Reporte SP 52. Noviembre 2020

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Las reglas de las

Medidas Especiales

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Ben Fountain

abía tantas camionetas como siempre, pero ahora venían para llevarse cosas. FedEx, Amazon, ups, todos hacían su parte, pero más a menudo aparecían las camionetas Mercedes blancas de techo elevado, que parecían cajas, que habían comenzado a aparecer en los últimos años del boom económico. Totalmente blancas, sin el nombre de ninguna empresa ni un logo vistoso en los costados, cuestión que en nuestra época de omnipresencia de las marcas pudo en un principio parecer extraño, pero después se fusionaron con el entorno, como todo lo demás. No supimos valorar lo que en su momento teníamos, ¿verdad? Todo era tan fácil, y nos acostumbramos sumamente rápido: el par de teclazos que producían el milagro moderno del paquete que aparecía en nuestra puerta de tres a cinco días, después en dos, después al día siguiente, si estábamos dispuestos a pagar por ello y, finalmente —¡cómo demonios lo lograban!—: el mismo día. Paquetes, paquetes, miles y millones de paquetes que salían de lo que alguna vez se llamó bodegas, pero ahora se conocían como «centros de realización». Un truco ingenioso, dirigido a nuestra naturaleza superior; la magia de los procesos de la oferta trascendía por mucho el materialismo burdo. Y, honestamente, así es como nos sentíamos: inmensamente realizados. En medio de la labor de ventas interminable de la vida moderna a menudo se nos advertía que no depositáramos la fe en cuestiones materiales, y lo intentamos, la mayoría, en buena medida con éxito. No éramos gente superficial. Las cosas contenidas en nuestros paquetes no eran, simplemente, cosas. Eran… ¿cómo decirlo? Contenido. Estructura. Emoción. Parte del necesario tejido humano de nuestras vidas. El aspecto legal jamás nos quedó del todo claro, pero eso era cierto en varios temas. La vida cambió tan rápido, de forma tan drástica, que no todas las Medidas Especiales podían explicarse por completo, y de todos modos estábamos demasiado extenuados y atemorizados para procesar más allá de la corriente general. «Recuperación», se le llamaba, u «Operaciones de recuperación». El país se encontraba en crisis, la economía debilitada; en cierto sentido, el país y la economía se habían convertido en una sola cosa. Era un espectáculo sorprendente. La camioneta blanca aparecía frente a la casa en los momentos más inoportunos, temprano por la mañana, cuando nos apresurábamos para llevar a los niños al colegio, o en las tardes, mientras preparábamos la cena o revisábamos la tarea, o nos habíamos sentado a la mesa de la cocina para rechinar los dientes ante el apilamiento de cuentas por pagar. Y aparecían ante la puerta principal, dos fornidos «Técnicos de recuperación» enfundados en sus uniformes oscuros —pantalones y chamarra si era invierno, shorts y camisetas de manga corta en el verano—, y siempre un tercero parado junto a la camioneta, observando. Eran invariablemente amables, de modos cuidadosos, simpáticos y eran enormes, como si todos hubieran sido reclutados de equipos de futbol americano colegial o profesional. Llevaban tablas sujetapapeles y montones de formatos muy bien impresos, y conocían perfectamente su oficio. Siempre se


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