Reporte Sexto Piso Publicación mensual gratuita • Agosto de 2017
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«Esta (obra, programa o acción) es de carácter público, no es p cursos provienen de los ingresos que aportan todos los contribu con fines políticos, electorales, de lucro y otros distintos a los (obra, programa o acción) deberá ser denunciado y sancionado d
César Aira • Nélida Piñon • Hanif Kureishi Enrique Krauze • Lionel Shriver • Nadya Tolokno Rajendra Pachauri • Luis Felipe Fabre Jody Williams • Héctor Abad Faciolince Lydia Cacho • Paolo Giordano • Mark Thompson y muchos más...
patrocinado ni promovido por partido político alguno y sus reuyentes. Está prohibido el uso de ésta (obra, programa o acción) establecidos. Quien haga uso indebido de los recursos de ésta de acuerdo con la ley aplicable y ante la autoridad competente».
Índice Espacio negativo | 16 Mi propio rastro | 6 Felipe Rosete
Cleptorremuneración | 8 George Monbiot
Trabajo duro | 9 donDani
Ya sabes que no veo de noche | 11 Claudina Domingo
¿Qué es lo que queda? | 12
Abraham Cruzvillegas
Muslámenes | 17 Daniel Saldaña París
Odunacam | 17 Liniers
Rêve Haitien | 20 Ben Fountain
Psycho Killer | 31 Carlos Velázquez
Giorgio Agamben
Sexto Piso Times | 33
Contribución a la historia universal de la ignominia | 15
El buzón de la prima Ignacia | 35
Glissandos en el laboratorio global | 16 Carmen Pardo
Portada de este número: Patricio Betteo
Reporte Sexto Piso, Año 5, Número 36, agosto de 2017, es una publicación mensual editada por Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., París #35-A, Colonia Del Carmen, Coyoacán, C. P. 04100, Ciudad de México, Tel. 5689 6381, www.reportesp.mx, informes@sextopiso.com. Editor responsable: Eduardo Rabasa. Equipo editorial: Rebeca Martínez, Diego Rabasa, Felipe Rosete, Ernesto Kavi. Diseño y formación: donDani. Reservas de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2017-071710465800-102. Licitud de Título y Contenido No. 16768, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa en Editorial Impresora Apolo, S.A. de C.V., Centeno 150-6, colonia Granjas Esmeralda, Iztapalapa, C.P. 09810, Ciudad de México. Este número se terminó de imprimir en agosto de 2017 con un tiraje de 3,000 ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización del Instituto Nacional del Derecho de Autor.
Recomendación de los editores
Mi propio rastro
Felipe Rosete
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ace apenas unos días, en una charla sobre literatura celebrada en la Feria del Libro de Lima, el escritor colombiano Juan Cárdenas comentaba, a propósito de la presentación —errónea en algunos datos— que de él había hecho una señorita limeña, que la ficción en buena medida se generaba a partir de las mentiras que se van diciendo sobre las cosas o las personas. Al decir mal el título de uno de sus libros, la chica estaba creando una ficción en torno al autor, que al ser retransmitida a otras personas, a la larga podría ser transformada en una cosa muy distinta de la que en realidad es, como si se tratase de un juego de teléfono descompuesto. Algo similar me ocurrió a mí con El rastro, la más reciente y deslumbrante novela del escritor estadounidense Forrest Gander. Tal vez debería dejar que el lector agudo y exigente lo notase. Que viniera de parte suya —como ocurrió con el propio Forrest o con la traductora del libro, Pura López Colomé— algún reclamo por haber publicado el libro con un error de esa magnitud, a causa del cual me siento profundamente apenado. Pero debo aclarar la situación. Y explicar que la errata en la contraportada fue una manifestación pura y plena de mi inconsciente, provocada, según mi análisis, por la identificación tan intensa entre mi persona y los personajes de la novela. La contraportada del libro, escrita por mí, dice: «Por estas mismas tierras transitarán un siglo después Declan y Hoa […], buscando reencontrarse tras lo ocurrido a su hijo David, que los ha llenado de dolor, culpa y resentimiento». Las tierras son los parajes desérticos de Texas y el norte de México: Marfa, Langtry, Ojinaga, Sierra Mojada, Icamole, La Esmeralda, todas aquellas poblaciones que en teoría fueron el escenario de los últimos días del escritor Ambrose Bierce, desaparecido misteriosamente durante su cobertura de la Revolución mexicana, a la que acudió particular-
Leyendo al azar algunos pasajes del libro, reconozco que la magia de Gander, todo aquello que es capaz de provocar en nuestra mente, radica en su manera de contar, en la forma en que va hilvanando palabras y frases para activar nuestra psique y llevarnos a sitios cuya existencia ignorábamos en nosotros mismos.
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mente atraído por ese gran personaje que fue Pancho Villa. Pero Declan en realidad es Dale, profesor de Literatura que lleva tiempo investigando la vida y la obra de Bierce, sobre quien escribe un libro y cuyo rastro incierto es el principal impulso para ese viaje en auto por tierras ignotas, aunque hermosas, tan bellas como las palabras y las frases que utiliza Gander para describirlas. Hoa, en efecto, es la pareja de Dale, ceramista de profesión. Todas sus piezas pasan por un proceso de cocción, que las somete a las elevadísimas temperaturas de un horno, el mismo horno en el que quisiera quemar la enorme pena que carga por algo que ha pasado con su hijo Declan —no David, nombre que ni por asomo figura en la novela—. La misma pena que la ha alejado de Dale, con quien buscará reencontrarse a partir del road trip por el desierto buscando las últimas huellas de Bierce. «Alguien estaba drogado cuando escribió eso», dijo Gander con humor y ligereza al notar el error. «Pero puedo vivir con eso. Nadie va a recordarlo después de empezar a leer el libro. Pero ¿David? Al menos pudieron haberle puesto Eduardo, Diego o Felipe». Lo que no sabía Forrest es que además de Felipe, me llamo también David. Que cuando escribí el borrador de la contraportada puse los nombres con mucha seguridad, aunque recuerdo haber pensado en la necesidad de corroborarlos luego, cosa que por supuesto al final ya no hice. Y tal vez fue así porque en el fondo quería formar parte de la historia, ser uno de los personajes, curiosamente aquel que con sus actos causa el dolor, las aflicciones y el alejamiento de sus padres, la tormenta familiar. Y ya de paso, convertí al hijo en padre por la trasposición de los nombres, dejando a éste fuera de la novela. Es decir, me convertí también en Dale al compartir con él su pasión por el
estudio y la escritura, pero también su desolación y sus miedos ante el enrarecimiento de la relación con su mujer, su lucha por la vida en las condiciones más adversas y su sed de reunión con el ser amado. A todo ello me llevó de manera un tanto misteriosa la lectura de El rastro. La búsqueda de Bierce emprendida por Dale y Hoa es la de sí mismos como personas y como pareja, es la de nosotros como seres humanos capaces de compenetrarse con una historia que por momentos parece ser la propia, a pesar de las muchas cosas que nos distancian de ella. En ello reside la magia de la literatura: en la posibilidad de salir de uno mismo y transformarse en otros o, a la inversa, que esos otros se transformen en uno, que adopten incluso nuestro nombre. Porque nadie sabe de antemano lo que pasará cuando las tapas de un libro se abren. Y menos las de un libro como el de Gander, que es exactamente como la geografía en la que se desarrolla: inhóspita, agresiva, amenazante, mortal, y al mismo tiempo llena de detalles que, bien mirados —y descritos—, la vuelven absolutamente hermosa. En esos yermos y solitarios parajes por los que transitan, en su minúscula y curiosa fauna, en su seca y espinosa vegetación, en el asedio del sol taladrante, en la frialdad y la oscuridad de la noche estrellada, en la desesperación a la que se enfrentan al saberse extraviados, ambos personajes terminan por reconocer lo que son y lo que los une: piel, cabellos, fluidos, palabras, sueños, dolores, y un largo etcétera, como si las grietas abiertas en la tierra árida fuesen un reflejo de aquellas que han escindido su alma, de esa gran grieta que los ha separado; como si reconocerlas y hacerlas propias fuese la única forma de recomponerlas para poder caminar sobre tierra un poco más firme. Leyendo al azar algunos pasajes del libro, reconozco que la magia de Gander, todo aquello que es capaz de provocar en nuestra men-
te, radica en su manera de contar, en la forma en que va hilvanando palabras y frases para activar nuestra psique y llevarnos a sitios cuya existencia ignorábamos en nosotros mismos. Incluso los episodios más crudos, aquellos en los que lleva al límite a sus personajes, son amortiguados por las palabras precisas, delicadas, como si —a la manera de Hoa— hiciera surgir belleza de las piedras, de la tierra, de los minerales. Con su literatura, Forrest Gander logra insertar al lector en un estado cercano a la embriaguez, la ensoñación o el delirio, en el que es posible no sólo vislumbrar presencias o escuchar sonidos inexistentes, sino incluso suplantar a los personajes con el nombre propio, desplazarlos hasta dejarlos fuera de la obra. A ese nivel llega la incandescencia de su fuego literario. •
El rastro Forrest Gander Traducción de Pura López Colomé Narrativa Sexto Piso • 2017 220 páginas
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Cleptorremuneración George Monbiot 8
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xiste una relación inversa entre utilidad y recompensa. Los empleos más lucrativos y prestigiosos tienden a causar los mayores daños. Los trabajadores más útiles tienden a estar peor pagados y tratados. Recordé esto mientras escuchaba a una cuidadora describir su trabajo. La empresa de Carole le da una lista de visitas de… tres visitas de media hora por hora. No tienen en cuenta el tiempo que precisa para ir de un sitio a otro, y tampoco se lo pagan, lo que significa que gana menos del salario mínimo. Durante los pocos minutos que pasa con un cliente, es posible que tenga que sacarlo de la cama, ayudarlo en el baño, lavarlo, vestirlo, prepararle el desayuno y darle las medicinas. Si alguna vez tiene un respiro, dijo al programa radiofónico You and Yours, lo pasa con sus clientes. Para algunos ella es la única persona que ven en todo el día. ¿Existe un empleo más difícil o que valga más la pena? Sin embargo le pagan con críticas e insultos además de con céntimos. Los miembros de la familia le gritan por llegar tarde y no pasar suficiente tiempo con la persona, luego la empresa la regaña por las quejas que recibe. Su profesión es atacada en los medios de comunicación, ya que los problemas creados por el modelo de la empresa se achacan a los trabajadores. «Me gusta mucho visitar a la gente; me gusta ayudar, pero las críticas constantes me deprimen —dice—. Es como ser siempre culpable». Su experiencia no es nada excepcional. Un informe realizado por la Resolution Foundation revela que dos terceras partes de los cuidadores que están en primera línea reciben menos de lo necesario para vivir.1 El 10%, como Carole, ganan ilegalmente menos del salario mínimo. Este abuso no ocurre tan sólo en el Reino Unido: en Estados Unidos, el 27% de los cuidadores que realizan visitas a domicilio cobran menos del salario mínimo legal.2 Imaginemos la vida de los propietarios o los directivos de la empresa. Tenemos que imaginarla, ya que, por razones obvias, la cuidadora no reveló su verdadero nombre ni el de la empresa para la que trabaja. Cuantos más costos y flecos recorten, más beneficios obtendrán de su negocio. En otras palabras, cuanto menos les importe, mejor les irá. El jefe ejecutivo perfecto, desde el punto de vista de los accionistas, es un absoluto sociópata. Estas personas pronto serán muy ricas. El Gobierno las elogiará como creadoras de riqueza.3 Si donan suficiente dinero para fondos del partido, tienen muchas probabilidades de llegar a ser pares del reino.4 Efusivos perfiles en la prensa elogiarán su desenfado y su olfato como emprendedores. Adquirirán un amplio portafolios de inversiones, que tal vez incluya algunas propiedades, de modo que
—aun en el caso de hacer algo parecido a trabajar— pueden seguir viviendo del trabajo de gente como Carole, mientras ella lucha para pagar alquileres abusivos. Sus descendientes, quizá durante muchas generaciones, nunca necesitarán aceptar un trabajo como el suyo. Los cuidadores funcionan como un telar humano, yendo de una casa a otra, zurciendo el tejido social, mientras que muchos de sus empleadores, accionistas y ministros del Gobierno rajan la tela a ciegas, recortando, subcontratando y desregulando en nombre de los beneficios. No importa cuántas veces el mito de la meritocracia se desacredite. Sigue resurgiendo, como se vio en la campaña de las elecciones de 2015. ¿Cómo, al fin y al cabo, puede justificar el Gobierno la enorme desigualdad? Una de las lecciones más dolorosas que un adulto joven aprende es que se recompensan los rasgos erróneos. Celebramos la originalidad y el valor, pero los que llegan a la cima a menudo son conformistas y sicofantes. Nos enseñan que las trampas nunca prosperan, sin embargo el país es gobernado por chanchulleros. Si uno posee la única habilidad indispensable —saber abrirse paso a cualquier precio hasta la cumbre— la incompetencia en otras áreas no es ningún impedimento. La ex jefa ejecutiva de Hewlett-Packard, Carly Fiorina, aparece en lugares destacados en listas de los peores jefes de Estados Unidos: un buen logro si se tiene en cuenta la competencia.5 Despidió a treinta mil trabajadores en nombre de la eficiencia, sin embargo supervisó que el precio de las acciones de la empresa se redujera a la mitad. La moral y la comunicación llegaron a ser tan malas que en las reuniones de la empresa la abucheaban. La obligaron a dimitir, con una indemnización de 42 millones de dólares. ¿Dónde se encuentra
Imaginemos la vida de los propietarios o los directivos de la empresa. (…) Cuantos más costos y flecos recorten, más beneficios obtendrán de su negocio. En otras palabras, cuanto menos les importe, mejor les irá. El jefe ejecutivo perfecto, desde el punto de vista de los accionistas, es un absoluto sociópata.
ahora? A punto de lanzar su campaña como candidata a la presidencia por el partido republicano, donde, al parecer, se la considera una rival importante. Es la historia de Mitt Romney una y otra vez. En la universidad, contemplé con horror cómo los grandes planes de mis ambiciosos amigos se disolvían. Tardaron poco en entrar en la feria de reclutamiento de las empresas, para ver que en las carreras profesionales que habían imaginado —trabajar para Oxfam, ser fotógrafo, defender la naturaleza— cobraban una quinta parte de lo que podrían ganar en la City. Todos juraron que lo abandonarían para cumplir sus sueños al cabo de dos o tres años de ganar dinero. ¿Es necesario que diga que ninguno lo hizo? Pronto adaptaron su moralidad a las circunstancias. Una, una agitadora que quería nacionalizar los bancos y derrocar al capitalismo, se sumergió en la banca y después en la política. Claire Perry se sienta ahora en el primer banco del partido conservador. Si cedes una vez, al principio de tu carrera, te retendrán para toda la vida. El mundo es destrozado por jóvenes inteligentes que optan por lo que parece sensato. La relación inversa no siempre se sostiene. Hay muchos empleos inútiles y mal pagados, y unos cuantos útiles y bien pagados. Pero los abogados de empresa, los miembros de los lobbies, los publicitarios, los asesores de empresa, los financieros y los jefes parásitos que consumen lo que sus trabajadores proporcionan superan en mucho a los cirujanos y a los directores de cine. A medida que aumenta la distancia del sueldo —los jefes ejecutivos en el Reino Unido cobraron sesenta veces más que el trabajador medio en los años noventa y en la actualidad cobran ciento ochenta veces más— la ratio de la inutilidad se sube por las nubes.6 Propongo un nombre para este fenómeno: «cleptorremuneración».
Este robo no tiene fin a menos que el Gobierno intervenga con firmeza: una redistribución de los salarios mediante ratios máximos y mayores impuestos. Pero esto no ocurrirá hasta que se cuestione la infraestructura de la justificación, construida con tanto esmero por los políticos y la prensa. Nuestras vidas se ven perjudicadas no por los indignos pobres sino por los indignos ricos.7 • 31 de marzo de 2015 Traducción de Carme Camps
1 Laura Gardiner y Dr. Shereen Hussein, marzo de 2015, «As If We Cared: The Costs and Benefits of a Living Wage for Social Care Workers», Resolution Foundation Report, resolutionfoundation.org. 2 Linda Burnham y Nick Theodore, 2012, «Home Economics: The Invisible and Unregulated World of Domestic Work», National Domestic Workers Alliance, Nueva York, domesticworkers.org. 3 Patrick Hennessy, 8 de septiembre de 2012, «Britain Must Champion the Wealth Creators, Say Tories», telegraph.co.uk. 4 Nick Cohen, 21 de marzo de 2015, «Just How Good Are the Odds of a Rich Donor Becoming a Lord?», theguardian.com. 5 Alex Braccui, 8 de Julio de 2011, «Horrible Bosses: The Worst Tech ceos of All Time», ukcomplex.com; Steve Tobak, 27 de abril de 2012, «America’s Worst ceos: Where Are They Now?», cbs Moneywatch, cbsnews.com. 6 bbc, 14 de julio de 2014, «Executive Pay “180 Times Average”, Report Finds», bbc.com. 7 Este artículo forma parte del libro ¿Cómo nos metimos en este desastre?, de próxima aparición por Editorial Sexto Piso.
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Trabajo duro • Por donDani Recuerda, Junior, que la base del éxito es la disciplina. Incluso en una partida de golf estás trabajando por el bien de la empresa.
Ya sabes que no veo
de noche (fragmento) Claudina Domingo *
«no le llames por su nombre» la tarde se arrollaba de gris cuando me interné en la bodega «tendrás la tentación de dejarte seducir por su fealdad» en el suelo se repartía estropeada la luz: señal de que el otro extremo de la bodega estaba abierto y los telones (pesados pliegos de lino blanco) se sucedían por cientos «no lo pienses» daba vuelta al primer telón cuando lo oí: (repetitivo y delicado) su aleteo de pellejos «vive vencido: inmortal y sin amor» di otras vueltas a los telones y lo escuché correr sus patas delgadas y ligeras las garras afiladas tic tic tic tic tic (se detuvo) «él cree que puede escuchar los pensamientos» cinco seis vueltas más sin escucharlo: entonces vi sus patas del otro lado del telón: blancas como la leche el sonido de sus alas: gruesas hojas de papel el terror prendiéndose y desprendiéndose de mis piernas «no puedes huir: tienes que llegar al otro lado: tienes que engañarlo» entonces se me ocurrió perseguirlo jadeábamos los dos (mis piernas esforzándose por igualar sus patas diseñadas para la caza) nuestras carreras oscurecían el silencio y la luz (cada vez más firme) nos cegó (al final de los telones) me detuve en seco: bajo un chorro de sol lo vi volar: blanco y rojo (desnudo)
*
—poco a poco el viento seco recaudará todo el cielo y tendremos que vivir todavía más alto— lo dijo con los ojos entrecerrados y la pipa todavía en la mano (el calor colgaba del aire: navegué pesadamente hacia la cama) antes de abrazarme se sacudió las cenizas del albornoz de seda y miré su desnudez bajo la luz abofeteada del crepúsculo: manchas verdes (colonias de esporas) y otras (pequeñas y carmines) como semillas de granada por la ventana pasaban lentas nubes rellenas de hule espuma: intenté recordar cuándo fue la última vez que llovió ella me invitó de su pipa: la habitación resplandeció un instante en mis pulmones antes de sumergirse de nuevo en lo pardo y brumoso —sé que extrañas el agua pero aquí podremos vivir otro siglo— mi madre me abrazó y pude oler la tierra (muy abajo) durmiendo en un rincón de su pecho frío
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¿Qué es lo que queda?
Giorgio Agamben
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1.
engo tal desconfianza en el futuro, que sólo hago proyectos para el pasado». Esta frase de Flaiano —un escritor cuyas bromas son tomadas muy en serio— contiene una verdad sobre la cual vale la pena reflexionar. El futuro, como la crisis, es hoy uno de los principales y más eficaces dispositivos del poder. Ya sea que el futuro sea mostrado como un amenazante espantapájaros (empobrecimiento y catástrofes ecológicas) o como un radioso porvenir (como el nauseabundo progresismo), se trata siempre de imponer la idea de que debemos orientar nuestras acciones y nuestros pensamientos únicamente con base en el futuro. Que debemos dejar a un lado el pasado, que no puede cambiarse y, por tanto, es inútil —o sólo sirve para conservarlo en un museo—; y, en cuanto al presente, sólo debemos interesarnos en él en la medida en que puede ayudarnos a preparar el futuro. No hay nada más falso: lo único que poseemos y que podemos conocer con alguna certeza es el pasado, mientras que el presente es, por definición, difícil de asir, y el futuro, que no existe, puede ser inventado de la nada por cualquier charlatán. Hay que desconfiar, tanto en la vida privada como en la esfera pública, de quien nos ofrece un futuro: esa persona está casi siempre buscando engañarnos o tomarnos el pelo. «Nunca permitiré a la sombra del futuro», escribió Ivan Illich, «posarse sobre los conceptos a través de los cuales busco pensar aquello que es y aquello que ha sido». Y Benjamin ha observado que en el recuerdo (que es algo diferente de la memoria, entendida como archivo inmóvil) nosotros actuamos sobre el pasado, lo volvemos, de alguna forma, nuevamente posible. Flaiano tenía entonces razón cuando nos sugería hacer proyectos para el pasado. Sólo una investigación arqueológica sobre el pasado puede permitirnos acceder al presente, mientras que una mirada dirigida únicamente al futuro nos expulsa, junto con nuestro pasado, del presente.
2.
Imagínense entrar en una farmacia y pedir un medicamento del cual tienen una necesidad urgente. ¿Qué harían si el farmacéutico les responde que el medicamento fue producido hace tres meses y, por tanto, ya no está disponible? Eso es exactamente lo que hoy ocurre cuando entramos en una librería. El mercado del libro se ha vuelto un Absurdistán en donde la circulación exige que el libro se mantenga en librerías lo menos posible (muchas veces no más de un mes). Como consecuencia de ello, el editor programa libros que deben venderse —si es que hay ventas— en poco tiempo, y renuncia a construir un catálogo que pueda durar en el tiempo. Por eso, yo —que pienso ser un buen lector— siento siempre una gran incomodidad al entrar en una librería (por supuesto, existen excepciones) donde las mesas sólo están ocupadas por novedades y donde rara vez logro encontrar la medicina (es decir, el libro) de la que tengo una necesidad vital. Si los libreros y los editores no se rebelan contra este sistema, en gran parte impuesto por los grandes distribuidores, no será sorprendente si las librerías desaparecen. Pero tal y como son ahora, ni siquiera podremos echarlas en falta.
3.
Nicola Chiaromonte escribió una vez que la pregunta esencial al considerar nuestra vida no es ¿qué hemos tenido o no hemos tenido?, sino ¿qué nos queda de ella? Qué es lo que queda de una vida —pero también, y aún más: ¿qué es lo que queda de nuestro mundo, qué es lo que queda del hombre, de la poesía, del arte, de la razón, de la política, hoy que todo cuanto estábamos acostumbrados a asociar a esta realidad de forma urgente está desapareciendo, o transformándose, hasta volverse irreconocible? Al entrevistador que le preguntaba: «¿Qué queda para usted de la Alemania en la que nació y creció?», Hannah Arendt responde: «Queda la lengua». Pero, ¿qué es una
lengua como resto, una lengua que sobrevive al mundo del cual era la expresión? ¿Y qué nos queda, cuando nos queda sólo la lengua? ¿Una lengua que no parece tener nada que decir y que, sin embargo, permanece con obstinación y resiste, y de la cual no podemos separarnos? Querría responder: es la poesía. ¿Qué es la poesía, sino aquello que queda de la lengua después de haber sido desactivadas, una por una, las funciones comunicativas e informativas? Recuerdo que Ingeborg Bachmann me dijo una vez que no era capaz de ir al carnicero y pedirle: «¿Me da un kilo de filetes?». No creo que quisiera decir con eso que la lengua de la poesía era una lengua más pura, que está más allá de la lengua que usamos con el carnicero o para los usos cotidianos. Creo más bien que la lengua de la poesía es lo indestructible que queda y resiste a toda manipulación y a toda corrupción, la lengua que queda también después del uso que hacemos en los sms y en los tuits, la lengua que puede ser infinitamente destruida y, sin embargo, permanece, de la misma forma en que alguien ha escrito que el hombre es lo indestructible que puede ser infinitamente destruido. Esta lengua que queda, esta lengua de la poesía —que también es, creo, la lengua de la filosofía— tiene una relación con aquello que, en la lengua, no dice sino que llama. Es decir, con el nombre. La poesía y el pensamiento atraviesan la lengua en dirección al nombre, a aquel elemento de la lengua que no discurre y no informa, que no dice algo sobre algo, sino que nombra y llama. Un breve texto que Italo Calvino solía enviar a los amigos como su «testamento espiritual» se termina con una serie de frases cortadas y casi ansiosas: «tema de la memo-
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Al entrevistador que le preguntaba: «¿Qué queda para usted de la Alemania en la que nació y creció?», Hannah Arendt responde: «Queda la lengua». Pero, ¿qué es una lengua como resto, una lengua que sobrevive al mundo del cual era la expresión? ¿Y qué nos queda, cuando nos queda sólo la lengua? ¿Una lengua que no parece tener nada que decir y que, sin embargo, permanece con obstinación y resiste, y de la cual no podemos separarnos? Querría responder: es la poesía.
ria – memoria perdida – conservar y perder aquello que se ha perdido – aquello que no se ha tenido – aquello que se ha tenido tarde – aquello que llevamos en nosotros – aquello que no nos pertenece…». Creo que la lengua de la poesía, la lengua que queda y llama, llama precisamente aquello que se pierde. Ustedes saben que, tanto en la vida individual como en la colectiva, la masa de las cosas que se pierden, la gran cantidad de los ínfimos, imperceptibles eventos que cada día olvidamos es a tal punto inconmensurable que ningún archivo y ninguna memoria podría contenerlos. Aquello que queda, aquella parte de la lengua y de la vida que salvamos de la ruina, tiene sentido sólo si posee una relación íntima con lo que se ha perdido, si existe de alguna forma para ello, si lo llama por su nombre y responde en su nombre. La lengua de la poesía, la lengua que queda, para nosotros es querida y valiosa porque llama aquello que se pierde. Porque aquello que se pierde es de Dios. • Traducción de Ernesto Kavi
Condesa · Polanco · Perisur · Zona Rosa · Roma
Contribución a la historia universal de la ignominia Dejen de hacerle bullying y comiencen a confiar en él. Lindsay Lohan en Twitter, opinando sobre Donald Trump.
Probablemente tiene serios problemas, y por lo tanto debe ser maravillosa en la cama. ¿Por qué las mujeres más atribuladas, ya sabes, las verdaderamente atribuladas, son las mejores en la cama? Donald Trump, en una entrevista el año pasado en el programa de radio de Howard Stern, respondiendo a la pregunta de si le gustaría tener sexo con Lindsay Lohan.
Creo que Europa tiene que decidir si quiere vivir y prosperar o si quiere marchitarse y desaparecer. No soy muy políticamente correcto, seguramente eso los sorprenda. Estoy bromeando. Pero la verdad es la verdad, tanto en lo relativo a la seguridad como al futuro económico de Europa. Ambas cuestiones obligan a una política diferente hacia Israel. Benjamin Netanyahu, en una reunión a puerta cerrada con líderes de Europa del Este, en donde al parecer predijo la extinción de Europa, a menos que dicho continente modifique su política hacia Israel.
Por eso les digo ahora a los lumades: mandaré bombardear sus escuelas, incluidas sus estructuras. Utilizaré las fuerzas armadas, al ejército de Filipinas. En verdad bombardearé sus escuelas (…) pues están operando de manera ilegal y enseñando a los niños a rebelarse contra el gobierno. Rodrigo Duterte, presidente de Filipinas, amenazando en una reciente conferencia de prensa con bombardear escuelas de la tribu de los lumades, por supuestamente enseñar a los estudiantes a ser rebeldes.
La enseñanza en lenguas indígenas, ¿no aumenta la desigualdad mientras los demás aprenden inglés? Gabriel Quadri, en un tuit que se explica por sí mismo.
Ya hay el compromiso de la autopista de pagar 500 mil pesos, de la empresa de pagar como seguro 500 mil adicionales y se van a pagar todos los gastos funerarios… Creo que tienen el derecho, no se está haciendo por ninguna cosa más que por el mal rato que pasaron. Ayudarles, no a que sea menos malo, porque eso no se paga con dinero, pero ayudarles a gestiones. Gerardo Ruiz Esparza, secretario de Comunicaciones y Transportes, explicando con una alta dosis de empatía y humanidad las razones para indemnizar a los familiares de los fallecidos al caer en el socavón del Paso Exprés, en Cuernavaca.
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Glissandos en el laboratorio global Por Carmen Pardo
El ritornelo del fonógrafo
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n la competición por declarar quién tiene la primacía en la grabación y reproducción del sonido de la voz humana andan en liza franceses y norteamericanos. Los primeros esgrimen que Édouard-Léon Scott de Martinville realizó en 1860 la primera grabación sonora de la que se tiene conocimiento. Scott de Martinville había inventado el fonoautógrafo, un aparato capaz de transcribir ondas sonoras sobre un rollo de papel con hollín. Los sonidos podían grabarse, pero no reproducirse. Los segundos hacen notar la ausencia de reproducción y sitúan a Thomas Alva Edison a la cabeza. En 1877 Edison pudo reproducir un sonido grabado con el fonógrafo de su invención. Más allá de esta cuestión de primacía, es interesante prestar oído a lo que ambos grabaron en un momento tan transcendente para la historia de la reproducción oral en su forma mecánica. Gracias al colectivo First Sounds, en 2008 hemos conocido que Scott de Martinville grabó el principio de la segunda estrofa de la canción Au clair de la lune, una canción popular infantil de la que no se conoce autor y de la que se tiene conocimiento desde el siglo xviii. De hecho, Scott de Martinville no la cantó sino que sencillamente la recitó. Para entonces contaba cuarenta y tres años. Edison tenía treinta años cuando grabó Mary Had a Little Lamb, una canción popular infantil del siglo xix, también anónima. Según sus propios testimonios tampoco cantó, afirma que gri-
tó la canción. Después de la grabación Edison, acompañado de su ayudante John Kruesi y otros miembros de su equipo, se escuchó a sí mismo y explicó que jamás se había sorprendido tanto y, aún añadió que le daban miedo las cosas que funcionan a la primera. Esa grabación sin duda funcionó. Ni Scott de Martinville ni Edison cantaron, pero ambos recurrieron a una canción infantil para inscribir su voz en un instrumento mecánico. Ambos trazan sobre sus instrumentos un ritornelo infantil popular cargado de afectos en los que se mezcla su propia infancia con la de tantos otros. Pero ninguno canta esa canción que desde hacía tiempo rondaba por su memoria. Cantar es un modo de desencajar la voz del discurso hablado, de transportarla a otros parajes como los de la infancia. Cantar es guardar una memoria que circula por los rescoldos de un sentir que se activa con cada entonación. Por eso, dejar de cantar y en su lugar recitar o gritar una canción infantil para grabarla y reproducirla por primera vez, se convierte en una premonición. Edison se escuchó y su voz era y no era su voz. Sintió miedo ante la sencillez con la que el aparato le devolvió su voz sin necesidad de su soporte corporal. El ritornelo del fonógrafo le devolvió su voz sobre otro cuerpo. La voz no circulaba por su interior y establecía una relación autónoma con el exterior, con otros oyentes como él. Su voz era otra y podía ser repetida. El ritornelo del fonógrafo inauguraba la circulación de las voces con cuerpo mecánico. El ritornelo del fonógrafo iniciaba un canto propio, el nuevo canto popular que todos hemos aprendido a entonar. •
Espacio negativo
Por Abraham Cruzvillegas
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n la misma proporción de sus desmesuradas pompas no pudiera caber especulación alguna sobre la persona, un sinsentido escalofriante de excesos donde todo cabe: el silbido agudo que arrea los lebreles arremetiendo contra la presa volátil, inocente; el estuche del tololoche, el del acordeón; la carpa circense con todo y postes, redes, trapecios, cubas, leones, forzudos, felinos prohibidos, barbonas, paquidermos y enanos maquillados; Chévrolets cincuenteros, fortingos de los cuarentas, bochitos nacionalsocialistas, combis hippies, suburbanas guarurescas y trocas utilitarias, tipo Estaquitas; ingenieros civiles, calculistas estrábicos y fotogrametristas bizcos, supervisores de obras, asistentes con teodolitos, peones y picapiedras; peroles, cazos, marmitas, palanganas y ollas exprés; regidores, cabildos, diputados, congresistas, abades, parlamentarias y asambleístas; capotes, banderillas, monosabios, monteras, muletas, espadines, picadores, alguacilillos, añadidos, sobresalientes, corbatines, zapatillas, espontáneos y porras de sol; enciclopedias, manuales, vademécums, instructivos, compendios, prontuarios y diccionarios. En ese cortejo se adivinaría la descompensación y el desequilibrio implícitos en tan majadera circunstancia. Proverbialmente, sería una madeja cebollesca que en desenredarse, su medida sería afín sólo al desconcierto que causara, sin escalas ni parangones que no se llamaran —como sea arbitrariamente— pantagruélicos. Tal séquito en su sonsonete sacaría de quicio a sicarios secos socarrones y cínicos, pero por suerte se acompañaba sólo a sí mismo en su turba insolente,
sin testigos ni intrusos innecesarios, recordándose su siniestra suma de insaciables y suculentas succiones sectarias. Esa compañía, en su formación cuasi miliciana, dotada de su autonomía congratulatoria, con todo y su dejo de despedida y triste comparsa, no quisiera en realidad hacerse notar, valga la desfachatez y el boato dispendioso del evento, y al contrario, hubiera peregrinamente soñado con pasar desapercibida flagrantemente, como cuando la mosca vuela, como cuando escuchamos de lejos el sonido de la ambulancia, el trueno majestuoso, la lluvia que nos conmueve, aunque no queramos. Miserable, por quienes doblan las campanas por suerte ya de nada se entera (tal vez afortunadamente), y mucho menos de todas aquellas conciencias que ahora le maldicen en secreto, quienes han padecido sus veleidades y sus chingaderas, y que hoy festejan de otras maneras esta desaparición, fornicando, cogiendo alegres y libres en las riberas de los pocos arroyos que ha dejado vivos el finado, en los estacionamientos de los shopping malls, trepados en las ramas de los árboles más frondosos de los parques céntricos, en patios de escuelas públicas y privadas, en los asientos posteriores del transporte colectivo, en las trastiendas, en los mostradores de las tiendas de artesanías para turistas extranjeros y en las taquillas de los cines, lubricando, remojando y saboreando con denuedo todas las cavidades corporales conocidas y por conocer. Esa persona no podrá disfrutar nunca jamás de nuevo ese hermoso momento. •
Muslámenes. Novela por entregas Por Daniel Saldaña París
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n las reuniones de Adictos Anónimos escucho una y otra vez variantes de la misma historia. Es una narrativa que me interesa, porque no parece plegarse a las exigencias de la causalidad ni a los rígidos formatos del realismo literario convencional. Es una historia en la que los obstáculos, los tropiezos, parecen aparecer sin ningún motivo, de un instante al siguiente. Una mujer que pasa los primeros cuarenta años de su vida sin hacer nada especialmente peligroso y, tras una lesión de espalda, pasa de los opiáceos con receta a la heroína adulterada en un lapso de seis frenéticos meses. Un hombre que no bebe más que una cerveza ocasional y de pronto, un buen día, no puede dejar de beber whisky a todas horas, acompañándolo casi siempre con pastillas. Mi caso, por tanto, no les parece demasiado extraño: un mexicano afincado en Montreal que, de la noche a la mañana, se embarca en un experimento médico y termina por volverse dependiente de un psicofármaco que provoca alucinaciones paranoicas. Después de cuatro meses, el sólo ritual de repetir mi historia y escuchar las de los otros empieza a parecerme insuficiente. Rara vez logro dormir una noche entera. Me despierto generalmente de madrugada, sudando, con la sensación de que tuve una pesadilla de la que no recuerdo nada. A veces me cuesta volver a dormirme y salgo a caminar por la colonia desierta, a sentir el frío que me tensa la piel de la cara y que se me mete en los pulmones como un veneno de efecto súbito. Una de esas mañanas paso frente a la librería y descubro que exhiben, en la vitrina, diez ejemplares del más reciente libro de una amiga mía. Esta constatación me deja pasmado. Me parece imposible calcular, de pronto, cuánto tiempo ha pasado desde que yo mismo escribí un libro. El recuerdo vago de ser escritor se parece mucho a esas pesadillas que sólo sobreviven, en mis madrugadas de insomnio, como una sensación de malestar difuso. La conciencia de que necesito encontrar un trabajo pronto
Odunacam • Por Liniers
me cae como un golpe de guillotina en la nuca. Mi inutilidad en todas las áreas del saber y el hacer humanos me parece un bache infranqueable. Al mismo tiempo, un aire de viciado optimismo parece tenderse sobre las cosas, mientras que la luz de la madrugada otoñal va pintando de naranja dramático los balcones de la colonia. Puedo hacer cualquier cosa, pienso. Salvo escribir. O trabajar en la construcción (mi masa corporal lo desaconseja). Quizás no puedo hacer cualquier cosa, vaya, pero al menos puedo recorrer las calles antes de que la ciudad despierte sin alucinar que un grupo de vestales post punk quiere secuestrarme para extraerme fluidos. Es decir que hay una mejoría, pese a todo. Como para desdecir el discurso motivacional que yo mismo acabo de dirigirme, al regresar a mi departamento descubro, afligido, que olvidé las llaves dentro. La temperatura exterior ronda los 5 grados centígrados y los cerrajeros, amén de abrir a las 11 am, manejan precios prohibitivos. Queriendo ver esta nueva crisis como una oportunidad (por decirlo en una jerga cara a los economistas), decido caminar hasta la estación de autobuses de Berri-uqam y tomar un autocar a cualquier sitio. Las inmediaciones de la terminal son territorio de riesgo, a esas horas de la pre-mañana, para un adicto en recuperación: las vaharadas de crack flotan en el aire y hay cementerios de solemnes jeringas a la entrada del metro. Paso de largo frente a estos signos de carácter nefando y pido, ya en la ventanilla, un boleto para el siguiente autobús a cualquier sitio. El hecho de que coincida el precio del trayecto con el total exacto de efectivo que cargo me parece la confirmación innegable de que estoy haciendo lo correcto. Parto pues rumbo a la provincia de Nuevo Brunswick. •
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Rêve Haitien Ben Fountain
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or las tardes, cuando había terminado su ronda, a menudo Mason llevaba su tablero de ajedrez al Champ de Mars para esperar a que se diera una partida en una de las bancas de concreto. Como gesto de solidaridad, vivía en Pacot, el desgastado barrio de clase media situado en el corazón de Puerto Príncipe, en tanto que la mayoría de sus colegas observadores de la oea se habían asentado en casas ubicadas en el suburbio de Pétionville, mucho más a la moda. Como gesto de solidaridad con la gente Mason insistió en vivir en Pacot, pero terminó por tomarle gusto al barrio, con sus jardines como junglas y sus salvajes brotes de maleza urbana, así como sus raídas casas que parecían galletas de jengibre y sus calles empedradas. También estaba estratégicamente situado, lo cual resultaba de suma importancia para Mason, pues se tomaba su trabajo como observador muy en serio. Desde su casa podía rastrear los disparos que se escuchaban todas las noches, su volumen y su peso, la intención con la que se producían, para determinar si era una ráfaga diseñada simplemente para causar un cierto efecto, o algo más serio: un mensaje de un talante más directo. En las mañanas siempre sabía dónde buscar los cadáveres. Y cuando estalló la guerra entre dos bandas rivales, Mason fue el primer observador en saberlo, acostado en su cama mientras escuchaba el desarrollo de la invasión tan rumoreada. La mayoría de sus colegas se enteraron hasta la mañana siguiente, cuando se toparon con las barricadas de camino al trabajo. Los jueves acudía al Oloffson a escuchar al grupo, y los fines de semana acudía a los bares de los hoteles y a los casinos de Pétionville. De otra manera, a menos que hubiera sido un día tan negro que tan sólo consiguiera mirar fijamente el muro de su cocina mientras bebía cerveza, tomaba su tablero de ajedrez y caminaba hacia el parque, a un costado de las agotadas vendedoras ambulantes que tocaban de puerta en puerta, entre los escuálidos perros callejeros color mierda, junto al loco que se colocaba en cuclillas a un costado de la Iglesia del Sagrado Corazón, untándose puños de mugre en el pecho. Una vez en el parque, que parecía un gueto bombardeado, elegía alguna banca que tuviera vista al palacio y colocaba sus piezas. A los pocos minutos lo rodeaba una pequeña multitud de ruidosos niños de la calle, que lo miraban jugar contra los retadores de la jornada. Mason rara vez ganaba; de eso se trataba el asunto. Con el derrocamiento y exilio de su querido presidente, el metódico infierno del régimen militar, y ahora el embargo económico que amenazaba con aplastarlos a todos, consideraba que la moral popular necesitaba ser levantada. A la gente
Mason rara vez ganaba; de eso se trataba el asunto. Con el derrocamiento y exilio de su querido presidente, el metódico infierno del régimen militar, y ahora el embargo económico que amenazaba con aplastarlos a todos, consideraba que la moral popular necesitaba ser levantada. A la gente le hacía bien ver a un haitiano hacer pedazos a un blan en ajedrez.
le hacía bien ver a un haitiano hacer pedazos a un blan en ajedrez; les daba una razón para reír, para sentirse orgullosos a sus costillas, y había algunas tardes en donde consideraba que estas partidas donde perdía a propósito eran lo más constructivo de su jornada entera. Conforme su manejo del creole mejoraba, empezó a comprender que las bromas de los niños de la calle no eran del todo amistosas. No se arredró: los haitianos necesitaban de algo para seguir adelante, y estas partidas le permitían mirar de reojo el palacio, apreciar la rutina vespertina de los hampones militares que regían el país, el gobierno de facto, como insistían en llamarlo los diplomáticos y los noticieros: de facto hacía referencia prácticamente a cualquier persona que tuviera una pistola. Pronto se corrió el rumor de las partidas de ajedrez vespertinas, y los zazous comenzaron a aparecer para venderle tableros de ajedrez, piezas fabricadas a mano que a menudo versaban sobre temas haitianos: los dioses vudú, o LeClerc contra Toussaint, o Baby Doc como rey y Michéle como su reina, y los notorios Macoutes en sus roles de subordinados. En ocasiones, el público que contemplaba las partidas se volvía tan estridente que Mason temía que los guardias del palacio abrieran fuego. Y, sin importar el estado de la partida, siempre se iba a tiempo para llegar a casa antes de que oscureciera. Ni siquiera un blan estaba a salvo en las calles por las noches. Hacia el final de una tarde apenas había colocado su tablero cuando un residuo de pellejo y huesos llegó corriendo hacia él. Blan!, gritó el niño, sonriendo maliciosamente, veni gon match pou ou! Mason
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guardó su tablero y siguió al chico a una apartada esquina del parque, oculta del palacio por una franja de árboles y matorrales. Ahí se encontraba sentado en una banca un mulato, un joven haitiano con piel de bronce, una impresionante nariz aguileña, y una masa de cabello negro que le rozaba los hombros. Su camiseta y sus vaqueros eran comunes y corrientes, pero sus gastados mocasines blancos hacían alusión a una antigua afluencia, y también a una cierta actitud, una vida orientada al sexo que había sido abandonada hacía un tiempo. Tan sólo señaló el lugar donde Mason debía sentarse, y comenzaron a jugar. El mulato ganó la primera partida en siete movimientos. Mason se dio cuenta de que con este adversario le estaba permitido esforzarse por ganar; la siguiente partida duró once movimientos. «Eres muy bueno», le dijo Mason en francés, pero el mulato tan sólo respondió con una sacudida paranoide y volvió a colocar sus piezas. En la siguiente partida, Mason se concentró con todas sus capacidades, pero el mulato tenía una forma de arrinconarte con peones y alfiles, para después abrirse paso con sus torres por el corazón de tu defensa. Esta partida se alargó a trece movimientos, antes de que Mason admitiera estar vencido. El mulato se acomodó en su asiento, contemplando a Mason durante un momento fulminante, y después le dijo en inglés: —Todas estas noches has perdido a propósito. Mason se encogió de hombros y comenzó a acomodar nuevamente sus piezas. —No creí que nadie pudiera ser tan estúpido, ni siquiera un blan —dijo el mulato—. Te estás burlando de nosotros. —No es eso en absoluto. Tan sólo pensé que… A Mason le costaba trabajo encontrar una forma amable de explicarse. —Te damos lástima —Algo por el estilo. —Quieres ayudar a los haitianos. —Es verdad. Me encantaría hacerlo. —¿Eres una buena persona? ¿Un hombre valiente? ¿De convicciones? Mason, a quien nadie le había hablado en términos tan solemnes, requirió de un segundo para procesar la pregunta: —Por supuesto —respondió, con total sinceridad. —Entonces sígueme —dijo el mulato.
Condujo a Mason alrededor del palacio, adentrándose en el rudo barrio conocido como Salomon, un hormiguero denso y opaco, compuesto de casas de concreto y chozas hechas de palés de madera, vitrinas vacilantes, mercados, y mendigos que gimoteaban sin zapatos. A través del humo de madera y el polvo y los remolinos de residuos de automóviles, el sol tardío adquiría un resplandor ocre, la luz roja presidiendo sobre las calles sucias y con hoyos. Dunas de basura poblaban los espacios vacíos, erupciones tan ricas de basura colorida que producían una especie de efecto abstracto. Mason casi trotaba para mantener el paso del mulato que tomaba atajos por calles secundarias y callejones estrechos, donde les salían al encuentro haitianos por doquier. Un estridente rugido emergió de las casas apeñuscadas, una vibración que asemejaba a un redoble de tambor en sus oídos, que se fusionaba con el murmullo de los coches y los balidos de sus bocinas, mientras los fragmentos de música latina destazaban el aire. Se encontraba en presencia de algo poderoso, exaltado incluso; Mason tenía esa sensación siempre que se encontraba en las calles, una especie de espasmo, un estremecimiento vertiginoso, embriagante, que se alimentaba de la fuerza bruta del lugar. Se encontraba en un callejón cercano al cementerio, una casa verde mar que destilaba copos de sí misma, medio escondida por arbustos y una desordenada hilera de retoños. El mulato pasó por la reja y se
adentró en la casa sin dirigir palabra alguna al grupo reunido en las escaleras, compuesto por una pareja de edad mediana y cinco o seis niños que miraban con atención. Mason siguió al mulato a través de la lóbrega estancia principal, apenas prestando atención a las camas y a los variopintos muebles de plástico, o al cursi reloj de pared que mostraba la línea del horizonte de Nueva York. La habitación contigua era estrecha y estaba húmeda. La única ventana se encontraba cerrada y asegurada con llave. El mulato encendió la bombilla desnuda que colgaba del techo y caminó hacia un armario que ocupaba la mitad de la habitación. Se encontraba igualmente asegurado, así que insertó una llave con la ira de un hombre para quien dichos detalles constituyen un insulto. —¿Ésta es tu casa? —preguntó Mason, mirando la cama en la esquina de la habitación, la ropa sucia y los libros desperdigados por ahí. —A veces. —¿Quiénes son las personas que están afuera? —Haitianos —respondió el frustrado mulato. Mason se vio obligado a dar vuelta a la llave él mismo, hasta que abrió con facilidad. El mulato suspiró, para después sacar dos bolsas de basura de plástico del armario. —Esto —anunció, pasando a un costado de Mason en dirección de la cama— es el tesoro del pueblo haitiano. Mason se hizo hacia atrás conforme el mulato extraía lienzos enrollados de las bolsas, arrancando pequeños hilos colgantes, para extender los lienzos sobre la cama. —Hyppolite —dijo secamente conforme una criatura serpenteante con cabeza de hombre se desenrollaba sobre el colchón. —Castera Bazile —dijo a continuación—, la crucifixión. Y una pintura de ángulos severos de Cristo crucificado y sangrante fue colocada encima de la serpiente mutante de Hyppolite. —Philomé Obin. Bigaud. André Pierre. Todos los maestros haitianos están representados. A primera vista, las pinturas tenían aire como de madera y aun así Mason, cuyo recorrido vital no lo había hecho entrar en contacto estrecho con el arte, se sintió confrontado por algo de un carácter vital y real. —Préfète Duffaut. —El mulato continuaba desenrollando lienzos—. Lafortne Felix. Saint-Fleurant. La pintura de Erzulie más famosa de Hyppolite. Hay un millón de dólares en obras de arte en esta habitación.
Mason siguió al mulato a través de la lóbrega estancia principal, apenas prestando atención a las camas y a los variopintos muebles de plástico, o al cursi reloj de pared que mostraba la línea del horizonte de Nueva York. La habitación contigua era estrecha y estaba húmeda. La única ventana se encontraba cerrada y asegurada con llave.
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Era una cifra considerable, incluso tomando en cuenta la tendencia haitiana a la exageración. —¿Cómo las obtuviste? —se sintió obligado a preguntar Mason. —Las robamos. El mulato le dirigió una mirada imperiosa. —¿Las robaron? —Poco después del golpe. Tomamos la mayoría de las pinturas en una sola noche. No fue tan difícil. Conozco las casas donde hay arte. Unas cuantas las adquirimos después, pero la mayoría fue en el momento del golpe. —Muy bien. —Mason consideró que lo mejor era indagar con cuidado—. ¿Eres
artista? —Soy médico —dijo el mulato, con un dejo de arrogancia. —Pero te gusta el arte. El mulato hizo una pausa, y después continuó como si Mason no hubiera dicho nada. —El arte es lo único valioso en mi país, el tesoro nacional, lo que Haití tiene para ofrecer al mundo. Vamos a utilizar su tesoro para liberarlo. Mason había conocido a varios haitianos soñadores, pero se encontraba en presencia de las pinturas, y de un hombre con el porte de un rey. Un hombre que había aniquilado su mejor esfuerzo en el ajedrez en trece movimientos. —¿Cómo piensas conseguirlo? —Hay un contacto en París que se gana la vida con arte haitiano. Ofrece ochenta mil dólares si logro llevar las pinturas a Miami. Es un precio vergonzoso, si consideramos que se trata de nuestro tesoro. —El mulato miró hacia la cama y pareció perdido por un instante—. Pero es la opción que tenemos. En Haití, todas las opciones son malas opciones. —Supongo que quieres el dinero para comprar armas —dijo Mason, quien había pasado suficiente tiempo ahí para permitirse adivinar. Había visionarios y rebeldes en todas las esquinas de la calle. —En efecto, las armas juegan un papel importante en nuestro plan.
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—¿De verdad crees que es la solución? El mulato se rio en su cara: —Por favor, ¿o acaso estás borracho? —Bueno. —Al igual que todos los observadores, Mason era susceptible al hecho de parecer ingenuo—. El ejército necesitó un par de millones para derrocar a Aristide, y ya tenían armas. ¿Crees que puedes derrotarlos con ochenta mil dólares? —Eres de Estados Unidos, así que obviamente para ti todo es una cuestión de dinero. El honor y la valentía no cuentan para nada. La justicia, el miedo, la gente del palacio son unos cobardes, ¿entiendes? Cuando comience la verdadera lucha, te aseguro que huirán. Empacarán su dinero manchado de sangre en sus maletas y huirán. —Bueno, pero primero necesitas conseguir las armas. —Primero las pinturas deben ser transportadas a Miami. Eres un observador, lo que es lo mismo que la inmunidad diplomática. Si las llevas contigo, nadie registrará tu equipaje. Mason se echó a reír cuando se dio cuenta de lo que se le solicitaba, aunque el mulato tenía razón: las dos veces que había volado fuera del país, lo habían dejado cruzar la aduana tan pronto como mostró sus credenciales. —¿Qué te lleva a pensar que puedes confiar en mí? —Que perdiste en el ajedrez. —Quizá tan sólo soy un mal jugador. —Es cierto, eres muy mal jugador. Pero nadie es tan malo. Mason comenzó a ver la lógica enrevesada de todo este asunto: de una manera extraña, las partidas de ajedrez eran una garantía inmejorable. Así era la lógica haitiana, lógica proveniente del otro lado del espejo, y era también la prueba de qué tan desesperado debía estar el mulato. —Tienes que aceptar —dijo el mulato con una voz perentoria, aunque sus ojos suplicaban como si fuera el mendigo más miserable—. En el nombre de la decencia, tienes que aceptar. Mason se dio la vuelta como si quisiera estudiar los lienzos, pero en realidad pensaba sobre lo peor que le había ocurrido en ese día. Iba conduciendo su camioneta por La Saline, el purulento barrio bajo si-
Conforme transitaba por ahí, una mujer delgada con ojos en blanco se había puesto de pie tras estar en cuclillas y había sostenido a su bebé en dirección de Mason. Al principio pensó que le suplicaba, que buscaba provocarle lástima para que le diera algo de cambio, hasta que vio la extraña forma en que la cabeza del bebé se doblaba hacia atrás, y la tonalidad grisácea de su piel viscosa. La certeza le llegó como si fuera una lenta descarga eléctrica: muerto, el bebé estaba muerto, pero la mujer no dijo nada conforme Mason transitó junto a ella.
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tuado en una salina de mar que se extendía por la bahía como si fuera una lesión de un kilómetro que partiera la tierra. Conforme transitaba por ahí, una mujer delgada con ojos en blanco se había puesto de pie tras estar en cuclillas y había sostenido a su bebé en dirección de Mason. Al principio pensó que le suplicaba, que buscaba provocarle lástima para que le diera algo de cambio, hasta que vio la extraña forma en que la cabeza del bebé se doblaba hacia atrás, y la tonalidad grisácea de su piel viscosa. La certeza le llegó como si fuera una lenta descarga eléctrica: muerto, el bebé estaba muerto, pero la mujer no dijo nada conforme Mason transitó junto a ella. Tan sólo sostenía a su bebé como un testigo mudo, y Mason no tuvo el valor de mirarla, tuvo que marcharse. Gracias al embargo, todos los bebés estaban muriendo. —Está bien —dijo con sorpresa ante la firmeza de su propia voz—. Estoy dispuesto a hacerlo.
* Resultó que el mulato en realidad no era médico. Había estudiado dos años de medicina en la Universidad de Haití antes de ser expulsado por encabezar una propuesta anti-Duvalier. La describía como «una pequeña estupidez». Había hecho cosas mucho peores que pasaron inadvertidas. Hasta donde Mason podía ver, se ganaba la vida como dokté fey, una especie de yerbero itinerante y houngan de tarifas económicas que tenía ciertos conocimientos de medicina occidental. Había ocultado pinturas robadas por toda la ciudad. Mason no sabía cuándo aparecería con el siguiente cargamento: un lote de irónicos zephirinis o magloires etéreos que se añadían al contrabando alojado en el armario de Mason. Pero siempre aparecía por la noche, casi siempre cuando los tiroteos eran más álgidos. Escuchaba un solo
Ilustraciones de Zsu Szkurka
golpe en la puerta y la abría para encontrar al mulato de pie con una bolsa de basura verde, con el cabello disparado en todas las direcciones, los ojos inquietos como los de un junkie. Mason le ofrecía una cerveza y contemplaban las pinturas al tiempo que el mulato lo educaba sobre arte e historia haitianos. —Aquí sucede algo extraordinario —podría decir mientras permanecían sentados en la cocina de Mason bebiendo cerveza, estudiando los cuadros de demonios y zombis y santos—. Algo vital, un renacer de nuestra verdadera naturaleza, que se muestra con gran nitidez en ese milagro que es el arte haitiano. Ici la renaissance. Qué extraño que así se llamara el bar donde Hyppolite fue descubierto. Ici la renaissance: es cierto, se está produciendo un renacer en el mundo, con la conciencia de que lo material no es suficiente, de que debemos observar la misma disciplina en el plano espiritual. Y Haití será el centro de este renacimiento. Esa es la razón de la existencia de mi país, el único de la historia donde ha triunfado una rebelión de esclavos. Dios nos quiso libres porque tiene un plan para nosotros. Podía perorar de esa forma durante horas, forjando su preciso inglés como si fuera un profesor universitario pronunciando una conferencia. Si Mason continuaba abriendo cervezas, en algún momento llegaban al punto donde habría pinturas desperdigadas por toda la casa. Entonces el mulato deambulaba de habitación en habitación, explicando trucos relacionados con la perspectiva y el color, proporcionando referencias históricas para explicar ciertos detalles. —Pero el sueño está muriendo —le decía a Mason—. Los criminales del palacio nos están asesinando. En tanto ellos tengan el poder, no habrá renacimiento. —Son duros de vencer. —Mason estaba de acuerdo—. Tienen como respaldo todo el dinero de la droga. Y probablemente también a la cia. —Pero son unos cobardes. El destino dispone que nosotros venceremos. Se negaba a decirle a Mason su nombre. Parecía conseguir funcionar a partir de una idea exagerada de la amenaza que suponía para el régimen. Algunas noches Mason estaba seguro de haberse topado con un lunático, pero después pensaba sobre el ajedrez, o de los frag-
mentos de Baudelaire o Goethe que podía citar, o la cura que había recetado para el intestino irritado de Mason («Tómate un vaso de ron con un diente de ajo entero»). Mason le hizo caso y al día siguiente se había curado. Si en ocasiones el mulato le parecía un tanto errático, quizá tenía algo que ver con que fuera un genio, o con el estrés ocasionado por una niñez transcurrida en el Haití de Duvalier. En alguna de las noches Mason sugirió una partida de ajedrez, pero el mulato se negó. —No juego ajedrez desde que era niño. La partida contigo de la otra vez fue mi primera en quince años. —¡Pero juegas muy bien! El mulato se encogió de hombros: —Quedé en tercer lugar en el campeonato nacional a los doce años, y cuando mi padre se enteró tiró a la basura mi tablero de ajedrez y todos mis libros. Me dijo que no había lugar en el mundo para un ajedrecista haitiano. —Pero si eras tan bueno como para… —Me dijo que nunca lo sería. Y probablemente tenía razón. Mi padre era un hombre muy inteligente. Mason vaciló: el pasado siempre era un tiempo muy recargado en Haití. —¿A qué se dedicaba tu padre? —Era médico. Ophtalmologiste. Mason vaciló nuevamente: —Bajo el régimen de Duvalier se exiliaron la mayoría de los doctores. —Mi padre se quedó aquí. Era una eminencia. El último haitiano que presentó una ponencia en el Congreso Internacional de Oftalmología. —El mulato permaneció en silencio un instante, como si se estuviera recomponiendo—. Si eras alguien destacado en tu campo, eso te protegía, pero al mismo tiempo significaba que Duvalier te consideraba una amenaza. Podías ser famoso pero no podías bajar la guardia, mostrar vulnerabilidad en ningún sentido. Al primer resbalón, te apresaban. —El mulato hizo una nueva pausa—. Mi padre nunca resbaló, pero creo que al precio de enloquecer un poco. Tenía una pistola en la casa. Vivíamos en el Champ de Mars y por las noches escuchábamos los gritos de los torturados en el palacio. Una noche, mi padre tomó su pistola, sosteniendo las balas en la mano, y me dijo: «Ésta bala es para ti. Ésta para tu hermano. Ésta para tu madre. Y esta otra, es para mí. Porque cuando vengan no nos llevarán de aquí con vida». ¿Qué podía responder Mason? Cualquier esbozo de simpatía o consuelo que pudiera articular parecería falso, porque había vivido una vida completamente estúpida. Así que permaneció con la boca cerrada y escuchaba, aunque las noches en que el mulato estaba particularmente sombrío Mason insistía en que se quedara a dormir en su sofá. En ocasiones aceptaba. Cuando llegaba la mañana, había ya desaparecido. Mason acomodaba el sillón, desayunaba su pan tostado con mermelada de mango, y conducía a su oficina para conocer los detalles de su jornada. En ocasiones daba vueltas en su camioneta blanca 4Runner, con la bandera de la oea ondeando bajo la brisa:
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«enseñar el azul», se le llamaba a esta práctica, diseñada para que los de factos supieran que estaban siendo monitoreados, aunque después de un tiempo Mason se dio cuenta de que era una estrategia que les confería alguna capacidad de sentir vergüenza. Otros días le correspondía trabajar en la oficina que registraba las quejas de violaciones de derechos humanos. Esos eran los días tranquilos, pues se sabía que la oficina estaba bajo vigilancia, y la gente que entraba a denunciar algún abuso escaseaba hasta un punto un tanto deprimente. Una vez por semana conducía a Tintanyen para realizar un conteo de los cadáveres arrojados ahí, y a menudo se trataba de días escalofriantes. Tintanyen era una amplia planicie cubierta de un lodo que parecía mierda, vinculada por hileras caóticas de aulagas. Se ingresaba a través de un par de portales de piedra derruidos —las puertas del infierno, pensaba Mason sin poderlo evitar— y se descendía del coche hacia una olla de presión, un estallido de calor húmedo, denso, poco saludable, bajo un silencio interrumpido únicamente por los quejidos de moscas y mosquitos. Los mosquitos de Tintanyen no tenían parangón, pues eran una molestia de aspecto malvado, envueltos en una especie de malla negra y gris que parecía disfrutar el olor del repelente contra insectos. Mason y sus compañeros se abrían paso a través del lodazal, sudando, ahuyentando a manotazos a los insectos asesinos, desbrozando los yerbajos hasta que se topaban con un cadáver, algún embalsamado, atado, y agusanado infeliz al que los de factos habían arrastrado hasta allá. Bajo la sombra de los árboles que rodeaban la planicie se encontraba permanentemente una jauría de perros salvajes observándolos, siempre alertas, en anticipación de una comida fresca. Esos perros, alguna vez le confió un conductor haitiano en un susurro, eran de factos. —¿Los perros? —dijo Mason, preguntándose si su creole le había fallado nuevamente. Claro, explicó el conductor. Eran zobop, hombres que podían metamorfosearse en animales. Esos perros eran espías de facto. Mason asintió con la cabeza, observando a los perros distantes. M’tande, dijo: te escucho. Cada semana, Mason fotografiaba los cadáveres, preparaba su reporte y se lo enviaba a su jefe, un abogado argentino cada vez más desmoralizado. Todos eran abogados, todos habían sido educados
para comprender la autoridad de las palabras, aunque conforme sus palabras se convertían en polvo, un paño mortuorio de impotencia y futilidad se apoderaba de la misión. Los miembros más débiles del equipo se entregaban a los placeres, aprovechando sus seis mil dólares libres de impuestos al mes para comprar el mejor arte, comer en los mejores restaurantes, y tirarse a hileras de hermosas y paupérrimas chicas haitianas. En cambio, los mejores se sumergían en una depresión discreta: había que observar, en eso consistía el trabajo, en observar este desastre; se trataba de una misión irrisoria, trágica y derrotada desde antes de siquiera comenzar. —¿Qué significa? —le preguntó Mason al mulato una noche. Se encontraban sentados en su cocina durante un apagón, estudiando el Réve Haitien de Hyppolite a la luz de una vela. La pintura estaba atada al respaldo de una silla de la cocina, de frente a ellos, como si fuera una tercera persona muda que participara en la conversación. —Es un sueño —dijo el mulato, sentado en su silla con las piernas despatarradas. La primera cerveza siempre se terminaba con un par de tragos, y después se sumergía en sí mismo como un montón de toallas húmedas. —Bueno, claro —dijo Mason—. Sueño haitiano, eso me lo dijiste. —Y era cierto que los colores mostraban el carácter borroso de un sueño, el rubor opaco de la plasta de los rosas alternados, el mate sin tono de los azules y grises, y algunas manchas lodosas de café perezoso. En el trasfondo dormía una mujer desnuda sobre una cama de acero forjado. Más al frente se apreciaba una impasible pareja burguesa, con el hombre sosteniéndole a la mujer un libro para su lectura. La habitación era un revoltijo un tanto artificial de cortinas, mesas y sillas, de pinturas enmarcadas y plantas en macetas, mientras en primer plano se veía a dos ratas que pasaban deprisa junto a un gato flexionado. Como en un sueño, la disonancia parecía estar embarazada, ser significativa; el efecto de conjunto resultaba un tanto amenazador. —No entiendo ni jota —dijo Mason—. Y esa cosa que está ahí, sobre la cama —continuó, señalando lo que parecía una pequeña ventana a bisagra entre la cama y el resto de la habitación—. ¿Qué es eso? —Es parte del sueño —dijo el mulato, casi con una sonrisa. —Parece una ventana. —Sí, creo que tienes razón. Hyppolite colocó este extraño objeto en el medio de su pintura. Creo que trata de decirte algo. Te muestra una forma de mirar las cosas.
Los miembros más débiles del equipo se entregaban a los placeres, aprovechando sus seis mil dólares libres de impuestos al mes para comprar el mejor arte, comer en los mejores restaurantes, y tirarse a hileras de hermosas y paupérrimas chicas haitianas. En cambio, los mejores se sumergían en una depresión discreta: había que observar, en eso consistía el trabajo, en observar este desastre; se trataba de una misión irrisoria, trágica y derrotada desde antes de siquiera comenzar.
Durante esas noches los tiroteos parecían disminuidos, como si fueran un tenue tronido en sus oídos, como un cambio en la presión, aunque si se escuchaban cerca, los ojos del mulato comenzaban a sacudirse como si fuera un ratón acorralado. Estoy frente a un hombre, pensaba Mason, que vive de aire e inspiración, que se mantiene en una pieza por fuerza de su voluntad. Sentía una gran pasión por el arte, de igual intensidad que su odio por aquellas personas que habían arruinado Haití. No perteneces entre ellos, tenía ganas de decirle Mason. Mereces un lugar mejor. Pero eso aplicaba a casi cada haitiano que hubiera conocido alguna vez. —¿Sabes que mi padre pensaba que Duvalier era retrasado mental? —dijo una noche el mulato. Contemplaban un impávido retrato de Obin de la icónica primera familia, pintado alrededor de 1964. Los ojos de Papa Doc tras los lentes exhibían la mirada severa, hierática, de un mosaico bizantino—. Es verdad —continuó—. Trabajaron juntos en los cincuentas tratando pian. Cada semana conducían hasta Cayes para ver pacientes. Duvalier se sentaba en el coche con su traje y su sombrero, sin pronunciar palabra durante seis horas. Nunca bebía ni comía nada, nunca iba al baño, nunca le dijo una sola palabra a nadie. Hasta que un día mi padre le preguntó: «Doctor, ¿le pasa algo? Siempre está tan callado, ¿lo ofendimos de alguna manera?» Y Duvalier se volvió hacia él muy despacio y le dijo: «Estoy pensando sobre el país». Y, por supuesto, era verdad. En términos políticos era un genio. Mason negaba con la cabeza: —Tan sólo era despiadado, eso es todo. —Pero esa también es una forma de ser un genio, ser despiadado. Muy pocos tenemos la capacidad de poner en práctica algo tan puro,
pero ahí estaba su fortaleza, su verdadero métier consistía en todas las formas y aplicaciones de la crueldad. La fuerza del bien siempre refiere a algo situado más allá de nosotros. Incluso nos negamos a nosotros mismos para servir a ese ideal más elevado. Pero el mal es puro, el mal sirve tan sólo al ego, así que te encuentras limitado por tu propia imaginación. Y esto que Duvalier concibió, este aparato de maldad, es hermoso de la misma forma en que lo es una máquina elegante. Una máquina elegante que nunca pueda detenerse. —Veo que has dedicado tiempo a pensar sobre el tema. —Por supuesto. En Haití estamos obligados a hacerlo. Lo cual era verdad, reflexionaba Mason conforme hacía sus recorridos: Haití te lo restregaba en la cara, ciertamente. Durante el día conducía por las calles lívidas y buscaba formas de hacer que la crisis tuviera coherencia. De noche cerraba con llave sus puertas, bajaba las persianas, desplegaba veinte o treinta lienzos por su casa y deambulaba por las habitaciones, mirando en silencio. Luego de un tiempo iba a la cocina y se preparaba un plato de cereal o fideos, y después deambulaba un poco más, mirando a su alrededor mientras comía. Era como insertar una película en la videocasetera, pero esto era mejor, decidió. Esto era real. Con el tiempo los colores comenzaron a sangrar hacia el interior de su cabeza, y se sorprendía pensando sobre las pinturas durante el día, proyectando los verdes y azules iridiscentes de los artistas hacia las calles situadas fuera de su coche, una forma de ver que parecía investir a ese lugar de un cierto significado. El estilo que en un principio le parecía tan primitivo e infantil había adquirido un aspecto subversivo, como un comenta-
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rio astuto sobre el rumbo que había tomado el mundo durante los últimos quinientos años. Frente a las perspectivas planas, sesgadas, frente a la severidad altanera de los rostros, comenzó a comprender el sentido de una manera de existir que había sobrevivido detrás de los mitos prevalecientes. La visión directa, la cosa en sí sin el filtro suavizante de los trucos técnicos, esa visión con el tiempo se volvió tan real para Mason que se sentía tensarse conforme contemplaba las pinturas, a disgusto en su propia piel, a la defensiva. Una oscura sofisticación comenzó a insertarse en las obras de arte; se trataba de pinturas que él apenas podía apreciar, pero con el tiempo comenzaba a ver una riqueza, una exuberancia de significado que se fusionaba con las fotografías, siempre al alcance de su mente, de los archivos de la misión que mostraban a los haitianos muertos. La vida en ese lugar tenía la lógica cuarteada de un sueño, con sus propias reglas internas. Al contemplar una pintura no era como mirar la plasmación de un sueño, era más bien el pasaje hacia el torrente de los sueños. Y para Mason el sueño tenía su propio giro particular, el sueño de estar haciendo algo real, algo de valor. El sueño de un blan, quizá por eso mismo un sueño más frágil.
* Empacó sesenta y tres lienzos en una suave bolsa de lana gruesa y nadie le puso un dedo encima. Tenía que enfrentar todo el asunto por sí mismo, sin contar con absolutamente nadie que pudiera darle ánimos o consejos. Ni siquiera había tenido el consuelo de ver al mulato antes de partir, pues el último lote de pinturas había sido entregado por un chico que le entregó un mensaje garabateado: márchate. Pero Mason era blanco, y tenía un rostro agradable; la misión era tan fácil
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que podía haber llorado, aunque lo que decidió hacer al llegar a su habitación de hotel fue prender la televisión, poner el canal mtv y saltar en la cama un par de minutos. Había transitado de Haití al corazón de la zona más chic de South Beach. Su hotel se alzaba a un costado del mar sobre bloques de concreto suave como si fuera una tarta de cumpleaños color pastel, pero durante ese día Mason tuvo que conformarse con mirar el mar desde el balcón de su habitación. Cuando finalmente recibió la llamada tomó la bolsa de tela y caminó tres cuadras a The Magritte, un hotel aún más elegante donde los hombres eran más viejos, las mujeres más jóvenes, y el aire de la corrupción palpable. Bueno, pensó, me encuentro en un buen lugar para ser arrestado, pero en la habitación sólo se encontraba un francés, y un hombre callado, de rasgos vagamente asiáticos que nunca apartó la mirada del rostro de Mason. No había ningún objeto personal, quizá habían rentado la habitación por una hora. Mason tuvo que permanecer sentado y observar mientras el francés desplegaba las pinturas sobre la cama como si fueran cilindros de tela industrial. Era un hombre ágil, cordial, condescendiente, más joven de lo que Mason habría esperado, con un rostro amplio y tosco que se volvía ligeramente refinado únicamente gracias a un esmerado bigote y barba de chivo. Vestían trajes oscuros y elegantes. El cabello bien peinado. Se veían en buena forma, al estilo de la gente que se obsesiona con el ejercicio y su alimentación. Gángsters de la nueva generación: Mason intuyó un vacío imantado en su interior, el abismo que produce la absoluta preocupación con uno mismo. Le revolvía el estómago entregarle las pinturas a esta gente. —¿Y el Bigaud? —preguntó el francés en inglés—. ¿Los bañistas? —No pudo conseguirlo. Una rápida mueca de disgusto, seguida de una sonrisa amable, que todo lo perdonaba; el francés le extendía la cortesía del profesional que trata con amateurs. Se conducía como un caballero, pero no lo era; Mason tan sólo podía pensar bajo estas categorías desde que vivía en Haití, después de conocer al primer verdadero caballero de su vida. Le dieron el dinero en una bolsa azul de nylon, y los hizo esperar mientras lo contaba. Más tarde, con cierta dosis de perversión, pensaba en esto como el acto más valiente jamás realizado por él, habiendo soportado sus miradas y su divertido sarcasmo mientras
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contaba el dinero. Cuando hubo terminado y cerró la bolsa azul de nylon el francés le preguntó: —¿Ahora qué harás con eso? Mason se mostró confundido, y después determinado: —Voy a regresar, por supuesto. Debo entregarle el dinero. El carácter impasible del francés se agrietó por un instante. Pareció sorprenderse, y ante el silencio Mason se preguntó: ¿Es tan extraño ser honorable? Después reapareció la sonrisa, con verdadera calidez, o eso le parecía, pero Mason se dio cuenta de que se burlaban de él: —Por supuesto. Te están esperando todos.
*
El día siguiente volvió con su camioneta y su chofer, investigando bajo el disfraz de su misión oficial. Llamó a puertas y ofreció explicaciones: los vecinos agitaban los pies, retorcían sus manos, abarcaban la cuadra entera con la mirada conforme respondían a sus preguntas. Hubo muchos tiroteos una noche, decían, gente disparando en las calles. Bombas, y luego el fuego, aunque en realidad nadie lo vio, pues se habían metido bajo las camas tras escuchar los primeros disparos. A la mañana siguiente se habían asomado para toparse la casa en su estado actual, y nadie se había aproximado desde entonces. ¿Cuándo sucedió?, preguntó Mason, pero entonces entró en juego el elástico sentido del tiempo haitiano. De vuelta en su oficina, Mason revisó los partes diarios y halló un incidente producido diez días antes, el día en que partió rumbo a Miami. El texto del reporte ocupaba un cuarto de página. El nombre de la calle estaba equivocado, pero por lo demás todo encajaba: el tiroteo, explosiones y ulterior fuego, y después la respuesta de los de factos a la investigación de la oea. Se habían recuperado siete cuerpos calcinados del interior de la casa, ninguno identificado, todos sepultados por el gobierno. El incidente fue atribuido a violencia entre grupos rivales, «probablemente relacionado con drogas». Mason sintió náuseas al leer el reporte. Esa explicación se había convertido en una mala broma entre él y sus colegas, la explicación que siempre recibían cuando un grupo de inconnus aparecían muertos. Aun así, no perdía la esperanza. Realizaba sus recorridos cotidianos por las calles pestilentes, cruzando antiguas barricadas y patrullas militares y transitando junto a hambrientos niños de la calle con sus miradas furibundas. Todas las tardes escribía su reporte y veía como las tormentas caían desde las montañas como si fueran la mano de Dios. Finalmente, un día que conducía de regreso a casa simplemente lo supo: su glorioso amigo estaba muerto. La certeza se produjo tras semanas de silencio, en un momento en el que el peso acumulado de los días se adentró en su pecho y lo vacío de aire; cuando respiró de nuevo, ya no tenía ninguna esperanza. La verdad que lo roía cual si fuera una enfermedad ahora le parecía falsa, pequeña, maltrecha: había sido un ingenuo por pensar que tenían alguna oportunidad de tener éxito. Una vez en su casa se adentró hasta la sala de estar, donde sacó el tambor vudú de su lugar en la estantería y se sentó en el suelo. Agotado, de manera pausada, meció el tambor y metió la mano en su interior. El dinero seguía ahí, con todo su poder latente resguardado en el recipiente: algo esperaba para nacer, algo dormía. Meció el sueño amorfo en sus manos mientras ponderaba a quién debía entregárselo. •
Ya de madrugada escuchaba las ametralladoras devorando los barrios bajos, un tenue sonido fantasmal, y su miedo funcionaba como una especie de embrujo. A lo largo del día contemplaba las montañas situadas encima como si fueran inmensas olas verdes presidiendo sobre la ciudad, y pensaba, Que suceda de una vez, Que todo se venga abajo.
En su casa de Pacot guardó el dinero en un tambor vudú que había comprado por diez dólares meses antes en el Mercado del Hierro. Después se asentó y comenzó a hacer su vida normal, permaneciendo despierto por las noches hasta tarde, con un oído en la puerta, y acudiendo diario al parque por las tardes para su derrota cotidiana en el ajedrez. Se daba cuenta que este tipo de vida se le daba bien, la vida de conducir su rutina normal mientras se mantenía alerta para el golpecito en la espalda, la mirada del extraño que le dijera: Ven. Encontrémonos. Ya de madrugada escuchaba las ametralladoras devorando los barrios bajos, un tenue sonido fantasmal, y su miedo funcionaba como una especie de embrujo. A lo largo del día contemplaba las montañas situadas encima como si fueran inmensas olas verdes presidiendo sobre la ciudad, y pensaba, Que suceda de una vez, Que todo se venga abajo. Extrañaba las pinturas con el mismo tipo de escozor visceral con el que había extrañado a algunas mujeres que habían significado algo en su vida. Extrañaba al mulato de una forma que trascendía las palabras, aquel hombre cuyo resuelto resplandor era tan cálido como para encender un fuego incluso en el alma de un precavido blan. Mi amigo, pensaba Mason cientos de veces al día, volviendo la frase tan constante como si fuera una plegaria. Mi gran amigo cuyo nombre ni siquiera conocí. El aire se sentía pesado, espeso de la espera y la anticipación, aunque el lento bamboleo de las palmeras parecía aconsejarle paciencia. Por fin, una tarde decidió que había esperado suficiente. Tomó su tablero de ajedrez y cruzó el parque hacia el barrio Salomon, corriendo un terrible riesgo por el que el mulato seguramente lo reprendería, pero no podía evitarlo. Le costó trabajo encontrar la calle y casi se había dado por vencido cuando la encontró bajo la tenue luz cenicienta del crepúsculo. Dio la vuelta y caminó por ella con un aspecto casual. Reconoció la casa con un simple vistazo: las paredes verdes teñidas de hollín, los muñones de los árboles carbonizados, las ventanas ennegrecidas y vacías, como si fueran globos oculares vacíos. Un simple vistazo bastó para que no aminorara el paso, para que no perdiera el suave ritmo de su respiración.
Traducción de Eduardo Rabasa
Psycho Killer
Por Carlos Velázquez
Lejos del glamur, cerca del noise En una entrevista Thurston Moore comentó: «Nunca tuve la gran experiencia de rock & roll como Led Zeppelin, Foo Fighters o algo como Red Hot Chili Peppers. No sé cómo es ese mundo de jets privados y en realidad no me interesa, es la última de mis preocupaciones o ambiciones, prefiero estar aquí, en una librería, tomando una margarita congelada y charlando». Es lo primero que me viene a la mente cuando me enteré que El mató a un policía motorizado estaba de tour en México para presentar su nuevo disco, La síntesis O’Konor. En algún momento todas las bandas de rock se tratan de un grupo de personas que se juran amistad eterna. Como todas las relaciones, se desgastan, pero en un inicio la fraternidad es determinante para hacer música. Las palabras de Moore describen a la perfección a El mató a un policía motorizado. Además de la calidad musical existen dos rasgos que conectan a los argentinos con su público: la honestidad y ese profundo sentimiento terrenal a lo Sonic Youth. Lo que provoca que sus fans se los apropien de una forma que no pueden hacer suyas otras bandas de rock mexicano. Esa cara b, ese otro lado, la experiencia del rock & roll que hizo que la primera vez que Sonic Youth tocara en nuestro país en
el Circo Volador, un gran foro, pero under al fin y al cabo, es lo que impulsó a El mató a un policía motorizado a meterse en una camioneta como parte del Circuito Indio y recorrer nuestro país para tocar en salas, no precisamente en las mejores condiciones. Que vivan la experiencia del hoyo fonqui, algo que parecía reservado exclusivamente para las bandas nacionales, crea unos sólidos lazos con su público. Cuando parecía que El mató un policía motorizado ya lo había dado todo en La Dinastía Scorpio, viene a volarnos la cabeza con La síntesis O’Konor. De factura más sentimental, compite por ser el mejor álbum de la banda. La sencillez, que es la marca de la casa, es llevada aquí hasta las últimas consecuencias, sin dejar de lado su obsesión por la muerte. Salir de gira con un disco como éste no es fácil, sin importar el repertorio que El mató… trae bajo el brazo. Pero aunque no hubiera transcurrido siquiera un mes de que La síntesis O’Konor saliera al mercado, los seguidores de la banda ya se sabían las canciones a la perfección. Esto habla de la enorme tensión narrativa que ha creado la banda. No dentro del indie, para una generación que estaba necesitada de un sonido que los representara. Cómo no identificarnos con las palabras de Santiago: «Ahora soy mejor, te juro soy mejor», es esa promesa que mantendremos hasta el fin. El Foro Independencia es un local al más puro estilo de la vieja guardia. Un bodegón sin aire acondicionado, que en verano se convierte en un sauna. El mató a un policía motorizado apareció en el escenario acompañado de una aura de rejuvenecimiento. No hay duda
de que las nuevas canciones, además de refrescar su songbook, los han revitalizado. Y lo primero que piensas cuando los ves en acción es cómo jodidos es posible que cada vez toquen mejor. Y ese sonido que parecía definido cada vez se consolida más. La mesura permea el discurso de El mató… Son noiseros pero con letras compactas. Llenan el escenario pero no hay protagonismo. El personaje principal es el sonido, que se despliega como una mancha de pintura. El setlist fue equilibrado. No interpretaron todo La síntesis O’Konor ni tampoco puros «hits». Desde el momento cero se creó una comunión entre los fans y las nuevas canciones. Uno de los momentos más intensos de la noche fue «La noche eterna» y su existencialismo positivista. Y se apreció una alegría inédita en repasar los clásicos. Escuchar en vivo «El fuego que hemos construido» es y siempre será una delicia. El fenómeno que ocurre con las canciones de El mató… es que han comenzado a madurar. De ser el relato perdido de una juventud sin rumbo han comenzado a convertirse en los himnos de una era que contra todo pronostico ha capitalizado su potencial emotivo. «Amigo piedra» es un ejemplo de ello. No faltará mucho para que algún anuncio de coches sueñe con incorporarla, así como ha vampirizado muchas grandes melodías del rock & roll. Las bandas tienen malas noches, El mató… no. Salió a darlo todo como siempre que los he visto. Dio un show largo. Y tuvo un final apoteósico con «Mi próximo movimiento». Un resumen del estado de ánimo que nos define como generación. La síntesis O’Konor ha conseguido abrirnos el apetito. Y desde ya comenzar a relamernos las manos a la espera del siguiente trabajo de la banda. El nombre del nuevo disco conecta con el anterior, lo que parece ser una trilogía más dentro de la colección de sagas de la banda. Esa independencia creativa que está llenando de sonidos nuestros días. El mató… están próximos a cumplir quince años juntos. Parece sencillo pero cuesta un chingo. El tesoro siempre amenaza con estarse hundiendo. Mantenerlo a flote es un trabajo que no envidio. En nombre de la conciencia del rock & roll, ojalá duren treinta años más. •
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Sexto Piso Times
Noticias Que de tan falsas… podrían ser verdaderas • agosto de 2017
Instalará Bono carpa en el Zócalo de la CDMX para recibir ahí a prominentes líderes mexicanos «Es una muestra más de que la mafia en el poder nos tiene miedo»: AMLO
Ahora que se han anunciado las dos fechas para la esperada presentación de U2 en México, como parte de su gira para conmemorar el treinta aniversario de uno de sus discos más emblemáticos, The Joshua Tree, el equipo de Sexto Piso Times ha recibido información acerca de uno de los principales propósitos de su líder, Bono, para aprovechar al máximo esta parada de la gira. Como es bien sabido por todos, Bono es un incansable luchador social que ha conjugado su carrera de rockstar con un permanente activismo político, principalmente enfocado en erradicar la pobreza a nivel mundial. Sin embargo, a diferencia de otras celebridades que al tiempo que se dan la gran vida son sumamente radicales y críticas con el sistema, el gran Bono no solamente no es un activista antisistema, sino que ha declarado que «Únicamente el capitalismo puede terminar con la pobreza», razón por la cual ha sido un incansable defensor del libre comercio como herramienta para combatir a la misma. Lo anterior cobra relevancia porque las mismas fuentes confirmaron a Sexto Piso Times que la actuación de U2 en nuestro país estuvo en duda hasta que Bono no lograra decidir cuál sería la actividad política a desarrollar en México. Cuentan allegados que, debido a su férrea determinación a nunca ser segundo frente a nadie, el vocalista agonizó durante meses al respecto, pues no encontraba la forma de superar encuentros previos de celebridades con notables figuras de autoridad mexicanas, como fue el caso de la reunión celebrada entre Hugh Jackman y Felipe Calderón, la reciente firma para proteger a la vaquita marina que se produjo entre Leonardo DiCaprio y Enrique Peña Nieto y, en un suceso que según nuestras fuentes le produjo a Bono una envidia que le corroe las entrañas, el célebre ménage à trois entre Sean Penn, Kate del Castillo y el Chapo Guzmán. Por lo tanto, antes de acceder a presentarse en nuestro país Bono exigió la garantía de que se le montará una carpa en pleno zócalo de la Ciudad de México, donde se organizará el muy mexicano ritual del besamanos, de modo que una selecta lista de invitados hagan fila para tener la
oportunidad de charlar unos minutos con él acerca de cómo salvar al mundo de una vez por todas. Dada su extracción católica, el primer potentado con quien Bono exigió entrevistarse es el cardenal Norberto Rivera —aprovechando también la comodidad de que la Catedral se encuentra a tan sólo unos metros de su «Carpa contra la pobreza»—, para escuchar de su viva voz que son absolutamente falsas las calumnias que llegan a la prensa internacional acerca de cómo el clero mexicano ha encubierto durante décadas los abusos de curas pederastas. Posteriormente, su plan es reunirse con el empresario Carlos Slim, para convencerlo de que la tonada oficial de los celulares contratados con Telcel sea una versión melódica de «So Cruel», con el fin de insertar en los usuarios el mensaje subliminal de que la realidad circundante debe ser modificada. El siguiente visitante será uno de los miembros del Estado Mayor Presidencial que durante el mandato de Ernesto Zedillo golpearon salvajemente hasta enviar al hospital a uno de los miembros del equipo de seguridad de U2, a las afueras de su camerino en el Foro Sol, antes del concierto de la gira Pop Mart, y todo porque los retoños del entonces presidente querían a fuerza conocer al grupo antes de que salieran al escenario. Al reunirse veinte años después con uno de los agresores, Bono planea mandar un mensaje de perdón y reconciliación universales, para demostrar al mundo entero que es experto en el principio cristiano
de ofrecer la otra mejilla, como hizo el Papa Juan Pablo II cuando recibió al hombre que tiempo antes le hubiera disparado. Y, a manera de gran final, nuestro equipo de reporteros ha podido constatar que Bono planea humillar a Sean Penn, entrevistándose con alguien inmensamente más maligno y poderoso que el Chapo Guzmán: el mismísimo Carlos Salinas de Gortari, con quien Bono planea tener una charla de corazón a corazón, agarrándole la mano y dirigiéndole su mirada más penetrante a través de sus lentes de sol verdosos, para implorarle que se arrepienta de sus pecados, le confiese si mandó matar o no a Luis Donaldo Colosio, y todo con el fin de que el ex presidente salga de la reunión siendo un hombre renovado, convertido al credo bondadoso del cual Bono es el máximo representante, y decida por fin utilizar su genio diabólico al servicio de una buena causa. Asimismo, dada la sequía creativa experimentada por la banda aproximadamente durante los últimos veinte años, Bono planea grabar el contenido de todas las conversaciones para utilizarlas como inspiración para un nuevo disco, de título tentativo «How Me and my Rich Friends are Planning to Save the World», con el cual aspira a recuperar el lustre que condujo a su agrupación a ser considerada una de las más importantes en la historia del rock, hasta este pequeño bache musical del que confía que la visita a nuestro país por fin logrará extraerlos. •
El buzón de la prima Ignacia Estimada prima Ignacia: Soy un empresario de mediana edad y gustos diversos, que para nada es cuadrado, sino que me gusta abrirme a todo tipo de experiencias, culturas y formas de pensar. Sin embargo, llega un punto en la vida de todo hombre que se respete en el que debe decir enough is enough, y por eso acudo a ti en busca de consejo. A pesar de que ya estás entrada en años, una niña bien se convierte en una esposa bien y después en una señora bien, así que sé que sabrás comprenderme. El caso es que conocí por Tinder a una niña de 35 años y, para que no pensara que nada más la quería para divertirme, fui muy respetuoso con ella las primeras cuatro citas. Sin embargo, a la quinta empecé a realizar algunos tímidos avances, y aunque siempre se ha mostrado muy risueña, se hace como si no se diera cuenta, al grado de que la última vez, cuando le regalé unas rosas rojas y una caja de chocolates en forma de corazón, se los regaló a unos peladitos que andaban mendigando fuera del restaurante exclusivo al que la invité a cenar. Por todo lo anterior, temo que me pueda estar friendzoneando, en cuyo caso no puedo perder más mi tiempo, pues he llegado a la curva de la vida en la que debo de empezar a considerar el tema de la descendencia. ¿Qué me recomiendas hacer? Atentamente, Telésforo González
Ay Telésforo, o sea, déjame ver si entiendo: acudes a pedirme ayuda y en el proceso me llamas «señora bien», ¿y esperas que así te abra mi corazón y mi sabiduría? Híjole, creo que en casos como el tuyo lo mejor es ser muy directa, así que siéntate y abróchate el cinturón, porque ahí te va ésta: a juzgar por tu carta, no creo que la susodicha en cuestión te esté friendzoneando, sino que más bien te ha de estar viendolacaradependejeando o, como me explicó una comadre española que le dicen a los de tu tipo en la madre patria, que te ha agarrado de lo que vilmente se conoce como un pagafantas, es decir, un tonto útil con el cual entretenerse un rato viendo cómo se arrastra por unas migajas de amor que jamás recibirá. O sea, hellooooooo?, ¿ni siquiera porque le regala a unos tipines tus rosas y chocolatuchos puedes entender el mensaje? Ay, madre de Dios, de verdad que en momentos como estos, cuando una constata en carne propia hasta dónde pueden llegar el orgullo y la estupidez de los hombres, dan ganas de comprarse uno de esos robots sexuales que además nunca fallarán a la hora de la verdad ni por pensar en sus mamás ni por estar demasiado borrachos. Ahora que, para ofrecerte un poco de consuelo, te confieso que yo tengo un doctorado honorario en friendzoneo, y que en algunas ocasiones en que se me pasaron los martinis, los muy pícaros terminaron saliéndose un poco con la suya, y lograron robar uno de los muy codiciados besos de la prima Ignacia. Entonces, como seguramente tampoco es que tengas muchas más opciones, no te me desanimes y síguele haciendo la luchita, y si de veras eres tan pudiente trata de comprar su amor —o aunque sea su lástima— con regalitos caros y el tipo de agasajos con los que toda mujer que se respete tarde o temprano termina cayendo. De todas maneras, el fracaso existencial ya lo tienes, así que la verdad no veo que tengas nada importante que puedas perder. Are we clear?
Estudié Economía en el itam, Finanzas en Harvard y Karma en la Universidad Tibetana, pero el verdadero aprendizaje lo obtengo en esa loca maravilla llamada vida. Si quieres que lo comparta contigo, no lo pienses más y consúltame en el siguiente correo electrónico: ignacia@sextopiso.com (PD: No hay censura pero por favor sean recatados y no me vayan a andar preguntando puras pendejadas).
Querida Prima: Soy una actriz y modelo mexicana que se vino a probar suerte a Hollywood. Aunque mi representante dice que es cuestión de tiempo para que me consiga la oportunidad que me abra las puertas del estrellato, la verdad es que hasta ahorita me he mantenido trabajando como mesera y niñera y lo que se pueda. Y pues lo que te quería contar es que compré unos productos holísticos en Goop, la página de wellness de Gwyneth Paltrow, y uno que se llama High School Genes, que supuestamente debe devolverle a una el metabolismo de cuando iba en la prepa, como que me hizo deprimirme y me salió un sarpullido horrible en toda la cara, y no pude presentarme a un casting que tenía programado. O sea, prima, no se vale que jueguen así con nuestros sueños, ¿crees que deba de meterle una demanda millonaria aquí en Estados Unidos a Goop por los daños y perjuicios que me ocasionaron sus productos patito? Besines, Angie Goldsmith
Querida Angie, Yo sé que en estos tiempos del nacionalismo y el Donald Trump y todo eso yo te debería de decir que sí, que ánimo, que sí se puede, que no nos vamos a dejar de esos mugres gringos y gringas miserables y todas esas cosas muy bonitas que no sirven para nada, pero ¿sabes qué?, que no estoy de humor para estupideces, así que te lo voy a decir clarito: ¿tú demandar a un icono de los mujerones como la Gwyneth Paltrow? Ja, ja y ja. Para que lo sepas, ella y yo estamos en negociaciones para establecer aquí en este país tercermundista una filial que combine el prestigio de Goop con la sabiduría de Ignacia, de nombre tentativo Goopnacia, así que ándate con mucho cuidadito, porque no le voy a permitir ni a ti ni a nadie que me toque a mi gallina de los huevos de oro. Además, ni te conozco ni nada pero no creo que seas así como que muy talentosa, ¿o sí?, porque si no, a ver, dime, ¿por qué no has alcanzado el éxito que tanto quieres? Yo creo que más bien el sarpullido es una forma de que entiendas que ese camino no es el tuyo, así que no quieras andarte colgando de una estrella como la Paltrow, y mejor ubícate en tu realidad y regrésate al país de los nopales, que aquí al menos no vas a desentonar tanto ni andar haciendo esos osos entre la crema y nata que sí merece soñar con sus casotas en Malibú y toda la cosa.
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