedos enterrados en la masa. Una mañana tras otra, el espejo del baño mostraba cómo se iban profundizando los surcos a los lados de los orificios nasales, el labio superior y las comisuras: esas arrugas, como cinceladas, acentuaban el ángulo por encima del puente de la nariz. Sin embargo, sólo hasta escuchar el comentario acerca de su esposa en la fiesta navideña se dio cuenta de hasta dónde la pena y la preocupación habían dejado huellas también en el rostro de Hoa. A partir de aquel horrendo día de octubre en que su hijo había terminado en el hospital, Hoa se había dejado crecer el cabello negro al natural, entrecano ya, a la altura de los hombros. Dale se percató del asunto, claro, pero creía verla de otro modo que los demás: más como una combinación de aquellos distintos rostros que, durante casi la mitad de su vida, él había besado, escuchado, con los que había discutido... como cuando, por ejemplo, ella se sentaba en el diván por las mañanas y le contaba sus sueños, en lo que a veces parecía un intolerable tiempo real. Ella tenía ojos color nicotina, labios gruesos, y una larga nariz recta. «Nariz de cuchillo», escribió Rabelais, en Gargantúa y Pantagruel, el libro que Dale había estado tratando de leer en la biblioteca de unc Asheville la tarde en que conoció a Hoa,
unos veinte años atrás. Por entonces él era profesor de historia de primer año, y llevaba a cabo un trabajo de investigación que por algún motivo lo conducía a Rabelais, un autor que nunca antes había leído. En aquel momento, Hoa se inclinó a su lado a preguntarle, en susurro teatral, si sabía encender la luz del estante contiguo a su cubículo —a saber por qué el único interruptor para ese estante se encontraba hasta el otro extremo—, y la analogía del cuchillo salió a flote desde la página, relacionándose en adelante, dentro del pensamiento de Dale, con aquella estudiante a quien no conocía: Hoa. No se trataba de una analogía particularmente impresionante, «nariz de cuchillo», pero Dale había estado cavilando en torno a los méritos de aquella traducción del francés de le nez pointu. Nunca había estudiado francés. Ni siquiera ahora, veinte años después de haber conocido a Hoa en la biblioteca, se sentía capaz de pronunciar correctamente una sola palabra, o eso le había parecido durante su reciente viaje a París. Cuando ella se había inclinado a hacerle esa pregunta, él estaba comparando dos traducciones, con objeto de elegir cuál querría leer: un traductor optaba por «nariz respingada» como equivalente de nez pointu, y el otro por «nariz de cuchillo». Hoa, esperando ver si él sabría prender las luces del estante, definitivamente mostraba la «nariz de cuchillo» que le debía a su padre norteamericano, según se enteraría más tarde. También se le notaban, inclinada de ese modo en dirección suya con aquella camiseta blanca de cuello V, un cuerpo bien formado, y unos ojos expresivos y brillantes. Olía a mantillo. Dale se puso de pie para mostrarle el interruptor, y entablaron plática. Ella le contó que estaba a punto de graduarse; le preguntó luego si le interesaba ver sus piezas de cerámica en la exposición de alumnos del último año. Sus labios, color bermellón en los bordes, le llamaron tanto la atención —la marcada hendidura vertical de su labio superior lo dejó completamente hipnotizado—, que ella tuvo que repetir la pregunta. Con esa relajada confianza en sí misma, ese modo de hablar con el objetivo en la mira (daba su opinión sincera sin el 18
menor pendiente de las expectativas ajenas); con su sensual apariencia y rostro animado (la manera que tenía de abrir la boca al reír, esos labios, por Dios), desencadenó un brusco viraje en su atención. Aparte del delineador de ojos herbal, no usaba una pizca de maquillaje entonces, ni tampoco ahora, veinte años después. Hasta el accidente de su hijo, las relaciones sexuales entre ellos se habían mantenido muy bien a lo largo del matrimonio. Si bien el vello púbico se le había adelgazado y los pechos colgado un poco, los cambios de su cuerpo le fascinaban, sin dejar de estar muy atento a los propios. A pesar de todo y de la dolorosa intensidad que implicaba educar a Declan, su voluntarioso hijo, había una maravillosa intimidad al experimentar todo eso juntos de una manera tan física y a lo largo de tanto tiempo. Ahora, en la cama del hotel, tenía a Hoa sentada encima. Cuando se tomaba los senos con los finos, delgados dedos, con los ojos entrecerrados, era al mismo tiempo ella misma y la que llenaba cada gota del deseo erótico de su imaginación. Habían comenzado a hacer el amor lenta y delicadamente, después de lo que había sido una larga abstinencia inducida por la pena: meses enteros en que ella le apartaba la mano, o él fracasaba al ajustarse a los abruptos y cambiantes ritmos de su cuerpo. Lo de esta noche incluso parecía, al principio, casi demasiado planeado. Primero, ella decidió hacer el viaje con Dale durante las vacaciones de verano. Tras el eterno vuelo de Asheville a El Paso, y el agotador viaje por tierra en coche rentado de El Paso hasta Marfa, seguirían hacia el centro del desierto de Chihuahua, a unas millas apenas de la frontera con México. Se registraron en el hotel El Paisano, donde se habían hospedado también James Dean, Elizabeth Taylor y Rock Hudson durante la filmación de la película Giant. Tomaron una copa de vino en el bar del hotel antes de cenar filete en salsa de ciruela y más vino en Maiya’s, el restaurante a la vuelta de la esquina; después dieron un paseo hasta la librería que quedaba a unas cuadras. Cruzaron la vía del tren hasta el Palacio de Justicia de 19
Presidio. Estaba demasiado oscuro para distinguir a la pareja de lechuzas blancas que se estaban llamando. Entonces, al anochecer, a la espera de curarse en esta travesía, desesperados por volver al ámbito de la normalidad después de todo lo que habían vivido con su hijo, en un tris se hallaban de regreso en su cuarto de hotel. Por entre las cortinas abiertas, la luz del poste de la calle entraba y envolvía el pie de aquella cama con dosel. Dale prefería avanzar despacio, pero Hoa parecía empujarlo a ir más rápido, cabalgándolo cuando estaba arriba, cabalgándolo cuando estaba abajo. Lo sorprendió darse cuenta de que ella estaba por venirse, jadeando, alzando el torso, hundiéndose en la cama, los muslos estremeciéndose entre espasmos, dando rienda suelta desde la garganta a unos graves gruñidos animales. Jadeaba dramáticamente, aferrándose a él como aterrada o enfurecida, encadenándose a él con brazos y piernas, alzando la voz, casi gritando. De pronto, él se percató de que ella sollozaba entre espasmos, tenía la cara empapada. Desvió la mirada y la clavó en la almohada, se escurrió zafándose, con el delineador chorreándole por las mejillas, en lo que él se rodaba, apartando manos y rodillas. Ella repetía una y otra vez: «no puedo, no puedo»... Al principio, Dale no la entendía: no puedo dejar de venirme, no puedo dejar de amarte... Y luego, conforme se le volvió a acercar, e intentó besarle ojos y lágrimas, diciéndole suavemente: mi amor, mi amor, incluso al zafarse por completo, Dale cayó en la cuenta, avergonzado, de que ella no podía dejar de sollozar, no podía dejar de preocuparse por su hijo; que este alivio, esta descarga, simplemente manifestaba una angustia inexorable, continua, que no tenía nada que ver con él. Permanecieron veinte minutos en silencio, despiertos, uno al lado del otro, cada uno encerrado en su respiración. De haber sido James Dean, pensó Dale, habría encendido un cigarro. Hoa se rodó de la cama y comenzó a vestirse. Eran casi las diez. La puerta del cuarto de junto se abrió y se cerró; escucharon voces y una televisión a través de la pared. 20
—Dale. —Ella se estaba vistiendo, dueña de su respiración una vez más—. No te vas a dormir, ¿verdad? —Algo de malicia se le colaba por la voz. Negación. No iban a hablar de lo que acababa de ocurrir. Ella quería salirse con la suya. Él tenía los ojos cerrados, pero visualizaba la sonrisilla retorcida de ella, cómo pelaba los ojos. Llevaban meses en este círculo vicioso. Como si ella estuviera atorada, y no pudiera volver a la normalidad. Las manos de la depresión se deslizaban por encima de los hombros de Hoa, hundiéndola en sus aguas insondables por días enteros. Dale se topaba con alguien incapaz de comunicarse, tirada en el diván, rodeada de almohadones y revistas sin leer. De noche, bebía demasiado vino y tomaba demasiadas pastillas. Y de pronto, de la nada, se encendía un botón, y Hoa se las arreglaba para atravesar la devastación y llegar hasta un meollo elástico, sobreponiéndose a los contratiempos. Emergía de las aguas negras para establecer contacto con él, con su trabajo de ceramista, con sus amigos. Volvía a carcajearse por teléfono, se le iba el santo al cielo en su estudio, o preparaba un aromático espagueti con aceitunas griegas y montones de ajo. Sin embargo, los intervalos entre sus espacios en blanco y su recuperación se habían ido acortando estas últimas semanas, Dale no sabía si para bien o para mal. Además, pensaba que el viaje por tierra era muy arriesgado. Sus viajes por carretera con frecuencia los llevaban al sur en verano, entre el calor, el sudor, las carnes asadas al aire libre, los pays horneados en casa. Él había planeado el trayecto de esta excursión en particular —en parte tenía que ver con sus investigaciones en torno al escritor finisecular, Ambrose Bierce—, para intentar reconstruir su último viaje cuando, en 1913, ensilló el caballo y fue hasta México a cubrir la Revolución Mexicana, para simple y sencillamente desaparecer, como dicen todos los estudiosos, «sin dejar rastro». A Hoa le encantaba México. Habían ido antes, en busca de piezas de cerámica. Ella tenía unos platos de Puebla y dos impresionantes tazones blanco y negro de María Martínez, que adornaban 21
uno de los estantes que había mandado hacer en la pared de la sala. Aquellos largos estantes mostraban también varias piezas de otros famosos ceramistas. No obstante, para Dale, lo que iluminaba la habitación en calidad de lingotes resplandecientes era la hilera de animalitos que Declan había hecho de niño, y media docena de piezas de la propia Hoa pertenecientes a una serie llamada «Explosión cámbrica». Hoa había expuesto con cierta regularidad durante los últimos diez años en distintas galerías por todo el país, lo cual era difícil de lograr para los artistas de su gremio, con frecuencia considerados artesanos y no «verdaderos artistas». Hoa opinaba cosas bastante drásticas respecto a esa diferenciación, que Dale había escuchado en más de una ocasión. Lo que él sabía era que la gente de su campo la admiraba, y que ahora había decidido prescindir de una semana de trabajo para acompañarlo. El viaje de Asheville a El Paso y a Sierra Mojada, en México, podría resultar curativo y renovador para ambos. «Noches en calma, luces de Marfa», murmuró, con fingido entusiasmo, sobre la almohada que Hoa le colocó en la cara. Se sentía cómodo donde estaba, en la cama —salvo por el hecho de que no podía respirar con esa almohada encima—. Luces de Marfa Desde el hotel en Marfa, Dale se fue conduciendo el coche que habían rentado en dirección este, hasta la estación-observatorio de Mitchell Flat. Había unos cuantos coches en el estacionamiento, y niños retozando por ahí en el corredor de madera que circunscribía perimetralmente el edificio de la estación. Nada más que desierto en torno. Planicies rociadas de arbustos oscuros y, a la distancia, montañas negras irguiéndose a lo largo del vidrioso horizonte nocturno. En el extremo más lejano de la estación, había plataformas y zonas de arena antes de llegar a la cerca donde aquel extenso terreno se identificaba 22
como «propiedad privada». Un hombre muy gordo en camiseta y overol miraba por un telescopio, parado sobre un tripié. Dale y Hoa esperaron detrás, mirando por encima de su hombro los escasos matorrales en la oscuridad. Hubo un pequeño y reseco relampagueo; un rayo bajo, color tulipán oscuro, se desmoronaba. La luna casi llena se escondía tras una nube. —¿Distinguiste algo? —le preguntó Hoa al tipo del telescopio. —Todavía no —le respondió, jugueteando aún con el localizador—. Pero acabamos de llegar. Hoa y Dale se bajaron de la plataforma de observación hasta la arena, y se fueron caminando rumbo al alambrado de púas. Tras ellos, al otro lado de la carretera, el tren pasó silbando agudamente, una y otra vez, hasta que el motor llegó lo suficientemente cerca para escuchar el metálico chucuchú-chucuchú de las ruedas sobre la vía con destino a Marfa, desde Alpine. Ahí venía, armando escándalo incluso a lo lejos y al otro lado de la carretera. Hoa volvió la vista al sentir la vibración del suelo: por fin llegó el tren, cintilando y martillando, más allá de la estación; cada uno de los vagones dio un tirón paralelo a la mirada, y salió como si fuera una serie de puertas azotándose una tras otra. Ahora, todo aquel que hubiera ido en busca de las luces de Marfa habría tenido que voltear a ver el tren que vibraba y rugía y traqueteaba. Hoa y Dale permanecieron juntos y de pie, hipnotizados por la secuencia estroboscópica de vagones. —Debíamos haber traído binoculares —dijo Hoa, volviendo la vista al desierto, cuando el vagón de cola pasó cascabeleando. —Si alguien distingue algo, todos saldremos disparados a colocarnos detrás de aquel telescopio —dijo Dale, señalando con el mentón en dirección del tipo. —Según una teoría, hay mucho cuarzo en la arena alrededor de Marfa, y el sol expande los cristales durante el día —dijo Hoa. —¿De veras? 23
—Entonces, por la noche, los cristales se contraen y sueltan cargas eléctricas. —Mmmm —reconoció Dale. Por ser ceramista, ella sabía mucho acerca de la composición de la arena y el barro, y también algo de geología. Aunque sin ánimo de discusión, no pudo evitar preguntarle—: ¿Qué no es de cuarzo la mayor parte de la arena del desierto? Hoa se quedó cavilando. —Según leí, hay algo muy parecido en Sierra Mojada, no lejos de donde vamos. Te lo voy a mostrar en el mapa. Se llama Zona del silencio. Se supone que la tierra ahí está tan llena de magnetita —tal vez por un antiguo meteoro— que ningún radio, ninguna señal satelital, nada de eso logra pasar. Las brújulas no funcionan. Todo está muerto. Y en los años setenta... —Sí, recuerdo haber visto algo al respecto —interrumpió Dale, con avidez de más—. En los setenta, parecen haber encontrado simios que hablaban por ahí. Y... —se tomó unos instantes para improvisar— le tenían culto a un escritor que no envejecía, de apellido Bierce, o algo así, ¿no? —Estás pensando en aquella pésima película titulada El planeta del Profesor que nunca terminó su libro. Dale pestañeó, y clavó la mirada por encima de la cerca. Había un mundo vivo y en movimiento allá en el desierto, del todo invisible para él: lenguas viperinas que chasqueaban en busca de una probada de calor mamífero, escarabajos nacarados acercándose unos a otros tentativamente con las pinzas extendidas, ratoncillos de campo metiéndose en sus agujeros, pájaros anidando entre manojos de hierba, dormitando con un ojo abierto. —Yo creía que las luces de Marfa eran luces de automóviles reflejadas desde la carretera en alguna parte por allá, en esa dirección —dijo él. Hoa seguía dándole vueltas al asunto. —En realidad, sí existen especies exóticas en la Zona del Silencio —dijo ella, como si él hubiera sugerido otra cosa—. Unas tortugas extrañas y cactus que no crecen en ningún otro 24