Número 15 • Noviembre de 2015
Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso
LAS DOS PRIMERAS NOVELAS DE MURAKAMI, POR FIN EN ESPAテ前L Y EN UN SOLO LIBRO.
Diego Rabasa
L
Recomendación de los editores
Un cambio de piel
os símbolos, los mitos, la literatura, existen en buena medida para salvar la distancia que media entre el espacio exterior y nuestro espacio interior. Incapaces de comprender la vida y sus fenómenos, fabulamos; recurrimos al como si para poder compensar el extravío que supone nuestra incapacidad para descifrar la realidad. No obstante, la fascinante vocación de recurrir a la ficción y la fábula para acompañarnos en nuestro paso por el mundo puede volverse fácilmente en nuestra contra. Cuando los símbolos o los mitos no son leídos como la re-presentación de algún elemento de la condición humana sino como una especie de verdad fáctica inexpugnable que ataja la incertidumbre de la experiencia ciñéndola a una serie de máximas que la explican y la determinan, entonces, lejos de abrirnos los confines del universo, pueden reducir nuestra mente a un cúmulo de dogmas y sentencias peligrosas que nos encierran en una obsesión o una militancia ciega. El estandarte, de Alexander Lernet-Holenia, nos muestra esta condición dual que desempeñan los símbolos en la vida de los hombres y las mujeres: por una parte le otorgan un sentido a la existencia, un asidero a partir del cual se tejen los propósitos de la vida cotidiana, y por el otro constituyen una narrativa a través de la cual la experiencia adquiere un significado parcial y sesgado por los fines que dicha narrativa persigue. El protagonista de El estandarte, el alférez Herbert Menis, sintetiza el concepto de la inercia, entendido como la resistencia al movimiento. Menis se niega a entender que el fervor que experimenta por ese antiguo y glorioso imperio que fue el Austrohúngaro, que comprendía múltiples etnias, credos y en última instancia naciones; esa cabal y absoluta lealtad con las que se entregó a sus superiores, pendían de la frágil vigencia
hegemónica de una estructura de poder y no de una especie de orden universal inquebrantable. El alférez está a punto de sacrificar el amor y su vida con tal de no tener que reconocer que todo aquello en lo que él creía formaba parte de un orden arbitrario y caduco a punto de ser finiquitado. Lernet-Holenia combatió en la Primera Guerra Mundial en el flanco del desfalleciente Imperio Austrohúngaro. La gran mayoría de sus obras —lo refiere en el prólogo Ignacio Vidal-Folch— están ambientadas en ese contexto: en el crepúsculo de la sangrienta Primera Guerra Mundial que habría de trastocar el orden de las fronteras de Europa y de los regímenes imperiales para siempre. Su prolífica obra ha recibido lo mismo elogios y galardones que actitudes condescendientes por parte de grandes escritores contemporáneos. Al margen de dicha ambivalencia, El estandarte es ampliamente considerada una obra maestra. La sencillez y claridad de su prosa permiten que la trama se deslice ante los ojos del lector sin esfuerzo y con goce. La novela empieza evocando el juramento que los soldados del Imperio Austrohúngaro tenían que realizar al ingresar a sus respectivos regimientos: «Ante Dios Todopoderoso prestamos sagrado juramento de fidelidad y obediencia a Su Majestad, nuestro Serenísimo Príncipe y Señor […]». Es este marco de pensamiento —que fundía una ley marcial con un mandato divino— el que se resquebraja ante la embestida de los aliados sobre el Imperio. Entre los pliegues y las fisuras de este quiebre se cuelan el caos y los estertores que preceden esos momentos en los que el mundo cambia de piel. Cuando Herbert Menis se sentía arropado por estructuras fijas que le permitían dar su alrededor por sentado, era capaz de permitirse
Incapaces de comprender la vida y sus fenómenos, fabulamos; recurrimos al como si para poder compensar el extravío que supone nuestra incapacidad para descifrar la realidad.
Reporte SP • Año 2 • Número 15 • noviembre de 2015 • Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso • www.sextopiso.mx Impresión: Offset Rebosán • Editores: Diana Gutiérrez, Diego Rabasa, Eduardo Rabasa, Felipe Rosete • Diseño y formación: donDani Este número se ilustró con dibujos de En busca de Kayla, de Patricio Betteo y Lydia Cacho (Sexto Piso, 2015).
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atrevimientos como aquel que transformó su vida un día que fue a la ópera a ver una puesta en escena de Las bodas de Fígaro. Antes de que comenzara la función, Menis posó por accidente su mirada sobre una joven que se encontraba sentada en lo que antiguamente había sido el palco de los reyes de Serbia. Resa —habría de aprender el nombre de la joven muy pronto— había sido acogida por la archiduquesa María Antonia que, como todo aquel que entraba en contacto con ella, había sucumbido ante sus encantos, su inteligencia y su capacidad para adoptar siempre el gesto adecuado para darle gracia a un mundo vulgar. Al finalizar el segundo acto, presa de un rapto incontrolable, Menis se introdujo en el palco real y, quebrando las más elementales reglas de la etiqueta burguesa, se apersonó frente a Resa para confesarle que tan sólo al verla había caído en una especie de embrujo del que, sabía, no podría librarse. La insolencia de Menis fue recompensada con una orden de traslado inmediato a un regimiento que la archiduquesa suponía que estaba estacionado en Ucrania, es decir, lo más lejos posible de Resa, que a su vez había quedado cautivada ante el arrojo del alférez. Poco sabía la archiduquesa que aquel regimiento se había replegado apenas a unos kilómetros de Belgrado, donde se encontraba la joven Resa, y que desde ahí Menis podía continuar con su asedio para conquistar a aquella joven tan fuera de sus proporciones. Cuando su empresa quijotesca está a punto de llegar a buen puerto, Menis recibe la noticia de que su regimiento marchará hacia el frente de batalla. En ese momento, un extraño visitante le vaticina a manera de nefasto agüero que pronto será él el encargado de transportar el estandarte emblemático de su legión. A partir de ese momento, el estandarte y
lo que evoca se convierten en una idea fija que acompañará a Menis a lo largo de la novela. Lo empujará de manera obstinada a través de las adversidades más acérrimas, le obnubilará la vista cuando su vida le presenta la exigencia de redefinir el marco de sus prioridades. El estandarte es a la vez una novela de amor y aventuras, es una novela histórica que despliega un universo sepultado a partir del violento choque del sistema de creencias y los impulsos de la vida íntima de un joven alférez austriaco. Es un viaje al pasado y al corazón de esa zona intersticial entre el mundo y la vida interior en la que se juega buena parte del destino vital de los seres humanos. •
El estandarte es a la vez una novela de amor y aventuras, es una novela histórica que despliega un universo sepultado a partir del violento choque del sistema de creencias y los impulsos de la vida íntima de un joven alférez austriaco.
La hidra del Mediterráneo • dD&Ed
El estandarte Alexander Lernet-Holenia Traducción de Annie Reney y Elvira Martín Libros del Asteroide 2013 • 334 páginas Lee un adelanto:
ow.ly/TNRjD
¿No es suficiente con la ayuda que les hemos mandado?
¿Dejarlos entrar? Ni que fueran materias primas.
Que vengan, mientras no hagan en nuestras tierras lo que hacemos en las suyas.
Bueno, un poco de mano de obra barata no cae mal.
Dos poemas
Luna Miguel
Padre padre sale de casa con ojeras padre tiene asco y tiene náuseas padre clava su polla en la vagina enferma padre quiere un hijo con un nombre sencillo, convencional padre no sabe que madre gasta dinero en pruebas de embarazo que madre se mira al espejo y llora desconsolada que madre tomaba drogas y teme la esterilidad padre sabe que en ocasiones lo maternal es un capricho un obvio remedio a la muerte o una venganza de vida padre no sabe que madre escribe estas palabras mientras cruza el océano hacia méxico madre no sabe que mientras tanto padre se hace pajas pensando en la vagina enferma padre y madre se echan de menos y tienen ojeras y tienen náuseas padre y madre gastan todo el dinero que ahorran en cócteles de penicilina padre y madre no son padre y madre padre y madre se aman hasta los huesos y te aman hasta los huesos padre y madre quieren que vengas padre y madre tendrán asco y tendrán luto hasta que no puedan nombrarte
Este es el primer poema que escribo completamente desnuda sé que llega el verano porque bajo la manta mis pies descalzos chocan contra tus pies descalzos y todo es suave el corazón que hubo en mi vientre fue corazón y no latía fue vida y no latía fue nuestro mejor deseo hoy me despierto descalza y es casi verano bajo la manta me rozo contra mí me restriego contra mí ya llevo más de quince días sangrando sé que llega el verano y hasta que llega escribo desnuda porque desnudos es como hacemos a los bebés y así siento cariño estoy contenta todo es más suave
Sueño S
é lo que harás cuando amanezca. Despierto antes que tú y me quedo quieto. En ocasiones dormito, pero por lo general estoy alerta, con los ojos abiertos. No me muevo. No quiero molestarte. Escucho tu respiración suave y calma, y me agrada. Después, en algún momento te vuelves hacia mí sin abrir los ojos; tu mano se estira y tocas mi hombro o mi espalda. Después tu cuerpo entero se aproxima al mío. Es como si siguieras dormido, no emites ningún sonido, tan sólo la necesidad, casi urgente pero inconsciente, de estar cerca de alguien. Así comienzan los días cuando estás conmigo. Es extraño pensar cuánto esfuerzo inconsciente se ha requerido para que lleguemos a este punto. Los ingenieros y diseñadores de software jamás habrían adivinado, conforme delineaban sus estrategias y buscaban inversión, que aquello que creaban —el internet— haría que dos extraños se conocieran y después, tras un tiempo, se encontraran acostados bajo la media luz de la mañana, abrazándose. Si no fuera por ellos, jamás estaríamos juntos en este lugar. Un día me preguntaste si odiaba a los ingleses, y te respondí que no. Eso ha quedado en el pasado. Ahora es sencillo ser irlandés. Quizá más sencillo que ser judío y saber, como tú lo sabes, que tus tías abuelas y tus tíos perecieron a manos de Hitler. Y que tus abuelos, a quienes adoras y visitas en ocasiones en su casa de Long Island, perdieron a sus hermanos y hermanas; viven con la catástrofe todos los días. Es una lástima que la música alemana sea tan maravillosa, dices, y yo respondo que Alemania se presenta bajo muchos disfraces, y tú te encoges de hombros y dices: «No para nosotros». Estamos en Nueva York, en el Upper West Side, y cuando abro las persianas en el dormitorio vemos el río y el puente George Washington. Tú no sabes, porque jamás te lo diré, lo mucho que me asusta que el puente esté tan cercano y a la vista. Sabes más de música que yo, pero yo he leído libros que tú no. Espero que jamás te topes con un ejemplar de Another Country, de James Baldwin; espero que yo jamás entre a la habitación y te encuentre leyéndolo, siguiendo a Rufus por Nueva York hacia su viaje final por este camino, en el tren, hacia el puente, el salto, el agua. En el recuento que haces de tu vida falta un año, lo cual hace que todos los que te quieren te miren con cuidado. Te lo he preguntado algunas veces y he visto tus hombros encogidos y tu mirada difusa, vacía, el aspecto ñoño que muestras cuando estás deprimido. Sé que a tus padres no les gusta que yo sea mayor que tú, pero la certeza de que no bebo alcohol ni tomo drogas casi lo compensa, o eso me gusta pensar a mí. Tú tampoco bebes ni te drogas, pero sí sales a fumar, y quizá yo debería comenzar también, para poder observarte con aire casual cuando sales a fumar, y así no tener que esperar y sentir alivio cuando escucho que se abre la puerta del elevador y metes tu llave en la cerradura.
Cólm Tóibín
En el recuento de mi vida no falta ningún año, pero hay años sobre los que ya no pienso, años que pasaron lentamente, en una especie de dolor enroscado. Nunca te he aburrido con los detalles. Tú crees que soy fuerte porque soy mayor, y quizá así es como deban ser las cosas. Soy lo suficientemente mayor para recordar cuando las cosas eran diferentes. Pero a nadie le importa ahora, ni en este edificio ni en el mundo exterior, que seamos hombres y a menudo despertemos en la misma cama. A nadie le importa ya que cuando toquemos el rostro del otro nos demos cuenta de que necesitamos afeitarnos. O que cuando toco tu cuerpo me topo con un cuerpo como el mío, aunque en mejor forma y más de veinte años menor. Tú estás circuncidado y yo no. Ésa sí es una diferencia. Estamos cortados y sin cortar, como dicen en este país donde ambos vivimos ahora, donde tú naciste. Alemania, Irlanda, el internet, los derechos homosexuales, el judaísmo, el catolicismo: todos estos factores nos han traído hasta aquí. A esta habitación, a esta cama en Estados Unidos. Qué fácil hubiera sido que nada de esto sucediera. Hubiera sido altamente improbable en el pasado. Estoy contento, descansado, listo para comenzar el día cuando regreso de la regadera y te encuentro tendido sobre tu espalda con las gafas puestas, las manos detrás de tu cabeza. —¿Sabes que estuviste quejándote en la noche? Casi llorando. Diciendo cosas. —Tu voz es acusatoria; se le escucha un temblor. —No me acuerdo de nada. Qué extraño. ¿Hice mucho ruido? —Bastante. No todo el tiempo, pero casi al final mucho ruido, y agitabas los brazos. Me acerqué a ti y te hablé al oído, y entonces volviste a dormirte. Te quedaste más tranquilo. —Cuando me susurraste al oído, ¿qué dijiste? —Te dije que no pasaba nada, que todo estaba bien. Algo del estilo. —Espero no haberte dejado sin dormir. —No tuve problemas. Volví a quedarme dormido. No sé qué estabas soñando, pero no puede ser nada bueno. El miedo aparece los sábados, y aparece también si me quedo en otro lado, por ejemplo en un cuarto de hotel, y se escuchan gritos en la calle por la noche. Gritos bajo mi ventana. Lo mantengo en secreto, este miedo, y de esa forma en ocasiones logro ahuyentarlo, mantenerlo a la distancia, en otra parte. Pero hay otras ocasiones en que logra traspasar, algo similar al pavor, como si lo que ocurrió aún no hubiera ocurrido pero fuera a ocurrir, está a punto de ocurrir, y no puedo hacer nada para evitarlo. El miedo puede provenir de cualquier parte. Puede llegar mientras estoy leyendo, como a menudo hago los sábados mientras tú practicas o vas a algún concierto con tus amigos. Estoy leyendo y de repente alzo la mirada, perturbado. El miedo entra por la boca de mi estómago y a la base de mi cuello como si fuera dolor, y parece que nada pudiera ahuyentarlo. En algún
En el recuento de mi vida no falta ningún año, pero hay años sobre los que ya no pienso, años que pasaron lentamente, en una especie de dolor enroscado.
momento, como llega se va, aunque no es nada fácil. En ocasiones basta con un suspiro, o caminar hacia el refrigerador, u ocuparme en alguna actividad como acomodar ropa o papeles, para librarme de él, pero es difícil saber cuál es el remedio adecuado. El miedo podría instalarse durante un buen rato, o volver como si se le hubiera olvidado algo. No se encuentra bajo mi control. Recuerdo dónde estaba y qué estaba haciendo cuando murió mi hermano. Estaba en Brighton, en Inglaterra, acostado en la cama sin poder dormir, porque había multitudes gritonas bajo la ventana de mi hotel. Murió en algún momento entre las dos y las tres de la mañana, en su propia casa de Dublín. Se encontraba solo esa noche. Si yo hubiera estado dormido cuando sucedió, quizá me habría despertado, o al menos me hubiera revolcado durante la noche. Pero probablemente no. Quizá tan sólo hubiera seguido durmiendo. Murió. Es lo más importante que se puede decir. Mi hermano estaba en su casa en Dublín. Estaba solo. Era un sábado por la noche, la madrugada del domingo. Pidió una ambulancia antes de las dos de la mañana. Cuando llegó, ya estaba muerto, y los paramédicos no pudieron revivirlo. Jamás le he dicho a nadie que estaba despierto en mi habitación de Brigthon durante esas horas. No tiene importancia. Tan sólo me importa a mí, y eso en algunas ocasiones. En una de esas tardes de invierno en que te encuentras aquí, nos vamos a la cama temprano. Como buen americano, llevas puesta una camiseta y unos boxers para dormir. Yo llevo puesta mi pijama, como buen irlandés. Se escucha a Chet Baker a un volumen bajo. Los dos estamos leyendo, pero sé que estás inquieto. Como eres joven, siempre sospecho que estás caliente cuando yo no, y a menudo bromeamos al respecto. Pero probablemente sea cierto; tendría sentido. En todo caso, te aproximas a mí. He aprendido a poner atención cuando sucede, a no parecer distraído o cansado o aburrido. Mientras yacemos acostados, susurras: —Le conté de ti a mi analista. —¿Qué le contaste de mí? —Sobre tus quejidos en la noche y sobre cómo te encontré el sábado con un aspecto muy asustado o triste, o algo que apenas te permitía hablar. —No me habías dicho nada. ¿Fue este último sábado? —Sí, fue este sábado. No quise mencionarlo. —¿Qué te dijo? —Dice que tienes que hacer algo al respecto. Le dije que opinas que los irlandeses no van a terapia. —¿Qué te dijo? —Dijo que eso explica por qué hay tantas malas novelas y obras de teatro irlandesas. —Hay algunas buenas obras de teatro irlandesas.
Permanecemos acostados escuchando a Chet Baker interpretando «Almost Blue», y me acerco a ti para besarte. Te acomodas apoyado en el codo y me miras. —Dice que necesitas ayuda, pero que debe ser ayuda irlandesa, que sólo un analista irlandés podría comprenderte. Le dije que no odias a los ingleses y que quizá podrías encontrar a uno inglés, y dijo que necesitas ayuda con mayor urgencia de lo que pensó. —¿Le pagas por escuchar esas tonterías? —Le paga mi padre. —Tu analista parece ser una persona muy graciosa. —Me dijo que no te hiciera caso. Que te obligue a hacerlo. Le dije que la mayoría del tiempo te encuentras bien. Pero ya le he dicho eso antes. Oye, le caes bien por lo que le cuento de ti. —¡Que se vaya a la mierda! —Es bueno, es agradable, es inteligente. Y es hetero, así que no tienes nada de qué preocuparte. —Es cierto. No tengo que preocuparme por él. Llega la primavera, y comienza algo que había olvidado. Detrás de este edificio se encuentra un callejón, o un espacio entre dos edificios, y si la noche es cálida se reúnen ahí algunos estudiantes, quizá aquellos que fuman. A veces los escucho y el ruido se convierte en parte de la noche, como el ruido que hacen los radiadores, hasta que se esfuma. En todo el tiempo que he vivido aquí, jamás me ha molestado, y no recuerdo que nunca lo hayas mencionado. Este sitio es silencioso, sobre todo comparado con el centro de la ciudad, o con el departamento que compartes en Williamsburg cuando no duermes conmigo. Aun así, debí saber que alguna noche ese ruido se colaría hasta mi sueño. Quizá si tuviera un analista irlandés, como sugirió el tuyo, me hubiera advertido al respecto, o quizá yo me habría advertido a mí mismo tras varias sesiones con él. No me acuerdo de cómo comienza, pero tú sí. Estoy gimoteando dormido, o eso me cuentas, y después permanezco callado durante un tiempo. Después, cuando se escuchan más gritos en el callejón, comienzo a tiritar. Me cuentas que más bien son como temblores, como si retrocediera asustado, pero yo no recuerdo nada de esto. Intentas despertarme sin éxito, y entonces te asustas. Sé que todo lo que haces, la forma en que organizas tus días, está conducida por tu necesidad de nunca sentir miedo. Cuando por fin despierto, te encuentro hablando por el celular con semblante asustado. Me cuentas lo sucedido y alcanzas tu camisa. —Me voy. —¿Qué sucede? —Te llamo en la mañana. Voy a tomar un taxi. —¿Un taxi? —Sí, traigo dinero.
Te miro vestirte. Lo haces en silencio y con determinación. De pronto, pareces mucho más mayor. Bajo la luz de la lámpara de tu lado de la cama, puedo apreciar cuál será tu aspecto en el futuro.
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Te miro vestirte. Lo haces en silencio y con determinación. De pronto, pareces mucho más mayor. Bajo la luz de la lámpara de tu lado de la cama, puedo apreciar cuál será tu aspecto en el futuro. Te das la vuelta mientras sales por la puerta. —Te mando un mensaje. En un minuto te has marchado. Cuando miro el reloj, son las tres cuarenta y cinco. Te mando un mensaje para disculparme por haberte despertado, y no respondes. A la mañana siguiente regresas. Me doy cuenta de que tienes algo que decirme. Me ignoras cuando te pregunto si ya comiste algo. —Mira, me voy a llevar mi ropa y mis cosas. —Siento lo de anoche. —Me asustaste. Tienes algún problema. No sé qué te pasa, pero es demasiado para mí. —¿Ya no quieres volver a quedarte aquí? —Oye, yo nunca dije eso. No fue eso lo que dije. Suspiras y te sientas. Comienzo a hablar: —Tal vez deberíamos… —No, nada de «tal vez», y nada de «deberíamos». Tienes que recibir ayuda. No puedes enfrentarlo solo, y yo no puedo ayudarte, y no volveré a quedarme aquí hasta que lo hayas hecho. No es que no quiera, pero es muy raro. No fue sólo una vez, un mal sueño. Es muy intenso. Si lo escucharas lo verías. Pensé en grabarlo en mi teléfono, para que lo escuches. Te imagino sosteniendo el teléfono en la oscuridad con el botón de grabar presionado mientras tengo una pesadilla de la que no puedo despertar. —¿Por qué no lo hablamos en la semana? —Perfecto. Entras en la habitación y vuelves tras unos minutos con una maleta. —¿Estás seguro de que te quieres llevar tus cosas? —Sí. Para entonces ya extrajiste de tu llavero las llaves de mi departamento, y las dejas sobre la mesa del vestíbulo. Nos damos un abrazo y te marchas cabizbajo. Yo permanezco de espaldas a la pared y con los ojos cerrados conforme escucho que el elevador llega y abre las puertas para dejarte pasar. Lo único que puedo pensar es que yo jamás te haría esto, jamás me marcharía de pronto de esa forma. Y lo único que puedo pensar es que quizá ése es mi problema. Que conociste algo sobre mí que yo no quiero conocer. Siempre que el avión despega desde el aeropuerto jfk hacia Dublín experimento una sensación liberadora. Todo irlandés que toma ese avión conoce la sensación; algunos, como yo, también saben que no dura mucho tiempo. Leo un poco y después me duermo y me despierto y miro a mi alrededor y voy al baño y me doy cuenta de que la mayoría de los demás pasajeros duermen. Pero no creo que pueda volver a dormirme. No quiero leer. Faltan casi cuatro horas para llegar. Cabeceo, me despierto y después me sumo en un sueño muy profundo durante la hora previa a la llegada, de modo que se hace nece-
sario despertarme para indicarme que ponga mi asiento en posición vertical. Hay un hotel en St. Stephen’s Green, del otro lado del Shelbourne, donde he reservado una habitación por cuatro noches. No le he dicho a nadie de mi visita excepto al doctor, un psiquiatra al que conocí hace muchos años, cuando ayudó a un amigo mío que padecía una depresión y no podía dormir ni ocuparse de nada. El doctor conocía a la familia de mi amigo. Recuerdo el periodo que pasó con mi amigo y cómo el doctor regresaba a verlo una y otra vez. Recuerdo su amabilidad, su paciencia, sus cuidados. Recuerdo que en una de esas noches le preparé un té, y conversamos sobre los cuartetos tardíos de Beethoven, y me contó cuáles eran sus grabaciones favoritas, mientras mi amigo permanecía en la habitación contigua, en un cuarto oscurecido. Recuerdo que le gustaba el jazz y que le pareció extraño que a mí no. Es decir, hasta que te conocí. Me gustaba escuchar jazz contigo. Cuando lo llamé desde Nueva York, el doctor recordaba aquella ocasión y mencionó también que había leído algunos de mis libros. Estuvo de acuerdo en recibirme, pero consideró mejor no hacerlo mientras yo aún tuviera jet-lag. Me dijo que me tomara algunos días entre mi aterrizaje en Dublín y la cita. Dijo que ahora vivía solo, así que podía recibirme en su casa. Me dio la dirección y acordamos la hora. Cuando pregunté sobre el pago, me dijo que podía enviarle algunos discos de jazz desde Nueva York, o un ejemplar de mi próximo libro. En Dublín, me limito a pasear por callejuelas durante mi primer día. Voy al cine por la tarde, después a las Rathmines, y encuentro algunos sitios para pasar el tiempo, donde pienso que no me toparé con ningún conocido. La ciudad parece de bajo perfil, casi calmada. Hay un nuevo cine en Smithfield al que acudo el segundo día y veo dos películas seguidas. Encuentro un lugar cercano para comer. Advierto lo mucho que se llena, lo ruidosas que son las voces, las abundantes risas y gritos de la gente. Pienso en la ciudad que conocía, un lugar que se especializaba en las frases a medio pronunciar, el encogimiento de hombros, un lugar donde la gente se miraba por el rabillo del ojo. Ahora eso se ha esfumado, o al menos así es en Smithfield. Trato de no dormir durante el día a lo largo de esos dos días, aunque tengo ganas de hacerlo. Voy a Hodges Figgis y a Books Upstairs y compro algunos libros. Por la tarde, miro las noticias irlandesas y algunos programas de actualidad en la televisión de mi cuarto de hotel. Y después, al tercer día, hacia el final de la tarde, acudo a Ranelagh a ver al psiquiatra. No estoy seguro de qué va a decir o hacer. Mi avión a Nueva York es al día siguiente. Quizá exista alguna medicina para mi mal, pero lo dudo. Necesito que me escuche, o quizá tan sólo necesito poder contarte a mi regreso que he ido a verlo. Pienso que quizá me referirá con alguien en Nueva York a quien pueda ver de la misma forma regular en la que tú ves a tu analista, como tú lo llamas. Hay una gran habitación que alguna vez fueran dos habitaciones, y los muebles que la ocupan son hermosos. Nos quitamos los zapatos y nos sentamos frente a frente en un par de sillones indi-
viduales dispuestos en la parte posterior de la habitación. Me doy cuenta de que no necesita que yo diga nada; me había escuchado cuidadosamente por el teléfono. Me pregunta si alguna vez me han hipnotizado y le respondo que no. Recuerdo que había un sujeto que hipnotizaba gente en la televisión o en un teatro. No recuerdo su nombre —Paul algo—, pero lo he visto una o dos veces en la televisión. Para mí la hipnosis es algo que ocurre como divertimento en una fiesta, o algo que ocurre en las películas en blanco y negro. No esperaba que el psiquiatra lo sugiriera como un método a probar conmigo. Dice que va a hipnotizarme. Ambos tendremos que estar en silencio. Dice que sería mejor si cerrara los ojos. Pienso por un instante que debería preguntarle para qué quiere hacer esto, o si lo hace habitualmente, o qué podríamos lograr, pero existe algo en la manera tranquila en que aborda la labor, algo deliberado, que me hace sentir que es mejor no preguntar nada. Aún tengo recelos y estoy seguro de que se da cuenta, pero eso no lo desanima. Cierro los ojos. Permanece en silencio. No sé durante cuánto tiempo permanece en silencio. Y después, con otro tono de voz, una voz que es más que un susurro pero que aún tiene un dejo de susurro, me dice que va a contar hasta diez, y que cuando diga la palabra «diez» me quedaré dormido. Asiento y comienza a hipnotizarme. Su voz tiene un tono suave pero también transmite autoridad. Me pregunto si estudió la hipnosis o si desarrolló el método por su cuenta con otros pacientes. Cuando llega al «diez» no noto ningún cambio importante. Pero no me muevo ni le digo que sigo despierto. Mantengo los ojos cerrados, buscando adivinar cuánto tiempo pasará antes de que se haga evidente que el hechizo no ha funcionado, que no estoy dormido, que aún sé dónde me encuentro. —Quiero que pienses en tu hermano. —No me viene nada a la mente. —Quiero que te tomes tu tiempo. Dejo la mente en blanco y los ojos cerrados. No sucede nada, pero mis sensaciones están recubiertas de cierta densidad, aunque las sensaciones como tal son ordinarias. Extrañamente, me siento relajado, y también intranquilo. Es como un momento de la infancia, o incluso de la adultez, en el que consigo dejar de preocuparme sobre un asunto urgente durante un momento, con la plena certeza de que la preocupación regresará. Durante este interludio, no me muevo ni digo nada. —Quiero que pienses en tu hermano —dice de nuevo. Emito un ligero gemido, una especie de chillido, pero no hay ninguna emoción detrás. Es como si sólo hiciera lo que el psiquiatra espera que haga. —Nada, nada —susurro. —Síguelo. —No hay nada.
Permanece en silencio, dejando espacio para que yo gima y le diga hacia dónde voy, aunque no estoy seguro de hacia dónde voy. Parece que a ningún lado en especial. Estoy moviéndome. También estoy despierto. Dice algo varias veces más, con una voz más suave e insistente. Y entonces lo detengo. Ahora necesito silencio, así que permanece en silencio de nuevo. Suspiro. Estoy confundido. No sé hacia donde voy. Sé que estoy sentado en un sillón individual en una casa en Ranelagh y que puedo abrir los ojos en cualquier momento. Sé que mañana regresaré a Nueva York. Y después aparece, el pasillo, y es un pasillo particular en una casa que conozco pero en la que nunca he vivido. Hay linóleo en el suelo y una mesa de vestíbulo y una puerta que conduce hacia la sala. La puerta está ligeramente entreabierta. Hay unas escaleras al final del pasillo. Y después ya no hay «yo». Soy un «él». Ya no soy yo mismo. —¿Sientes tristeza por tu hermano? —pregunta el psiquiatra. —No. No. Estoy sentado en el suelo de ese pasillo. Me estoy muriendo. Acabo de llamar a una ambulancia y quitar el seguro de la puerta principal. La muerte llega como ligereza, una creciente ligereza, como si algo estuviera abandonándome, y yo permito que me abandone, y después siento pánico, o casi pánico, y después estoy cansado. —Sigue tus sentimientos. Le hago una señal para que no hable más. La idea de que ahora hay menos de mí, y de que este ser menos continuará, y de que pronto habrá aún menos de mí, de que este aminoramiento continuará, se encuentra alojada en el centro de mi pecho. Algo está descendiendo, saliendo, con una facilidad extraña y persistente. No hay dolor, es más bien una ligera presión sobre mi yo, o el yo que soy ahora, en este pasillo, en esta habitación. Es algo que sucede por igual tanto en el cuerpo como en el yo que puede pensar o recordar. Algo se aproxima a la muerte, pero no es la muerte; «muerte» es una palabra demasiado simple. Es más parecido a un vaciamiento por esfuerzo, hasta que no queda nada: no queda paz, ni nada del estilo, simplemente no queda nada. Se produce de manera gradual e inevitable. Yo, nosotros, sonreímos, o parecemos estar satisfechos y no tener preocupaciones. Es casi como el placer, pero no es exactamente placer, y tampoco es precisamente ausencia de dolor. Es una nada, y la nada llega sin fuerza, tan sólo con el deseo o la necesidad, que parece natural, de permitir que las cosas sigan su curso, de no entrometerme en su camino. Entonces pienso que el experimento está llegando a su fin, y antes de que eso suceda quiero saber si ahora nuestra madre se encuentra cerca, pero esa idea aparece tan sólo como pregunta. Puedo ver su rostro, pero no siento su presencia. Me aferro a esa idea y soy consciente de mi anhelo por completarla, por obtener alguna otra imagen satisfactoria, pero no llega nada. En vez de ello, hay quietud, y después
La idea de que ahora hay menos de mí, y de que este ser menos continuará, y de que pronto habrá aún menos de mí, de que este aminoramiento continuará, se encuentra alojada en el centro de mi pecho.
el sonido de la puerta que se abre, y voces. Puedo oír la urgencia en su tono, pero es como la urgencia de una película que no puedo ver del todo; no es real. Se encuentra en el trasfondo conforme me levantan, y conforme mi pecho es presionado y aporreado, conforme se alzan más voces, conforme me mueven. Después no hay nada, de verdad no hay nada: la nada que soy y la nada que es este cuarto ahora. Lo que sea que haya sucedido, ha terminado. No hay adónde más ir. Comienzo a gemir de nuevo, y después guardo silencio y permanezco en silencio hasta que el psiquiatra dice suavemente que contará hasta diez de nuevo, y que cuando pronuncie la palabra «diez» volveré de donde he estado y estaré de nuevo en la habitación con él. —No sé dónde estabas, pero te dejé permanecer ahí. No respondo nada. —Quizá viviste algo con lo que puedas trabajar. —Me convertí en él. —¿Sentiste tristeza? —Era él. No era yo. Me mira con calma. —Quizá las sensaciones volverán ahora. —Me convertí en él. Permanecemos en silencio por un rato. Cuando miro mi reloj, tengo la impresión de estar equivocado. El reloj dice que han pasado dos horas. Casi es de noche afuera. El psiquiatra prepara té y pone un poco de música. Cuando encuentro mis zapatos, advierto la dificultad
para ponérmelos, como si mis pies se hubieran hinchado mientras estuve en otra parte. En algún momento, me pongo de pie y me preparo para irme. Me da un número de teléfono al que puedo llamarlo dentro de unas semanas, cuando haya absorbido lo que sucedió. —¿Qué sucedió? —le pregunto. —No lo sé. Eres tú quien debe trabajarlo. Me sigue hasta la puerta principal con los pies envueltos en sus calcetines. Nos damos un apretón de manos y me marcho. Camino por Dublín, desde Ranelagh hasta St. Stephen’s Green, pasando junto a gente que regresa a casa del trabajo. Es invierno en Nueva York y no he respondido a tus mensajes de texto. Llegan de manera más esporádica y cada vez dicen menos. Ahora se limitan a «¡Ey!» u «¡Hola!» y pronto, pienso, dejarán de llegar. Cuando voy a Lincoln Center a ver una película o escuchar música, miro la lista de los conciertos programados para ver si aparece tu nombre por ahí. No me extrañaría si alguna de esas noches te encontrara parado junto a mí, mirándome. Ahora me despierto solo. Me despierto temprano y permanezco en la cama pensando o dormitando. Por la mañana, cargo con el peso entero del sueño de la noche. Es como si en lugar de descansar, hubiera estado cansándome en la oscuridad. Ya no hay nadie que me diga si hago ruido mientras duermo. No sé si ronco, o gimo, o lloriqueo. Quisiera pensar que duermo en silencio pero, ¿cómo podría saberlo? • Traducción de Eduardo Rabasa
Contribución a la historia universal de la ignominia «En ese momento, Hitler no quería exterminar a los judíos, quería simplemente expulsarlos. Y Haj Amin al-Husseini fue con Hitler y le dijo, “Si los expulsas, todos querrán venir aquí (a Palestina)” (…) Hitler preguntó después, “¿Qué debo hacer con ellos?”, a lo que el mufti respondió: “Quémalos”».
«Fui a Larne y cuando regresé el perro temblaba debajo de una silla y las gallinas se habían ido. Después supe que hubo otra explosión mientras me encontraba fuera. »Estaba sentado en el exterior y las gallinas habían vuelto cuando se produjo una nueva explosión, más estruendosa que la anterior. La vaca y el becerro de otro vecino brincaron por encima de los setos y las vacas bramaban de miedo. »El viernes en la mañana, sonaba como si estuviéramos en guerra, y después hubo otra explosión. Mi vecino daba de comer a los toros en el campo cuando sucedió. Se produjo una estampida que lo derribó con todo y abrevadero». Habitante de Ballygally, pequeña comunidad de Irlanda del Norte, explicando la reacción de los animales del lugar ante el ruido y las explosiones ocasionadas por la filmación de The Lost City of Z, el más reciente blockbuster hollywoodense producido por Brad Pitt.
«Yo no abogaría por que eligiéramos a un musulmán para liderar esta nación. De ninguna manera estaría de acuerdo con eso». Ben Carson, candidato presidencial republicano, en una inmejorable muestra de tolerancia religiosa.
Benjamín Netanyahu, en un discurso que provocó indignación pública en Israel, pronunciado durante el Congreso Mundial de Zionismo, donde acusa al gran mufti de Jerusalén, Haj Amin al-Husseini, de haber dado a Hitler la idea que condujo al Holocausto.
«Como mi embarazo ha sido saludable y carente de complicaciones, y como el actual es un momento único en la transformación de Yahoo, tengo planeado enfrentar el embarazo y el parto de la misma forma en que lo hice hace tres años con el nacimiento de mi hijo: tomando poco tiempo de baja por maternidad y sin dejar de trabajar durante el tiempo que dure». Marissa Mayer, ceo de Yahoo, anunciando los planes para su embarazo, sentando un ejemplo no tan velado de cómo deben manejarlo las mujeres empleadas por la empresa.
«Es algo normal. Es la forma en la que te educas. Creces con esas ideas. Aquí te enseñan de pequeño a dispararle a cosas como te enseñan a andar en bici». Ryan Gomez, estudiante de 18 años del Umpqua Community College, en Oregon, a propósito del tiroteo del 1 de octubre en su escuela.
«Miren, estas cosas pasan. Siempre hay una crisis, y el impulso es a hacer algo de inmediato, y no siempre es lo mejor». Jeb Bush, reflexionando sobre la reciente masacre de Oregon, explicando por qué no considera necesario endurecer las leyes sobre la posesión de armas.
Pub_D_imp_curvas.pdf
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27/10/15
3:59 p.m.
El Señor Cerdo
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l Señor Cerdo lleva largo tiempo cavilando sobre la posibilidad de participar en un reality show pues, no sólo el Señor Cerdo está perfectamente en sintonía con su época, sino que además el Señor Cerdo está convencido de que en cualquiera de las variantes en las que participara, su carisma natural, su talento y un sinfín de otras características que hacen del Señor Cerdo un ser tan especial, le darían la victoria sobre el resto de los participantes. El público televidente, razona el Señor Cerdo, se derretiría de inmediato frente a su brillo cegador. Lo que ha detenido hasta este momento al Señor Cerdo es la decisión sobre en cuál de los distintos reality shows debería incursionar, pues le parecía injusto respecto a sus propias capacidades incursionar en cualquier variante que privilegiara a algunas sobre las demás. Si se tratara tan sólo de vegetar por ahí en una casa, participando en todo tipo de retos e intrigas facilones, el Señor Cerdo sabe que difícilmente sería incluso nominado, por no mencionar la idea de que alguien pudiera expulsarlo; si lo pusieran en una isla desierta a cumplir retos de supervivencia, el Señor Cerdo sabe que casi de inmediato tendría a su servicio al resto de los participantes, que probablemente preferirían poner en peligro su existencia con tal de que la del Señor Cerdo no se viera amenazada; si lo pusieran a cantar y bailar al lado de otros participantes, además de apabullarlos de por sí, el Señor Cerdo entablaría acuerdos con los mandamases de la televisora y la disquera, de modo que el reality fuera un simple trámite para catapultar al estrellato al Señor Cerdo, y así sucesivamente con todos los reality shows que existen actualmente, pues ninguno le haría justicia a la completud y versatilidad del Señor Cerdo.
Por eso, el Señor Cerdo ha decidido lanzar próximamente su propio reality show, titulado, simplemente, El Señor Cerdo: el reality, cuyo único protagonista será el Señor Cerdo, y consistirá básicamente en darle una oportunidad a the little people de apreciar lo más cerca posible lo que significa la experiencia de ser el Señor Cerdo. En un formato, canal, horario, medio, fecha y demás detalles por determinar, el Señor Cerdo pondrá a competir entre sí a sus distintos alter egos, de manera que en el proceso pueda recabar información sobre el rating obtenido por cada faceta de su personalidad. Mediante esa competencia descarnada entre las distintas facetas de sí mismo, el Señor Cerdo ofrecerá a los televidentes una posibilidad inmejorable de admirarlo desde lo más hondo y, por qué no, desear convertirse algún día, si no en el Señor Cerdo como tal, sí al menos en la versión más acabada de una de sus muchas facetas en competencia. De ese modo, cuando, por ejemplo, una versión iracunda del Señor Cerdo le recrimine a una versión desprendida del Señor Cerdo el hecho de tener la culpa de haber demorado hasta la fecha el despegue hacia la cumbre, una versión calculadora del Señor Cerdo podrá interceder entre las dos, para recordarles que en la estrategia calculada por una versión masoquista del Señor Cerdo, la espera valdrá la pena, y cuando el único ganador posible del reality, ese todo imparable que es el Señor Cerdo, se alce con el triunfo, todas sus versiones se arrodillarán frente a él, rogándole que por favor no se olvide de ellas cuando se produzca su inevitable ascenso hacia la fama y la fortuna. •
Instrucciones a los patrones • Por Johnny Raudo
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odo patrón sabe que el principal problema de sus empleados es, justamente, que él es el patrón y ellos no. Más allá del antagonismo natural que surge debido a las diferencias jerárquicas, económicas y demás, existe una diferencia ontológica más profunda, que suele ser muy poco apreciada por el común de los patrones, y que les acarrea innumerables dolores de cabeza y pérdidas en el potencial de esa niña de sus ojos llamada Empresa. La diferencia es la mentalidad asociada al sentido de propiedad de quienes son dueños de algo, cuestión que jamás entenderán todos aquellos que no lo son. Por eso, los patrones de vanguardia cada vez recurren a métodos más sofisticados para transformar la mentalidad de sus empleados, de manera que todos se sientan dueños de la empresa, sin importar que en la práctica de ninguna manera lo sean. Una forma que ha demostrado ser increíblemente efectiva consiste en darle a elegir a los empleados la posibilidad de renunciar a esas engorrosas prestaciones como seguridad social, cotización para la vivienda, ahorro para el retiro, etc. (que, por fortuna para los patrones, cada vez se eliminan con mayor firmeza de las legislaciones laborales), a cambio de que su sueldo se vea incrementado, por supuesto en una menor proporción, pues si no no habría ningún ahorro para la empresa. Al plantearles a los empleados esta disyuntiva, se podrá diferenciar fácilmente entre aquellos que tienen la madera para conducirse como propietarios, de aquellos que siguen atrapados en una mentalidad primitiva, esperando que la empresa,
el gobierno o alguna otra entidad superior les resuelva aquellas necesidades que por sí solos no son capaces de procurarse. Es recomendable organizar alguna especie de club que agrupe a todos aquellos que acepten el reto de la supervivencia por sí mismos, como una especie de Sindicato de Aspirantes a Patrones (sap), que se reúna periódicamente para ver documentales sobre tiburones o peleas de Artes Marciales Mixtas, con lo que fomentarás el sentido de camaradería y pertenencia al grupo, al tiempo que entre el propio sap mandarás el mensaje de que aquel que no esté con los sentidos bien alerta, siempre dispuesto a despedazar a cualquier potencial competidor, sin importar la relación fraternal que pudiera llegar a tener con él, corre el riesgo inminente de dejar de pertenecer a tan selecto círculo. Para reforzar el mensaje, puedes algún día propiciar un accidente no letal sobre alguno de los empleados pertenecientes al sap, como que en la oficina le caiga un ladrillo en la cabeza, o que sueltes un tlacuache debajo de su escritorio para que le muerda una pierna, y tener en espera para atenderlo rápidamente a un grupo de sensuales enfermeras, ataviadas con los minúsculos trajes estereotípicos de las fantasías masculinas, para que todos los blandengues que prefieren recurrir a los sistemas de protección tradicionales se den cuenta de lo que se pierden al renunciar a comportarse como self-made men del Viejo Oeste. •
Disolver los límites Eduardo Rabasa
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en Austin
ebía tomar el avión rumbo a Houston a las seis de la mañana, así que del festejo posterior a la presentación del libro de Luigi Amara pasé a mi casa a darme un baño e irme al aeropuerto. El Doctor y otros tres amigos, con quienes había quedado de verme al día siguiente ya en Austin para ir juntos al festival de música Austin City Limits, habían partido desde el día anterior. El Doctor siempre ha sido meticuloso para procurarse las sustancias necesarias para alcanzar estados de conciencia alterados, y me había expresado su preocupación por conseguir marihuana ya una vez en Estados Unidos, pues los ácidos sí estaba dispuesto a llevárselos consigo en el avión y a través de la frontera. Yo intenté indagar con algunos contactos texanos pero fue en balde. Incluso noté que la paranoia ante la intervención de los correos electrónicos hace que ni siquiera en clave sea un tema que la gente esté dispuesta a abordar por escrito. Ni modo. Ya en otros festivales el Doctor había entablado un trueque, utilizando los ácidos como moneda de cambio por marihuana. Con tales preocupaciones en la cabeza, me pareció lógico que no me hubiera mandado todavía la dirección ni el nombre del hotel en el que habríamos de hospedarnos en Austin. Decidí llevar tan sólo una pequeña mochila para llegar directo al festival y ahí tratar de encontrarlos. Un aspecto positivo de viajar a deshoras es que la fila para cruzar el control de pasaportes en Estados Unidos es mucho más reducida, y los agentes por lo tanto se encuentran de mejor humor. Las dos últimas veces me habían gritado por sostener la forma de aduana con la boca mientras jalaba dos maletas con las manos. En una de ellas, un agente de rasgos orientales me comentó con desprecio que por gente como yo es que tenía que utilizar los guantes blancos de látex que envolvían sus manos. En cambio, ahora un agente me manifestó en español su extrañeza por mi falta de equipaje («¿Nou maleta?»), antes de encogerse de hombros y permitirme el paso. Abordé el autobús 102 en el aeropuerto George Bush hacia el centro de la ciudad, donde debía tomar un Greyhound con rumbo a Austin. Bajé del autobús y me dirigí a la estación, situada sólo a un par de cuadras. Ya había leído en internet que la zona alrededor de la estación Greyhound de Houston era descrita como «rough», y no me pareció un término equivocado. Por los alrededores pululan indigentes, varios de ellos postrados contra el muro de un edificio, ingiriendo bebidas y fumando. Algunos van hablando solos y otros, como un señor, negro también, muy delgado, enfundado en una chamarra verde olivo, intentan entablar conversación con los transeúntes, como yo mismo pude comprobar.
Nunca me había subido a un autobús en Estados Unidos, por lo que desconocía el sesgo socioeconómico que distingue a la mayoría de sus usuarios. Supongo que un corolario de la obsesión americana con los coches es que todos aquellos que no poseen uno pertenecen claramente a los estratos más desfavorecidos de la sociedad. La estación parecía un albergue para indigentes, e incluso creo que había un chico blanco que estaba por emprender una mudanza, pues llevaba un carro de supermercado con lo que parecían ser todas sus pertenencias. Ignoro cuál sea la política respecto al equipaje permitido por Greyhound. Las televisiones de la estación mostraban uno tras otro capítulos en blanco y negro de La isla de Gilligan. Había otro hombre blanco con la ropa raída y bastante desaseado, que tocaba concentrado su guitarra acústica. En el autobús ocupé un asiento contiguo a la ventana. Fuera de un estado de relativa somnolencia alcanzado en el avión, no había dormido nada, y pensé que las tres horas de trayecto a Austin me darían oportunidad de recuperarme. Hasta el momento no había encontrado ningún lugar donde hubiera computadoras con internet para consultar si finalmente el Doctor se había decidido a enviarme la dirección del hotel (no cuento con teléfono celular y decidí no llevar mi computadora por el alto riesgo de perderla durante este tipo de viaje), así que necesitaría estar lo más entero posible para buscar a mis compañeros durante todo el día en el festival. Cuando el autobús se encontraba casi lleno, se sentó a mi lado una mujer de aspecto mexicano con su bebé en brazos. Durante las tres horas de trayecto, se turnaban para quedarse dormidos recargados sobre mi hombro. Cuando llegamos a Austin la mujer me preguntó en español si estábamos ya en Dallas. No tuve el corazón de decirle que el autobús a Dallas era el que había salido poco antes del nuestro, así que balbuceé que creía que estábamos en Austin, y me bajé del autobús. Tomé un taxi rumbo a Zilker Park, sede del Austin City Limits, y el conductor era un nigeriano llegado a Estados Unidos hacía tiempo. El tráfico era abundante y el taxista no paraba de hablar y hacer preguntas, en un inglés marcado por su fuerte acento nigeriano, incomprensible por momentos, así que tuve que poner atención a su expresión facial para advertir cuándo esperaba de mí una respuesta, para pedirle que por favor me repitiera lo dicho. Me explicó que tenía la libertad para trabajar a su propio ritmo, pues pagaba una renta mensual a la compañía de taxis, lo cual le permitía determinar su propio horario de trabajo, que en promedio consistía de una jornada diaria de catorce horas. Ante mi pregunta acerca de si a me-
Un aspecto positivo de viajar a deshoras es que la fila para cruzar el control de pasaportes en Estados Unidos es mucho más reducida, y los agentes por lo tanto se encuentran de mejor humor. Las dos últimas veces me habían gritado por sostener la forma de aduana con la boca mientras jalaba dos maletas con las manos.
nudo debía lidiar con clientes difíciles, echó a reír y me dijo que los americanos eran gente muy enojada, estresados de continuo, por lo que a menudo su labor como taxista era callar ante sus exabruptos, o intentar tranquilizarlos sacándoles plática. Nuestro breve idilio de conductor y pasajero enfrentó una dificultad cuando me preguntó si estaba casado: le respondí que no, pero que vivía con mi pareja, y su semblante cambió de inmediato. Me contó que cuando vivía en Nigeria pertenecía a la iglesia católica, pero que había tenido problemas de alcohol, apuestas y violencia, hasta que en algún momento de su estancia americana el Señor le habló, y como consecuencia se enroló en una iglesia pentecostal, a la que acudía cada domingo a escuchar misa. Desde entonces, lo principal en su vida era el servicio al Señor, y gracias a ello había logrado dejar atrás todos sus vicios. En tono de regaño, me dijo que debía abandonar a mi pareja actual, pues si no estaba casado con ella significaba que no la quería realmente, y que no era la mujer que el Señor había dispuesto para que formara una familia. Me entregó una tarjeta de un servicio para encontrar a mi verdadero amor en un grupo auspiciado por la iglesia pentecostal (me pregunto cuál será el código de lo permitido durante la primera cita), y se despidió con lo que me pareció un tono algo cortante (quizá además la propina del diez por ciento que le di le pareció un acto de tacañería). Llegué al festival ansioso por entrar y me dirigí a la taquilla a solicitar mi pase de prensa. El sistema estaba caído (cuestión que como mexicano siempre produce un secreto alivio: así que no somos los únicos a los que les sucede) y tuvimos que esperar unos minutos, pero finalmente recibí la pulsera que me acreditaba como miembro oficial de la prensa. Pensé que quizá en la sala de prensa habría computadoras con internet, para revisar si había noticias del Doctor y mis demás amigos, pero al llegar me di cuenta de que todo el mundo llevaba su propio dispositivo para conectarse a la red, y aún no estaba tan preocupado como para pedirle el favor a algún colega de permitirme utilizarlo durante unos instantes. Cuando entré al festival, ante el tamaño del espacio y la aglomeración de gente cobré conciencia por primera vez de lo ingenuo de mi plan de toparme a mis compañeros de viaje por ahí. En el escenario principal, el Samsung Stage, se alcanzaba a ver a un diminuto Billy Idol con su característico cabello decolorado y torso desnudo. Tame Impala se presentaba en un par de horas en el mismo escenario, así que me quedaba poco tiempo para encontrar al Doctor y aterrizar uno de mis principales objetivos desde que planeamos el viaje: escuchar su música psicodélica en un estado onírico, inducido por el lsd que el Doctor debía haber llevado consigo. Por si acaso fracasaba, compré mi primera cerveza del festival, para lo cual, como en casi todas las demás veces que me aproximé a la barra, me pidieron alguna prueba de ser mayor de veintiún años, incluso cuando llevaba el brazalete que ellos mismos te colocan para comprobar la mayoría de edad. Confiando en la nostalgia que caracteriza los gustos musicales de muchos mexicanos (debemos ser el único país que aún cuenta a dia-
rio con una «Hora Beatle»), recorrí como mejor pude la apretada congregación que coreaba los éxitos de Billy Idol, quien en algún momento proclamó solemne que era el mejor espectáculo de punk rock que ofrecería el festival. Incluso pedí permiso a dos miembros del staff —que por alguna razón presenciaban el concierto subidos en la parte trasera de un carrito de golf— permiso para subirme también y buscar a mis compañeros desde las alturas, cuestión que me permitieron hacer en dos ocasiones distintas, sin que hubiera suerte en ninguna. La esperanza de ver a Tame Impala cobijado por el ácido era ya prácticamente nula, pues incluso si milagrosamente me topara al Doctor en ese momento, ya no daría tiempo para que hiciera efecto. Salí del festival para ir nuevamente a la sala de prensa, con la intención de poder acceder ahí a mi correo electrónico en busca de noticias. Esta vez sí le pregunté a una periodista sentada con su laptop enfrente si me permitiría usarla brevemente, y me respondió que sí, pero que no había internet pues la red se encontraba caída. Acudí a la hostess del lugar, quien incluso me prestó su iPhone para conectarme, pero ocurrió lo mismo: a causa de la aglomeración la red se encontraba saturada. Me apresuré para no perderme el inicio del concierto de Tame Impala, esta vez comprando de golpe dos vasos de vino para al menos experimentar como sustituto alguna especie de sopor etílico. Tame Impala ofreció un gran concierto, en parte porque comprendieron que durante los cincuenta minutos asignados sería mejor que tocaran los éxitos de sus dos primeros discos, limitando a un mínimo las canciones del más reciente, considerado por muchos una versión más pop y menos psicodélica de su música distintiva. Confieso que no lo disfruté como había anticipado, en parte por la frustración de no haber encontrado a tiempo al Doctor y sus ácidos, en parte por la preocupación por no saber aún, a tres horas del fin del primer día de festival, dónde habría de hospedarme esa noche, pues además el taxista nigeriano me había dicho que la ciudad estaba a tope. En caso de catástrofe, mi plan era encontrar algún bar que no cerrara hasta el amanecer, pero estaba tan cansado de la noche anterior que no era una opción particularmente deseable. Di otra vuelta por el festival, más por protocolo que con la esperanza de encontrar a mis amigos, y me enfilé nuevamente a la sala de prensa por si acaso hubiera vuelto el internet. A la salida del festival había personal con una pancarta que ponía «Ask me a question», y le pregunté a un chico muy joven si acaso sabía dónde podía acceder a una computadora con internet. Después de explicarme que había wi fi en el festival, un tanto incrédulo ante mi falta de algún dispositivo móvil, me prestó su iPhone cuando le expuse mi problemática. Con gran lentitud, conseguí entrar a mi cuenta de correo, donde por fin encontré un mensaje del Doctor, enviado hacia el mediodía, donde me daba las coordenadas de nuestro hotel. Aliviado, entré de nuevo al festival a escuchar un rato a los Foo Fighters, pero después de unas cinco canciones que me sonaron completamente idénticas, puntuadas por lo que me pareció un exceso de gritos impostados por parte de Dave Grohl, concluí que llevaba
años lucrando con el hecho de haber sido el baterista de Nirvana, y salí en busca de un taxi antes de que la fila resultara insoportable. Llegué exhausto ya de noche al Microtel Inn & Suites, situado cerca del aeropuerto de Austin. Pregunté a la recepcionista por el cuarto a nombre de alguno de mis tres amigos, y me respondió que no había nadie registrado bajo ese nombre. Decidí pagar un cuarto aparte para mí durante aquella noche, pues no tenía ya el ánimo de esperar a que regresaran mis amigos para aclarar la situación con la recepcionista, que además se encontraba de un humor terrible, pues recibía llamadas constantes de un cliente que la acosaba con algún asunto relacionado con el transporte del hotel. Subí a dormir en mi habitación, agradeciendo no tener que compartir cama al menos durante aquella primera noche. A la mañana siguiente, a las 8:42 comenzó a sonar en el hotel una alarma infernal, que supuse indicaba un sismo, incendio o algún otro cataclismo proporcional a la estridencia del sonido. Al asomarme por la ventana y al pasillo, todo parecía estar en calma. Quizá era simplemente la forma en que el Microtel avisaba a sus huéspedes
que el desayuno estaba servido, así que me vestí y bajé a averiguarlo. Desde el primer encuentro con el resto de los huéspedes quedó clara nuevamente la estratificación propia de la sociedad norteamericana. Casi todos exhibían algún rasgo (tatuajes, pelo largo desaseado, el uniforme de shorts, camiseta sin mangas y gorra, aretes, o mi favorito: un señor que al día siguiente bajó a desayunar descalzo y con una pijama con estampado de la señal de Batman) que seguramente sería reprobado por los estratos que se precian de ser más respetables. El desayuno consistía de una máquina de jugos que tenía agotado el de manzana y en lugar del de naranja emitía un líquido blancuzco repugnante, una bandeja de huevos revueltos que parecían elaborados en un refractario por la densidad que los unía, y que además cada día estaba casi vacío, y una máquina para prepararse los propios waffles. Me decanté por esta opción y rápidamente se levantó un hombre de edad mediana para indicarme que la había colocado por el lado equivocado, con lo cual no se había activado el contador dispuesto para indicar cuando el waffle está listo. Al comerlo, pagué el precio de mi incompetencia, pues el waffle esta-
Al mismo tiempo, sentía un inmenso vacío en mi cabeza, y me resultaba inverosímil que en ese vacío pudieran formarse ideas o sensaciones: me parecía completamente absurdo que existiera comúnmente un «yo» pensante, que me servía como referencia puntual para moverme con cierta certeza por el mundo.
ba hecho por fuera pero pastoso por dentro. La máquina de refrescos tenía agotado el Sprite, así que entre Coca-Cola y Dr. Pepper elegí la primera. Estaba inmerso en la mitad de mi desayuno cuando bajaron a desayunar los dos amigos que habían llegado junto con el Doctor. Después de los saludos correspondientes, me explicaron lo sucedido el día anterior: el Doctor había llegado a San Antonio unas horas antes que ellos, con la misión de encontrar un hotel para pasar la noche. Habiendo cumplido con su cometido, cayó presa del típico desbocamiento del comienzo de un viaje, y realizó un tour de bares por San Antonio, que concluyó con una borrachera tal que apenas pudo atinar a regresar al hotel, mientras ellos, preocupados, lo habían buscado por al menos diez bares. Al día siguiente debían tomar el autobús de las 10:30 rumbo a Austin, pero el Doctor se encontraba tan indispuesto que les pidió que siguieran adelante sin él, que se quedaría en el motel Super 8 de San Antonio a recobrar fuerzas. Solidarios, lo persuadieron de abordar todos juntos un autobús posterior. Cuando se hubo recuperado lo suficiente, el Doctor decidió intentar conseguir marihuana con los indigentes de San Antonio. Entregó los cincuenta dólares solicitados por el primero que encontraron, quien les dio un paseo extenso por varios callejones y bajo puentes de la ciudad. Cuando el Doctor se puso firme ante la estafa en ciernes, el indigente accedió a devolverle su dinero, sólo que los cincuenta dólares habían disminuido hasta convertirse en treinta y cinco. Frente a las protestas del Doctor, el indigente convino en entregarle dos cigarros de marihuana y quince dólares, es decir, que después de todo el recorrido les vendía dos toques por treinta y cinco dólares. El Doctor concluyó que eso era mejor que nada, y se apresuraron a tomar el autobús de las 12:30 rumbo a Austin. Al conocer las circunstancias, me pareció comprensible que el Doctor no me hubiera mandado a tiempo la información de nuestro hotel. A los pocos minutos, bajó a la recepción del Microtel vestido con bermudas y una camiseta sin mangas, y su habitual expresión de jovialidad, listo para lo que el nuevo día habría de depararnos. El Doctor había llevado un total de cinco ácidos, divididos en veinte porciones de un cuarto, y confesó experimentar cierto nerviosismo en la conexión de Houston a San Antonio, pues no había previsto la cámara cilíndrica en la que hay que ingresar, colocar los pies en el lugar indicado, alzar los brazos, y esperar a que un dispositivo realice un escaneo. Luego de analizar la situación, el Doctor resolvió colocar la tableta con los ácidos en sus calzones, e introducir papeles arrugados en las bolsas de sus pantalones, por si aparecía algo y los agentes le pedían que vaciara las bolsas. Finalmente no tuvo ningún contratiempo. Para dar un banderazo adecuado a nuestra estancia conjunta en el Austin City Limits, nos tomamos cada uno el primer cuarto antes de salir del hotel en dirección al festival. Para evitar perdernos sin remedio a lo largo del día, establecimos un punto de encuentro en una réplica de un capitolio de cúpula roja, situado cerca de la entrada principal. El primer concierto que vimos fue el de una chica muy joven, de cabello rubio largo y facciones finas, Mikaela Davis, quien tocaba una enorme arpa de madera y cantaba canciones tristes con una voz muy dulce, acompañada de bajo, gui-
tarra y batería. La abandonamos con cierto pesar después de unas cuantas canciones, para ir al escenario Honda a ver un grupo llamado Milo Greene. El ácido comenzaba ligeramente a hacer efecto, lo cual amplificaba las tonalidades del estilo que la propia banda ha descrito como «cinematic pop». Al terminar, nos cruzamos complacidos al escenario adyacente, etiquetado como Miller Lite, donde tocaba el grupo San Fermin. La voz de su vocalista, Ellis Ludwig Leoneque, recordaba a la inconfundible voz de barítono de Matt Berninger, líder de The National. Otra grata sorpresa. De ahí enfilamos a ver a una de las principales recomendaciones de otro de los miembros del grupo: Father John Misty. Junto con el concierto de tv on the Radio, resultó para mi gusto lo mejor del festival. Habiendo ya pasado un par de horas desde la ingesta del primer cuarto de ácido, el Doctor consideró prudente darle un empujón con un segundo cuarto. Él identificó además a un grupo de gente fumando marihuana, por lo que les solicitó le compartieran un toque. No sin algo de reticencia, pero quizá avergonzados ante la idea de negarle un jalón a alguien, accedieron a su petición. Yo estaba hipnotizado por el aire de profeta barbudo de Father John Misty. Sin conocer nada sobre su agrupación (después supe que creció en un entorno de gran opresión religiosa, y que sólo cuando convenció a sus padres de que Bob Dylan podía escucharse como un «artista cristiano» fue que le permitieron escuchar su música), me conmovió el estilo directo, como de lamento ante la descomposición espiritual imperante, que alcanzó su clímax cuando interpretó «Bored in the usa», particularmente en la estrofa «Oh, they gave me a useless education/And a subprime loan/On a craftsman home/Keep my prescriptions filled/ And now I can’t get off»,1 acogida con un notorio estallido de risas y aplausos por el público. Extasiados por lo que habíamos presenciado hasta el momento, fuimos a un pequeño escenario llamado Austin Ventures, donde tocaría un grupo por nosotros desconocido, Houndmouth. Ignoraba que estaba a minutos de ingresar en una dimensión de la que en cierto sentido ya no hay retorno posible. Mientras esperábamos el inicio del concierto, el Doctor sacó lo que quedaba de uno de los toques obtenidos en la transacción con el indigente de San Antonio. Sin decir nada comenzaron a fumar con normalidad, así que hice lo mismo, a la espera de que activara ciertas propiedades del ácido hasta ahora latentes en mí. Prácticamente al instante de haberle dado dos o tres bocanadas, empecé a sentir como si toda la realidad a mi alrededor empezara lentamente a adquirir una frontera más porosa, formada por un contorno plástico, de menor definición que lo habitual. En ese momento el Doctor se fue a comprar algo de tomar, y no quise importunar a los otros dos miembros del grupo —que no habían tomado ácido—, así que de momento no dije nada. Poco a poco, mis sentidos se disociaron entre sí, de manera que no existía relación entre lo visto, lo que se escuchaba, o el contacto que establecía con el césped, pues había decidido sentarme mientras recuperaba la compostura. Situado desde esa perspectiva, algo en mi interior terminó de disolverse, y perdí toda noción de lo que hasta ese momento de mi vida había asociado con «mi yo». La gente se movía en cámara lenta, como si estuviera filtrada por un cinescopio, y
Desde el primer encuentro con el resto de los huéspedes quedó clara nuevamente la estratificación propia de la sociedad norteamericana. Casi todos exhibían algún rasgo (tatuajes, pelo largo desaseado, el uniforme de shorts, camiseta sin mangas y gorra, aretes, o mi favorito: un señor que al día siguiente bajó a desayunar descalzo y con una pijama con estampado de la señal de Batman) que seguramente sería reprobado por los estratos que se precian de ser más respetables.
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28 de Noviembre del 2015 │ 17:30 horas
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el sonido del ambiente era un amasijo de risas y griteríos, que parecía independiente de toda manifestación del movimiento circundante. Un señor pisó mi mano accidentalmente, y cuando volteé a verlo lo escuché pronunciar un «Ssssoooorrryyyy» que me llegó distorsionado y descompuesto en un tono grave, con los sonidos alargados y muy unidos entre sí. Ahí sentí el verdadero pánico: empecé a pensar (utilizo esa palabra a falta de una mejor) que ese sería ya mi estado normal de ahí en adelante, que jamás recobraría mi conciencia habitual. Al mismo tiempo, sentía un inmenso vacío en mi cabeza, y me resultaba inverosímil que en ese vacío pudieran formarse ideas o sensaciones: me parecía completamente absurdo que existiera comúnmente un «yo» pensante, que me servía como referencia puntual para moverme con cierta certeza por el mundo. Sentía que llevaba una eternidad en aquel estado, e intentaba mirar mi reloj para ver cuánto tiempo había pasado, dónde estábamos, qué concierto estábamos por ver, pero me resultaba incapaz establecer la conexión entre los distintos elementos necesarios para procesar la información. Me puse de pie ante la mirada perpleja de mis compañeros, para intentar salir de la multitud un momento, pero decidí mejor regresar al suelo, experimentando una gran angustia ante la ausencia del Doctor, en quien depositaba en esos momentos mis esperanzas por volver a un estado que me resultara un tanto más familiar. Cuando por fin comenzó a tocar Houndmouth, más que escuchar la música sentía la textura de cada uno de los instrumentos, e intentaba concentrarme en escuchar por ejemplo la guitarra, pues alcanzaba a pensar (de nuevo, palabra inadecuada) que eso era algo real, y que necesitaba aferrarme a algún elemento conocido del mundo exterior, pues de otra manera seguiría atrapado en la disolución líquida de mi conciencia. Intentaba recordar también que eso era algo voluntario, pues yo había decidido cada cosa que me condujera hasta allí, sólo que en lugar de resultar reconfortante añadía al asunto un toque de culpa por mi estupidez. El Doctor volvió y me preguntó cómo estaba, diciéndome que no me preocupara, que ahí estaban ellos para cualquier cosa que necesitara, lo cual sirvió para ahuyentar al terror. Dejé pasar unos minutos más —que parecieron días— antes de intentar incorporarme de nuevo. Cuando lo conseguí, seguía completamente hasta la madre, pero por fortuna los cuestionamientos ontológicos sobre la realidad del entorno —y de mi propia conciencia— habían desaparecido. Pedí que nos tomaran una foto para conmemorar el instante, y empecé a bromear con el Doctor acerca del episodio. Era, le dije, la primera vez en mi vida que frente a la pregunta «¿Quisiera usted estar más drogado?», respondería que no, que con eso era suficiente. Ya con un pie colocado en el mundo de la solidez, me parecía haber estado asomado a una especie de abismo de la locura, de un estado mental de confusión permanente donde no existen fronteras entre el afuera y el adentro, y donde no hay identidad alguna que se haga cargo de lo que conocemos regularmente como personalidad. De alguna manera extraña, agradecía profundamente tanto haberlo experimentado, como que su fase más aguda hubiera terminado. Consideré que un paso importante en el regreso consistiría en poder entablar una
transacción comercial, así que le pedí al Doctor que me acompañara a comprar un par de cervezas. Llegué a la barra y noté que la señora que atendía, así como la chica colocada a su lado, me contemplaban con una expresión correspondiente al estado que seguramente denotaba. Cuando no pudieron resistirlo más, se dijeron algo en secreto e irrumpieron en una carcajada, a la que me sumé con orgullosa complicidad. Aguardaron con gran paciencia mientras contaba el dinero necesario para cubrir el importe, y volví con el Doctor a encontrarnos con nuestros amigos. No recuerdo nada sobre la música de Houndmouth, sólo que mientras estaba en el suelo formó una especie de cápsula con matices que se incrustaban por mi cuerpo con una intensidad muy placentera. Permanecimos en el mismo escenario para ver a Unknown Mortal Orchestra, cuyo baterista resultó ser un virtuoso que tocaba unos solos magistrales, antes de asomarnos a ver a los Alabama Shakes (concierto durante el cual el Doctor aconsejó que tomáramos otro cuarto de ácido para prepararnos para la recta final del día), para después tomar un buen lugar en el concierto de tv on the Radio. Una vez comenzó, me enteré de que, con gran sentido previsor, el Doctor había guardado una minúscula bacha de la marihuana fatídica: al darle un jalón comprobé de nuevo sus propiedades especiales, pues a una escala sumamente más ligera de nuevo me vi envuelto por una realidad de contornos difusos, y la música otra vez tenía un aspecto más parecido al contacto carnal que al acústico. Cuando interpretaron «Trouble», el estribillo «Oh, I keep telling myself, ‘Don’t worry, be happy’/Oh, you keep telling yourself, ‘Everything’s gonna be okay’»2, interpretado con profunda melancolía por Tunde Adebimpe, parecía una extensión del lamento escuchado hace unas horas antes de la voz de Father John Misty. De todos los conciertos presenciados en los tres días, probablemente el público más efusivo fue el que acudió a ver a tv on the Radio. Por fortuna, los conciertos finales de la jornada corrían a cargo del rapero Drake y del dj Deadmau5, por lo cual vegetamos un rato más por ahí mientras reuníamos fuerzas para marcharnos. A la salida, las filas de gente abandonando el recinto me parecían como hormigas marchando con movimientos veloces pero discontinuos, como los de los dinosaurios de las viejas películas que pasaban en la barra de películas del Canal 5. Tomamos un taxi rumbo al Microtel, al que todavía le pedimos que nos dejara en un Seven Eleven para comprar unas cervezas. A la entrada colgaba un letrero que rezaba «No shirts/No shoes/No service» y, como si fuera invocado por el mismo, al poco tiempo deambuló por ahí un chico blanco de aspecto confundido, andar desgarbado, sin zapatos, que fue disuadido por el letrero de siquiera intentar entrar al establecimiento. •
1 «Oh, me dieron una educación inútil / Y un préstamo subprime/Para comprar una casa de artesano / Mantener mis recetas a tope / Y ahora no puedo dejarlo». 2 «Oh, me repito constantemente, ‘No te preocupes, sé feliz’ / Oh, te repites constantemente, ‘Todo va a estar bien’».
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24 al 26 de nov. 2015 30 de nov. al 2 de dic. 2015 www.definibus.org
AÑ
OS
agenda de noviembre 4 NOVIEMBRE
7 NOVIEMBRE
23 NOVIEMBRE
Presentación
Charlas en el Museo del Estanquillo con Daniel Barrón
Presentación
19:00 horas
La memoria de las cosas de Gabriela Jauregui Librería El Laberinto Paseo Colón 228, Residencial Colón, Col. Ciprés, Toluca de Lerdo
6 NOVIEMBRE
10:00 horas Inauguración de la exposición
El curioso Jim de Matthias Picard
CNA Galería Central de la enpeg La Esmeralda Avenida Río Churubusco 79, Col. Country Club Churubusco, Coyoacán, México, D.F.
7 - 17 NOVIEMBRE
Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil 35 filij
7 NOVIEMBRE
16:00 horas Presentación
El curioso Jim de Matthias Picard
CNA Plaza de la Danza Avenida Río Churubusco 79, Col. Country Club Churubusco, Coyoacán, México, D.F.
13:00 horas
Septiembre. Zona de desastre de Fabrizio Mejía Madrid y José Hernández
Con Fabrizio Mejía Madrid Isabel la Católica 26, esquina Madero. Centro Histórico, México D.F.
12 NOVIEMBRE 19:30 horas Presentación
La voluntad de los objetos
de Abraham Cruzvillegas kurimanzutto Gobernador Rafael Rebollar 94, Miguel Hidalgo, Col. San Miguel Chapultepec, México, D.F.
16 - 22 NOVIEMBRE
Feria Internacional del Libro de la Delegación Benito Juárez Plaza Soberanía de la República Eje 7 Sur (Municipio Libre), Col. Santa Cruz Atoyac, México, D.F.
19:00 horas
La muerte de mi hermano Abel de Gregor von Rezzori
Con Aníbal Campos y Juan Villoro Librería FCE Rosario Castellanos Tamaulipas 202, Col. Condesa, México, D.F.
28 NOV - 6 DIC
Feria Internacional del Libro de Guadalajara Expo Guadalajara Av. Mariano Otero 1499, Verde Valle, Guadalajara, Jalisco Consulta el programa de actividades de Sexto Piso en www.sextopiso.mx
El buzón de la prima Ignacia Estudié Economía en el itam, Finanzas en Harvard y Karma en la Universidad Tibetana, pero el verdadero aprendizaje lo obtengo en esa loca maravilla llamada vida. Si quieres que lo comparta contigo, no lo pienses más y consúltame en el siguiente correo electrónico: ignacia@sextopiso.com (PD: No hay censura pero por favor sean recatados y no me vayan a andar preguntando puras pendejadas).
Querida Ignacia,
Estimada amiga Ignacia:
soy un mexicano afincado en Londres desde hace muchos años, y me he sentido muy bien en esta ciudad, pues no hay nada que disfrute más que irme a mi pub de confianza a ver futbol todo el día y tomarme tantas pints como pueda. El único problema que he tenido se debe a que con mi 1.40 cm de estatura, al principio me costaba trabajo que las mujeres me voltearan a ver, por lo que decidí mandar hacer unos zancos ortopédicos que prácticamente no se notan, y ya con eso le pego al 1.60. Lo que pasa es que, claro, moverme no es tan fácil, y ahora me he enamorado de una guapa colombiana a la que le encanta bailar, y ya se me están terminando los pretextos para nunca acompañarla a la pista. ¿Crees que deba revelarle mi verdadera condición de pigmeo, para ver si me acepta tal como soy, o seguir confiando en el «Chingue su madre a ver qué pasa»? Tuyo, Manuel «el Agallas» Padilla
Ésta es una pregunta colectiva: somos un grupo de chicas extranjeras viviendo en México, que hemos conformado una asociación conocida como el Cónclave de Cuscas, pues decidimos hacer un frente común frente a la mojigatería de los hombres mexicanos, que primero siempre se hacen los muy machos, y luego salen corriendo despavoridos cuando se dan cuenta de que nuestra moral es más distraída que a la que ellos están acostumbrados. No te escribimos para pedirte consejos de ningún tipo, sino para invitarte a formar parte del Cónclave, pues necesitamos alguien con tu sabiduría y tu proyección pública para impulsar nuestro proyecto. ¿Qué dices prima, te unes al Cónclave de Cuscas? Prometemos además mucho deschongue y diversión. ¡No te arrepentirás!
Querido Agallas: O sea, ni para qué nos hacemos los mensos, si por algo te deben de haber apodado así, ¿o no mi vida? Ni me vayas a querer salir con que es al revés y que en realidad es porque eres bien valiente y mafufadas del estilo. Y pues ora sí que no me lo tomes a mal, pero ya ves que dicen por ahí que «Lo cortés no quita lo pigmeo», ¿o no dice así el dicho?, ji ji ji. O sea, yo sé que suena bien bonito y como si fuera de esas películas de la Meg Ryan eso de que te acepte como eres y toda la cosa pero, get real honey, ¿tú crees que una colombiana guapa se va a dejar ver en público con un hombre que no llega ni al metro y medio? (Y no es aquí el lugar pero pues ya sabes también que todo en esta vida es proporcional, you know what I mean, no? Ay, ¡pobre mujer! Va a sufrir más que María Magdalena contigo). Yo casi siempre soy partidaria de decir la verdad, pero todo tiene un límite y en tu caso, que ni siquiera pasarías el Cornelio de los juegos más tranquilitos de Reino Aventura, ora sí que más te vale estirar la liga lo más posible en lo que se descubre tu farsa y te me mandan a freír espárragos. Te sugiero que mejor hables con la persona que te hizo los zancos, para ver si no les puede adaptar algún mecanismo con rueditas que se pueda programar para que ellos solitos puedan bailar salsa o merengue o esos ritmos que les gustan a ustedes los miembros de las clases populares (yo nada más de pensar en cómo sudan cuando hacen esos bailes pegajosos, me dan hasta ganas de volver el estómago). Híjoles, y si tienes suerte, a lo mejor un día los zancos bailarines pisan a la colombianita y le fracturan algún hueso del pie, para que se le anden quitando las ganas de bailar, y con eso tu secreto estará bien guardadito al menos otro ratín. Good luck Mr. pigmy.
A ver extranjeritas, o sea, really?, en sus cabecitas contaminadas por tanto libertinaje, ¿creen que yo, la prima Ignacia, me dignaría a formar parte con ustedes de cualquier cosa, ya no digamos de una dizque asociación de moral dudosa? (Si alguien de mi alcurnia ni siquiera sabía lo que es esa palabra «cuscas», y les aseguro que mis miles de lectores tampoco conocen ese término vulgar, pero nomás para que mis lectorcitos se hagan una idea, miren la definición que aparece en el internet: «Cusca: mujer promiscua, turra, facilona»). Y, o sea, yo siempre he sido la máaaaaaaaas liberal, y toda mi vida he desafiado barreras para llegar hasta donde me encuentro hoy, pero toda mujer que se respete conoce sus límites, y ustedes sólo vienen a nuestro país a guiar a nuestros hombres a la perdición. Si algo me han enseñado los golpes de la vida es que los hombres mexicanos son cero perfectos, nada lindos, cero detalles, y no mandan flores más que a sus mamitas en el 10 de mayo, pero, de todas maneras, hasta ellos saben reconocer a una niña bien cuando la ven. Por más que el internet y la globalización les hayan causado sus efectos, al final ellos nos quieren arregladas y calladitas, sirviéndoles sus cubas mientras juegan dominó con sus amigotes. ¿Y saben qué, cusquitas? Que así nos gusta ser y a mucha honra, y si no les parece, ya saben dónde está la puerta. Bye-Byyyyeeeeeeeeeee.
Hazle una pregunta a la prima Ignacia. Si tienes la suerte de que en su infinita sabiduría la seleccione como la mejor del mes, recibirás gratis en tu domicilio el libro de tu preferencia de Sexto Piso.
Esta temporada Reporte SP te recomienda El hueco de la mano
La muerte de mi hermano Abel
PJ Harvey y Seamus Murphy • Sexto Piso
Gregor von Rezzori • Sexto Piso
«El fotógrafo Seamus Murphy tiende a hacer las cosas a su manera, y tal vez por eso su perspectiva parece tan personal y única».
«El álter ego de Rezzori te engancha, te convence de que lo que tiene que decir no sólo es importante, sino también vital; ésta es tu mayor, tu última oportunidad para entender lo que ocurrió en Europa entre 1918 y 1968».
Claire O’Neill, NPR (The Picture Show)
Gabriele Annan, The New York Review of Books
El loro de Frida Kahlo
Los diarios de Adán y Eva
Jason • Astiberri
Mark Twain • Impedimenta
«Cruza a Ingmar Bergman con Walt Kelly y Raymond Carver, y podrás hacerte una ligera idea de cómo es la obra del noruego Jason. Este trabajo consolida la reputación de Jason como uno de los mejores narradores».
«En ellos, Mark Twain descarga con ironía y burla los defectos y virtudes de la especie humana, las complejidades de la pareja, los hijos, la familia… La vida». La Jungla de las Letras
Publishers Weekly
El maestro Juan Martínez que estaba allí
Poesía y verdad
Manuel Chaves Nogales • Libros del Asteroide
«En 1864, cuando tenía cincuenta años, su hijo le regaló una cámara. Este obsequio le proporcionó por fin un cauce para esas energías que había disipado en poemas y relatos, arreglando casas, preparando currys o entreteniendo a sus amigos. Se convirtió en fotógrafa. Toda su sensibilidad pasó a expresarse y, lo que quizá fuera más relevante, a contenerse en ese arte recién nacido».
Julia Margartet Cameron • Casimiro Libros
«Chaves Nogales es el hombre justo que no se casa con nadie porque su compasión y su solidaridad están del lado de las personas concretas que sufren; es el que ve las cosas con una claridad que lo vuelve extranjero». Antonio Muñoz Molina
Virginia Woolf
La cólera de Ludd
Ruinas
Julius Van Daal • Pepitas de calabaza
Peter Kuper • Sexto Piso
«Realmente cualquiera que pretenda enterarse de estas primeras formas, ignoradas y marginadas, de resistencia a las imposiciones del Capital tiene una soberbia ocasión con el exhaustivo libro de Julius Van Daal».
«Al igual que la ruta migratoria de las mariposas monarca, Ruinas establece vasos comunicantes entre dos naciones que parecen incapaces de dialogar. Una ejecución narrativa brillante de uno de los más grandes novelistas gráficos mexicanos… ¿Qué? ¿Cómo que nadie le ha dicho a Peter Kuper que es oaxaqueño?».
Iñaki Urdanibia, Kaosenlared
Bef
La forma inicial. Conversaciones en Princeton
Sobre el deporte
Ricardo Piglia • Sexto Piso
«Todas las tardes que pasé jugando al balón en los Prados de Caprara fueron indudablemente las tardes más bellas de mi vida».
«Hay pocos escritores necesarios que estén demostrando, hoy día, la vitalidad de sus propuestas intelectuales».
Pier Paolo Pasolini • Contra Ediciones
Pier Paolo Pasolini
Jordi Carrión
La mucama de Ominculé
Saltaré sobre el fuego
Rita Indiana • Periférica
Wislawa Szymborska • Nórdica Libros
Esta apabullante novela, que supone la consagración de Rita Indiana como narradora, tiene tantas capas de lectura y tantos giros fascinantes que rehúye toda síntesis, todo encorsetamiento. Es más, sólo cabe una invitación entusiasta a la lectura por parte de los editores.
«Esa humildad, esa duda, se expresa en la obra de Wislawa Szymborska en forma de ganas: las ganas de mirarlo todo, de escucharlo todo, y con la voz de lo visto, con la mirada de lo escuchado, dejar que el poema hable solo». Martín López-Vega, El País