Reporte SP N°18 - FEBRERO 2016

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Reporte sp Número 18 • Febrero de 2016

Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso


SEXTO PISO Y LA xxxvii FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DEL PALACIO DE MINERÍA invitan a las presentaciones de

viernes febrero

sábado febrero

26

27

19 horas,

19 horas,

auditorio sotero prieto.

salón manuel tolsá .

che. Una vida

revolucionaria de Jon Lee Anderson y José Hernández. Con José Hernández y Bernardo Fernández, Bef.

recordar a los difuntos

domingo febrero

28

17 horas,

auditorio 4.

en busca de Kayla

de Arnoldo Kraus.

de Lydia Cacho y Patricio Betteo.

Con Arnoldo Kraus, Carlos Pellicer y Eduardo Rabasa.

Con Lydia Cacho y Patricio Betteo.

“ Después de cada

¡ VISÍTANOS EN EL STAND 301-302 DEL PATIO CENTRAL !

presentación, habrá firma de libros en el Salón de Firmas ”

sextopiso.mx

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EdSextoPiso

xxxviI FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DEL PALACIO DE MINERÍA Tacuba 5, Centro Histórico, Ciudad de México - Del 17 al 29 de febrero de 2016




Índice El árbol de las promesas  |  6 Ernesto Kavi

El Estado de seguridad  |  9 Giorgio Agamben

Odunacam | 10 Liniers

2 poemas  |  11 Francisco Pino

El Señor Cerdo  |  17 Instrucciones a los patrones  |  17 Johnny Raudo

El trabajo de consolación  |  19 Frédéric Boyer

There’s a Starman Waiting in the Sky  |  20 Alberto Montt, Antonio Helguera, dD&Ed, jis, José Hernández, Juanjo Sáez, Liniers, PowerPaola, Trino

Contribución a la historia universal de la ignominia  |  12

Psycho Killer  |  25

Los mayores fraudes espiritistas  |  13

El buzón de la prima Ignacia  |  27

Carlos Velázquez

Juan Cárdenas

Reporte SP • Año 3 • Número 18 • Febrero de 2016 • Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso • www.sextopiso.mx Impresión: Offset Rebosán • Editores: Diana Gutiérrez, Diego Rabasa, Eduardo Rabasa, Felipe Rosete • Diseño y formación: donDani Portada: ilustración de Hit emocional, de Juanjo Sáez (Sexto Piso, 2015).

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Recomendación de los editores

El árbol

Ernesto Kavi

de las promesas A

lo largo del tiempo, la Anunciación ha tomado diversas formas. La memoria del arte y de toda una civilización está marcada por la más hermosa de ellas. Una muchacha toma un cántaro, y sale de casa para llenarlo de agua. Junto al lago escucha una voz. Mira en torno suyo, a derecha y a izquierda, sin encontrar a nadie. Temblorosa, tira el cántaro, y el agua, como si se tratara de una secreta libación, se derrama sobre la tierra fértil. Vuelve a casa, toma la púrpura, y comienza a hilar. Es entonces cuando vuelve a escuchar la misma voz. Es un ángel quien le habla (¿con qué lengua? ¿cómo era su voz? ¿cómo la música de sus palabras?), y le anuncia que tendrá un hijo que, al nacer, redimirá a los hombres de sus faltas, los liberará de la culpa, y los aliviará del dolor. Es una escena misteriosa que el arte no se ha cansado de repetir, quizá porque ahí está cifrada la primera imagen de la vida. La muchacha parece menos asombrada por la presencia del ángel que por el anuncio del nacimiento de su hijo. Lo verdaderamente sobrenatural es la promesa del niño y de la maternidad, la promesa de un mundo completamente diferente del ahora conocido. Y podemos imaginar que todas las mujeres del mundo, al conocer la noticia de su embarazo, pensarán lo mismo que esa otra mujer que, en un remoto día, salió con su cántaro en busca de agua: que su hijo fue traído por un ángel, que su nacimiento es un milagro, que al crecer será justo y bondadoso y conocerá el amor, que protegerá a los débiles, y consolará a los otros niños del dolor. La niña de oro puro repite esa escena inmemorial. Jessica Speight, una joven estudiante, navega con un grupo de antropólogos sobre las aguas de un lago en algún remoto lugar de África. Ahí observa a unos gráciles niños sobre sus barcas. Mira sus pies, y se da cuenta de que no son

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niños como los otros: sus dedos están unidos, y forman una especie de muñón dividido en dos. Tienen el pie hendido, caminan sobre una leve herida de nacimiento. Pero ellos parecen ignorar su deformidad, y siguen con sus juegos. Nadie más se da cuenta de la presencia de esos niños, ni de la extraña forma de sus pies. Sólo Jessica. Al verlos, no sintió lástima, tristeza o asco —como podría haberle ocurrido al resto de su grupo—, sino alegría, una inexplicable y profunda alegría que la perseguiría el resto de sus días, como si se tratara de una revelación, como si esos niños fuesen pequeños ángeles humildes y deformes que iban a su encuentro para hacerle una promesa. Años después, ya en Londres, al nacer su hija, fruto de una relación con un hombre casado, Jessica se daría cuenta de que todas las promesas cumplidas llevan consigo la felicidad, pero también una astilla de desgracia. Jessica va descubriendo, poco a poco, que su hija no es como los otros niños. No tiene ninguna deformidad; es una niña hermosa. Su peculiaridad es invisible. Los médicos, después de largos exámenes, le detectan problemas de aprendizaje. Anna no logrará nunca controlar los números ni las letras, y no podrá entender las reglas más elementales de la vida. No conocerá la ambición, la rivalidad, la envidia, la lujuria, el desprecio. Como si se tratara de una de las criaturas más indefensas de la naturaleza, no podrá enfrentarse sola al decurso de la vida, ni a los peligros que hay en la frecuentación de otros seres humanos. Ningún médico podrá dar un diagnóstico fiable de su enfermedad. Llevará por siempre un mal sin nombre. Lo único cierto es que Anna será una niña eterna. Vivirá en un presente encantado y perpetuo, en una fábula donde no existe la maldad y donde el dolor se oculta. Pero ¿qué enfermedad es esa? Los amigos de Jessica piensan que puede ser síndrome de Down, pero pronto se revelará que no es así. Otros creen que es retraso mental, deficiencia, idiotez, debilidad. Le llaman la Niña Idiota, la Tontita, la Muda, la Hermana Boba. Todos estarán equivocados. Quizá su enfermedad se re-

Cuando tratamos de hablar de seres extraordinarios —como lo son todos los seres que amamos—, las palabras siempre son escasas. Quizá porque ante ellos sólo nos hacemos una pregunta cuya respuesta no queremos conocer: ¿cómo sería el mundo sin ellos?


sume en una palabra sencilla y hoy, en nuestro mundo, herida y mutilada: inocencia. Toda la naturaleza, escribió Yeats, está llena de gente invisible. Algunos de ellos son feos y grotescos, otros, malintencionados o traviesos, muchos tan hermosos como nadie haya jamás soñado, y los hermosos no andan lejos de nosotros cuando caminamos por lugares espléndidos y en calma. Hay libros, semejantes a la naturaleza, que recogen a esos seres invisibles, grotescos y hermosos de los que habla Yeats. Hay libros que son como parajes espléndidos y en calma por los que podemos caminar cada tarde, hasta volver agotados y en paz a casa. Hay libros que nos conducen hasta el territorio de la dicha, y ahí nos enseñan que en ese lugar también vive el dolor, la muerte y la desgracia. La niña de oro puro es así, como el camino sinuoso y espléndido de la vida, como un paseo breve y solitario a través de un radiante lago sin orillas. Recorrer la novela de Margaret Drabble es recorrer ese lago; y conocer íntimamente a Anna es una forma de adentrarnos en el mundo de los inocentes. ¿Quién es exactamente ese ser extraño y hermoso que no parece crecer? ¿Es la promesa de una existencia mejor? ¿Es un ángel humilde y levemente herido, como los niños que Jessica vio en África? ¿La llave hacia la bondad, esa comarca inmensa donde todo se calla? ¿O una piedra, una preciosa carga que Jessica deberá llevar a lo largo del lento camino de la vida? Cuando tratamos de hablar de seres extraordinarios —como lo son todos los seres que amamos—, las palabras siempre son escasas. Quizá porque ante ellos sólo nos hacemos una pregunta cuya respuesta no queremos conocer: ¿cómo sería el mundo sin ellos? Preferimos el silencio, porque cualquier palabra sería aceptar un mundo sin los seres que amamos. Anna no es sólo una niña de oro puro; presentimos que es algo más. Es la prueba de que es posible ser mejores. Es la prueba de que es posible una vida pura, sin miserias morales, sin angustia, sin culpa, sin el remordimiento de no haber sido feliz. Es una existencia utópica. Es la presencia irrevocable de la bondad. ¿Cómo podríamos vivir sin ello? ¿Cómo podríamos vivir sin la niña de oro puro? Y sin embargo nuestro sangriento mundo se encarga de que sea así. Por eso la novela de Drabble —como todas las historias que merecen la pena ser contadas— es un consuelo por la pérdida de todo lo que amamos. «Es posible —dice Drabble— que cada año nazcan menos niños como Anna. Y eso es una pérdida, aunque la naturaleza de esa pérdida es difícil de describir. Es importante que lo reconozcamos como una pérdida, aunque no podamos describirla. Una inocencia, con niños como Anna, desaparecería del mundo. Se perdería una posibilidad de otra forma de ser humano, con todo lo que eso significa. Son los hijos de Dios […], pero ya no creemos en Dios. Sus vidas se ocultan con Dios […], pero el mismo Dios está hoy oculto. Dios ha huido, pero nos ha dejado a sus niños». La niña de oro puro es un libro de una difícil sencillez, quizá porque entre sus páginas no ocurre nada sino la vida misma. La amistad, la soledad, el desamor, el engaño, la angustia, la empatía. Nuestras

Porque, ¿acaso la inocencia y la bondad no son eso? Desear lo que tenemos. Desear la promesa que encierra toda vida, como una semilla que algún día, aun en la tierra yerma, germinará en un árbol de manzanas de oro puro.

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alegrías y miserias cotidianas. Pero también ocurre algo más. Este libro nos dice que en el centro de todo, en el centro de la banalidad y la costumbre cotidianas, existe la maravilla, existe una niña de oro puro que nos muestra que la vida verdadera, la vida alta y hermosa, no está en otra parte, sino aquí mismo, sobre esta tierra, entre nosotros. Y que en cualquier instante puede revelarse, y en cualquier ser, aun en aquellos que creemos menos propicios para la alegría y el asombro, es decir, en los más pequeños, en los más débiles, en los más heridos. Natalia Ginzburg dice que debemos enseñar a los niños las grandes virtudes y no las pequeñas. No el ahorro sino la generosidad y la indiferencia ante el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber. Quizá Natalia Ginzburg quiere decirnos que debemos enseñar a los niños a resistir en la inocencia, a permanecer en ella, y a convertirla en nuestra única morada. Quizá quiere decirnos que debemos enseñarles a ser niños de oro puro. Y es eso lo que nos llevamos al cerrar el libro de Margaret Drabble. No una historia, sino una lección para la vida. Al final de una de las tragedias más célebres y hermosas de Shakespeare, Julieta —otra niña eterna—, cuando lo ha perdido todo, cuando está sola, ya sin familia, ya sin amor, cuando está a punto de morir, dice: Y sin embargo sólo deseo lo que tengo. Y sabemos que eso es lo mismo que habría dicho Anna. Y que en esas sencillas palabras está todo el secreto de su inocencia y su bondad. Porque, ¿acaso la inocencia y la bondad no son eso? Desear lo que tenemos. Desear la promesa que encierra toda vida, como una semilla que algún día, aun en la tierra yerma, germinará en un árbol de manzanas de oro puro. •

La niña de oro puro Margaret Drabble Traducción de Antonio Rivero Taravillo Sexto Piso • 2015 • 296 páginas


k u r i m a n z u t t o programa de la galería programa de los artistas información

XYLAÑYNU. taller de los viernes curador guillermo santamarina abraham cruzvillegas | damián ortega | dr. lakra | gabriel kuri | gabriel orozco febrero 6 - marzo 19, 2016

todo bosque locamente enamorado de la luna tiene una autopista que lo cruza de un lado a otro chris sharp invita a rodrigo hernández a kurimanzutto febrero 6 - marzo 19, 2016

abraham cruzvillegas | empty lot, hyundai commission 2015, turbine hall tate modern, hasta marzo 20, 2016, londres abraham cruzvillegas | reconstrucción, museo de arte de zapopan, hasta mayo 29, 2016, zapopan adrián villar rojas | rinascimento, fondazione sandretto re rebaudengo, hasta febrero 18, 2016, turín allora & calzadilla | puerto rican light (cueva vientos), dia art foundation, instalación in-situ a largo plazo, hasta septiembre 24, 2016, guayanilla-peñuelas anri sala | answer me, new museum, hasta abril 19, 2016, nueva york danh vo | destierra a los sin rostro/premia tu gracia, palacio de cristal, hasta marzo 28, 2016, madrid gabriel sierra | before present, kunsthalle zurich, hasta febrero 7, 2016, zurich gabriel orozco | visible labor, rat hole gallery, hasta marzo 20, 2016, tokio leonor antunes | the pliable plane, CAPC musée d’art contemporain de bordeaux, hasta febrero 14, 2016, burdeos nairy baghramian | hand me down, museo tamayo, hasta marzo 13, 2016, ciudad de méxico rirkrit tiravanija | ufo (universal fantastic occupation), museo jumex, hasta febrero 14, 2016, ciudad de méxico


El Estado

Giorgio Agamben

de seguridad N

o podemos comprender la prolongación del estado de urgencia en Francia si no la situamos en el contexto de una transformación radical de un modelo de Estado con el que estábamos familiarizados. Antes que nada, debemos desmentir las declaraciones de las mujeres y los hombres políticos irresponsables, para quienes el estado de urgencia es un escudo para la democracia. Los historiadores saben perfectamente que es lo opuesto lo que es verdad. El estado de urgencia es precisamente el dispositivo mediante el cual los poderes totalitarios se instalaron en Europa. Así, en los años que precedieron la toma del poder por parte de Hitler, los gobiernos social-demócratas de Weimar habían recurrido con tanta frecuencia al estado de urgencia (estado de excepción, como se llama en alemán), que es posible decir que Alemania, antes de 1933, ya había dejado de ser una democracia parlamentaria. El primer acto de Hitler, después de su nominación, fue el de proclamar un estado de urgencia que jamás fue revocado. Cuando nos sorprendemos de los crímenes cometidos impunemente en Alemania por los nazis, se nos olvida que esos actos eran perfectamente legales, puesto que el país estaba sometido a un estado de excepción, y las libertades individuales habían sido suspendidas. No vemos por qué un escenario semejante no podría repetirse en Francia: es posible imaginar sin dificultad un gobierno de extrema derecha utilizando para sus propios fines un estado de urgencia al que los ciudadanos ya se han acostumbrado gracias a los gobiernos socialistas. En un país que vive en un estado de urgencia prolongado, y en el que las operaciones policiacas sustituyen progresivamente al poder judicial, debemos esperarnos a una degradación rápida e irreversible de las instituciones públicas. Esto es verdad en cuanto el estado de urgencia se inscribe hoy en un proceso que está llevando a las democracias occidentales hacia algo que debemos llamar Estado de seguridad («Security State», como dicen los politólogos estadounidenses). La palabra «seguridad» ha entrado con tanta fuerza en el discurso político que podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que las «razones de seguridad» han sustituido lo que antes llamábamos la «razón de Estado». Sin embargo, carecemos de un análisis de esta nueva forma de gobierno. Como el Estado de seguridad no forma parte ni del Estado de derecho ni de aquello que Michel Foucault llamaba las «sociedades disciplinarias», es conveniente que introduzcamos aquí algunas pistas para una posible definición.

En el modelo del británico Thomas Hobbes, quien tanto influyó en nuestra filosofía política, el contrato que transfiere los poderes al soberano presupone el miedo recíproco y la guerra de todos contra todos: el Estado es precisamente aquello que pone un término al miedo. En el Estado de seguridad ese esquema se invierte: el Estado se funda en el miedo y debe, a toda costa, prolongarlo, porque de ahí toma su función esencial y su legitimidad. Foucault ya había mostrado que cuando la palabra «seguridad» aparece por primera vez en Francia en el discurso político con los gobiernos fisiócratas antes de la Revolución, no era para prevenir las catástrofes y las hambrunas, sino para dejarlas advenir y poderlas gobernar y orientar hacia una dirección que estimaban provechosa. De la misma forma, la seguridad de la que se habla hoy no busca prevenir los actos de terrorismo (lo que es extremadamente difícil, si no es que imposible, puesto que las medidas de seguridad no son eficaces sino hasta después del primer ataque, y el terrorismo es, por definición, una serie de primeros ataques), sino establecer una nueva relación entre los hombres basada en un control generalizado y sin límites —de ahí la insistencia particular en los dispositivos que permiten el control total de los datos informáticos y de comunicación de los ciudadanos, incluida la obtención integral del contenido de las computadoras—. El riesgo, el primero que podemos subrayar, es la deriva hacia la creación de una relación sistémica entre terrorismo y Estado de seguridad: si el Estado necesita el miedo para legitimarse, se debe, en un extremo, producir terror o, al menos, no impedir que se produzca. Vemos así que los países siguen una política extranjera que alimenta el terrorismo que después deben combatir en su interior, y establecen relaciones cordiales, y aun venden armas, a Estados que, se sabe, financian a las organizaciones terroristas. Un segundo punto importante es el cambio de estatus político de los ciudadanos y del pueblo —quien supuestamente debía ser el titular de la soberanía—. En el Estado de seguridad vemos producirse una tendencia irreprimible hacia lo que debemos llamar una despolitización progresiva de los ciudadanos, cuya participación en la vida política se reduce a los sondeos electorales. Esta tendencia es aún más inquietante si consideramos que ya había sido teorizada por los juristas nazis, quienes definían al pueblo como un elemento esencialmente apolítico, al cual el Estado debe asegurarle la protección y el crecimiento.

El primer acto de Hitler, después de su nominación, fue el de proclamar un estado de urgencia que jamás fue revocado. Cuando nos sorprendemos de los crímenes cometidos impunemente en Alemania por los nazis, se nos olvida que esos actos eran perfectamente legales, puesto que el país estaba sometido a un estado de excepción, y las libertades individuales habían sido suspendidas.

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Según esos mismos juristas, existe una sola forma de politizar este elemento apolítico: por medio de la igualdad de origen y de raza, que va a distinguirlos del extranjero y del enemigo. No se trata aquí de confundir el Estado nazi y el Estado de seguridad contemporáneo: lo que debemos comprender es que, si se despolitizan los ciudadanos, no podrán salir de su pasividad más que si se les moviliza a través del miedo hacia un enemigo extranjero que no sea sólo exterior (fueron los judíos en Alemania, son hoy los musulmanes en Francia). Es en este marco que debemos considerar el siniestro proyecto de privación de nacionalidad para los ciudadanos binacionales franceses, que recuerda la ley fascista de 1926 sobre la desnacionalización de los «ciudadanos indignos de la ciudadanía italiana» y las leyes nazis sobre la desnacionalización de los judíos. Un tercer punto, cuya importancia no debemos desestimar, es la transformación radical de los criterios que establecen la verdad y la certeza en la esfera pública. Lo que primero llama la atención a un observador atento durante la lectura de los expedientes de crímenes terroristas, es la renuncia total a establecer una certeza judicial. Mientras que en un Estado de derecho un crimen sólo puede ser certificado por medio de una investigación judicial, bajo el paradigma securitario debemos satisfacernos con lo que dice la policía y los medios que dependen de ella —es decir, dos instancias que siempre han sido consideradas como poco fiables—. De ahí las increíbles lagunas y las contradicciones patentes en las rápidas reconstrucciones de los acontecimientos, que eluden conscientemente toda posibilidad de verificación y de falsificación y que se asemejan más al comadreo que a una investigación. Eso significa que al Estado de seguridad le conviene que los ciudadanos —a los cuales debe asegurar su protección— se queden en la incertidumbre con respecto a aquello que los amenaza, puesto que la incertidumbre y el terror van de la mano. Es la misma incertidumbre que encontramos en el texto de la ley del 20 de noviembre sobre el estado de urgencia, y que se refiere a «toda persona sobre la cual existen serias razones para pensar que

su comportamiento constituye una amenaza para el orden público y la seguridad». Es evidente que la fórmula «serias razones para pensar» no tiene ningún sentido jurídico y, en cuanto ésta reenvía a la arbitrariedad de aquel que «piensa», puede aplicarse en todo momento a toda persona. En el Estado de seguridad esas fórmulas indeterminadas, que siempre han sido consideradas por los juristas como contrarias al principio de certeza del derecho, se vuelven la norma. La misma imprecisión y los mismos equívocos existen en las declaraciones de las mujeres y hombres políticos que consideran que Francia está en guerra contra el terrorismo. Una guerra contra el terrorismo es una contradicción en los términos, puesto que el estado de guerra se define precisamente por la posibilidad de identificar de forma certera al enemigo que se debe combatir. En la perspectiva securitaria, el enemigo debe —por el contrario— permanecer en la imprecisión, para que cualquiera —al interior, pero también al exterior— pueda ser identificado como tal. Conservación de un estado de miedo generalizado, despolitización de los ciudadanos, renuncia a toda certeza jurídica: he ahí las tres características del Estado de seguridad, y que poseen todo para perturbar la mente. Esto significa que el Estado de seguridad en el que estamos entrando hace lo contrario de lo que promete, puesto que —si seguridad quiere decir ausencia de cuidado (sine cura)— incita al miedo y al terror. El Estado de seguridad es un Estado policiaco porque, debido al eclipse del poder judicial, generaliza el poder discrecional de la policía que, en un estado de urgencia que se ha vuelto la norma, actúa cada vez más como el único soberano. A través de la despolitización progresiva del ciudadano que, de alguna forma, se ha vuelto una especie de terrorista en potencia, el Estado de seguridad sale por fin de los dominios conocidos de la política y se dirige hacia una zona incierta donde lo público y lo privado se confunden, y de la cual aún no podemos definir las fronteras. •

El Estado de seguridad es un Estado policiaco porque, debido al eclipse del poder judicial, generaliza el poder discrecional de la policía que, en un estado de urgencia que se ha vuelto la norma, actúa cada vez más como el único soberano.

Odunacam • Por Liniers

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Traducción de Ernesto Kavi


2 poemas Francisco Pino

El piano

Madrigal-fin

El no haber sido ni en niñez ni en juventud, ni en madurez; tampoco en el dorado péndulo del sueño; y tanto en la vejez; tan sólo en la vejez:

el saber, los oídos y visiones, las lecturas de agendas; una mujer subiendo qué escaleras, qué dunas, qué potencias. ¡Y sólo en la vejez tocar la dicha de ser, de ser, de ser; lo anterior ni soñado ni vivido; la niñez, madurez, el empezar tan sólo en la vejez y abrir los ojos a la hermosura del estar viviendo, no soñando, y tocarlo todo en el piano de la vida con las manos y el pie

turnos de gracia.

11 A Esperanza

…Y un día acabaré donde tú sabes (y no, ¿mas quién lo sabe? ni sabes de su cómo, de su qué y yo donde sin donde, sumido en esta fiesta de increceres desollado de ti) ….. y seguirás corrigiendo los exámenes de tus alumnos niños en tanto un volar de hormigas voladoras suena en tu habitación, y un pero se mueve …..y yo ya no estaré ¡te moriré!

¿me vivirás?


Contribución a la historia universal de la ignominia «El sujeto tenía una pistola, estuvo amenazando a otros con la pistola, y no obedeció nuestra orden de levantar las manos».

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Timothy Loehmann, policía de Cleveland que mató de un disparo en el torso a Tamir Rice, un niño negro de doce años que jugaba en un parque público con una pistola de juguete en las manos. El video del asesinato muestra que Loehmann disparó al niño apenas llegar a la escena, cuando la patrulla en la que apareció con su compañero ni siquiera se había estacionado. Ambos policías fueron declarados inocentes de cualquier crimen.

«Estoy profundamente convencido de que nos enfrentamos a una invasión organizada, y no a un movimiento espontáneo de refugiados». Miloš Zeman, presidente de la República Checa, en su mensaje navideño a la nación.

«El capitalismo necesita a los sindicatos criminales y a los mercados criminales… Esto es lo más difícil de comunicar. La gente —incluso la gente que estudia el crimen organizado— tiende a pasar este hecho por alto, y en vez de ello se insiste en una separación entre el mercado negro y el mercado legal. Es la mentalidad que hace que la gente en Europa y en Estados Unidos piense que un mafioso que va a la cárcel es un gángster. Pero no lo es, es un hombre de negocios, y su negocio, el mercado negro, se ha convertido en el mayor negocio del mundo». Roberto Saviano, en una entrevista con el periodista británico Ed Vulliamy, aparecida en The Observer, la edición dominical del periódico The Guardian.

«Los cárteles del narcotráfico no son adversarios del capitalismo global, y ni siquiera pastiches del sistema: son los modelos a seguir. El libre comercio a través del continente americano no lo inventó Bill Clinton, con los presidentes de México y Canadá: lo inventó Pablo Escobar». Ed Vulliamy, The Guardian.

«Los cambios que ocurren mientras estoy aquí sentada me hacen dudar de mi propia existencia. No tengo fotos recientes de mí misma, ni selfies, tan sólo viejas fotos de Facebook, fotos granuladas tomadas en el juicio y mi retrato para la ficha policial, como testimonio de los últimos seis años de mi vida. Cuando todo el mundo está obsesionado con Twitter, Instagram, SnapChat y Whatsapp, comienzo a sentir como si no existiera en un sentido real, importante. Al vivir en una sociedad que dice “Si no existe una foto es que no sucedió”, me pregunto si entonces sucedió (…) En ocasiones me siento más que vacía; siento que no existo». Chelsea Manning, anteriormente el soldado Bradley Manning, quien adquirió notoriedad mundial por filtrar a Wikileaks miles de documentos clasificados del gobierno de Estados Unidos, encarcelado en una prisión militar como consecuencia.

«Y dejemos de pagar las cuentas de estos países ricos en petróleo. Estamos pagando algunas de sus escaramuzas, que se producen desde hace siglos, los que llevan peleando entre sí y gritando “Alá Akbar”, llamando a la jihad contra el otro bando eternamente. Como he dicho antes, dejémoslos que… salgamos de ahí… y que Alá arregle sus problemas». Sarah Palin, en un discurso de apoyo formal a la candidatura de Donald Trump, ofreciendo una peculiar interpretación de los conflictos en el mundo árabe en los que, por supuesto, Estados Unidos no tiene absolutamente nada que ver.


Los mayores

Juan Cárdenas

fraudes espiritistas C

uando tenía diez años mi familia estuvo amenazada de muerte. A diario recibíamos dos o tres llamadas anónimas. El hostigamiento creció con el paso de las semanas hasta volverse algo insoportable. Nos llegaban casetes con amenazas y nuestras propias llamadas grabadas. Así nos hacían saber que nuestro teléfono estaba intervenido. Al principio mis padres solicitaron la ayuda de los organismos de seguridad y nos asignaron un grupo de escoltas. Poco después alguien alertó a mi padre sobre la posible participación de esos mismos escoltas en la trama. El miedo se apoderó de la familia y resolvimos huir. Una madrugada, aprovechando un descuido de los guardaespaldas y sin tiempo de empacar demasiadas cosas, mis padres, mi hermana de cinco años y yo escapamos en el carro de unos amigos de la familia. Mi padre condujo a toda velocidad por la Panamericana en dirección al norte. Pasamos por Cali y nos detuvimos unas horas en Buga para almorzar y hablar con mi tío abuelo Hernando, que entonces ocupaba un alto cargo en la procuraduría del departamento. Él nos recomendó seguir adelante con la huída, nos explicó brevemente cómo se intervenían los teléfonos, dijo que haría todo lo posible para investigar el asunto y nos dio la bendición. Después de almorzar en su casa, mi hermana y yo estuvimos viendo muñequitos en la tele durante un par de horas. Luego volvimos a la carretera. Pasamos a toda velocidad por Tuluá, Calarcá, Armenia, Ibagué, Guamo, Espinal y Girardot. Cuando llegamos a Melgar ya era casi medianoche y mi padre estaba demasiado cansado para seguir conduciendo. El único lugar donde pudimos encontrar una habitación fue un hotel instalado en una casona colonial en cuyo patio central habían construido una piscina. El señor que nos atendió en el mostrador ni siquiera se molestó en encender las luces del patio cuando íbamos de camino a la pieza. El agua de la piscina se agitaba suavemente en la oscuridad. Las escaleras de madera chirriaban. En el techo de la pieza había un ventilador con las aspas descascaradas que a duras penas conseguía trasladar las masas de calor de un rincón al otro. Nos duchamos. Había dos camas. Mi hermana y yo nos acostamos pronto en una de ellas. Mis padres se quedaron en la otra, contando plata, trazando planes en papeles, acordando claves secretas para referirse a las cosas importantes. Entonces sonó el teléfono de la pieza. Una vez, dos, tres veces. El timbre debía de estar molestando a los otros clientes del hotel. Se lo oía retumbar en el pasillo, en todo el patio. Por fin, mi padre contestó.

cosas no supieran vibrar saldrían disparadas en fragmentos. Es la vibración lo que les permite resistir y durar. En lugar de oponerse a las fuerzas, las cosas se dejan atravesar y vibran. Beckett: «reinstaurar el silencio es el papel de las cosas», pero solo a condición de que ese silencio sea como un cuero tensado que vibra y sobre el cual, eventualmente, podría pintarse la figura de un animal con la sangre del propio animal. Una figura muda. Casi toda la vibración es silenciosa. Solo una mínima porción está ahí para el oído. El metro pasaba por debajo del suelo y la mesa vibraba. La pieza tenía muy pocas cosas. Una cama, una mesa. Yo pasaba mucho tiempo solo y era infeliz. A veces, por las noches, dejaba que un objeto pequeño, un dado, por ejemplo, se desplazara casi imperceptiblemente por el suelo de la pieza, animado solo por la vibración del tren subterráneo. Después de unas horas el objeto siempre desaparecía.

Cuando tenía diez años mi familia estuvo amenazada de muerte. A diario recibíamos dos o tres llamadas anónimas. El hostigamiento creció con el paso de las semanas hasta volverse algo insoportable. Nos llegaban casetes con amenazas y nuestras propias llamadas grabadas.

Habría que propiciar más a menudo cierto estado de alerta ante la vibración. Todo vibra. Si las cosas no vibraran se romperían. Si las

Los viejos teléfonos de disco me dieron miedo durante muchos años. Ahora me parecen aparatos inquietantes. Echas la voz en un tubo que transforma las ondas sonoras en impulsos electromagnéticos que viajan por un cable hasta otro tubo que los vuelve a transformar en ondas sonoras. Mientras no suenan te miran circunspectos desde una mesita como cabezas humanoides recién cercenadas. La rostridad del teléfono, la expresividad indescifrable: ¿Bostezo? ¿Carcajada? El miedo que me producían se fue transformando poco a poco en fascinación. Precisamente uno de mis mecanismos de defensa consistió en lograr que me fascinara tener miedo. Nunca me asusto. Lo macabro me produce risa cómplice. El horror me deja mudo pero no me da miedo. En la adolescencia me gustaba jugar a grabarme en cintas de casete. Imitando voces ajenas, casi siempre femeninas, me dedicaba a inventar amenazas dirigidas contra mí mismo. Luego las escuchaba en mi walkman, echado en la cama. Supongo que fue a través de ese juego como logré hacerme con el monopolio de mi miedo. Solo yo puedo destruirme. Solo yo puedo inducirme a la locura. Esta es la historia de Nipper, el fox terrier delante del fonógrafo. En 1884 Mark Barraud, su primer dueño, lo encontró en una calle de Bristol. El animal se había extraviado, así que no se sabe nada de su vida anterior. Cuando Mark murió, en 1887, el perro pasó a manos del hermano menor del difunto, Francis, que entonces vivía en Liverpool. Francis era un pintor poco exitoso del cual no se recuerda ninguna obra aparte de la famosa pintura del perro. Nipper llegó a Liverpool junto al resto de la herencia que Mark le había dejado a Francis: un reproductor magnetofónico con algunos cilindros, entre los cuales

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se hallaban algunas grabaciones de la voz de Mark. Cuando Francis ponía los cilindros en el reproductor, el perro se quedaba inmóvil delante de la corneta, aparentemente hechizado por la voz de su difunto amo. Nipper murió en septiembre de 1895, pero Francis debió de quedar muy impresionado por la actitud del perro. Tres años después pintó el lienzo, que fue registrado con el nombre de «Perro mirando y escuchando un fonógrafo», aunque poco después Barraud cambió de idea y lo tituló «La voz de su amo». Al principio intentó exponerlo en la Royal Academy, pero el cuadro fue rechazado por la institución. La misma suerte corrió cuando intentó vender la imagen en distintas revistas. Le dijeron que nadie sabría bien lo que el perro estaba haciendo en la pintura. Más tarde llamó a las puertas de la Edison Bell Company, fabricante de los reproductores. «Los perros no escuchan el gramófono», fue la respuesta que obtuvo. Finalmente, después de algunos ajustes sugeridos por la compañía —cambió el reproductor de cilindros por un tocadiscos con corneta de metal—, el cuadro fue adquirido por William Barry Owen para la Gramophone Company, donde se convertiría en un icono publicitario. Barraud recibió solo dos pagos de cincuenta libras y con el tiempo acabó perdiendo los derechos de la pintura modificada. El cuadro original se encuentra actualmente en las oficinas de emi, sucesora de la Gramophone Company. Barraud murió a los 69 años sin haberse hecho rico. Manolo trabajaba como albañil. Los trabajos no le duraban porque era alcohólico. Tarde o temprano acababa metiendo la pata y los jefes de obra no lo volvían a llamar. Compartía un piso oscuro y húmedo con un anciano marroquí, aunque no solía aparecer por allí más que algunos días a la semana. Casi siempre estaba tomando botellines en la barra de La Mina, en la calle Ave María. A veces, cuando le pagaban bien por alguna chapuza, bebía cuatro o cinco días seguidos y acababa en el hospital. En una de esas ocasiones los médicos descubrieron que tenía tuberculosis, una enfermedad de otros tiempos. Ángel, Natalia y yo fuimos a visitarlo. Tuvimos que ponernos mascarillas para entrar a la pieza. Al vernos llegar sonrió con los cuatro dientes que le quedaban. Manolo, que era uno de esos extremeños morunos con la piel oscura y curtida, había servido en la Legión y se definía políticamente como un racista moderado. Una noche llegó al restaurante de Ángel quejándose de un dolor de muelas. Natalia y yo, que entonces trabajábamos allí de camareros, le arrancamos la muela picada con un hilito. Nos costó lo suyo. Tuvimos que tirar durante un buen rato. Aunque se había pasado todo el día bebiendo y debía de estar un poco anestesiado, Manolo lloró de dolor. Cuando conseguimos extraer la muela se puso a mirarla, sonriendo con la boca ensangrentada. «Os la podéis quedar», dijo. Manolo siempre estaba regalándonos cosas. Para hacer algo de plata a veces se ponía a vender en el rastrillo clandestino junto al Casino de la Reina. En esa clase de mercados callejeros se produce una circulación de objetos raros, cosas imposibles, venidas de no se sabe dónde, sacadas de otro tiempo, como la tuberculosis de Manolo. Una montaña de zapatos sin sus pares, dentaduras postizas, relojes taiwaneses con agua verdosa por dentro de la mica, monitores de ordenador rotos, tocadiscos inservibles, aparatos de betamax, view masters, condones caducados, polaroids borrosas. Por lo general esos

rastrillos están controlados por señores magrebíes y la distribución del espacio se negocia puntillosamente de acuerdo a códigos inaccesibles. Vaya uno a saber cómo había logrado Manolo que lo dejaran comprar y vender allí. En todo caso, cada vez que había un cumpleaños, unos reyes magos o cualquier celebración que implicara intercambio de regalos, Manolo aparecía con cosas sacadas del rastrillo. En unos amigos invisibles que jugamos en la Navidad de 2001 recibí de su parte un ajuar completo que incluía dos libros de Harold Robbins, un mechero bic, un control de Nintendo, una libreta cuadriculada con algunas páginas sin garabatos, un dado cargado que siempre caía en seis y tres cintas de casete. En la versión modificada de la pintura de Barraud, Nipper forma con el gramófono un triángulo cuya base es un poco más larga que los otros dos lados. El vértice superior no es el encuentro de los dos elementos de la composición, sino la inclinación de la cabeza del perro. Más o menos así: CABEZA

NIPPER GRAMÓFONO

A pesar del aparente equilibrio que se consigue mediante esta disposición tan geométrica, la pintura es un plano de tensiones en el que Nipper claramente va perdiendo la batalla. La base del triángulo está lejos de ser un espacio neutral de encuentro, pues es evidente que forma una unidad con el gramófono. Dada la escala de los tonos —del negro lacado al marrón al bronce—, el aparato surge como una floración del suelo, donde se encuentra profundamente arraigado. El contraste con Nipper salta a la vista. El perro es de un tono mucho más claro y su situación respecto a la base no es nada firme, sino más bien etérea, al punto de que ésta actúa como un espejo: Nipper está suspendido sobre su propio reflejo. Desde luego al ver la pintura no podemos escuchar «La voz de su amo». Es solo al leer el título que nos hacemos una idea de lo que está ocurriendo. Esa voz es la fuerza que explica la posición de la cabeza del perro, la sutilísima asimetría de la composición. Podríamos decir que existe una primera dirección de la circulación de energía, una energía que sale del suelo, sube por el gramófono, brota en la corneta, se propaga por el aire y llega al perro. En ese punto, dentro de Nipper, se produce una inversión de la dirección de circulación de energía. Allí la voz se convierte en una llamada cuyo propósito sería enmendar el vínculo de dependencia ontológica, roto tras la muerte del amo. Esta energía, ya modificada, surge entonces desde Nipper, asciende por su cuerpo, pasa por su cabeza, se introduce en la corneta, en el gramófono y finalmente se asienta en el suelo. El drama del perrito consiste en que ya no puede escuchar otra llamada que

Precisamente uno de mis mecanismos de defensa consistió en lograr que me fascinara tener miedo. Nunca me asusto. Lo macabro me produce risa cómplice. El horror me deja mudo pero no me da miedo.

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no sea la del amo. El perrito —aburguesado y sin ningún horizonte de emancipación a la vista— está dispuesto a bajar al inframundo con tal de recuperar el alma perdida, el fantasma que le devolverá la identidad. Aunque eso signifique morir.

CABEZA NIPPER GRAMÓFONO

Una de las tres cintas que me regaló Manolo era un casete sin fin, de los que se usaban en los contestadores automáticos. A partir de los sesenta y tres fragmentos de mensajes que contenía la cinta es imposible reconstruir alguna narrativa interesante, mucho menos una fábula filosófica. Había invitaciones, recados de trabajo, gente cobrando dinero, gente vendiendo cosas, una novia cabreada, una amante que llama desde una cabina y pregunta si han cambiado la cerradura del portal, más gente vendiendo cosas, un veterinario que pregunta por la dueña de un perrito, ancianos que se equivocan de número y tosen y esperan antes de decir «oiga, oiga». Era una cinta formidable. Me gustaba escucharla con las luces apagadas. Las voces eran como papelitos en llamas dentro de una lata. El significado ardía.

«calentano» repetidas veces. Otro día rompieron el cristal del salón. Yo estaba en uno de los cuartos viendo la tele cuando escuché el estallido. Corrí a la ventana para asomarme y los vi mientras se ocultaban detrás de un carro. En el suelo encontré una piedra de buen tamaño a la que habían atado un papel. Al abrirlo encontré una nota con más insultos. No recuerdo haberme sentido especialmente ofendido. Entonces tenía la impresión de que mi vida transcurría en una esfera paralela. Con esto no quiero decir que mi situación de peligro me hubiera eximido de tener que afrontar estas cosas por las que pasan todos los niños, ese teatro donde se disputan tantos poderes, pero sí es cierto que la amenaza, la sensación de incertidumbre y la necesidad de tener que hacerme cargo de mis sentimientos en caso de que ocurriera una desgracia, me obligaban a ver ese mismo teatro con cierta distancia. Era capaz de vivirlo como si le estuviera ocurriendo a otra persona. Era capaz de no tomarme los insultos como algo personal. Intuía bien que esos niños no eran almas perversas sino potencias vitales. Y yo las veía actuar, con algo de miedo y estupor, como quien se pone a ver una tempestad eléctrica por la ventana y se estremece cada vez que ve caer un rayo. Una tarde salí del apartamento y me dejé las llaves adentro. La amiga de mis padres no llegaría hasta varias horas después, así que no tendría más remedio que esperar. Después de leer tres o cuatro veces seguidas un Condorito salí a pasear por el complejo. Estaba empezando a oscurecer. El cerro de Guadalupe, tocado con una telita de neblina, era como un gigantesco morro de criptonita del que salían y entraban pájaros. Había estado lloviendo todo el día y el aire se sentía muy húmedo, las hojas de los árboles todavía goteando un poco. Llegué a la puerta del conjunto y aprovechando un descuido del portero salí a la calle. Me alejé casi al trote y cuando me supe a salvo empecé a caminar con calma. No sé por dónde. Caminé. La ciudad era para mí una completa desconocida. Me perdí muy pronto. Y perdido seguía caminando sin voltear a mirar. Giraba en círculos, luego una plaza, luego otra calle, una iglesia y toda esa gente que me salía al paso y todos esos perros callejeros con los que tropezaba y que parecían tanto o más confundidos que yo porque la lluvia había lavado los rastros de orines que usaban para orientarse. Y los negocios, las vitrinas llenas de objetos religiosos, de joyas, de remedios milagrosos, el jabón del Negro Felipe, la pinturita de José Gregorio Hernández, el sahumerio, las vendedoras de agüitas aromáticas, las mesas enanas desde las cuales despachaban los tinterillos y tramitadores. Cuchitriles donde se tomaban fotos para documentos. Revelado en una hora. Los buses que dejaban a su paso un chorro de humo negro que no acababa de disiparse. Restaurantes de corrientazo, billares, canchas de tejo, cafeterías. Tenía miedo de no saber cómo regresar pero igual seguía caminando. Y a medida que el alumbrado público se iba encendiendo crecía dentro de mí una dicha nueva que casi me quitaba el aliento. La ciudad se abría para tragarme y yo me entregaba a la experiencia convencido de que deseaba crecer, transformarme en otro, cambiar de nombre cada año, dejarme barba, tener varias cédulas, dormir en un lugar distinto todos los días. •

El drama del perrito consiste en que ya no puede escuchar otra llamada que no sea la del amo. El perrito —aburguesado y sin ningún horizonte de emancipación a la vista— está dispuesto a bajar al inframundo con tal de recuperar el alma perdida, el fantasma que le devolverá la identidad. Aunque eso signifique morir.

Durante la época de las amenazas mi hermana y yo, unas veces juntos, otras separados, circulamos por varias casas de amigos de mis padres. Recuerdo haber vivido unas cuantas semanas en el apartamento de una mujer cuyo nombre he olvidado. Fue en Bogotá, en las torres Jiménez de Quesada, un complejo de cinco edificios funcionalistas de los años 70, al pie del cerro de Guadalupe. La mujer era muy amable y cariñosa pero no podía pasar mucho tiempo conmigo porque siempre estaba muy ocupada. A mí Bogotá me parecía un lugar lúgubre donde hacía mucho frío y la gente era antipática. La mujer me dio una llave y permiso para jugar en los alrededores del edificio, pero fue muy estricta en que no debía traspasar las rejas del conjunto residencial. Incluso dio órdenes a los porteros para que no me dejaran salir bajo ninguna circunstancia. Por extraño que parezca, esa fue la primera vez que me sentí libre de hacer lo que me diera la gana. Como no tenía ninguna obligación, disponía de todo el tiempo para dibujar, pasear, leer o ver la tele. Por prudencia, timidez, miedo o lo que fuera me había vuelto un poco receloso y procuraba mantenerme alejado de los otros niños con los que me cruzaba en el complejo. Al parecer ellos no se tomaron muy bien que yo quisiera estar solo. Un día me encontré a cuatro de estos niños en la zona de juegos. Me preguntaron quién era, de dónde venía, se burlaron de mi acento, de mi ropa y me llamaron «payaso» y

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El Señor Cerdo

A

l Señor Cerdo en alguna ocasión le platicaron durante una bacanal de varios días, como aquellas que tanto disfruta, que uno de esos filósofos atormentados que disfrutan amargándole la existencia a todos los demás escribió hace poco más de un siglo que nos encontrábamos en la época de los profesores universitarios y de los periodistas. Dispuesto a encontrar perlas de sabiduría que lo conduzcan a la cima incluso en los lugares más inesperados, como puede serlo un aburrido tratado filosófico, el Señor Cerdo contrató a un profesor de filosofía muerto de hambre para que le explicara un poco mejor la idea, de forma que pudiera decidir cómo incorporar las ventajas de cualquiera de esas dos profesiones a ese total package que es el Señor Cerdo. Nada más de ver al profesor de filosofía, con sus pocos pelos mal peinados y su barba de cuatro días que es soooo eighties, el Señor Cerdo se dio cuenta de que en ese chiquero no había nada para él. Sin embargo, entre más aprendió sobre las ventajas del periodismo, más se convenció de que ahí podía encontrar enseñanzas para rentabilizar la marca Señor Cerdo, pues tras hacer un exhaustivo análisis mediático y estadístico, se percató de la existencia de una rama conocida como Celebrity Journalism, que sin exigir la preparación, el rigor, los estudios, los peligros y las complicaciones tradicionalmente asociadas al oficio, permitía adquirir la notoriedad, la fama y la adrenalina que, en el fondo, constituyen la razón de ser de alguien tan llamado a trascender como lo es el Señor Cerdo. Ni tardo ni perezoso, el Señor Cerdo primero se dio a la tarea

de buscar una causa extravagante, que no guardara ningún tipo de conexión con su realidad, para convertirse en el vocero mundial de la misma. Con su ágil mente, el Señor Cerdo se dio cuenta de que ninguna celebridad había abanderado hasta el momento la causa del sufrimiento de las pobres ratas que deben huir despavoridas cuando se demuele una bodega abandonada, o cualquier otra construcción del estilo. Con gran timing mercadotécnico y mediático, el Señor Cerdo contrató a un fotógrafo profesional para que lo retratara mirando al horizonte, con gesto de consternación, mientras cientos de ratas corrían en desbandada, en busca de un nuevo lugar para colonizar, ante la destrucción de su hábitat en el nombre de la avaricia y el progreso. Posteriormente, con gran riesgo para su integridad personal, el Señor Cerdo consiguió una entrevista exclusiva con el líder de los pepenadores de la urbe en donde vive, para recoger un testimonio directo de las dificultades y penurias que enfrentan las ratas en su lucha cotidiana por la supervivencia. Al cierre de esta edición, el Señor Cerdo se encontraba negociando un anticipo millonario con una publicación de renombre mundial por su exposé periodística, que nada más aparecer lo encumbrará como la imagen prototípica de esta imperante causa, a cuya lucha consagrará buena parte de sus empeños el Señor Cerdo, claro está, obteniendo a su vez el correspondiente beneficio al rentabilizar su marca pues, como saben todos los filántropos modernos: no está de ninguna manera peleado hacer el bien mientras se obtiene un beneficio personal en el proceso. •

Instrucciones a los patrones • Por Johnny Raudo

T

odo patrón exitoso sabe que su vida consiste, entre muchas cosas, en un constante juego de ajedrez con ese adversario mañoso que son los empleados. Adicionalmente a tener que redefinir constantemente la misión de la empresa, para mantener aquello que ofrece siempre en el gusto de los consumidores, los patrones deben librar una batalla interna con los empleados y su continuo empeño por sabotear el correcto funcionamiento de la empresa. Por fortuna, tras casi cincuenta años de una dura batalla ideológica, académica, en la prensa y por todos los medios posibles al alcance de los patrones, ese perverso invento llamado sindicato se encuentra en franca retirada, con lo cual los patrones han despojado a los empleados de una de las principales armas para oponerles resistencia. Sin embargo, como patrón de vanguardia deberás saber que por motivos emocionales y psicológicos, no es conveniente dejar a los empleados sin una cobija protectora, aunque sea más imaginaria que real. Para ello, los patrones contemporáneos han encontrado un invento inmejorable, que cumple con los objetivos de dar a los empleados algo en lo cual creer, que dé sentido a sus vidas, sin suponer ningún tipo de peligro real para la aplicación de las políticas laborales necesarias para extraer los mayores beneficios posibles a la empresa: la contratación de empresas que ofrecen el servicio de sindicatos, a los que posteriormente se les exige a los empleados que se afilien, so pena de ser despedidos. Con ese novedoso instrumento

empresarial, como patrón podrás entenderte con los directivos de dichas empresas que ofrecen servicios sindicales, en lugar de con los tradicionales líderes sindicales, siempre rijosos y demagógicos. Así, una vez que tengas un trato con uno de los sindicatos establecidos de esta manera, puedes incluso organizar elecciones para los principales cargos sindicales, ofreciendo en el proceso a tus empleados una distracción del tedioso trabajo cotidiano. Para asegurarte de que gane el candidato que deseas, deberás contratar clandestinamente a dos de tus empleados para que participen en la campaña por el liderazgo sindical, lanzándose con propuestas radicales y descabelladas, diseñadas para inflamar las pasiones y sacar a la superficie los instintos más profundos de los empleados, de modo que la opción moderada aparezca como un remedio necesario para aplacar la histeria colectiva desatada por la beligerante campaña política. Si fuera necesario, puedes encargar que en un debate algún empleado exaltado le propine una patada en los testículos al candidato moderado, para con ello convertirlo en un mártir político, y asegurar la ciega obediencia de las bases, una vez que concluya la farsa electoral y quede confirmado como líder del sindicato blanco, por el cual, nunca lo olvides, estás pagando a una empresa para ofrecer el servicio. •

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Frédéric Boyer

El trabajo de

consolación M

e gustaría poder pronunciar palabras de consolación. La verdadera consolación se opone al despilfarro de la fuerza y de la venganza. La consolación casi siempre disgusta porque hace la economía de las cosas. Es decir, toda verdadera consolación devuelve su valor y su dignidad a todo lo que nos parece, en las circunstancias difíciles y en la abominación, nimiedades sin fuerza y sin consistencia. Todo lo que es la sal de una vida. La consolación protege ese poco en el que somos abandonados cuando las circunstancias se tornan difíciles, porque sabe que ese poco se transforma, pacientemente, en el valor de una existencia, cuando la existencia es devastada precisamente por la horrible prodigalidad del mal, de la violencia. Hoy experimentamos nuestra impotencia individual y colectiva frente al horror de las recientes masacres. Tomamos consciencia de nuestra debilidad, que algunos no dudarán en calificar de culpable. Pero a mí me gustaría decir que es precisamente la experiencia trágica de este callejón sin salida, y de la debilidad de nuestra posición, lo que revela un aspecto esencial de nuestra situación ética frente al mal. Este callejón sin salida es todo nuestro valor. Aquello, por pobre que sea, en lo que debemos sostenernos. Sin duda alguna, en los tiempos por venir, será nuestro reto decisivo: sostenernos en la pobreza de nuestro valor. No hay medida para ese poco de valor. Permanece, en nuestros corazones, incuantificable. Escapa a toda evaluación. Sostenernos en aquello que somos es sostenernos en esa pobreza. Pero, ¿hasta dónde llevar el trabajo de consolación? Hasta el momento en que aceptemos no diabolizar a nuestro enemigo, porque nuestro enemigo es también, sin duda, el objeto de nuestra consolación. «Amad a vuestros enemigos, rezad por aquellos que os persiguen» (Mat. 5, 44). Nuestra duda es inmensa. Nuestra dificultad, nuestro rechazo a comprender, tiene la medida de nuestro sufrimiento. Pero si no cuidamos en nosotros mismos esas palabras que hoy suenan escandalosas, si no comprendemos que son, ellas también, lo poco que nos queda, entonces «la sangre de Cristo se convertirá en cera para sellar», retomando las palabras de Pier Paolo Pasolini. Cera para sellar nuestras aterradas existencias. No podemos borrar de nuestros corazones el salvaje dolor de ser hombres. Nosotros mismos no existimos sin oscuros comportamientos. Pero la frágil consciencia de eso es nuestra grandeza. La naturaleza misma de la democracia consiste en encontrarse en crisis perpetua, inquiriéndose sobre su propia razón y su funcionamiento. Sólo existe democracia —lo sabemos— si aceptamos nuestra propia torpeza en comprendernos, si reconocemos la fragilidad de nuestros valores. Ellos, los asesinos, pretenden haber atacado nuestros

valores. Me gustaría saber: ¿quién les introdujo en la mente ese destino de muerte, quién ha hecho de ellos perdedores terrestres que se imaginan ser vencedores celestes al acometer una revancha imaginaria contra aquello que llaman «los valores occidentales», al golpear lo poco que somos, nuestra juventud, nuestra debilidad, al atacar nuestra fragilidad para denunciar mejor nuestra fuerza? Muchos se interrogan: ¿finalmente, qué autoridad nos hizo falta? No es la autoridad de la fuerza, no lo creo, sin aquella que garantiza la pertenencia a un mismo mundo y, sobre todo, aquella que nos hace crecer juntos. Hoy, nuestra tarea frente al horror, es la invención de aquello que nos aumenta y no de aquello que nos hace retroceder, o separarnos. La autoridad (de augeo, en latín, crecer, aumentar) es aquello que nos eleva y nos hace más grandes. No podemos vivir juntos sin autoridad, es decir, no podemos vivir juntos sin la garantía de engrandecernos, de elevarnos juntos. Otro olvido es menos perceptible, el del sentimiento trágico de la existencia. Es cierto, no existe otra verdad que la del placer de estar vivos entre nosotros, pero esa verdad, precisamente porque es verdadera, se acompaña siempre del riesgo de su destrucción. Aquellos que se arrojan a los caminos del espanto y de una hipotética venganza han perdido esa consciencia, y así pierden el sentimiento trágico de su propia humanidad. Es entonces cuando vuelve una palabra lejana, una palabra antigua que los asesinos nos arrojan al rostro con sus reivindicaciones: idolatría. Pero, ¿quiénes son los idólatras sino aquellos que exhiben una represión sacralizada, un substrato de violencia para liberarse de la tarea de pensar su condición precaria, lo poco que son? Aparece entonces la peor idolatría: la ilusión de ser todopoderosos. Una religión, explica Simone Weil, utilizada para «representar la divinidad gobernando en todo lugar donde ella tiene el poder, es falsa. Aun si es monoteísta, es idólatra». La peor idolatría justifica nuestra violencia como manifestación o voluntad divina. Recuerdo que mi amigo Paul Beauchamp, gran conocedor de la Biblia, escribía que para «terminar con el mal», había que dar tiempo a la comprensión. Un tiempo para comprender lo peor, porque el Diablo vuelve siempre en el momento preciso en el que la inteligencia cesa frente a la fuerza. • Traducción de Ernesto Kavi

No podemos borrar de nuestros corazones el salvaje dolor de ser hombres. Nosotros mismos no existimos sin oscuros comportamientos. Pero la frágil consciencia de eso es nuestra grandeza.

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Liniers

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Psycho Killer • Por Carlos Velázquez Baby, I’m a Blackstar

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a obra toda de David Bowie está marcada por el desdoblamiento. Doblegada por dos vertientes principales. Su peculiar libro de las mutaciones, exacerbado en ese canto a sí mismo que es Changes, y su inclinación nietzscheana en cuanto al eterno retorno como implicación sustancial de su trabajo. Aplicadas a sus dos primordiales preocupaciones. El tiempo y la muerte. Bowie recurrió a incontables metáforas para nomenclaturar el final de la vida. Una de las más retorcidamente poéticas y poderosas es la de la canción Always Crashing in the Same Car, del álbum Low. Anfibológica, como todo el trabajo de Bowie, presenta varias lecturas. Pero al escucharla es imposible no pensar en el destino que nos aguarda a todos: la muerte. Pieza que meditada a la distancia cobra un nuevo significado. Bowie, por fin, se hizo añicos. Su deceso como un delirio de Crash, de Ballard. Bowie anunció que se estrellaría con antelación. Desperdigó pistas sobre lo que se aproximaba. Conforme avanzan los días desde su muerte estudiosos de su obra analizan todas las hipótesis ocultas detrás de Blackstar, su último trabajo. Se insiste en ver a Lazarus, segundo sencillo, como una de las clave que Bowie utilizó para predicar su desaparición. Pero la información contenida en Blackstar no remite únicamente a la información contenida en el disco. Se remonta a su trabajo anterior. En Lazarus, Bowie ironiza el renacimiento creativo surgido con The Next Day. El disco que puso fin a diez años de silencio discográfico y un retiro tácito de la vida pública (su última aparición fue en 2006). Hacia el final del video de Where Are We Now? se observa a un Bowie en apariencia sano. Que acallaba todos los rumores y especulaciones en cuanto a su salud. Un regreso que vino acompañado por su mejor disco desde 1997 y uno de los highlights de su carrera. Era Lázaro, regresando de la tumba. Pero, como la figura de la Biblia, habría que retornar a ella. Resulta significativo que Bowie haya titulado The Next Day a un álbum después de atravesar una severa crisis creativa (ahora lo sabemos: fue debido a problemas de salud). Significativo porque, pese a que se puede interpretar como esperanzador, el

mensaje que Bowie estaba lanzando era «el día siguiente se presentará la estrella negra». Episodio que ocurrió el 8 de enero de 2016. La muerte de Bowie comenzó en The Next Day. La nula promoción del disco, las reservas en cuanto a su vida y la casi ausencia de los escenarios (sólo dio cuatro conciertos) obedecían a una certeza: tenía los días contados. Indagador de todas las parábolas, sabía que Dios (o quien quieran) le había extendido tres años más de existencia y los empleó para crear. Bowie utilizó su muerte como materia prima para la realización de Blackstar. Pero su renacimiento creativo, el ir hacia delante incluso en momentos de oscurantismo, tiene un pie enclavado en su condición nietzscheana. Bowie podría resultar hasta contradictorio. Abogar incansablemente por el cambio para siempre retornar. Pero no. Es sorprendente el fanatismo de Bowie por la minuciosidad. Es un cerrador de ciclos. Así lo deja ver la construcción de Blackstar. Si en Scary Monsters (and Super Creeps) el Major Tom es un yonqui, en Blackstar vuelve a aparecer sólo para un inobjetable punto final. Todo concluyó como comenzó. Resulta escalofriante la exactitud con la que Bowie preparó su final. Nothing Has Changed, el título de su última antología, un recopilatorio publicado después de The Next Day es ilustrativo al respecto. Nada ha cambiado: como Lázaro voy a fenecer. Blackstar, primer sencillo del álbum, las pistas se agravan al Bowie fabricarse un autorretrato multiforme. La estrella negra tiene sus orígenes en la Biblia, también es un astro que nadie puede ver. Pero también es una referencia al cáncer. La estrella (de rock) calcinada. No se puede dejar fuera esta teoría porque en Bowie todo entraña

un reverso. Incluida su muerte misma. No existe nada más tremendamente humano que morir de una enfermedad humana para el hombre al que todos tomamos como alienígena. El extraterrestre finalmente se asumió terrícola. Por eso la portada de The Next Day anula a la de Heroes. Porque ya no es héroe sino un mortal. La muerte de Bowie más que nada fue un acto de prestidigitación. Un acto de desaparición. Un tributo a Houdini. Por tal motivo la noticia de su muerte fue inasible. Sólo hasta que transcurrieron las horas pudimos captar que Bowie no estaba más entre nosotros. Al final del video de Lazarus, Bowie se mete en un armario y cierra la puerta. eso fue su muerte. Un acto de escapismo. Su último performance. Una salida tan elegante y tan cósmica a la vez. En una entrevista declaró que el día que la muerte le sonriera, le devolvería la sonrisa. En la última foto que le tomaron en vida (subida a Twitter por su esposa Iman) Bowie sonríe a la cámara. Pero también nos sonríe a nosotros. Legándonos una última enseñanza. Todos nos vamos a estrellar en el mismo carro. Y tenemos que tener una sonrisa preparada para cuando llegue el momento. •

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El buzón de la prima Ignacia Hola Ignacia, pues fíjate que aquí entre nos, desde hace varios años me apodan «el Bowie de la Escandón», porque, además de que vivo en la Escandón y tengo los oclayos de dos colores distintos, me gusta maquillarme y vestirme bien estrafalario cuando salgo de noche, soy de sexualidad bien diversa, y pus aunque nunca he sido artista (la verdad es que, si me sincero contigo, soy lo que se llama un bueno para nada, pero pues a mucha honra), me gusta mucho hacerle a la mamada en todos los sentidos del término. Y pus ahora que se petateó el Bowie de a deveras, estoy pensando lanzar una carrera de imitador, igual que el Héctor Jackson que hasta llenó el Zócalo para que todos bailaran el Thriller como monstruitos hace un par de años. ¿Cómo la ves? Ahora con el YouTube y todo eso, se me hace que ni necesitaría aprender a tocar un instrumento, ¿tú me apoyas en mi lanzamiento de esta carrera? Zacarías Martínez, a.k.a. «el Bowie de la Escandón»

Aaaaaay, ahora sí que lo he visto y oído todo. Ya me lo decía mi madre que este oficio del periodismo iba a ser bien ingrato. Bien me lo dijo que a los hombres no les gusta que los mujerones seamos independientes y exitosas y que les peleemos el lugar de la estrella de la casa pero no, claro, tonta de mí que no le hice caso. Ahorita podría estar dándome la gran vida en un departamento de Miami, mantenida por un empresario analfabeto pero de gran billetera, pero, en el fondo, me encanta sufrir, lo reconozco. Así que, heme aquí, mal ganándome la vida con los tres pesos que me pagan en esta revistucha donde ni siquiera soy valorada y, encima, ¡teniendo que contestar idioteces como la tuya, mi querido «Bowie de la Escandón»! Paciencia, Ignacia, paciencia, Be water… be water… be wateeeeeeeeer… A ver mi Bowie, ora sí que ya me desahogué, pasemos a atender tu desvarío. O sea, en primer lugar, si el Bowie ese estaba bien zafado, y se dedicó toda su vida a andar corrompiendo a la juventud y a andar diseminando los mensajes de que si la droga y que si el sexo con lo que se te ponga enfrente y todo eso. ¿O sea, sí has visto el video ese donde sale con un payasito como intergaláctico, maquillado como el payaso Cepillín, y abrazando a su guitarrista como si fueran no sé qué? Mira, darling, la gente bien como yo nos pasamos la vida luchando contra esos rarines que tratan de llevar a nuestros hijos por el mal camino, en lugar de que sean hombres de familia que jueguen al golf y todo eso, y encima, ¡¡¡¿¿¿te atreves a preguntarme si apoyo que te conviertas en una mala imitación del pervertido ese???!!! Me dan ganas de pedirte tu dirección en la Escandón para mandarte a un primo que tengo que además de bien decente está bien fortachón, para que te dé un par de cachetadas guajoloteras a ver si te acomoda las canicas, o cuando menos a lo mejor te empareja los dos ojos del mismo color, para que ya no parezcas un miembro del freak show cada vez que te atreves a salir así a la calle.

Hazle una pregunta a la prima Ignacia. Si tienes la suerte de que en su infinita sabiduría la seleccione como la mejor del mes, recibirás gratis en tu domicilio el libro de tu preferencia de Sexto Piso.

Estudié Economía en el itam, Finanzas en Harvard y Karma en la Universidad Tibetana, pero el verdadero aprendizaje lo obtengo en esa loca maravilla llamada vida. Si quieres que lo comparta contigo, no lo pienses más y consúltame en el siguiente correo electrónico: ignacia@sextopiso.com (PD: No hay censura pero por favor sean recatados y no me vayan a andar preguntando puras pendejadas).

Señora doña Ignacia, una pregunta muy rápida, en el nombre de miles de mujeres que esperamos mes a mes la aparición de su columna, pues se ha convertido en una estrella polar que guía nuestras existencias en todos los sentidos (ya está en trámite ante Gobernación nuestro registro de su Club de Fans oficial): ¿dónde podemos comprar un sombrero tan coqueto como el suyo, y esos guantes como de dominatrix que seguro hacen que los hombres se enloquezcan más por usted cuando les da sus cachetadas con los como picos esos que tienen? Por favor, ¡compártanos su secreto! Queremos ser lo más posible como usted. Sus fans devotas

Amiguis, después de la estupidez del rarito de la pregunta anterior, you’ve made my day con su pregunta. Gracias. Ustedes son la razón que me hace levantarme todas las mañanas de la cama, darle un buen llegue a mi Rivotril, y prepararme para enfrentar el mundo. A ustedes me debo, porque yo sé que tengo una responsabilidad como modelo a seguir para tantas mujeres que vamos por el mundo luchando contra la tiranía de los machos mal educados y patanes que nos quieren someter. ¡Pero, como dice la Tania Libertad: «Nooooo noooooo, no nos moveraáaaaaaan»! (Ay, ya me hicieron dudar si era la Tania Libertad la que cantaba esa, pero no importa, el chiste es el mensaje). Pero, mis queridas fans, por mucho que me honren con su mensaje, tampoco soy tan taruga como piensan. O sea, en primer lugar, si quieren hacer su Club de Fans, primero me tienen que pagar los derechos y tienen que ponerse de acuerdo con mi manager sobre las regalías del merchandising y todo eso, ¿o a poco no creen que yo sé que en cuanto salgan a la venta los accesorios para mujer marca Prima Ignacia, todas van a ir corriendo a comprarlos a su centro comercial más cercano? O sea, me encanta ser como su Dios y todo eso, pero business is business, así que, si quieren Ignacia, ¡a pagar primero mis chulitas! Y o sea, perdónenme pero, ¡hasta creen que les voy a decir dónde compro mi ropa! Mira, no me lo tomen a mal, pero de todas maneras la verdad no creo que les alcance, y mi ropa no es de esas que la piratean en Villa Coapa y toda la cosa, así que ni para que se hacen ilusiones. Mejor nomás inspírense en mi porte y en mi distinción, pero traten de ser ustedes mismas, porque a mí de todas formas no me van a llegar ni a los talones. Y ya para acabar, ni voy a hacer caso a la palabra que no quiero ni volver a leer, la que empieza con «d» y acaba con «x», porque alguien de mi alcurnia ni sabe qué son esas cosas. ¿Saben qué? Pensándolo bien, antes de que hablen con mi representante para el club de fans, le voy a pedir que les haga un estudio socioeconómico, de etiqueta y de buen gusto, porque ora sí que me puede salir más caro el caldo que los frijoles si por andarme queriendo promocionar me acaban asociando con chusma que, o sea, nada que ver conmigo.

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La niña de oro puro

Esta temporada

Margaret Drabble • Sexto Piso «La niña de oro puro es un regalo inesperado de una magnífica autora. ¿Cómo tratamos a los niños que caminan a nuestro lado de modo distinto a los demás? En las manos de Margaret Drabble, la respuesta es clara: con una empatía que pocos dominan».

Reporte SP

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Roxana Robinson, The Washington Post

Babelia. El País

Correspondencia

Lo real y su doble

Walter Benjamin, Erich Auerbach • Ediciones Godot

Clément Rosset • Hueders

Sus cartas son el testimonio no sólo de una amistad en tiempos de horror, sino de sus respectivas supervivencias. Ellas testimonian tanto una amistad prácticamente desconocida para gran parte de la intelectualidad contemporánea, como la muerte de una época en que la redacción de cartas tenía un lugar central.

Crónica de mí mismo

Siguiendo la tradición escéptica de Montaigne, Nietzsche y Cioran, Rosset permite comprender los peligros que implican el rechazo a lo real y la negación de lo trágico.

True Faith. New Order, Joy Division y yo

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Bernard Sumner • Sexto Piso «Una lectura muy recomendable. Los principales incidentes como el suicidio de Ian Curtis, la gestación de “Blue Monday” y, más recientemente, su pelea con Peter Hook se narran fielmente y con ironía». Grant Halliday, The Music Brewery

El nombre del juego es muerte

Un vaso de cólera

Dan J. Marlowe • La Bestia Equilátera

Raduan Nassar • Sexto Piso

Marlowe crea un héroe por completo insensible, cruel, amoral, y es muy eficaz en la presentación de un punto de vista bastante fuera de los patrones esperados de la humanidad. El nombre del juego es muerte es absolutamente incomparable.

«Tenso y contundente, el lenguaje de Un vaso de cólera alcanza una profundidad y una vitalidad que hacen de este relato una obra singular en la literatura brasileña, un clásico de nuestro tiempo, celebrado por miles de lectores y estudiado por nuestros mejores críticos». Marilena Chauí

Es muy raro todo esto

Vida

Pablo Martínez Zarracina • Pepitas de calabaza

Edoardo Boncinelli • Adriana Hidalgo editora

Certero y comprensivo a partes iguales, Zarracina desmenuza en estos textos la realidad —y sus diferentes manifestaciones— con una mirada y un humor envidiables, y nos propone un paseo difícil de olvidar con un tipo que no deja de asombrarse frente a un universo que visto de cerca no parece muy serio, pero sí muy divertido.

¿Existe algo más importante que la vida? El autor nos cuenta cómo funciona y cómo se ha desarrollado. Asistimos a una época única y extraordinariamente interesante, porque por primera vez la vida razona e interviene sobre sí misma. Algo sorprendente, emocionante y bellísimo.


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