La muerte de mi hermano Abel _adelanto

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La muerte de mi hermano Abel

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La muerte de mi hermano Abel Gregor von Rezzori Traducción de José Aníbal Campos

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Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Título original: Der Tod meines Bruders Abel

Copyright: © Mladinska knjiga Založba, Ljubljana 2002 Primera edición: 2015 Traducción © José Aníbal Campos Imagen de portada SLUB Dresden / Deutsche Fotothek / Walter Hahn Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2015 París 35-A Colonia del Carmen, Coyoacán 04100, México D. F., México Sexto Piso España, S. L. C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España. www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Formación Quinta del Agua Ediciones ISBN: 978-607-9436-05-6 Impreso en México

El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida. Esta publicación fue realizada con el estímulo del Programa de Apoyo a la Traducción (protrad) dependiente de instituciones culturales mexicanas. The translation of this book was supported by the Federal Chancellery of Austria.

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¡A quién si no a ti!

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Corrí detrás de él. Lo alcancé cuando estaba junto a la escalera. Se volvió hacia mí y me miró a la cara cuando le pregunté: «Volverás, ¿verdad? ¿Me lo prometes?». Entonces me besa en la frente, en los ojos y en la boca, me toma las manos, me besa una, me besa la otra y dice: «Te lo juro, tesoro. Regresaré, sin duda». «¿Y por qué no me llevas contigo ahora?», le pregunté. «Podría irme contigo ahora mismo». «Pero ¿así, desnuda como una larva?», preguntó él, y me besó los senos; una toalla era todo lo que me cubría. Entonces le dije: «Voy volando a la habitación para vestirme». Quise que él me acompañara. «Te espero aquí», dijo él, muy cariñoso, y me tomó la cara con ambas manos, se la acercó a la suya y me dio un golpecito con el dedo en la punta de la nariz: «¡Hazlo rápido!», dijo, y yo regresé a la habitación. Había estado a punto de darle de lado por el modo en que me había abordado. Era el tipo de hombre que puede causarte problemas. Cuarentón, sospechosamente elegante, pero sin un clavo en el bolsillo. Pero era uno de esos días malos: dos clientes por la mañana y luego ya nada hasta las cinco. Niebla todo el día. Me di cuenta enseguida de que había bebido. Me dijo: «Eres muy guapa, pequeña, nos divertiremos. Pero ¿te importa esperarme un minuto para ir a la farmacia por un Alka-Seltzer? He bebido mucho y no he comido nada en todo el día». Pensé entonces: «Sea lo que sea que vayas a buscar a la farmacia, ya podrás cogerte a tu madre y luego a tu hermana pequeña». Pero sólo caminé unos pasos hasta la farola y no pude continuar, sentí demasiada pereza como para hacerle una señal a Ginette, que estaría a unos cincuenta metros de mí, en medio de aquella niebla (también ella habría estado

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de centinela todo el santo día, en vano). Al cabo de cinco minutos, él ya estaba de vuelta con un tubo de Alka-Seltzer en la mano. («Lo que te hayas zampado en esa farmacia, puedes metérselo a tu madre», pensé). «¿Vamos? —me dijo él—. ¿O tienes otros planes?». De haber sido otro día, no lo habría llevado conmigo. Pero la niebla me sacaba de mis casillas, estaba cansada de estar por allí dando vueltas, me dolían los pies. Quería pasar un cuarto de hora tumbada, en posición horizontal, aunque fuese con un tipo encima de mí. Además, había algo en su cara que me hacía creer en la posibilidad de despacharlo con facilidad si empezaba a causar problemas: cierta blandura, cierta excentricidad. También el hermano de Ginette, que pinta y es un bueno para nada, que anda siempre diciendo que quiere matarse, tiene esa expresión (si bien, por cierto, es uno de esos con los que una puede echarse unas buenas risas). Por eso sólo le dije: «¿Tienes al menos cien francos en la cartera?»; y él respondió: «Creía que los niños y los soldados sólo pagaban la mitad del precio. ¿Por qué tengo que pagar yo el doble?». Y yo le dije: «Entonces agarra ese tubo de Alka Seltzer y méteselo a tu madre. Tal vez sea el tamaño adecuado para ella». Él, en cambio, sólo rio y dijo: «Creo que te equivocas. Mi madre era una mujer muy guapa y conoció tamaños mejores. Además, vivía de esto… Como tú». Yo pensé: «Cuéntame lo que te parezca. Todo el mundo se inventa historias, también nosotras, sobre todo cuando nos preguntan cómo hemos terminado haciendo la calle». Tengo siempre a mano seis versiones, todas muy verosímiles, así que da absolutamente igual que sea verdad o no lo que alguno te cuenta: da lo mismo que te diga que es panadero o un Rothschild. Da absolutamente igual. Siempre y cuando coja como un panadero (es decir, rápido y genuinamente), y pague como un Rothschild, todo está bien. Pero la mayoría de las veces suele ser al revés, y se pasan horas y horas cogiéndote para luego ni siquiera pagarte un piloncillo aparte de los cincuenta francos debidos. 10

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En cualquier caso, éste me puso en la mano dos billetes de cien y fue ahí cuando me puse en guardia. Porque si un tipo empieza así, es que el asunto tiene su intriga. En esos casos suelen tener algún tic particular, quieren darte azotes o que tú los azotes, pero éste no era inglés, tenía un débil acento ruso: «Será uno de esos judíos húngaros o rumanos, pero eso ya se verá», pensé. En fin, que me tomó del brazo como un novio, pero yo me lo sacudí de encima, mientras que él, en lugar de decir enseguida: «Oh, làlà… Pero qué arisca», me agarró con fuerza y dijo: «No me tengas miedo. No quiero nada de ti que pueda humillarte o de lo que tengas que avergonzarte. Los primeros cien son por la cama, los segundos, por tu amabilidad, nada más». Ya conozco el «nada más», pero hasta entonces nadie se había atrevido a decirme: «No quiero nada de ti que pueda humillarte o de lo que tengas que avergonzarte». No pude sino pensármelo otra vez, pensar en la manera en que eso encajaba con él. En cualquier caso, le dejé el brazo y nos fuimos al hotel como un matrimonio que regresa a casa después de ir al cine, apretaditos, con paso acompasado. Cuando le pagó a Gastón la habitación (sin ocultar que tenía dinero en la cartera, pero sin alardear de ello), dijo: «Y nos deja en paz por una hora», y yo hubiera querido lanzar a Gastón una mirada para hacerle entender que no tenía ninguna intención de perder toda la noche. Pero ese perro apartó la vista y dijo: «Por supuesto, señor. Ha pagado usted la habitación por veinticuatro horas», de modo que pensé que Gastón lo conocía, que era algún poli. Luego comprendí, en cambio, que ése era su tono habitual (y también la propina). El cabronazo de Gastón se olió que se trataba de uno de esos clientes que se sienten como en casa en los hoteles (mejores, incluso, que éste). Hubo un jodido entendimiento inmediato entre ellos, como sucede siempre con los burgueses: naturalezas ciclísticas que se encorvan en las subidas y pisan fuerte los pedales en las bajadas; habrá que colgarlos a todos cuando triunfe por fin la Internacional comunista. 11

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En cualquier caso, no podía contarse con Gastón; por eso, cuando llegamos arriba, a la habitación, empezó lo de siempre: quiso que me desvistiera completamente, que me quitara también las bragas («Sin medias, los pies se te enfriarán más rápidamente», y otras jaladas parecidas), y cuando ya estábamos en la cama, desnudos como larvas, él me tomó en sus brazos, se tumbó hacia atrás y dijo: «Fumemos un cigarrillo». Quise explicarle que por doscientos francos no podía creerse con derecho a tomarme en brazos, que me dijera qué diablos quería de mí o me dejara en paz y se marchara a casa. Pero al verlo allí tumbado, con la cabeza sobre la almohada y la mirada fija en el techo, pensé: «Será impotente, o le costará levantarla, a fin de cuentas ya no es tan joven. Así que tendré que esmerarme para estar con él, y probablemente no me quede más remedio que metérmela en la boca. En fin, en todo caso, primero fumemos un cigarrillo, por el amor de Dios. Tal vez hasta se duerma, y podré escaparme sin que él note nada». Y así, sin decir palabra, fumamos mirando al techo, otra vez como un matrimonio después del cine. Piel con piel bajo la manta, con las cabezas juntas sobre la almohada. Sólo en una ocasión me preguntó: «¿No te acuerdas de mí? Estuve una vez en la Madelaine con un amigo que se fue contigo a echar un polvo a plena luz del día. Un alemán que no hablaba una palabra de francés. Pero de eso hace ya tiempo, más de tres años». Yo sólo negué con la cabeza; ¿qué me importan a mí sus amigos? Él continuó fumando en silencio. En una ocasión volvió la cara hacia mí y me dio un beso en la sien. Extrañamente, me pareció un niño, un joven perdido en un sueño. Luego apagó con esmero su cigarrillo en el cenicero, también el mío, me descubrió los senos, los acarició, los besó y dijo: «Eres bella». Y yo pensé: «En vista de que la cosa va a ser difícil, será mejor que empiece cuanto antes»; así que metí la mano para agarrársela y levantársela, pero ya la tenía bien dura, en perfecto estado. Él empezó a acariciarme, y para no excitarme realmente, 12

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fingí que ya lo estaba, y le solté el numerito de que estaba ansiosa por tenerlo dentro de mí. Pero él me sostuvo bien apretada contra él y no hacía más que besarme, no en la boca, claro (a fin de cuentas no quiero contraer una infección primaria en los labios), pero sí en toda la cara, con una delicada lluvia de besitos cariñosos. Al final me impacienté tanto que no se me ocurrió nada mejor que decir: «Has olvidado tomar tu Alka-Setzer». Él, claro, sólo se rio y dijo: «Ya ni sé dónde está. Tal vez en algún bolsillo; ah, no, creo que lo dejé abajo, donde el portero»; y cuando yo me apresuré a decir: «Iré a buscártelo», él me besó de nuevo en la frente y me dijo: «Gracias, tesoro, pero ya no lo necesito. Ya no estoy borracho». Era como si de verdad lleváramos diez años casados; entonces decidí putearlo en serio y le dije con tono enérgico: «Bueno, vamos, penétrame; eso sí, antes tienes que ponerte un preservativo». Pero ni siquiera eso, que normalmente genera las más largas confrontaciones con los hombres, le hizo perder la compostura. Se mostró paciente como un franciscano y me regaló una sonrisa (había apoyado la cabeza sobre un brazo y me miraba a la cara con tanta bondad como si fuese un tío mío). Al final sólo dijo: «Déjate de escenitas, tesoro, no estoy enfermo. Si quieres, puedes examinarme». Y así lo hice. Y gracias que lo hice. Se la observé, la ordeñé, se la exprimí al punto de pensar que le saldría sangre. Por lo menos no era judío. Al final, me atrajo de nuevo a la almohada y me dijo: «Es suficiente, ¿no te parece?», y apenas lo dijo lo sentí dentro de mí, no sé ni siquiera cómo lo hizo; en todo caso, mostró la destreza de un mono, introduciéndola hasta lo más profundo. Y así se quedó un buen rato, moviéndose dentro de mí sólo muy lentamente. No fue como lo que a veces nos pasa a las mujeres: que viene uno, te penetra y de repente te vienes sin que el tipo tenga nada de especial ni te cayera demasiado simpático, sino, sencillamente, porque todo encaja de forma inexplicable. No fue así. Pero aquello empezaba a gustarme. También su ternura. No estaba excitado como suelen estar los hombres. Con 13

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aquella cara podía pasearse incluso por la calle. Sólo se veía feliz. Cerraba los ojos cuando me daba uno de sus besos suaves y cariñosos. Pensé entonces: «Ya sabes cómo quiere jugártela, el muy cerdo. Quiere destrozarte». Cada vez que yo hacía como si ya no pudiera aguantar más sus embestidas y me ponía a mover el trasero, a resoplar y poner los ojos en blanco, él me sostenía y me mandaba a callar como se hace con los niños: «Psssst». Hasta que por fin le pregunté: «¿Por qué no te vienes? ¿Tienes problemas con eso?» Y él, con la voz más tranquila del mundo, me respondió: «Quiero disfrutar un poco de esto. ¿Tú no?». Entonces por fin le dije que no podía exigirme tal cosa. Le dije: «Yo sólo me vengo con mi hombre. Eso lo entenderás. Es lo único que él tiene de mí». Y ya estaba yo a punto de inventarme a un tipo con el que vivía, que me protegía y me hacía venirme (aunque, en verdad, eso jamás me había pasado con mi Jules, me pasaba raras veces, salvo con Ginette; con los hombres, sólo muy al principio). Él, en cambio, debió de olerse que allí había gato encerrado y me dijo (todavía con su sonrisa y su voz serena): «No me cuentes historias. Sencillamente, estás vaga. Pero lo entiendo, entiendo que no puedas venirte con cualquiera si no quieres acabar destrozada. Pero te daré otro billete de cien si hoy te tomas unas vacaciones». Cuando una mujer no quiere venirse, cualquier hombre puede dejarse la verga intentándolo, pero eso, con un cuarentón, tarda lo suyo. ¿Y quién quiere una cosa así? Si no hubiera estado tan cansada, aburrida de haber estado tanto tiempo de pie bajo la niebla, se me habría ocurrido algo mejor para librarme de él. Por eso pensé: «Déjalo hacer, se pondrá cachondo y se vendrá antes de que se te convierta en un fastidio». Así que cerré los ojos y lo dejé remenearse dentro de mí. Pero de pronto tuve una sensación inquietante: aquello, sencillamente, resultaba demasiado agradable. Lo hacía con suma habilidad, estaba tumbado sobre mí sin aplastarme, era un tipo aseado, tenía las carnes firmes, la piel tersa, era alto y tenía un cuerpo robusto. Entonces pensé: «Christine, hija mía, si 14

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te ablandas ahora te vas a venir y luego te quedarás un par de horas más, y estarás acostándote con él hasta pasado mañana y, si al diablo se le antoja, hasta te enamorarás de él y acabarás con la mierda hasta el cuello. Así que, chiquilla, contrólate y busca una forma de deshacerte de este tipo cuanto antes, sal de nuevo a la niebla y ejerce tu profesión honradamente». En ese preciso instante él me dijo (siempre con esa voz, como si estuviera sentado conmigo en un banco en el Jardin des Plantes): «Escucha, pequeña: eres un encanto. Quiero hacerte una proposición. Intenta acostumbrarte por un par de días a mí y a una vida conmigo. Gano lo suficiente como para mimarte un poco. Si no funciona, nos separamos como buenos amigos, ya me ocuparé yo de que no tengas demasiadas pérdidas. Y si todo va bien, nos quedamos juntos mientras dure. Soy todo menos rico, pero escribo para el cine, y ahí, de vez en cuando, te ponen en mano alguna buena suma de dinero. Si una mujer espabilada lo administra, se puede vivir cómodamente». No era la primera oferta de esa índole que me hacían, pero lo que más me irritó de ésta fue el cebo del cine. Con un ardid así se puede volver loca a una de esas muñequitas de las tiendas Prisunic, pero no a nosotras. Además, pensé: «¿Por quién te toma este imbécil? ¿Cree que porque te la mete no eres capaz de razonar? ¡¿Por qué no toma un violín y te toca un tango al oído?!». Entonces, como estaba furiosa, cometí una estupidez al pensar: «Si tú me cuentas historias, amigo, yo también te contaré algunas». Así que le dije: «Tú también eres un encanto, conejito, y por eso no quiero ser cruel contigo ni mentirte. Pero yo no puedo convivir con un hombre. No consigo venirme con los hombres, no sé si soy lesbiana, pero lo cierto es que no puedo soportar a un hombre a mi lado más de media hora». Todavía estaba hablando cuando supe que era una burrada decirle tal cosa. Porque, por un lado, es cierto: las pocas veces que me he venido en los últimos años han sido con Ginette, siempre que algún cliente nos llevó a las dos a su habitación (lo cual no quiere decir, por supuesto, que sea lesbiana). En 15

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cualquier caso, cuando le dices la verdad a alguno, siempre acabas mal. Sólo esperaba que la idea de tenernos a Ginette y a mí juntas lo excitase y, de ese modo, quitármelo de encima. Pero él dijo de inmediato: «Si sólo se trata de eso, tesoro, metemos en la cama tantas chicas como puedas soportar». Y fue ahí donde yo pensé: «¡Sí, claro, cochino!», pero él ya tenía la mano entre mis piernas, y apenas alcancé a decirle: «¡Saca esa mano de ahí!», porque él empezó a metérmela con fuerza —y quizá hasta yo, involuntariamente, pensé en Ginette y en la manera suya de venirse cuando un tipo se la coge, mientras yo jugueteo con ella—; en cualquier caso, no le aparté la mano, y de repente sentí que iba a venirme y grité: «Pero ¡¿qué me haces, por el amor de Dios?!»; en ese mismo momento, sentí que él se venía, que yo me venía, y ya no supe nada más, sólo que él tenía su boca sobre la mía y me besaba con frenesí, y en ese momento me dio igual que un extraño me besara en la boca, porque era riquísimo, era, realmente, como hacer el amor. Lo peor fue que me quedé dormida al instante (en eso soy como los hombres). No obstante, no debo de haber dormido mucho, quizá un cuarto de hora. Cuando desperté, fue como cuando estás nadando en el mar y una ola te levanta; él estaba allí y me tomó en sus brazos. Pero eso sólo lo soñé en ese instante. En realidad me desperté porque él me estaba acariciando. Me había destapado completamente y me acariciaba el cuerpo, los hombros, los brazos, los senos, las caderas; era como si, al hacerlo, la mano se le quedara impregnada de algo delicioso, un aroma o una pátina, cierta rara felicidad, en medio de una sensación de cálida plenitud, para luego extraerlo de ella, una y otra vez, con un beso: como un árabe o un indio sumido en una oración. Era algo muy dulce, y yo, estúpida que soy, hice como si todavía durmiera, a fin de disfrutarlo. Él me envolvió con su ternura divina, y yo me enfurecí tanto que estuve a punto de echarme a llorar. «¡Pedazo de cabrón!», le grité, «¡Cerdo, hijo de puta!», y le pegué, pero él sólo rio; y nos pusimos a jugar y forcejear hasta el punto casi de caernos de la cama. Un 16

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instante después, él, con su maldita destreza, estaba otra vez dentro de mí, y esta vez no necesitó servirse de los dedos, y yo ya no pensé en Ginette, no pensé en nada, me vine como se vienen las chicas en los libros guarros, en los que todas las mujeres se vienen como si fuera tan obvio como mear. Más tarde me sentí de tan buen humor como algunas veces, cuando me tomo la noche libre y he bebido algo y me voy con el hermano de Ginette a los puestos de tiro al blanco que hay detrás de la Place Blanche. ¡Y qué hambre tenía! Estuvimos media hora tonteando y barajando qué comer y dónde; él me dijo que no conocía ninguno de los bistrots que yo conozco, que quería conocerlos todos. Pero entonces me dijo: «Estamos tan cerca del Prunier, ¿por qué no vamos directamente allí?». Y yo le dije: «No quiero causarte dificultades. Aquí, en el barrio, todos me conocen, seguramente no nos dejarán entrar». Pero él respondió: «Pero, tesoro, tendrán que ir habituándose a verte en mi pésima compañía». Y así seguimos haciendo el tonto, hasta que, finalmente, llamamos a Gastón para que nos subiera algo. Yo dije: «Ahora podrá verse cómo pretendes mimarme. Quiero champán, y caviar, y ostras, y bogavante, y un filete. Y hasta tienes suerte de que las tiendas ya estén cerradas, porque si no me iría de compras contigo». Él, entonces, me dijo: «Un par de brillantes de Cartier y la colección de primavera de Yves Saint Laurent, ¿cierto? Pues, en su lugar, voy a darte unos azotes en el trasero y te pondré delante de los fogones para que cocines para los dos y no gastes más de diez francos al día. Y una vez a la semana puedes ir al cine, eso será todo». Mientras tanto, un besito por aquí, un pellizco o un pequeño azote por allá, al punto de que casi acabamos cogiendo de nuevo. Por suerte subió el mesero con la comida, aunque para él fue una mierda, claro. Entonces le dije al mesero: «¡Déjame ver la cuenta!». «Te están saqueando de lo lindo», le dije a él, una estupidez que me saldría cara. Si no hubiera estado algo borracha, habría podido notar de inmediato la manera en que me miró el mesero. 17

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Pero yo estaba como loca, no sé realmente por qué. Comimos; él me alimentó como si yo fuese una niña, mientras que, por su parte, no quiso comer nada. Sólo me observaba, y mientras tanto iba adoptando una expresión melancólica. Creo que se había pasado todo el día bebiendo, y que ahora, nuevamente, la tristeza se apoderaba de él. Para hacer que comiera algo, yo tomaba un bocado entre los dientes y se lo ofrecía, buscando que me besara, para que así, al menos, tomara un pedazo de pan. Asimismo, para que no bebiera demasiado, me bebía el vino de su boca. Cuando quiso encargar otra botella, le dije: «Ya has bebido suficiente, es hora de dormir. Estoy tan cansada que los ojos se me cierran solos». Entonces volvimos a tumbarnos bien acurrucaditos, como un matrimonio: él de espaldas; yo a medias sobre él, con la cabeza sobre su hombro. Pero ninguno de los dos pudo dormir, y al final le pregunté: «¿Por qué no duermes?». «¿Por qué no duermes tú?», preguntó él. «No puedo dejar de pensar», le dije. «¿En qué?», preguntó. «En mí, en ti. En nosotros dos». «Yo tampoco», dijo él. Creí entonces que se había quedado dormido de verdad, y cuando quise darle un beso de buenas noches, él me estrechó con firmeza. No estaba dormido. Yo estaba muy feliz, y le dije: «Ven, házmelo de nuevo. No pienses en mí, sólo piensa en ti. Ahora estoy muy cansada como para venirme otra vez. Pero quiero sentirte dentro de mí, sentir que eres feliz». Él debe de haber entendido que aquello era un regalo. Me dio la vuelta y pegó su mejilla a mis senos, y luego me penetró otra vez. Fue un palo tranquilo, delicioso, como los que echan las parejas que llevan mucho tiempo cogiendo, y fue bonito sentir cómo se venía, como si estuviera exhausto. Estaba oscuro y no pude verlo (habíamos apagado la luz con la intención de dormir), pero sé cómo se vienen los hombres: parece que quisieran morder a Dios en el cielo; es su único instante humano. Nos quedamos dormidos; todavía estaba oscuro cuando él me despertó. Noté que estaba vestido y me llevé un susto de muerte, por eso le dije: «¡No te apartarás de mí!». Y él me 18

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acarició, me besó y me tranquilizó: dijo que estaría fuera sólo unas horas, que siguiera durmiendo, él vendría luego a recogerme; eso dijo. Sólo tenía que poner orden en sus cosas: «Il faut que j’arrange ma maison», dijo. Y yo se lo creí y lo besé y le dije: «Hazlo todo rápido. No pegaré ojo hasta que regreses». Pero cuando luego cerró la puerta a sus espaldas, sentí pánico, salté de la cama, tomé una toalla y me envolví con ella. Y fue entonces cuando corrí detrás de él hasta el pasillo y lo alcancé en la escalera. Y me dijo: «Te espero aquí, hazlo rápido», y yo regresé a la habitación, me puse los zapatos, la falda, el jersey y el abrigo. Metí en el bolso las medias, los ligueros y el sujetador, lo hice todo muy rápido. Pero él ya se había marchado.

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Es de noche. En un miserable hotel familiar de la Place des Ternes, en una habitación diminuta con empapelado de flores, él está sentado delante de una mesa de tocador con el espejo cubierto. La habitación no da a la calle, sino a un patio de luz. Es la única en la que, a esa hora, hay una luz encendida. Él escribe: Il arrange sa maison. Tiene ante sí cuatro carpetas con los siguientes nombres: «Pneuma», «A», «B» y «C». A su alrededor, en el suelo, hay dos maletas y varias cajas de cartón llenas de papeles. Revuelve de vez en cuando en una de ellas, saca un papel y lo pone en alguna de las carpetas; luego continúa escribiendo laboriosamente. La primera carpeta está abierta. En ella puede leerse:

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«El lenguaje último de la locura es el de la razón, pero envuelto en el prestigio de la imagen, limitado al espacio de la apariencia que la define, formando así los dos, fuera de la totalidad de las imágenes y de la universalidad del discurso, una organización singular, abusiva, cuya particularidad obstinada constituye la locura». Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica

1 Como si lo hubiesen arrojado al país de los lotófagos, aquel hombre parecía haber olvidado su patria. Que era un forastero, se lo echaba en cara, un día sí y otro también, el extenuado viento marino que llegaba en ráfagas dispersas, las cuales cruzaban la marisma desierta y barrían los campos de ruinas repletos de malas hierbas, para extraviarse luego en los agujereados entramados de callejuelas de la ciudad desmembrada. El cielo plomizo se lo repetía a diario, sus nubes grises como buches de paloma, grabadas a buril en los cabrios de los desgajados techos a dos aguas; sus sombras habían pulido las paredes en ruinas, dejándoles un color rojo lacerante, y el agua chorreaba de su plumaje hasta diluirse y deshacerse con un color blanquecino; a veces fenecían bajo los leves flechazos de un sol distante y avaro que las atravesaban para quebrarse luego, frágiles como eran, contra los mástiles de las grúas del puerto, donde sus fragmentos yacían dispersos sobre la piedra húmeda de los muelles, levemente bruñidos como la hojalata, levemente mecidos en el agua fría, hasta que nuevas bandadas de palomas arribaban, unidas pecho contra pecho, para picotearlos a toda prisa. Las noches se lo ocultaban con sus silencios, madrastras reinas, flotando sin lunas a través de su sangre, sin chillidos de pájaros ebrios de sueño midiendo con sus ecos aflautados el

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silencio de un paisaje negro y argénteo: masas de una oscuridad algodonosa y estancada prensaban el cielo contra la tierra, arrancaban a las desanudadas farolas de las calles, al lastimero encanto de las devaluadas e improvisadas iluminaciones de las tiendas, unas pálidas aureolas de niebla que luego encauzaban con destellos aceitosos hacia la negrura de los canales. El aire saturado de agua lo arrastraba todo, en los graznidos de las gaviotas salvajemente empujados hacia la nada, en el batir de sus alas, que iba tejiendo, con su incansable navegar, el vacío de la eternidad, en un carnaval de pesadilla: pierrots que se precipitaban de un lado a otro, subiendo y bajando, que se cruzaban y perseguían mutuamente y caían tambaleándose, a veces rodeados por el polvo de un torbellino de copos de nieve, o sombreados por los flecos transversales de la lluvia. Él lo oía todo en medio del fragor de la ciudad, ese rumor inconstante que lo rodeaba, como el viento extraviado, impregnado por los fantasmas del pasado a veces, perturbado por el mugido de morsa de la sirena de un barco. El sonido le llegaba desde voces angostadas, desde el pálido tono de las personas que pasaban a su lado con sus migajas de charla y sus ociosos vagabundeos de siempre; lo observaba desde el azul desustanciado de unos ojos en los que el lustroso estupor del entendimiento se había congelado y transformado en la mirada enigmática de las ondinas –la extrañeza se había interpuesto entre él y lo demás, y ya esa sensación de extrañeza no lo vinculaba con nada, una extrañeza a la que ambos estaban expuestos.

Yes, sir. Así debía comenzar. En un tono órfico. Con un imperfecto evocador, susurrante. Época de escombros en Hamburgo, a orillas del Elba, Germany 1945-1948. Mirada enigmática de las ondinas (en lugar de la testarudez hanseática). Arrojado donde los lotófagos (en lugar de displaced person). Arte poética. Así lo escribí, con el corazón palpitante e imbuido de una sacra esperanza: Como si lo hubiesen arrojado al país de los lotófagos, aquel hombre parecía haber olvidado su patria. –Punto. Y dejar que se desvanezca el eco… 22

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La primera frase debe entrar como pábulo de campanas: Firmemente fijado en la tierra, tapiado con obra de ladrillo, se alza el molde, de arcilla cocida. Amurallado a las tierras

Schiller, mister Brodny; se lo digo por si acaso la memoria le ha abandonado. You probably call him Skyler, now. Eskáiler. Well, we still call him Sheelah. We are proud of him. La voz cantora y sonora de un querubín. Canto y sonido para el corazón de un niño. Daddy, tell me a story. Sissignore, subito! La fatalidad comunicada despierta nuestra reflexividad (¿o acaso nuestra moralidad?). Despierta, eso sí, nuestra sensibilidad. En fin, tell me a story y, si es posible, en tres breves frases. Pero para ello se necesita una forma sólida (Schwab habría dicho: Ni plus, ni moins). Pero eso a nosotros, los alemanes, no nos va. A los franceses, sí. Los hermanos franceses siguen siendo cartesianamente claros como el cristal. En cada uno de ellos, la voluntad estructural de la forma; y todo a pesar de Vichy, de Oradour, a pesar de Argelia y de Monsieur le général de Gaulle, de una vida intelectual ahora inundada de españoles, balcánicos y judíos rusos. Un estilo nacional de plena homogeneidad cultural, precisamente. Lo mismo piensa Scherping, nuestro amigo común, missing link, gran editor, diseñador de la cultura de masas, así que debe de saber lo que dice. Tal vez no sin cierto indicio de envidia nacional…, pero qué más da, ese hombre es un masoquista. Despierta nuestra moralización reflexiva. En cualquier caso, la voluntad de forma de los franceses se reconoce desde siempre en nuestra literatura. ¡Estupendo! Ni una sílaba de más. Cualquier chef d’œuvre, por así decir, es su propio sumario, y ni una palabra de más. Ejemplar. ¿Y qué me dice de sus vinos? En eso estará de acuerdo con el amigo Schwab, ¿no? Y las mujeres… De eso mejor ni hablar. Y la cocina francesa, ñam ñam. Y también los impresionistas, lógicamente; y por supuesto, París… ¡Ah, París…! La música de acompañamiento, obviamente, la concebimos nosotros, los alemanes: Offenbach (un judío, sí; pero, en lo musical, un pura sangre 23

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alemán). Wagner (primero, el escándalo, pero luego se impuso). El único nativo es aquel tipo cuyo nombre se asemeja a ese mueble de baño que las chicas usan en este país para lavarse el chichi: Bizet (muy valorado por Nietzsche, por cierto). Yo, por mi parte —y en cualquier caso—, puedo cantarle a París como a usted le plazca: al mejor estilo Jugendstil, con una suave melodía de vals: Y si París, París, no estuu-viera, tal vez, a ti, volver yo quisiera (un giro, un saltito), volver a tu honeesto lecho de amor, rampampám… O algo más vivo, a tempo de marcha, con retumbar de metales: ¡Viva! ¡Estamos en el bulevar! ¡Viva! ¡Estamos en Paaaarís! (repicar de tambores, golpe de címbalo)… El vuelo de una golondrina, la vida. Eso, para los franceses. Para nosotros la cosa no está tan clara. Como se sabe, somos muy musicales, pero en la expresión verbal somos amorfos, nubosos, nebulosos. No hay que asombrarse de tanta fatalidad difícil de comunicar. Alma llena de conflictos. La frente ensombrecida por demasiadas ideas demasiado elevadas y tempestuosas. Eterna pugna entre el pensamiento riguroso y el gran arte. J’comprends jamais c’qu’tu veux dire, mon ours: la constante queja de Gaia. Ours des Carpathes, permítame aclararlo, un oso de los Cárpatos, no el oso alemán. Pero yo, en realidad, soy tan poco alemán como usted, citizen Brodny, es americano, a pesar de su distanciamiento ultramarino y de sus visionarios desplazamientos de un hemisferio al otro del mundo, por muy anglosajonamente pragmático que sea su modo de hablar sobre la fuerza de la forma, la voluntad de forma o la problemática de las formas en las naciones europeas… (Para gustos, colores; ¿o prefiere que le diga algo en yiddish que tenga el mismo sentido? Puedo servirle ambos, no sólo soy un lacayo literario por profesión, sino también un políglota homme à tout faire, un cambiachaquetas del lenguaje). Pero, a fin de cuentas, ¿qué significa lo que sea cada cual? En nuestros días, tan agitados, uno no es tan sencilla y decididamente una cosa o la otra. Sucede que a veces uno es ambas cosas al mismo tiempo y, simultáneamente, no es ninguna de 24

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las dos: una mezcla de nada y de todo, como, por ejemplo, nosotros. Destino de refugiados. Suerte de emigrantes. Hemos perdido nuestras patrias verdaderas y luego, con los lotófagos o en otra parte, las hemos olvidado. En algún sitio, por el camino. ¿Cuál era, por cierto, su patria, estimado mister Jacob G. Brodny? En lo geográfico, al menos, sería la Europa centrale, supongo. Como la mía, dicho sea de paso. Una de esas que nacieron con los dictados de paz de Brest-Litovsk, Trianon y, finalmente, Versalles (es decir, una patria nacida casi al mismo tiempo que yo). Por entonces, en medio de aquel horror à la Käthe Kollwitz que surgió después de la primera de esas devastaciones de sangre-mugre-hierro llamadas guerras mundiales, nuestro hemisferio era tan prolífico en el alumbramiento de nuevas patrias como lo es hoy la parte más oscura de África. Y en las dos, por cierto —como sin duda usted ya sabe—, se contó con la ayuda de partera de los americanos. En aras de los más sagrados principios morales y moralizadores, se entiende: el sentido americano de la libertad y de otros derechos humanos similares no tolera los imperios, por lo tanto, tampoco las colonias, da igual que sean negras, blancas o estén en cualquier continente. Porque si vamos a dar crédito a Nagel (¿y por qué no habríamos de hacerlo, siendo —como es— un escritor de fama internacional, autor de tantísimo éxito, el más honesto divulgador de la probidad en las cocinas comedor de los alemanes, caballo de batalla de la editorial de Scherping y quien, por así decir, clavó el último clavo, el clavo de gracia, en el ataúd de Schwab,* y sea probablemente, para usted, una de las fuentes más ricas de provisiones?); porque, repito, si atendemos a la opinión de Nagel, es legítimo vender armamento sólo a los Estados soberanos.

*

Juego de palabras con Nagel (clavo) y Sargnagel (literalmente, clavo de ataúd, pero usado en la expresión jemandes Sargnagel sein: Llevar a alguien a la tumba). [N. del T.]

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Pero bien: cuando —retomando la cuestión anterior— adecúo la demanda a la oferta, me veo ante l’embarras du choix (que en alemán, en poética paronomasia, se dice die Qual der Wahl, «el tormento de la elección»): hay demasiadas patrias para mí como para poder decidirme por una. Hombre sin carácter, lo sé (lo cual se corresponde asimismo con mi actitud en la guerra: me escabullí, no me convertí en un honroso mutilado, como Nagel). Pero piense en una cosa: consideré que mi única oportunidad era alcanzar la dignidad de un Premio Nobel (de literatura, se entiende). Porque ¿acaso esa unción anual que se prodiga a un individuo dotado para la escritura, que se reparte sistemáticamente entre todos los países, desde Islandia hasta Ghana, no equivale a otorgar casi a cada una de las actuales patrias un certificado que atestigüe su madurez cultural, lo cual, a su vez, les da legítimo derecho a tener, con conciencia del propio valor, una bandera nacional y un ejército bien dotado de armas automáticas? A algunas patrias, incluso, se les otorga varias veces, y en ocasiones es tan clara la situación embarazosa generada por esto último, que enseguida nos asalta la sospecha de que, una vez agotada la ronda y todas las patrias sean premiadas individualmente, ya no se sabrá bien cómo continuar. Sin embargo, jamás se le ha dado el Premio Nobel a un apátrida. Y a mí me parece el momento de hacerlo. Aunque, en lo que a mí respecta, debo admitir un error: el premio no se concede por libros jamás escritos. Una lástima, porque en algunos casos sería más merecido que concedérselo a la persona. Pero no hablemos de ello. A Nagel se lo darán. ¡Gloria para él y sus laureles! Si Schwab no hubiera sido incinerado, estaría revolviéndose en su tumba como San Lorenzo en su parrilla. Por cierto, eso me hace pensar en algo en lo que debía haber pensado antes: como lector de la editorial de Scherping por varios años, Schwab tiene que haberle conocido a usted, al gran —pero ¡qué digo!—, al más grande agente literario internacional, o por lo menos el más astuto. ¡Cuánto me gustaría 26

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saber cómo habría sido ese encuentro! ¿Tan prontamente fallido como el nuestro? Es curioso que Schwab nunca me haya hablado de eso (pero, en fin, era tan reservado). Yo, en cambio, no he sabido hacer nada con mayor urgencia que escribir la absurda historia de nuestro encuentro. Con la intención, obviamente, de trompeteársela a todo el mundo. Che buffonata! Usted (para mi más vivo pesar, ¡se lo aseguro!) tuvo la impresión de que yo pretendía burlarme. Supongo que se trata de un malentendido habitual, debido a mi tono irónico. Pero permítame rectificar algo: la ironía no es agresiva. Es la forma de expresión natural de los perros tristes, no de los mordaces. Sobre todo cuando uno se enfrenta a una excesiva certeza de sí… If you get what I mean. Lo admito: mis reacciones son las de un neurasténico. Pero vivo entre franceses, me sobreexcito demasiado. Me sucedía probablemente desde antes, y para ser justos, debo admitirlo: quince años en un entorno alemán, dos tercios de los cuales en la costa hanseática, no es como salir de pícnic. Pero la puntilla me la han dado los franceses.

2 ¿Qué me dice, Jacob G. Brodny, ciudadano de Estados Unidos de América con pleno derecho, con méritos de guerra —y de otro tipo— en el European Theatre, supermán de la industria literaria rodeado de la más bella aureola (de luces de neón) del americanismo?; ¿qué me dice de esa certeza de sí mismos que distingue a los franceses, tan incomprensiblemente pasada de moda, defendida hasta un punto casi provocador? ¿Esclerosis? ¿Fenómeno de fosilización? Lo admito. No obstante, ¿no es eso algo así como una espina clavada en la carne de los hombres que dominan el mundo? Uno ya no da crédito a sus sentidos: ser francés —según te hacen ver aquí en París a cada paso— no es, sin más, tener una nacionalidad, de eso 27

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nada: es una señal de gracia divina, una forma superior de la existencia, desarrollada a partir de un origen ctónico mucho más valioso, derivada del agua madre de un más noble espíritu popular. ¡Y todo esto en este siglo suyo, Yéicob Yí, el siglo americano, en el que es casi inconcebible otra forma de existencia, en nuestra parte del mundo, distinta de la americana! ¡Obstinación fenoménica de la historia evolutiva! ¿Acaso no se lo parece a usted también? Antes estábamos acostumbrados a este tipo de cosas: a la arrogancia leporina y vitiligosa de los británicos, por ejemplo; o a la furibunda conciencia nacional de los balcánicos, es decir, de los serbios. También los alemanes, alguna vez, pudieron darse el lujo de ser abiertamente alemanes. Todo ello era habitual en un concierto de las naciones tocado a ritmo de vals, formaba parte del panorama europeo. Una enorme variedad de pueblos, y cada uno de ellos portador de un algo que era motivo de orgullo: británicos, búlgaros, bosnios, holandeses, helvéticos, hutsules. También los serbios, cuando se pensaban como serbios, se consideraban de inmediato algo mucho más importante que cuando, simplemente, pensaban: «Yo, Milosh», o: «Yo, Janko». Un Milosh serbio era en cierto modo un Milosh elevado a la segunda potencia, un Milosh acrecentado. El individuo no se pierde en el colectivo, al contrario: se transustancia en él y accede a una forma más clara, cobra un peso específico más elevado. Nagel escribe: «¡Formar parte del pueblo, ser pueblo en el lenguaje, en cuerpo y espíritu, llevarlo en el rostro, en los ademanes y los gestos, eso es también aristocracia!». Una verdad de Perogrullo que debemos tener siempre a la vista. A Schwab, el alemán, esto le resultaba desagradable; y se comprende. Como alemán, uno conquista mejor su propia forma renegando de lo alemán (en el espíritu de Goethe o de Hölderlin). Pero eso no disminuye la validez general de la frase. Y mucho menos en el caso de los franceses. ¿No es esto curioso en una época en la que casi ningún pueblo, casi ninguna nación constituye, en sí, el entorno del cual puede sentirse integrante —como producto derivado—, 28

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quien forma parte de ella; en una época, efectivamente, en la que ya nadie sirve de molde para los rasgos nacionales ni es posible estampar un estilo propio? Que me muestren las diferencias de estilo entre una bomba de gasolina española y otra sueca; las divergencias paisajísticas entre un tramo de autovía o un aeropuerto cerca de Hamburgo, Germany, de Roma, Italy, o de Dallas, Texas. Hoy en día sólo existe un estilo supranacional: el estilo americano. También un tramo de autovía cerca de Paéris, Franx, es mucho más americano y apenas se diferencia de otro en las inmediaciones de Tokio, Giapán. Como apenas se diferencian aquí o allá los aeropuertos y las bombas de gasolina. Los franceses, en cambio, son cada vez más franceses. Los españoles, los suecos, los japoneses se van convirtiendo, a ojos vista, en americanos mascachicles y devotos de las computadoras. Los franceses, en cambio, nunca fueron más intensamente franceses que hoy en día. Me preguntará por qué me ocupa tanto este tema. Well, sir: lo veo como un excéntrico pasatiempo (en otra época se hubiera dicho un spleen). Estoy buscando la otra mitad de mi vida. Como los amantes de Aristófanes, busco la parte perdida de mí mismo, la mitad de una dualidad originaria. Una mitad que perdí en algún momento, sospecho que un día gélido y claro en Viena, en marzo de 1938, cuando apenas tenía diecinueve años, diecinueve inocentes años. Aquellos años han sido amputados de mi existencia, como el brazo derecho de Nagel. Desde entonces ando tras el rastro de su manifestación sensible (porque, como Nagel, que afirma que todavía siente cómo mueve los dedos de la mano que le falta, también yo siento en mí, de un modo abstracto, mi yo de entonces). Busco, pues, esa otra parte de mi vida en el único sitio donde puedo buscarla: en países, paisajes, nubes, ciudades —porque sí, son sobre todo las ciudades las que a veces, con sus luces, aromas y ruidos, sus colores, formas y ambientes, hacen revivir en mí la totalidad de ambientes, colores, ruidos, aromas y efectos de luz de toda una época; siempre de forma repentina: dolorosa y al mismo tiempo deliciosa, aunque, por 29

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desgracia, sólo por una fracción de segundo, la de unos fugaces momentos. En resumen: busco la otra mitad de mi vida en los residuos, en el eco —mejor dicho— de esa época a la que esa vida perteneció. Y aquella época puede identificarse en este eco, de un modo cada vez más claro, bajo la forma de un estilo. O con mayor precisión, desde el punto de vista de la historia del arte: la época que desarrolló el Art Déco a partir del Art Nouveau, el tiempo de flirteo y noviazgo de Europa con América (del matrimonio sería testigo más tarde, pero sólo como invitado tras la valla). Busco una Europa que todavía era europea. En realidad usted debería entenderlo mejor que nadie, mister Jacob G. Brodny. Ante todo, en calidad de judío nostálgico. Podríamos decir que, como cualquier localidad decente en la América provinciana y profunda, hoy también Europa está libre de la presencia judaica, pero eso no era así en otros tiempos, ¿no es cierto?; aunque no era una tierra de promisión, sí que era, en todo caso, una tierra vivida y amada desde tiempos remotos; una tierra en la que ustedes, los judíos, veían cumplirse muchas de sus más osadas promesas, y, sobre todo, donde encontraron a sus verdugos más despiadados, y eso es algo que une de un modo tremendo, ¿no le parece? Pero, independientemente de todo eso: como ex europeo —de la Europa del este, lo enfatizo—, también a usted le habrán arrebatado su mitad. Tal vez no tenga ocasión de llorar por ella. Sea como sea, usted ha caminado al paso de los tiempos. No sé si con alegría o con tristeza, pero sí que ha lanzado por la borda lo que aún le quedaba de vestigio o de eco de una forma de vida extinta, y de repente se adaptó, lleno de vivacidad, a una nueva forma: se convirtió en americano. En el gran colectivo de los Estados Unidos de nuestro mundo occidental, su yo cercenado se transubstanció y alcanzó una nueva y henchida plenitud, y ahora usted le estampa el americano a la gente en plena cara. Yo, por el contrario, en lo relativo a mi otra mitad, me he hecho culpable de una falta por desgracia muy difundida: la 30

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del arrastre de épocas. No he podido renunciar del todo a lo que todavía, de algún modo, estaba vivo en mí —aunque sólo lo estuviera de manera abstracta, fantasmal: como el brazo de Nagel, arrancado de un disparo. Por eso no he conseguido convertirme en algo entero, nuevo o plenamente vital en esta nueva época (americana); y, por supuesto, tampoco he podido seguir siendo lo que era. Y ahora tenga la bondad de entender lo que tanto me fascina de los franceses, un punto para el que Schwab mostraba una empatía excitada. Lanzado de un lado a otro por los destinos cambiantes del cineasta (guionista de cine, ya sabe), me detengo a menudo, alternadamente, en distintas metrópolis de cada rinconcito de Europa: Viena, Madrid, Roma, Múnich, Copenhague, Milán, Berlín Occidental. Una Europa lamentablemente reducida, mutilada, despojada —en cierto modo— de su mitad, una Europa que se ha vuelto ridículamente provinciana, suburbana y desolada; sin embargo, desde hace algunos años (desde que tuve una descabellada historia de amor con una fashion-model americana llamada Dawn, o, en cualquier caso, desde la muerte de Schwab), la manera más segura de contactarme es aquí en París. Sin domicilio fijo, claro. El intento —tras las tristes experiencias de un matrimonio que pronto quedaría disuelto (con Christa) en Hamburgo— de radicarme aquí (con Gaia: una mujer enorme, con la piel achocolatada y sangre mitad afroamericana, mitad rumana: la princesa Jahovary, nombre que parece de un Freak-Show, pero ése era realmente su aspecto), fracasó dramáticamente; pero de ello le hablaré más adelante. Lo que me frustra en grado extremo es la insólita y casi increíble dureza superficial de los franceses. Esos hermanos, tan claros como el cristal, tan cartesianamente translúcidos, han ido uniéndose hasta formar una costra dura, lo cual produce un mundo en el que no es tan fácil entrar. Yo, por lo menos, no lo consigo, aunque lo percibo; pero sé, ¡Señor!, que es mi mundo en muchos sentidos, casi en todos los sentidos, 31

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y que yo —o al menos el yo de esa mitad perdida de mi vida— me he mantenido integrado en él (como solía decirse en la jerga de los electricistas de la estirpe de mi tío Helmuth). Y todo aquí, donde se ha mantenido intacto casi todo lo perteneciente a la mitad perdida de mi vida —formas, colores, sonidos, abundancia de olores, todo un mundo idiomático (tan determinante para el estilo de aquella época) y, en todo caso, todo el Art Nouveau o el Art Déco que uno quiera—; es aquí donde no sólo pierdo, por añadidura, el sentido de mi antigua pertenencia a este mundo, sino también cualquier sostén sólido en el tiempo, sobre todo en el presente. El mundo es un acontecimiento en el que no participo, en el que nunca he participado ni participaré jamás. Es un acontecimiento francés, y yo no soy francés. Ni siquiera soy un boche, como Schwab, un potencial asesino de franceses (y lo repito: la suya era una relación íntima, casi una identificación). Tampoco soy americano (lo cual sería otro género de asesino de la forma de ser francesa). Yo no soy nada. Ni siquiera soy un apátrida en el sentido jurídico, sino un desarraigado de nacimiento, déraciné par excellence: un auténtico sin padre y sin patria, uno que no sabe quién fue su progenitor, cuya madre abandonó y traicionó a los de su estirpe, a su pueblo; un tipo sin tenencia ni pertenencia, sin bautizar, sin fe, sospechosamente políglota y divorciado de todo vínculo con una tribu, con toda bandera… Pero, eso sí, un hombre en busca de todo eso. La magnífica ciudad de París, tan bella, la ville lumière, no me ayuda en esto ni un ápice. Al contrario. La aplastante presencia de su historia me excluye de sí misma como lo hace su histórico presente. En la ininterrumpida continuidad que va de Carlomagno a Charles de Gaulle no hay ni siquiera una ínfima fisura a través de la cual yo pueda colarme. Sin embargo, esa otra mitad de mi vida, la mitad perdida —para mí y para otros como yo— en aquel mes de marzo de 1938, pertenece más a este lugar que a ningún otro. Quiero decir que Occidente, la Europa occidental de la que nace, en la que ha crecido, cuyos colores, formas, sonidos, aromas y ambientes han dado forma 32

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a su modelo, está incomparablemente mucho más presente aquí que en cualquier otra parte. ¿En qué otro sitio iba a buscarla entonces, sino aquí? Aquí puedo seguirle el rastro, y seguirme el rastro a mí mismo de manera incesante; pero sólo eso: puedo seguirle el rastro, y eso, sólo a veces; en algunos momentos angustiosos, muy fugaces, momentos que nos ofrecen su promesa de felicidad por una fracción de segundo, estoy a punto incluso de pisarle los talones. Ahora bien, lo que es alcanzarme, no lo consigo nunca. Y ello resulta tanto más torturante porque me veo, a cada paso, a punto de identificarme… ¿Cómo podría hacérselo ver, estimado Jacob G.? Usted, que pasa la vida recorriendo el mundo, conocerá seguramente Sneek, la Venecia holandesa. Allí uno recorre en pesadas barcas, infinitamente lentas, los canales plomizos. A derecha e izquierda, el paso de las orillas resulta tan insoportablemente somnoliento y pausado, que uno espera ver las casas inclinarse hacia delante como párpados que se cierran, como las cabezas de personas muy cansadas. Pues bien, en un guión cinematográfico de mi autoría, el cual, como tantos otros, no pasará de ser un anhelo soñado y jamás cumplido (ninguno de los cerdos del cine, mis productores, querrá realizarlo jamás), ambienté allí una escena de persecución: un hombre ha de alcanzar a cualquier precio a otro que huye un par de barcas por delante de él… Huye muy lentamente… Su huida es de una lentitud infinita, pero, así y todo, inalcanzable… Y es que ese otro, por supuesto, es él mismo.

3 Supongo que usted tampoco debería desconocer esas situaciones existenciales que se han deslizado hacia la dimensión onírica de la cámara lenta (con su lógica disociación esquizoide de la personalidad). Se trata, a fin de cuentas, de un fenómeno 33

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temporal, es decir, de una percepción especial típica de la época, una concientización del tiempo (lo cual, dicho sea de paso, es también el primer paso de los comedores de hachís, los fumadores de opio, et cætera, en sus respectivos territorios de fantasías psicodélicas). Tampoco me asombraría si me viera obligado a experimentar algo así en Viena. Fue allí donde perdí la otra mitad de mi vida y, en consecuencia, debería buscarla también allí —aunque para no encontrarla nunca—. Pero espero que usted entienda cuando le digo que la he perdido precisamente porque está presente allí. Como Viena en su totalidad, mi otra mitad forma parte del patrimonio museístico; es, por lo tanto, completamente atemporal, un muerto en una ciudad muerta. Viena murió ante mis ojos el 12 de marzo del año 1938, y con ella murió mi yo vivo, mi yo vivido. Ambos están ahora unidos para siempre, pero ya no me pertenecen. Lo que yo busco en mi mitad vital perdida no es mi yo de entonces, sino lo que de él pudiera ponerme en contacto, de algún modo, con mi yo de hoy. De un modo que me haga creer que ese yo ha existido, que no fue sólo una leyenda, una invención literaria, una ficción dentro de mí. Yo me busco en las ciudades de Europa a las que me arrastra mi cambiante oficio; pero no como si fueran las ciudades y los lugares de mi pasado, sino los de hoy. Me busco en los aeropuertos, las autovías, las gasolineras, en los hoteles Hilton y los supermercados, en los estudios cinematográficos y los palacios de oficinas de Madrid, Roma, Múnich, Copenhague, Milán, Berlín Occidental, París; y allí, mientras me busco, busco también una continuidad europea. Sin embargo, entre las reservas museísticas de esas ciudades y mi yo de hoy nada puede ya restituirse (salvo, como ya he dicho, en algunos momentos de reconocimiento, tan fugaces como una fracción de segundo, momentos que hacen de mi búsqueda algo tanto más intenso y, a veces, vano). Sin embargo, en los aeropuertos, las autovías, las gasolineras, los hoteles Hilton y los supermercados, en los estudios 34

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de cine y los palacios de oficinas de la provincia americana en la que se ha convertido Europa, allí ya no podré encontrarme nunca. En ninguna parte soy totalmente yo, ni en el ayer ni en este hoy, que no es más que un mañana anticipado, ficticio. Esto, obviamente, tiene sus consecuencias. Dividido en dos, alienado del pasado y del futuro, no tengo lo que se dice, propiamente, un presente. Busco, estimado mister Brodny, mi identidad, como diría usted. I ain’t got no identity, sir. Un fenómeno típicamente americano, por así decir, banalmente americano. En mi calidad de europeo sin esperanzas, tengo motivos para dudar de mi realidad. Tengo ahora la feliz oportunidad de ilustrarle ese estado con algunos documentos. Permítame presentarle, en un principio, dos de ellos. En conjunto, podrían ilustrar la situación. El primero es un folio del que ya, por desgracia, no sé con certeza si se trata del boceto de una carta con la cual, en su momento (hará unos cinco o seis años), quise darme aires de hombre fuerte delante de mi difunto amigo Schwab, con el propósito de provocarlo desde la distancia; o si se trata, por otra parte, de uno de esos desbordantes monólogos con los que yo, por el mismo motivo, cuando S. venía desde Hamburgo a visitarme aquí, en París, soltaba en su embotado y a veces doblemente sensible oído de alcohólico, cosas de las que luego solía tomar nota. En el fondo no tiene importancia. Le reproduzco aquí el fragmento: ¿Recuerda usted ese pasaje de Nietzsche en el que anuncia el advenimiento de una era artística? Pues bien, esa era ha llegado. Todo hombre se siente obligado hoy a realizarse, y ha de hacerlo por medio de la creación artística. En la literatura, cuando faltan talentos destacados, hay que trabajar en algo creativo. Producir, crear. Se tiene la impresión de que, en nuestro caso, vamos arrastrando la pubertad hasta el climaterio, y aun mucho después. Porque, vamos, que los adolescentes vivan con cierta sensación de irrealidad y busquen el sentido de la existencia, es cosa obvia. ¡Pero que algunos

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directores de banco se hayan venido abajo ante mí, entre sollozos, y hayan llegado a confesarme, con la cabeza sobre mi regazo, que darían todo su patrimonio con tal de tener mi talento para la expresión literaria! ¡Por favor! Cualquier burro siente el apremio de realizarse a través del arte. Hombres de Estado como Winston Churchill y Amintore Fanfani encuentran su verdadero ego en la pintura. Cualquier bella dama de la sociedad parisina (que ya en tiempos de mi tío Ferdinand padecía una ausencia absoluta de duda sobre sí misma: un conglomerado perfectamente homogéneo de Guermantes, Verdurin y Rastaquouères) se afirma al menos como interiorista, a no ser que ya esté empleada a tiempo completo como arqueóloga o tenga una galería de arte. Le asombraría lo que se consigue meter en una película (y luego en la cama, claro) con tan sólo agitar brevemente, en un guiño afectuoso, un trozo de cinta de celuloide. Y pruebe a decirle a un chico de diecinueve años que no ponga todo el contenido de su vida en la creación de cerámica (como he tenido yo la imprudencia de hacer con mi hijo), y verá lo que le espera. Cierto que se trata de un hermoso síntoma de cara a un ennoblecimiento general de la raza humana. Un ascenso evolutivo hacia lo espiritual que deberíamos saludar. Por decirlo a la manera de mi tío Helmuth, el ingeniero eléctrico y espiritista, vivimos ya en otro estado de oscilación: desmaterializados y espiritualizados. Estamos un grado más próximos a Dios. Sin embargo, nada de esto me hace sentir demasiado bien. Me temo que también en esto el cálculo se hará sin tener en cuenta la otra mitad de Dios: la Madre Naturaleza. Esa poderosa dama vuelve a estar al acecho, dispuesta a cazar las moscas que se han embebido demasiado íntimamente con las mieles del espíritu, con la vana ilusión de poder contemplar la verdadera realidad. La Madre Naturaleza agarra por el cogote de inmediato a cualquiera que considere que sus reglas del juego son demasiado burdas, monótonas o idiotas y pretenda, por ello, ignorarlas. El que quiera obedecer a otras leyes que no sean las del eterno y estúpido ciclo de procreación

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y aniquilamiento, se la juega por cuenta y riesgo propios, y no debería asombrarse si Mamá le machaca los dedos con el peso de su rueda. Sí, señor, yo también me inclino con respeto ante la impávida gallardía del género humano, capaz de contraponer a ella, a la Naturaleza horriblemente prolífica y destructiva, siempre con nuevas ficciones, la afirmación de que a la existencia debe serle inherente otro sentido que el de comer y ser comido. Admiro esa descabellada y corajuda perseverancia de la humanidad en el «como si»: como si pudiéramos tener otra encomienda que no sea procrear y matar. Pero no es cosa de todo hombre permanecer despierto ante tal estado de sonambulismo. El arte es el opio del pueblo de hoy. Sólo unos pocos elegidos lo entienden todavía como un vicio y el duro destino de gente condenada. Pregúntele a Nagel, que tan bien escribe sobre ello: «Aquel que, entre los acróbatas del circo, sabe que debajo de él no hay red alguna, puede atreverse a hacer su número. ¡Pero pobre del que cobre conciencia de ello sólo cuando ya está sobre la cuerda floja…!». En eso estoy otra vez de acuerdo con el amigo Nagel. Son muchos los diletantes que suben peligrosamente a esa cuerda. Cada vez son más, y cada vez son más osados. Todos quieren trepar ahí. Y eso no puede acabar bien. Ciertas experiencias en Viena me han inducido a pensar que la Madre Naturaleza, a la larga, no se quedará de brazos cruzados, sin hacer nada, contemplando ese sonambulismo colectivo. Y no quisiera yo que nadie venga a pedirme responsabilidades cuando ella intervenga para corregirlo. ¡Amigo! Admiro su valiente «¡No obstante!». Me quito el sombrero ante Nagel cada vez que una de sus obras aparece en librerías como un éxito de ventas. Me inclino lleno de respeto ante usted, Schwab, que a pesar de las dudas lacerantes que le desgarran el alma tiene aún, por lo visto, la intención de escribir su libro —aunque no quiera admitirlo por nada del mundo—. Yo, por mi parte, por mi modesta parte, ya no me

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entrego a la bella ilusión de poder sustraerme con ello —como el barón de Münchhausen con su propia trenza— a la conciencia del total sinsentido de la existencia. No, no: yo no camino por una cuerda floja. Me comporto devotamente —¡y dígaselo, por favor, al querido Scherping!—, como un obediente servidor de la Madre Naturaleza. Vivir contra el propio tiempo ha sido, siempre, la actitud del dandi. Y yo, en la era de los acróbatas del arte, me permito ser un dandi de existencia puramente biológica. No corro riesgo alguno. Cumplo con mis deberes biológicos, nada más. No me realizo en creaciones artísticas como todo el mundo, sino en actos de destrucción. Sin embargo, para matar me basta con los sueños. Pero, por ejemplo, extermino sistemáticamente todo lo que he producido por escrito en los últimos años. También, por cierto, muchos víveres costosos: Come and join in! Se come muy bien todavía aquí en París, y usted sabe lo seria y hasta fundamental que me parece esta actividad. Y, obviamente, presto también atención, de tanto en tanto, a cualquier posibilidad, por mínima que sea, que me proporcione un fugaz y placentero acto de apareamiento. En beneficio de la procreación, cuando mi pareja no ha tomado precauciones en ese sentido.

Hasta aquí el primer documento. El segundo debería llevar fecha de un par de meses más tarde y ha sido extraído de los papeles que, de algún modo —y en contra de mis intenciones, debo decir—, acabaron entre los apuntes y los bocetos para mi libro. Ha caído en mis manos hace pocos días. Le voilà: París en su esplendor de mayo. Carteles primaverales tras los plátanos de color verde claro. Los primeros vestidos de verano. Todo el aireado kitsch de Dufy. Schwab ha llegado de manera inesperada. Por el día nos sentamos al aire libre en las mesas del Fiore, del Deux Magots, comemos en abundancia en el Laperouse o en Chez Anne, zapateamos los museos. Por la noche jugamos a la ruleta rusa.

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No se necesita demasiada intuición psicológica (por ejemplo, la de la escuela del profesor Hertzog) para adivinar por qué lo tengo pegado a los talones. Le resulta inquietante mi indiferencia. No me cree, sencillamente. Me cree aturdido por el golpe, en una especie de trance (como uno de los médiums del círculo espiritista del tío Helmuth en Viena: se ha salido de mí, pero sigue unido a mi cuerpo, en algún lugar del espacio, a través de un cordón umbilical astral, mientras que la carcasa vacía de este cuerpo mío permanece abierta para cualquier otro espíritu que quiera alojarse en ella: en mi caso, obviamente, el demonio de la desesperación). Él me ve como un personaje de novela. De modo que tengo que comportarme de manera novelesca. Un hombre que, tras el final de una historia de amor en la que se ha comportado como un loco a lo largo de tres años, pasa sonriente a cumplir con el orden del día, como si no hubiera experimentado en primera persona todo ese hechizo de insania y felicidad, de dolor y miedo, de absurdas esperanzas y estúpida perseverancia, sino que lo hubiera leído en alguna novelita barata o lo hubiese visto en el cine; un hombre así sólo puede servir como héroe de novela cuando, tras la pretendida tranquilidad con la que bebe su cerveza, esconde la intención de matarse. Y es eso, a fin de cuentas, lo que S. espera de mí. También por eso —precisamente por eso— me ha envidiado fervorosamente. Su pregunta retórica: «¿Quién es capaz de hacer tal cosa a estas alturas…?». (Veo aún su cara en el momento de formularla: vuelta hacia el cielo como si cantase en un coro. El primo Wolfgang en el matroneo de la iglesia: «¡Reeeee-iii-na del ciee-eelo, gloria a ti, Ma-a-ría!…»). ¿Quién es capaz de hacer tal cosa a la edad de cuarenta y cinco años? ¿En el año 1964, en la segunda mitad del siglo xx? ¡Por favor…! ¿Quién es capaz de enamorarse todavía como un bachiller? En cualquier caso, lo haría un director de tienda por departamentos en su edad crítica. Pero ¿nosotros: habitantes de un paisaje lunar, con un mundo sentimental totalmente

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seccionado por el psicoanálisis? Si algo se agitase aquí dentro todavía serían las alergias… Cuando gente como nosotros se mete en un circo semejante es porque tiene que haber algo muy exquisito detrás, ¿no es cierto? La intención de reconvertir lo vivido en algo artísticamente ejemplar. Quien no lo hace, pierde la apuesta y tendrá que pagar. No basta con un aumento del azúcar en la orina sobre una base psicosomática para descartarlo. Las neurosis, hoy en día, son enfermedades infantiles. Quien se respete un poco, ha de matarse. Ni plus, ni moins. En realidad, S. ha venido a París porque él ha llegado a un punto muerto. Scherping por fin se ha puesto serio y lo ha echado. Y ha echado también a su secretaria, la señorita Schmidschelm (cosa que S. considera algo particularmente pérfido). En todo caso, tiene que admitir que Schelmchen (como la llaman) está sumamente satisfecha. Eximida ahora de la molesta responsabilidad de liberar al jefe de la editorial de las garras de Gisela y de la Bella Heli en el burdel, o, en su defecto, de tener que salir a pescar al redactor jefe de la editorial en alguna de sus giras de borrachera con una famosa chica, ha ocupado definitivamente su sitio fijo en la barra del Lücke’s Stuben y sólo lo deja libre hacia la hora del cierre (un total de seis de las veinticuatro horas que tiene el día). A él, entretanto, le ha entrado el pánico. No se trata de la preocupación por su futura existencia material (si bien un burgués de pura cepa no puede evitar del todo, en tales casos, un involuntario encogimiento del esfínter). En cualquier caso, Scherping lo ha indemnizado en abundancia —o mejor dicho: ha tenido que indemnizarlo, se ha visto obligado a ello por un contrato leonino (y estará echando espumarajos por la boca, probablemente, con sólo pensar en ello, le estarán rechinando los dientes de pena y de placer). Sea como sea, por el momento el amigo S. tiene dinero a montones. No obstante, el miedo le mana por todos los poros. La «hora de la verdad» ha llegado: ahora ya no tiene pretextos para no escribir su libro.

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Y lo primero que ha hecho, por lo tanto, es venirse para acá. Un incurable arrastrero del pasado: sigue soñando los sueños de los futuristas, de los constructivistas. Los ve realizados aquí, ¡precisamente en París! Ciudad divina de la raison en la Tierra. Sólo aquí el hombre es hombre. Un templo del mundo. Zigurat: torre hierática que une el cielo y la tierra. En fin: la ciudad de la humanidad, Antrópolis. En realidad ha venido a refugiarse en mí. Como siempre, pretende espiarme, copiarme. Busca en mí mi motor secreto, una fuerza motriz especial: algo en lo que, según él cree, yo lo aventajo. Algún pérfido secreto existencial. Alguna astucia vital, no del todo legítima, no del todo inobjetable desde un punto de vista ético y estético, pero extraordinariamente práctica, sumamente eficaz. En todo caso, se trata de lo que me hace parecer a sus ojos más vivo, más presente, mucho más verdadero que toda esa banda de larvas que lo rodean (incluido Nagel y su vana ilusión de producir nuevas novelas de éxito). Más vivo que él mismo, in any case. Me lo confiesa con un gemido lleno de admiración y de sana envidia. Lo llama lo «muy saludable» que hay en mí. Una «vitalidad aún no del todo abstracta». Una «existencia aún no del todo disgregada en la abstracción»; con la capacidad, precisamente, de enamorarme —como el director de una tienda por departamentos aquejado de nuevos instintos juveniles—, del objeto de amor más banal de todos: ¡una modelo! De vez en cuando, sin embargo, considera que mi ingenioso y frío entendimiento con el mundo es una mera farsa. ¡Tanto peor! Porque luego, al ver que tengo éxito, se siente todavía más intrigado. También para ello se requiere de habilidades y cualidades cuya índole y cuyo origen constituyen un misterio para él. Él las busca en mi biografía. Y aunque ya tendría que sabérsela de memoria, me escucha atentamente, indaga a conciencia, más a conciencia y metódicamente que nunca antes. Yo se lo sirvo todo con magnanimidad (un proverbio ruso dice: «Se puede asfixiar a un huésped sirviéndole abundante

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requesón»). Él, en secreto, toma nota de esas cosas. Cree que yo no me doy cuenta. (Yo tomo más tarde mis apuntes sobre él cuando estoy en casa). Pero lo biográfico no le basta. Hurga en las circunstancias actuales de mi vida. París le parece el triunfo en mi baraja. Explora la ciudad en busca de esas fuerzas secretas y nutritivas de las que, supuestamente, se alimenta mi rebosante frescura vital. Ha llegado como un Heracles que, con vistas a un análisis químico, toma muestras del suelo del que Anteo extrae su fuerza rejuvenecedora. Y quiere, mientras tanto, que de vez en cuando lo acunen y lo mimen: Fais dodo, câlin mon petit frère, fais dodo, t’auras du lolo… Mi hermano Schwab, mi hermano Abel. Por supuesto que le conté de inmediato lo del grotesco final de mi historia con Dawn, y no escatimé en detalles que pudieran excitarlo un poco («Il n’y a pas de détail», decía Valéry). Todo, obviamente, muy literario. Tal y como él espera de mí. En primer lugar le permití (de un modo discreto, y sólo con insinuaciones de buen gusto, al modo de los caballeros, se entiende) echar una ojeada a la desesperada situación financiera en la que me encuentro: con deudas que superan las pulgas que tiene un perro callejero. Christa, mi ex esposa, recientemente asistida moralmente por Witte, ha encontrado a un abogado que sería capaz de exprimir hasta de mi lápida la manutención para ella y para nuestro hijo. Añadido a esto, toda suerte de dificultades con los cerdos del cine: mis últimos guiones no gustan. Tendría que restringirme al máximo en todo. Sin embargo, vivo en grand luxe. Como un señor feudal, en el Jorge v. Pago un apartamento para mi excéntrica amante, apartamento que lleva varios meses vacío, esperando por ella. (He ido allí cada día para poner flores frescas en los floreros, reponer la leche en la nevera, los chuletones, los huevos y las verduras-que-tan-buenas-son-para-la-salud: ella lo

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come todo crudo; en el Marché Buci se muestran comprensivos y me tratan como a un padre preocupado: «Mademoiselle est votre fille, n’est-elle pas?». «Certainly. Humbert Humbert’s the name». O: «¿Mademoiselle ha salido de viaje?». «Évidemment». Y mientras tanto papito se ocupa de su casa. Así es la juventud de hoy. Quiere vivir independiente, pero no consigue hacerlo por su cuenta). Mademoiselle había estado viajando con mucha frecuencia en los últimos meses, ¡maldita sea! Y yo no conseguía hacer nada mejor que pasar mis días recorriendo París en busca de aquella zorra. ¿Sabe usted cuántos hotelitos de medio pelo hay aquí en condiciones de ofrecerle cobijo a una estúpida fotomodelo americana? ¿Cuántas cochinas pensiones familiares? Pues yo se lo digo: hay tantas como estrellitas en el firmamento. Sólo Dios podría haberlas contado todas. ¡Ya quisiera tener yo sus preocupaciones! Él no ha tenido que recorrer todos y cada uno de esos locales en busca de una loca escondida en ellos, pasando semanas enteras en una habitación oscura, alimentándose de comida traída en cajas de plástico, con huevos crudos y bolsitas de Nescafé, fumando como una descosida, tomando pastillas, presa de horrores inefables, sacudida por angustias inexpresables, en peligro, en todo momento, de quedarse dormida con el cigarrillo en su bello hociquito y achicharrarse en una cama. Él no ha estado noches enteras pegado al teléfono, esperando en vano que le establezcan comunicación, ya que el portero de noche, en lugar de estar en su puesto, anda cabalgándose a madame la patronne dos pisos más arriba… Pero, da igual: fue justo allí, en aquel cutre hotel de la Place des Ternes —ese que el amigo Schwab tan bien conocía, ¿no es cierto?, el del bello polaco y la despampanante madame francesa—, adonde ella había corrido a esconderse. En la misma habitación en la que dos años antes había tenido lugar la escena con la muñequita india (S. se ruboriza ahora cuando se la menciono). Nuestro primer nido de amor. Escenario de una desfloración fatigosísima, poco alegre (y ahora

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soy yo quien se ruboriza al recordarlo). Resulta incomprensible que no se me ocurriera antes ir a buscarla allí (probablemente por eso). Al final, allí la encontré. Le cuento con goce a Schwab (degustando por anticipado la empatía en sus ojos desorbitados) cómo fue necesario construir todo un castillo de ficciones para sacarla de aquel agujero: el pasado quedaba borrado; nuestra relación nunca había existido, es decir, jamás había alcanzado un grado de intimidad más allá de la mera amistad superficial. («Oh, how nice to see you!»); me anuncié para preguntarle si quería salir conmigo. (Her date tonight). Llevaba flores, por supuesto, dos docenas de rosas blancas. Describo todo esto con épica minuciosidad: cómo ella, otra vez, me hizo esperar varias horas antes de bajar por aquellas escaleras, con un vestido negro a lo Pola Negri, como una parodia de sí misma, con todos los síntomas de su locura tarareante en la forma de entrar en escena: el paso de marioneta de la modelo sin neuronas, las manos metidas en aquellos negros guantes de viuda, largos hasta los codos, moviéndose de forma pendular y afectada con los brazos en ángulo y, encasquetado en la cabeza, un enorme sombrero negro con forma de hongo, bajo cuya sombra centelleaban todavía, con reflejos verdes y violeta, unas gafas negras grandes como platos hondos, mientras que debajo sólo se veía la boca —muy roja— y el mentón y el cuello –muy blancos—, todo en bella y perfecta armonía: la boca trágica de la Garbo, el delicado y decidido mentón de Ava Gardner, el cuello de pedúnculo de Audrey Hepburn: un cliché absoluto de belleza femenina estandarizada en la mitad de una cabeza, como una fotografía de moda en la revista Vogue. Con cruel precisión le describo a mi amigo, que me escucha sin respirar, cómo ella se me acercó contoneándose y, con teatral indiferencia —mal interpretada y apenas creíble—, me vertió encima su «Hi!» de saludo con el abotonado tono gutural de su americano de sophomore, con su sonrisa de cheerleader que dejaba ver hasta los molares la reluciente impecabilidad

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de su dentadura de anuncio de dentífrico. Le conté cómo, sin siquiera ofrecerme la mejilla para que la besara (After all, I am her date tonight, am I not?), pasó por mi lado rumbo a la recepción del bello polaco, con la seguridad libertina del vuelo de una abeja, y allí, de inmediato, se pegó al teléfono; y cómo yo, mientras tanto, con mi ramo de rosas de novio en el regazo, tieso como una vela, torpe como un bello chico de provincias en su primera cita galante, esperé por ella, mientras tenía que oír cómo, en un tono de lamento desesperado, le decía a un desconocido, a alguien de cuya existencia yo no tuve noticia hasta ese instante: «But no! No! You can’t leave me like that. You know I love you!»; y le conté cómo yo no sentí nada al oír aquello, nada de nada, ni siquiera el más mínimo atisbo de celos, ni siquiera la curiosidad por saber a quién iban dirigidas aquellas palabras (porque, a fin de cuentas no era ya una sospecha tormentosa, sino una certeza, una realidad…). Le conté cómo luego ella se me acercó, tomó las rosas sin decir palabra y me siguió fuera para, a continuación, subir al coche, todo con los movimientos automáticos y la cara totalmente inexpresiva de una hipnotizada (cierto que no podía verle los ojos detrás de aquellas gafas monstruosas bajo las alas del maldito hongo, pero conocía tan bien la línea de sus rasgos, que hubiera podido leerle la angustia en la punta de la nariz; por cierto, allí debajo estaba su boca: que era ahora la boca de una niña cansada, maquillada para un carnaval, a la que la fiesta no había proporcionado el esperado vértigo de felicidad, sino únicamente desolación, confusión y ruido, vulgaridad, envidia, malignidad; ahora todo había acabado; el sueño se había desvanecido). Ella no respondió cuando le pregunté si quería que la invitara a cenar, al cine o alguna otra parte. ¿A bailar, quizá? ¿A casa? ¿Qué casa? ¿La nuestra…, su departamento en la Rue Jacob? ¿A quién le estaba hablando? ¿En quién pensaba? ¿Acaso quería meterse en la cama? Vaya ocurrencia de buen gusto… Finalmente, como sabía que le sentaba bien viajar en el convertible, la llevé hasta el Bois de Boulogne.

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Ah, estupendo: el cielo estrellado sobre los rumorosos perfiles colgantes de las siluetas de hojas negras, como recortes de latón. Por el día, tal vez, todo aquí verdece luminosamente por esta época del año. Un espectáculo de la naturaleza. Efecto relajante. Relax, my love. Por supuesto, los coches que se nos cruzaban de frente nos hacían señas con los faros; uno de ellos, incluso, dio la vuelta, nos siguió, pasó por nuestro lado y nos cortó el paso, de modo que tuve que detenerme; dos tipos bajaron, las chicas que iban con ellos permanecieron en el coche. Yo, en cambio, sabía lo que querían, de modo que los rechacé con un gesto, los rodeé con el coche y continué, y así salimos de la avenida (uno de los tipos había soltado, por cierto, un silbido de aprobación cuando vio lo que era posible ver bajo el hongo negro de Dawn). También en una de las calles laterales en las que por fin nos detuvimos se nos acercó otro coche, y esta vez el chaval que lo conducía sacó la cabeza por la ventanilla y nos propuso ir a una partouze en algún lugar de Neuilly. «Non, merci, mon vieux, nous avons des problèmes, tu vois…». «Oh làlà…». Dawn permaneció todo el tiempo completamente muda e inmóvil. («No te muestres tan puritana», pensé para mí. «¡Tú y tu amante desconocido!»). Pero la noche era agradable, y, naturalmente, no pude contenerme y tuve que hablar. Tuve que decirle lo que sentía por ella, cuánto había sufrido por su causa. Sufrido, sobre todo, por verme obligado a atormentarla (como a mi pequeño hijo: «Cuando papi te pega, le duele mucho más a él»). Me había visto obligado a atormentarla porque la amaba muchísimo (como papi a su pequeño hijo). Y ella jamás había entendido el asunto en toda su dimensión, en todas sus causalidades (como tampoco lo entendía el pequeño hijo de papi). Pero qué lamentable todo, cuántas horas felices perdidas, si uno lo pensaba todo sobriamente, ¿no es cierto? Qué bello sería todo, en cambio, qué feliz podría ser todo si… A nuestro alrededor rumoreaba la bella ciudad de París (unos quince millones de habitantes, incluidos los suburbios:

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un objetivo de primer orden para una bomba atómica); y entonces volví a hablar, ¡qué deshonra!; una vez más vaciaba el contenido de mi alma. Vomitatio animae. Vida interior fermentada en el líquido viscoso del sentimiento. («Una especialidad de las bloody fucking middle classes», habrían dicho John y Stella). Pero ahí estaba yo, hablando, produciendo esa papilla verbal del amante enamorado. Hablé sin pausa, profusamente. Monologaba. Expuse ante ella, con palabras, mi imagen del mundo: la angustia de la humana existencia. La frialdad de Dios. Obviamente, no conferí a nada un tono sentimental (los de nuestra estirpe nos cuidamos de eso como del fuego). Le dije: «I’m sorry, my darling, I know it’s not agreeable to be loved, but…». Condimenté mi papilla con algunos chistecitos picantes («Como dice Torquato Tasso, ¿o acaso fue Werther?: “Dos almas, ay, habitan en mi pecho”; pero ése no es mi caso: “Dos pechos, ay, habitan en mi alma”, ¡y son los tuyos!»). En fin, que hice todo para ser pesado. Sobre nosotros, tras los negros perfiles del follaje, centelleaban las estrellas. Muchas, muchísimas. Sólo Dios ha podido contarlas: Must have taken him his time: galactorrea en el firmamento. Y ésta es bien grande. Si uno se imagina el Sol (con su diámetro ciento nueve veces mayor que el de la Tierra) como una cabeza de alfiler en algún rincón de Berlín Occidental u Oriental, la estrella fija más próxima se correspondería en su tamaño al de un balón de futbol en el barrio de Wellingsbüttel, en Hamburgo. Y allí estaba sentado yo, hablando de mi amor. Dejando que saliera de mí aquella papilla verbal. Vergonzoso. Pero ¡Dios santo! ¿Quién no ha sido alguna vez culpable de algo similar? Y hasta yo, ¡con cuánta frecuencia, con cuánta vergonzosa frecuencia no había hecho lo mismo! Hablarle con tormento, torturado, con insistencia insoportable, a una mujer a la que amara. Estructuras verbales exprimidas con urgencia, soltadas a borbotones. Frases llenas de confidencias. Aforismos sublimados por una pena del alma. Sentencias metafísicas, vertidas a borbotones sobre la carne

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de la mujer amada, sobre el dulce cuerpo de una hembra de piel tersa, sobre sus miembros elegantes, frágiles, sobre sus suaves curvas, sobre su cabello ligero y oloroso…, ¡oh, desgracia!; vertidas sobre una cara que por un tiempo había sido la quintaesencia de toda la dulzura de la vida, madre, hermana, mitad reencontrada de una dualidad original, realización de todos los sueños de unidad, de feliz fusión y elevación en el otro; sobre un par de ojos en los que he depositado, en forma de poesía, todas las respuestas a mí destinadas… (¿Cómo decía Scherping? «Si al menos no supieran hablar. Si sólo pudieran ladrar o maullar, nadie esperaría que reaccionasen de un modo humano, como tú o como yo…»). Pero en fin, ese par de ojos amados estaba de momento oculto tras unas gafas negras y grandes como platos hondos, bajo las alas de un enorme sombrero negro con forma de hongo. Sólo alcanzaba a ver, escasamente, la punta de la nariz de mi amada de entonces; y debajo, la boca: una boca preciosa encima de un mentón delicado (y firme), encima de un blanco cuello de muchacha con forma de pedúnculo, encima, a su vez, de unos hombros estrechos y de un par de senos pequeños y adorados: senos juveniles, conmovedores, delicados, como capullos de una flor en el cuenco de la mano (perfecto Jugendstil, ahora cubierto por el satín negro del vestido art déco, así que mejor limitémonos a la boca). Esa boca flotaba, dibujada con colores rojo sangre en el opaco blanco de las mejillas, el mentón y el cuello, en el negro compacto y vaporoso del sombrero y el vestido, del cuero de los asientos del coche y del follaje nocturno bajo el cielo estrellado: un pedazo de anatomía extrañamente aislado, desligado del conjunto, pero de forma muy delicada, con una misteriosa vida propia: una boca muda. Una boca sin rostro. Sin expresión interpretable: ni alegre ni triste, ni orgullosa ni humilde, ni anhelante ni despreciativa, ni inteligente ni estúpida, solo una boca: bella, humana (aunque humana en un sentido generalizador que también incluye lo zoológico: la boca de los seres humanos, de la especie humana, pero al mismo tiempo

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con algo animal en sí y para sí: un animal-boca con forma de flor, destinado al mimetismo…). Allí donde los labios se abultaban, se depositaba sobre ellos un fulgor opaco, ligeramente untuoso: reflejo de la luz astral que brillaba también sobre los negros cristales de las gafas, sobre la curvatura del parabrisas que estaba delante y sobre los revestimientos niquelados de la puerta del coche situada a un lado. Todo esto en medio de unas rosas blancas. Porque ella había desatado mi ramo de novio y esparcido las flores sueltas sobre su regazo, a su alrededor. Sentada entre unas rosas blancas, como un cisne negro. Su busto negro se erguía entre las corolas de las blancas rosas hacia la noche negra. Y encima flotaba la boca. Yo, en cambio, estaba sentado a su lado, y hablaba. Me vaciaba el corazón y el alma mientras hablaba. Y mientras yo hablaba y hablaba (de mi gran amor, de mis penas, de mi dolor, de mis nobles metas y anhelos —¡para ambos, se entiende, para los dos!—), esa boca, de repente, rio. Los labios rojos se abrieron y dejaron ver dos hileras de dientes blancos, tan bien formados y parejos, que parecían dos hebillas relucientes. Y mientras esa boca reía —en silencio, sin las sacudidas de la euforia vulgar—, su mano enfundada en el negro guante de viuda se alargó hacia las rosas, agarró una y se la llevó a los labios, entonces se los acarició en ella como si quisiera refrescárselos… Y de repente, por entre las hebillas de su dentadura salió disparada la lengua, agarró la flor y la capturó entre los dientes, que la despedazaron a mordiscos. Era un espectáculo fascinante, y se lo conté a Schwab de la manera más vívida. Lo hice partícipe de aquel suceso, y él también siguió con atención, como hechizado, casi sufriendo conmigo, cómo aquella boca roja devoraba la rosa. La boca, mientras tanto, seguía riendo, en silencio; a los labios rojos se adhirieron unos pequeños jirones blancos de pétalos destrozados. Y cuando no quedó de la rosa nada salvo el tallo, dejé de hablar, arranqué de nuevo el motor y llevé a Dawn de regreso al hotel.

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Siempre había sabido conquistarla con mis sofisticados modales de caballero («We’re not used to such nice manners anymore»). Y esta vez tampoco hice menos. Bajé del coche, le di la vuelta y abrí la puerta para ella, al tiempo que le tendía una mano para que se apoyase. Un ridículo gesto de despedida, lo admito (en un guión, en el margen izquierdo, habría aparecido la siguiente indicación: «Entrada tenue del leitmotiv musical»). Ella caminó dos o tres pasos en dirección a la entrada del hotel, se volvió rápidamente, se me acercó, pegó a mi cuerpo sus senos, su vientre y sus muslos y me dijo con un susurro apasionado y gutural en el oído: «Darling, do you think you could spare another thousand francs? I need them to pay the bill here and some other things». Su boca rio de nuevo cuando se guardó el dinero y se alejó. Las rosas blancas estaban ahora dispersas sobre el asiento del coche y a lo largo de la acera hasta la entrada del hotel, una franja de luz lunar sobre un lago nocturno y oscuro por el que se alejaba nadando un cisne negro… ¡¿… Y por eso, según esperaba Schwab, debía rompérseme el corazón…?! Lo miré a los ojos, abiertos como platos tras los gruesos cristales del adicto a la lectura (recordé a la tía Hertha sacudiendo la puerta del retrete, tras la cual el primo Wolfgang se ha encerrado para poder leer sin que lo molestasen: «¡Un día te vas a quedar ciego de tanto leer!»). En fin, ¿qué cosa estremecedora había ocurrido? Yo había perdido a Dawn. Esta vez, para siempre. Irrevocablemente. No, esta vez ella no volvería. Cierto que no sólo era una chica extraordinariamente bella, sino también extraordinariamente interesante, loca como una cabra, pero sólo de vez en cuando, por ciertos períodos. Normalmente podía ser inteligente, divertida, llena de alegría vital, salvaje, sólo como alguna… Una criatura humana totalmente irritante, hija, precisamente, de una civilización aquejada de locura colectiva, producto de una cultura del dinero, perturbada por el mito del éxito, seducida por la retórica y la iconografía de los placeres vitales puestos a la venta: aún una niña de apenas veinte

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años, y bien que habría podido yo asumir mis responsabilidades paternas, un papel, en cambio, que no parece quedarme demasiado, en el que he fracasado de un modo infame incluso con mi hijo. (Probably by trying too hard). Y supongo que para el papel del amante glorioso la diferencia de edad era demasiado grande, aunque hubo entre nosotros instantes de una intimidad irrepetible, cuando nos arrojábamos el uno en la otra, presas de una ternura desbordante y mutua, cuando nuestras almas y nuestros sentidos se fundían en una unión tenaz y profunda, algo ya no tan frecuente desde que se ha puesto de moda ver cómo ha envejecido el mundo sentimental de Rilke y de D’Annunzio. Ah, sus enormes ojos grises, como de gata, cerca de los míos (sin esas gafas negras, claro); su boca riendo (de felicidad, no con sorna), esa boca suya feliz, amada, hermosa… … y ahora la había perdido. Pero el que en este momento se tambalea a causa de la fuerza de semejante golpe no soy yo, sino mi amigo Johannes Schwab. Como si toda esa historia de amor absolutamente estúpida, para la que cualquier otra persona sensata habría tenido apenas un gesto de incredulidad, yo no la hubiera vivido para mí, sino para él, en representación suya, de Schwab… Pero ¡qué digo! Como si la hubiese vivido por toda nuestra generación, la cual, por lo que parece, sufre por su incapacidad para experimentar tales estados del alma como se sufre de escorbuto. En una palabra: un acto de redención. En lo sucesivo me señalarían con el dedo cuando se hablara otra vez de la progresiva extinción de nuestra vida sentimental o del desplazamiento del mundo emocional a vivencias colectivas como los partidos de futbol o la política. Yo era, todavía, distinto a los otros; mi vida sentimental tenía aún una cualidad prebélica. Yo era la excepción ejemplar, por favor. El hombre capaz de restablecer el vínculo con los variados modos de sentir de nuestros padres, creía Schwab. Era la prueba viviente de que aún no se había interrumpido toda continuidad, al menos en ese ámbito: el de una «concepción del amor y una capacidad

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para amar específicamente europeas». Es decir, del amor visto como un acto revolucionario, como revuelta del individuo contra las barreras de la sociedad…, y ya no sólo como adolescente, no; también en calidad de hombre maduro, prudente, vencedor de diversas pruebas… También esto es un arrastre del pasado, lo admito. Pero no sólo de forma pasiva, no sólo propio de la vivencia individual, sino más bien como una actividad heredada de la tradición… ¿Y ahora? ¡¿Ahora que se había alcanzado la meta de clase y que, como estaba previsto, todo el inventario de sentimientos se había hecho añicos, me negaba a dar el siguiente paso?! ¡¿No me sumía en la desesperación, no me levantaba la tapa de los sesos ni me enrolaba en la Legión Extranjera para desaparecer, de una vez por todas, en lo incierto?! Pues no: estaba —y estoy— tan alegre y relajado como siempre. De nada sirve que le explique a Schwab que mi implicación en ese caso era sólo parcial, en tanto que no ha sido mi yo total el culpable de haber perdido a Dawn. Su pérdida —le digo— corre a cuenta únicamente de aquellos rasgos de mi carácter y aquellas particularidades que quedaron impresos en mí durante los años de formación en Viena: el repugnante afán de posesión del otro en el ámbito moral, la celosa voluntad de mejorar y ayudar, de educar y cambiar, como si entre las misiones del amor estuviera el hacer que el otro vaya evolucionando, a cualquier precio, hacia una supuesta normalidad (por ejemplo, mi incesante preocupación por la salud de Dawn, tanto la de su cuerpo como la de su alma; mi manera de alimentarla y protegerla, mi constante vigilia para que no le ocurriese nada y que ella misma no se hiciera daño; la mezquina moralidad, el temeroso conformismo que se oculta tras ella; y, por supuesto, el canibalismo: esa manera que tienen los humanos de devorarse en la posesión física y espiritual; en fin, todo aquello por lo cual John y Stella odiaban tanto a esas bloody fucking middle classes y su jodida vida sentimental y que en mí, por desgracia, pasó a formar parte de mi naturaleza durante aquellos doce años vividos en Viena, en el círculo

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brumoso del tío Helmuth, de la tía Hertha, de la tía Selma y del primo Wolfgang). Por otro lado —le digo— existe otra parte de mí, muy distinta: aquella con la cual había sabido conquistar a Dawn: con plena y hermosa libertad, dejando pasar cualquier locura suya, satisfaciéndole cualquier estúpido deseo sin corregirla ni criticarla nunca… Aprobando sus ideas más estrafalarias —también las dietéticas—, alimentándola con pastillas y no con paté de hígado de oca, comprándole aquellos hongos de fieltro en lugar de sombreros de grandes casas de moda, tolerando con una sonrisa que se ataviara como un espantapájaros. En una palabra: el componente artístico, mi proclividad a lo artificioso, y también mi generosidad, la elegante neutralidad en el manejo de las relaciones humanas, aspecto que pude aprender observando a figuras tan excepcionales como el tío Ferdinand; el prudente respeto por los otros, presente en las abrumadoras muestras de cariño del tío Agop Garabetian; el elemento fantasioso y deliciosamente lúdico de un Bully Olivera, cuyo trato fue para mí una de las benditas dádivas de mi infancia no burguesa anterior a Viena… Cualquiera de los tres —le digo a Schwab—, si se hubieran enterado de que alguien pretendía suicidarse, le habrían proporcionado, cada uno a su manera y sin vacilar, la oportunidad de hacerlo… Y esa otra cara mía —digo— no ha perdido a Dawn. No podría perderla, teniendo en cuenta que fue el cuello estirado de mi otra mitad el culpable de que ella me abandonase. «Usted entiende lo que quiero decir —le digo a Schwab—. Es justo lo que dice su tan escasamente valorado Romano Guardini: “El primer paso hacia el tú es ese movimiento que retira las manos y libera el espacio en el que puede resaltar la utilidad en sí misma de la persona. Ese movimiento representa el primer efecto de la justicia y constituye la base de todo amor”». La cara se le pone morada. Cree que pretendo burlarme de él. Ve en esa cita (¡especialmente una de Guardini!), en el ataque a lo burgués y en la irónica transfiguración de los plutócratas (el tío Ferdinand, sir Agop Garabetian, Bully Olivera)

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una venenosa puya contra él. «No se haga más cínico de lo que es», me dice. Yo le respondo: «Me entiende usted mal. Lo digo muy en serio. Hablo de algo que me da mucho que pensar: una sociología de la vida sentimental, algo en lo que quiero trabajar desde hace tiempo. Afirmo que, en cualquier sociedad, la relativa frialdad de sentimientos de las clases más altas (y también de las más bajas) se corresponde con un sentido más despierto para la realidad que el de ese romanticismo sentimental de las bloody fucking middle classes. Se corresponde con un realismo surgido de un conocimiento más profundo de la vida. El “alma” —y me refiero con ello a una tensión del ánimo especialmente apasionada y proclive al sufrimiento— parece ser, en efecto, como sostenían John y Stella, una prerrogativa de las clases medias. Los burgueses se inventan las emociones que no consiguen sacar del contacto directo con la vida. Pregúntele a Scherping, que es un experto en ese terreno. Él sabe muy bien qué es lo que prospera mejor en esos miasmas interiores: la proclividad a lo abstracto, al “como si”, a lo ficticio. Y también, por supuesto, toda clase de arte, sobre todo de arte poética. Ello, claro, tiene sus ventajas: para los editores. Sin embargo, de ese modo las relaciones entre los seres humanos se complican hasta lo insoportable. Ya me habría gustado haber escuchado a tiempo las advertencias de Dawn, que solía decir: “Most people fail because they try too hard”. Lo mismo que sucede cuando escribimos nuestros libros, ¿no es cierto? Si aligeráramos nuestros corazones, produciríamos literatura como lo hace Nagel, como salida de una cadena de producción. Dawn, en sus momentos de lucidez, podía ser realmente perspicaz». Y otra vez soy yo el que habla. Sólo que Schwab no ríe ni devora una rosa. Su labio superior (algo alargado y sensible como la antena de un insecto, pero que reposa con determinación sobre el inferior, algo más retraído y severo: la boca de Paul Klee) tiembla del modo habitual cuando está muy nervioso, y encima le asoman dos pequeñas gotitas de sudor (últimamente bebe grandes cantidades de Coca-Cola con ron, y

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se muestra orgullosísimo cuando pide, con tono de experto: «Un autre Cuba Libre, s’il vous plaît!»). Sus ojos brillan, adormecidos, como los ojos de un pez cocido. Y yo hablo. Derramo mi variada papilla de palabras. Digo: «¿Por qué, en cambio, había tan pocos neurópatas en el círculo de amigos del tío Ferdinand, en aquel “Reino del Medio”, el de sus compañeros de juego de los campos de polo y en las mesas de baccarat en Deauville, Hendaya o Montecarlo? Su monstruosa riqueza y su ocio perenne deberían, probablemente, favorecer todo tipo de neurosis y psicosis. Pero ni rastro de ello. Todo lo contrario. El más alegre entendimiento con el mundo. Y ni hablar de dificultades de comunicación o cosas por el estilo. Una sociabilidad ejemplar: las parties del tío Agop hicieron época. Bully Olivera tenía más amigos en todo el mundo que el doctor Albert Schweitzer. Y tenía, por si lo anterior no bastara, docenas y docenas de relaciones amorosas, las más honestas y agradables. Recuerdo que el tío Ferdinand, cuando lo visité por última vez en Besarabia en el invierno de 1939-1940, me dijo refiriéndose a su relación con mi madre: “Ella era, en el sentido más verdadero de la palabra, una maitresse ideal: a pesar de toda su belleza era una gran maestra de la vida. Solía decir: ‘El secreto de toda personalidad equilibrada reside en la capacidad para reconocer el atisbo de cualquier nudo de tensión vital y de disolverlo a tiempo. Si uno desea algo que no se puede tener, se forma un nudo, y es preciso deshacerlo antes de que lo devore todo. Vous comprenez, mon ami?’. Y la comprendía. Ella me enseñó que el encuentro de dos personas es como el choque entre dos bolas de billar: sólo un punto de una toca un punto de la otra, y no deberíamos sacar jamás de ese contacto conclusiones precipitadas sobre la relación en su conjunto. Porque en el momento siguiente será otro punto de mí el que chocará con otro punto tuyo, y entonces la relación cambia. El número de posibilidades es infinito. Cada instante es, por lo tanto, nuevo, y no tiene precedentes en el instante pasado, quiero decir que no es posible derivar de ello ningún derecho. Por lo tanto, cada instante de armonía

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es un regalo, mientras que cualquier otro instante posible de extrañeza responde a un comportamiento privado que es preciso respetar”. A eso —le digo a Schwab— lo llamo yo realismo. Y tiene algo de artístico. Lo desearía para nuestros políticos, por no hablar de los poetas…». Schwab se dobla como si le hubieran dado un golpe en la boca del estómago. Percibe burla y malicia en cada palabra mía. Cree que me he propuesto torturarlo. Su mano tiembla tanto que la Cuba Libre se le derrama del vaso antes de poder llevárselo a los labios. Su sensibilidad excesiva me excita y estimula a provocarlo en serio. Y para ello no es necesario que se me ocurra nada especial. Cualquier cosa que digo remueve algo en él. Digo: «No sé muy bien si sentirme halagado u ofendido por su sospecha de que mi indiferencia relativa a la pérdida de Dawn pueda no ser auténtica, y que, por lo tanto, sólo la estoy simulando para camuflar sentimientos más dramáticos, un escamotage, vamos». (Utilizo a propósito esa palabra que lo irritará). «¡Qué poco me conoce! Quiero decir, ¡cuán poco valora usted mi déformation professionelle literaria! ¿Es que no se da cuenta? Estoy tan fascinado conmigo mismo, como caso patológico, que no me queda ni ápice de atención para mis sentimientos personales. Debo pedirle que sea indulgente: por desgracia no puedo sufrir, como usted desearía, la pérdida de mi amante, porque antes que eso me interesa lo que ha sucedido esta vez. En cualquier caso, algo que no sólo me ha sucedido, sin más, sino que, como puede atestiguar, algo que he emprendido yo mismo, por iniciativa propia y con los ojos bien abiertos. A fin de cuentas, yo solo me metí en esta locura, a conciencia, con toda intención: necesitaba esa experiencia, una experiencia opuesta de la que usted se imagina. »En la obsesión de mi estúpido amor por un trasto de mujer —por el esquema de una persona, si es que vamos a ser sinceros, ¿no es cierto?—, o, en todo caso, por una mera ficción de mujer, el fata morgana de un objeto amoroso, tenía yo, sin duda, algo de ejemplar; es decir, había practicado algo

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ejemplarmente adecuado al espíritu de época, al Zeitgeist; pero ¿cómo y en qué medida? Es obvio que se trata de repetición, papá Kierkegaard estaría exultante: yo hurgando de nuevo en busca de mi mitad perdida; yo haciendo algo en el estilo de la época, el de los años veinte y treinta, ese que hoy en día desata casi en cualquier persona, de forma general, una nostalgia cada vez más consciente… De modo que no sólo había repetido algo a título individual, sino que, a través de mí, se había repetido algo: el Ello en mí que forma parte del elemento colectivo de mi estirpe, mi civilización, mi entorno cultural y, en cualquier caso, de mi época; y ello me había hecho hacer lo que se espera que uno haga en esa época. Aun en mi extravagancia, era, de nuevo, no más que una brizna de hierba al viento del espíritu de una época. ¿No es ésa, acaso, una idea que corta el aliento? Todo lo que allí había sucedido, tal y como había sucedido, habría de ser considerado un fenómeno típico de la época. Y eso quiere decir que a partir de ello podemos sacar conclusiones sobre la calidad y el carácter del espíritu de nuestro tiempo. Por ejemplo, el elemento abstracto, el eco de la relación entre Dawn y yo; la vivencia desligada de nosotros mismos y de toda la realidad a nuestro alrededor; por no hablar ya del elemento sumamente simbólico en su gesto de despedida: primero la rosa blanca devorada, y luego aquel ruego, el de una prostituta pidiendo dinero. ¡Sencillamente glorioso! Usted entenderá, sin embargo, que ahora yo anhele una realidad menos anémica. Después de tanta abstracción, de tanta ficción, de tanto “como si”, quisiera alimentarme por un tiempo de carne cruda y de sangre caliente…». De hecho, lo hago todas las noches en un local de mala muerte de la Place Blanche, que acoge por esta época a un grupo de espléndidas negras que están de gira. También ellas se presentan en el estilo de los Follies Bergères de la época de Minstinguette y de Josephine Baker (es decir, también vienen arrastrando épocas): con nubes de plumas de color verde pistacho, violeta o rosado flamenco en torno a las cabezas y a los traseros, con corpiños de lentejuelas y tacones larguísimos del

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ancho de un lápiz bajo sus talones musculosos. Alzan, con la ligereza propia de las plumas, sus piernas maravillosamente delgadas hacia las lámparas de cristal multicolor que rotan en lo alto, bajo el techo del salón, al punto de que uno llega a creer que se les van a desprender de las caderas. Mueven sus caderas hacia atrás y hacia delante, hacia todos lados, con contorsiones tan audaces y grotescas que, involuntariamente, uno mueve las propias al compás de las suyas, vibra con ellas como cuando, en una escaramuza erótica, se imitan los movimientos de un sparring de boxeo. Sus pechos firmes y puntiagudos se balancean como si fuesen de hule, y las lianas de los brazos se entrelazan y se sueltan al ritmo de los lazos y las solturas de las voces de los saxos de la banda de Dixieland que las acompaña; en fin, que son adorables, le digo a Schwab: «A-do-rables… Debería venir a verlas, ¡no puede perdérselas!». No hace falta la exhortación, Schwab vive pegado a mí, apenas me pierde ni pie ni pisada. Y a mí eso me viene que ni pintado, pues ya me he dejado una pequeña fortuna donde esas bellas negras, prestada por el portero del Jorge v, y quiera Dios (y también los cerdos del cine), que el pobre hombre pueda recuperarla; en cualquier caso, el amigo Schwab tiene ahora el honor de pagar la factura. Y lo hace con evidente placer, a fin de cuentas él también saca provecho de todo esto. Hay ciertos espectáculos dentro del propio espectáculo que no se pueden disfrutar en ninguna otra parte: la primera noche, por ejemplo, la tercera chica por la derecha, una chica especialmente musculosa y bien proporcionada, se sintió irritada en extremo durante el espectáculo por su vecina de la izquierda (más dulce, más alta y exuberante), tal vez debido a las atenciones que yo dedicaba a esta última (una incesante lluvia de flores, un enorme oso de peluche de color azul celeste, suministro de champán entre los números de baile). Con ello, evidentemente, atraía todas las miradas del público hacia la chica exuberante. Cuando al final de la presentación se llevó a cabo el desfile de estrellas y se presentó a las bailarinas por sus nombres, que fueron apareciendo

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en el escenario una detrás de la otra, inclinándose ante nuestro aplauso, la muchacha musculosa esperó a que mi favorita hiciera su reverencia y a que se desatara el júbilo general (ya que los padrotes, los rufianes y turistas que presenciaban el espectáculo se divertían mucho a costa de mis payasadas), y entonces, cuando le tocó su turno, se inclinó con mucho estilo y, a continuación, retrocedió dando unos saltos con la habilidad de un mono y clavó el afilado tacón de sus zapatos sobre los dedos desnudos del pie de su exuberante colega, que se dobló de dolor como una navaja al cerrarse. Por supuesto, esa noche fue a la agresora a quien me llevé a casa (es decir, al departamento de la Rue Jacob que había mantenido durante meses para recibir el regreso de una Dawn arrepentida), y no fue hasta la noche siguiente que me dediqué a consolar a la agredida. Obviamente, Schwab quiso pegársenos las dos veces, y condujo detrás de nosotros su viejo y renqueante Volkswagen con matrícula de Hamburgo, persiguiéndonos por todo París hasta la Rive Gauche, aunque yo, cuando finalmente se me convirtió en un fastidio, me divertí de lo lindo conduciendo mi Ferrari por bulevares repletos de calles laterales, de las cuales, en cualquier momento, podía salir disparado un coche por la derecha, donde tenía preferencia. Pero S. mostró su coraje, se comportó incluso con cierto heroísmo. Hubo todavía un tercero y un cuarto viaje nocturno similar (el grupo se compone de dieciséis preciosas chicas con la piel color café), y no fue hasta la quinta noche que se produjo una colisión. Yo me detuve y me di la vuelta. Esta vez me había saltado un semáforo poco antes de que éste pasara de amarillo a rojo. A Schwab, que me seguía muy de cerca, le entró miedo y plantó su pesado pie teutón sobre el freno. No se había dado cuenta de que un tipo en un viejo 204 se le había pegado por detrás: atávico instinto del cazador, como se sabe, que despierta ante un objeto supuestamente en fuga. Y ahora el hombre lo embestía por detrás. Gracias a Dios no ocurrió nada grave, sólo un gran bullicio y mucho latón abollado, nadie salió herido; Schwab se

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lamentó de que le retumbaba un poco la cabeza, pero, a fin de cuentas, ese día mi buen amigo había empinado el codo de lo lindo, de manera que fue casi un milagro que pudiera conducir en aquel estado. Los coches, naturalmente, habían quedado destrozados; al escarabajo de Schwab le había empotrado el motor contra el asiento trasero, y el radiador del viejo Peugeot 204 se había alzado hacia arriba, pero eran las tres de la mañana y a nadie le interesaba dar explicaciones, de modo que el asunto quedó resuelto en el lugar, sin llamar a la policía; se intercambiaron los números del seguro y palmaditas de ánimo en la espalda, mientras yo hacía de intérprete. Entonces cargué con Schwab y lo metí en el asiento trasero (sumamente estrecho) del Ferrari. Esa noche, para variar, no había hecho mi elección entre las bailarinas, sino entre el público: una mujer increíblemente exótica, también de color café, pero francesa de pura cepa (el grupo de bailarinas venía de Jamaica); de extraordinaria elegancia, perfumada con lujo, ricamente adornada con joyas auténticas (reconocibles por el destello maligno de unos brillantes puros), e ingeniosa, perspicaz, con una inteligencia, por lo visto, superior a la media, de tamaño más que natural, con muslos de mamut y una cara grande de mora de carrusel; ¡y esa cosa se hacía llamar princesa Jahovary…! Me pareció irresistiblemente atractiva. «¡¿Acaso no lo es?!», le pregunté a Schwab, después de abordarla con alguna tontería (estaba en compañía de unos tipos de elegancia sospechosa, de esos que suelen acudir a los cócteles, y de quienes conseguí apartarla con alguna maniobra destinada a atraerla hacia el bar). Por lo visto yo también le gustaba. Me contó que era agente de música ligera, productora discográfica, de modo que no era una mantenida, como me habían hecho suponer los brillantes. Bebimos dos o tres whiskies en la barra, hasta que llegó el momento de tomarla por el brazo y hacerle un gesto de adiós a Schwab (como había hecho las noches anteriores). Y al igual que en las noches anteriores, mi amigo se apresuró a pagar la cuenta y a seguirnos, dispuesto a continuar el juego de la ruleta

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rusa con el tráfico salido de las calles laterales. Que lo hubieran embestido por detrás era (como habría dicho John) tough luck. Pero quien se lo tomó muy mal fue la princesa Jahovary, la de la piel achocolatada. Quiso bajarse cuando metí al perturbado de Schwab en el asiento trasero y éste rozó la opulencia de su cuerpo. Exigió que la llevara hasta la siguiente parada de taxis. Cuando le dije que en pocos minutos llegaríamos a la Rue Jacob, hizo como si sólo ahora comprendiera mis intenciones al llevarla allí y demandó enérgicamente que la llevase hasta el decimosexto distrito, donde (como era típico) residía. Tampoco quiso saber nada de dejar primero a Schwab en su hotel. De modo que la llevé hasta el decimosexto arrondissement. Conduciendo lenta y prudentemente, según su expreso deseo. Aquella mujer no sólo estaba de pésimo humor, estaba, sencillamente, furiosa. «Un bel caratteraccio!», dije en voz alta, y ella enseguida me preguntó dónde había aprendido italiano. Le respondí que el conocimiento de varios idiomas no era siempre un signo de esmerada educación, sino que era a menudo el sedimento de una biografía muy variada; ¿acaso ella, siendo la princesa Jahovary, hablaba rumano? No, me dijo, su madre jamás había hablado en rumano con ella. ¿Y su padre? «Era americano». Ah, vaya. No más comentarios. Por lo visto, su ira había ido disipándose, estaba de nuevo de un humor excelente. Era aries, evidentemente. Ella lo admitió con regocijo. Schwab se había quedado dormido en el asiento trasero. Probablemente había bebido mucho más de lo que yo recordaba. Roncaba, y nosotros dos reímos. Cuando llegamos frente a su edificio en el decimosexto arrondissement (con una imponente fachada Segundo Imperio y los gruesos cristales emplomados de la entrada reforzados con numerosos arabescos de hierro y coronados por botones de latón), ella se mostró muy cariñosa, pero no quiso invitarme a subir. Aun así, hubo algunos escarceos eróticos, y dado que Schwab parecía tan profundamente dormido en el asiento trasero, no fuimos precisamente prudentes. Le hice algún cumplido sobre su linda boca, y le dije que me gustaría

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verla devorar ante mis ojos una rosa blanca; al parecer, ella me entendió mal y se lo tomó al pie de la letra, aunque las flores disponibles eran más bien de color ciclamen. No sé qué fue lo que me pasó entonces, en todo caso se trató de un auténtico estremecimiento de placer ante aquel montón de carne achocolatada y cubierta de joyas tintineantes, con tailleur de Balenciaga y el ridículamente atribuido nombre de unos príncipes rumanos; tal vez fuera algo subliminal, la idea perversa de estar actuando inmoralmente con algo abstruso, un objeto salido de una colección de rarezas como la Mujer sin Piernas o Sheila, la Niña Elefante… Fuera lo que fuese, perdí completamente el control, gemí en voz alta, rechiné los dientes, y al final no pude contenerme y le mordí la nuca color caoba, de modo que ella también soltó una serie de grititos de placer y dolor… Luego, corrió a refugiarse, muy confundida, en su gigantesco palacio burgués, y yo acompañé a Schwab hasta su hotel. En cuanto llegamos, lo veo, para mi perplejidad, sentado muy erguido en el asiento trasero, con los ojos muy abiertos. No dice nada. Yo tampoco digo nada. Al final se arrastra fuera del coche, no sin esfuerzo, le da la vuelta, estira la cabeza hacia donde estoy yo, me toma un mano entre las suyas, las aprieta con efusividad y dice conmovido: «¡Gracias! ¡Se lo agradezco!», y mientras me sacudía la mano repitió lo mismo una y otra vez: «¡Gracias! ¡Se lo agradezco!». A continuación desaparece en la entrada del hotel. Yo conduzco a través de las calles desiertas hasta el Jorge v. Son las cuatro de la mañana y empieza a alborear. A las once me telefonea. Ha decidido regresar a Hamburgo. Lo acompaño al aeropuerto. No da muestras de acordarse de nada. Le tengo que contar incluso, paso a paso, lo de su accidente, lo que sí ha comprendido es que su coche ha quedado destrozado, por lo que había hecho los trámites pertinentes para que un remolque lo recogiese. En el bar, bebimos un whisky de despedida. Cuando anuncian la salida de su vuelo, las lágrimas se le saltan de los

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ojos. Apenas puede hablar. Me vuelve a tomar de la mano y a balbucear: «¡Gracias! ¡Gracias por todo!». Poco antes de pasar el control, se vuelve una vez más, se mete la mano en el bolsillo y saca puñados de billetes, me los pone en la mano y dice: «Adieu! ¡Y gracias! ¡Hasta la vista! Adieu!». Es de ese modo como se me presenta a mí la realidad.

4 Ésa fue, por cierto, la última visita de mi amigo S. a París; en general, fue la última vez que lo vi. Regresó a Hamburgo, donde, gracias a una sabia combinación de bebidas alcohólicas, somníferos, tranquilizantes y anfetamínicos, indujo a la Madre Naturaleza a ahorrarle las penosas circunstancias de un suicidio. Y lo consiguió en muy pocos meses. Ya en diciembre de ese año (1964) estaba muerto. Usted, mister Brodny, no querrá, probablemente, concederle su aprecio por ello. Pero le ruego que considere qué caso tan complicado era el suyo. Ya cuando lo conocí en Hamburgo en 1948, aún no había salido de su estupor por la confusión reinante en el mundo y el carácter impredecible de los hombres. Lector de Benn, ya me entiende usted: creía en el espíritu. Pero sabía, naturalmente, lo vulnerable que es ese espíritu. Me pregunto cómo habría podido soportar el presente (y, con él, el futuro que se perfila cada vez más claramente). ¿Qué mutaciones hubiera sufrido mi imagen ante él? Y no hablo ya del hecho curioso de que aquella mujerona que sustituyó a Dawn, la desenfadada dama de la piel de chocolate, se apoderase de mi corazón y se convirtiera en mi amante y compañera a lo largo de dos años, antes de morir ella también. Y por cierto, su madre era, en efecto, una princesa Jahovary, pero de eso ya le hablaré más adelante. Pero, volviendo a la confusión del mundo, digamos que el valor documental de apuntes como el que acabo de mostrarle 63

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es también cuestionable. Aparte de otros muchos que hubieran debido servir con fines literarios, poseo un apunte relativo a otra de las visitas de Schwab a París, ocurrida siete meses antes de la recién descrita. Por entonces yo todavía me permitía abrirle los ojos un poco en relación con las pueriles expectativas con las que, en cada ocasión, huía de Hamburgo y de su pequeña burguesía para refugiarse aquí (y para luego, tras su regreso, sumirse en una nueva crisis depresiva que acababa siempre en una orgía de alcohol). Aquello no representaba una labor demasiado placentera. Puedo confesarle que me conmovía. Había llegado de Hamburgo en bastante mal estado y había acudido a mí: la regordeta manita alemana extendida hacia la falda de mamá. Lo recogí en Orly. Si no me hubiera bastado un primer vistazo para saber en qué estado se encontraba, él me lo habría revelado durante el trayecto hasta su hotel, situado en la Rue des Beaux Arts. (Mientras tanto me esforcé por conducir con la lentitud de una tortuga, toda la que me permitían los insultos y los puños cerrados de los vehículos a mi alrededor. A los parisinos les gusta que el tráfico fluya). El equipaje de Schwab se había extraviado, había volado a alguna otra parte, creo que a Caracas. La búsqueda del mismo, las horas de espera rellenando formularios de denuncia por pérdida o cuestionarios de compañías aseguradoras, lo habían puesto totalmente histérico, de modo que, para evitar un escándalo, tuve que tratarlo con gin-and-tonic junto a la propia cinta transportadora del equipaje. Llevaba puesto un grueso jersey de cuello alto (un outfit poco hanseático, con unos pantalones de pana y una boina vasca: la vestimenta oficial del gremio de los intelectuales alemanes en los años cincuenta, tradición que él arrastró hasta los sesenta: ¡típico de un arrastrero del pasado que se toma por vanguardista!); sudaba como un pollo asado; estábamos en octubre, pero el calor de ese día era veraniego. Durante el viaje en coche, con los dedos aferrados al salpicadero, la nariz pegada al parabrisas y perlas de sudor en todo el labio superior, me contó que había tenido una 64

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discusión con Scherping. Y todo por mi causa, aunque en un principio fue por Nagel; en fin, una historia indeciblemente ridícula: Había dejado atrás un par de semanas de trabajo intenso y muy interesante sin beber una gota de alcohol (tanto que había pensado incluso, seriamente, en empezar a escribir por fin su propio libro), cuando Nagel se le presentó con algo que lo puso en un situación muy embarazosa. Le dio a leer, en primicia, las primeras ciento cincuenta páginas de una nueva novela (la número diecisiete en dieciséis años), con el ruego apremiante de guardar la mayor discreción, sobre todo en relación con Scherping: él, Nagel, estaba harto ya de su muy célebre estilo compacto (al estilo de Hemingway) y se había atrevido a probar un nuevo estilo que sólo pensaba mostrar a Scherping cuando estuviera seguro de que había tenido éxito. Magari! La lectura del manuscrito lo arrojó a un estado de depresión abismal y, en consecuencia, le puso en la mano una batería de Saint-Emilion de 1957 que yo le había llevado una vez a Hamburgo: dos docenas de botellas. Era un vino viril y agradable, no demasiado pesado, pero lleno de fuerza, un auténtico amigo capaz de consolarte. No obstante, después de consumida la primera docena de botellas, Schwab no se atrevió ni a sacar la cabeza de casa, pues temía (y con razón, probablemente) que Nagel lo estuviera espiando para escuchar su juicio. Se alimentó durante esos días de unos viejos bollos y de paté de hígado, también de pequeños restos de queso que le quedaban, y ni siquiera respondía al teléfono cuando éste sonaba. Schelmchen, su secretaria, había sido instruida para difundir la noticia de que había viajado a Bückeburg (si bien no está muy claro por qué escogió precisamente esa ciudad). Cuando empezó la segunda docena de botellas, no era ya que no quisiera, sino que no podía ya salir de casa. Yacía en el sofá, sepultado bajo un montón de páginas escritas a máquina, sin la menor intención de levantarse jamás. Mientras tanto, sin embargo, se iba llenando de valor para hacer algo, aunque no el suficiente como para mirar a Nagel a los ojos o decirle 65

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siquiera por teléfono, de hombre a hombre, lo que pensaba de la forma y el contenido de su obra (e incluso entonces, estando a mi lado, mientras me contaba aquello, con los ojos saltones devorados por el miedo ante cualquier inocente maniobra elusiva, se expresaba de forma tortuosa). Tampoco quería escribirle a Nagel, le parecía demasiado formal, impersonal y frío, una confesión demasiado obvia de su cobardía (déformation professionnelle: la palabra escrita sólo como un baluarte tras el que uno se escuda). Quería mostrarse como un amigo afectuoso, un ser humano con empatía y, al mismo tiempo, una persona necesitada de indulgencia; pero quería, al mismo tiempo, mantener una elegante distancia con respecto a aquello que debía decir, y por eso eligió un medio moderno, el de la cinta magnetofónica: una huida hacia lo abstracto que le saldría cara. ¡Qué ingenioso! Con el timbre, el trémolo y el brío de su voz engolada y, por así decir, puesta a disposición de este asunto, esperaba expresar todo lo que pudiera disculpar su falta de entusiasmo. No la palabra, sino sólo la voz debía dar fe de su interés más sincero, de la cabalidad de su empatía, de la revisión concienzuda del manuscrito y del tormento de tener que emitir un juicio en una situación tan complicada. Y también su admiración por la osadía; su esperanza de que un intento posterior, ya más maduro y ponderado, pudiera conducir al posible éxito: todo eso, en palabras, se oye como algo alentador, pero la voz debía vibrar como en un anuncio pascual, expresar todo aquello que la árida palabra distorsiona… Sin embargo, las cuarenta y ocho horas de aislamiento y la decimotercera botella de vino abierta le estropearon de mala manera, también, ese medio de expresión. El primer rollo de cinta, creía ahora, debió de quedar lleno de interrupciones, probablemente estaría compuesto más bien de muchas pausas, de pesadas exhalaciones, amasijos de palabras comenzadas a duras penas e interrumpidas luego abruptamente, de carraspeos, toses, declaraciones de simpatía soltadas sin ton ni son, en fin, de todo aquello que a Nagel, más tarde, cuando 66

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la escuchara, lo llenaría de impaciencia y lo ofendería en sus puntos más sensibles. Y en medio de todo ello, los irritantes e indefinibles ruidos típicos de la actividad de un fumador: encendido de cerillos, cigarrillos meticulosamente apagados en el cenicero, con un excesivo derroche de energía, la nueva cajetilla abierta con frenesí (los dedos le temblaban mucho por entonces, lo cual incrementaba el aspecto blando, femenino, temeroso y sensible de sus manos, por lo demás, muy hermosas)… y, por supuesto, el incesante entrechocar de copas y botellas, el sonido del líquido, los chapoteos, los tragos (y Nagel observaba desde hacía años una estricta abstinencia, ni siquiera tocaba a una mujer con tal de dedicarse del todo a su arte, como el pequeño pintor argelino que una noche, ya tarde, acodado en la barra de un bistrot situado detrás de la Place Pigalle, dijo: «Je donne tout cella à mon art!»). Considerando todo esto, aquella primera cinta tendría que ser, por sí sola, un documento acústico muy interesante. Pero mi propuesta de pedírsela de vuelta a Nagel y enviarla a modo de experimento musical de vanguardia al Festival de Donaueschingen, no tuvo el efecto liberador que se espera del humor. Schwab seguía agobiado, perturbado. Pensaba ya en la continuación de la historia. Suspiró, y me dijo que hacia la decimoquinta o decimosexta botella (en el minuto cuarenta de grabación) fue cuando llegó por fin al meollo del asunto: es decir, la dificultad o, si se quiere, la imposibilidad práctica de escribir hoy en día; de escribir en general, y, en particular, de escribir novelas; la descabellada pretensión de escribir una novela después de Joyce; de ecribir-nouvela hemm, perdón… tlin, tlin, tlin, tlin.. blubblbblubblubblub… tlin, glupglupglupglup…. (Un par de respiraciones fuertes.) … el escrrribirrr-noelas… (Un detallado ataque de tos). … tlin, tlin… enunatotalmnnn nivel… perdón, en una sociedad totalllllmente nivelada… y con ello, opinaba, pensaba haber satisfecho el propósito de Nagel. Pero entonces sintió miedo de haber emitido con ello un juicio destructivo acerca del experimento de Nagel (en realidad, Schelmchen 67

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afirmaría más tarde que así lo había entendido ella cuando oyó la cinta), y por eso empezó a desdecirse de nuevo de todo, apresuradamente, pero perdía el hilo, se enfurecía por ello de manera notoria, y hasta adoptaba un tono ofensivo; pero eso, gracias a Dios, estaba todavía articulado hasta el punto que se lo permitieron las botellas decimoséptima y decimoctava. Para entonces ya llevaba bastante tiempo en la dimensión de un sueño en cámara lenta. No obstante, tuvo todavía fuerzas suficientes para telefonear a Schelmchen y encargarle, entre balbuceos, que viniera a recoger la cinta y se la llevara a Nagel sin dilaciones, sin escuchar una sola palabra de lo grabado en ella ni decirle nada a Scherping. Después de eso, estuvo otras cuarenta y ocho horas inconsciente: era un hombre fuerte. Por suerte no tengo necesidad de presentarle a Nagel ni a Scherping, mi estimado doctor J. G. Brodny. (Por cierto, ¿tiene usted algún doctorado de la Universidad de Czernovitz? ¿En Filología Germánica? Eso es poco probable; más bien en Berlín, a finales de los años veinte. Paraíso de intelectuales sin prejuicios raciales, en medio de aquella época, la del «sistema», esa República de Weimar tan llena de maldiciones: arte degenerado, art déco. Fluorescencia de un espíritu que se había corrompido. Romanisches Café. Pero todo ello requiere una biografía completa con historia de la emigración, así que lo mejor es quitar lo de doctor). En cualquier caso, conoce usted tan bien la cólera de Nagel como la histeria trepidante de Scherping. (Tras una profunda reflexión, he decidido considerarle un iniciado en todo este asunto, o al menos alguien familiarizado con aquel ambiente; aunque ahora se me ocurre que tal vez usted ya conocía el incidente que le estoy contando ahora. ¿Lo conocía? Bueno, da igual, ello apenas tendría consecuencias). Me puedo ahorrar, por lo tanto, el describirle la reacción de Nagel al escuchar la cinta… En nuestra prehistoria reciente, esos años glaciales en Hamburgo poco después de 1945, cuando Nagel y yo todavía 68

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éramos amigos y él todavía bebía con viril entereza el aguardiente de remolacha que nosotros mismos destilábamos, mi amigo, en una ocasión, presa de su ímpetu habitual (signo zodiacal Sagitario), había querido ingerir una tableta de AlkaSeltzer (entonces un producto del mercado negro) sin tomar agua: su reacción a la cinta de Schwab me la imagino muy parecida a aquélla. Schwab me contó, contrito, que Nagel se apresuró a subir a su coche (con cambio manual para impedidos físicos) echando espumarajos por la boca, y se fue a ver a Scherping quemando rueda. En presencia del jefe de contabilidad, del director de producción y del jefe de ventas — tres caballeros alemanes bien plantados y con correcto corte de pelo—, y convocando a Schelmchen como testigo, escucharon de nuevo la cinta. Obviamente, Scherping juró por las mil vírgenes que por fin despediría a aquel redactor y editor cada vez más desinhibido en su entrega a las borracheras, que lo echaría al instante, sin plazos ni compensaciones, saldría de aquella editorial cubierto de insultos y de ignominia (que era, al parecer, lo que Nagel le había exigido, despido que se consumaría siete meses más tarde). Pero lo que sucedió el día después no fue necesario que Schwab me lo contara de nuevo: conosco i miei polli. Cuando volvió a presentarse en la editorial —ya en nada perturbado, ni contrito o con miedo, sino tal y como estaba ahora a mi lado, en medio del tráfico intenso del mediodía parisino (a decir verdad, no conocía lo que era el miedo, sus miedos no eran más que fantasías, y entre ellas estaba, probablemente, la idea de que yo pudiera matarlo en el coche)—; cuando apareció por la oficina, otra vez erguido como una torre, con la mirada puesta en la nada, dando un tirón de puertas despreciativo y diciendo, en tono provocador, sus «¡Buenos días!», todavía medio borracho, pero malhumorado por la acidez, furiosamente necesitado de una cerveza, aún con el estómago en efervescencia, pero animado por aquel fiero coraje que poco antes (¿cuándo exactamente?) lo había impulsado a realizar una hazaña temeraria de la que ahora no podía acordarse ni 69

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aun con la mejor voluntad (¿una cinta?; pero ¿qué había hecho con ella? ¿No se habría puesto a cantar, no?), a Scherping se le cortó el habla. Completamente. Completamente sin palabras, y presa de una oscura sensación de placer, supongo. Era, a fin de cuentas, la situación que él deseaba, con la que siempre había soñado («Si supieras las largas y sutilísimas argucias que solemos utilizar nosotros, los masoquistas, para procurarnos nuestro placer», me confesó una vez). Verse impotente ante un subalterno al que hubiera querido reprobar enérgicamente; verse maltratado por él, vejado, tratado como un pedazo de mierda: aquello era como una noche de amor, y Schwab era justamente el hombre con el que Scherping siempre había soñado para ello, mucho mejor dotado, infinitamente mucho mejor dotado de sombras y abismos que cualquier mujer, por muy severa que fuese: el padre en su gravosa naturaleza demoníaca; el Starost dostoievskiano y su fuerza oscura, su violencia (y ése era Schwab cuando en su cabeza luterana con gafas empezaba a predominar su herencia eslava —su madre, de soltera, se apellidaba Mietschke: «Una montaña en cuya cima se desata una borrasca», dijo Schelmchen en una ocasión, con cierto recato poético). Y yo, que conocía muy bien mi gallinero, sé que S. habría interpretado con fino instinto erótico el papel de vieja bruja que le ofrecían… En todo caso, me contó que no había llegado a producirse ningún enfrentamiento entre él y Scherping por el asunto Nagel. Porque antes de que pudieran mencionarlo siquiera, él ya le había declarado a Scherping, con bastante brusquedad, que no podría seguir trabajando con él a menos que se pusiera a su disposición una considerable suma destinada a promover los proyectos de ciertos autores; y cuando Scherping, que ya se olía la trampa, le preguntó con placentera socarronería: «¿Qué autores?», él, Schwab, no mencionó, como se esperaba, a Nagel, sino a mí. Toda la ira de Scherping en ese momento, vociferada hacia el anémico aire otoñal de Hamburgo (era época de ásteres, y Schelmchen había abierto la ventana que daba a la Rothenbaumchaussee para dejar que 70

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