Fragmento BAJO EL SOL. LAS CARTAS DE BRUCE CHATWIN

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Bajo el sol Las cartas de Bruce Chatwin Selecci贸n y edici贸n de Elizabeth Chatwin y Nicholas Shakespeare Prefacio de Elizabeth Chatwin Introducci贸n de Nicholas Shakespeare Traducci贸n de Ismael Attrache y Carlos Mayor


Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor. Título original: Under the Sun. The Letters of Bruce Chatwin

Copyright © Letters © The Chatwin Estate Introduction and Notes © Nicholas Shakespeare and Elizabeth Chatwin, 2010 Primera edición: 2012 Fotografía de portada Lord Snowdon Traducción © Ismael Attrache y Carlos Mayor Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2012 París 35-A Colonia del Carmen, Coyoacán, 04100, México D. F., México Sexto Piso España, S. L. Camp d’en Vidal 16, local izq. 08021, Barcelona, España www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Formación Quinta del Agua Ediciones ISBN: 978-84-15601-16-6 Depósito legal: M-37155-2012 Impreso en España


Contenido

Prefacio

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Introducción

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Capítulo uno El colegio: 1948-1958

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Capítulo dos Sotheby’s: 1959-1966

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Capítulo tres Edimburgo: 1966-1968

81

Capítulo cuatro La opción nómada: 1969-1972

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Capítulo cinco Sunday Times: 1972-1974

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Capítulo seis Me he ido a Patagonia: 1974-1976

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Capítulo siete El virrey de Ouidah: 1976-1980

257

Capítulo ocho Colina negra: 1980-1983

337

Capítulo nueve Los trazos de la canción: 1983-1985

363


Capítulo diez China y la India: 1985-1986

443

Capítulo once Homer End: 1986-1988

481

Capítulo doce Oxford y Francia: 1988-1989

529

Agradecimientos

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PREFACIO

Bruce y yo nos conocimos a finales de 1961 en Sotheby’s, cuando llegué para trabajar allí un par de años. Era la primera mujer estadounidense que la casa de subastas había contratado en Londres y, como es natural, desperté mucha curiosidad. Poco después Bruce recibió por primera vez el encargo de ir a Nueva York, para estudiar varias colecciones de cuadros cuya venta se estaba considerando. Allí todo le fascinó, sobre todo el opulento y glamouroso grupo de los blancos, anglosajones y protestantes que llevaban toda la vida en la ciudad, entre los cuales causó una gran impresión. Después de ese viaje (del que volvió con una enorme chaqueta de lana a cuadros, con un sombrero a juego, como las que se pone la gente en el campo para trabajar) empecé a parecerle más interesante. A lo largo de los años siguientes pasamos muchos fines de semana en las montañas Negras, paseamos por las colinas de Malvern con su padre y, un verano, estuvimos a punto de tener una cita en Libia. Nos casamos en 1965. Sus cartas y postales de esa época no han llegado hasta nosotros, pero conseguí guardar casi todas las posteriores. Me produce una gran emoción que se vaya a publicar una selección de su correspondencia. No hay escritura más inmediata que la que encontramos en las cartas. Su madre conservó las misivas que él le mandaba todas las semanas desde la escuela secundaria, en las que ya se aprecia cuántas cosas le interesaban y le entusiasmaban. Es fascinante ver cómo el niño se va convirtiendo, poco a poco, en historiador del arte de Sotheby’s. Siempre se le dio bien narrar historias, y acabó dedicándose profesionalmente a ello. En Sotheby’s, Bruce desempeñó el cargo de perito en los departamentos de arte impresionista y moderno (excluyendo


el británico), y en el de antigüedades. Esto último implicaba evaluar objetos de la India, del antiguo Oriente Próximo, de Europa y la América indígena, del Pacífico y de África, del mundo entero, lo que le obligaba a realizar infinitas consultas en el British Museum y en el Musée de L’Homme de París. Empezó a inquietarle cada vez más el tipo de piezas arqueológicas que le ofrecían para su posible venta, algunas de las cuales habían sido robadas en yacimientos desconocidos, y también le molestaban las falsificaciones. Comenzó a lamentar, por otro lado, que en Sotheby’s le hubieran convencido para que no aceptara una plaza en Oxford que le habían ofrecido; le dijeron que no le hacía ninguna falta tener una licenciatura. En 1966 estuvo informándose sobre las universidades que ofrecían estudios de arqueología, disciplina que los no licenciados sólo podían cursar en Edimburgo y Cambridge, así que se marchó a la primera de estas ciudades. Esa decisión nos suponía una enorme merma de ingresos, pero pensamos que podríamos salir adelante. En aquella época, Edimburgo era un sitio muy lúgubre en invierno. La Royal Mile, donde alquilamos un apartamento de un edificio recién construido, contaba con veintitrés pubs, ninguno de los cuales tenía sillas para sentarse. Para conseguir verduras frescas, tenía que ir a la parte nueva de la ciudad (cruzando el puente desde la zona del siglo xviii) si quería encontrar una verdulería aceptable. En el enorme hotel North British no sabían lo que era una ensalada. Lo mejor que tenían era el pescado, y la ostrería que daba a la calle. Sacabas un vino blanco y, con las ostras, te servían pan integral con mantequilla. Te morías de frío, pero era muy divertido. Bruce trabajaba muchísimo, hasta altas horas de la noche. Era un hombre muy competitivo; tenía veintiséis años y, rodeado de adolescentes que acababan de terminar la secundaria, ya era un alumno maduro. Además de arqueología estudió sánscrito, y, para su gran satisfacción, fue el primero de su promoción. Después, cuando llevaba cursados dos años y medio de una licenciatura de cuatro, lo dejó. A mí ni siquiera me avisó 10


de sus intenciones. Perdió la ilusión tras pasar los veranos excavando en yacimientos, pues se dio cuenta de que no le gustaba molestar a los muertos. En esa época le habían empezado a fascinar los nómadas, y se puso a escribir sobre ellos. Recibió cierta cantidad por ir a Egipto a evaluar una colección y, gracias a eso, tuvo algo de dinero para viajar. En 1969, Peter Levi y él se marcharon a Afganistán con una beca que le habían dado a Peter en Oxford. Aquella fue la tercera vez que Bruce visitaba el país. Yo me uní a ellos al cabo de dos meses; el lugar me dejó completamente asombrada. Nueve años después, los rusos destruyeron para siempre el equilibrio que allí reinaba. Bruce pasó varios años trabajando en el libro sobre los nómadas, que era impublicable y lo sigue siendo. A continuación lo convencieron para que colaborara con la revista de The Sunday Times, en aquel tiempo muy prestigiosa, en la que hizo muchas amistades que le durarían toda la vida. Allí empezó sustituyendo a David Sylvester, el anterior experto en arte, que dejaba el cargo, y acabó escribiendo reportajes no sólo sobre esa disciplina, sino también sobre Argelia, la señora Gandhi y André Malraux. Conoció a Eileen Gray, una interiorista y diseñadora de muebles irlandesa, y una de las primeras personas en defender el uso combinado de materiales tradicionales con otros nuevos como el plexiglás, y que vivía en París desde 1904. Gray lo animó a que fuera a la Patagonia por ella, porque siempre había querido visitar esa región pero ya tenía demasiados años. Así pues, de nuevo, Bruce dio un giro dramático a su vida, sin decírselo a nadie hasta que prácticamente ya había emprendido el viaje. Escribió una carta a The Sunday Times en un pequeño folio amarillo que, o bien se ha perdido, o ha sido robado. Normalmente me llamaba desde algún pequeño bar de carretera, a medida que iba desplazándose cada vez más al sur. Siempre elogiaba mucho el champán Moet & Chandon que servían en Argentina. Encontrar ese espumoso en algún lugar inesperado lo animaba mucho. Le encantaba. 11


Casi siempre viajaba solo. Dos personas se defienden la una a la otra, pero una sola resulta más fácil de abordar. No habría conseguido explorar la Patagonia si yo lo hubiera acompañado, ni hubiera escrito El virrey de Ouidah, ni la mayoría de sus libros. Bruce cambiaba un poco a las personas a las que conocía en sus andanzas: los hermanos de La colina negra no eran gemelos; una enfermera que aparece en En la Patagonia era devota de Agatha Christie, no de Ósip Mandelstam. Aquello enfurecía a quienes se veían alterados, cosa que comprobamos Nicholas Shakespeare y yo cuando seguimos el recorrido que él había hecho por Argentina, en 1992, pero eso se debía a su forma de narrar. En Los trazos de la canción hay personajes completamente inventados. La gente me preguntaba con frecuencia cómo me sentaba que él siempre estuviera fuera de casa. A veces me molestaba tener que enfrentarme sola a la vida, pero sabía que Bruce estaba trabajando, que tenía que ser libre. Al poco de casarnos me dijo que esperaba que no me importase, pero que quería viajar sin nadie. En el aparador de la cocina tengo una imagen preciosa de Kipling que se titula «El gato que pasea solo». Bruce siempre daba noticias por carta o por teléfono desde algún confín de la tierra; a mí no me despertaba mucha curiosidad lo que estaba haciendo. Ya me entretendría con sus historias al volver. A principios de la década de 1970 me regalaron mis primeras ovejas de las montañas Negras de Gales, y, a partir de entonces, mi agenda empezó a depender de ellas. A día de hoy siguen a mi lado los descendientes de aquellos animales, y les sigo teniendo el mismo cariño. En sus periplos, Bruce atraía a toda clase de personajes. Se le daba muy bien hacer amigos dondequiera que estuviese: en autobuses, trenes, barcos. No sé muy bien cómo, pero conseguía averiguar qué era lo que más le interesaba a un desconocido al cabo de pocos minutos, y se ponían a charlar como si se conocieran de toda la vida, cosa que no dejaba de sorprenderme. 12


Esas personas se creían que tenían un amigo para siempre; se daban las direcciones, y a Bruce le llegaban cartas desde los lugares más insospechados. Un nigeriano quiso en una ocasión abrir una tienda y le pidió una larguísima lista de cosas, como calcetines, camisas, pantalones e hilo de algodón, para abastecerla. Nos fueron llegando más listas. Me temo que no les hicimos caso. Cuando Bruce empezó a escribir libros, esa actividad se convirtió en una adicción para él; por las mañanas se levantaba pensando en su obra. Cuando viajábamos juntos por Europa se angustiaba mucho si dejaba de escribir durante más de dos días. Cambiaba de sitio los muebles de la habitación en la que nos alojábamos para poder trabajar. A mí me mandaba a ver los monumentos sola. Es una maravilla que tanta gente haya conservado sus cartas, incluso antes de que se convirtiera en un escritor conocido. Él no guardaba nada, ni siquiera las primeras ediciones de sus libros. No tengo ni idea de lo que habría pensado de los ordenadores, si los habría utilizado para escribir libros. A lo mejor le habría parecido divertidísimo poder hablar con una persona en la otra punta del mundo; puede que los hubiera detestado. En una ocasión, mientras hacíamos montañismo en el Everest National Park, en 1983, nos abordó un estadounidense que iba solo, y que intentó acoplarse a nuestro campamento (aunque acabamos huyendo de él). Este hombre aseguró que, al cabo de pocos años, Bruce estaría escribiendo con un procesador de textos. Nos tomamos su comentario a broma; efectivamente, y por lo que yo sé, Bruce jamás se acercó a un ordenador. Pero sí observó que los libros publicados tras la aparición del procesador de textos eran mucho más largos. No es que eso tuviera nada de malo, pero la longitud era excesiva, porque con esa máquina era muy fácil corregir y adaptar. Su técnica consistía en escribir en cuadernos pautados y amarillos (norteamericanos); corregía, tachaba y tiraba un folio tras otro. Cuando se quedaba más o menos satisfecho, 13


mecanografiaba el texto dejando márgenes muy anchos; después volvía a corregir y a meter cambios. A veces hacía otra copia a mano y, siempre, varias versiones a máquina. Tiraba montañas de papeles, así que no han quedado borradores. Hasta que un texto le parecía bueno no se lo enseñaba a nadie, pero a mí me lo leía en voz alta. Todo tenía que sonar bien, fluir con ritmo. De todo lo que escribió, las cartas son lo único que está sin corregir. Él creía que la escritura era un trabajo muy duro, y que un ordenador lo hacía demasiado fácil. En la actualidad, cuando las comunicaciones son tan rápidas y sencillas gracias a los móviles y al correo electrónico, la gente ha dejado de escribir cartas. Ya nadie podrá conservar como oro en paño las notas que sus hijos les mandan desde el colegio, quizá ya no habrá cartas de amor ni crónicas de viajes. ¿Alguien imprime como recuerdo los mensajes que le llegan? Así pues, las misivas de Bruce, que empiezan a una edad muy temprana y que se extienden a lo largo de toda su vida, son uno de los últimos ejemplos de un medio de comunicación tradicional que quizá desaparezca dentro de poco. Elizabeth Chatwin

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CAPÍTULO SEIS ME HE IDO A PATAGONIA: 1974-1976

El 1 de octubre de 1974 el padre de Elizabeth murió. Bruce cogió un avión para estar en el funeral de Bobby, en Geneseo, y se hospedó en el apartamento de Gertrude de la Quinta Avenida. The Sunday Times le había dado tres mil quinientos dólares para los gastos; debía escribir un artículo sobre la familia Guggenheim. Pero su relación con la revista había llegado a un punto límite, pues «to­ dos creíamos que “los de arriba” se la estaban cargando». El 2 de noviembre, «sin pensárselo mucho», decidió dejar de trabajar en ella, e hizo planes para reunirse con Elizabeth y Gertrude en Perú a principios de abril. Magnus Linklater, el director de la revista, no se acuerda del telegrama que Chatwin declaraba haber enviado a la publicación: ME HE IDO A PATAGONIA CUATRO MESES. Lo más probable es que ese telegrama fuera en realidad esta carta a Francis Wyndham. A Francis Wyndham Lima, Perú, 11 de diciembre de 1974 Querido Francis: He hecho lo que amenazaba con hacer. De pronto me harté de Nueva York y huí a Sudamérica. Llevo una semana en casa de una prima, en Lima, y esta noche me marcho a Buenos Aires. Pienso pasar las Navidades en medio de la Patagonia, donde voy a dedicarme a una historia mía, una cosa que siempre he querido escribir. Por razones obvias, no quiero que en Argentina nadie me vincule al periódico, aunque si surge algo, os lo


contaré a Magnus [Linklater] o a ti. Estoy creando algo que podría ser maravilloso, pero tengo que hacerlo a mi manera. Ya tengo el borrador de la tercera parte de la saga de los Guggenheim1 y sólo tardaré un par de días en redactarlo, pero todas las partes posteriores habrá que unirlas. Después haré una visita a las minas Guggenheim del centro de Chile, porque el marido de mi prima dirige una, cerca de Chuquicamata. Por favor, dile a Magnus que lo de Ahmet Ertegun2 sigue claramente en pie, pero quiero esperar hasta primavera para acompañarlo a Turquía (él corre con todos los gastos) y ver en acción al rey de la música rock, que está empeñado en acceder algún día a la presidencia de su país. Te daré una dirección de Buenos Aires en la que estaré localizable, pero no quiero recibir correspondencia oficial del periódico en Argentina. Con el afecto de siempre, Bruce En Lima, Chatwin se hospedó en casa de su prima Monica Barnett. Monica era hija de Charles Amherst Milward, hijo de un clé­ rigo y «aventurero espectacular», que se hizo a la mar y que en 1897 ya había dado cuarenta y nueve vueltas al mundo en barco. No obstante, su nave naufragó ese año tras chocar contra una roca que no aparecía en los mapas, en la entrada del estrecho de Magalla­ nes; después compró una fundición de hierro en el puerto chileno de Punta Arenas, la ciudad más meridional del mundo, donde tra­ bajó como cónsul tanto británico como alemán. Fue Milward quien mandó a Birmingham un fragmento en salazón de una piel de perezoso gigante dirigido a su prima, abuela de Chatwin. 1 2

«The Guggenheim Saga», revista de The Sunday Times, 23 de noviembre de 1975. Ahmet Ertegun (1923-2006), turco residente en Nueva York y fundador de la discográfica Atlantic Records.

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En sus estancias en Nueva York, a instancias del agente lite­ rario Gillon Aitken, Chatwin ya había redactado el borrador de la historia de Milward, como propuesta para un libro que se llamaría O Patagonia [¡Oh, Patagonia!]. «En uno de mis primeros recuerdos, mi abuela me está sosteniendo delante de su gabinete de curiosida­ des, y me deja coger un grueso fragmento de piel animal, en el que se ve un pelaje rojizo parecido a la fibra de coco. Mi abuela me había dicho que era “un trozo de brontosaurio”, y para mí se convirtió en una obsesión y un fetiche […] Ese trozo de brontosaurio inspiró en mí un persistente interés por la paleontología y la evolución». El libro que Chatwin quería escribir trataría «sobre la Patagonia, y otras muchas cosas […] La forma del libro debe venir dictada por el viaje en sí. Como será impredecible, por decirlo suavemente, no tiene sentido tratar de averiguar su contenido. Empezaré el diario en cuan­ to cruce el río Negro (no pienso ir en avión a no ser que resulte abso­ lutamente imprescindible; las descripciones de los paisajes desde el aire son las más aburridas). Es posible que le eche un vistazo de refilón a los horrores de Buenos Aires, pero después iré bajando en zigzag por el campo, la costa, las montañas, etcétera». Pero primero tenía que ir a Lima a recabar más datos sobre Mi­ lward. Monica, ex periodista, había empezado a compilar los rela­ tos marinos de Milward, con vistas a una posible publicación. Dejó que Chatwin tomara algunas notas, pero insistió mucho en que no sacara de la casa el diario de la vida de su padre, de doscientas cincuenta y ocho páginas. Chatwin no entendió bien cuál era el material que se le permitía utilizar, lo cual traería consecuencias. A Elizabeth Chatwin Lima, Perú, 12 de diciembre de 1974 Hola: Mis primos me caen muy bien. Cuando miras a Monica Barnett te parece estar viendo a la tía Grace. El diario de Charlie 229


Milward es una maravilla, aunque jamás podría publicarse tal y como está. Las historias del naufragio, de Louis de Rougemont, de las masacres de indios, de la vida en alta mar en los barcos que doblaban el cabo de Hornos, es como si estuvieran sacadas de una novela de Conrad. Esta noche me marcho a Buenos Aires; en cuanto llegue te daré la dirección de unos amigos de Monica. Lima es un sitio deprimente, porque cubre la ciudad una capa de nubes grises. No hace buen tiempo para ir a la sierra al menos hasta finales de marzo; las lluvias están a punto de empezar y las carreteras desaparecen. Pero los últimos días de marzo o los primeros de abril son la mejor época, hay flores de primavera y todo eso. Los Barnett se han ofrecido a prestarnos su autocaravana, en la que caben cinco personas cómodamente; sería estupendo, si crees que Gertrude sería capaz de aguantar las sacudidas. De aquí a Cuzco hay tres mil kilómetros, y los lugares más interesantes estarán al lado de caminos de tierra. Podemos decidirlo cuando se aproxime la fecha. El otro día subí a tres mil quinientos metros de altura, siguiendo la autopista principal; en lo alto sentí el mismo efecto tonificante que en Afganistán, aunque aquí creo que la altitud no produce hilaridad. Muchos besos, B. PD: Por favor, averigua si tu tío Willie y/o tu abuelo hundieron el Maine, como se afirma en Cuba,3 de Hugh Thomas.

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A las 21:40 del 15 de febrero de 1898, el acorazado estadounidense Maine explotó en el puerto de La Habana, y murieron dos oficiales y doscientos cincuenta y ocho hombres. Hugh Thomas escriba en Cuba (1971): «Una versión sostiene que la explosión se debió a una mina colocada por un millonario y excéntrico norteamericano, William Astor Chanler [...], que ya se dedicaba al contrabando de armas con Cuba». Según Thomas, el estallido se debió a una pólvora nueva, que se necesitaba para que funcionaran unos cañones más pesados.

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A Elizabeth Chatwin Hotel Lancaster, Buenos Aires, Argentina [Diciembre de 1974] Queridísima E.: Buenos Aires es una combinación extrañísima de París y Madrid, desprovista de profundidad histórica; tiene unas avenidas delirantes, flanqueadas por tilos; en esta ciudad, hasta el ama de casa más humilde puede permitirse tener las aspiraciones arquitectónicas de una María Antonieta. He estado alternando con angloargentinos que ya no saben hablar inglés ni lo que pasa en nuestro país, y también con algunos argentinos de clase alta que lo hablan mucho mejor que yo. Algunas casas maravillosas, parecidas a la Meridian House,4 aunque en ellas todavía abundan las boiseries, el estilo Luis XV y el paté en croute. No dejas de tener la impresión de que una guerrilla va a interrumpir todas esas conversaciones de alto copete en inglés o francés, aunque esto no parece perturbar a nadie. Por favor, cuida de mi mejor amigo de aquí, un escritor joven que se llama Jorge Ramón Torres Zavaleta,5 un hombre absolutamente encantador, dotado de una cultura y una sensibilidad que ya no se ven en Europa, y que ha escrito unos relatos que le ha plagiado Borges. Va a salir por primera vez de Argentina para ir a Estados Unidos en enero (creo que el 20) durante tres semanas; una en Nueva York, seguramente con dos amigos.6 Lo más probable es que no pueda llevarse mucho dinero en efectivo, por mucho que proceda de la familia Martinez de Hoz, los mayores criadores de purasangres del 4

La casa de Washington en la que vivía Irwin Laughlin, abuelo de Elizabeth y diplomático. 5 Argentino, escritor de relatos y ensayos. 6 E. C.: «Jorge llegó a Nueva York en un carguero, acompañado de tres amigos que eran hijos de estancieros, uno de los cuales era el dueño del lugar en que se desarrolla El ombú, el cuento de W. H. Hudson. Se pasó el día entero recorriendo Nueva York para traerme dulce de leche».

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país. Le he dicho que, si se queda sin alojamiento, podría utilizar el apartamento, pero en todo caso te escribirá. No sé si te comenté en la carta anterior que en Perú disponemos de la autocaravana de los Barnett para subir al lago Titicaca, si la espalda de Gertrude lo soporta. Algo incómodo, aunque seguramente no mucho más que los hoteles que nos encontraríamos, y mucho más divertido. Tiene un tamaño más bien grande. Los Barnett irán a Inglaterra en enero y pasarán por Stratford. Sí que están las cosas buenas en Londres con esa bomba que han puesto en el pub de King’s Road7 donde suelo comer, menudo panorama. Esta noche me marcho a la Patagonia. Muchísimos besos, Bruce Para cualquier cosa urgente, ponte en contacto con el hotel Lancaster. En la tercera semana de enero, sin medios de transporte para marcharse del pueblecito de Bajo Caracoles, Chatwin le escribió a su mujer. Estaba atrapado en medio de la nada, pero había llegado. A Elizabeth Chatwin Bajo Caracoles, Prov. de Santa Cruz, Argentina, 21 de enero de 1975 Queridísima E.: No sé cuántas veces habré empezado a redactar una carta que luego no he acabado. Ahora no puedo viajar al menos du7

El sábado 14 de diciembre de 1974 el ira lanzó una bomba por la ventana del King’s Arms.

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rante tres días, porque el juez de paz, a quien pedí que me guardara algunas cosas, se ha marchado con la llave. Te estoy escribiendo esto en el prototípico escenario patagón: un boliche, u hotel para peones camineros, habitualmente situados en un cruce de caminos de ínfima importancia del que salen carreteras en todas direcciones, y que aparentemente no llevan a ningún sitio. Una barra larga, de color verde menta, con paredes de azul verdoso y una fotografía de un glaciar; por la ventana se ve una hilera de álamos negros inclinados unos veinte grados por efecto del viento; detrás se extiende la ondulante pampa gris (la hierba se ha agostado y está amarillenta aunque se aprecian unas raíces negras, como si fuera una rubia teñida), por encima de la cual se desplazan a toda velocidad las nubes; el viento aúlla. No soy consciente de haber hecho tantas cosas en ningún viaje previo. La Patagonia es como la esperaba, pero de forma aún más intensa: inspira arrebatados accesos de amor y odio. Físicamente es impresionante: una serie de superficies escalonadas, las barrancas, que señalan el contorno de los acantilados de los mares prehistóricos, y en las que se encuentra una cantidad inusualmente elevada de conchas de ostra fosilizadas, de veintincinco centímetros de diámetro. Yendo al este, te topas repentinamente con el gran muro de la cordillera, en la que hay lagos de un color turquesa claro (otros de un blanco lechoso, otros de un clarísimo verde jade); también se aprecian unos colores increíbles en las piedras (antes de llegar a la cordillera). A veces da la impresión de que el Todopoderoso se puso a jugar, a ver si le salía un helado napolitano. Imagina lo que se siente al ir subiendo (como hice yo) por la pared de un acantilado de seiscientos metros de altura en la que van apareciendo franjas, de treinta metros o más, de color vainilla, pistacho o fresa. Imagínate también un lago de las alturas, con una pared de piedra a un lado, de un morado intenso, y la otra verde fuerte, un cuarteado barro naranja y un borde blanco. Hay que ser geólogo para apreciarlo. Además, no conozco otro lugar en el que la presencia de los animales prehistóricos sea 233


tan patente. A veces parecen más vivos que los vivos. Todos hablan de los pleisiosauros, de los ictiosaurios. He conocido a un anciano caballero, oriundo de Lituania, que el otro día encontró un dinosaurio y se quedó como si tal cosa; le concedía mucha más importancia al hecho de haberse sacado el carné de aviador a los ochenta y cinco años, lo que le convierte, con toda probabilidad, en el piloto de monoplaza más viejo del mundo. Cuando era más joven había intentado ser hombre pájaro. Me he dejado llevar por la obsesión que me inspiran las bestias desaparecidas, y hace dos días escalé un acantilado aterrador para llegar al lecho de un antiguo lago… donde descubrí, para mi indecible gozo, una serie de fragmentos del caparazón de un gliptodonte, un animal por el que ya siento más cariño que el que sentía por el milodonte (había unos seis en el museo de La Plata); es un armadillo enorme, de hasta tres metros de largo, con una armadura cuyas placas parecen un crisantemo japonés. Lo más divertido de mi hallazgo, y algo que ningún arqueólogo se creerá jamás, es que en medio de un montoncito de huesos había dos cuchillos de obsidiana que, sin duda, había fabricado el hombre. Ya se ha sostenido muchas veces que los gliptodontes desaparecieron debido a la acción humana, pero no hay pruebas de que haya sido así. No se ve a un solo indio. A veces te fijas en un perfil aguileño que podría ser tehuelche, es decir, un antiguo patagón, pero los colonizadores se emplearon a fondo, motivo por el cual da la sensación de que en esta región hay fantasmas. La fauna no tiene nada de extraordinario si no contamos al guanaco, que me encanta. Las crías se llaman chulengos y tienen un pelo finísimo, de un blanco y marrón como desvaídos. También vive aquí un cérvido muy raro, el huemul, y el puma (más abundante de lo que se cree pero difícil de ver). Aparte de eso está el pinchi (un armadillo pequeño), liebres por doquier, y un tipo de mofeta de lo más cautivadora: muy pequeña, negra, con rayas blancas; una de ellas, lejos de rociarme con su líquido, cogió una miga de mi mano. 234


Las aves son una hermosura. Cóndores en la cordillera, buitres de color blanco y negro, unos preciosos aguiluchos grises (sorprendentemente dóciles, además), y el cisne de cuello negro, al que he concedido el premio a la mejor ave del mundo. En los barrizales hay flamencos, aunque éstos son más o menos de un tono naranja, un ganso patagónico que recibe el absurdo nombre de avutarda, y patos de toda índole. Se podría pensar, si nos fijamos en lo monótono del paisaje y de la labor que se realiza en él (la cría de ganadería lanar), que la gente también va a ser anodina. Pero he cantado el himno Hark the Herald Angels Sing, en galés, en una capilla muy lejana, el día de Navidad; he comido tartaletas de crema de limón con un anciano escocés que nunca ha estado en Escocia, pero que se fabrica sus propias gaitas y que se pone la falda tradicional para cenar. Me he hospedado en casa de una ex diva suiza que se casó con un camionero sueco, que vive en el más alejado de los valles patagones, y que ha decorado su casa con murales del lago Ginebra. He cenado con un hombre que conoció a Butch Cassidy y a otros miembros de la Black Jack Gang; he brindado en recuerdo de Ludwig de Baviera con un alemán cuya casa y estilo de vida se corresponden más bien con el mundo de los hermanos Grimm. He analizado la poesía de Mandelstam con un doctor ucraniano al que le faltan las dos piernas. He visto la estancia de Charlie Milward, me he hospedado donde los peones y me he quedado bebiendo mate hasta las tres de la madrugada. (Por cierto: el mate es una bebida con la que también tengo una relación de amor-odio). He visitado a un poeta ermitaño que vive siguiendo las enseñanzas de Thoreau y Las Geórgicas. He escuchado los delirantes discursos de un arqueólogo patagón que defiende la existencia a) del unicornio patagónico, y b) de un protohomínido propio de Tierra del Fuego (Fuego pithicus patensis), de ochenta centímetros de altura. Hay materia espléndida para un libro; desde la rebelión anarquista de 1920 (sí, inspirada por Bakunin) a la operación de caza y captura de la Black Jack Gang y Cassidy, etcétera, 235


pasando por el reino temporal de la Patagonia, la ciudad perdida de los Césares, los viajes de Musters, el exterminio de indios, etcétera. Todo lo que necesito. EL TIEMPO se me está pasando mucho más deprisa de lo que esperaba. Tiendo a quedarme sin modo de transporte. Ahora me dirijo a casa de los Jamieson, en Puerto Deseado; después iré donde los Frazer (el hijo del hombre que violó a la madre de Monica), en San Julián; después a Río Gallegos, que, por lo que me cuentan, es una Inglaterra en miniatura; a continuación, si es posible, alquilaré un coche e iré a ver el glaciar, tan turístico, del lago Argentino, para después volver a Río Gallegos, a casa de los Bridges8 en Tierra del Fuego. De ahí a Punta Arenas, donde tengo algunos contactos y luego, con suerte, a Puerto Montt en barco; finalmente volveré a Argentina para pasar una corta temporada en Buenos Aires. La verdad es que no sé cuánto tardaré en hacerlo todo, pero creo que lo de Perú mejor en abril que en marzo; o, como muy pronto, en torno al 18 o 20 de marzo. O quizá antes. Por favor, ¿podrías mirarme si en la Biblioteca Pública de Nueva York o en la de Harvard tienen ejemplares de un periódico (publicado desde 1931, más o menos, hasta la década de 1960) que se llama Argentina Austral? Me es muy importante, y no me marcharé de Argentina si no puedo conseguir consultarlo en otro sitio. Me muero de cansancio. Acabo de caminar unos ciento ochenta kilómetros. Y sigo a otros ciento ochenta de la lechuga más cercana y, al menos, a cien de la verdura enlatada más próxima. Tardaré años en recuperarme del cordero asado. Muchos besos, B. PD: Te mandaré por telegrama la dirección de Río Gallegos. 8

El bisnieto de Thomas Bridges, Tommy Goodall (1933-), sigue gestionando la estancia Harberton con su mujer, la bióloga estadounidense Rae Natalie Prosser.

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