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El péndulo populista
El péndulo populista. La libertad de los comunes o la libertad de los privilegiados
Íñigo Errejón Galván
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Tras una larga década de ofensiva cultural y política de las fuerzas emancipadoras o democráticas a comienzos de siglo, de los gobiernos nacional-populares en Latinoamérica a las primaveras árabes, el 15M español u Occupy Wall Street, en los últimos años parece haberse producido un movimiento de péndulo. En muchos países la ofensiva política les corresponde ahora a fuerzas reaccionarias que, gobiernen o no, son los que lideran la disputa política y colocan al resto a la defensiva. Trump en eeuu, Bolsonaro en Brasil o vox en España son algunos de los ejemplos inmediatos.
A estas fuerzas a menudo se les llama «populistas de extrema derecha» cuando en realidad son una suerte de autoritarismo neoliberal. Atravesamos una época marcada por la inseguridad y la incertidumbre, por la pulverización de los lazos sociales y por una profunda dislocación del sentido. No es extraño entonces que en todo el mundo las poblaciones busquen sentimiento de pertenencia y protección: formar parte de algo más grande, más seguro y de mayor trascendencia que la carrera de obstáculos y ansiedades en la que se ha convertido la vida cotidiana. Donde no son los proyectos democráticos y populares los que ofrecen un proyecto nacional-popular inclusivo, de justicia social y pluralista, el terreno está abonado para los reaccionarios. No estamos ante fenómenos paralelos sino más bien opuestos: en el primer caso, el pueblo es la reunión de los sin título para ser igualmente libres juntos. Está siempre en transformación, es un universal imposible de cerrar. En el segundo, es la cohesión disciplinaria contra los débiles y los de fuera, y una vez formado no existe el pluralismo dentro, es una esencia inmutable y más allá de la voluntad cívica.
Las fuerzas de extrema derecha actuales no desafían la razón neoliberal del mundo, sino que cabalgan el cinismo marca de nuestros tiempos y proponen una suerte de «antipolítica desde arriba» o «populismo de los millonarios». Proponen convertir la experiencia mercantil en la única real y trasladarla al terreno político de forma cruda y directa: todo es sospechoso, todos son iguales y los peores son los que dicen querer defender causas colectivas.
El mundo es una jungla y un todos contra todos, así que hacen falta supuestos hombres fuertes que gobiernen el país como gobernaron o gobernarían una empresa, sin las mediaciones, los contrapesos ni los derechos inscritos en los pactos sociales de postguerra ya rotos por las oligarquías. Aspiran a cohesionar el «demos» fragmentado y asustado no mediante la igualdad, sino proponiéndole siempre enemigos de entre los colectivos más vulnerables, en una movilización histérica permanente de los penúltimos contra los últimos. A esto le llaman «incorrección política» pero no es más que el goce de la moral envilecida que propone siempre como chivo expiatorio del resentimiento social a los más golpeados.
Esta ofensiva derechista tiene como efecto sacar a las oligarquías, a los poderes económicos sin control que realmente gobiernan, de la discusión pública, poniéndolos así a buen recaudo del enfado social o de los reclamos ciudadanos, que se concentran ahora en una esfera política oficial mucho más ruidosa por la entrada de los reaccionarios. En un momento de máxima concentración de riqueza y poder, las oligarquías son menos visibles que nunca, luego más libres para campar sin límite ni compromiso alguno. Tras
unos años señaladas, interpeladas y llamadas a comprometerse con los países en los que viven, la ofensiva derechista las vuelve a sacar del tablero, blindándolas así de la crítica. Las izquierdas, por su parte, suelen situarse a la defensiva, en clave «antifascista»: abandonan el cuestionamiento del orden oligárquico para concentrarse en el combate de «la extrema derecha». Esto a menudo supone desplazarse de ser fuerzas nacional-populares para refundar y democratizar la comunidad nacional a ser fuerzas orientadas a que no gane la otra «parte». Por debajo de la política parlamentaria, sin embargo, crecen la inseguridad y precarización social, la desigualdad y la concentración de riqueza en muy pocas manos, que así siguen erosionando las bases mismas de la posibilidad de la democracia.
El Covid ha sido una demostración de que nuestras sociedades eran frágiles y que lo que nos permite cuidarnos es la empatía, los lazos comunitarios, la idea de que sí compartimos las instituciones y servicios públicos. Durante los días más duros del confinamiento y el virus nadie ha confiado en «la mano invisible del mercado», ni tampoco en su capacidad de emprendimiento individual para mantenerse sano. Se ha hecho evidente que hay que reconstruir la sociedad y fortalecer Estados responsables para cuidar las condiciones de la vida misma, como pasa frente a todos los retos que nos amenazan, comenzando por el cambio climático. Quizás la batalla ideológica más importante hoy es por la idea de libertad: frente a los reaccionarios que claman por la libertad como derecho absoluto de los propietarios, como ausencia de límites para quienes todo lo pueden comprar, hay que oponer la libertad de los y las frágiles, la libertad como ley del más débil, la autonomía para darnos límites que nos cuiden, nos libren de la arbitrariedad de los poderosos y nos permitan vivir sin pedir permiso.
Están dadas por tanto las condiciones para una ofensiva sobre el sentido común de época, contra el clima del miedo y el sálvese quien pueda, contra la idea de la libertad como privilegio caprichoso y a favor de la libertad republicana en común. Una ofensiva por la reconstrucción de nuestros pueblos, del Pueblo como sujeto, y por dotarnos de instituciones que hagan posible vidas seguras, en libertad, con tiempo y sin miedo. Si es el neoliberalismo el que ha generado la fractura social y la dislocación en las que crecen los reaccionarios, los esfuerzos de los demócratas han de concentrarse en saldar las brechas que han rasgado nuestras sociedades, ofreciendo un horizonte alternativo, imaginable y deseable, que ponga orden donde hoy sólo hay desorden.