Reporte Sexto Piso Publicación mensual gratuita • Octubre de 2017
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Índice Reconstruir la vida | 4
Contribución a la historia universal de la ignominia | 21
Ernesto Kavi
La Santa Faz | 6
El desollamiento de Marsias | 22 Giorgio Agamben
Marc Fumaroli
Adentro la batalla | 9
Muslámenes | 25 Daniel Saldaña París
Grecia Cáceres
Hombre Escritura | 10
Odunacam | 25 Liniers
Mario Bellatin
Reconstruir(nos) | 15
Trance | 26 Diego Rabasa
donDani
Tadeusz Kantor como antídoto | 18
Psycho Killer | 28 Carlos Velázquez
Carmen Pardo
Espacio negativo | 18 Abraham Cruzvillegas
El último cuadro de Poussin | 19 Monica Ferrando
Sexto Piso Times | 29 El buzón de la prima Ignacia | 31 Portada de este número: Ilustración de Blumpi
Reporte Sexto Piso, Año 5, Número 38, octubre de 2017, es una publicación mensual editada por Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., París #35-A, Colonia Del Carmen, Coyoacán, C. P. 04100, Ciudad de México, Tel. 5689 6381, www.reportesp.mx, informes@sextopiso.com. Editor responsable: Eduardo Rabasa. Equipo editorial: Rebeca Martínez, Diego Rabasa, Felipe Rosete, Ernesto Kavi. Diseño y formación: donDani. Reservas de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2017-071710465800-102. Licitud de Título y Contenido No. 16768, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa en Editorial Impresora Apolo, S.A. de C.V., Centeno 150-6, colonia Granjas Esmeralda, Iztapalapa, C.P. 09810, Ciudad de México. Este número se terminó de imprimir en octubre de 2017 con un tiraje de 3,000 ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización del Instituto Nacional del Derecho de Autor.
Recomendación de los editores
Reconstruir la vida Ernesto Kavi Para los que yacen bajo las ruinas del presente
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xisten libros que no podemos juzgar sólo como una obra literaria, porque son una puerta hacia algo más, a un interrogante, a un cuestionamiento, a un juicio, a algo atroz o a algo maravilloso, no lo sabemos, pero son siempre una puerta hacia el mundo. Quiero decir que, en ocasiones, el valor literario de una obra puede pasarse por alto si ocurre que las páginas de ese libro son valientes. La poesía, decía Cortázar, nace del hombre y tiene que volver al hombre. Si se queda en la página, si no es capaz de regresar a nosotros y devolvernos la fuerza de donde ha surgido, es una obra que ha nacido muerta. La valentía es una de las mayores cualidades de la literatura —la que necesitamos para escribirla, pero también la que nos infunda. Y hoy parece que lo hemos olvidado. No creo que Kate Tempest haya querido escribir una novela. Creo que quiso mostrar la rabia, la impotencia y la desesperanza de toda una generación. Eso es posible hacerlo a través de una novela, por supuesto. Pero ella la convirtió en algo más. Sin buscarlo hizo de su libro una obra moral. Una obra que se interroga sobre la forma justa, la forma correcta, de vivir nuestras vidas. Y quizá sea esa una de las tareas más importantes de la literatura, hoy también olvidada. Ser una obra moral. Theodor W. Adorno, en sus Problemas de filosofía moral, lo definió así : «Todo lo que podríamos llamar moralidad hoy se inscribe en la cuestión misma de la organización del mundo (…) la búsqueda de la vida buena es la búsqueda de la forma justa de la política». La moral consiste en la búsqueda de una vida buena, en la búsqueda de una existencia justa, y eso implica interrogarse sobre la organización del mundo, es decir, sobre la política, sobre el poder que gobierna nuestras vidas. ¿Es posible otro poder? ¿Es posible organizarnos de otra forma? Pero, ¿qué es una vida buena? Judith Butler, retomando los planteamientos de Adorno, se interrogó sobre ello. «La más individual de las preguntas morales —¿cómo vivo esta vida que es la mía?—, está relacionada con los retos biopolíticos distribuidos a través de preguntas como: ¿Cuáles son las vidas que cuentan? ¿Cuáles no cuentan co-
Pero, ¿qué es una vida buena? Judith Butler, retomando los planteamientos de Adorno, se interrogó sobre ello. «La más individual de las preguntas morales —¿cómo vivo esta vida que es la mía?—, está relacionada con los retos biopolíticos distribuidos a través de preguntas como: ¿Cuáles son las vidas que cuentan? ¿Cuáles no cuentan como vidas, cuáles no podemos reconocer como vidas vivibles, o cuentan sólo ambiguamente como vidas?». Kate Tempest, a su manera, intentó responder a todo esto.
mo vidas, cuáles no podemos reconocer como vidas vivibles, o cuentan sólo ambiguamente como vidas?». Kate Tempest, a su manera, intentó responder a todo esto. Hay un personaje que es el vórtice de la novela, un personaje aparentemente secundario, pero sobre el que se construye y confluye todo. Su nombre es John Darke. Es un hombre que viene de las zonas más desprotegidas de la sociedad, pero que logra volverse un profesor universitario. Escribe un libro donde plantea que es posible alcanzar el poder sin que el poder —su corrupción, su mezquindad, su miseria moral— nos alcance. Se convierte en un líder social con la fuerza para transformar la política. El gobierno en turno lo calumnia. Destruyen su reputación. Lo arrestan. Sus seguidores lo abandonan. Su libro se prohíbe. Lo que ocurre después es la derrota. La implementación de las políticas neoliberales de Thatcher. La persecución de los sindicatos y de los disidentes. La pérdida de derechos laborales. El encarcelamiento de opositores. Los bajos salarios. La precarización del trabajo. La injusticia se instaura. Y lo siguiente es una generación —la generación a la que pertenece Kate Tempest, y muchos de nosotros— utilizada como bestias de sacrificio para la producción o, simplemente, excluida, jóvenes arrojados a la destrucción, despojados de todo, no sólo de la posibilidad de tener un trabajo, también de imaginar una utopía, de transformar sus vidas, de elegir un camino diferente y digno para vivirlas. Es un pasaje doloroso de la historia, un pasaje que va de la utopía a la memoria, de la promesa de un futuro a las ruinas del presente. No se puede hablar de justicia ni de dignidad, y mucho menos de democracia, cuando una vida humana, una sola vida humana, no alcanza su esplendor, y transcurre sus días sobre la tierra en el esfuerzo por sobrevivir, en el dolor por sobrevivir, sin ser capaz de soñar otro horizonte, más luminoso, y de alcanzarlo. Y ahora ocurre que no se
trata sólo de una vida, sino de millones de ellas. Quien tiene una voz, quien tiene palabras, tiene la responsabilidad de hablar de ellas, y de contar sus historias. Kate Tempest decidió hacerlo. Becky, quien sueña con ser bailarina pero, a pesar de sus esfuerzos, nunca ha logrado un papel en ninguna obra, y se emplea como camarera y como masajista erótica para seguir pagando sus clases de danza. Harry, una mujer que no se siente bien en su cuerpo, que es torpe en su vestir, ambigua en su aspecto, y que ama a las mujeres; y Leon, su mejor amigo, nacido de un padre latinoamericano, y una madre inglesa, y abandonado por ambos. Harry y Leon se dedican a traficar drogas en las fiestas de artistas, diseñadores y jóvenes empresarios. Lo hacen para, algún día, lograr abrir su propio restaurante o, más bien, un centro comunitario donde la gente humilde del sur de Londres pueda asistir para beber un buen café y leer, para impartir clases y para aprender, para compartir, para formar una comunidad solidaria y compasiva capaz de soñar y de construir juntos esos sueños. Pete, un muchacho interesado en la política, pero que no encuentra ningún camino al cual abocar su vida. Vive de las ayudas sociales, lee a autores prohibidos, trabaja esporádicamente en la construcción, en un bar, en una mudanza. Parece perder cada día más la confianza en sí mismo, y en los otros. Y aun en el amor. ¿Cuáles son las vidas que merecen que portemos el duelo por ellas? ¿Y cuáles no lo merecen? Vivimos en un mundo que nos exige que nos preguntemos esto: ¿cómo es mi vida? ¿pertenece al género de las no-vidas, de las vidas sacrificables, que no merecen un duelo, las vidas perdidas de antemano, antes de toda destrucción o de todo abandono? Tenemos que preguntarnos si nuestra vida vale la pena de ser llorada. O si es sólo una vida abocada a la pérdida, y que no es digna ni de lágrimas ni de memoria ni de reconstrucción. Vidas irreparables. Gitanos, indígenas, inmigrantes, mujeres, pobres. Son las vidas marcadas por la pobreza y por la precariedad, vidas no lloradas, olvidadas entre los escombros de nuestro presente.
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Cuando la vida te da un martillo Kate Tempest Traducción de Daniel Ramos Sánchez Narrativa Sexto Piso • 2017 360 páginas
El último libro de Malraux, publicado de forma póstuma en 1977, se llama El hombre precario y la literatura. Es la primera vez que se utiliza esa palabra, «precariedad», que cuarenta años más tarde definiría a nuestra época. Ahí Malraux dice que los hombres de su tiempo son seres con una humanidad precarizada, una humanidad que se ha vuelto algo tan fácil de desechar, de perder, de olvidar, de destruir o de quemar como los libros. Los personajes de Kate Tempest son así: libros maltratados, libros huérfanos, libros quemados por la vida, ilegibles antes siquiera de poderlos abrir. Imaginar a alguien o, mejor, a una sociedad entera que llore todas las vidas del mundo, las vidas lastimadas, las vidas humilladas, que haga el duelo por ellas, que las guarde en su memoria, que las saque de los escombros en los que la política y la economía las han enterrado, y las reconstruya y las repare, y las alce de nuevo en su dignidad de vidas buenas ante la luz. Eso es lo que me ha dejado la lectura de la novela de Kate Tempest. Quizá nada valioso para la literatura. Pero algo valioso para cada mañana en que me levanto y me adentro al mundo. •
La Santa Faz Marc Fumaroli
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urante milenios, la pintura, la escultura, la arquitectura, el grabado, con sus numerosos subgéneros, se han abocado, aún antes quizá de que se desplieguen en el fondo de los tiempos los poderes de la palabra, a hacer hospitalario para nuestros cinco sentidos el mundo de la naturaleza. A través de un giro que hizo época, la iconoclastia del arte contemporáneo prohíbe las artes oficialmente, y establece, sobre las ruinas añoradas por algunos Baudelaires, un no man’s land donde se extienden los deshechos, «conceptualizados» por los cuervos, de una sociedad perdida y condicionada. La única ventaja de esta atrofia repentina de corriente artística es que nos ha mostrado la extensión de todo lo que hemos perdido, que llega hasta privarnos de un refugio histórico, justo en el momento en que nuestro refugio cósmico, vaciado por nuestra avidez y nuestro número, se oculta a nuestros ojos. El origen de la pintura, según Plinio el Viejo, es el deseo de una joven corintia de aligerar el dolor causado por la ausencia de su amado, que está por partir en un viaje de negocios. Ella inventa el hecho de conservar perpetuamente bajo sus ojos, durante esta larga ausencia, la silueta del muchacho, dibujada por ella misma siguiendo el contorno de la sombra de su novio proyectada sobre el muro. En su fábula fundadora, la pintura antigua se propuso hacer vivible la parte por el todo, la desesperación en la cual está tallada la breve vida humana, sobre todo cuando ésta ha llegado a experimentar, con sus cinco sentidos, la alegría perfecta, la alegría divina, pero pasajera, de la que es susceptible. Engaño por consuelo. Se extendió de la esfera privada a la esfera pública, las ciudades y las naciones pidiendo a los artistas que las proveen de grandes hombres y de grandes acciones que les han valido momentos sin sombra de victoria y de triunfo. Dibutades, el padre de la ingeniosa psicóloga, un alfarero, agrega a los trazos de su hija las formas del primer retrato en bajorrelieve: así ella tendría a su amante, partido lejos, no sólo bajo los ojos, sino también bajo su mano. Se quedaría viuda de los otros tres sentidos, y privada de la presencia carnal del hombre al que ella amaba, pero apegada a una sombra. El cristianismo, desde el momento en que escapó
de la persecución y de la clandestinidad, se las ingenió, como la hija de Dibutades, para dotarse del retrato adorable del Dios-amante que había condescendido a pasar algún tiempo, bajo sus propios rasgos, según la tradición carnal, entre los «vivientes». Era tal el prestigio de la escultura en bronce entre los Antiguos, que fue bajo esta forma como surge, aún estando él en vida, la primera efigie del Cristo, ordenada y levantada por la hemorroísa del Evangelio, curada tácitamente por haber tocado con fe el manto del Hijo. Pero la pintura, de la que Hegel dirá que es el arte cristiano y moderno por excelencia, tomó lentamente su revancha. En las versiones más diversas, circuló muy pronto en el Medio Oriente bizantino la historia del rey Akbar, muy enfermo, y preocupado por obtener, pues no podía ir hasta el Cristo curador, la efigie que lo curaría, como podía hacerlo su persona y su presencia humano-divinas. Un pintor había tomado parte en la Embajada, y el Cristo lo dejó hacer su oficio. He aquí que el artista, desconcertado por la movilidad del rostro del Hijo, debió renunciar. El Cristo, conmovido por la fe de Akbar, que confiaba tanto en él desde tan lejos, tomó la tela del pintor, la aplicó sobre su faz, y devolvió al pintor el retrato «no hecho por la mano del hombre» que se había depositado sobre la tela, como una placa fotográfica. Esta reliquia milagrosa que, según algunas versiones del relato, el Cristo encargó al apóstol Tomás entregar a Akbar, curó al primer rey cristiano. Fue dicho y escrito también que, durante el viaje, Tomás, quien había puesto a resguardo la tela (el mandylion) entre dos ladrillos, descubrió, impresa sobre uno de ellos, una copia milagrosa (el keramion) del autorretrato del Cristo. Así se elaboraba la teología neoplatónica del ícono bizantino. Las dos efigies terminaron por ser expuestas para la adoración de los
Improntas, huellas, manchas, reliquias, esas imágenes milagrosas, no hechas por la mano del hombre, y autorreproducidas, excluían en principio la idea del arte. Anónimo, el pintor de íconos no es ni artesano ni artista, es un médium ascético que se olvida para hacer posible la multiplicación de los milagros autorreproducidos (como el del kéramion) de los autorretratos y originales arquetipos «no hechos por la mano del hombre».
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emperadores bizantinos en la capilla palatina de Faros, junto a todas las reliquias de la Pasión. Más tardía, con extraordinarias novedades y derivada de la leyenda de Akbar, la leyenda occidental de Verónica sitúa el origen legitimador de las imágenes cristianas en el corazón mismo de la Pasión, en un acto de intercambio y de amor entre el Cristo que está por morir y una mujer santa que sueña, como la hija de Dibutades, con recibir de él la efigie humano-divina fijando sus rasgos terrestres. Verónica, la futura detentora de la Vera Icon, limpia con una infinita compasión, durante un descanso en el camino de la cruz, el rostro ensangrentado y en sudor del Cristo, y la gratitud del Hijo le deja sobre la tela su efigie, tan fiel como una fotografía en colores. Si queremos comprender la historia de la pintura occidental, no debemos recordar solamente el soporte de madera de las santas imágenes, común a los pintores bizantinos e italianos, parte por el todo de la madera de la Cruz, sino también y, sobre todo, la tela, la sangre y el sudor de la Vera Icon, programa de la pintura al óleo, de la que los ingeniosos hermanos Van Eyck perfeccionaron los colores redentores, y que aproximaba, a través de una alegoría espléndida, las santas imágenes «hechas por la mano del hombre» de las reliquias milagrosas «no hechas por la mano del hombre», sino dejadas por el Cristo y por diversos de sus apóstoles para la rememoración y la consolación de la Iglesia sufriente. Improntas, huellas, manchas, reliquias, esas imágenes milagrosas, no hechas por la mano del hombre, y autorreproducidas, excluían en principio la idea del arte. Anónimo, el pintor de íconos no es ni artesano ni artista, es un médium ascético que se olvida para hacer posible la multiplicación de los milagros autorreproducidos (como el del kéramion) de los autorretratos y originales arquetipos «no hechos por la mano del hombre». Los íconos bizantinos se han beneficiado de una piedad excepcional en el Occidente medieval. Por doquier que uno de ellos había llegado y sido adorado, se consideraba un milagro, surgía directamente del misterio de la Encarnación. Ese culto culminó en el desvelamiento sucesivo, desde el siglo xvi, del Santo Sudario de Turín, reliquia, impronta, pero también «polaroid» del Cristo en la tumba. En el Occidente latino, donde los íconos habían sido importados de Oriente, el arte y las imágenes «hechas por la mano del hombre», prosperaron gracias a la doctrina gregoriana de la «Biblia de los iletrados». El artesano laico de imágenes santas, trabajando bajo la vigilancia del clérigo, era el humilde ilustrador de la Historia Santa, para el uso de los simples que no leían, que no comprendían el latín, pero cuya memoria fijaba los relatos en las imágenes de las que estaban cubiertas las iglesias. Rememoración para los pobres de espíritu, imágenes de dulía y no de latría.
El mundo de los íconos y el de las imágenes santas fue permeable a la época del concilio de Ferrara-Florencia, en 1438-1441, que habría debido reunificar a las dos Iglesias. Durante ese periodo, los artistas flamencos, con los hermanos Van Eyck a la cabeza, inventaron «la pintura al óleo», en otros términos, metaforizaron el mandylion de Akbar, el velo de Verónica y las reliquias de la Pasión, sudor y sangre, tela, madera y clavos, así como los materiales apropiados para el arte cristiano, éste volviéndose una inmensa extensión y una perpetua exégesis simbólica del autorretrato arquetípico del Cristo. Van Eyck y Memling revivificaron con óleo la Vera Icon, convertida a su vez en el punto de fuga y de búsqueda del arte cristiano occidental. En el siglo xvii, en el concilio de Trento, Roma e Italia se proponen revivificar la fe de la Iglesia rememorándole sus primeros siglos, y la Vera Icon conoce entonces su última gran época religiosa y artística. Domenico Fetti, sobre el magnífico trampantojo de una tela de seda blanca mezclada con azul, hace surgir, como una aparición sobre fondo rojo sangre, el rostro del Cristo de la Pasión, al mismo tiempo supremamente doloroso y superiormente sereno, expuesto humanamente a toda la gama de los afectos, y aceptándolos todos divinamente (1618-1622, National Gallery, Washington); Zurbarán, por su lado, pintó numerosas «copias» de la Vera Icon. La última (16301650, Museo de Estocolmo) está encuadrada por los repliegues en trampantojo de la tela, cuyo fondo está en tensión y es extendido por clavos invisibles. La impronta, casi borrada, de la Santa Faz coronada de espinas, es tomada de lado, la mirada vuelta hacia atrás, como si el Cristo, retomando su marcha y alejándose, nos dijera adiós. Es la más extraordinaria profecía del destino por venir de la pintura europea. • Traducción de Ernesto Kavi
«La Santa Faz», Francisco de Zurbarbán, circa 1631
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Adentro la batalla
(fragmento)
Grecia Cáceres Runa Simi lengua de miel hoja de coca aire de pureza insoportable puñal en la garganta mi lágrima cae infinita sobre la herida cimas que se pierden en el horizonte claro llega al paso el hombre que se eleva de la tierra construye gime canta así se agiganta en el ande se mantiene en vilo encanta los montes levanta un cántaro bebe sigo rastros me pierdo algo en mi oído recuerda antiguos sones mi propia sangre labra los desiertos vuelve la danza pies que repiten el paso invariable un hilo de voz como de ave un recuerdo más allá de la luz diurna algo antiguo secreto pulido una lengua de miel que me acaricia desde antes desde la cuna antes del español estaba el runa simi sin saberlo sin tocar las cuerdas sólo de oídas
una lengua hecha de piedra pulida por las aguas repetidas por el imperio donde alguna vez estuvimos sigue cantando el río yo de vez en cuando me inclino y lloro lágrima que es de matrimonio cruel ahora que escribo.
*** Mi esposo duerme fuera bajo el firmamento entero mi esposo está de paso calla en algún valle remoto piensa en mí supongo imaginando encierros y castigos mi esposo duerme siempre al aire libre nadie puede contener su aliento se forja de espacio ancho y de corrientes aguas no tolera el encierro abre ventanas hasta en invierno se mueve anda corre salta me incita con voces a la caza remueve el piso salta tres escalones cae siempre de pie duerme de un tirón jala las mantas me deja fría buscando una hoguera a su flanco solo él logra calentar mis pies
hace tanto que está lejos de mí mis pies abandonados que de sólo mirarlos me da vértigo él se fue una mañana resoplando susurrando adioses y mentiras sacó su cuerpo de la torre del recinto de la capilla del ámbito del jardín de la muralla del puente de lo posible hasta volverse un punto al borde de la arboleda que da al poniente no lo vi adiviné su paso alejándose la fiesta de su sangre animada a golpe de zancada nada lo retenía ni mis palabras ni el manto que cobija ni el muro que protege del viento ni un techo seco ante la intemperie ni mi cuerpo pegado a su cuerpo ni mis letras susurros o llantos ni el nombre que le grabé en el muslo ni las sábanas limpias ni la sangre que se mezcló él duerme porque quiere bajo los astros sobre la roca en gruta secreta o bajo la fronda y su sueño cae de golpe cortando la hora de raíz decapitándome.
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Hombre Escritura Místico y Artístico o «cómo colocar el dedo en la campanilla del otro sin sufrir las consecuencias».
Mario Bellatin
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o que voy a intentar en esta sesión de escritura es la de producir un milagro. Parecido a los que suele llevar a cabo Theópihile de Wallensbourg en cada una de las obras que ha ido publicando, en los últimos cuarenta años, en la editorial Sexto Piso. Un hecho sobrenatural que, como todos sabemos, ocurre cuando todo está preparado precisamente para que no suceda. A lo largo de la historia tenemos incontables ejemplos de sucesos semejantes. Muchos de los cuales se han producido de manera tangible, concreta, y que a pesar de su supuesta materialidad son capaces de abrirnos la brecha de lo espiritual que vivimos de manera diaria sin que, la mayoría de las veces, lo advirtamos en toda su dimensión.
manuscritos escritos en árabe», en otra. Estaba agotado. No había sido fácil recuperar el libro de hoy, el que acababa de colocar en el librero. Era nada menos que El tratado de la unicidad, en su primera y mítica edición: la de Sexto Piso. No me pregunten por los detalles. Sólo sé que me encontraba agotado. En el momento de cerrar los ojos sentí los efectos de un café bebido horas antes. No debí haberlo tomado. Quizá un poco de leche podría aliviar la intranquilidad que me seguía causando la cafeína. Me levanté, de ese modo podría alimentar también a mi gato, a quien consideraba el guardián de los libros, especialmente de los recuperados. Pero, mientras me encontraba en la cocina escuché un tremendo estruendo que logró hacer retumbar el piso. Corrí hacia el lugar donde se había originado el ruido y encontré sobre mi cama una montaña de libros destrozados. No entendí lo sucedido. Es cierto que el librero parecía haberse vencido, pero no eran lógicos los daños causados a los libros. Parecía como si les hubiera pasado por encima una fuerza enloquecida. Una energía cargada de furia. Las tapas estaban quebradas, las hojas sueltas. El conjunto formaba una suerte de masa informe donde ya casi no se distinguía un ejemplar de otro. ¿Sería una venganza perpetrada por el dios de los libros? ¿Uno de esos milagros cotidianos que no tienen explicación, pero que parecen buscar que se lleve a cabo algún tipo de justicia? No, no podía ser cierto. Yo tenía derecho sobre esos libros, eran míos a pesar de los métodos ilegales que había utilizado para obtenerlos. Aunque también es verdad que, a veces, algo en mí me decía que eso no era del todo verdadero. Que se trataba de una explicación que me inventaba para estar no sólo en paz conmigo mismo, sino acompañado de los ejemplares que daban sentido a mi ser. Allí estaba mi tesoro destruido. Los vestigios. Caí encima de aquellos restos y, a pesar de que las circunstancias me hubieran llevado a lo contrario, me quedé dormido. Horas después desperté en medio de las páginas revueltas. No había ya huellas de la biblioteca. No sé por qué, pero el sonido del reloj me fue anunciando incluso antes de abrir la ausencia de aquel tesoro. Traté de no oír aquel tictac malsano. Me pregunté ¿qué fue lo que realmente había sucedido? Abrí los ojos levemente y alcancé a ver la sombra del librero de los volúmenes especiales. Era todo lo que había quedado conmigo. «Yo nunca quise realmente recuperar esos libros» le expresé en voz alta a una primera edición del Masvani —eso, le hablé al libro— que en cierta ocasión
Era nada menos que El tratado de la unicidad, en su primera y mítica edición: la de Sexto Piso. No me pregunten por los detalles. Sólo sé que me encontraba agotado. En el momento de cerrar los ojos sentí los efectos de un café bebido horas antes. No debí haberlo tomado. Quizá un poco de leche podría aliviar la intranquilidad que me seguía causando la cafeína.
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Todo comenzó cuando al entrar a casa, como de costumbre me dirigí primero a la habitación de los libros comprados. Crucé por el poco espacio libre que dejaban un par de mesas —con decenas de volúmenes apilados— y dos libreros mal clasificados. Pude encontrarle entonces allí, en el lugar de los libros adquiridos con dinero, un lugar a la novela que traía conmigo. Fui después al otro cuarto: al de los libros no comprados. Por alguna razón pienso que no son ejemplares robados los que allí se encuentran sino libros recuperados, que son míos por naturaleza, y que mi acción de sacarlos de las librerías —es decir, hurtarlos— no ha sido sino una acción motivada para evitar que aquellos ejemplares sigan empolvándose en los anaqueles públicos. Desconozco los motivos de no tomar como míos todos los libros. Total, ya están aquí, en mi casa, nadie puede saber cuál viene de dónde. Curiosamente hay algunos que sí considero ajenos, son los que compro a un sobreprecio evidente y coloco luego en la habitación correspondiente para esta clase de adquisición. Luego de dejar la novela en su lugar fui a mi dormitorio y me recosté sobre la cama con los pies colocados hacia la ventana. A mi derecha, a pocos centímetros de donde me encontraba tendido, se levantaba un librero más, el de los libros preciosos. Aquellos que alguna vez fueron míos, los había vendido por razones de urgencia, y ahora los volvía a tener en mi poder. Por lo general eran ediciones antiguas. Muchas de ellas incunables. Me da cierta vergüenza admitirlo, pero en ciertas ocasiones mis actos de recuperación, por llamarlos de alguna manera, habían sido hechos públicos. «Saqueo silencioso a bibliotecas de fondos especiales», leí en una ocasión en una revista de circulación nacional. «Desaparecen
Ilustración de Jazmín Huerta
hurté del museo de una biblioteca. El gato comenzó a maullar. Seguramente se preguntaba, igual que yo, sobre lo sucedido con los libros que tenía como misión cuidar. Me levanté con el cuerpo algo adolorido. Haber dormido sobre aquellos restos me había afectado. Mis libros, me dije. Estos objetos me han traicionado. De pronto, algo aún más extraño sucedió. Los distintos sonidos habituales de la casa empezaron a preguntar por ellos. La llave que goteaba del lavabo repetía, gota a gota, el nombre de Mansur Al Halaj. El aire que entraba por la ventana preguntaba por las ideas de las tribus prenómadas de los dioses de las pequeñas cosas. Incluso se referían a libros más recientes. El ligero ruido que solían producir las cañerías anunciaba, entre otros asuntos, que después del fin de nuestras vidas nos esperaba un gran casino. Me pareció curioso que apareciese entre los reclamos la mención de un lugar semejante. Los ruidos hacían alusión a que
estaba prohibido hacer trampa. Ciertos murmullos, que en ese momento comenzaron a provenir del fondo, me parecieron similares a una conversación entre chimpancés, quienes discutían, en su lenguaje propio, el caso publicado en la prensa de aquel día sobre una mujer hallada en la carretera después de asesinar a su marido. La noticia anunciaba que ahora la mujer se encontraba recluida en un sanatorio. En ese momento no hubiera querido encontrarme allí, en mi casa. Lo más seguro era que el dios que había destruido los libros debía haber obedecido las órdenes de un ángel malo. No deseaba encontrarme en ese lugar sino paseando en un bosque durante un día esplendoroso. O estar caminando entre las páginas de un libro destruido. Ir de la mano de un poeta iraní —bardo y novelista según su tarjeta de presentación— y descubrir nuevamente el placer que solían producirme los libros antes de que se convirtieran en algo ne-
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cesario de poseer. Antes de ingresar a las instituciones, donde escuché cientos de ideas preconcebidas y caí, casi sin darme cuenta, en el vicio de recolectar la mayor parte posible de las así llamadas joyas de la literatura. Quizá este estado me sirva para despertar de una vez por todas, pensé en ese momento. Para morir y volver a nacer. Pero no dentro de un casino, rogaba al cielo, sino en medio de una inmensa biblioteca o dentro de las famosas e insondables bodegas de la centenaria editorial Sexto Piso. Aunque no sólo en aquellos espacios, sino incluso dentro de los libros. En ese caso preferiría que el tiempo sea medido no por un reloj convencional sino por una clepsidra. De otro modo, dentro de un tiempo y un espacio habitual, no entiendo cómo, de pronto, me vi a mí mismo pidiéndole a mi madre que se volviera a hacer los peinados de la época de mi infancia, sus famosos ostiones, como los bautizó desde el primer día. Tocaron a la puerta. ¿Sería acaso el propio Ibn Al Arabi que venía a reclamarme por haberle hablado a su libro? No, que Shams de Tabriz no saliera a abrir por favor —me dije a mí mismo—, lo más seguro es que después de hacerlo nunca más sería vuelto a ver por nadie en este mundo. Seguro que Ibn Al Arabi me acusaría de no haber sabido cuidar como es debido su primera edición. Iba a ser incapaz de mostrarle el puñado de papel en el que el libro estaba convertido. Pero no, curiosamente, en lugar de decirme que venía a buscar a su padre, me dijo que le gustaban las niñas con lentes que le recordaran que él era una suerte de ente que terminaría sus días convertido en un montículo de piedras. Añadió que, cierta vez, Dios le había hablado en un sueño, pero se dirigió a su persona el Dios verdadero, no el de los asuntos mínimos. Su dios tenía la mano gigante y callosa —porque afirmó que le dio la mano: Dios le dio la mano—, olorosa a tierra mojada. Recordaba que le informó algo importante, aunque no podría repetir de manera exacta sus frases. Pese a todo le quedó grabada una palabra que le fue expresada en aquella ocasión: decencia. Añadió que las parejas debían de dejar de tener hijos y que los cien años siguientes serían los últimos de la humanidad. Los años de la absolución. Una vez que Páramo desapareció, según lo leído sabía que una de sus características principales era su calidad de fantasma. Ante los toquidos me asomé a la ventana. Para ese entonces me encontraba ya más desentumecido y podía moverme con mayor flexibilidad. Vi entonces que al otro lado de la calle una niña, de once o doce años, jugaba a saltar la cuerda. Recordé entonces que entre los libros destruidos había una edición con fotos originales de Alicia. Pero no, no podía ser ella la que me reclamaba desde la acera de enfrente. Esta niña repetía un estribillo poco lúcido,
que afortunadamente no logro ahora recordar. A los pocos minutos apareció frente a ella un hombre de aspecto decente ¿cómo serán los hombres semejantes?, recuerdo que me pregunté. Lucía un abrigo marrón con botones rojos, y los zapatos lustrosos los mostraba como el trofeo de un perdedor. Aquel hombre le ofreció algo a la niña. Un objeto que sacó del bolsillo. Precisamente en ese momento uno de los ruidos de la casa, aquellos que, entre otras cosas, repetían el nombre de los libros destruidos, atrajo mi atención. Dejé de mirar a la calle. Aquel personaje, el hombre del abrigo, me pareció un personaje de alguno de los libros con los que contaba unas horas antes. Pero entre mis ejemplares sagrados, estaba seguro de que no había ninguno como semejante sujeto entre sus páginas. Presté atención además a unos pasos de mujer en el piso de arriba. Iba de uno a otro lado. Escuché también diferentes avisos que provenían de un teléfono. Eran tonos de aviso de mensajes entrantes. Oí, aunque parezca increíble, el cierre de la falda de la mujer al ser subido. Cuando jaló el mecanismo del baño, el sonido que me reclamaba junto con el agua corriendo eran los manuscritos de Mansur Al Hallaj — «queremos su Diwan», reclamaba el agua mientras el baño terminaba su proceso—. Al volver la mirada a la calle no vi más al hombre ni a la niña. Ya no estaban ni Alicia ni el personaje que creí confundir con alguno de mis libros sagrados. Vi, en cambio, pasar de largo a un viejo en una bicicleta ¿Ezra Pound quizá? También a una dama guiada por un pastor inglés de buen color y mala postura. ¿Se trataría de la escena de una película de bajo presupuesto? Me apoyé en la silla de mi escritorio, que por algún motivo había procurado desde siempre mantener sin libros encima. Esperé que las horas se consumieran. Para entonces ya nada podía ser igual. Incluso al fijarme en el reloj de pared noté que avanzaba y retrocedía sin ninguna lógica. Tal vez por eso momentos antes deseaba la presencia de una clepsidra. Encendí la radio. Era posible que en ese momento la ciudad hubiera descubierto, gracias al estruendo del librero,
Era posible que en ese momento la ciudad hubiera descubierto, gracias al estruendo del librero, que yo era el autor de las recuperaciones de los ejemplares que se guardaban en los acervos protegidos. Traté de calmarme. Era absurdo que la caída de un libro hubiese producido una consecuencia semejante. Menos aún de un ejemplar editado por Sexto Piso.
que yo era el autor de las recuperaciones de los ejemplares que se guardaban en los acervos protegidos. Traté de calmarme. Era absurdo que la caída de un libro hubiese producido una consecuencia semejante. Menos aún de un ejemplar editado por Sexto Piso. Pero yo así lo sentía entonces. La noticia debía estar a esa hora en todas las estaciones de radio. Mientras los bulbos del decrepito aparato se calentaban —situación que duraba unos cuantos segundos— imaginé los comentarios de los diversos locutores refiriendo hechos imprecisos y falaces. Pero, para mi sorpresa, cuando los bulbos estuvieron a punto escuché los fragmentos de una radionovela. Oí, me parece que desde su inicio, la escena de un médico que ponía en la mano de su paciente dos pastillas azules y daba la orden de tragarlas. La mujer obedecía en silencio. Supongo que lo hacía, porque no oí ninguna contradicción a semejante orden. Sin embargo, sí se escuchó la voz del médico —como en off si eso es posible en la radio—, que decía que ingerir esas pastillas era como si el dedo de Dios —nunca aclaró si se trataba del Dios verdadero invocado por el hombre derrumbado en piedras o el de los pequeños milagros cotidianos— hubiera tocado sus párpados. Los días y noches que había pasado la paciente sin dormir, continuó, se ovillaron de golpe. Al despertar, el médico señaló que la paciente notó el color de las sábanas, y dijo también que no estaba segura si eran de color rosa. Informó a los radioyentes que advirtió también la presencia de un frasco pequeño que parecía contener cierta fragancia. Tan pronto ingresó una enfermera en la escena —esto ya no ocurrió en esa suerte de voz en off que había ocupado las bocinas de la radio que estaba dentro de la radionovela durante el sueño de la mujer— le dijo, al ver a la dama despierta: las sábanas y la esencia las trajo una amiga suya. También le compró un diario, prosiguió, pero el doctor prohibió que lo leyera. «¿Desea dormir un poco más?», acabó con esas palabras su parte de la actuación. El público oyente estaba imposibilitado por razones obvias de saber dónde tenía la caja, dos grageas. Anunció que estaba leyendo en el empaque la palabra Stilnox. Dijo también que comprobaba que eran somníferos porque en uno de los lados aparecía el dibujo de una luna menguante. Nuestro personaje, aquel que había sufrido el extraño milagro de que su biblioteca, de un momento a otro, se destruyera, y escuchaba en esos momentos la radionovela, se sorprendió. Dudó si fuera verdad lo que estaba oyendo. Si las palabras que salían del radio pertenecían a algo. No encontró verosímil que la mujer de la radionovela sacara unas pastillas de una caja que nadie sabía dónde guardaba, y tampoco que supiera que eran somníferos porque aparecía una medialuna en el empaque. Sin embargo, siguió escuchando. Oyó que la mujer decía que percibía desde su cama los ruidos de la calle. No parecía estar dispuesta a acostumbrarse a ellos. Afuera estaban todos, proseguía, y dentro sólo aquellos que pretendían mantenerla dormida. Se daba cuenta de que para permanecer en el mundo necesitaba mantenerse despierta. Le hacía falta una pluma y un papel. Debía contar su historia, aunque le causara dolor hacerlo. Hasta que llegó el momento en que nuestro personaje no siguió escuchando. En el piso superior comenzaron nuevamente una serie de movimientos. Pasos que iban y venían hasta que se detuvieron para poner a
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funcionar una lavadora. Un aparato que en determinado momento dejó de hacer su ruido habitual y comenzó a sonar como si estuviera desarmándose. En ese instante sonó un teléfono. El personaje de los libros robados alcanzó a escuchar un aló y luego silencio absoluto. Aunque estaba seguro de que no era pertinente pensar en eso —debía preocuparse únicamente por el extraño fenómeno que había destruido de manera misteriosa sus libros. Que había convertido en pedazos tanto los ejemplares robados, los comprados a sobreprecio como los recuperados después de haberlos vendido. Ya después de todo lo que le había ocurrido no debía preocuparle saberse descubierto por los demás. Aunque no parecía interesado en ese asunto porque casi de inmediato pensó que los vecinos debían usar, a partir de entonces, los servicios de Blanquita, la dependiente de la lavandería de la cuadra siguiente. Recordó que se trataba de una muchacha buena y diligente. Siempre vestida de manera impecable, lo que daba confianza a quienes dejaban su ropa en el negocio. De no ser por su afición voraz por los libros, nuestro personaje —es decir yo— hubiera tratado de cortejarla. Pero ya era tarde. Un viejo foráneo —quizá podía tratarse del mismo sujeto del abrigo marrón con los botones verdes—, quien hacía alarde de su dinero como si de un nuevo rico se tratara, había logrado enamorarla. Ese era otro de los pagos que le exigía su tarea de obtener y recuperar libros: olvidar por completo su vida personal. Por eso quizá no entendió lo que la paciente en la radio trató de expresar. Ese dolor que le causaba la vida —razón que la llevaba a tomar tanto las pastillas que le indicaba el médico como las que ella sacaba de cajas que guardaba en lugares escondidos—, sensación que nuestro personaje llegaba a sentir solamente cuando recorría las páginas de alguno de sus preciados libros. Luego de pensar en las bondades de la muchacha de la lavandería, sintonizó otra estación al azar. Comenzó a escuchar lo que parecía el discurso solemne de un hombre indignado. El director de la biblioteca nacional, pensó de inmediato. El hombre que en ese momento seguramente ya sabía que algunas de las galeras salidas de la propia imprenta de Gutenberg —nuestro personaje había robado algunas— eran sólo una serie de restos de papel esparcidos sobre su cama. En ese momento notó que el gato había sacado, del lugar donde se había escondido, la página que contenía la descripción del último círculo del infierno de Dante. El gato había hecho del papel una pequeña bola que arrastraba de un extremo al otro de la habitación. Sin embargo, por encima del discurso del director de la biblioteca oyó de nuevo el estribillo, un tanto bobo, de la niña en la calle, la que en su momento había pensado se trataba de la Alicia de Lewis Carroll. Cambió de estación. Música, beisbol, emisiones realizadas, curiosamente, dentro de casinos de juego. Publicidad. Un hombre especializado en la interpretación de los sueños, otra que prometía la cura definitiva del dolor de cabeza. Hasta que el personaje se cansó de buscar en las emisoras locales. Puso la banda de onda corta. Parecía, por la forma en que comenzó a manipular los botones, que no tenia idea de lo que deseaba escuchar. Suponía que era poco probable que el estruendo que provocaron los libreros al
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destruirse hubiesen traspasado las fronteras del país. Sintonizó una estación que no se escuchaba bien. Sin embargo, la voz que se podía percibir a los lejos parecía tener el poder de tranquilizarlo. Dio la impresión de importarle cada vez menos la destrucción de los libros, el que estuvieran a punto de atraparlo, de ser acusado de asesino de lesa cultura, los ruidos en el piso de arriba —ahora se trataba de gritos de la mujer del baño, quien pedía no ser asesinada—, el estribillo de la niña al frente de la ventana, la voz del viejo que trataba de convencerla para que lo acompañara nuevamente, las quejas del gato —aparentemente estaba sufriendo de empacho como producto del papel que acababa de comer—, una conversación que oía como venida del más allá —parecida al tono que utilizaban los Páramo cuando informaban sobre su amor a las jóvenes con lentes—, una conversación insólita donde una familia humilde preparaba vengarse, nada menos que en un casino, de un millonario maldito que había hecho que el Volkswagen donde se desplazaban los nueve miembros que componían un hogar de las afueras cayeran a un abismo. (La historia del sujeto en el casino que apostó por la muerte de una familia en un auto será publicada próximamente en un libro de Luis Felipe Fabre que aparecerá en la editorial Sexto Piso). Pero aunque parezca algo fuera de lo normal, nada de eso parecía importarle. Le embelesaba la voz apenas audible que ahora salía por la radio. Si bien es cierto casi no se escuchaba, el hombre de los libros pudo entender que alguien, a la distancia, había experimentado algo así como una epifanía. Alguien que creía en los milagros mínimos, los casi invisibles, los que aparecen en la vida diaria y pasan inadvertidos. De alguna manera, aquello era lo que el personaje pensaba había ocurrido con sus libros. De allí quizá su interés por seguir oyendo aquello casi inaudible. ¿De qué lugar del mundo provendría?, se preguntó. Podía sentir algo así como aroma a cipreses, a lagos congelados. La voz insistía en que estaba convencida de la existencia de un dios de las bagatelas, uno humilde que desde su panteón —ubicado al lado de divinidades del triunfo y del poder— velaba por lo infinitesimal. Sobre ese momento, por ejemplo, que estaba pasando mientras transmitía, en el que de pronto vio envuelto en llamas un bosque de arces en otoño. Los causantes de semejantes fuegos —expresaba la voz perdida en el espacio y el tiempo— eran las, aunque suene contraproducente, inofensivas por naturaleza, así llamadas deidades nemerosas. En ese instante nuestro personaje recordó las lecturas de sus libros maravillosos y recordó el significado de la palabra nemerosa. La voz decía que en el lugar desde
Alguien que creía en los milagros mínimos, los casi invisibles, los que aparecen en la vida diaria y pasan inadvertidos. De alguna manera, aquello era lo que el personaje pensaba había ocurrido con sus libros. De allí quizá su interés por seguir oyendo aquello casi inaudible. ¿De qué lugar del mundo provendría?, se preguntó.
donde estaba transmitiendo se encontraban presentes dos poetas de la región. La voz —se trataba de un registro algo andrógino, o quizá la mala recepción impedía saber con exactitud el sexo de la persona que la emitía— afirmaba que estaba caminando por el Parque Nacional de la Isla de Mauricio. Nuestro personaje, a pesar de su cultura, no tenía idea exacta sobre la situación geográfica de la isla. Tal vez en algún punto de África. Era extraño que la voz hablara en castellano. Todo era raro. Una voz hablando en español desde una tierra lejana, junto a dos poetas de la región, refiriéndose a un incendio de un bosque de arces producido por seres inofensivos —las deidades nemorosas—. En determinado momento, la voz afirmó que se trataba también de la de un poeta. El hombre de los libros pensó que ese dato podía ser clave. Era bastante probable que aquellos desdichados que transmitían desde un bosque en llamas tratando de minimizar el asunto, fueran unos seres sufrientes. O mezquinos. O crueles. O egoístas. Aunque por otra parte conocer este dato aclaraba en algo el asunto de que la información le llegase en castellano o en cualquier otro idioma. Siempre había sabido que la poesía —al menos aquello era lo que afirmaban los fanáticos— contaba con un lenguaje universal. Pero, una vez aclarado el asunto, la misma voz afirmó que en realidad no se describiría como poeta si alguien se lo preguntara. Sólo se sentía poeta para sí mismo. A pesar de establecer nuevamente la duda sobre el idioma universal de los poetas, nuestro personaje se identificó al pensar que él tampoco, si alguien se lo preguntara, se describiría como un ladrón de libros. Cuando dijo aquello de que no se definiría como poeta si alguien tuviera curiosidad por saberlo, aclaró también que le extrañaba sobremanera cada vez que alguien entregaba una tarjeta de presentación donde estaba escrito, debajo del nombre, la palabra poeta o narrador. Se sorprendía aún más en las ocasiones en que aparecían escritas las dos al mismo tiempo. Uno de los acompañantes de la voz, que la misma voz aclaró se trataba de un poeta aunque no ostentara tarjetas de presentación, decía que Nietzsche había escrito que el Hombre es un híbrido entre árbol y fantasma. Al llegar a este punto de su escucha, el personaje de los libros comenzó a ver que un agua jabonosa se escurría a través del techo. Levantó la cabeza y notó que una parte del cielorraso no sólo estaba impregnada sino que comenzaban a caer ya algunas gotas al piso. Escuchó que la lavadora del piso superior seguía encendida pero producía sonidos a manera de estertores, que se confundían con lo que daba la impresión de tratarse de los gemidos de un ser humano. Puede que fuera producto de la imaginación del hombre de los libros, pero afirmó que mientras veía el agua jabonosa oyó cómo los ruidos que
producía la misma mujer que momentos antes había pedido que no le quitaran la vida, daban a entender algo así como que el más allá tiene la forma de un casino. De inmediato oyó caer un par de zapatos sobre el piso superior. Primero fue un golpe y otro después de unos segundos. El personaje recordó que descalzarse de ese modo era de buena educación. Una muestra de respeto hacia el vecino situado en el piso inferior. Primero un zapato, después el otro, y ya el vecino en ese momento podía dormir tranquilo. La voz en la radio, mientras tanto, mencionaba la palabra epifanía. Señaló que la acababa de sacar de cierto diccionario perdido, que el hombre de los libros estaba seguro de no haber recuperado jamás. De pronto, ya no era sólo agua lo que se apreciaba en el cielorraso. Las burbujas comenzaron a extenderse por el techo. Aquella espuma le recordó por unos instantes el perdido amor de Clarita, la mujer de la lavandería. Ese Nietzsche no tenía razón, pensó de inmediato. El hombre es mezcla de árbol y libro más bien. La ventana se abrió de golpe. ¿Quién sería esta vez? Estaba seguro de no haber recuperado ninguna primera edición de Nietzsche. No podía venir a pedirle cuentas. Se asomó y no vio a nadie en la calle. No se encontraba ni Alicia ni el personaje del abrigo con el color de los botones inapropiado. Pero por su calle pasó de pronto una familia a bordo de un automóvil Volkswagen. Al mismo tiempo, una señora con el peinado ostiones, bautizado de ese modo por su progenitora, apareció por la acera cargando un gato. Aquella mujer le hizo señas al auto para que se detuviera. Fue luego corriendo y preguntó si querían adoptarlo. Aquel animal le traía demasiados recuerdos de su marido. Su presencia era insoportable. Sobre todo cuando se metía a buscarlo debajo de la cama, lugar preferido del gato para esconderse. La familia del Volkswagen —después de que todos los miembros fueron consultados— lo aceptó. Le preguntaron primero a la mujer si al gato le gustaba el campo, porque estaban yendo de picnic y pronto saldrían a la carretera. La mujer no contestó pero les entregó el gato y dijo que se iba a vivir junto a su madre, una mujer
que no soportaba a los animales en general. El hombre de los libros cerró en ese momento la ventana. Miró hacia el techo, completamente seco, extrañamente sin manchas de humedad —quizá había imaginando la inundación— y se dirigió a la cocina a preparar un té. Para su sorpresa, cuando ingresó vio en el mostrador la taza ya servida. El dios de las cosas nimias, pensó. Dio de comer a su gato, quien estaba seguro nunca hubiera aceptado dar un paseo en Volkswagen por la carretera, y regresó a su habitación. Su magro librero seguía intacto. Allí se encontraban las tristes ediciones que su salario mínimo le permitía comprar. Con lo que ganaba no podía adquirir ni un radio y, menos aún, conseguir un guiño de Blanquita, ocupada como se encontraba en su trabajo y en el galán otoñal del abrigo que la esperaba todas las tardes. Intenté producir un milagro, pero creo que no lo logré. Un hecho que, como se sabe, ocurre cuando todo está preparado precisamente para que no suceda. ¿Lo habré conseguido? A lo largo de la historia tenemos incontables ejemplos de hechos semejantes. Que han sido llevados a cabo de manera tangible, concreta, y que a pesar de su supuesta materialidad son capaces de abrirnos la brecha de lo espiritual que vivimos de manera diaria sin que muchas veces seamos capaces de advertirlo. Abro la discusión a lo que verdaderamente deseo expresar, que no es, de ninguna manera, lo que acabo de escribir —con la intención de que sea publicado próximamente por la centenaria editorial Sexto Piso— sino lo que Theópihile de Wallensbourg desde la oscuridad de los tiempos nos intenta explicar. Advierto que no lo puede hacer de manera personal. Me tranquiliza cuando Theópihile de Wallensbourg me informa que si examino en detalle el catálogo de los últimos quince años de la editorial Sexto Piso, algo de esa verdad se me puede develar. Es inútil, por más que lo busco Theópihile de Wallensbourg no es uno de los autores presente en semejante bagaje. Sospecho entonces que se trata de un autor del futuro. Que es el autor augurio que la editorial Sexto Piso nos tiene preparado para los tiempos por venir. •
Reconstruir(nos) • Por donDani Nos habían robado la palabra Solidaridad pero, hombro a hombro, la vamos recuperando.
¿Y si lo intentamos ahora con las palabras Valor, Progreso, Desarrollo, Cultura, Ternura…?
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SPDISTRIBUCIONES Próximamente en librerías
Glissandos en el laboratorio global Por Carmen Pardo
Tadeusz Kantor como antídoto
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El 23 de agosto de 1967, en Lazy, una playa del Báltico a cuatro kilómetros de Osieki (Polonia), Kantor realiza el Happening panorámico del mar en colaboración con la Galería Foksal de Varsovia. El happening se divide en cuatro partes: El concierto del mar; La balsa de la Medusa; Embadurnamiento erótico y Agricultura sobre la arena. A este happening, que cuenta con una duración de aproximadamente dos horas, asisten unas 1600 personas, muchos de ellos turistas que pasan sus vacaciones en esa localidad. La primera parte, El concierto del mar, es sin duda la más conocida gracias a la fotografía de Eustachy Kossakowski. En ella vemos al director de esta peculiar orquesta dirigiendo el mar ante un auditorio compuesto por unos bañistas sentados en sus sillas en primera línea de mar. Contemplando esta poderosa imagen en nuestra época de narcisismo impenitente de omnipresentes selfies ¿quién no ha soñado alguna vez con verse a sí mismo de esa guisa dirigiendo las olas? Así, plácidamente frente al mar, ¡qué poder! Pero no hay que olvidar que el concierto del mar de Kantor cuenta con una partitura en la que se lee que «la presencia del mar debe imponerse por un movimiento, un ritmo y una textura sonora que no deben exceder las posibilidades de la percepción humana». El concierto, como si de un concierto tradicional se tratara, se divide en distintas partes: obertura, pausa general, fuga.... con fuoco, finale. Para el auditorio se han dispuesto centenares de sillas en filas. El orden de las sillas debe ser respetado y, si es preciso, deben ser ordenadas continuamente, de manera obsesiva, llega a escribir Kantor. El público expectante asiste a la llegada por barco del director. Vestido de negro y de etiqueta, como corresponde a la ocasión, sube
los mojados peldaños de una pequeña escalera que le conducen al podio que flota en el mar. De espaldas al público alza sus brazos y se inicia el concierto. Las olas, suponemos, imponen su movimiento, ritmo y textura sonora mientras los oyentes de las primeras filas sienten como se van hundiendo en la arena ya en el primer movimiento. Hasta aquí la placidez que transmite la famosa imagen de Kossakowski. No obstante, sabemos que la fotografía es algo así como un instante congelado, y que el concierto del mar prosigue. A un signo del director, entra una motocicleta que avanza a toda velocidad desde una punta de la playa hasta introducirse entre el público. Después entran otras tres motocicletas siguiendo el mismo proceder. El sonido de las motocicletas se mezcla con el sonido del mar. A otro signo del director, entra un gran tractor aportando su registro sonoro. En el horizonte aparece una lancha de salvamento marino que hace sonar una sirena. El director se gira hacia el público y, antes de abandonar su podio, arroja peces muertos y se despoja de sus ropas. El concierto ha terminado. Recordamos entonces que, más allá de la emblemática fotografía de Kossakowski, el concierto del mar forma parte de un happening y que, en tanto tal, es un acontecimiento, una catástrofe. Recordamos también que la catástrofe en el teatro es el desenlace final, precedido por la prótasis o planteamiento inicial y la epítasis o parte central. El concierto del mar de Kantor es sin embargo, una catástrofe que se sitúa en la frontera de lo no representativo, como esas olas que vienen a hundir las sillas y borrar sus huellas en cada vaivén. El concierto del mar de Kantor puede ser, por ello, un antídoto al sueño de todo melómano que, inevitablemente, un día acaba confesando que le hubiera gustado ser director de orquesta. •
Espacio negativo
Por Abraham Cruzvillegas
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l niño que observa quisiera reconocer su turbia identidad, ese espejo que nadie comprende, una vez a la semana se queda parado en la esquina esperando a que el camión de la basura se acerque a donde él está, sin moverse a donde se detuvo, a donde todo mundo lleva sus botes y sus bolsas de desperdicios, ese niño de zapatos Blasito desgastados en sus suelas, pero lustrosos como sea, peinado como el Benemérito de Las Américas, camina cotidianamente hasta su escuela en la colonia Atlántida, toma una combi donde se juntan avenida Miguel Ángel de Quevedo, El apóstol del árbol, con División del Norte, muy cerca de Ciudad Jardín, que lo lleva hasta el monumento a Álvaro Obregón, donde atraviesa el parque de La Bombilla, lugar del magnicidio del infame manco sonorense a manos de un caricaturista católico radical, que tuvo tiempo de trazar representaciones de las torturas infligidas por sus captores: colgado de los pulgares con hilos que lo harían cantar acerca de sus cómplices, de autores intelectuales, luego sería pasado por las armas en Lecumberri. El niño pasa revista a cada arteria, a cada vena del miembro en puño, conservado en sus jugos dentro de un pomo que se asienta como tótem, fetiche y espuria reliquia de una revolución que se imaginó que podía soñar que quería ser socialista, al menos como el que se saborea la mantequilla, cuando en realidad lo que quiere es queso Chilchota para su quesadilla, sin siquiera haber ordeñado, engordado, criado, cuidado, vaya: sin haber comprado la vaca. Abandona el megalomaníaco esperpento modernista de mármol que en su mejor destino devino mobiliario patinetero, cruza avenida de Los Insurgentes, y debajo del Sanborns
lo espera su silla de jefe, desde la que administra, vende, compra, hace llamadas y lee; a veces se para para ir a comprarse una coca, una torta, una pizza, a trapear, a limpiar la mercancía casi no, a cambiar un billete para dar cambio, para ir al baño a peinar la tortuguita. A través de aquella avenida lanza una bola hecha con bolsas de nylon, para que la cache su amigo Camilo, el niño que vende billetes de lotería afuera de su negocio, enfrente de las escaleras famosas del Sanborns, quien se la arroja de nuevo desde el gingko biloba, del lado del parque, junto al paradero de los peseros, ahí donde la suma de los sobacos huele áspero. Otra ruta, en la que el niño suele encontrar páginas sueltas de publicaciones pornográficas, concluye en donde asesinaron a un espiritualista que hipotéticamente abogaba por la supresión de la reelección y a su asistente, ambos de piochas e ideas curiosas; un militar traicionero, a quien se le atribuía cualquier cosa debido a su dipsomanía, los asesinó ahí donde ahora sigue en funciones el mercado de artesanías donde pasa tardes enteras ensoñando con imágenes procedentes de las entrepiernas —de los lustrosos calzones de bajo presupuesto— de las hermanas Colín, empleadas procedentes de Cuajimalpa que le torturaban subiendo sus microfaldas tejidas a ganchillo con estambre, dibujando con bolígrafo a través de los orificios de la filigrana sobre el muslo pequeños jeroglíficos manuscritos que querrían decir «pezón», «nalga», «pene» o de plano «panocha», y que en su preadolescente ignorancia no acaba de descifrar, pero que definitivamente lo prenden y le imprimen en el seso estampas imborrables. •
El último cuadro
de Poussin «L
a palabra “imitar” —como nos recuerda Kerényi— tiene un significado mucho más amplio para la Antigüedad que para nosotros. Es una identificación mítica, especialmente familiar para los antiguos, pero no desconocida para los tiempos modernos y, como fenómeno psíquico, posible en todo tiempo». Poussin «naturalized in antiquity», según la sintética expresión de Joshua Reynolds, ha mostrado esa posibilidad en la pintura, donde en aquello que ha sido llamado un «clásico espontáneo» desemboca tanto la imitación de la antigüedad como la de la naturaleza. Imaginemos que un día, en su estudio cercano al Pincio, en sus últimos años, padeciendo una enfermedad nerviosa que volvía incierta una mano antes firme, abre, como había hecho otras veces, Les images et tableaux de platte peinture, el Filóstrato de las Imágenes, traducido y comentado por Blaise de Vigenère, y que algo, en las páginas dedicadas al mito de Jacinto, pudo golpearlo. ¿Por qué Jacinto? ¿Era quizá la idea de un color que lo guiaba, o el indistinto animarse de figuras que, moviéndose como eidola en los bajorrelieves antiguos, no habían nunca cesado de polinizar su mente? Es por la miel de esas imágenes que nunca quiso abandonar Roma: su viva presencia surgía incluso en la escritura, porque no había duda de que se comportaban como las letras que forman las palabras, sobre todo aquellas compuestas para expresar los afectos. Felibien, después de una conversación con el maestro, se apresuró a anotar: «Hablando de la pintura dijo que, de la misma forma en que las veinticuatro letras del alfabeto sirven para formar nuestras palabras y expresar nuestros pensamientos, los lineamientos del cuerpo humano sirven para expresar las diversas pasiones del alma, y lograr así que aparezca afuera aquello que llevamos en el espíritu». El autor del volumen, un cabalista ex diplomático cansado de las tramas del poder, retirado en el campo para dedicarse al estudio,
Monica Ferrando 19
El último cuadro de quien había escrito: «yo, que hago profesión de las cosas mudas», comentadores contemporáneos como Bellori lo habían llamado Apolo enamorado de Dafne, percibiendo a la izquierda un Apolo tan avocado a mirar a la ninfa que lo desprecia, que no se da cuenta de que Mercurio osa despojarlo de sus armas y Cupido usa las suyas para volver imposible el amor correspondido.
había provisto de citas los cuadros descritos del antiguo sofista. El mito de Jacinto, con la metamorfosis en flor a partir de la sangre derramada por culpa de Céfiro, celoso del amor de Apolo por el joven y dispuesto a desviar la trayectoria del disco lanzado por el dios hacia el cráneo del muchacho, había inspirado a muchos autores antiguos. Entre los autores citados no falta Pausanias, que describe el altar de Apolo en Amiclas, en Laconia, donde la historia había tenido lugar: construido por Baticles de Magnesia y animado por una infinidad de figuras esculpidas, cada una envuelta en su propio mito y confundida entre las otras en una especie de tácito enjambre; en esta multitud aparece por sorpresa también la obra de un gran pintor, Nicia de Nicodemo. Y fue en este fragmento, donde los bajorrelieves parecen tomar vida a partir de sus propias historias, de la misma forma en que sucedía en los cuadros del viejo pintor, casi germinando de los eidola de los antiguos mármoles, donde quizá él se detuvo. Conocía bien las páginas de Plinio sobre la pintura antigua, donde escribe sobre Nicias: «diligentissime mulieres pinxit. Lumen et umbras custodiit atque ut eminerent e tabulis picturae maxime curavit. Opera eius…Hyacinthus…Nicia, de quo dicebat Praxiteles interrogatus, quae maxime opera sua probaret in marmoribus: quibus Nicias manum admovisset; tantum circumlitioni eius tribuebat». [es excelente pintando a las mujeres. Da la luz y las sombras, y las aplica a todo para dar relieve y realzar los cuadros. Son obras suyas… un Jacinto… Nicias, sobre quien Praxíteles, cuando le preguntaron cuál de sus mármoles le gustaba más, respondió: «Aquellos en los que Nicias ha puesto su mano», tanto estimaba su barniz]. Según Plinio, después de Praxíteles «cessavit deinde ars» [el arte desapareció]. Ese debía ser el elogio más grande concedido a un pintor de aquella generación. ¿Como no podría, el autor de Rebecca y Eliezer, donde el problema de los diversos tipos de belleza femenina había finalmente encontra-
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do un pensamiento figurativo capaz de darle cuerpo y, según Claude Levi-Strauss, tantos siglos después, de resolverlo, no sentirse llamado a ser de nuevo aquel que «diligentissime mulieres pinxit»? ¿Y no debía reflejarse en quien «lumen et umbras custodiit» el pintor al que todos reconocían una especial reflexión sobre ese aspecto crucial de la pintura, tanto que la imagen del frontispicio de la Vita de Bellori lo presenta precisamente con la inscripción: lumen et umbra? ¿Y en la historia de Jacinto a la que habría confiado las últimas energías de su mano, casi invocando las energías de la mano de Nicia? La obra a la que Poussin se preparaba a dar inicio, la última después de las cuatro estaciones pintadas para el duque de Richelieu, nunca habría de ser terminada. Bellori, que la vio nacer, comenta así su estado: «a esta composición le faltan las últimas pinceladas debido a la impotencia, y el temblor de la mano, y Nicolas no mucho tiempo antes de su muerte, se la dedicó al Señor Card. Camillo Massimi sabiendo que no podía reducirla a un mayor acabado, siendo por lo demás perfectísima». Frente al cuadro, hoy en el Louvre, iluminado mucho mejor que las Cuatro Estaciones por una luz natural, las horas de la contemplación se disuelven en un tiempo suspendido que, imperceptiblemente, se vuelve el mismo del cuadro. La tierra y el cielo no hacen más que abrazarse en los árboles —dos robles en los dos lados— y entrelazarse en el monte y en la breve franja azul del lago que, en el punto medio, la cándida espalda de un ternero intercepta. La tierra es la contemplación de sí misma en el cielo: una manada que parece impulsada por el viento, figuras dispersas, algunas sobre los árboles; y el cielo lo es de la tierra: nubes se persiguen en un azul manchado como la piedra. Una gran piedra a la derecha rima con una piedra a la izquierda en la lejanía: en medio hay como un vacío, un «círculo mágico» que las figuras rozan o que, por el contrario, las retiene en un umbral que es también el umbral de quien custodia. ¿Quiénes son? Si todavía las conociéramos, podríamos llamarlas ninfas Dríades, figuras de la divinidad de la tierra y de los árboles; si todavía supiéramos cómo están hechos los dioses, podríamos reconocer a la izquierda a un dios sentado sobre una piedra, la lira abandonada así como el contenido de la aljaba: para la alegría de otro dios, ladrón y sonriente y con un casco alado: un niño desnudo juega a lanzar una flecha inexistente desde un arco invisible. Desde el roble, una ninfa de amarillo sol está junto a otra vestida como el lago en la lejanía, del que parece continuar, con su velo, las aguas. La guirlanda de ninfas se deshace a la derecha, hasta rodear a un viejo con aspecto de sabio de antiguo río, abrazado a una de ellas, hasta el punto en que no se logra distinguir, mucho más lejana, a una figura volteada, acostada suavemente sobre el terreno rocoso, y tres que la rodean, mientras la manada asiste indiferente y beata. En el aire que el tiempo del cuadro aprisiona advertimos el perfume de la tierra emanado de los cuerpos de ocre rosa, sombra natural, Siena quemada: tal vez estamos en Arcadia y el lago que se ve es el lago de Feneo, y el monte azul es el monte Cilene, o tal vez en el campo al norte de Roma y aquél es
«Apolo enamorado de Dafne», Nicolas Poussin, 1664
el lago de Martignano con los montes Sabatini en el fondo: con respecto a nuestro mundo estamos en otra parte; y también el pintor, cuando pintaba, lo estaba con respecto al suyo. ¿Cómo había llegado ahí? ¿Y por qué buscaba asilo precisamente en la naturaleza salvaje? El último cuadro de quien había escrito: «yo, que hago profesión de las cosas mudas», comentadores contemporáneos como Bellori lo habían llamado Apolo enamorado de Dafne, percibiendo a la izquierda un Apolo tan avocado a mirar a la ninfa que lo desprecia, que no se da cuenta de que Mercurio osa despojarlo de sus armas y Cupido usa las suyas para volver imposible el amor correspondido. Comentadores sucesivos han individuado en Jacinto la figura volteada y en la tristeza de Apolo el arrepentimiento por el irreparable error. Comentadores recientes han, por el contrario, reconocido al Apolo Nomios, el Apolo de los campos y de las leyes del canto, y en la figura recostada no sólo al Leucipo enamorado de Dafne, castigado a muerte por las ninfas ya que intentó disfrazarse de mujer para acercarse a su enamorada, sino también al Dafnis de la V Égloga: «Daphnis ego in silvis» [Yo, Dafnis, en las selvas conocido]: es verdad, la solemne armonía que ahora circunda aquel cuerpo es la respuesta a quien había dicho que la Arcadia, ofendida por la muerte, debía oscurecerse por siempre. Escribe Maurice Denis que en Poussin, como en los clásicos, a diferencia de los modernos, estilo y naturaleza nunca se oponen: «todas las obras maestras clásicas son, al mismo tiempo, idealmente bellas y colmadas de lo natural». También en Arcadia la ley no se opone a la naturaleza, pero tampoco se identifica con ella para volverse «ley natural»: entre la ley y la naturaleza, existe el canto de Dafnis «hinc usque ad sidera notus» [Alcé a los astros desde aquí mi fama]. El vacío central del cuadro, espacio «encantado», es ese canto: tensas como las cuerdas de una lira que ninguna mano toca y flechas invisibles entre los dedos de un niño que juega, las figuras se dejan modular por una voz que suavemente las atraviesa. Y fue para volverse la resonancia de esta extrema, mesiánica forma de redención, concedida a lo humano por la sola physis, que Poussin había transportado, una pincelada tras otra, su alma hasta la Arcadia. Y es aquí que la encontramos, suspendida entre el arrepentimiento y el placer de un canto imprevisible: «no soy como aquellos que, al cantar, tienen siempre el mismo tono»; liberado de la ley del tiempo porque, como un filósofo querido por él, no gustaba demostrar nada: «Yo no enseño nada, yo cuento». • Traducción de Ernesto Kavi
Contribución a la historia universal de la ignominia
Es increíble la manera en la que se está golpeando a la familia hoy en películas, en televisión, en periódicos, y la verdad es que es a veces un bombardeo. Tú pasas por el Periférico de México, y ves anuncios espectaculares de dos hombres apareándose. ¿Qué tiene que ver tu hijo a dos güeyes ahí, echando pasión? Hay perro y perra, no hay perrín. Hay toro y vaca, no hay torete. Hay tonina y hay tiburón, no hay tiburcio. Esa ideología de género, es en la que no tenemos que creer como en una certeza. La certeza es muy básica: ustedes son hombres, ustedes son mujeres. No se dejen guiar por modas. Hay que respetar los valores elementales. Los valores fundamentales. La naturaleza humana. No estar creyendo y jugándole a hacer al refri y a jugar a echarse chetos y helado. ¿Cada quién lo quiere hacer? Sí, pero no querer concientizar a los demás de que el tema es distinto a como es la verdadera, única y real naturaleza humana. Esteban Arce, en su intervención durante el Congreso Universitario Coparmex, llevado a cabo en San Luis Potosí, donde impartió la conferencia «Valores, familia y libertad de expresión».
Ahora tenemos a negros y blancos peleando, rojos y amarillos peleando, demócratas y republicanos peleando, hombres y mujeres peleando. ¿Qué va a unirnos? ¿Qué va a volver a acercarnos? ¿Un presidente? ¿Un Congreso? No. Tendrá que ser Dios. Roy Moore, candidato republicano al Senado de los Estados Unidos, que recién ganó la primaria de su partido para competir en Alabama por un escaño en la próxima elección legislativa.
Incluso en México las revoluciones han resultado mortíferas y al final incapaces de construir un mejor país. La Guerra de Independencia produjo entre 250 mil y 500 mil muertes, pero además ocasionó una recesión económica que duró medio siglo. La Revolución Mexicana mató a un millón por guerra y enfermedad, retrasó por lo menos una década el desarrollo del país y se saldó con el surgimiento de un régimen de partido único que retrasó durante décadas la adopción de la democracia. Sergio Sarmiento, en un fragmento de su columna «Demoler el gobierno», publicada el pasado 26 de septiembre en Reforma, donde al parecer lamenta que se haya producido tanto la Guerra de Independencia como la Revolución Mexicana, con lo cual seguramente preferiría que continuáramos viviendo o bajo un régimen colonial, o bajo el régimen porfirista.
Aquí estoy. Muy despeinada, muy mal arreglada, muy fea, y no me importa nada, lo que me importa ahorita es ayudar a la gente. Y yo sé que ustedes quieren que cante, yo sé que ustedes me quieren ver haciendo conciertos y estando cerca de ustedes, pero de verdad eso ahorita, no importa. Anahí, esposa del gobernador de Chiapas, Manuel Velasco, en un video grabado y hecho público por ella misma, donde detalla el nivel de sacrificio que estuvo dispuesta a alcanzar con tal de ayudar a los damnificados chiapanecos por el sismo del pasado 7 de septiembre.
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El desollamiento
de Marsias Giorgio Agamben
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ue El desollamiento de Marsias en la pinacoteca del castillo de Krameriz, probablemente una de las últimas telas pintadas por Tiziano, presente características del todo excepcionales, ya ha sido señalado por los estudiosos. No se trata, sin embargo, sólo de la elección iconográfica que, a pesar de provenir de un dibujo de Giulio Romano, innova tanto respecto a éste como a la tradición precedente. De inmediato es evidente que Tiziano, a través de una serie de significados particulares, no ha querido representar, como lo había hecho otras veces, sólo un episodio de la mitología griega, sino algo que lo incumbía en primera persona y de forma tan íntima, que el espectador se siente llamado a la meditación, como si se encontrase frente a una imagen sagrada o a una especie de testamento espiritual, semejante a la Piedad que, quizá en el mismo periodo, el maestro pintaba para su propia tumba en Santa María Gloriosa dei Frari. Como hizo ahí, representándose a sí mismo como un viejo semidesnudo prostrado frente a la Virgen, Tiziano insertó en El desollamiento su propio autorretrato bajo el personaje de Midas que, mientras en el dibujo de Giulio Romano se cubre los ojos, aquí contempla absorto la masacre sangrienta en la postura saturnina del melancólico –esa misma que, según la tradición aristotélica tan conocida en el Renacimiento, caracteriza a «aquellos que se han distinguido en la filosofía, en la poesía y en las artes» (Probl. xxx). Aún más sorprendente es el rostro de Marsias que no sólo, como ya ha sido observado, no expresa dolor, sino «una mezcla de espanto, incredulidad y resignación» y, con una selección iconográfica que incrementa el efecto de interpelación, mantiene fija la mirada en los ojos del espectador. Con respecto a estos dos personajes, el Apolo muchacho, coronado de laurel, parece concentrado
en su cruel operación que, junto a su ayudante, con el cuidado indiferente de un carnicero desuella según las reglas del oficio a su animal. No es sólo por su ferocidad que la escena parece inmersa en una atmósfera inhumana: vistosamente no humano y feroz es, ante todo, Marsias, que exhibe colgadas sus largas patas caprinas, recubiertas de un manto de pelo revuelto que marca una sombra oscura casi al centro del cuadro –y, con él, el sátiro cornudo que sostiene en la mano derecha un cubo de madera, no se sabe si para ayudar, si contiene, como parece, agua para el mártir, o si está destinado, sin piedad, a lavar y a recoger la sangre; pero la inhumanidad está testimoniada también a través de los dos perros, el pequeño y blanco en primer plano, que lame ávidamente el líquido que se surge de las heridas de Marsias, y el otro, más grande, que muestra los colmillos junto a un sátiro muchacho que recuerda singularmente al Niño con perros del museo de Rotterdam. A esta atmósfera feroz o no humana corresponde la textura insistente y angustiante del color, donde las tierras del ocre apagado se vuelcan al café y al siena quemado, y el azul del cielo apenas aparece. Es en este espectáculo atroz, oscuramente suspendido entre lo humano y lo animal, que Tiziano está meditando sobre algo que inexorablemente lo concierne, casi como si, llegado ya al extremo de
Como Dante transfirió el significado del episodio de la música a la poesía, así Tiziano lo desplazó de la poesía a la pintura. La inspiración que persigue para su último trabajo se sitúa en una zona oscura y dolorosa, entre lo inhumano y lo humano, y entre lo animal y lo divino.
arrojó porque al tocarla le deformaba el rostro; «pero —agrega inmediatamente— es más verosímil que fuese porque ser educado en la flauta no sirve para la inteligencia, mientras que nosotros atribuimos a Atenea las ciencias y las artes» (ibid, 1341b, 1-9). En cuestión, en la batalla entre Apolo y Marsias, está la superioridad del logos sobre la música instrumental, y de la racionalidad apolínea sobre la orgía sobrehumana del sátiro. ¿De qué forma pudo Tiziano haber alcanzado una interpretación del mito que no sólo, como se ha sugerido, parezca tomar partido por el sátiro tan ferozmente castigado sino que, desarrollando de forma originalísima la tradición aristotélica recogida por Diódoro, sitúe la experiencia más íntima del artista en un conflicto entre la dimensión luminosa del lenguaje divino y aquella más oscura y animal del sátiro desollado? Entre el 1502 —año en que Bembo publica con Aldo la Commedia— y el 1568 se imprimen en Venecia, en vida de Tiziano, siete ediciones del poema de Dante (entre las cuales, en 1544, una ilustrada por valiosas xilografías realizadas por Francesco Marcolini). Justo al inicio del Paraíso, al momento de afrontar «el último trabajo», Dante, invocando la inspiración de Apolo, cita inesperadamente el desollamiento de Marsias (I, 13-21):
«El desollamiento de Marsias», Tiziano, 1575-76
su obra, ésta le apareciera —como le apareció algunos años antes a Michelangelo / San Bartolomé que sostiene su piel en el Juicio universal— como un misterio cruento, que implicaba un ser colgado de cabeza y desollado vivo, trozo a trozo, atrozmente. En la tradición iconográfica del suplicio de Marsias, como en las fuentes antiguas que lo describen, no hay nada que autorice semejante interpretación. El sátiro es castigado por su hybris, que lo llevó a desafiar a Apolo a una batalla musical en la que no podía más que sucumbir. Es verdad que en algunas versiones (en la Biblioteca de Apolodoro y en las Fábulas de Higinio), Apolo, para vencer, debe recurrir a astucias (verdaderos embustes, según Luciano), tocando la cítara al revés e invitando a Marsias a hacer lo mismo, algo evidentemente imposible, desde el momento en que su instrumento es, según la tradición que va desde el bajorrelieve de Praxíteles en el Museo Nacional de Atenas, hasta el cuadro de Bonifacio Veronese en la Academia de Venecia, el aulos, una especie de doble flauta de pico (en el cuadro de Tiziano el instrumento es, en cambio, una flauta con siete cañas, que pende del mismo árbol donde está sujeto el músico). En Diódoro Siculo (III, 59) el estratagema al que recorre Apolo para derrotar al sátiro que lo está venciendo es otro: acompaña la cítara con el canto y cuando Marsias protesta, objetando que la batalla era «de arte no de voz» (artis at non vocis), él responde que no ha usado nada más de cuanto el adversario ha hecho «soplando en la flauta» (cum tibias inflasset). Un pasaje de la Política de Aristóteles es, desde esta perspectiva, instructivo. Aristóteles que, como todos los autores antiguos, está convencido del significado político de la educación musical, después de haber afirmado que «no se debería usar en la educación las flautas ni otros instrumentos técnicos, como la cítara u otros semejantes», precisa sin embargo que «la flauta no expresa las cualidades morales, sino que es sobre todo orgiástico» y que eso es particularmente inadecuado para la educación, porque tocarla «impide el uso de la palabra» (kolyein to lgo chresthai ten aulesin – Pol. 1341a, 16-24). Pocas líneas después, Aristóteles refiere la antigua leyenda sobre el origen de la flauta, según la cual, Atenea, que la había inventado, la
¡Oh buen Apolo!, al último trabajo hazme ser de tu valor tal vaso como exiges para dar el laurel amado. Hasta aquí una cumbre del Parnaso asaz me fue; mas ahora con ambas me es preciso entrar en la faltante arena. Entra en mi pecho e inspira tal aliento como cuando de Marsias arrancaste de los miembros la piel.
De cualquier forma en que se quiera interpretar la invocación dantesca, es verdad que el desollamiento de Marsias es aquí una metáfora de la inspiración. Frente a la dificultad de su tarea (ha visto cosas «que volver a decir / ni sabe ni puede aquel que del cielo desciende», ibid, 4-5), el poeta pide al Dios ser extraído de sí mismo en un excessus mentis, así como Marsias fue arrancado de la «piel sus miembros» (la obvia implicación es que la experiencia será para él tan dolorosa como un desollamiento). Aun si los estudiosos de la iconología están dispuestos a indagar, para las interpretaciones de los cuadros, textos insólitos y raros, podemos presumir con razonable verosimilitud que Tiziano, en sus lecturas de la Commedia, fue golpeado por ese pasaje, y que de ahí tomó la idea de hacer del desollamiento del sátiro la alegoría de la abismal dificultad de la inspiración del pintor. Como Dante transfirió el significado del episodio de la música a la poesía, así Tiziano lo desplazó de la poesía a la pintura. La inspiración que persigue para su último trabajo se sitúa en una zona oscura y dolorosa, entre lo inhumano y lo humano, y entre lo animal y lo divino. El cuerpo que, ya viejo, contempla mientras es, con razón o equivocadamente, desollado vivo, es, de alguna forma, el suyo propio, aunque más joven y cercano a la naturaleza perdida. En cualquier caso, contra Apolo y de otra forma que en Dante, lo que aquí ocurre no puede ser expresado en palabras. Ovidio, en su descripción del suplicio de Marsias, había puesto el acento sobre el lamento: «¿Por qué me desuellan? —pregunta—, ¡ah, me lamento —gritaba—, la flauta no vale tanto! Y, a pesar de sus lamentos, la piel le era arrancada de las articulaciones y tan sólo era una única llaga» (Met. VI, 382-400). Es este lamento –no la música divina, no la palabra humana– que Midas escucha con sus orejas de asno; es este débil, incesante, ilegible lamento del que trata la última pintura de Tiziano. • Traducción de Ernesto Kavi
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Muslámenes. Novela por entregas Por Daniel Saldaña París
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e pasado cuatro días en un hotel en medio de ningún sitio. El mesero de la estación de servicio me dijo que aquí podía hospedarme por un precio decente. La puerta de mi habitación está despostillada cerca del pasador, como si la hubieran abierto de una patada. Supongo que la abrieron de una patada. La diminuta televisión tiene pocos, muy pocos canales. En uno de ellos transmiten un programa sobre los peores asesinos seriales de la historia de Canadá. De entre ellos, la historia del líder de una secta es el que permanece en mi memoria de un modo más nocivo e indeleble. Empezó como una cofradía jipi. Un quebequense afincado en el norte de Ontario que juntó un grupo de gente harto de las decepciones de la vida moderna, en los años setenta, y se los llevó al bosque. Fundaron un pueblo precario en las faldas de una montaña y se hicieron llamar los Niños del Hormiguero. Empezaron siendo pocos, pero esos pocos atrajeron nuevos miembros, hasta que un grupo considerable se juntó bajo el mando psicópata de Moïse Theriault. El líder preñó a cuantas mujeres pudo dentro del grupo y se declaró esposo de todas ellas unilateralmente. Nacieron hijos de dudosa paternidad y se abusó sexualmente de ellos. El líder tuvo sueños difusos que interpretó de la manera más brutal posible, forzando a sus muchos hijos a trabajar jornadas inhumanas en el gélido invierno canadiense. Se decretó la inminencia de un fin del mundo, pero el paso del tiempo traicionó la fecha y el líder se vio obligado a reajustar su teología. Ante las dudas surgidas entre los devotos, se hizo necesario imponer castigos. La crueldad de éstos fue aumentando vertiginosamente con el paso del tiempo. Según el documental, profundamente amarillista, Theriault operaba a sus fieles con cuchillos de cocina, se orinaba en sus intestinos expuestos, forzaba a un puñado de esposas a cometer actos irrepetibles contra sus propios hijos. Murieron personas trepanadas y personas expuestas al frío. Hubo niños que nunca aprendieron a hablar pero
Odunacam • Por Liniers
que le rezaban a su padre, el líder, para que no tuviera la ocurrencia de extraerles un riñón y clavarlo en una estaca. El documental abunda en detalles truculentos que ni siquiera yo, propenso al dato mórbido, aguanto realmente. Apago la tele y vomito en la regadera. Podría haberlo hecho en el escusado, pero me parece que la circunstancia requiere de mí cierto dramatismo. Salgo del cuarto de hotel y camino por la calle. No se puede decir que aquello sea siquiera un triste pueblo; más bien es un puñado de casas que parecen haber brotado alrededor de un cementerio, como los hongos que crecen pegados a los árboles putrefactos. Hay también un garaje de tractores y una tienda de ultramarinos donde casi todo caducó en agosto de 2014. Me pregunto si esa fecha tiene un significado especial para los locales. Tras un breve deambular me encuentro con un bar de carretera. Hay una máquina tragamonedas con temática de Rocky, el boxeador encarnado por Stallone. Frente a la máquina, una viejita con una gorra de béisbol demasiado grande parece hipnotizada por las titilantes luces. Cada tanto inserta una moneda y mira las tetillas de Stallone encenderse. Pienso que no debería pedir un trago, porque éste es el tipo de contexto en el que pedir un trago podría ser el comienzo de una bella amistad con la pinche muerte, pero pido un trago. A las 18:18 me despido de la mesera y vuelvo caminando a mi cuarto de hotel, donde nada ha cambiado. La tele, encendida como la dejé, retransmite el programa sobre los asesinos canadienses, o tal vez es una segunda parte. Ahora hablan de un caníbal que ponía anuncios en Craigslist para filmar películas porno. Las recreaciones dramatizadas del documental parecen filmadas en un set de comedia romántica, lo cual me parece hermoso —a su manera. •
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Trance Para LJ, sol de media noche.
Diego Rabasa
Óyeme con los ojos. Sor Juana Inés de la Cruz
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enía de donde qué, un rumor, una inercia, quién o qué, si algo. De allá donde no vayas porque no se sabe. Allá, mira, ahí donde se forja el cruce, donde se trenza el gozne, no vayas, era la mentada consigna. En la encrucijada había una estructura inconclusa. Un gesto tronchado. Verticales obtusas de cemento rugoso que sostenían una plataforma que nunca nada proyectó. Una especie de síntesis de la perversa promesa, de la ancestral suma de nada. Venía de allí. Con mirada tuerta, torcida de: hasta donde tope. Saciado de sed, no pudo, no podía más y se puso en marcha. Los charcos reflejaban luces inestables. Apenas antes, antes antes, después de la modorra, sonó el claxon. Así, reconocible hasta para un sordo, la contraseña que lo encomendaba al jale. Qué pues. Qué pues padre. Pa donde o qué. Ya nada que. Dale que traje. ¿Lo mismo? Lo mismo. ¿Ahí mero? Ahí mero. Palma puño y taladro de desconfianza. Pero allí algo, un algo punzante en el vientre derecha e izquierda del esternón, algo que no. Subió a su estancia y quitó el mosaico al pie de la cama y guardó la encomienda y volvió a poner y sobre el colchón sumió su cabeza entre las manos, codos acodados, meditó. Puta madre, pero si para dónde y cómo. Gravitó en una nube de pasado. Una especie de líquido denso que reflejaba una gramática inaudible. No oía nada porque un ruido, brumoso y sordo lo adormecía y lo empujaba lejos de la visión que, no obstante, le impregnaba el iris de una pátina que le daba curso a su entorno. De vuelta a la noche, luces encendidas procrastinaban el fin de la jornada aquí y abajo en el perímetro de la ladera escarpada. Qué verá esa luz. El ojo de su mente obsedido en todo menos en sí, menos en su paso, en su pisada acharcada que seguía el trasiego del cemento en pilas, no veía más allá del rencor en que se regodeaba su miopía. Descendiendo sobre la loma, la ciudad parecía una tizna pendiente. Una miriada de agonías. O eran quizás sus propias cenizas, promiscuas, perseverantes.
Al entrar en la ciudad, lo primero que pensó fue en el ruido. Se cubrió la cabeza con el gorro de su chamarra y se puso una mano sobre el oído izquierdo y entonces escuchó sin mediadores: escuchó el estar del ruido, su irrenunciable marca sobre cada cosa, cada idea, estaba ahí como un manto de aire sobre cualquier forma insurrecta, ahí estaba, pronunciando esa sílaba única, el zumbido.
Llegó a una encrucijada, a sus costados, frente y detrás, el vacío templado, un carcinoma de carencias que se empalmaba rasgando el tiempo con un desesperado afán de permanencia. Sobre la retina se posó un tono azul verdoso, el recuerdo de una flama que histérica se tragó el oxígeno sobre su mirada de niño. En su mano derecha aún el tambo goteante de gasolina. La casa de Esau crepitaba ahogando los gritos en su interior. Él, Jacinto, origen y cauce de la combustión. Esau lo había incuriado, lo había incuriado mal y la incuria le hizo nido, le socavó la posición. Tienes que huirte, que esperar el tiempo, le dijo Ramiro en aquel entonces. Del escondite los pesos, del cajón el rosario, las dos manos de su hermano sobre el rostro y la silenciosa encomienda. Pártele. Y partió. Tienes que huir, volvió a escuchar a través de la difusa voz de la memoria, y recordó cómo fue que a huir se puso, hasta que llegó ahí y se dijo, No más. Paralizado, siguió sobre la reversa de sus pasos, de aquel día, de aquella noche, de la fuga.
Fotografía de Santiago Arau
Entonces había salido de Chalco con la noche aún sobre su cabeza. Encima se tendía un azul oscuro de cuyo vaho comenzaba a soltarse la penumbra. A la altura de sus ojos, frente a sí, se trenzaban la pugna de tonos incandescentes, la inminente alza de las obligaciones, mientras que a sus espaldas se atisbaba la noche plena sobre el techo de sueños anónimos. Al entrar en la ciudad, lo primero que pensó fue en el ruido. Se cubrió la cabeza con el gorro de su chamarra y se puso una mano sobre el oído izquierdo y entonces escuchó sin mediadores: escuchó el estar del ruido, su irrenunciable marca sobre cada cosa, cada idea, estaba ahí como un manto de aire sobre cualquier forma insurrecta, ahí estaba, pronunciando esa sílaba única, el zumbido. Pero de vuelta a la encrucijada sopesó el zumbido sin atender, ya atento pero ciego. Estaba, ahí, ausente, como todo lo que habita el margen de él, de su mirada. Y calibró el tiempo transcurrido a través de su presencia creciente, la del zumbido, intrusiva, taladro grave de aguijón agudo. El futuro siempre detrás de él, no alcanzaba a darle forma al anhelo. Sordo de enfado, Jacinto merodeaba el crepitar de su memoria como el desinteresado espectador de una pelea de perros callejeros. Detenido en la encrucijada, sintió sus extremidades como las de un cuerpo ajeno, sin potestad para decir, Basta. Miró hacia donde los caminos llevaban suelos contrahechos. Una opción llevaba al estanque. Ahí, zancudos en fértil zafia, se regodeaba en las costumbres, en la lápida que acumulaba el, Cómo si no: capas y capas y capas de sinos calcinados. Más fuerte, menos dócil, se cernía sobre su voluntad una mezcla de complicidad y sometimiento. La senda por ahí, por allá, era la de los pasos, una senda que le enterraba la respiración en histriónico movimiento de las fosas.
Esa, la otra, se parecía siempre tanto a lo que qué, pues, al fin, intuía, la idea del progreso era una necedad malograda que provenía de la pereza y la autocomplacencia. Y es que la otra, la dejada, sólo tenía como ventaja que no era esta, que por elegida, era contemplada y exigida bajo el deber de la debida. No quería decidir desde la alteridad obvia, pero el magnetismo de todo lo que, No es esto, le imprimía una posibilidad del, Será, que talaba el absurdo en privilegio de la persuasión. Vuelta al ahora que nunca es ya, rebotaba su cráneo sobre el vidrio rumbo a la ciudad interrumpiendo el trance, decisión manifiesta, opción decantada. Fue para donde hizo e hizo lo que fue por donde anduvo. Qué más. No obstante, tiempo detenido, volvía al embrujo de la encrucijada. Por qué sí o por qué no, lo insomniaba, más allá de la intrínseca esterilidad de la guarida incontrovertible de la fantasía. No tenía santo ni encomienda. Suelto ante la zarza, desde morro, calibró la rabia que ocupa el prevalecer. En su interior reverberaban los gestos que conchababan su capacidad de vínculo y los veía, valoraba y se aferraba a ellos en un desesperado silencio que ejercía con denuedo. En su infatigable dudar, se agredía a través de la molesta vocación tan irremediable de su entorno. Todo, tanto, lo subyugaba. Pero al haberse huido, comprendía, cortocircuitaba, volviendo humo, la inercia en la que, hasta entonces, creía su yo. Como un eco fantasmagórico, fluían encomiendas, ofrecimientos, en la bocina del autobús. Pronto… les pedimos… a su llegada… esperamos que. Sobre el asiento amplio y con olor a limpiador urinal tenso en su olfato, descuidó con afán. Nada pero algo que no es aquello, rezó. Al percutir su inercia, el vehículo lo depositó en el fin de la encrucijada. En el comienzo de su definitivo partir. •
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Psycho Killer
Por Carlos Velázquez
Wilco en el chuco I. Un acto de telekinesis
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Cualquiera que haya visto el documental Ashes of American Flags conoce la afición de Pat Sansone por la fotografía. Ciudad que visita Wilco él la recorre a capturas. Sin embargo, las probabilidades de topármelo en las calles de El Paso se antojaban remotas. Podría haberme plantado afuera del hotel donde se hospedaba la banda. Pero no soy partidario de esa clase de acoso. Crucé la frontera a pie. En menos de lo que dura una canción de los Ramones. La fila era inexistente: un milagro de Trump. He atravesado tantas ocasiones el puente Santa Fe que la migra ya ni me pela. Mi compa la Peineta me acompañaba. Nos encaminamos hacia la que se ha convertido en mi base de operaciones en El Paso, The Tap, por una Michelob Amber Bock de barril. La población del local la conforma casi puro barfly. Desde que había comprado mi boleto no había hecho otra cosa que invertir mi tiempo en escuchar a Wilco. Más de dos meses de invocación hicieron posible que uno de sus miembros se materializara. Tomamos la calle San Antonio y la Peineta lo divisó. Allí va uno de Wilco, me advirtió. Víctima de la incredulidad, lo ignoré. En el momento en que cambiamos
de acera él hizo lo mismo. Ingresamos en el bar, pedí una cerveza y me la sirvieron. Entonces lo vi. Estaba tomándole fotos a la fachada de The Tap. Nada pierdo con cerciorarme, pensé. Me levanté y salí a la calle. Pasé a su lado pero no lo reconocí. Cuatro pasos después di media vuelta. Se había quitado el sombrero para contestar una llamada. You are Pat Sansone, le dije. Yes, respondió con serenidad. Look, le dije presumiéndole el tatuaje que tengo de Wilco en el antebrazo izquierdo. Hizo un gran ooh y sonrió. Can I take a picture with you, le pregunté. Sure, sure. Regresé al bar por mi iPhone y le dije a la Peineta que tenía razón. Afuera estaba Pat Sansone. Salimos y nos tomamos fotos con él. Exudaba amabilidad. Nos preguntó si éramos de El Paso. Le respondimos que habíamos venido del otro lado de la frontera. Contó que su esposa era de El Paso. Y que había salido a caminar. Wait, le dije. Volví al bar una vez más. Por un ejemplar de mi libro para regalárselo. Me pidió que se lo autografiara. Tuve que retachar al bar otra vez por una pluma. Luego le pasó a la Peineta su celular para que nos tomara una foto. Yo me encontraba en shock. Wilco es mi banda favorita de los últimos tiempos. Después desapareció como una exhalación. Y yo me quedé con la pregunta crucial en la cámara del revólver. Cuándo va a dar Wilco, cuándo, un concierto en México.
II. Un acto de telepatía Si existe una gira ambiciosa para Wilco, es ésta. Si presentarse en El Paso era arriesgado, que lo hicieran al día siguiente en Marfa, un pueblo a tres horas de distancia, era un disparate. Nos internamos en el teatro Abraham Chávez poquito pedos. Antecedentes me sobraban, Kicking Television, el doble en
Ilustración de José Hernández
directo de la banda, más cientos de horas que he invertido en verlos en vivo en videos de Youtube. Sin embargo, esto no te prepara para un concierto de Wilco. No sabía qué esperar. Schmilco, el disco más reciente, es un disco de vena más acústica y más folk incluso que Sky Blue Sky. Esto no significa que no sea un discazo, pero sí se extraña la lira de Nels Cline. Pero para nuestra fortuna Wilco salió a partir madres. «Via Chicago» dio una pista de lo que nos esperaba, con esa deconstrucción sonora en medio de la rola. Cuatro canciones después, «Art of Almost» fue el pretexto para que Nels se luciera como nos tiene acostumbrados. Pero el highlight de la noche se presentó con «Pickeld Ginger» de Star Wars. Mi rola favorita de la última etapa de la banda. Una canción que no esperé que tocaran, aunque había asistido con el anhelo secreto de escucharla esa noche. Había orado en silencio dos meses porque esto ocurriera. A partir de este punto la noche fue puro guitarreo portentoso. «Handshake Drugs», «Impossible Germany», «Theologians». Por supuesto que tocaron el himno de mi generación: «Jesus, Etc.». Pero si algo quedó claro aquella noche es que la nostalgia ha pasado de moda. Los fans de Wilco han crecido con la banda y en el camino han elegido otras melodías como nuevos clásicos. El teatro estaba a menos del cincuenta por ciento, pero Jeff Tweedy no se cansó de elogiarnos. You are a magnificent audience. Veinte rolas después dejaron el escenario. Volvieron para un encore de cuatro piezas que finalizó con diez minutos de noise con «Spiders». Y regresaron para un segundo encore de dos canciones. En total, veintiséis ejemplos de su fina discografía. Nuestros lugares estaban en la fila A. Así que no me quedé con ganas de gritarle a Tweedy que lo habíamos esperado por largo tiempo. For who?, preguntó. For you, respondí, me miró y dijo ah, con su peculiar sentido del humor. Lo que terminó de redondear mi noche. La visita de Wilco a El Paso fue un experimento. En otra plaza habrían abarrotado. Aplaudo su humildad y que dejaran todo en el escenario. Ojalá en la siguiente gira se dejen lamer otra vez por el Río Bravo. •
SEXTO PISO TIMES
NOTICIAS QUE DE TAN FALSAS… PODRÍAN SER VERDADERAS • OCTUBRE DE 2017
Bono aspirará a la presidencia de México Así como Trump tiene un teléfono rojo para comunicarse con el departamento de defensa, los mandatarios más importantes del orbe cuentan con una línea directa que los comunica con Bono. Por supuesto en nuestro país el depositario de esa confianza es Carlos Slim. La primera acción tomada por Enrique Peña Nieto ante el terremoto que sacudió a la cdmx fue solicitarle al mexicano más rico del mundo que activara la Bono Señal. En la conferencia entre la mayor estrella humanitaria en la historia del planeta y el paladín que anunció que por cada peso donado a los damnificados él regalaría cinco, acordaron una cita durante la visita de U2 a la cdmx durante la gira del Joshua Tree. El encuentro se concretó el 2 de octubre, no se olvida, en el Museo Soumaya. La foto que da fe de la reunión, los envidiosos dirán que es Photoshop, se expandió por las redes sociales a una velocidad superior a la que obtuvo la noticia de la niña Frida Sofía. El cantante anunció que donaría lo recaudado de sus dos presentaciones en el Foro Sol para construir refugios de emergencia para los damnificados. Fuentes allegadas a esta publicación revelan que la presente gira de U2 en nuestro país ha sido un fracaso. Baste de ejemplo que todavía había a la venta boletos para la segunda fecha a cinco minutos de llevarse a cabo el concierto. Por lo que la ayuda de U2 no alcanzaría ni siquiera para comprarles impermeables a dos delegaciones. Pero una oportunidad así a U2 no se les escapa. Como no se les escapó colgarse del atentado ocurrido a la banda Eagles of the Death Metal en 2015. Mientras la banda tocaba en la sala de conciertos Bataclán un comando terrorista irrumpió y mató a 89 personas. Para colgarse una estrella más, los irlandeses invitaron a los angelinos a tocar en la presentación que ellos hicieron en París después de la masacre. La historia completa se puede seguir en Nos Amis, el documental sobre aquella noche, disponible en Netflix. U2 no pierde la oportunidad, así que cómo despreciar el grito de socorro de Peña Nieto.
«Si Trump hizo campaña en torno a construir un muro, nosotros prometeremos miles de muros y techos»: Carlos Slim
Tras fungir como guía de museo, Slim llevó a Bono a recorrer zonas de desastre, específicamente la Roma y la Condesa. Con la mano en el mentón, meditativo, el líder de la banda se sintió consternado. Pero la verdadera preocupación lo asaltó cuando Slim le contó que amlo encabezaba las encuestas y que si no ocurría algo radical, sería el próximo presidente de México. Lo puso al tanto de las advertencias del presidente del banco bbva, Francisco González, de que si el Peje ganaba las elecciones sería una verdadera tragedia, más radical aún que el sismo. Esto alarmó al cantante a niveles de escándalo, quien en su desgraciómetro personal no encontraba tragedia contra qué equipararlo. Junto a esto, lo del Bataclán era pecata minuta. Estuvo de acuerdo con Slim en que se necesitaba una medida radical, por lo que le pidió tiempo para consultarlo con el resto del grupo. Y le prometió que antes de abandonar nuestra patria, encontrarían juntos una solución. Ante lo jugoso del asunto se presume que Bono
prometió considerar la oferta de presentarse gratis en el Zócalo. A ver de qué cuero salen más correas, dijo, si de un mitin de Morena o del club de fans de U2. Antes de subirse al escenario, el 3 de octubre, en llamada telefónica, Bono y Slim decidieron que no existía salida más radical que la de implantar un candidato que pudiera derrotar a Andrés Manuel. Y como ni el pri o el pan tienen gallos que le compitan, Bono se ofreció él mismo a contender. Seguro que ganaré, confesó. Dijo que si dirigía al mundo, nada le costaba dirigir a una nación. Y que entre gira y gira podría conducir a mejor destino a este país. Si hay cabida para Mancera en la política mexicana, también debe haber para Bono. Una vez acordado, la agenda dicta que Slim lo destapará para los comicios de 2018. La duda es: ¿reúne Bono las cualidades para ser presidente de México? La respuesta es sí. Porque según South Park, Bono es un mojón. Y es todo lo que se necesita para ser presidente de este país. Ser una caca. ¿Votaría usted por él? •
El buzón de la prima Ignacia
Prima, estoy tan encabronado que ni los lonches ni los burritos de yelera ni los tortillones que me comí en serie me quitan el coraje. O sea, en serio, no se vale. ¿Viste que conté en mi magistral crónica del concierto de Wilco (sí, la misma que aparece en este número de esta pinche revista de mierda en la cual soy de lejos, junto contigo, la mejor pluma) que antes del concierto me encontré a Pat Sansone, su guitarrista, deambulando por El Paso? ¿Y que le enseñé mi tatuaje y le regalé mi libro, y que hasta el muy hijo de la chingada me pidió que se lo autografiara? Bueno, pues mi amigo el Catedrático fue a dar una conferencia a El Paso, y me dijo que se encontró en una librería de viejo el ejemplar que le regalé a Sansone, pues el muy pendejo ni siquiera se tomó la molestia de regalarlo en alguna otra ciudad. Prima, ¿crees que debo quitarme con un rallador de queso, como lo hacemos los torreonitas, el tatuaje de Wilco que tengo en el brazo? Atentamente, Carlos Velázquez
Ay Carlitos, ya no sé cuál de todos los Carlos es peor, si tú, el Salinas de Gortari, el Espejel o el Slim. De verdad que no tienes remedio. Ya sabes que yo te quiero bien, y pocos hombres logran estremecerme como tú, pero la verdad es que te pasas de tarugo. A ver, dime una cosa: ¿tú crees que Mijares, Emmanuel, Ricky Martin, César Costa, Johnny Laboriel o Enrique Guzmán te hubieran hecho algo así? Pues la respuesta es muy obvia, bebé, ¡¡¡¡ooooobvio que no!!!! Por eso cuando vienes a la casa siempre te pongo pura música de esos papuchos, que son machos de los buenos y jamás te harían una majadería de ese tamaño, pero pues tú insistes en seguir oyendo tus porquerías malinchistas de los afeminados esos que luego se maquillan, o como el video que me enseñaste del que le mordió la cabeza a una pobre palomita. Nooo Carlitos, ahora sí, con la honestidad que me caracteriza, me veo obligada a decirte que recapacites, que tires a la basura todos los discos que tengas de esos pelafustanes y borres sus canciones de tu computadora, y que te abroches el cinturón y dejes que la prima Ignacia te dé un poco de cariño y educación musical. Si quieres, también les podemos hacer una campaña de odio en las redes sociales con el jashtag #deunpapuchobarrigoncomocarlitosnoseburlanadie, para que vean lo que es bueno, y por lo menos mucha gente de aquí de México se ofenda y los insulte, a ver si con eso no escarmientan. Y respecto a tu tatuaje, acuérdate que te ofrecí que donde me hago la depilación láser podemos conseguir un paquete 2 x 1, para ver si ya te quitas todas esas porquerías de tu bello puerco (ay, perdón, fue un lapsus, pero admite que quedó que ni mandado a hacer el chiste, y además ya sabes que me gustas tal como eres), para que no andes pareciendo de esos de la mara-no-sé-qué, y empieces a vestirte y presentarte con la alcurnia que un hombre como tú se merece.
Hazle una pregunta a la prima Ignacia. Si tienes la suerte de que en su infinita sabiduría la seleccione como la mejor del mes, recibirás gratis en tu domicilio el libro de tu preferencia de Sexto Piso.
Estudié Economía en el itam, Finanzas en Harvard y Karma en la Universidad Tibetana, pero el verdadero aprendizaje lo obtengo en esa loca maravilla llamada vida. Si quieres que lo comparta contigo, no lo pienses más y consúltame en el siguiente correo electrónico: ignacia@sextopiso.com (PD: No hay censura pero por favor sean recatados y no me vayan a andar preguntando puras pendejadas).
Estimada prima Ignacia, Perdóname que te escriba nuevamente, pero las veces anteriores tus consejos realmente me han salvado la vida, así que recurro a ti nuevamente, desesperado, en busca de ayuda. Fíjate que como te he comentado anteriormente, vivo en Londres, y la verdad me ha costado mucho trabajo adaptarme y que me acepten en este país, pero ahora he logrado realizar mis objetivos y me siento como una persona plena. Y, claro, como a todo el mundo, me gusta mucho cuando vienen por aquí mis seres queridos para acompañarme y apreciar mis logros, pero tengo un amigo que cada vez que viene me molesta mucho, y aunque sé que no lo hace con mala intención, como que no me gusta que se burle de mi estatura ni de mi escasa cabellera, ni de otras cosas que mejor aquí no te pongo porque como que me da penita. Ahorita no le quiero decir nada, porque sí me dejó con la autoestima baja, y muy vulnerable, pero te quería preguntar si cuando mi corazoncito se recupere le debo de decir algo, ¿o más bien crees que sea de esos brutos insensibles que ni lo va a entender, y nada más me va a hacer más bullying? Gracias prima, Manuel Padilla
Ay Manuelito, no te preocupes que llegaste al lugar indicado. ¿Te acuerdas de esos anuncios que decían que si alguien te hacía alguna proposición indecorosa, o te tocaba en las partes que no debía tocarte, tuvieras mucho ojo, te alejaras, y se lo contaras a quien más confianza le tuvieras? Pues ahí tienes ya tu respuesta, cosita, porque suena como que tu amigucho ese, por más que a lo mejor como que sí pueda ser más «Gente Como Uno» que tú, es de los típicos depredadores que nada más van por ahí buscando almas timoratas y agachonas como la tuya, para aprovecharse a la primera, y la verdad es que tampoco es plan. Así que si regresamos a los consejos que nos daban en el Canal 5, lo positivo es que ya tuviste mucho ojo y ya se lo contaste a quien más confianza le tienes (o sea yo, la prima Ignacia), así que como se ve que tampoco eres como que muy trucha, yo misma te digo cuál de las tres cosas te falta: ¡¡alejarte, Manuelito!! Corre como Forrest Gump hasta que ese pelafustán ya sólo sea un juguete arrumbado en el baúl de los recuerdos feos, de esos a los que queremos decirles «Fúchila, vete de aquí y no me molestes más», y mejor intenta relacionarte con gente que te aporte puras cosas positivas, para que puedas alojarlos en ese corazoncito tan maravilloso que tienes. Y es que una cosa sí te digo: que aunque no puedas tú bien darte cuenta, ese corazoncito compensa por mucho a todas las demás carencias que me comentas. ¡Échale ganitas, tesoro, y verás que saldrás adelante!
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A todos los lectores de Sexto Piso: ยกMuchas gracias por aventarse con nosotros! Esperamos que sigan disfrutando el trayecto.
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