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Las reglas de las Medidas Especiales

Ben Fountain

Había tantas camionetas como siempre, pero ahora venían para llevarse cosas. FedEx, Amazon, ups, todos hacían su parte, pero más a menudo aparecían las camionetas Mercedes blancas de techo elevado, que parecían cajas, que habían comenzado a aparecer en los últimos años del boom económico. Totalmente blancas, sin el nombre de ninguna empresa ni un logo vistoso en los costados, cuestión que en nuestra época de omnipresencia de las marcas pudo en un principio parecer extraño, pero después se fusionaron con el entorno, como todo lo demás. No supimos valorar lo que en su momento teníamos, ¿verdad? Todo era tan fácil, y nos acostumbramos sumamente rápido: el par de teclazos que producían el milagro moderno del paquete que aparecía en nuestra puerta de tres a cinco días, después en dos, después al día siguiente, si estábamos dispuestos a pagar por ello y, finalmente —¡cómo demonios lo lograban!—: el mismo día.

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Paquetes, paquetes, miles y millones de paquetes que salían de lo que alguna vez se llamó bodegas, pero ahora se conocían como «centros de realización». Un truco ingenioso, dirigido a nuestra naturaleza superior; la magia de los procesos de la oferta trascendía por mucho el materialismo burdo. Y, honestamente, así es como nos sentíamos: inmensamente realizados. En medio de la labor de ventas interminable de la vida moderna a menudo se nos advertía que no depositáramos la fe en cuestiones materiales, y lo intentamos, la mayoría, en buena medida con éxito. No éramos gente superficial. Las cosas contenidas en nuestros paquetes no eran, simplemente, cosas. Eran… ¿cómo decirlo? Contenido. Estructura. Emoción. Parte del necesario tejido humano de nuestras vidas.

El aspecto legal jamás nos quedó del todo claro, pero eso era cierto en varios temas. La vida cambió tan rápido, de forma tan drástica, que no todas las Medidas Especiales podían explicarse por completo, y de todos modos estábamos demasiado extenuados y atemorizados para procesar más allá de la corriente general. «Recuperación», se le llamaba, u «Operaciones de recuperación». El país se encontraba en crisis, la economía debilitada; en cierto sentido, el país y la economía se habían convertido en una sola cosa. Era un espectáculo sorprendente. La camioneta blanca aparecía frente a la casa en los momentos más inoportunos, temprano por la mañana, cuando nos apresurábamos para llevar a los niños al colegio, o en las tardes, mientras preparábamos la cena o revisábamos la tarea, o nos habíamos sentado a la mesa de la cocina para rechinar los dientes ante el apilamiento de cuentas por pagar. Y aparecían ante la puerta principal, dos fornidos «Técnicos de recuperación» enfundados en sus uniformes oscuros —pantalones y chamarra si era invierno, shorts y camisetas de manga corta en el verano—, y siempre un tercero parado junto a la camioneta, observando. Eran invariablemente amables, de modos cuidadosos, simpáticos y eran enormes, como si todos hubieran sido reclutados de equipos de futbol americano colegial o profesional. Llevaban tablas sujetapapeles y montones de formatos muy bien impresos, y conocían perfectamente su oficio. Siempre se

presentaban por algo muy específico, algo en concreto: una lámpara, el asador de gas, electrónicos, aparatos de cocina. Y lo más enervante era que sabían exactamente dónde se encontraba cada cosa. No hay que subestimar el impacto psicológico de tener a un gigante a la puerta de tu casa, describiendo el color, la hechura y el modelo de un artículo en tu hogar. Sabían cuándo lo habías comprado, a quién, por cuánto, y su ubicación precisa. Era una táctica basada en el azoramiento y, naturalmente, nos quedábamos ahí preguntándonos qué más sabían de nosotros, mientras que ya habían cruzado la puerta sin que supiéramos exactamente cómo. Obviamente, habían sido entrenados para ello. La postura, el semblante, el tono de la voz, todo ello nos inducía una especie de síncope o hipnosis. Sin duda los grandes avances en recolección de datos y las ciencias conductuales que habían sido tan bien utilizadas para inducirnos a comprar, ahora se utilizaban para lo contrario: para hacer que renunciáramos a las cosas, y ya no que las deseáramos. Querer menos, aceptar menos. Pronto nos dimos cuenta de que no tenía caso llamar a la policía. No se presentaban más que para arrestarnos por resistirnos, ponernos histéricos o incluso violentos. Corrían rumores de que en ocasiones llegaban a disparar a la gente pero, vamos, en realidad lo que queríaNo hay que subestimar el impacto mos era proseguir con nuestra vida normal hasta donde fuera posible. El dolor era omnipresente, psicológico de tener a un gigante a había dificultades verdaderas, sufrimiento real: las la puerta de tu casa, describiendo el noticias de cada noche nos lo comunicaban. Así que, ¿era en realidad tan terrible tener que vivir color, la hechura y el modelo de un sin esas sábanas de hilado fino, o aquella hermoartículo en tu hogar. Sabían cuándo sa cajonera danesa diseñada con estilo moderno? Un puñado de activistas protestó por los delo habías comprado, a quién, por rechos de los consumidores, pero resultó que los cuánto, y su ubicación precisa. Era derechos sólo existían en el terreno de la política. En tanto consumidores nos encontrábamos en el una táctica basada en el azoramien- espacio del comercio y los mercados, y los mercato y, naturalmente, nos quedábamos dos, se nos dijo, tenían sus propias leyes inmutables. Por la noche, recostados en la cama —casi ahí preguntándonos qué más sabían nunca se llevaban las camas—, pensábamos en de nosotros, mientras que ya habían cómo habíamos hecho todo lo que el país nos había exigido, pero no había sido suficiente. Trabacruzado la puerta sin que supiéra- jábamos, pagábamos impuestos, obedecíamos las mos exactamente cómo. leyes, criábamos y educábamos a nuestros hijos como mejor sabíamos, y siempre pagábamos al menos el mínimo en nuestras tarjetas de crédito: y todo ello no era aun así suficiente. El sacrificio y la disciplina personal eran la orden del día. Por cuánto tiempo más, nadie lo sabía. Por supuesto que extrañábamos nuestras posesiones. Algunas representaron una pérdida genuina, pues eran aquellos objetos valiosos vinculados con nuestra alma, nuestra personalidad más verdadera. Otras las extrañamos por un tiempo, y quizá nos enojábamos en silencio ante la invasión de nuestros hogares y la humillante injusticia de todo este asunto, pero con el tiempo esos recuerdos se esfumaron y nos olvidamos de los objetos insignificantes. Aunque incluso éstos podían reaparecer en nuestra mente en momentos inesperados: un suéter de cuadros que se hubieran llevado, una coctelera clásica, y entonces sentíamos la punzada, como si estas cosas fueran partes de nosotros mismos que hubiéramos perdido. Aunque desde luego no era la parte principal. ¿No estábamos por encima de todo esto? Y aun así, la pérdida…  Traducción de Eduardo Rabasa La versión en inglés de este cuento apareció originalmente en la revista digital Chronicles of Now

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