Reporte SP N°16 - DICIEMBRE 2015

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Reporte sp Número 16 • Diciembre de 2015

Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso

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Índice La sutileza de la opresión  |  5

Entonces todos éramos chicos  |  43

Eduardo Rabasa

Diego Rabasa

Volverse vegetariano  | 9

El Santos británico  |  44

Etgar Keret

Jis y Trino

El hueco de la mano  |  10

Migrantes, memoria del mundo  |  46

PJ Harvey & Seamus Murphy

Frédéric Boyer

El descubrimiento de América  |  12

Hit emocional  |  47

Daniel Saldaña París

Juanjo Sáez

Enriqueta  |  17

El Señor Cerdo  |  48

Liniers

Lucha de clases  |  19 Felipe Rosete

Poesía  |  20 Ernesto Kavi

¿Qué asusta a los nuevos ateos?  |  22 John Gray

Instrucciones a los patrones  |  49 Johnny Raudo

Supremacía y pureza  |  49 dD&Ed

Chicle  |  51 Luigi Amara

El pene de la hermana abnegada  |  29

El diablo camina entre las vías como un niño con una boina sucia  |  53

Mario Bellatin

Carlos Velázquez

Che. Una vida revolucionaria  |  30

Dosis diaria de humor  |  57

Jon Lee Anderson y José Hernández

Alberto Montt

Contribución a la historia universal de la ignominia  |  33

Autopsiar la muerte  |  59

Poemas reunidos  |  35

El buzón de la prima Ignacia  |  62

Arnoldo Kraus

Valeria Luiselli

Reporte SP • Año 2 • Número 16 • diciembre de 2015 • Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso • www.sextopiso.mx Impresión: Offset Rebosán • Editores: Diana Gutiérrez, Diego Rabasa, Eduardo Rabasa, Felipe Rosete • Diseño y formación: donDani Portada: ilustración de Che. Una vida revolucionaria, de José Hernández y Jon Lee Anderson (Sexto Piso, 2015).

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La sutileza

de la opresión L

a mayoría de las reflexiones sobre el poder, la dominación, la obediencia, por diversas que sean, por lo general concluyen que a la par de los factores de dominación «reales» (ejército, policía, gobierno, fábrica, empresa, escuela, manicomio o, en los casos de regímenes más extremos: golpizas, encarcelamientos, torturas, desapariciones) existe siempre un factor psicológico que puede llegar a ser por lo menos igual de poderoso. Incluso en un caso de horror contemporáneo como el hecho de que el gobierno de Siria utilice armas químicas contra su propia población, además de los miles de muertos o heridos —cuya importancia y tragedia no podrá jamás subestimarse—, este tipo de brutalidades producen, comprensiblemente, un miedo tal en los supervivientes, que funcionan para disuadirlos de cuestionar el estado de cosas imperante. Para seguir con ese ejemplo, no es casualidad que se produzca un éxodo masivo, pues la población prefiere literalmente dejarlo todo antes que continuar viviendo bajo la amenaza y el terror perpetuos.

Recomendación de los editores

Eduardo Rabasa

De ahí que a menudo se haya considerado al colonialismo como un estado mental pues, como finalmente sucedió cuando una a una las colonias fueron sacudiéndose el yugo de la metrópoli, la dominación de las élites blancas dependía en buena medida del estatuto ontológico de superioridad del que gozaban frente a las poblaciones nativas. Igual que ocurre con la dicotomía hegeliana de la dialéctica del amo y el esclavo, las colonias dependían de que cada uno de los dos grandes estratos continuara comportándose según los parámetros dictados por la respectiva identidad. En el bosque, la novela de Katie Kitamura que se desarrolla en una sociedad colonial justo en el punto en el que la fisura deviene derrumbe, retrata de manera escalofriante la transformación respectiva de la psique de los estratos enfrentados: la incapacidad de la población blanca para comprender que las cosas están cambiando, así como la incubación en la población nativa de la semilla que los conducirá a pensar que no existen razones obligatorias que dicten que las cosas deben continuar siendo como han sido. Tom vive con su padre —llamado simplemente «el viejo» a lo largo de la novela— en la granja familiar de miles de hectáreas. El viejo fue de los primeros colonos: «Eligió su tierra una noche, saliendo a montar con una antorcha que sostenía muy por encima de la cabeza. Un indígena fue cavando una zanja a su paso». Tras la muerte de su madre, Tom vive inmerso en las ocupaciones cotidianas, bajo el yugo silente del viejo, para quien el hijo es poco más que una de las reses que contribuyen al sustento de la granja. Desde el comienzo la radio anuncia el inicio de una insurrección indígena en la colonia. Ni Tom ni el padre lo escuchan. Son incapaces de ver que incluso Celeste la cocinera y su hijo Jose compartan con ellos algunos de los rasgos que los vuelven humanos. Preocuparse por una insurrección presupone en el otro la capacidad de indignarse, pensar y levantarse: al ejército de sirvientes que mantiene funcionando la granja no se le concede ni siquiera ese mínimo: son como los muebles o los establos, simples accesorios para mantener un estilo de vida al que a los dueños les resulta inconcebible renunciar. Como la fatalidad suele anudarse desde distintos flancos, en el caso de la granja familiar aparece en la forma de una chica, Carine, que servirá al viejo y a Tom como sucedáneo para continuar escenificando su relación de odio-amor, a través de un intrincado triángulo amoroso donde, como ha sucedido a lo largo de su vida, Tom se quedará con las migajas arrojadas en su dirección por la sombra del viejo. Asimismo, como alegoría de la rebelión que está gestándose en un sitio aún lejano a la granja familiar, un volcán hace erupción, produciendo una lluvia de cenizas que da comienzo al proceso irreversible

En el bosque destaca principalmente por la sutileza con la que Katie Kitamura va hilando a distintos niveles el derrumbe de un mundo, y de la mente de sus habitantes, sin jamás recurrir al recurso fácil de la violencia descarnada…

Robinson Crusoe Tullio Pericoli y Daniel Defoe • Sexto Piso • 2015

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de descomposición de un estilo de vida fundado en la superioridad y en la arrogancia, arrasando con los peces, las cosechas y demás frutos mal habidos de un pacto original que, por su propia injusticia inherente, llevaba impresa desde el comienzo la fecha de caducidad. En el bosque destaca principalmente por la sutileza con la que Katie Kitamura va hilando a distintos niveles el derrumbe de un mundo, y de la mente de sus habitantes, sin jamás recurrir al recurso fácil de la violencia descarnada, explícita, que a menudo suplanta con tan poca fortuna al material literario como tal. La autora comprende a la perfección que un hecho terrible, una injusticia, no constituyen automáticamente lo literario (a diferencia de lo que sucede en la actualidad con tantos libros sobre el narco, los migrantes o los desaparecidos, que se leen más bien como un catálogo de calamidades, sin ningún tipo de valor adicional), sino que es preciso tejerlo de manera minuciosa, pausada, y que a menudo son los silencios o las omisiones las que conceden a lo narrado su potencia. Por ejemplo, en una escena donde se describe una brutal violación tumultuaria, no hay gritos, ni sangre, ni semen, ni lágrimas, sino simplemente: «Lo que un cuerpo puede soportar es siempre más de lo que un cuerpo puede soportar hasta que no soporta más; hasta que dice basta. El cuerpo de la chica sobrepasó ese punto y ella ni se enteró. Su cabeza se había desconectado de su cuerpo y flotaba en el espacio». En el mismo tenor, Katie Kitamura utiliza a lo largo de la novela una prosa concisa, ajena a todo tipo de pomposidades o florituras pues, pareciera decirnos, el doble drama —familiar y social— en gestación es incompatible con la utilización autoconsciente de recursos estilísticos que, de nuevo, en cierto tipo de contextos terminan por ser más un obstáculo para el desarrollo de la historia que una virtud literaria.

En última instancia, En el bosque se inscribe en la tradición de relatos un tanto atemporales, fantasmagóricos, que si bien se ocupa de unos personajes específicos en una situación determinada, en realidad abreva de ese pozo del que se nutre lo mejor de la tradición literaria, de esos conflictos cíclicos, recurrentes, que parecieran ir adoptando los distintos ropajes propios de cada época, pero que en su núcleo siguen siendo esencialmente los mismos. Katie Kitamura ha escrito una novela sobre la contraposición esencial subyacente a las relaciones coloniales, sobre la complicada rivalidad inherente a las relaciones padre-hijo, sobre la impotencia humana para dominar a una naturaleza que entre más es menospreciada más pareciera presentarse con toda la potencia de una carcajada vengativa y, principalmente, sobre la capacidad del lenguaje literario para dar un hermoso testimonio incluso de los hechos más terribles, de la a menudo incomprensible manera en que los seres humanos decidimos de continuo organizar y gestionar nuestro paso por este planeta. •

En el bosque Katie Kitamura Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez Sexto Piso 2014 • 161 páginas Lee un adelanto:

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06/11/15 11:14


Volverse vegetariano

Etgar Keret

E

l plan original incluía una película y una divertida comida en un sitio de hamburguesas. Los participantes seríamos mi papá y yo a mis cinco años. Mi madre tenía miedo de que mi padre, que entonces trabajaba siete días a la semana en un intento por superar la bancarrota, se estuviera convirtiendo en un extraño ante mis ojos. La película era Bambi, y el plan funcionó a la perfección hasta la escena en que los cazadores aparecen de la nada y le disparan a la mamá de Bambi. Empecé a llorar y gritar. Mi padre me preguntó con su voz más empática por qué lloraba. Bañado en lágrimas, le dije, «¡Mataron a la mamá de Bambi sin razón alguna!». Ante la desesperación de calmarme, mi papá me explicó con un susurro que los cazadores no le dispararon a la mamá de Bambi sin razón alguna; le habían disparado para poderla convertir en hamburguesas, como la que juntos disfrutaríamos después de la película. Para mi padre, un superviviente del Holocausto, el hecho de que se cometiera un asesinato en nombre de la supervivencia, y no por capricho, significaba toda la diferencia. Pero en lugar de calmarme, comencé a llorar más fuerte. «¡No quiero comerme a la mamá de Bambi!», grité. Después de la película fuimos al lugar de hamburguesas y sólo pedimos un plato de papas a la francesa, que nos comimos en silencio. Mi madre le dijo a mi padre que al día siguiente se me pasaría. Al día siguiente preparó mi comida favorita, su famoso schnitzel.* Pero aunque el schnitzel estaba hecho de pollo, no de carne de venado, y aunque ninguno de los amigos de Bambi eran pollos, la suerte estaba echada: me había convertido en vegetariano. Por aquellos años, en Israel no existía el concepto de «vegetarianismo», pero se había abierto la primera tienda de comida naturista, lo suficientemente cercana a nuestra casa como para ir en autobús. Un día, mi madre llegó a casa con una gran bolsa de alguna cosa se-

ca, grumosa, entre amarilla y café, con una textura parecida a la del unicel, que se llamaba «sustituto de carne». Mi madre descubrió que si la sumergía en agua caliente el tiempo suficiente, se convertía en algo salado y chicloso, un algo salado y chicloso que le gustaba mucho a su peculiar hijo. Pronto se apilaron bolsas y bolsas de esa cosa en mi casa. Mi madre lo cocinaba en grandes cazuelas y lo congelaba en porciones pequeñas. Yo lo comía todos los días. Nadie más de mi familia se atrevía a probarlo, pero un amigo que vino a la casa un día lo probó y le encantó. Pronto se corrió el rumor en el vecindario de que la madre de Etgar servía un platillo especial que no se podía conseguir en ninguna otra parte del mundo. Algunos decían que era carne de camello, otros aseguraban que se había creado en un laboratorio de desarrollo de armas, pero todos los niños coincidían en que era un platillo para los dioses, así que mentían y elaboraban planes para aparecer en nuestra cocina a participar del mismo. Seguí comiéndolo hasta que cumplí los trece años, cuando el propietario de la tienda naturista se inscribió en una yeshivá** de Jerusalén y cerró la tienda. Recuerdo haber comido mi última porción de manera muy, muy lenta. Desde entonces, en los supermercados de Israel han aparecido varios sustitutos de carne, algunos igual de salados y chiclosos que la cosa que me alimentó durante mi niñez. Pero, por alguna razón, ninguno puede equipararse con ese platillo legendario y mágico que mi madre preparaba. • Traducción del inglés de Eduardo Rabasa

Bañado en lágrimas, le dije, «¡Mataron a la mamá de Bambi sin razón alguna!». Ante la desesperación de calmarme, mi papá me explicó con un susurro que los cazadores no le dispararon a la mamá de Bambi sin razón alguna; le habían disparado para poderla convertir en hamburguesas, como la que juntos disfrutaríamos después de la película.

* Escalope vienés. (N. del T.) ** Centro de estudios de la Torá. (N. del T.)

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El hueco de la mano

PJ Harvey & Seamus Murphy

La aldea abandonada

Cadena de llaves

Creí ver a una joven entre dos murallas agujereadas de viruela.

Quince llaves cuelgan de una cadena. La cadena es vieja y forma un círculo. El círculo está en la mano de una mujer. Ella camina por el camino polvoriento. El camino polvoriento es un callejón sin salida. Los vecinos no volverán.

La busqué en la casa blanca que desmigaba barro del techo que se derrumbaba. En un clavo en la cocina un delantal deshilachado. La cáscara de una muñeca de paja colgaba del techo. Le pregunté a la muñeca qué había visto Le pregunté a la muñeca qué había visto Busqué a la joven en el piso de arriba. Encontré un cepillo, flores secas, un ovillo de lana roja desenredándose. Un ciruelo había crecido a través de la ventana, en la repisa de la ventana una fotografía en blanco y negro, pero le falta la boca, deteriorada y descascarada, hecha una nada blanca. Le pregunté al árbol qué había visto Le pregunté al árbol qué había visto

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Quince jardines descuidados. Quince casas que se caen. Números pintados en las puertas, carteles en la iglesia cerrada en blanco y negro, los recién muertos. Ahora lo único que hago es esperar, dice. La mujer es vieja y viste de negro. Tiene las manos en la espalda, desliza las llaves por la cadena, las enreda y las enreda. Imagina lo que han visto sus ojos. Le preguntamos, pero no quiere dejarnos entrar. Una llave tan simple y pequeña; ¿cómo puede significar ninguna posibilidad? Una llave – una promesa, o un deseo; ¿cómo puede significar tanta desesperación? Ahora lo único que hago es esperar, dice. Ahora lo único que hago es esperar, dice.


Fragmento del libro:

El hueco de la mano PJ Harvey y Seamus Murphy Traducción de Pedro Carmona Sexto Piso Realidades 2015 • 232 páginas

La mano

En la base aérea

Haciendo turismo, al sur del río

La gente pasa delante de la mano. Hay sonidos de bocinas y música. La gente pasa delante de la mano que pide.

Los convoyes están llegando. Hombres y mujeres con gafas de sol apuntan sus armas hacia las llanuras.

Tres niños con capuchas cruzan los brazos y se apartan de la mano, la mano que pide bajo la lluvia.

La arena llueve sobre niños vestidos con harapos a un lado del camino.

Una mujer de azul no mirará la mano que pide, que se estira bajo la lluvia.

Entre ellos se desafían a acercarse. Dólar Míster, Dólar Míster.

«Aquí está el proyecto de demolición Hope 6 y aquí está Benning Road, el célebre “sendero de la muerte”. Aquí está el i-hop —el único restaurante del Distrito 7 donde uno puede sentarse—. Lindo. Bueno, ésta es la ciudad de las drogas. Puros zombies. Montones de tiendas de pelucas, montones de mamitas solteras, como les dicen. El alcalde plantó árboles. Mira cómo los árboles mejoran las cosas. Bueno, aquí estamos en otro camino de muerte y destrucción… South Capitol —a este chico lo puedes tomar hasta la misma cúpula—. La escuela está hecha una mierda, ¿no? ¿Te gustaría ir a esa escuela? ¿Te parece un sitio agradable? Aquí está el antiguo hospital psiquiátrico que va a ser la base del Departamento de Seguridad Nacional. Aquí está el restaurante Martin Luther King. Aquí está el Centro de Salvación de Dios. Bueno, éste es el límite entre la Séptima y la Octava. Aquí está la Comunidad de la Esperanza. Aquí van a poner un Walmart».

La gente va y viene, mirando sus teléfonos. Nadie toma la mano que se estira, que brilla bajo la lluvia. En el hueco de la mano hay un cuadrado doblado de papel, pero nadie mira dos veces el papel blanco que reluce en la mano que pide, que se estira y brilla bajo la lluvia.

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El descubrimiento Daniel Saldaña París

E

de América

lla, mi mamá, murió el 12 de octubre, Día de la Raza. Simpática ironía del destino, ya que era historiadora y había dedicado buena parte de su carrera a estudiar el así llamado descubrimiento de América, ocurrido, como quien dice, en tal fecha —como si fuera posible descubrir algo tan grande en un día—. Ella, mi mamá, vivía sola en un departamento de dos habitaciones, en Coyoacán, con libreros que iban del piso al techo y en los que nunca encontré un solo libro que me interesara. Yo la visitaba los sábados, en general, aunque a veces pasaban rachas de dos o hasta tres meses en que ninguno de los dos hacía nada por ver al otro. Luego ella me llamaba un viernes en la noche para decirme que le habían regalado un pastel de zanahoria en la universidad y que podía ir a probarlo al día siguiente. Desde luego no era verdad: ella, mi mamá, compraba esos pasteles para atraerme cuando la culpa de nuestro distanciamiento la alcanzaba. Es decir, los pasteles de zanahoria eran la carnada, como quien dice. Además de verla a ella, a mi mamá, no había mucha más gente a la que frecuentara por decisión propia. Llevaba una relación cordial y hasta podría decir que amistosa con dos compañeros de la oficina, pero me había alejado definitivamente del círculo estrecho de las amistades adolescentes y nunca me había preocupado por sustituir a esas amistades. Así que cuando murió ella, mi mamá, me encontré repentinamente solo en el mundo, como quien dice, y, en contra de lo que podría pensarse, eso supuso para mí un alivio mayúsculo. De pronto me pareció inútil conservar mi trabajo —que había conseguido para complacerla a ella, a mi mamá— y renuncié inmediatamente para dedicarme, mejor, a poner en orden todos los papeles que había dejado ella —mi madre—. Vendí el departamento de Coyoacán a través de una inmobiliaria que se quedó un porcentaje muy alto de la operación, pero aún así me encontré con casi cuatro millones de pesos en el bolsillo, entre lo

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Así que cuando murió ella, mi mamá, me encontré repentinamente solo en el mundo, como quien dice, y, en contra de lo que podría pensarse, eso supuso para mí un alivio mayúsculo.

que me dieron por el departamento y lo que ella, mi mamá, había ahorrado a saber cómo. Uno de mis antiguos compañeros de oficina, al que seguía viendo, me dijo que podía ayudarme a invertir el dinero responsablemente, con un margen de ganancia pequeño pero constante. Le dije que no, pero para agradecerle su oferta le regalé todas mis plantas antes de dejar mi propio departamento y mudarme, con una maleta de ropa, a Nueva York. También intenté regalarle todos los libros de ella, de mi mamá, pero mi compañero de oficina me dijo, como quien dice, que no le servían.

Nunca había ido a Nueva York pero ella, mi mamá, me había contado una vez que ahí había sido concebido; es decir que ella, mi mamá, había estado en Nueva York al momento de quedar preñada, supongo que mediante el método tradicional de hacer el amor —eso no me lo dijo—. Por lo mismo, sentí que irme a Nueva York era un homenaje a ella, a mi mamá, y a la vez una forma de empezar de nuevo, de volver, como quien dice, al punto de partida. Después de una semana viviendo en un cuarto de hotel encontré finalmente un departamento para mí solo: una caja de zapatos, como quien dice, en un punto muy lejano del mapa, al final de una línea de metro. El barrio era sobre todo de dominicanos y el edificio era propiedad de un simpático griego. El edificio se estaba, como quien dice, cayendo a pedazos. Primero dormí sobre una de mis chamarras, luego sobre un colchón inflable que me prestó el simpático griego, luego sobre un colchón desnudo que me compré con descuento, luego sobre el colchón todavía desnudo pero con una base de madera que me compré con descuento, y finalmente sobre una cama como dios manda, como quien dice, es decir con sábanas y cobijas. Para entonces había llegado el invierno y yo había comprado, además de la cama, un montón de muebles de diseño nórdico que hacían de mi departamento un lugar parecido a mi antigua oficina, en México. Tal parecido me reconfortaba.


El griego simpático estaba muy solo porque se había muerto, como quien dice, el amor de su vida, así que pasaba cada poco a visitarme y me preguntaba qué hacía. Un día, como me había cansado de decirle que no hacía prácticamente nada, salvo comprar muebles de diseño nórdico, empecé a decirle que estaba escribiendo una novela. El griego, que movía mucho las manos, se quedó muy tranquilo. En la tienda de los dominicanos donde compraba alimentos había una muchacha, de nombre Dísney, que hacía —como quien dice— bastante alboroto cuando yo entraba a su tienda. El mexicano, decía Dísney, El mexicano. Dísney también me preguntaba, cada vez que entraba, que qué había estado haciendo, y como me había cansado de decirle que no hacía prácticamente nada, salvo comprar muebles de diseño nórdico, empecé a decirle un buen día que estaba escribiendo una novela. Y Dísney se quedó muy contenta y empezó a hacer, como quien dice, bastante alboroto con lo de mi novela cada vez que entraba a su tienda: El novelista, decía Dísney, El novelista. Debajo de mi departamento había un departamento más grande, en el primer piso, deshabitado. El simpático griego pegaba cartelitos por todo el barrio dominicano para ver si conseguía rentarlo, pero nunca le llamaba nadie. Un buen día, el griego me dijo que si no me quitaba, como quien dice, demasiado tiempo, yo podía enseñar el departamento a los posibles interesados, anunciarlo por mi cuenta con mis propios cartelitos y, si le conseguía un inquilino, él me descontaría cien dólares de mi propia renta. Yo no tenía, como quien dice, la necesidad de hacerlo, pues tenía el dinero de ella, de mi mamá, pero estaba cansado de no hacer prácticamente nada salvo no escribir una novela y le dije que estaba bien. El griego se quedó muy tranquilo y movió mucho las manos. No hice cartelitos para pegar por el barrio dominicano porque hacía frío y no me gustaba salir, salvo para ir a la tienda de Dísney, que hacía siempre mucho alboroto, pero sí puse un anuncio en internet, en una página de internet, para rentar el departamento. Al segundo día alguien respondió mi anuncio diciendo que quería verlo. Era una mujer —o un hombre— que firmaba como Vanessa. Le dije que la vería en la tienda de Dísney porque pensé que a ella, a Dísney, le daría, como quien dice, mucha emoción verme con alguien desconocido, y haría un buen alboroto. La mujer que firmaba como Vanessa —sí era mujer— llegó a la tienda de Dísney cuando yo ya llevaba un rato esperando. Y no llegó sola: venía con su hija que también se llamaba, me dijo, Vanessa, pero cuyo nombre, me dijo, se escribía distinto, con una sola s: Vanesa. Vanessa era una mujer de cuarenta y pico años, como quien dice, muy bien conservada, que hablaba sonriendo un poco, y Vanesa era una

adolescente –como quien dice– muy bonita, que nunca sonreía nada. Al verme con ellas, Dísney hizo un buen alboroto: El novelista y las gringas, dijo Dísney, El novelista y las gringas. Cuando íbamos caminando rumbo al edificio del griego Vanessa me dijo, en inglés, que su esposo había fallecido, y yo le dije en inglés que ella, mi mamá, había fallecido, así que nos dimos el pésame. Vanesa no dijo nada pero noté que miraba furiosa a su madre, Vanessa. El departamento les pareció aceptable, como quien dice, y al día siguiente volvieron para firmar el contrato de renta con el simpático griego. El griego se quedó muy tranquilo de que yo hubiera conseguido rentarlo tan pronto, me dijo que me descontaría los cien dólares de mi renta y movió mucho las manos. Yo fui a la tienda de Dísney a comprar cerveza (El novelista y la cerveza, dijo Dísney, El novelista y la cerveza) y brindamos en el departamento vacío Vanessa, el griego y yo; Vanesa quiso brindar también con cerveza pero Vanessa le dijo que no era posible y ella, Vanesa, la miro furiosa, a su mamá. Unos días después se mudaron. Vanessa supo por Dísney que yo era novelista —no era novelista— y me dijo que un día le gustaría leer un fragmento de lo que estaba escribiendo. Su difunto marido, como quien dice, había sido profesor de literatura. Yo le dije que sí, que subiera un día y nos tomábamos una cerveza —por entonces comencé a tomar cerveza casi todos los días—. Vanesa empezó a ir al high school por allí cerca y ya sólo la veía por las tardes, a veces, caminando hacia el edificio del simpático griego con cara de estar furiosa por algo. Un día, mientras Vanesa estaba en el high school, Vanessa subió a verme y pasó a mi departamento, invitada por mí, para tomarse conmigo, como quien dice, una cerveza. Y nos la tomamos. Y luego hicimos el amor, como quien dice, tradicionalmente. Otro día Vanessa subió a mi departamento y, por suerte, no dijo ya nada de leer mi novela, sino que abrió una cerveza y nos la tomamos y luego hicimos, como quien dice, el amor, muy tradicionalmente. Y luego otro día igual. Ya éramos novios. A veces íbamos juntos a comprar cerveza a la tienda de Dísney y Dísney hacía bastante alboroto: Los novios, decía Dísney, Los novios. Yo ya casi ya no pensaba nunca en ella, en mi mamá, salvo cuando pensaba en qué iba a hacer al terminarme su dinero —de ella, mi madre—. Un día Vanessa le dijo a Vanesa que ya éramos novios y Vanesa la miró furiosa, a su mamá. Después de eso hubo muchos otros días en los que no pasó, como quien dice, nada. El invierno se acabó y empezó, sorpresa, la primavera. Dísney estaba más contenta que nunca y hacía más alboroto que nunca: La

Un día, como me había cansado de decirle que no hacía prácticamente nada, salvo comprar muebles de diseño nórdico, empecé a decirle que estaba escribiendo una novela. El griego, que movía mucho las manos, se quedó muy tranquilo.

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primavera, decía Dísney, La primavera. El griego estaba más tranquilo que nunca y movía las manos más que nunca. Vanessa estaba contenta también porque ya casi nunca pensaba en él, en su difunto marido el profesor de literatura, y subía cada día a mi departamento para hacer el amor, como quien dice, tradicionalmente. Pero Vanesa no estaba contenta, sino furiosa. Miraba furiosa a Vanessa, a Dísney, al griego y a mí.

En el juicio habló el griego, que movía mucho las manos y que afirmó que yo le había dicho, después de conocer a Vanessa y Vanesa, que Vanesa era, como quien dice, muy bonita. Hubo bastante alboroto. En el juicio habló también Dísney y dijo que yo compraba mucha cerveza. Dísney lloró. Hubo bastante alboroto. En el juicio habló Vanesa, que me miraba furiosa, y también Vanessa, que habló de su difunto esposo, el profesor de literatura. También habló, Vanessa, de cómo habíamos hecho, como quien dice, el amor, tradicionalmente. Yo también hablé, en el juicio, pero me hice bolas explicando que sí estaba y no estaba escribiendo una novela, y que sí había hecho el amor con Vanessa pero no con Vanesa. Hubo mucho alboroto. Al final me declararon culpable y hubo mucho alboroto. El juez dio un discurso muy bonito sobre la enfermedad de hacerle, como quien dice, el amor a los niños, y me mandó, como quien dice, a la cárcel. Era 12 de octubre, Día de la Raza: simpática ironía del destino. •

Vanessa supo por Dísney que yo era novelista —no era novelista— y me dijo que un día le gustaría leer un fragmento de lo que estaba escribiendo. Su difunto marido, como quien dice, había sido profesor de literatura. Yo le dije que sí, que subiera un día y nos tomábamos una cerveza —por entonces comencé a tomar cerveza casi todos los días—.

Un día yo había estado tomando mucha cerveza y considerando la idea de escribir una novela cuando tocó la policía a mi puerta. Hacían mucho alboroto: Policía, dijeron, Policía. Les abrí bebiendo cerveza y me tiraron al suelo y tiraron mi cerveza. Entró un policía y luego otro policía y luego otro policía y luego Vanessa, que estaba llorando. ¿Es él, señora?, le preguntó un policía a Vanessa, en inglés, y luego otro policía le preguntó, también a Vanessa, también en inglés: ¿Es él? Y Vanessa dijo Sí, es él, y me llevaron, como quien dice, preso. En la calle, frente a su tienda, Dísney hacía bastante alboroto: Se lo llevan preso, decía Dísney, Se lo llevan preso. Un policía y luego otro policía y luego un abogado me explicaron en la comisaría que Vanesa le había dicho a ella, a su mamá, que yo le había hecho, como quien dice, el amor — tradicionalmente—. Que yo estaba bebiendo cerveza y le había hecho como quien dice el amor, tradicionalmente. Hubo bastante alboroto.

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Lucha de clases Felipe Rosete

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wen Jones se ha convertido en uno de los faros que actualmente alumbran con mayor fuerza sobre la realidad social contemporánea. Es un escritor rabioso, fúrico ante la desigualdad. Y la desigualdad, como sabemos, es el signo de nuestra época. Su obra, compuesta hasta ahora de dos libros [Chavs. La demonización de la clase obrera (Capitán Swing) y El Establishment. La casta al desnudo (Seix Barral)] y cientos de artículos periodísticos, pone el dedo en las múltiples llagas abiertas por las dinámicas del poder y la ideología actuales. Lejos de ser un anacronismo, para él la lucha de clases sigue siendo el sino de los tiempos que vivimos. Y su manifestación más clara es, justamente, el anuncio de su muerte. Jones habla sobre Gran Bretaña, lugar del que procede. Sus conclusiones, sin embargo, pueden extenderse por todo el mundo, de la misma forma en que lo ha hecho el capitalismo en su más reciente versión: la neoliberal. Como ideología, el neoliberalismo justifica las prácticas y el poder del establishment, ese reducido grupo de empresarios, banqueros, políticos, intelectuales, barones de los medios de comunicación, que circulan libremente entre estas distintas esferas con la finalidad de acumular riqueza y poder. Y lo hace porque está basada en la meritocracia, es decir, en una desigualdad merecida. Al declarar, como lo hiciera Margaret Thatcher, que «No existe una cosa llamada sociedad. Hay hombres y mujeres individuales», asigna la responsabilidad exclusiva del destino propio al individuo, ignorando intencionalmente el contexto social y político en el que éste se forja, justificando así la desigualdad. No sólo la justifica sino que la alaba, pues los que están arriba derraman su riqueza sobre el resto y se convierten en un modelo a seguir. Todo ello, además, anclado a la idea de libertad: cada uno es libre de hacer lo necesario para prosperar; aquél que no llegue a la cima será porque no quiere, pues el camino es el mismo para todos. Así, según este nuevo credo, las clases no existen, sólo los individuos. Es conocida la frase del magnate Warren Buffet, quien, con todo el cinismo del mundo, afirmó: «Hay lucha de clases, de acuerdo. Pero es mi clase, la de los ricos, quien la ha declarado, y vamos ganando». Lo que hace Jones en sus libros es narrar la historia de esa lucha en la Gran Bretaña durante los últimos treinta y cinco años, y las consecuencias de la misma: por un lado, el afianzamiento del establishment, por el otro, el hundimiento y la demonización de la clase obrera. Ambas son consecuencia de las políticas implementadas desde el ascenso de Thatcher al poder en 1979. Si por un lado los sucesivos gobiernos se encargaron de favorecer las condiciones para la acumulación —impuestos bajos al ingreso y altos al consumo, políticas laborales y salariales flexibles, apertura al capital financiero—, por el otro se atacó sistemáticamente a la clase obrera y a su bastión principal: el sindicalismo. En efecto, tras la histórica represión de

los mineros en Orgrave en 1984, la huelga general del que entonces era el sindicato más fuerte se vino abajo, y con ella el poder de la clase obrera organizada y todos los valores asociados a ella: identidad, solidaridad, dignidad. Desde entonces, como lo muestran las cifras y la realidad, la brecha entre ricos y pobres no ha dejado de ensancharse, al amparo de un discurso que se proclama único y que concibe las condiciones económicas y sociales de la gente no como producto de relaciones sociales y decisiones políticas sino como una elección personal. Faltos de empleo ante la desindustrialización del país y el cierre de las minas; desmoralizados y sin identidad por la pérdida de la batalla; sumidos en la pobreza material y moral; desesperados, frustrados, sin opciones, los miembros de la clase obrera han terminado por ser objeto de escarnio de una sociedad que ha optado por la vía del egoísmo y el sometimiento a los designios del capital. «En su centro —señala Jones—, la demonización de la clase trabajadora es el flagrante triunfalismo de los ricos que, libres ya del desafío de los de abajo, ahora los señalan y se ríen de ellos». Chavs es el término peyorativo con el que se denomina en inglés a estas personas, en su mayoría jóvenes, que a pesar de no tener futuro debido a treinta años de neoliberalismo y ser objeto de burla, tienen que pagar las cuentas de una plutocracia irresponsable y mafiosa, ante la que el Estado se pone de rodillas por un miedo absurdo a una «fuga de capitales». Con la misma pericia con la que desvela los resortes del poder actual, Owen Jones aboga por una «nueva política de clase» que reintegre la economía a la sociedad. Para él, la lucha de clases aún no está decidida, y así como Buffet, Thatcher, Blair, Cameron y compañía lograron inclinar la balanza a favor de la burguesía a partir de la recuperación e imposición de un credo, es posible también pensar en nuevas ideas y formas de organización con las cuales reavivar nuevamente el fuego de los desposeídos, y continuar esta pugna eterna, que a fin de cuentas parece seguir siendo el motor de la historia. Sus libros, sin duda, apuntan a ese objetivo. •

Chavs es el término peyorativo con el que se denomina en inglés a estas personas, en su mayoría jóvenes, que a pesar de no tener futuro debido a treinta años de neoliberalismo y ser objeto de burla, tienen que pagar las cuentas de una plutocracia irresponsable y mafiosa, ante la que el Estado se pone de rodillas por un miedo absurdo a una «fuga de capitales».

Chavs. La demonización de la clase obrera Owen Jones Traducción de Íñigo Jáuregui Capitán Swing 2013 • 360 páginas

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Poesía Ernesto Kavi

lo viste nacer? como una planta que crece en nuestras manos? como una flor que nace de tus dedos cuando me tocas? cuando dejo palabras en tu boca como semillas de sol? se abren? son dulces aún? arden en tu mano los días pequeñitos como una llama que no quiere morir? como caminar a ciegas con un secreto resplandor bajo los párpados? así lloramos así nacimos esa noche? temblando como el tiempo en nuestras manos? como los días que aún no llegan te sumerges en mí? río extraviado de su cauce? agua de recuerdos bebes de mí? soy la sed de los años por venir? memoria aún sin nombre? al recordarme me diste nacimiento? entre las letras de tu nombre soy tu nombre? son sílabas que duelen? como lanzas en mi lengua? gamo en el cielo, rocío, llamarada? o eres la paz? por fin la paz del agua oscura? como el jardín de otro tiempo? lo recuerdas? debajo de ti? la llaga de luz que abres como la dulzura? de ahí bebo tu nombre mi nombre como un animal herido que fulgura?

Ilustraciones: Convertir la paja en oro • Jorge Tanamachi y Morris Berman • Sexto Piso • 2015

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¿Por qué has puesto la espada en el cuello de mis hijos por qué has venido a incendiar mis barcos y a robar la pesca de este día por qué has dado libertad a la multitud de pájaros presos bajo mi lengua por qué has dejado veneno en mi boca sin preocuparte de quién podía beberlo por qué has envuelto mis miembros de serpientes por qué me llamas con un nombre que no es el mío y arrojas a las hienas el que me pertenece por qué no das al corazón una pausa de serenidad en su carrera por qué has emprendido esta guerra y asedias mi fortaleza con sueños imposibles de atacar por qué sitias mi mente, me quitas el pan y el agua de la boca, y me das imágenes como único alimento?

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John Gray

¿Qué asusta a los

nuevos ateos?

E

n 1929, la Thinker’s Library, una serie fundada por la Rationalist Press Association para promover el pensamiento secular y hacerle frente a la influencia de la religión en Gran Bretaña, publicó una traducción al inglés de Los enigmas del universo, el libro de 1899 del biólogo alemán Ernst Haeckel. Conocido como el «Darwin alemán», Haeckel fue uno de los intelectuales públicos más influyentes de finales del siglo xix y principios del veinte. Los enigmas del universo vendió medio millón de ejemplares en Alemania únicamente y fue traducido a decenas de idiomas. Hostil a la tradición judía y cristiana, Haeckel creo su propia «religión de la ciencia» llamada Monismo, que incluía una antropología que dividía a la especie humana en una jerarquía de grupos raciales. Aunque murió en 1919, antes de la fundación del Partido Nazi, sin duda sus ideas y la amplia influencia que ejercieron en todo Alemania fomentaron un clima intelectual en el que políticas como la esclavitud racial y el genocidio podían aducir una base científica. La Thinker’s Library también incluía obras de Julian Huxley, nieto de T. H. Huxley, el biólogo victoriano, conocido como «el bulldog de Darwin» por su feroz defensa de la teoría evolutiva. Julian Huxley proponía un «humanismo evolutivo», al que describía como una «religión sin revelación» y compartía algunas de las ideas de Haeckel, incluido su apoyo a la eugenesia. En 1931, Huxley escribió que existía «cierta evidencia que apuntaba a que el negro es un producto anterior en la evolución humana al mongol o al europeo, y como tal puede suponerse que haya avanzado menos, tanto en mente como en cuerpo». Postulados de este tipo eran cosa común: había muchos dentro de la intelligentsia secular —incluido H. G. Wells, colaborador de la Thinker’s Library— que añoraban un futuro en el que la gente «atrasada» fuera reconstituida bajo un molde occidental o simplemente desapareciera del mundo. Pero para finales de la década de los treinta, estas ideas empezaban parecer sospechosas: ya desde 1935, Huxley admitía que el concepto de la raza era «apenas definible en términos científicos». Aunque nunca renunció a la eugenesia, dijo poco sobre el tema después de la Segunda Guerra Mundial. La ciencia que decretaba que los occidentales eran superiores era una tomadura de pelo —pero lo que provocó el cambio en las ideas de Huxley no fue ninguna revelación científica: fue el ascenso del nazismo, el cual reveló lo hecho bajo la égida del racismo al estilo Haeckel—. Con frecuencia se ha dicho que el cristianismo se conduce según los vaivenes morales, y al mismo tiempo cree que está en un sitio aparte del mundo. Lo mismo podría decirse, con mayor justeza, de la postura atea prevalente. Si una generación previa de no creyentes compartió los prejuicios raciales de la época y los elevó al puesto de verdades científicas, los ateos evangelizadores contemporáneos ha-

cen lo mismo con los valores liberales que suscriben las sociedades occidentales hoy —al mismo tiempo que ven con desprecio a las culturas «atrasadas» que no han abandonado a la religión—. Las teorías raciales promovidas por los ateos del pasado han sido arrojadas al basurero de la memoria —sería impensable que los ateos más influyentes de hoy suscribieran la biología racista, tanto como sería impensable que se dejaran ver pidiendo el consejo de un astrólogo—. Pero no han renunciado a la convicción de que los valores humanos deben estar basados en la ciencia; ahora le otorgan ese galardón a los valores liberales. Existen disputas, algunas amargas, sobre cómo definir e interpretar esos valores, pero su supremacía apenas si se cuestiona. Para los misioneros del ateísmo en el siglo xxi, ser liberal y tener una perspectiva científica son la misma cosa. La ecuación es tranquilizadora de tan simple. De hecho no hay vínculos confiables —ya sean lógicos o históricos— entre el ateísmo, la ciencia y los valores liberales. Cuando forman un movimiento organizado y tienen el respaldo del poder estatal, las ideologías ateas han sido parte fundamental de los regímenes despóticos que también aseguraban estar fundados en la ciencia, como fue el caso de la antigua Unión Soviética. Muchos sistemas morales y políticos en competencia —la mayoría de estos, a la fecha, antiliberales— han intentado afirmar sus fundamentos científicos. Todos han sido fraudulentos y efímeros. Sin embargo el intento persiste en los movimientos ateos de hoy, que aseguran que los valores liberales pueden ser validados científicamente y por ello son humanamente universales. Por fortuna, este no ha sido el único tipo de ateísmo que ha existido. Ha habido muchos ateísmos modernos, algunos más convincentes y más liberadores intelectualmente que el ateísmo que más suena ahora. El ateísmo que hace campaña es una empresa misionera que busca convertir a la humanidad a una versión particular de la no creencia; pero no todos los ateos están interesados en propagar un nuevo evangelio, y algunos están en buenos términos con la fe tradicional. Los ateos evangelizadores de hoy ven a los valores liberales como parte de una civilización globalizada emergente; pero no todos los ateos, aún en tanto liberales comprometidos, han compartido esta convicción reconfortante. El ateísmo viene en muchas formas, muy distintas e irreducibles; entre todas ellas la variedad más promovida ahora parece ser sorprendentemente banal y provinciana.

Para los misioneros del ateísmo en el siglo xxi, ser liberal y tener una perspectiva científica son la misma cosa.

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*** En sí misma, el ateísmo es una posición negativa por completo. En la Roma pagana, «ateo» (del griego atheos) denotaba a cualquiera que se negara a venerar al panteón de deidades establecidas. El término


aplicaba también para los cristianos, que se negaban a adorar a los dioses del panteón y exigían la exclusiva adoración de su propio dios. Muchas religiones no occidentales no incluyen una concepción de un dios-creador —el budismo y el taoísmo en algunas de sus formas, son religiones ateas en este sentido— y muchas religiones no han tenido ningún interés en hacer proselitismo. En los contextos occidentales modernos, sin embargo, el ateísmo y el rechazo del monoteísmo son prácticamente intercambiables. Dicho en pocas palabras, un ateo es cualquiera a quien no le interese el concepto de Dios —la idea de una mente divina, creadora de la humanidad y que representa en forma perfecta los valores que los seres humanos atesoran y buscan hacer realidad—. Muchos de los ateos en este sentido (yo incluido) vemos al ateísmo evangelizador de las últimas décadas con sorpresa. ¿Por qué armar tanto escándalo acerca de una idea que no tiene sentido para ti? Hay incontables multitudes que no tienen ningún interés en lanzar una cruzada en pos de creencias que no les significan nada. A lo largo de la historia muchos han estado perfectamente contentos viviendo su propia vida sin preocuparse por este tipo de preguntas mayores. Este tipo de ateísmo es una de las respuestas eternas a la experiencia de ser humano. Como movimiento organizado, el ateísmo nunca es así de indiferente. Siempre viene acompañado de un sistema de creencias alternativo —comúnmente, se trata de una serie de ideas que sirven para mostrar que el Occidente moderno es el cenit del desarrollo humano—. En Europa, desde el siglo xix hasta la Segunda Guerra Mundial, esta versión de la teoría evolutiva destacaba a los occidentales como los seres más evolucionados. Al mismo tiempo que Haeckel promovía sus teorías raciales, Marx desarrollaba una teoría distinta acerca de la superioridad occidental. Mientras condenaba las sociedades liberales y profetizaba su caída, Marx las consideraba el punto más alto del desarrollo humano hasta el momento. (Por eso elogió el colonialismo británico en la India como, en esencia, un desarrollo progresivo). Si Marx tuvo serias dudas acerca del darwinismo —y las tenía— fue porque la teoría de Darwin no concebía a la evolución como un proceso progresivo. Las variedades predominantes del pensamiento ateo, en el siglo xix y xx, buscaban mostrar que el Occidente secular era el modelo a seguir para la civilización universal. El ateísmo misionero del momento actual es una repetición de este mismo tema; pero ahora Occidente se halla en retirada, y debajo del fervor con el que este ateísmo ataca a la religión se halla una inconfundible sensación de miedo y ansiedad. En gran medida, el nuevo ateísmo es la expresión del pánico moral liberal.

Sam Harris, el neurocientífico estadounidense y autor de El fin de la fe: religión, terror y el futuro de la razón (2004), y El paisaje moral: ¿cómo la ciencia puede definir los valores morales? (2010), quien posiblemente fue el primero de los «nuevos ateos», ilustra este punto. Siguiendo el ejemplo de ideólogos del ateísmo anteriores, él también busca una «moralidad científica»; sin embargo, mientras que los previos partidarios de ese tipo de ateísmo utilizaban a la ciencia para enarbolar valores que todos convendríamos ahora son antiliberales, Harris da por sentado que lo que él llama «la ciencia del bien y el mal» no puede sino ser liberal en el fondo. (No todos coincidirán con la interpretación que hace Harris de los valores liberales, que parece aprobar la práctica de la tortura: «Dado lo que muchos suponen que son las exigencias de nuestra guerra contra el terrorismo», escribió en 2004, «la práctica de la tortura, bajo ciertas circunstancias, parece ser no sólo permisible sino necesaria»). En gran medida, la militancia de Harris al apuntalar esos valores parece ser una reacción al islamismo terrorista. Para los liberales seculares de su generación, la conmoción que provocaron los ataques del 11 de septiembre fue mucho más allá que la atroz pérdida de vidas que provocaron. Los atentados tuvieron el efecto de colocar entre signos de interrogación la convicción de que sus valores se extendían —lenta, y a veces a tropezones, pero a la larga de manera irremediable— por todo el mundo. Asumían que como la sociedad se hizo más dependiente de la ciencia, inexorablemente la religión declinaría. Sin duda el proceso sería tortuoso, y persistirían algunas trincheras de irracionalidad en los márgenes de la vida moderna; no obstante la religión languidecería como factor en el conflicto humano. El camino sería largo y complicado, pero la gran marcha de la razón secular seguiría, con más y más sociedades uniéndose al Occidente moderno en la marginalización de la religión. Algún día, la fe religiosa no tendría más importancia que los pasatiempos personales o la cocina étnica. Hoy en día, está claro que esa gran marcha no avanza. El ascenso del yihadismo violento es el ejemplo más obvio del rechazo a la vida secular. Existen varias presentaciones del pensamiento yihadista, algunas mezclan variantes de las ideologías del siglo xx como el nazismo y el leninismo, con elementos derivados del movimiento fundamentalista islámico del siglo xviii, el wahhabismo. Lo que tienen en común estos movimientos islamistas es el rechazo categórico a cualquier tipo de ámbito secular. Pero esta actual inversión de la secularización no es algo particular al fenómeno islámico. El resurgimiento de la religión es un suceso mundial. La ortodoxia rusa está más fuerte ahora que en todo un siglo, mientras que en Chi-

La razón por la que Nietzsche ha sido excluido del pensamiento ateo contemporáneo es que él expuso el problema que tiene el ateísmo con la moralidad. No es que los ateos no puedan ser personas morales —el tema ha dado para tantos debates cursis—. La verdadera cuestión es cuál es la moralidad que debe seguir el ateo.

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na tiene lugar un renacimiento de sus creencias indígenas y sus movimientos underground que podrían convertirla en el país cristiano más grande del mundo para el final de este siglo. A pesar de cambios tentativos de opinión que se han considerado como evidencia de que Estados Unidos se vuelve menos creyente, este país continúa siendo predominante y masivamente religioso —es inconcebible, por ejemplo, que un no creyente confeso sea electo presidente—. Para los pensadores seculares, la vitalidad continua de la religión pone en entredicho la idea de que la historia respalda sus valores. Sin lugar a dudas, hay un desacuerdo en cuanto a la naturaleza de estos valores. Pero casi todos los pensadores seculares de ahora dan por sentado que las sociedades modernas al final convergerán en alguna versión del liberalismo. Si nunca estuvo bien fundada, ahora esta suposición es claramente irracional. Así que, aunque no por primera vez, los pensadores seculares voltean hacia la ciencia para respaldar sus valores. Quizá sea comprensible que la generación actual de ateos parezca conocer tan poco de la historia larga de los movimientos ateos. Cuando aseguran que la ciencia puede tender puentes entre hechos y valores, olvidan los muchos sistemas de valores incompatibles que han sido defendidos con esta estrategia. No hay razón para pensar que la ciencia puede determinar los valores humanos hoy en día, como tampoco la había en la época de Haeckel o Huxley. Ninguno de los valores divergentes que los ateos han promovido de cuando en cuando tiene un vínculo esencial con el ateísmo o con la ciencia. ¿Cómo es posible que un incremento en el conocimiento científico legitime valores como la igualdad humana o la autonomía personal? La fuente de estos valores no es la ciencia. De hecho, como propuso el pensador ateo más leído de todos los tiempos, estos valores liberales por antonomasia tienen sus orígenes en el monoteísmo.

*** Los nuevos ateos casi nunca mencionan a Friedrich Nietzsche, y cuando lo hacen es para desestimarlo. Lo anterior no se debe al lugar común que postula que las ideas de Nietzsche inspiraron las creencias nazis sobre la desigualdad racial —una aseveración poco probable, dado que los nazis decían que su racismo tenía fundamento en la ciencia—. La razón por la que Nietzsche ha sido excluido del pensamiento ateo contemporáneo es que él expuso el problema que tiene el ateísmo con la moralidad. No es que los ateos no puedan ser personas morales —el tema ha dado para tantos debates cursis—. La verdadera cuestión es cuál es la moralidad que debe seguir el ateo. Es una pregunta familiar dentro de la Europa continental, donde una serie de pensadores han explorado las perspectivas de un «ateísmo difícil» que no dé por sentado los valores liberales. No se puede decir que haya surgido gran cosa de estos esfuerzos. El proyecto posmoderno de la «ateología» de Georges Bataille no produjo la religión sin dios que él buscó originalmente, ni tampoco ningún tipo de pensamiento moral coherente. Pero por lo menos Bataille, y otros pensadores como él, entendieron que cuando se abandona el monoteísmo, la moralidad no puede seguir como antes. Entre otras cosas, las declaraciones universales de moralidad liberal se vuelven altamente cuestionables. Es imposible leer la mayoría de las polémicas en contra de la religión sin tener la impresión de que para los «nuevos ateos» el mundo sería mejor si nunca hubieran existido los monoteísmos cristianos y judíos. Si tan sólo el mundo no estuviera asediado por estos vocingleros de la religión, se lamentan constantemente, los valores liberales estarían tanto más seguros. Resulta incómodo entonces para estos «nuevos ateos» que Nietzsche haya entendido que el liberalismo moderno era una encarnación secular de aquellas tradiciones religiosas. En tanto estudioso de los clásicos, reconoció que la fe mística

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griega en la razón había sido la responsable de dar forma a la matriz cultural de la cual emergió el liberalismo moderno. Algunos de los estoicos antiguos defendieron el ideal de una sociedad cosmopolita; pero esto estaba fundado en la creencia de que los humanos compartían el Logos, un principio inmortal de racionalidad que después fue absorbido por el concepto de Dios que ahora conocemos. Nietzsche fue claro al decir que las fuentes principales del liberalismo fueron los teísmos judíos y cristianos: por eso era tan vehemente en su hostilidad con esas religiones. Era ateo en gran medida porque rechazaba los valores liberales. Sin lugar a dudas, los no creyentes evangelizadores niegan enfáticamente que el liberalismo requiera apoyo alguno del teísmo. Si son filósofos, desempolvan el oxidado herramental intelectual y aseguran que quienes piensan que el liberalismo depende de ideas y creencias heredadas de la religión están cometiendo una falacia genética. Los pensadores liberales canónicos como John Locke o Immanuel Kant tal vez estaban inmersos en teísmos, pero las ideas no se cancelan porque hayan surgido como parte de un error. Las exageradas aseveraciones que hacen estos pensadores en favor de los valores liberales pueden separarse de sus inicios teísticos; es posible formular una moralidad liberal que se aplica a todos los seres humanos sin mencionar a la religión. O por lo menos eso es lo que nos dicen una y otra vez. El problema es que es difícil entender la idea de una moralidad universal sin invocar un entendimiento sobre lo que significa ser humano tomado del teísmo. La creencia de que la especie humana es un agente moral que lucha por hacer realidad sus posibilidades inherentes —la narrativa de redención que da sustento a los humanistas seculares— es una versión adelgazada del mito teísta. La idea de que la especie humana está luchando por alcanzar un propósito o una meta —digamos, un estado de libertad universal o de justicia— presupone una manera de pensar pre-darwinista, teleológica, que no tiene lugar en la ciencia. Hablando empíricamente, no existe un agente colectivo humano, sólo seres humanos distintos con valores y metas contradictorias. Si concibes la moralidad en términos científicos, como parte del comportamiento del animal humano, te darás cuenta de que los humanos no viven según las iteraciones de un único código universal. Al contrario, han creado muchos modos de vida. Para el animal humano, la pluralidad de moralidades es tan natural como la variedad de idiomas. En este punto es que se invoca el temido espectro del relativismo. ¿Hablar de moralidades plurales no implica que no puede haber una verdad ética? Bueno, cualquiera que busque asegurar sus valores en algo más allá que el caprichoso mundo de los seres humanos debería entonces suscribirse a una religión tradicional. Si dejas de lado cualquier perspectiva acerca del ser humano tomada del monoteísmo, entonces tienes que lidiar con los seres humanos como se presentan, con sus valores en perpetuo conflicto. Éste no es el relativismo que celebran los posmodernos, el que propone que los valores humanos son simples construcciones culturales. Los seres humanos no son distintos a los demás animales, tienen una naturaleza definida que modifica sus experiencias lo quieran o no. Nadie se beneficia de ser torturado o perseguido por su religión o por su sexualidad. La pobreza crónica rara vez, si es que alguna vez lo fue, es una experiencia positiva. Estar en riesgo de padecer una muerte violenta es algo malo para los seres humanos, sin importar la cultura a la que pertenezcan. Estas obviedades podrían multiplicarse. Los valores humanos universales pueden ser entendidos como una especie de hechos morales, que señalan los males y los bienes gené-

ricamente humanos. Quizá sea posible definir un mínimo estándar de vida civilizada que toda sociedad debe cumplir echando mano de estos valores universales; pero este mínimo no serán los valores liberales del presente convertidos en principios universales. Los valores universales no se suman para configurar una moralidad universal. Tales valores con frecuencia están enfrentados, y las distintas sociedades resolverán esos conflictos de formas distintas. El imperio Otomano, durante una parte de su historia, fue un espacio para la tolerancia de comunidades religiosas perseguidas en Europa. Pero este pluralismo no se extendía al punto de permitir que los individuos se movieran de una comunidad a otra, ni que formaran nuevas comunidades de su elección, como lo requeriría el ideal liberal de la autonomía personal. El imperio Habsburgo estaba fundado en el rechazo al principio liberal de la autodeterminación nacional; pero —posiblemente por esa razón— protegía mucho más a las minorías que los Estados que lo sucedieron. Al proteger los valores universales sin honrar lo que ahora estimamos son ideales liberales clave, aquellos regímenes de antaño eran mucho más civilizados que varios de los Estados existentes en la actualidad. Para muchos, los regímenes de este tipo son ejemplos imperfectos de todo lo que los seres humanos desean secretamente —un mundo en el que nadie no sea libre—. La convicción de que la tiranía y la persecución son aberraciones en los asuntos humanos está en el corazón de la filosofía liberal que prevalece hoy. Pero esta convicción está asentada más en la fe que en la evidencia. A lo largo de la historia ha habido grandes cantidades de personas que han estado dispuestas a entregar su libertad siempre y cuando aquellos a los que odian —por ejemplo, homosexuales, judíos, inmigrantes u otras minorías— también pierdan su libertad. Muchos han apoyado la tiranía y la represión. Miles de millones de seres humanos han rechazado los valores liberales, y no hay razón para pensar que las cosas serán distintas en el futuro. Una generación anterior de intelectuales liberales aceptaba este hecho. Como lo dijo Stuart Hampshire:

La idea de que la especie humana está luchando por alcanzar un propósito o una meta —digamos, un estado de libertad universal o de justicia— presupone una manera de pensar predarwinista, teleológica que no tiene lugar en la ciencia.

No sólo es posible, sino que ante la evidencia actual, es probable que la mayoría de las concepciones de lo bueno, y muchas formas de vida que son típicas de las sociedades comerciales, liberales, industrializadas parezcan en conjunto odiosas a una gran cantidad de minorías dentro de estas sociedades, y mucho más odiosas a la mayoría de las poblaciones dentro de sociedades tradicionales… Como liberal por convicción filosófica, creo que puedo esperar que seré odiado, seré considerado superficial y despreciable por una gran parte de la humanidad.

Hoy día este es un pensamiento prohibido. ¿Cómo es posible que la humanidad no quiera ser como nosotros nos imaginamos a nosotros mismos? Sugerir que grandes cantidades de personas odian y desprecian valores como la tolerancia y la autonomía personal es, para muchas personas hoy, una ofensa intolerable en contra de la especie. Es, de hecho, la ilusión por antonomasia que gobierna al liberalismo: la creencia de que todos los seres humanos nacen siendo amantes de la libertad y de la paz y que se convierten en algo distinto como resultado de un condicionamiento opresivo. Pero no hay un liberal oculto que lucha por escapar en los asesinos del Estado Islámico ni de Boko Haram, así como no lo había en los torturadores que sirvieron al régimen de Pol Pot. Sin duda se trata de casos extremos. Pero en el panorama general de la historia, la violencia y la persecución basa-

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das en la fe, ya sea secular o religiosa, no son acontecimientos raros —y han recibido apoyo multitudinario. La coexistencia pacífica y la práctica de la tolerancia son las excepciones—. *** En vista de las alternativas que existen, bien vale la pena defender las sociedades liberales. Pero no hay razón para pensar que estas sociedades son el punto de partida de una civilización secular que incluye a toda la especie, como lo sueñan los ateos evangelizadores. En la Grecia y la Roma antiguas la religión no estaba separada del resto de las actividades humanas. El cristianismo fue menos tolerante que esas sociedades paganas, pero sin él las sociedades seculares de los tiempos modernos tal vez no habrían sido posibles. Al adoptar la distinción que dice, dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, San Pablo y San Agustín —que transformaron las enseñanzas de Jesús en un credo universal— abrieron el camino para que aparecieran sociedades en las que la religión no fuera coextensiva con la vida. Los regímenes seculares tienen muchas formas, algunos son liberales y otros tiránicos. Algunos buscan crear una separación entre la iglesia y el Estado, como sucede en Estados Unidos y en Francia, mientras que otros —como el régimen de Ataturk que hasta hace poco gobernaba Turquía— reafirma el control del Estado sobre la religión. Adquiera la forma que sea, un Estado secular no es garantía de una cultura secular. Gran Bretaña tiene una iglesia establecida, no obstante ello —o quizá a propósito de ello— la religión tiene un papel mucho más pequeño en la política que el que tiene en Estados Unidos, y es mucho menos un factor de división pública de lo que es en Francia. No hay señales de que la religión esté desapareciendo, pero aún así no todos los ateos han pensado que la desaparición de la religión sea algo deseable o posible. Algunos de los más notables —incluido el filósofo y poeta del siglo xix Giacomo Leopardi, el filósofo Arthur Schopenhauer, el filósofo y novelista austrohúngaro Fritz Mauthner (que publicó una historia del ateísmo en cuatro volúmenes a principios de la década de 1920) y Sigmund Freud, por nombrar algunos— fueron ateos que aceptaban el valor de la religión para los seres humanos. Algo que todos estos ateos tenían en común era una refrescante indiferencia ante la cuestión de la creencia. Mauthner —recordado hoy principalmente por una mención negativa de una línea en el Tractatus de Wittgenstein— sugirió que la creencia y la no creencia eran expresiones de una fe supersticiosa en el lenguaje. Para él, la «humanidad» era una aparición que se disuelve junto con la Deidad que parte. El ateísmo era un experimento que buscaba vivir sin tomar conceptos humanos como realidades. Curiosamente, Mauthner veía paralelismos entre este tipo de ateísmo radical y la tradición de teología negativa en la que nada puede afirmarse sobre Dios, y describía al místico herético medieval Meister Eckhart como un ateo en este sentido. Sobre todo, todos estos ateos no evangelizadores aceptaban que la religión era algo definitivamente humano. Aunque no todos los seres humanos le asignaban una importancia mayor a ellas, todas las sociedades contenían prácticas que eran claramente religiosas. ¿Por qué la religión resulta universal en este sentido? Para los misioneros del ateísmo, ésta es una pregunta incómoda. Invariablemente dicen ser seguidores de Darwin. Sin embargo nunca preguntan qué función evolutiva realiza este fenómeno presente a lo largo de toda la especie. Hay una contradicción irresoluble entre ver a la religión desde un punto de vista naturalista —como una adaptación humana a su estancia en el mundo— y condenarla por ser un tejido del error y la ilusión. ¿Qué pasaría si el resultado de la investigación científica fuera que la necesidad de tener ilusiones forma parte indisociable de nues-

tra mente? Si las religiones son algo natural para los seres humanos y les dan valor a sus vidas, ¿por qué pasarse la vida intentando persuadir a otros que las abandonen? La respuesta probable es que la religión está implicada en muchos de los males de la humanidad. Claro que esto es cierto. Entre otras cosas, el cristianismo ha traído consigo una represión sexual no vista en los tiempos paganos. Otras religiones tienen sus propias fallas. Pero el problema no es de la religión, así como no se puede culpar a la ciencia de la proliferación de armas de destrucción masiva, o a la medicina y la fisiología del perfeccionamiento de las técnicas de tortura. El problema es del incurable animal humano. Como la religión en sus peores momentos, el ateísmo contemporáneo alimenta la fantasía de que la vida humana puede rehacerse mediante una experiencia de conversión —en este caso una conversión a la no creencia—. Los ateos evangelizadores del momento actual son misioneros de sus propios valores. Si la generación anterior promovía los prejuicios raciales de su tiempo como verdades científicas, la nuestra busca darle a las ilusiones del liberalismo contemporáneo una base igualmente científica. Es posible entrever distintas variedades de ateísmo —ateísmos más parecidos al de Freud, que no reemplazaba a Dios con una imagen halagadora de la humanidad—. Pero este tipo de ateísmos es probable que no sean populares. Más que nada, nuestros no creyentes buscan alivio del pánico que los envuelve cuando se dan cuenta de que la mayor parte de la humanidad rechaza sus valores. Lo que los librepensadores de hoy quieren es liberarse de la duda, y la versión prevalente del ateísmo está bien equipada para concedérselos. • Traducción de Pablo Duarte

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scala, polis, taut, axis mundi (Constellation 1.2) | isabel nuño de buen hasta enero 9, 2016

abraham cruzvillegas | hyundai commissions 2015, turbine hall tate modern, hasta marzo 20, 2015, londres adrián villar rojas | rinascimento, fondazione sandretto re rebaudengo, hasta febrero 18, 2016, turín allora & calzadilla | puerto rican light (cueva vientos), dia art foundation, long-term site-specific commission, hasta septiembre 24, 2016, guayanilla-peñuelas carlos amorales | black cloud, the power plant, hasta enero 3, 2016, toronto danh vo | destierra a los sin rostro/ premia tu gracia, palacio de cristal, hasta marzo 28, 2016, madrid gabriel sierra | before present, kunsthalle zurich, hasta febrero 7, 2016, zúrich haegue yang | como shower or shine, it is equally blissful, ullens center for contemporary art, hasta enero 3, 2016, beijing jonathan hernández | detroit affinities, museum of contemporary art detroit, hasta enero 3, 2016, detroit jonathan hernández | bibliografía & pin-pong, biblioteca vasconcelos, hasta enero 10, 2016 leonor antunes | the pliable plane, contemporary art museum bordeaux, hasta febrero 14, 2016, burdeos nairy baghramian | hand me down, museo tamayo, hasta marzo 13, 2016, ciudad de méxico rirkrit tiravanija | ufo (universal fantastic occupation), museo jumex, hasta febrero 14, 2016, ciudad de méxico


El pene de la

hermana abnegada Mario Bellatin

¿

Recuerdas, Isaías, el comienzo de la historia? Siempre cambiamos las versiones, pero prefiero la que empieza más o menos así: Basta… no… mantente de ese modo, en tu rigidez amado discípulo, que mueran los demás en medio de tanta miseria. Nosotros, tú y yo, debemos dedicarnos a dar de comer ahora ya no a los hombres de mar, sino a las ratas tan famélicas que son incapaces siquiera de abandonar el barco. ¿No te parece, Isaías, que se trata de una historia absurda? Creo incluso que más ridícula que esa otra que conocemos, Isaías, aquella que escuchamos siendo niños. En esa época yo ya estaba perdiendo el oído, pero tú todavía eras capaz de oír perfectamente. El cuento aquel del hombre que de pronto anunció al poblado entero que había escrito cien libros a lo largo de su vida. Qué confusión, Isaías. Tú y yo, eso nadie lo sabe y es parte del secreto que nuestra madre nos pide guardar con el fin de que no disminuya nuestra fuerza, estamos llenos de historias. En realidad, ese es nuestro mundo. Por eso me parece ridículo que los directivos de la Colonia de Alienados Etchepare nos designen a un escritor de segunda para que aprendamos la manera de construir nuestros propios relatos. A esas ratas medio muertas, Isaías, las debemos alimentar con los cadáveres que cada vez van apareciendo con mayor rapidez dentro de la tripulación. Debemos, a pesar de las circunstancias, continuar con nuestra misión de alimentar a los demás. Así no quede ya nada que comer. Nos miran las ratas, Isaías, a través de las rendijas superiores del agujero donde nos hemos venido a meter. Mientras acaricias mi pene, Isaías, a mí, a tu hermana, de una manera tan meticulosa de la que nunca pensé que pudieras ser capaz. Ahora, Isaías, introduces mi pene en tu boca. ¿Tratas acaso de succionar las últimas proteínas que pueden quedar en este cuerpo maltrecho que te ofrezco? Jamás te vi actuar con tanto afán. Introduciendo mi miembro en la boca como si fuera el último bocado posible. Sabemos que lo es. Que el escorbuto está haciendo de las suyas en cubierta. Que muchos de los hombres, aquellos que piensan que nosotros somos tan hombres como ellos, nos acusan a nosotros, al cocinero y a su fiel ayudante, de las desgracias que nos han caído encima luego de haber sido atacados, de perder el rumbo, las vituallas y cualquier tipo de contacto con el resto del mundo. Pero continúas, Isaías, succionando. Cada vez con más vehemencia. Ignoro incluso el instante en que las tan bien diseñadas caricias de tu parte, pasaron a esta muestra de glotonería casi vulgar. Tan asqueroso me parece lo que estás haciendo, que ni siquiera siento la más mínima posibilidad de placer al-

guno. Entiendo que lo que me haces no es símbolo de ningún tipo de amor. Las muestras de tu amor duraron quizá hasta cuando quedaba algo del arroz que escondí para ti inmediatamente luego del ataque tan atroz que sufrimos. Hasta entonces solíamos, Isaías, besarnos con dulzura. Acostumbraba sentir tu barba sobre mi piel. Me hiciste vivir lo que jamás pensé podía ser capaz de experimentar. Soy tu hermana Isaías, nunca dejes de recordarlo. •

Sexo • Jis • Sexto Piso • 2014

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Fragmento del libro:

Che. Una vida revolucionaria Jon Lee Anderson y José Hernández Sexto Piso • 2015 172 páginas

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Che. Una


vida revolucionaria

Jon Lee Anderson y JosĂŠ HernĂĄndez

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Contribución a la historia universal de la ignominia

«Como dije con anterioridad, no hace falta ir a la iglesia para ser cristiano. Si vas a Taco Bell, eso no te convierte en un taco». Justin Bieber, mostrando sus grandes dotes para trazar conexiones lógicas.

«Es muy inspirador poder visitar este lugar. Anne fue una gran chica. Me gustaría pensar que hubiera sido una belieber». Mensaje dejado por Justin Bieber en la libreta dispuesta en la Casa Anne Frank para que los visitantes escriban algo.

«La ciencia tiene mucha lógica (…) Pero después me pongo a pensar, un momento, el “big bang”. Pensar que un “big bang” hubiera creado todo esto es más descabellado que pensar que existiera un Dios. Imagínense depositar mucho oro en una caja, agitar la caja, y tenemos un Rolex. Es ridículo cuando la gente lo dice». Justin Bieber, explicando su teoría acerca del origen del universo.

«Mi teoría personal es que José [el personaje bíblico] construyó las pirámides [de Egipto] para almacenar granos». Ben Carson, actual candidato puntero en las encuestas en el proceso interno del Partido Republicano, en Estados Unidos.

«Confieso sin ningún problema que no tengo tiempo de leer desde hace dos años. Leo muchas notas, muchas leyes, las noticias, pero leo muy poco». Fleur Pellerin, Ministra de Cultura de Francia, admitiendo que nunca había leído un libro de Patrick Modiano —no, mejor aún, que no había leído un solo libro en dos años—, cuando se le otorgó al escritor francés el Premio Nobel.

«Ahora resulta que no drogarse y evitar actuar como idiota y hablar igual, es de retrógradas. En fin, sigan de “vanguardistas”». «Nunca mejor dicho la @SCJN “está mariguana”». «Los que hoy aplauden la decisión de la @SCJN sobre drogarse, algún día verán a un hijo o nieto sufrir una adicción, ¿seguirán aplaudiendo?». Esteban Arce (autor de la frase célebre: «La naturaleza pone un hombre y una mujer. Eso es lo normal. Que tengan hijos y se reproduzcan. Lo que viene al lado, no es normal, aunque lo digas tú [la sexóloga Elsy Reyes] o lo diga Shakespeare o lo diga Einstein».), en una serie de tuits donde muestra el resultado de su profunda reflexión sobre uno de los principales temas de debate a nivel mundial: la despenalización de las drogas como remedio para acabar con una guerra que, tan sólo en México, se ha cobrado más de cien mil personas entre muertos y desaparecidos.

«Somos un país judeo-cristiano de raza blanca, el general De Gaulle lo decía». Nadine Morano, ex diputada francesa, ex Secretaria de Estado para la Familia y la Solidaridad, hablando de la población en Francia, donde viven seis millones de musulmanes, y donde uno de cada tres franceses tiene orígenes extranjeros.

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Poemas

Valeria Luiselli

reunidos U

na inscripción en el pavimento de una acera ubicada en la comunidad neoyorquina de Battery Park City reza: «He pensado cien veces: Nueva York es una catástrofe, y cincuenta veces: Nueva York es una hermosa catástrofe». La inscripción funciona como si fuera el título colocado bajo una pintura o al pie de un monumento: tras leerlo, te sientes obligada a mirar la obra de arte que tienes enfrente, y después de nuevo el texto, para comparar las palabras con el objeto. La diferencia es que, en este caso, la obra no se encuentra frente a ti, sino a tu alrededor. Estás de pie en su interior y te has estado moviendo a través de ella. Probablemente has estado despertándote, rentando departamentos, leyendo libros y teniendo hijos en ella. Eres parte de la catástrofe. La frase de la inscripción es de Charles-Édouard Jeanneret, Le Corbusier, quien visitó Nueva York por primera vez en 1935. El Museum of Modern Art lo había invitado a dar una serie de charlas y lecturas para promover sus ideas sobre el modernismo europeo. Según su propio recuento, llegó a Manhattan a las 2 de la tarde, y a las 4 de la tarde fue conducido al museo, donde ya lo esperaban los periodistas para conocer sus primeras impresiones de la ciudad. Al parecer, se negó a ser fotografiado y, en vez de ello, intentó vender a los reporteros una foto de estudio que traía consigo, a cinco dólares cada una. No le cayó muy simpático a la prensa. A la mañana siguiente, el New York Herald Tribune publicó, en grandes letras, al lado de su fotografía caricaturizada: «Piensa que los rascacielos americanos son demasiado pequeños… Piensa que deberían ser inmensos y estar más alejados entre sí». Tras su regreso a Francia, dos meses después, Le Corbusier escribió un pequeño libro sobre Estados Unidos, lleno de admiración y de ressentiment, titulado Cuando las catedrales eran blancas. La sección dedicada a Manhattan rebosa de observaciones lapidarias sobre la inadecuada altura de los rascacielos: le parecían demasiado compactos, y repudiaba su apego al estilo anticuado, o enfoque zigurat, en lugar del estilo de rascacielos más audaz, verticalidad pura, cartesiano, que él prefería. En Cuando las catedrales eran blancas, las frases que preceden inmediatamente a la que ahora se encuentra grabada en el pavimento dicen lo siguiente: «La ventana tras la cual se encuentra un hombre es un poema de intimidad, de la libre consideración de las cosas. Un millón de ventanas bajo el cielo azul». Quizá esta frase también debería ser grabada en la fachada de un edificio, bajo un alféizar, o inscrita en una hoja de vidrio. Permitiría que de vez en cuando nos acordáramos de vernos como observadores situados tras una ventana, o quizá nos impelería a leer la ciudad desde el interior y no, como habitualmente hacemos aquí, desde las calles hacia otras vidas, desde el exterior hacia dentro. Le Corbusier pensaba que el interior de un edificio debería siempre dictar su exterior. Los arquitectos y planeadores, dijo,

deberían dibujar desde el interior hacia el exterior. Quizá también deberíamos aplicar el método de dibujo corbusieriano a la forma en que leemos la ciudad: hacerlo desde dentro hacia fuera. *** De camino desde mi hogar en Harlem a la Poets House, en Battery Park City, donde fui escritora residente por un tiempo y donde a menudo aún leo y trabajo, voy en mi bicicleta a un costado del río, donde paso frente a todos los edificios de la zona oeste; algunos son demasiado grandes y claramente no están suficientemente alejados entre sí. La ciudad está construida contra una especie de horror vacui, amontonándose sobre sí misma sin cesar, pero el camino por el río es un largo espacio vacío, propiamente dicho. Funciona a la manera de una larga ventana, desde donde la ciudad puede ser leída con la misma distancia extranjera con la que viajamos por un libro. El trayecto desde Harlem a Battery Park City es largo y por momentos arduo, en especial si la bicicleta avanza con el viento en contra. En algunas partes, el pavimento aún muestra las marcas de las tormentas de nieve del año pasado, lleno de grietas, de las que surgen tupés de extraña hierba y matorrales. Hay mucha grava suelta, y constelaciones de baches y charcos en torno a los cuales chapotean y graznan algunas gaviotas, al igual que patos color café, del tamaño de un labrador. En ocasiones, en las postrimerías de la tarde, tienes que desviarte para evitar arruinar la repentina belleza del cielo reflejado en uno de esos charcos: el cielo, atrapado como un Narciso reducido a estas pequeñas piscinas donde osados bípedos emplumados se turnan para chapotear. Durante mi residencia en la Poets House, me puse la simple tarea de documentar a la gente que leía. Tomé notas sobre sus hábitos de lectura, en ocasiones intercambié con algunos unas cuantas palabras, y tomé fotos de varios lectores con una cámara Polaroid. Me interesaba capturar la forma en que la gente está simultáneamente dentro y fuera cuando lee un libro: en el interior del espacio que el libro abre frente a ellos, y fuera de éste, al ocupar un espacio físico. Quería registrar cómo un cuerpo puede estar presente en algún lugar, mientras los ojos, la mente, se encuentran en otro lugar completamente distinto: una forma de ser casi fantasmal. Me agradan las similitudes entre las fotografías Polaroid y las ventanas: la gente cercada por el marco ventanal de las Polaroid, mientras a su vez miran al interior de un libro. Imbuida de algún grado de nostalgia, me pareció que las Polaroid eran el mejor homenaje para los lectores de biblioteca. Quizá le atribuí a estos retratos hechos con Polaroid las características que Rosalind Krauss atribuye a las rayografías de Man Ray: «La imagen creada de esta manera es la del rastro fantasmal de los objetos que se han marchado; parecen como pisadas en la arena, o marcas dejadas en el polvo».

Quizá también deberíamos aplicar el método de dibujo corbusieriano a la forma en que leemos la ciudad: hacerlo desde dentro hacia fuera.

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Las fotografías tomadas con Polaroid deben ser protegidas de la luz tan pronto como son escupidas por la cámara; de otro modo, se queman. A menudo utilizo libros para guardar fotografías Polaroid que se están revelando, y para hacerlo prefiero tomos de cualquier género «reunido» —poemas, cartas, obras, cuentos—, porque por lo general son de pasta dura y contenido elevado, depósitos perfectos para pedazos y fragmentos. Antes de tomar los retratos en la Poets House, solía caminar por los pasillos de la librería, buscando tomos de poemas reunidos, y los amontonaba en una larga mesa rectangular. Supongo que todo este proceso exhibía una circularidad adecuada, si bien involuntaria, al final de la cual las fotografías de la gente leyendo terminaban al interior de estas torres de libros.

cera, que en principio iba a ser la más breve pero se ha prolongado de manera indefinida. La ciudad de Nueva York que habito en la actualidad se compone de reuniones con la Asociación de Padres de Familia en la escuela de mi hija, de pasar el horario de oficina con mis estudiantes, de pasar horas leyendo en bibliotecas, de reuniones para que mi hija juegue con otros niños, muy a menudo, y una interminable y prosaica lista de etcéteras. Joseph Brodsky decía que los primeros dos o tres años que vivió en Nueva York tenía la sensación de que más que vivir, actuaba, pero que, después de un tiempo, el rostro y la máscara quedaron pegados. A menudo me he sentido de la misma manera, como si de pronto me viera a mí misma desde fuera. Siento el peso de la máscara pegada a mi rostro, principalmente cuando hablo con mi hija, quien se niega a hablar en un idioma que no sea el inglés. Siento que estoy actuando la maternidad, en lugar de vivirla: una maternidad americana. La mandíbula se me cansa tras una tarde de repetir palabras como «play-date» [reunión para jugar], «nap» [siesta] y «show and tell» [llevar algo a la clase para mostrarlo a los otros niños]. Mis antiguos pantalones de danza ya no me quedan, y tienen varios agujeros vergonzosos, como si fueran pedazos de piel colgante. El sorprendentemente musculoso cuerpo que tenía entonces ahora ha adquirido curvas más redondas y tejidos más suaves. Es extraño pensar que, un tanto paradójicamente, dentro de ese otro cuerpo había una persona más suave, aunque quizá no soy tan dura como quisiera. Había mujeres a quienes quería emular alguna vez: Mary McCarthy, Isadora Duncan, Alma Guillermoprieto, Patti Smith. Solía pensar que todas ellas debían ser unas perras notables, unas auténticas titanes. Es la única manera de sobrevivir, de ser tomada en serio. En esa primera Nueva York de mis tempranos años veinte, decidí que detestaba a los escritores que reconocían que el arte, la belleza o la soledad los hacía llorar, aquellos que consentían estados de conciencia elevados; estaba decidida a renunciar a aquellos que fingían inocencia, o una ligera estupidez, para crear empatía en sus lectores: jamás caería en la trampa de la sinceridad. Tan sólo leería a los bastardos (Pound), a los torcidos (Eliot), a los raros (Cravan y Loy). Me agradaban aquellos que parecían implacables, en particular consigo mismos. Me dediqué a leer a Louis Zukofsky, a quien creo que jamás logré comprender. Si mis convicciones programáticas no eran lo suficientemente pretenciosas, decidí que esta «otra» literatura sería el trasfondo contra el cual experimentaría la ciudad. Pasaba el día leyendo en bancas en los parques y en largos viajes en el metro —jamás en librerías—, portando siempre elevadas antologías poéticas, recitando siempre los versos en voz alta, como si de esa manera pudiera inscribirlos en las aceras, y con ello reorganizar mi mapa mental de la ciudad a partir de mis libros: la bibliografía como cartografía. Ahora, principalmente leo en bibliotecas, y siempre elijo el mismo lugar para leer. Si se encuentra ocupado, voy por un café para volver a mirar a mi regreso. Si sigue ocupado, me dedico a realizar actividades intermedias. Camino por los pasillos, mirando libros que probablemente no leeré. Repaso índices con el dedo, buscando poemas que leeré a medias. Me entrego infructuosamente a la analogía: índices, pasillos. Rumio sin rumbo fijo: un pasillo es un índice tridimensional; un índice es un pasillo interior, como el corredor de un libro. Pero nada encaja en su lugar hasta que me encuentro de nuevo en mi mesa de trabajo. Sé que comparto este problema con más de una persona. Los he visto y fotografiado, a estos maestros de la rutina, cuando caminan

Me interesaba capturar la forma en que la gente está simultáneamente dentro y fuera cuando lee un libro: en el interior del espacio que el libro abre frente a ellos, y fuera de éste, al ocupar un espacio físico.

*** «Si tan sólo pudiéramos estar dentro de nuestros cuerpos, en lugar de fuera, nunca tendríamos frío», me dijo mi hija el otro día. Íbamos de camino a su kínder; era la primera mañana fría de la estación. Me reí junto con ella, y quise averiguar más: «¿Entonces piensas que estamos fuera de nuestros cuerpos?». Su razonamiento de niña de cinco años estaba relacionado con piel, venas, huesos, pero rápidamente se desvió hacia insectos, piedras y ballenas. Para cuando llegamos a la entrada de su escuela se había sumido nuevamente en un silencio meditativo, y antes de darnos un beso de despedida, dijo: «Bueno, tal vez a veces estamos dentro y a veces fuera de nuestro cuerpo». Ese mismo día, más tarde, mientras buscaba algo cálido y cómodo para ponerme en uno de mis largos paseos hasta Battery Park City, encontré unos pantalones que no me había puesto en varios años; pantalones que pertenecían a otro cuerpo. Eran unos pantalones de danza negros, del estilo suelto que se usaba hace como una década, cuando llegué a Nueva York. Había venido a estudiar danza contemporánea, pero durante las mañanas trabajaba en las Naciones Unidas. Esto significaba que durante las mañanas sacaba punta a lápices, y pasaba el resto del día sudorosa y descalza en un estudio de danza con suelo de linóleo. Mi primera estancia en esta ciudad duró sólo seis meses. Después hubo otra que duró un año; y después una ter-

«Comienza a imaginar su propia/muerte: como si la contara Daniil Kharms». Anne Carson, red doc

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cas. Ambos solemos llegar temprano, así que por lo general estamos más bien solos en el espacio silencioso, y registramos cada uno de los movimientos del otro: pasar las páginas, beber agua, escribir con la pluma, rascarse la barbilla. La primera vez que compartimos mesa, me comentó la «incoherencia mística» de aquello que leía. Mirándome de frente, con gran suavidad, dijo «Incoherencia mística», y yo dije, «¿Perdón?», así que repitió «Incoherencia mística», y yo dije «Sí, señor». La siguiente vez que compartimos mesa, de pronto dejó caer su pluma. La levanté y se la devolví. Minutos después, la dejó caer de nuevo, pero esta vez lo sorprendí a medio acto, arrojándola suavemente —como hacen los adolescentes cuando se sacan un moco, a escondidas— por la mesa, hacia el piso. La levanté procurando no reírme, y la volví a colocar sobre la mesa. A la tercera vez que hizo lo mismo quería decirle: «Incoherencia mística, señor», pero me limité a levantar la pluma, como uno de los simplicissimusses de Olson, y no dije nada.

«…protegen sus narices del hedor de la avena pastosa». James Magorian, «The Ezra Pound Poetry Brigade Reaching Memphis, Tennessee, at Dusk»

con pasos pesados por los pasillos centrales, fingiendo que no están furiosos, que no están consternados al encontrar que alguien ha ocupado su lugar. Los he visto, escrutando la biblioteca desde el armazón de sus lentes, poseídos por un resentimiento silencioso, justificado. También los he visto recuperar su lugar con un aire de merecimiento. Hay una chica que muestra el extraño comportamiento de los genios. Esta frase de Marina Tsvetáyeva la describe: «La genialidad: el grado más alto de estar hecho pedazos mentalmente, y el más alto grado del ser, reunidos en una persona». Hay otro que escribe notas en pequeñas libretas, mientras da tragos a una pequeña botella de vino. Esta frase de Anne Carson lo describe: «Comienza a imaginar su propia/muerte: como si la contara Daniil Kharms». *** Una silla, escribió Le Corbusier, es «un instrumento de tortura que te mantiene admirablemente despierto». Justo detrás de mi silla de lectura en la biblioteca de la Poets House se encuentra siempre una mujer, leyendo en uno de los sillones. Se despoja de los zapatos, abre un libro y, al yacer horizontalmente quizá vive algo cercano a la austera sacralidad del arte. No quiero sonar presuntuosa: «El arte es una cosa austera que tiene sus momentos sagrados», escribió en alguna parte Le Corbusier, y me gusta pensar en el arte de la lectura exactamente de esa manera. Tan sólo eso puede explicar tan bien por qué esta mujer, por momentos, irrumpe en una carcajada. En una ocasión, tras retratarla con mi cámara, le pregunté qué la había hecho reír tanto anteriormente en ese día. Tomó la correspondencia reunida entre Robert Creeley y Charles Olson, buscó en sus páginas y, con una sonrisa larga, silenciosa, señaló una frase de Olson: «Que los simplicissimusses se callen la boca».*1 En la silla situada frente a la mía, a menudo hay un hombre, quizá a mediados de sus cuarenta, quizá con un autismo leve, quizá la persona más amable que haya encontrado en mis estadías en bibliote* Simplicius Simplicissimuss es un personaje de una novela picaresca alemana del siglo xix, por lo que su utilización en este contexto es para hacer referencia a la gente simple. [Nota del traductor, cuya ignorancia es tal que la autora le tuvo que explicar lo anterior porque no sabía cómo traducir la frase en cuestión].

*** Le Corbusier regresó a Francia sin un solo encargo. Imagino que esperó, y continuó esperando, a que le comisionaran algo, pero nunca sucedió. Realizó trabajos como consultor para el edificio de las Naciones Unidas, pero el proyecto fue realizado finalmente por otra empresa. Es una ironía un tanto cruel que el arquitecto más emblemático y la capital emblemática del siglo xx jamás cruzaran caminos. La única excepción, de alguna manera, es la frase grabada en el pavimento, en una acera poco transitada de Battery Park City, frente a la Poets House: une catastrophe! Battery Park City pareciera haber sido construida contra alguna catástrofe; pero también, de una forma más compleja, contra la belleza severa de la ciudad. Le da la espalda a la ciudad, que se extiende de manera caótica, irracional, hacia el este y el norte. Mira, a través del río Hudson, hacia la agazapada línea del horizonte de Hoboken. En el corazón del barrio, el Irish Hunger Memorial contempla de reojo al río como si fuera un barco hundiéndose, formado de concreto, pasto y palabras, inscritas en sus muros interiores y exteriores. Detrás suyo, se multiplican de manera racional edificios residenciales modernos, que cercan parques y plazas interiores. Y por encima de

«La genialidad: el grado más alto de estar hecho pedazos mentalmente, y el más alto grado del ser, reunidos en una persona». Marina Tsvetáyeva, «El arte a la luz de la conciencia».

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todo se encuentra el nuevo World Trade Center, brillante, luminoso, limpio, envuelto en celofán, y tan vertical, puro y cartesiano como si lo hubiera trazado Le Corbusier. En noviembre de 1970, la ácida y brillante crítica de arquitectura Ada Louise Huxtable escribió, en un artículo titulado «Cómo no construir una ciudad», que «Battery Park City había emergido de la cabeza del gobernador Rockefeller… como Atenas de la cabeza de Zeus». La arena traída de los depósitos del puerto de Nueva York y el material excavado del lugar donde se construyó el primer World Trade Center ya habían sido vertidos en el Hudson, y la tierra recién reclamada esperaba para ser ocupada. En 1966, el arquitecto Wallace Harrison, que participó en el diseño de los planes para el Rockefeller Center, y después proyectó la Metropolitan Opera, dibujó el primer plan maestro de Battery Park City. Huxtable se refirió a este primer plan como un «escalofriante cliché de torres estándar en un no-entorno de espacios vacíos, un formalismo familiar agotado y gastado desde 1930, cuando lo utilizaba Le Corbusier». El plan corbusieriano de Harrison no se llevó a cabo, y pasaron los años hasta que el gobierno volvió a encargar el proyecto a otro arquitecto. Esta segunda vez, en 1979, se trató de Alex Cooper, el creador del distrito teatral de Times Square, a quien se le dieron terrenos baldíos para hacer lo que quisiera. La creación de Cooper, Battery Park City, no es hermosa ni fea. Es ordenada. Es racional. Exhibe la torpeza del recién llegado. El plan de Cooper es sin duda más humano que el mamotreto modernista de Harrison, pues cuenta con más áreas públicas y peatonales, pero

las calles de Battery Park City siguen siendo tan fantasmales como lo anticipó Huxtable en el plan de Harrison. El barrio está plagado de ecos urbanos, y de alguna manera se encuentra desolado incluso cuando el día mengua y las multitudes alegres salen a los parques, a las áreas de juegos infantiles, a las plazas públicas. Desde fuera, los edificios de ladrillo y cristal, del tamaño de una manzana, aunque no son muy altos, parecen inertes y demasiado grandes. Es como si el plan, el modelo, el mapa, el índice nunca se hubiera materializado en la cosa como tal; como si todo fuera tan sólo un simulacro en la mente de un arquitecto y todo el mundo fuera una proyección de una Atenas que emerge de la cabeza de Zeus. Pero sospecho que a Le Corbusier le habrían gustado las ventanas de Battery Park, su «millón de ventanas bajo el cielo azul».

Mirar por una ventana es, hasta cierto punto, como leer. Dentro del marco de una ventana, de la página, los eventos y su resplandor se articulan y se desenvuelven como si fueran parte de un solo acuerdo, de un ritmo manifiesto.

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*** Empecé a echar la siesta en el sillón de la biblioteca de la Poets House algunas tardes, a sabiendas de que la mujer que siempre lee ahí sólo viene a la biblioteca por las mañanas. Un día, al atardecer, desperté de una siesta en el sillón para dirigirme a la mesa donde había dejado mis tomos de poemas reunidos. Tomé el volumen de Poemas reunidos de Dickinson y lo abrí en la página del índice, como podría abrirse el I-Ch’ing: de manera ceremoniosa, esperando encontrar la frase que pudiera ofrecer una especie de subíndice, o un epitafio, a una tarde pasada entre lectores y libros. Deslicé mi dedo índice por la página del índice, como si fuera un pasillo, y leí: «El presentimiento es esa larga sombra», y después moví mis pulgares por el borde del tomo hasta encontrar la página adecuada:


Presentimiento – es esa larga sombra – en el césped Señal de que los soles se ponen El Aviso al sorprendido césped De que la Oscuridad – está por llegar – Siempre me ha gustado este poema porque funciona como un acertijo. Nunca sé, a un nivel gramatical, si lo que se dice es que el presentimiento es como una larga sombra en el atardecer, o si los atardeceres (o las sombras que proyectan) son como presentimientos. Me parece que el poema funciona como una falsa analogía, en el sentido de que es imposible saber dónde insertar el «como» que va implícito en la forma clásica «a es como b». Un presentimiento es ante todo una experiencia mental del tiempo: es el tiempo experimentado de manera circular, en su movimiento hacia el futuro, y de vuelta al presente. Pero también parece haber un movimiento circular espacial entre el adentro y el afuera en ese poema. Siempre he imaginado que la persona en el poema mira por la ventana hacia un jardín. Dickinson proyecta un estado mental hacia fuera, hacia el espacio físico del jardín, donde una sombra cae sobre el césped, y esta proyección exterior modifica el espacio. Una sombra que se expande en el suelo es la experiencia de la premonición, de la expectativa, de la espera a que el tiempo cierre un círculo. *** Leídos desde el interior, los insulsos exteriores de Battery Park City, su «no-entorno de espacios vacíos» son más como un mapa o un plano sobre el que la imaginación puede posarse y proyectarse hacia fuera. Desde el interior de la biblioteca de la Poets House, al mirar por la ventana, el mundo parecía reacomodarse en torno al tirón gravitacional de lo que yo me encontrara leyendo. Por ejemplo estos versos de «El alba del puerto», de Hart Crane, que un día leí y releí, como si al hacerlo suficientes veces pudiera escribirlos no sólo en mi cabeza, sino también en el mundo exterior, situado más allá de la ventana: Con insistencia al dormir –una marea de voces– Te encuentran escuchándolas a la mitad de tu sueño, Los sonidos alargados, cansados, ruidos protegidos por la niebla Gongs en sobrepellices blancos, lamentos envueltos en sudarios, Rasgueo lejano de cuernos nebulosos… señales dispersadas en velos.

Pushkin: ¿qué chingados le pasa? Una conversación anónima que escuché secretamente en una biblioteca.

Ese mismo día había leído que Hart Crane fue un vendedor de dulces en la tienda familiar antes de mudarse a Nueva York. Que se le pagaba a un dependiente para que lo espiara, para evitar que se sumergiera en la lectura de «esos libros de poesía» durante su turno. Leí que vivió en México, donde fue bastante infeliz, y después tuvo una estancia en Cuba, donde fue bastante infeliz. Leí que un día, navegando en un velero de México a Nueva York, se arrojó al mar. Leí estas palabras de Waldo Frank, en su nota introductoria a los poemas reunidos de Crane: «Se quitó su abrigo, silenciosamente, y se arrojó». Pero mientras leía estas palabras, esta breve e inquietante biografía, también alzaba la mirada para ver, de vez en cuando, por la ventana, hacia el río Hudson, con sus aguas agitadas, surcadas sin cesar por barcos y ferrys, y las palabras me parecieron como un subtítulo inscrito en la ventana: «Se quitó su abrigo, silenciosamente, y se arrojó». Hart Crane se arrojó al Golfo de México pero también, en cierto sentido, se arrojó al Hudson, detrás de un área de juegos infantiles en Battery Park City, donde al amanecer dos niñas se columpiaban en columpios paralelos pero no sincronizados. Las —casi últimas— líneas de «El alba del puerto» describen con precisión lo que sucedía fuera de mi ventana: La ventana se torna rubia con lentitud. Se aclara glacialmente. Desde torres ciclópeas a través de las aguas de Manhattan – Dos – tres luminosos ojos de ventana centellean, disco El sol, liberado – en lo alto con heladas gaviotas por ahí. Mirar por una ventana es, hasta cierto punto, como leer. Dentro del marco de una ventana, de la página, los eventos y su resplandor se articulan y se desenvuelven como si fueran parte de un solo acuerdo, de un ritmo manifiesto. Hay una especie de sintaxis de las ventanas, que quizá hace que el afuera sea legible. Algunas frases que leemos, y releemos, son como inscripciones de la ciudad: presentimientos grabados en el asfalto. En poemas reunidos, a través de las palabras prestadas de otros, esta ciudad prestada poco a poco se ha convertido en mía. Mis inscripciones de la ciudad no la simplifican ni la explican: acercan a la ciudad a su belleza catastrófica. •

«Que los simplicissimusses se callen la boca».

Traducción de Eduardo Rabasa

Charles Olson, carta a Robert Creeley

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Entonces todos

Diego Rabasa

éramos chicos ¿entonces qué nueva libertad buscas entre las palabras cansadas? Amelia Roselli, La libélula

S

i tuviéramos que elegir dentro de la novela de Cesare Pavese, La luna y las fogatas, una frase que capturara el universo que contiene, probablemente sería ésta: «Y sin embargo la vida es la misma, y no saben que un día se verán de vuelta y que también para ellos todo será pasado». Un hombre regresa a su pueblo natal después de veinte años de estancia en Estados Unidos, donde ha probado y conseguido fortuna. Regresa a tientas a la tierra que supone lo vio nacer, aunque éste será un enigma que lo acompañará siempre: el narrador es un niño expósito que cayó en manos de una familia pobre a través de un arreglo mediante el cual la municipalidad le pagaba cinco liras a sus padres postizos por ocuparse de él, o sea, por ponerlo a trabajar. Esta doble orfandad, de padres y de tierra, condena al protagonista a una errancia eterna. No hay un lugar en donde estén sepultados sus muertos, no tiene patria, no tiene muertos. La falta no tiene reparo porque, como dice el propio narrador: «Nos hace falta un país, aunque sea sólo por el placer de abandonarlo». Dice Italo Calvino en el ensayo que funciona a manera de epílogo que «Cada novela de Pavese gira en torno a un tema oculto». En el caso de La luna y las fogatas parece ser la memoria. Pero no sólo la memoria personal sino la memoria del tiempo. Otra vez Calvino: «Lo que busca no es solamente el recuerdo o la reinserción en una sociedad o la revancha contra la miseria de su juventud; busca saber por qué un pueblo es un pueblo, el secreto que une lugares, nombres y generaciones». Pero toda memoria tiene un origen. La incapacidad que tenemos de conocer el comienzo nos trajo la mitología como herramienta para poder darle cuerpo a la incertidumbre, sustancia a la nada. Pero el protagonista no tiene siquiera un mito original al cual asirse. Anda, anduvo por el mundo como si su existencia fuera semejante a la de los nogales que pueblan el valle en el que vivió su infancia, como si hubiera brotado tras una temporada de lluvias. Esta ausencia de relato le confiere un aura fantasmagórica a su vida de la que no se puede desprender jamás. Cuando el narrador revive las imágenes donde anidó su infancia, se encuentra con un territorio abierto de cuyas entrañas emanan visiones, voces, sensaciones que poco a poco le permiten comprender quién es ese que su cuerpo carga. La narración, como los procesos de pensamiento y de reflexión, no es lineal ni sucedánea. Su amigo Nuto, el Virgilio que lo condujo a través de los enigmas de la iniciación durante la infancia, aparece ahora como una especie de hilo de Ariadna que le permite transitar el laberinto de la memoria. Nuto no ceja en su empeño de combatir la inercial vocación de los seres humanos por alejarse de la verdad, y está en guerra permanente contra las injusticias del mundo. A diferencia del narrador, nunca se

fue de su tierra pero sabe y conoce asuntos que el niño extraviado no comprende. Le sirve como traductor no sólo de los efectos que tiene la luna en las personas o de cómo las fogatas despiertan la tierra, sino que lo instruye a través de sentencias como «El ignorante no se distingue por el trabajo que hace sino por cómo lo hace» o «La luna existe para todos, igual que las lluvias, igual que las enfermedades. Así se viva en una cueva o en un palacio, la sangre es en todas partes roja». Mientras el narrador habla, camina, anda, se extravía; se inmiscuye, conversa, explora, ensueña; interroga y espera, sobre todo espera que los rostros a su alrededor, las historias detrás de ellos, le vayan revelando el misterio que constituye el mundo, que crea tradiciones y que justifica las fronteras. Los recuerdos de cómo espiaba a las hijas de los patrones mientras se bañan en el mar, o de cómo una de ellas recargó la cabeza sobre su hombro una noche cuando las regresaba de una fiesta, o aquella vez que no pudo asistir a una fiesta por no tener zapatos, se enciman con el tiempo presente en donde discute con Nuto y se entrega al afán por ayudar al niño Cinto que se encuentra atrapado entre la rabia y el resentimiento feroces de su padre que ataja a golpes y patadas la pobreza que lo atraviesa. La vida del narrador y la de Nuto se difuminan lentamente pero también las de aquellas para quienes derramó tanto sudor. Silvia, Irene y Santa, las hijas de don Matteo, el patrón de la finca la Mora en donde el protagonista creció, quienes «también eran personas como nosotros que se volvían feas si las maltrataban, que se ofendían y sufrían por ello, que deseaban cosas que no tenían», sucumben ante el aplastante peso de la tradición y, sobre todo, de los anhelos. La esplendorosa remembranza que hace Pavese a través de su protagonista, parece ser el marco mediante el cual el narrador y poeta italiano intenta explicarse el sacrificio al que son arrojadas las vidas humanas para forjar la Historia. Dice Calvino que «Con esta novela concluye la exploración de Pavese». La luna y las fogatas fue publicada en abril de 1950, apenas unos meses antes del suicidio del autor que dice en su célebre poema «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos»: «Oh querida esperanza, también ese día sabremos nosotros que eres la vida y eres la nada». Así, La luna y las fogatas nos abre a la vida y nos regresa a la nada. •

La luna y las fogatas Cesare Pavese Traducción de Silvio Mattoni Adriana Hidalgo Editora 2015 • 236 páginas

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El Santos

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britรกnico

Jis y Trino

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Migrantes,

Frédéric Boyer

memoria del mundo ¿

Y si hablásemos de otra forma de todas esas hordas desdichadas que huyen de la guerra y de la miseria? La literatura más antigua, la que nos ha formado e instruido desde hace miles de años, nos ha descrito la experiencia, desgarradora e inestimable, de aquel que abandona su patria y conoce el exilio. Es a él a quien debemos nuestro mundo y nuestra identidad, cuentan los Antiguos. Su relato se hizo nuestro. Su migración es nuestra fundación. Salustio lo dice ya, al inicio de nuestra era: «La tradición me ha enseñado que Roma fue fundada por troyanos fugitivos que, bajo el mando de Eneas, erraban al azar». Leí entonces el canto ii de La Eneida. Ahí está todo. La guerra total, la destrucción de una ciudad, Troya. Los que se niegan a sufrir el exilio, y mueren. Los ancianos alentando a los más jóvenes a huir, a inventarse una nueva vida en otra parte. Eneas, que decide partir con su hijo pequeño, Yulo, su mujer, a quien perderá, y con su padre, Anquises, quien morirá. El héroe de Virgilio huye de la noche del mundo que fue suyo, cuando ya nada cabe esperar. La errancia es larga y cruel. Las mujeres troyanas se lamentan con palabras que podemos escuchar aun dos mil años más tarde: «Desde la ruina de Troya, hace siete años que nos transportan, que nos hacen atravesar ríos, todas las tierras, peñascos inhóspitos, bajo todos los cielos, arrastradas por las olas del gigantesco mar, persiguiendo una Italia que se oculta». (vi, 621-630). Esos grandes relatos nos recuerdan lo que nuestro mundo le debe a la experiencia fundadora del desgarro, del viaje, del éxodo. Eneas funda Lavinio en memoria de su mujer Lavinia, ficción literaria en la que una ciudad es fundada por un migrante, celebrada como modelo de una Roma abierta a todos los extranjeros, según las palabras de Séneca (Consolación a mi madre Helvia), quien, exiliado en Córcega por el emperador Claudio en 41, escribe: «Estamos llamados a volvernos hacia el exiliado que nos fundó, el que huyendo, cuando su patria había caído, arrastrando sus magras reliquias, debió buscar un lejano asilo, y refugiarse en Italia». Es él quien sustenta nuestra identidad. Cada migrante lleva consigo, como Eneas, sus Penates, su pequeña patria errante. Es

también Ulises, «el de las mil estratagemas», héroe paradójico de una epopeya de la pérdida cuyo viaje es la matriz narrativa de la experiencia misma del mundo. El héroe fundador es casi siempre un fugitivo, profugus, en el latín de Virgilio, para calificar a Eneas, o en la Vulgata de San Jerónimo (gran lector de Virgilio), para nombrar a Caín, fugitivo cuya errancia, como la de Eneas, es fundadora, porque Caín fue también el constructor de una ciudad (Gen 4, 17). Hoy, esos textos pueden permitirnos ver a los migrantes no sólo bajo la perspectiva de nuestra compasión, sino como a Ulises contemporáneos, tal vez no portadores de un mundo nuevo, pero al menos actores de nuestra representación del mundo. Es lo que nos recuerda Simone Weil en 1943: los refugiados son «la vanguardia de la condición humana». ¿Qué somos en esta vida —se preguntaba San Agustín desde sus primeros textos— sino «viajeros deseosos de poner un fin a las miserias del exilio»? La existencia misma es «ese largo viaje que nos aleja de la patria», alienare a patria, un alejamiento que es una alienación (De Doctrina christiana). Somos peregrini en esta vida, peregrinos, viajeros, migrantes. Todos estamos exiliados. ¿Quién es Abraham, en la Biblia, si no aquel que recibe la promesa de una tierra que lo hará, a él y a sus descendientes, un migrante, un ger, en hebreo (Gen 15, 13), aquel que será arrancado de su lugar, y vivirá en tierra extranjera? La raíz de la palabra en hebreo significa: buscar la hospitalidad. La promesa de Dios a Abraham hace de él un migrante que reclama hospitalidad. Experiencia ética fundadora. Pero la ética sólo tiene valor si nosotros mismos vivimos la experiencia, y eso es lo que nos permite la literatura: compartir el sentimiento del otro, sentir su miseria, descubrir que tal vez esa miseria es fundadora. «El sentimiento de la miseria humana es una condición de la justicia», afirmaba Simone Weil. Renunciar a experimentar ese sentimiento es perder toda justicia. Nuestra tarea, si queremos seguir siendo quienes somos, fieles a la memoria del mundo, es la de ayudar a todos los que son perseguidos. Fugitivos, migrantes, náufragos, encarnan la figura más alta de nuestra humanidad. Nuestros más grandes relatos narran que fueron ellos los que construyeron, e imaginaron, el mundo en el que vivimos. • Traducción de Ernesto Kavi

Pero la ética sólo tiene valor si nosotros mismos vivimos la experiencia, y eso es lo que nos permite la literatura: compartir el sentimiento del otro, sentir su miseria, descubrir que tal vez esa miseria es fundadora.

Ruinas • Peter Kuper • Sexto Piso • 2015

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Hit emocional

Juanjo Sáez

Fragmento del libro:

Hit emocional Juanjo Sáez Sexto Piso • 2015 • 302 páginas

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El Señor Cerdo

E

l Señor Cerdo está consciente de que las exigencias del mundo contemporáneo implican que para triunfar no pueda conformarse con simplemente desarrollar unas pocas de sus infinitas aptitudes, sino que debe de ser el total package, de manera que la gente no tenga más remedio que rendirse delirante a sus pies. Por eso, el Señor Cerdo piensa utilizar la Feria Internacional del Libro de Guadalajara para burst into the scene con una fuerza tal que los miles de asistentes al evento no puedan pensar ni recordar otra cosa de lo ocurrido, más que los exploits del Señor Cerdo. El Señor Cerdo se encuentra desde hace años trabajando en la idea de la concepción de un proyecto de una obra maestra que, aun antes de haber sido escrita, ya ha pasado a la historia de la literatura como una de las más grandes que jamás se hayan producido. En ese sentido, el Señor Cerdo ni siquiera tendría que molestarse en escribirla, pues simplemente la anticipación generada por una obra tan monumental como la que el Señor Cerdo a veces piensa en escribir es suficiente para cambiar de manera definitiva el rumbo de la especie. Pero, don’t worry, poor souls, el momento llegará, y podrán reemplazar en sus escritorios y estanterías a la Biblia o a cualquier otro libro de cabecera con el que hasta el momento se hayan consolado para sobrellevar sus míseras existencias, a la espera del libro del Señor Cerdo, que romperá todos los récords de ventas habidos y por haber. Entretanto, como the show must go on, el Señor Cerdo se paseará por la fil, apiadándose de los cientos de seguidores que le pedirán autógrafos y selfies hasta el grado de no permitirle caminar. Cuando el Señor Cerdo se impaciente por los excesos de la muchedumbre, le dará una firme bofetada a aquel que tenga la desgracia de ser la gota que derrama el vaso de su infinita paciencia. Sorry, pero son

los riesgos implicados en buscar apoderarse incluso de un milímetro del porte del Señor Cerdo. A manera de advertencia para los que quieran intentarlo, y como parte de ese performance continuo que implica vivir una vida consagrada al talento y al arte, el Señor Cerdo ha encargado a un famoso artista contemporáneo que le confeccione un letrero que colgará de su cuello, sujetado por una cadena de oro, en el que podrá leerse: Beware of the pig! Asimismo, retomando una tradición de una corriente literaria underground que —como sucede irremediablemente a los pertenecientes a la estirpe iluminada de la que forma parte el Señor Cerdo— terminó por convertirse en mainstream, el Señor Cerdo y sus secuaces se dedicarán también a reventar eventos literarios en la fil, increpando a vacas sagradas de la literatura mexicana a la mitad de sus exposiciones, de manera que el público lector pueda darse cuenta con toda claridad de que el Señor Cerdo no se hace menos frente a nadie. Al mismo tiempo, el establishment cultural tendrá que tomar nota de la irrupción de una fuerza de la naturaleza tan portentosa como es el Señor Cerdo. De esa manera, cuando intenten escribir sus próximas obras estarán tan aterrorizados por la descomunal sombra que proyecta el inminente ascenso a la cumbre del Señor Cerdo, que difícilmente podrán hilar siquiera un par de oraciones complejas. Al debilitar a sus rivales, la obra del Señor Cerdo aparecerá por comparación incluso más portentosa de lo que ya es, incluso en este momento en el que ni una sola palabra ha sido plasmada. Así es. La próxima fil de Guadalajara pasará a los anales de la historia universal de la cultura como la plataforma de despegue del Señor Cerdo. Stay tuned! •


Instrucciones a los patrones • Por Johnny Raudo

L

as ferias y exposiciones comerciales son uno de los grandes inventos de los patrones contemporáneos para dar una lección pública de su riqueza y de su poderío. Como si fueran templos a los que miles de feligreses acuden presurosos a rendir culto, los patrones confeccionan sus stands como una muestra del culto que tanto clientes como empleados deben rendir de manera constante a la figura del patrón, auténtico motor inmóvil que mueve a las sociedades contemporáneas en su marcha inevitable hacia el progreso. Por eso, como patrón de vanguardia debes de calcular a la perfección tu aparición en este tipo de eventos, y la próxima Feria Internacional del Libro de Guadalajara no es la excepción. Como todos los patrones —a veces también mal llamados «editores»— del mundo del libro saben, por esas extrañas configuraciones que en ocasiones la realidad produce, se trata de uno de los pocos ámbitos donde los patrones no obtienen el reconocimiento y la pleitesía que merecen, pues incluso llegan a verse opacados por esos mercenarios de la pluma también llamados «escritores». Un evento de la magnitud de la fil es la ocasión perfecta para que el gremio de patrones de los libros empiece de una vez por todas a poner orden en la casa. Para demostrar tu alcurnia como patrón, emborráchate lo más posible a lo largo de la fil, procurando ocasionar la mayor cantidad de desmanes y desfiguros que te sea dado provocar. De ese modo, demostrarás tu abolengo como patrón, pues enviarás el mensaje de estar alojado en una estratósfera tan superior, que puedes permitirte un comportamiento de adolescente inmaduro incluso en uno de los principales eventos de tu industria. Si para tu desgracia perteneces a ese reducido grupo de patrones que por razones espirituales o por deterioro irreversible de tu hígado ya no puede entregarse con alegría a la borrachera, adminístrate una sobredosis de antigri-

pales ingeridos con Red Bull, para que exhibas un comportamiento errático y confuso, transmitiendo por otra vía el mismo mensaje de indiferencia que corresponde a tu alcurnia. Es recomendable asimismo llegar tan tarde como puedas a cada una de las citas o eventos que tengas programados, e incluso es crucial no presentarte en algunos, por supuesto sin ofrecer ningún tipo de disculpa con posterioridad. Con eso dejarás asentado que un verdadero patrón sólo hace en cada momento aquello que le da la gana, y verás cómo las víctimas de tu desdén acudirán arrastrándose a solicitarte otra oportunidad para que vuelvas a dejarlas plantadas. Si por desgracia te encontraras en tu stand y no consigues escapar de alguno de ellos, quédate dormido a media reunión o ponte a jugar Angry Birds en tu iPhone mientras la otra persona intenta captar tu interés. Los patrones más avezados saben de sobra que es un método infalible para conseguir voltear a tu favor cualquier negociación en la que te encuentres inmiscuido. Por último, como todo patrón exitoso sabe, es crucial que te des ocasionalmente algunos baños de pueblo, por lo que en la fil deberás obligarte a hablar aunque sea unos pocos minutos con algunos lectores anónimos, para que después puedan contar a sus nietos que hace muchos años tuvieron la oportunidad de departir unos segundos con un patrón tan legendario como tú. Trata de tomar mucha cerveza antes de esos momentos, por si acaso te toparas con uno de esos lectores empeñados en contarte hasta el último renglón de los libros que han leído a lo largo de su vida, para que tu vejiga te obligue a poner un término anticipado a la reunión, pues existen pocos lectores tan obcecados como para seguirte hasta el baño de la Expo con el fin de continuar echándote ese rollo tan mortal. •

Supremacía y pureza • dD&Ed Si limpiamos Estados Unidos de mexicanos ilegales, ¡seremos grandiosos de nuevo!

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Chicle Luigi Amara

chicle

entre todos mascamos

chicle

el gran

el mismo

chicle del comienzo amasamos el chicle a mandíbula gastada el chicle o el fantasma del chicle el único

el

el rastro

ya nunca hablamos

chicle

colectivo del

sólo soplamos bombas de

chicle

ya no hay silencio

chicle balbuceos del chicle variaciones sobre el tema del chicle sólo estallidos del

a la gran masa del

tributo de la tribu

chicle

a la condensación

chicle al sinsabor del chicle

de lo insípido del

grano en la punta

cliché

de la lengua del

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Pesc ado Zara nde ado

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El diablo camina

entre las vías como un niño con una boina sucia Carlos Velázquez A

mi me gustan los corridos porque son los hechos reales de nuestro Baldomero. Clávate en la postura, me enmielaba el oído, pero nunca pueblo. Sí, a mí también me gustan porque en ellos se canta la pura me contagié de ciencia. Yo no les rebarajaba el entrelineado. verdad, atendí a lo aislado. Era el empiece de «Jefe de jefes» de Los Copera oreja, Fortunato, me salpiqué. Ponle buche, La música Tigres del Norte. Imitado como el animal olfatea la sangre, el oído te va a descondensar de este saladero. Confluye la procedencia de la norteño rastrea la fiesta. La noche de a tiro en la cerrazón obstruía composición y salvaguardarás membrana. Carcomí aire con la oreja. Una melodía se desparramaba en viraje. Puse buche. A energía cualquier guache. El puro ponerle oreja me lazareaba. La pata derecha de condensar airecito conciencié que la música me empalagaba de escurre de maleta. Desde la retoñaba de mi lado diestro. Trastabillé con la ensumida del sol la había rutinado sin amasijo Malvado chunche, semejaba oreja colgada del sonido. Metros delante claché de orientación. Ni una lumbradita, ni una estrella, ni unos móndrigos cables eléctricos que material de piel de tractor. No el neón. Consagré una coz del gusto. Era un soplaran pa ónde estupefaciar el recorrer. El se lastimaba nadita. Encanilupanar estereofónico. Con yonkas parqueadas frío, de por sí habiche, se me encariñaba con en la fachada. Remolqué la maleta con el chirris jado me le ajunté y le financié más renecio por la pata remojada. de combustible que almacenaba mi organismo. Puro malgasto en el rengueo, agüité. Y una patadiza. Magúllate, hija Me escocía el alma de despoblado. Las botas proyectilé la maleta con muina. Se supeditó reclamaban establo. Y el gollete me voraceba en el aire unas varas. Luego se adoptó lacia de la chingada, magúllate. De por un matased. lacia y condescendió azotarse con cisco en jodido ábrete. Pero la enjuta Era una finca reformada como salón de baile. La pared del fondo alardeaba una barra en la tierra reseca. Malvado chunche, semejaba material de piel de tractor. No se lastimaba no evolucionaba al maltrato. cumbre de lado a lado. A los costados, las paredes consentían semejantes bancas de madera. nadita. Encanijado me le ajunté y le financié La proyectilé consecutivo. Y en reclute, una hilera ornateante de muchauna patadiza. Magúllate, hija de la chingada, chas enrebozadas y entrenzadas con los pies magúllate. De jodido ábrete. Pero la enjuta Hasta que se me desfloraron no evolucionaba al maltrato. La proyectilé los dedos. Hija de la manteca, bien amaestraos pal bailongo. En el hueco que redundaba, las parejas se apretujaban dejando consecutivo. Hasta que se me desfloraron los apenas viciarse el aire entre sí. Me tendí a la badedos. Hija de la manteca, hija del desabasto, hija del desabasto, le ladré rra a asediar una cerveza. El mesero me fuerele ladré descuajaringado. Abyecto, desorbita- descuajaringado. do, me mané la monda y le mié encima. Pa ñeó de a tiro. Qué le propongo, mondao. ¿Un que conocimientes, mustia. aguardiente, una melaza, una gleba de piloncillo? Princípiese con Desenmiendado, aferré la maleta y perduré mi sino. Los conuna chela bien helada, arremetí. Surcado, desatirició al estampar una secuentes metros no jedía sólo a sangre, también a orinada. En lo Superior en el mostrador. Asté no es de por estas lozanías, ¿correcto? inidentificado las tonadas persistían en lo continuo. Taba ambientado Qué chingaos le inmiscuye, me atosigó contestar, pero me ambidiestré a telegrafiar que prospectaba de por el rumbo del pajonal. de que una fiesta se complacía a la redonda. Me calificaba tan Me bajé la bironga de un facho y medio. No me remosó ni un desproporcionado de todo capte de antropología que segurito parceleaba por casa del diablo, arremangué. Clausúrate el hocico, me cuarto de tanque. Oblóngueme otra, mecenas, peticioné. Se la ombligamos, y me redobló la dosis. Acude al dancing, o qué, compaamonesté, descosido. Guachas que a la más mísera estratosfera aquel rezca. Dispone viaje o por qué el equipaje. Busco a un prefigurao, se apunta y tú lo invocas. Pero es que andaba anca la chingada. Donde le amonesté. Pero ya siendo, singular y desquita magrearse un chico el aigre prende la direccional. Ni el súpito Baldomero que provoca rato. Las chamacas me sonsacaban el trazo de gringo. A lo enclenque de topógrafo se ponientaría en aquel andurrial. se amasaban que me chorreaban los cueros de rana. Lo que escurría La cantimplora taba viuda de líquido, sólo me calzoneaban dos era sanguasa. Tanto ojo pelón me apremió a acabalar operaciones y tiros en la fusca, si la jiedez a sangre radareaba a un animal, qué mendrugaría el chamuco. Al anochecer una luz neón filigranó. Tras despronostiqué que además de salón de baile también oficinaba de prosenvolver en pos del anuncio se desestimó. Arrastré la maleta con la tíbulo. No eran abrevadero pa caballos los cuartuchos que guaché al acechanza de que retitilara. Pero la noche apretada impedía horiingreso. La sed me encomiaba. Redóbleme el paso, cantinero. zontear. El cielo taba sobrio. Sin nubes que interceptaran la comuUn televisor pendulaba encima de la barra. Divulgaba un video nicación con las estrellas. Pero ni una móndriga chispeaba. Y onque clip. Afín al tedio cedí a guacharlo. Un bato recorría una calle perorateando en inglés. No le desmenucé vocablo. El que tiraba totacho jasperan, el único que condecía su lenguaje era el gastrónomo de

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era Baldomero. A mí el inglés me destransitaba. Así se promulga, tirar te fosilices ai. Ven a untarte un refresquito. Me apeñuscó del codo y totacho es masticar inglés. Sin premedito le especulé trazo al bato me trasfirió hasta un sillón. Aplástalas ai, rimó. del video. Se me intercedió el respirar de la alteración. Fisonomaba Una chamaca delgadita de cintura y abultadita de pecho me adjudicó una cerveza. Yo sólo soy un jostes, increpó Piporro. De ónde la misma careta del taxista aquel que metamorfoseaba en el meritito parsimonias que soy el diablo. Mi desglose gravita en el trato amable, satanás. Traes la jeta blanqueada, pelao, se burló el cantinero. Semeja cariñoso, consolador. Pa el viajero harto kilometrado con deseos de que guachaste al demonio. Esto ya no me particulariza, asunté. En retoce. Convidamos chamacas de todos los sabores, colores, raza y cuanto apropie el sujeto al que debo empeñarle la maleta me pintarrajeo a la chingada, automediqué, y me desaprendí de la barra. pisada. Morenitas, trigueñas, tipluditas, aguileñas, güera de rancho, Entresijé por en medio de las parejas toojo de gargajo. Pa no dormir solitón. Porque ya do masomeneado. A los cuartuchos se adhe- Tremebundaba unas nalgote la you know, la raza cómo es mal averiguaría una estancita. Disparejos cardúmenes de tas, la güerca, que desertaba da y le sinoniman bulla a esos que se acuestan sombrerudos se inventariaban la averiguadecon el pájaro en la mano. Pero si no te acabala ra. Con dos o tres chamacas amortiguadas el deseo de asumirse inmola quincena, fregao, sácalas a bailar. Paséyalas. sobre la musladera. Con el guache barrí toda vilizarse. Se corrientaba pa Pirinoléyalas. Que le taconeyen. Y que le onomatopeyen como yegua. Escoge, azuzó, pero rila localidad. Los gorrudos indumentaban a la conducta vaquerona. Excluido por un fulano, bailarla de a cartoncito de cer- memba, mercancía magullada hay que pagarla. Resorteé como si el sillón juyera por un tope que anfitroneaba trajeado. El saco de tercio- veza. No faculto, le espadeé. pelo rojo me desposeyó un pedo. Era el dueño a alta velocidad. Me acodé a la barra. Enpadronado de que el contacto se había allegado. Era enrisque de pelar los del changarro. Por fin el diablo me acondicionaba trato. De espaldas ojos. El fulano seguro y ya concentrizaba en la pista. Para deshuesar el no se guacha tan alto, sorné. El exubere del saco inmoderaba en lo tiempo, me inequivoqué otra cerveza. Carmen, se me perdió la medachillón. Más que patrón semejaba presentador de programa de concurso. Aspiré domar el paso, pero apenas frené para operar la reversa llita, con el Cristo del Nazareno, que tú me regalaste, Carmen, resonó se giró hacia mí con una sonrisa puesta. en las bocinas. Boleto por viaje que oigo esa cumbia se me acontece Cachuqueaba, no era satanás, era Piporro. Quiubo tú, mondao, levantar polvadera. Y como si me dactilaran la mente, una chamaca ambientó, qué se te extrapoló. Se te traspapeló la hablada o qué o se me arrejuntó. Obtenme a guarachar, güero, o qué ¿te arredras? Y qué. Despenalízate el sombrero, instó, no perfilas que presentean las me apapachó con un pistón. Ira, botas nuevas. No me presuntes que damas. Condescendí azotar la maleta de la impresión. No la tires, ni no contagias centavos. Si armonizas con el latifundio. que fuera tu suegra, pelao. El firme tá muy disparejo, no vaya a ser que Tremebundaba unas nalgotas, la güerca, que desertaba el deseo se te achipote. Aquello era faena del diablo, confisqué. Qué machaca de asumirse inmovilizarse. Se corrientaba pa bailarla de a cartoncito servía Eulalio tan apartado de Nirvana, Nuevo León. Tú eres el diade cerveza. No faculto, le espadeé. Tas tullido o qué, güero. Yo te blo, acusé. Y consolidó la carcajada. Ah qué pelao éste tan alegórico. diagnostico sin percance. ¿O te hace drenaje la canoa? No califico Nombre, me han estigmatizao más gacho. Gracias por el piropo. No porque no concierno expelerme de la maleta. Pos qué transbordas

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ai. Además de tus truzones de alcahuete. Son estampitas de San Juan Bautista. Maculan como destino la parroquia de Nuestra Señora del Herrumbre. Si me las roban, les voy a desacompletar el colecte a los pobres catequistas. Átale un cordelejo, pelumbre, y la supuras con el rabillo del monóculo, reneceó. banderilléme otra bien helada, atosigué al cantinero. Ándale, güero, despensióname. Sácame a bailar. Ta vedado desunirme de la maleta, desenterré. Encárgala, muino, el cantinero te la protege. Nada le acontecerá. Y bailamos arrumacao y asuncionamos. No puedo, calambreé, entonces la chamaca ladineó, me amacizó los brazos y me sangoloteó. Cómo rejijos que no procede. Se puede porque se pudo. Y taconeamos la tierra apisonada con la maleta de mal tercio. En ni un contravine me desacoplé de ella. Ni al girar el «Pávido Navido» desuñé el asa. No fuera a apresar pista de despegue. La chamaca se me reuntaba sin recato. ¿Te gustan mis tetotas, güero? Las alquilo pa juntas privadas. Me las ahincaba con tanta industria que se me izó la monda. Ira, güerito, y yo maliciaba que no comportabas nuncio. Corazonaba que no eras un mano desfallecida. Con maña le hurgoneé una nalga. Eso mero, güero, apañe. Que mañana no va a estipendiar. Esmeramos dos polkas y entonces la chamaca me entrevistó. Qué portas en la maleta, artero. Segurito fajos de billetes. Si no, por qué no te la ahuecas ni para manosearme con llenadera. Ya te relaté, son artículos de culto. No me inviertas, güero. Mi olfato contrasta que pasajeras billetes y un cabrito tierno. O por qué salpica moronga tu atado. Conduce, conmigo no pende malograncia. Si amparas onde dormir te sufrago a mi casa. Te acato como rey. Qué contiene el beliz. ¿Traes carne importada? Apenitas me colocaba a objetar, un paisa se nos acopló y aladeó: que no te chanchulle. Trae una gallina muerta. Por eso el pestazo y la sanguasa. Es santero. Ay, rezongó la chamaca, estos pinches fuereños exóticos. ¿Por eso ejerces tan raro, eda, güero? Esos son orfebres del chamucho, y a eso no le instruyo. Ni con paga dobleteada. Y se me

desarmazonó. Se desapropinó sin cobrar la ficha. Qué jijos, contubernié. El fulanejo se desfachateaba de risa en mi jeta. Ora, cabrón, anodiné. ¿Alboroto en gallera ajena? Pegaba carcajadas de lechuza. Te vas a miar, palomeé, y me acarrié la mano a la sobaquera. Sosegado, Fortunato, me desaceleró. Soy el indicao. Acudo por la carga. Repatrié el percutor a la cámara del revólver. A qué enbrome desapropiado, pelao, le alcantarillé. De a tiro y te tizno tu miércoles de ceniza de un plomazo. Maciza ésta chingadera y decae el sobre con la recompensa. Voy a miar, escudó, por el susto. No es bueno quedarse el miedo. Aferra la maleta y luego meas, escupes, defecas o lo que te supure, contraje. No te malogres, Fortunato, viajo al mingitorio y regreso por la maleta. Mientras báilate un shotiz con una potranquita, aspavientó. Y pegó carrera. Hijo de su espumosa madre, chasqueé. Ánimo de zapatear nunca recogí. Y ora que se había apersonado el fulano menos. Pero como la fila para miar se prolongaba hasta el exterior del local, no era tan mala puntada correccionarse una pieza. Me arraigué a diseccionar a las güercas montadas en las bancas de maderas. En pos de una que me engordara el ojo. Pecosita, nalgas de dromedario (glúteos en la espalda), cetrina. Sobraban pa darse lujo hasta de descarte. A mí se me retrepó el escase. Las guaché con detengo una por una. Pero ni una me sediceaba el libido. Me petrifiqué en la penúltima y le tendí la baisa. Pero rectifiqué al devanear una sonrisa de dientes chuecos. Guaché por un costao del lupanar que el fulano retachaba del baño. Pero era en descalculo tarde. Cuando estiré la baisa a la última chamaca comenzó a sonar «Mary had a little lamb». La clientela del tugurio, practicada en la cumbia y la redova, se momificó. La chamaca que restaba era el diablo. Que se irguió sobre su pata de chivo y su pata de cabra. Los cuernos arañaban el techo. Se comenzó a retorcer en su lugar. Qué, conmigo no bailas, me incordió. ¿Te parezco demasiado feo? ¿Conmigo no bailas, cabrón? ¿A mí no me sacas a bailar?, me decía sin dejar de retorcerse. •

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Dosis diaria de humor

Alberto Montt

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Autopsiar la muerte

Arnoldo Kraus

S

iempre ha sido fácil asesinar. Morir, en cambio, es más complejo. En las calles viejas, se muere, por medio de piedras o palos; en las calles modernas, por bombas, o si se equivocan los gringos, por drones (extraviados, por supuesto). En la literatura se muere con palabras, en la poesía con silencio, en el cine en la pantalla, y en la música entre notas. Matar no es parte de la vida, es parte de la condición humana. Basta abrir la vieja Biblia, hojear los periódicos de ayer y los de hoy, y leer novelas, viejas o nuevas, da igual. En infinidad de escritos, periodísticos o pertenecientes a la ficción, la muerte está presente. Nuestros ancestros, y nosotros mismos, nos hemos esmerado en buscar evidencias en el cuerpo del muerto para indiciar al asesino o para saber las razones por las cuales el escritor decidió acabar con su personaje. La curiosidad es ilimitada: acabó con la vida del gato y alimenta al ser humano. Los forenses utilizan bisturís y finas técnicas científicas. Largos días e incontables lecturas requiere la ciencia para comprobar sus hallazgos y transformar hipótesis y teorías en realidad. Los escritores lo hacen gracias a palabras mortales o eliminando los sitios donde podrían guarecerse sus personajes. Aunque las autopsias se crearon con fines médicos y científicos, con el tiempo también se han utilizado para aclarar las causas de las muertes violentas o de los asesinatos por motivos políticos. Por medio de ellas, se busca esclarecer la verdad. La idea es lógica: se basa en la ciencia; la realidad, en cambio, es frágil: se basa en la realidad. Cuando la violencia es la causa de la muerte, encontrar la verdad es complejo. Un ejemplo: sabemos el nombre del asesino de John F. Kennedy, pero ignoramos quiénes urdieron el plan. Sobran hipótesis y teorías, falta la verdad. Si eso sucedió, y sucede, con un personaje tan afamado, ¿qué no pasará con el 99.99% de las personas asesinadas en las calles, sobre todo en las del Tercer Mundo? La realidad prevalece sobre las hipótesis; en cambio, la verdad se escurre entre los dedos como el agua entre las manos. Quienes escriben ficción y asesinan a algunos de sus personajes tejen sus propias autopsias. Si escriben a lápiz utilizan gomas de borrar; si lo hacen por medio de la computadora, activan la tecla suprimir o esperan a que un apagón borre las últimas líneas. La ficción, a diferencia de la ciencia, sólo requiere de su verdad. El escritor es dueño de sus textos: no necesita ni comprobación ni autorización. Esa suerte, o realidad si se prefiere, exige no engañar a la ficción y no venderse al

mejor postor. El autor puede asesinar cuando el giro de la trama lo requiera, cuando no tenga más que decir, cuando el editor reclame la entrega inmediata del manuscrito, o cuando el escritor se transmute en el lector absorbido por la trama y por la emoción de saber cómo terminará el relato. Las autopsias del escritor caminan por senderos propios. Un lápiz no es un bisturí, una goma no es alcohol, un papel no es piel, un habitante de novelas no es igual a una persona verdadera, un muerto por palabras difiere de un cadáver destazado y arrumbado en la morgue, y un personaje construido con esmero no aporta los mismos datos que una biopsia en el microscopio. Las autopsias de los escritores son sui géneris. Son veraces: siempre reproducen la realidad. A pesar de los grandes avances médicos y del imparable conocimiento, incluso en hospitales renombrados, muchas veces, aunque sean numerosos los estudios y se practique la autopsia, no es posible afirmar por qué murió el muerto. Lo mismo sucede en la mayoría de las morgues encargadas de recoger a los cadáveres de las calles. Salvo cuando la bomba le voló la cabeza al cuerpo, no es sencillo encontrar las razones por las cuales el cadáver abandonado en las calles, mordido por las ratas y achicado por el olvido, encontró la muerte. Quienes laboran en las morgues lo saben: destazar cadáveres no es sinónimo de diagnóstico. Algunos profesores me reconfortaban. Cuando después de varias horas de trabajo, y de soportar el olor del excremento o de algún absceso, no lograba llegar al diagnóstico definitivo, me decían, frente al occiso, «la ciencia es grande y fuerte pero no infalible». Ahora, ya viejo, cuando ignoro las razones por las cuales falleció un paciente, recuerdo esas palabras sabias. «Hicimos todo lo posible», les digo, «incluso lo imposible, pero, lamentablemente, su ser querido falleció. Lo peor es que desconocemos la razón del deceso». La ficción, en contraste con la ciencia, goza de inmunidad: casi nunca se equivoca. Aunque a Dios, desde antes de la creación, no le gustaba el libre albedrío, un grupo de seres humanos desoyó sus consejos y optó por la libertad. Esa libertad puede ser infinita. A la ficción, y a quien la escribe, le permite decir sí, o decir no, cuando así lo determinen las circunstancias. La ficción nació con buena estrella. Es libre, es neutra, nunca inventa más de lo necesario, acomoda o desacomoda y escribe o desescribe. A diferencia de las dificultades que debe sortear la ciencia, ni la ficción ni la poesía tienen a quien rendirle cuentas.

Las comparaciones, en contra de lo que dice la sabiduría popular, no son odiosas, son necesarias. Todos los días, y todo el día, comparamos, no sólo con los de enfrente o los de al lado, sino con nosotros mismos. No es ni mejor ni más difícil ni más interesante producir ciencia que escribir literatura. Son rubros distintos, son disciplinas diferentes.

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DESCUBRE LA SELVA LACANDONA Y APOYA SU CONSERVACIÓN En la Selva Lacandona, Chiapas, cuatro ejidos del municipio Marqués de Comillas se organizaron para conservar su selva y fundaron cuatro empresas sociales ecoturísticas. Son ellos mismos los dueños de la selva y de los negocios, los administradores y operadores; gracias a que conservan su selva reciben visitantes y con ello obtienen ingresos para su desarrollo.

Canto de la Selva: Jungle Lodge

Campamento Tamandua

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Imagínate despertar en medio de la selva con el canto de las aves y el rugido de los saraguatos

Sueña bajo las estrellas y asómbrate con la selva que te rodea

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Instalaciones • 10 plataformas techadas para instalar amplias tiendas de campaña • Cada plataforma cuenta con terraza, sillas y hamacas • Módulo colectivo de sanitarios, vestidor y regaderas con agua caliente • Comedor y área de usos múltiples Actividades • Recorrido Dos Torres: Formación rocosa ubicada en la cima de una loma para con vistas de gran belleza escénica • Aguacaliente: manantiales de aguas termales sulfurosas • Cuevas: caverna inmersa en una loma rocosa

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Descubre la magia y los deslumbrantes colores de las mariposas

Selvaje: Centro de visitantes Ejido El Pirú

Siente el ritmo de la naturaleza y palpita con las aventuras que te ofrece la selva

Instalaciones • Exhibidor de mariposas vivas • Sendero interpretativo en la selva sobre la vida de las mariposas • Insectario para la reproducción de mariposas • Vivero de plantas de alimentación de las mariposas • Taller de artesanías elaboradas con alas de mariposas

Instalaciones • Puentes colgantes • Tirolesa • Muelles para nado • Terraza - comedor • Módulo de vestidores, baños y regaderas

Actividades • Visitas guiadas por el mariposario, insectario y vivero • Recorridos por el sendero interpretativo en la selva • Venta de artesanías y observación de su elaboración

Actividades • Descenso en kayak por el arroyo Manzanares • Caminata por el dosel de la selva • Descenso del dosel en tirolesa • Nado en pozas de aguas termales sulfurosas

Todas las actividades son guiadas por personal especializado Reservaciones: (+52) (55) 56166596 Asesorados por Natura y Ecosistemas Mexicanos A.C.


Las comparaciones, en contra de lo que dice la sabiduría popular, no son odiosas, son necesarias. Todos los días, y todo el día, comparamos, no sólo con los de enfrente o los de al lado, sino con nosotros mismos. No es ni mejor ni más difícil ni más interesante producir ciencia que escribir literatura. Son rubros distintos, son disciplinas diferentes. Cuando se indagan las causas de la muerte, ciencia y literatura difieren; ambas hacen acopio de sus instrumentos y de la sabiduría acumulada. El escritor sabe las razones por las cuales asesinó a su personaje. Unas son simples —se agotó la inspiración—, otras son freudianas —le cayó mal su personaje—, y otras son económicas —necesitaba vender su cuento—. En cambio, el patólogo o el forense con frecuencia ignoran las causas del deceso, no sólo por falta de conocimiento o por la imposibilidad de la ciencia, sino, porque a menudo, como decía un viejo maestro, los tumores no leen lo que dicen los libros (en eso, políticos y tumores se parecen). Los compromisos de los escritores y los científicos son diferentes. Los científicos, aunque sean provectos, deben entregar cuentas y demostrar que sus hallazgos son veraces y reproducibles. Quienes escriben ficción, salvo por respetar la ley mosaica no escrita, «no plagiarás», no necesitan comprobar nada, ni justificar por qué borraron lo que borraron, por qué escribieron lo que escribieron y, mucho menos, por qué no escribieron lo que no escribieron. Recurro otra vez a un ejemplo para explicar y reafirmar la bienhechora necesidad de comparar. La persona que muere mientras hace el amor pudo haber fallecido por esfuerzo, por tener tapadas las coronarias, porque la amante lo envenenó, porque se le rompió un aneurisma aórtico, o porque él mismo se suicidó tras afrontar la crudeza de su impotencia. La misma persona, construida por medio de palabras, en una novela, o en un cuento, también puede morir al hacer el amor. Cómo, cuándo, y después de cuántos encuentros amorosos sucumbió depende de la avidez erótica y sexual del narrador. Si

el escritor concluye que la razón fue mort d’ amour —muerte durante el coito— es suficiente. No tiene por qué destazar a su personaje en busca de alguna malformación o perturbación genital, ni pedir otras opiniones para determinar las causas del fallecimiento. Suficiente embrollo es decirle al lector, sobre todo si éste tiene la misma edad que el personaje literario, que la causa del deceso fue mort d’ amour. Muchos médicos-científicos quisieran llenar los certificados de defunción con ese diagnóstico en vez de inventar, o falsear las causas del deceso. Los médicos, casi siempre en plural, dedican incontables horas para dirimir las causas de la muerte. Sesionan, abren y cierran libros, piden opiniones y mandan innumerables exámenes. Buscan consenso. A pesar de estudios y más estudios, la ciencia médica es falible y con frecuencia insuficiente. Independientemente de las exquisitas tinciones y de nuevos microscopios que ven lo que nadie ve, en ocasiones las autopsias no consiguen aclarar, en un gran porcentaje de casos, las causas del deceso. ¿Quién escribió «no hay enfermedades sino enfermos»? El escritor, casi siempre en singular, dictamina desde la comodidad (aunque muchas veces es incomodidad) del escritorio de su casa. Quienes tejen ficción, o labran poesía, diagnostican la razón del fallecimiento por medio de palabras, silencios, lecturas. Lo hacen también sobre la piel. Las huellas, aunque se borren, siempre dejan algo. ¿Dónde leí que fue el desamor el causante de la muerte? ¿De cuántas muertes murieron los infinitos personajes de las novelas de mi infancia? ¿Con qué frecuencia el escritor no explica el destino final de sus personajes? Casi siempre ha sido fácil asesinar. Morir, en cambio, es más complejo. El muerto asesinado muchas veces no se entera de su proceso. Quien muere en la ficción pervive en la realidad. Si pudiese elegir morir entre una larga agonía y una bala callejera, optaría por la segunda, y, de preferencia, mientras leo un buen cuento o soy parte de él, o bien, si no es mucho pedir, mientras intento escribir un relato sobre cómo se muere en la realidad y cómo en la ficción. •

Casi siempre ha sido fácil asesinar. Morir, en cambio, es más complejo. El muerto asesinado muchas veces no se entera de su proceso. Quien muere en la ficción pervive en la realidad.

Pancho Villa toma Zacatecas • Eko y Paco Ignacio Taibo II • Sexto Piso • 2013

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El buzón de la prima Ignacia Estimada prima Ignacia: Este memorando es confidencial, y está protegido por el contrato colectivo número XSD3981zl/V.CON.CH./SR.DE.SEBO/DLP2983MN que rige a todos aquellos que entablan una relación con la publicación Reporte SP, como se trata en su caso de usted. Cualquier violación al mismo será penada con lo estipulado en las cláusulas MCMLXXXV y MCMLXXXVI, por lo que solicitamos absoluta discreción al respecto de este memorando. Ha llegado a los oídos de la redacción de la susodicha publicación que recientemente se le vio en un elegante coctel literario ingiriendo una botella entera de Rivotril, mezclada con Gin Tonic, tras lo cual se embarcó en una confusa diatriba en contra de los editores y editoras de Reporte SP, acusándolos de formar parte de una conspiración masónica-zionista-neoliberal-comunista, en colusión con organizaciones como la FIFA, la Walt Disney Corporation, el Banco Mundial y la Liga 23 de Septiembre para, a) Dominar el mundo y, b) Silenciarla a usted, la prima Ignacia, impidiendo que continúe esparciendo por el mundo su luz luminosa y su sabiduría. Como sabe, valoramos encarecidamente sus colaboraciones, pero mientras una Comisión de la Verdad esclarece los hechos, le solicitamos terminantemente que no ose aparecerse por la próxima FIL de Guadalajara, pues una publicación del prestigio de Reporte SP no puede darse el lujo de ver manchada su reputación por los desvaríos de una farmacodependiente resentida como usted. No nos obligue por favor a sacar sus trapitos al sol. Atentamente, La redacción de Reporte SP

¿Con que esas tenemos, machirrines y machirrinas de cuarta? ¿O sea, hellooooooo, ustedes piensan que con sus memorandos y sus amenazas van a intimidarme a mí, la prima Ignacia, única pluma valiosa que hace que los lectores se interesen por su pasquín infecto? Me podrán vapulear, me podrán calumniar, podrán seguir ocasionando con sus artimañas que no encuentre marido pero, óiganme pero requete bien, ¡jamás me podrán silenciar! Acabo de salir de una reunión con mis abogados, y me dijeron que ustedes y ustedas se podían meter por donde les quepan sus clausulitas de confidencialidad. Ja. Y doble ja. Y triple ja. Y de una vez se los advierto que como llegue en la fil de Guadalajara al stand de esa lamentable imitación de editorial que se pretende llamar Sexto Piso, repito, como llegue a ese stand de quinta, tome el dizque número especial con el que engatusan a todos los anunciantes incautos que se dejan, y no encuentre impresa esta colaboración, ¡se van a acordar de mí cuando tengan que comprar mi silencio después de una demanda millonaria! Ahí ustedes saben si quieren tentar a la suerte conmigo. Good luck, sweety pies. Y sí, admito a mucha honra que el Rivotril ha sido mi más fiel compañero de los últimos años. De hecho, ya está en trámite la patente de Rivo con Gin Tonic, un elixir de los dioses bautizado

Hazle una pregunta a la prima Ignacia. Si tienes la suerte de que en su infinita sabiduría la seleccione como la mejor del mes, recibirás gratis en tu domicilio el libro de tu preferencia de Sexto Piso.

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Estudié Economía en el itam, Finanzas en Harvard y Karma en la Universidad Tibetana, pero el verdadero aprendizaje lo obtengo en esa loca maravilla llamada vida. Si quieres que lo comparta contigo, no lo pienses más y consúltame en el siguiente correo electrónico: ignacia@sextopiso.com (PD: No hay censura pero por favor sean recatados y no me vayan a andar preguntando puras pendejadas).

como Cocktail Ignacia, que me sacará de pobre y me permitirá no tener que seguir aguantando sus majaderías. El Rivotril me extrae mi parte más creativa, y ya sé que están temblando porque les descubrí su complot y toda la cosa. Y si no, editorsuchos de pacotilla, explíquenme las fotos ultrasecretas que tengo donde salen abrazados con Steve Jobs, Joseph Blatter y José Ángel Gurría, haciendo unos conjuros para invocar los poderes especiales de you know who. ¿Qué, me van a decir que les estaban pidiendo sus recomendaciones literarias porque, como siempre, no tienen ni idea de ahora qué libro van a publicar el siguiente mes? Pronto, muy pronto, daré a conocer al mundo lo que sé, y entonces sí se arrepentirán de haberse metido con una prima tan correosa como yo. Como diría el Terminator: Hasta la vista babies!

Estimada compita Ignacia, Soy un escritor norteño, de Torreón, más concretamente. Me encantan los lonches del Payo, los tortillones de don Lolo y los burritos de yelera. Me apodan el Bad Boy de las letras del norte. No puedo revelar más datos de mi identidad. Espero que con esto baste para que sepas quién soy, pero por favor no lo publiques en tu respuesta a mi carta. Prima, estoy a punto de terminar la novela que va a desbancar a Los detectives salvajes de Bolaño. ¿Crees que el mundo está listo para conocerla, o mejor nos esperamos otros cinco años, como los que pasaron desde la primera vez que anuncié que ahora sí ya estaba a punto de acabarla?

Estimada Bestia Velázquez, Pero por supuesto que You can trust me, y de ninguna manera voy a revelar tu identidad. Honey, te entiendo perfectamente, a mí me pasa lo mismo con cada colaboración que hago en este lamentable panfleto. Antes de dar send en mi iPhone 6S me miro al espejo y me pregunto: ¿estarán los lectorcitos listos para recibir tanto torrente de sabiduría? Y pues, aquí entre nos, pues ooooooooobvio que ya sé que no, o sea, ¿has visto que, a pesar de mi advertencia en mi biografía, no dejan de preguntarme puras pendejadas, más o menos como del nivel de la tuya? Pero, mi vida, such is life, y sólo hay una forma de averiguar las cosas. Así que te recomiendo que te avientes al ruedo y pus a ver de a cómo nos toca. Aunque, eso sí, mientras publicas tu libro puedes seguir insultando e injuriando a todo el mundo que se te ocurra, y publicando tus columnas donde te haces el muy grueso con las drogas y las chavas y todo eso, para que si al final, Dios no lo quiera pero no desbancas a Los detectives salvajes, puedas decir que fue porque tus detractores aprovecharon la oportunidad para cobrarse tantos años de tu comportamiento de esa manera. De todos modos, ahorita te escribo en privado para que nos vayamos por ahí a tomar lo que ustedes en tu tierra llaman «unas cheves», y te puedo dar unos consejos ya más en privado y en corto, if you know what I mean, my dear Beast.




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