Reporte Sexto Piso Publicación mensual gratuita • Julio de 2018
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SP DISTRIBUCIONES
EDITORIALES ARGENTINAS
Índice
Dossier: El regreso de Karl Marx | El Espectro sigue rondando | 12
Recomendación de los editores
Slavoj Žižek
La Cuba de los post-cubanos | 4
Sobre la alienación | 12
Óscar Benassini
Cynthia Fleury
Un vergel mancillado de pecado | 6 Oihane Iglesias
Marx no hace de la lucha de clases una rivalidad por el poder | 14
Columnas
Revolución significa producirse a uno mismo | 16
Glissandos en el laboratorio global | 23 Carmen Pardo
Extractivismo integral | 25
Entrevista con Michel Foucault
Toni Negri
Marx contemporáneo | 20 Daniel Bensaïd
donDani
Where you been? | 35 Wenceslao Bruciaga
Psycho Killer | 37 Carlos Velázquez
Lecturas Dos poemas | 9 Anise Koltz
El campesino y el obrero |
20
Giorgio Agamben
Regresar a La Habana | 27 Portada de este número: José Hernández
Daniel Saldaña París
Reporte Sexto Piso, Año 6, Número 45, julio de 2018, es una publicación mensual editada por Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., París #35-A, Colonia Del Carmen, Coyoacán, C. P. 04100, Ciudad de México, Tel. 5689 6381, www.reportesp.mx, informes@sextopiso.com. Editor responsable: Eduardo Rabasa. Equipo editorial: Rebeca Martínez, Diego Rabasa, Felipe Rosete, Ernesto Kavi. Diseño y formación: donDani. Reservas de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2017-071710465800-102. Licitud de Título y Contenido No. 16768, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa en Impresos Vacha, José María Bustillos 59, col. Algarín, cp 06990, Ciudad de México. Este número se terminó de imprimir en julio de 2018 con un tiraje de 3,000 ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización del Instituto Nacional del Derecho de Autor.
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La Cuba de los post-cubanos
Recomendación de los editores
Óscar Benassini
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l libro de Carlos Manuel, La tribu. Retratos de Cuba no inicia con «Cuba post Castro, una aproximación», la crónica abridora del volumen, sino con las palabras de Caparrós acerca del trabajo periodístico, Como un tipo de héroe si se quiere, del cubano. Caparrós, alto capo de la crónica periodística, intenta definir un desollado, lo mismo nuevo tipo de animal, un híbrido que, al pa- escuchando que escurecer, sólo pudo haberse gestado de la mano de un poeta, escritor y periodista, nacido en chándose, Carlos Manuel «un país mal escrito, tan reescrito y cribado recorre los años del «desde silencios», a finales del siglo pasado, en 1989. Es obvio, un prólogo abre un libro, sí, hielo» cubano, que son tro». Como un tipo de héroe desollado, lo pero en este caso el prólogo, imprescindible, los años de su educación mismo escuchando que escuchándose, Carexpande sus bordes editoriales y también sentimental como parte los Manuel recorre los años del «deshielo» bosqueja a un nuevo autor y otorga dimencubano, que son los años de su educación sión y sentido a sus ambiciosas tareas como de la tribu: la de su «prisentimental como parte de la tribu: la de su el otro cronista de la isla. Como el Rookie of mera juventud» «primera juventud»: the Year. Carlos Manuel Álvarez logra reescribir Cuando dos tetas o una cara bonita no me aceptaban, o un íntimo un país en dieciséis crónicas. O bueno, no tanto como reescribir un emigraba, o leía a Amado Nervo, o quería inventarme nuevas tragepaís, que es algo imposible: sino que reescribe la memoria colectiva, dias existenciales, me iba al Malecón y me sentaba solo y me echaba los falsos recuerdos, los recuerdos inventados, que tenemos de un bocarriba. Intentaba convencerme de que no me estaba aburriendo, país que supuestamente todos conocemos, pero del que no sabemos, de que atravesaba un verdadero proceso de depuración espiritual y de prácticamente, nada. Por sí sola, esta reescritura es sorprendente, pero que ese, el solipsismo, era su precio. Hasta que por suerte desperté y la forma de la reescritura es asombrosa. En una entrevista con Jorge me dije: ¿y para qué, imbécil, es que haces todo esto? Entonces supe Morla de El País [febrero, 2018], Álvarez reveló el meollo de su vocaque el problema no era el Malecón, sino yo. Y que el poco interesante ción: «El periodista tiene el oído hacia afuera. El escritor, hacia adenera yo, no el Malecón. Y que resultaba más saludable mirar y observar y apuntar lo que sucedía en el Malecón, que mirar y apuntar lo que me sucedía a mí, que era, en plata contante y sonante, nada.
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Para algunos lectores la grandeza de un libro, aunque no de cualquier libro, sino de los libros inagotables, se manifiesta en las relecturas.
Cuando el artefacto encuadernado, el mismo que ya habías leído hace meses o años, refleja una nueva versión de las cosas, o cuando nuevos eventos cercanos provocan relecturas inéditas de ese viejo artefacto. El Moby Dick de la primaria no es el mismo que el Moby Dick del desempleo y no será el mismo Moby Dick de la paternidad. Un libro, entonces, nunca es el mismo libro, y tampoco el lector. ¿A dónde voy con esta redundancia dizqueheracliteana? Muy sencillo: La tribu. Retratos de Cuba, de Carlos Manuel Álvarez, es un libro distinto desde el 2 de julio, al menos para el lector mexicano, al menos para mí. Donde antes vi una colección de relatos, retratos o postales de la vieja y la nueva Cuba, hoy, bajo la lente de la histeria postelectoral, veo una serie de memorias de posibles futuros no muy lejanos.
La tribu. Retratos de Cuba Carlos Manuel Álvarez Rodríguez Sexto Piso Realidades 2017 • 264 páginas
Los sesenta comenzaron con las nacionalizaciones y las reformas agrarias. Los setenta, con la zafra de los Diez Millones. Los ochenta, con el Mariel. Los noventa, con el derrumbe de la URSS. Los dos mil, con la Batalla de las Ideas. Y esta segunda década del veintiuno, con la paulatina descentralización del Estado.
embargo, hay que hallarle el beneficio. No porque el hambre haya fortalecido los brazos de Contreras y Lazo, sino por las trabas que superaron. Se fortalecieron mentalmente, cree Guerra. «Para pitchear un Mundial, en una Olimpiada, en un Clásico, hay que ser más que pitcher. Ahí intervienen otras cosas» dice. O en «Performance nacional», una de las crónicas finales del libro, el cronista Álvarez vuelve a ofrecer un diagnóstico de los últimos años de la Cuba del agónico Castro, mediante el trabajo de la artista Tania Bruguera, que había sido detenida en 2014 por sus críticas públicas frustradas a la dictadura, en forma de acciones de arte en la Plaza de la Revolución:
Hay pasajes de La tribu, como el de arriba, que pueden darle al libro del cubano un nuevo carácter profético para México, ahora que se viene la nueva administración de López Obrador. Carlos Manuel tiene la mirada de aviador, que domina el paisaje desde arriba, el lector puede tener acceso a esa vista a lo largo de las 257 páginas. Un país puede escribirse a través de una crónica deportiva. En «El pitcher negro de las medias blancas» saca una amplia instantánea sociopolítica de Cuba de 1959 a 2013, siguiendo los pasos de José Ariel Contreras, el pitcher de las grandes ligas nacido en Las Martinas:
Horas antes de Año Nuevo, debido a la influencia ejercida desde el exterior por influyentes medios de prensa, la vuelven a liberar. Tania va a recibir el 2015 con una causa abierta, sin pasaporte, y con la advertencia de que no puede salir de la ciudad. Dice Pablo Helguera: «El performance, de hecho, no fue aquello que no ocurrió en la Plaza de la Revolución, sino el episodio de histeria y prepotencia de las autoridades cubanas (…) Cuba vive en la histeria de la manipulación de mensaje y cualquier persona —artista o no— que llegue a romper ese equilibrio será por supuesto visto con terror e indignación».
Todo atleta cubano que emigró después de 1959, y que hizo o intentó hacer carrera profesional en alguna liga o campeonato foráneo, había visto negada la posibilidad de retornar a su país [...] Contreras es, de cientos, el primero que regresa, y la gente en el aeropuerto se le echa encima.
La Cuba de La tribu no es la misma Cuba de tantos otros escritores, deportistas y artistas. Es la Cuba post Obama, post Castro, es la Cuba de Carlos Manuel, un territorio inédito: «Nuestro éxtasis es raro y algo alocado, como un opio general que la isla hubiera ingerido, una droga colectiva fumada por todos». •
En pleno Período Especial (1991-1992), José Ariel Contreras y Pedro Luis Lazo se conocieron en la academia. Durante un par de años, pasaron juntos cinco días a la semana. Cuando salía de pase, el profesor Guerra les regalaba dinero para el transporte. Cuando no salía de pase, entonces el profesor Guerra caminaba kilómetros en busca de un puerco o una gallina. Y cuando no encontraba nada, les compraba dulces, algo que amortiguara el hambre. La misera era absoluta. Sin
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Recomendación de los editores
Un vergel
mancillado de pecado Oihane Iglesias André parte de la sombra del incesto, que Pedro, su hermano mayor, ha descubierto entre André y Ana, una de las hermanas. André también escapa del aislamiento de la granja paterna, donde producen los alimentos necesarios para sobrevivir sin tener que comunicarse con el exterior. Huye también de la autoridad patriarcal en una esese a no estar incluido en el índice que Enrique Vila-Matas pecie de sublevación contra el orden impuesto por su padre, quien realiza en Bartebly y compañía, podríamos considerar a Raduan representa a la sociedad y al Estado y que utiliza el sermón diario Nassar uno de los escritores del «no», escritores que, como Bartesobre la familia, la justicia y la austeridad, para controlar a la misma. bly, el personaje de Melville, deciden dejar de escribir renunciando a La segunda parte, «El retorno», cuenta el encuentro entre Pedro una carrera literaria y apartándose sigilosamente hacia otras labores. y André y su misión de devolverlo al seno de la familia: «Aquel que El brasileño Nassar, en este caso, tras haber escrito dos excepcionase había perdido volvió al hogar, aquel por el que llorábamos nos ha les novelas, Lavoura arcaica (1975), Um copo de cólera (1978) y una sido devuelto». Sin embargo, la alegría inicial se ve truncada («¡Nincolección de cuentos Menina a camihno guna sabiduría libertina ha de contaminar (principios de los años sesenta), decidió Con un estilo sumamente los modos de la familia! ¡No fue el amor lo dedicarse a la labranza, campo que, como poético, introspectivo y que te trajo de vuelta a casa, como pensaba, podemos observar en su obra, conoce bien. sino el orgullo, el desprecio y el egoísmo!») Su obra, junto con la de Clarice Lispector plagado de metáforas, la cuando en la fiesta del hijo pródigo se desy la de João Guimarães Rosa, transformó obra de Nassar nos hace cubre el pecado. Estamos ante la disolución las letras brasileñas al publicar obras que de la familia, ante la disolución de la palase distanciaban de las novelas policíacas de adentrarnos en un ambra («¿dónde está la unión de la familia? la época. Con un estilo sumamente poéti- biente árido, abigarrado, “¡Padre!” y vi a nuestra madre, perdida en co, introspectivo y plagado de metáforas, su juicio, arrancándose mechones de pelo, la obra de Nassar nos hace adentrarnos en plagado de tensiones, descubriendo grotescamente los muslos, exun ambiente árido, abigarrado, plagado de similar a los ambientes poniendo las cuerdas moradas de las váritensiones, similar a los ambientes de Rulfo, ces, golpeándose la piedra del puño contra otro escritor del «no», con quien Nassar de Rulfo, otro escritor del el pecho»). comparte su distanciamiento de la litera- «no», con quien Nassar Al igual que en Un vaso de cólera, Nassar tura, así como un nivel léxico y sintáctico nos muestra personalidades fuertes y domicomparte su distanciade enorme riqueza. nantes, pasiones que incurren en la violenPublicada en 1976, y traducida por miento de la literatura, así cia verbal y física, caracteres indomables, primera vez al español, Labranza arcaica resentimiento, dramas existenciales que no recibió el premio Jabuti (el equivalente bra- como un nivel léxico y sin- encuentran solución. La primera novela del sileño al Pulitzer) y el reconocimiento de táctico de enorme riqueza. brasileño también nos narra los días de la sus contemporáneos. Sin embargo, al igual vida de una familia, en este caso una pareja, que en lengua inglesa, donde la obra está disponible desde 2016, las que se encuentra sumida en un estado de crisis. La subyugación, el traducciones han tardado años en llegar, siendo otra víctima de las sometimiento masculino, son temas comunes con Labranza arcaica. políticas de mercado que afectan al continente. En los últimos años Muchas son las lecturas que pueden realizarse de esta pequeña el interés en la literatura brasileña ha crecido. En 2016, Juan Pablo obra. Se presta a analizar la relación padre-hijo desde la perspectiVillalobos tradujo para Sexto Piso Un vaso de cólera (2016), y con la va psicoanalítica de Freud. Pero Nassar es más complejo y nos abre inclusión de Labranza arcaica en su catálogo (traducida por el mismo autor), por fin contamos con las dos grandes obras del brasileño en nuestro idioma. Labranza arcaica narra la historia de André, un adolescente que decide partir de su casa para tratar de escapar del hybris del orden familiar. Con su huida, aún sin saberlo, comienza la «desunión de la familia». La novela explora las tensiones existenciales del personaje en dos momentos, «la partida» y «el retorno».
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Labranza arcaica Raduan Nassar Traducción de Juan Pablo Villalobos Narrativa Sexto Piso 2018 • 140 páginas
también la posibilidad de realizar una lectura bíblica de la obra, ya que son numerosos los ecos veterotestamentarios de la misma: «y era como si surgiera del interior de un templo levantado únicamente con piedras pero lleno de una luz porosa filtrada de vitrales». A estas dos podríamos sumar una lectura en clave feminista basándonos en la relación incestuosa, así como en el papel (casi irrelevante) de la madre frente al padre de familia. Finalmente, la obra también se ofrece a una lectura antropo-sociológica. Es en esta categoría donde podríamos enmarcar una interpretación desde la «estética del hambre» de Glaúber Rocha (1965). El cineasta brasileño lamentaba la miseria general de América Latina, pero también el hecho de que el latino no comunique su verdadera miseria ni que el hombre «civilizado» comprenda verdaderamente la miseria del latino. Frente a la supuesta perfección de Occidente, Nassar nos narra problemas sociales muy presentes en el Brasil de la época actual: «—dijo el hambriento sentándose en la alfombra al
lado del anciano, frente a la mesa imaginaria. “Señor, mi huésped, tu casa es mi casa y mi mesa es tu mesa. No hagas ceremonias, come mientras tengas apetito”. Y como el anciano lo animaba a acompañarlo, el hambriento no se hizo esperar, simulando también de inmediato que tocaba los supuestos trozos (…) dijo el anciano, simulando agarrar entre las puntas de los dedos un bocado de la fuente». Mientras que para el occidental se trata de una suerte de surrealismo, de exotización del otro, en la obra de Nassar encontramos la miseria del brasileño, la imposibilidad de comer pero la vergüenza de decirlo. Frente a los movimientos contraculturales encarnados por los hippies, el rock, la revolución sexual, las luchas antirracistas contra la guerra de Vietnam que se estaban gestando en el vecino del norte, y, por lo tanto, trasladándose a la literatura, el brasileño nos sigue mostrando los problemas indómitos a su país pero trasladables al resto de América Latina: hambre, miseria, pobreza, falta de educación, ruralismo. Finalmente, es también posible leer Labranza arcaica desde la situación política de la época, pues la obra se escribe durante la dictadura militar de Ernesto Geisel (1974-1979). La opresión patriarcal, la imposibilidad de expresar la opinión o la manipulación ideológica por parte del padre, son una denuncia al sistema político impuesto. Nassar, frente a las situaciones sociales de la época, decide dejar de escribir, alegando que la literatura es «algo pequeño». En su faceta de ermitaño, durante los años ochenta, se negó incluso a permitir la difusión de su obra, siendo su editor, Luiz Schwarcz, quien presionó para que su obra no desapareciera. Labranza arcaica representa una contundente invitación para repensar el pathos humano, para repensar todo aquel sufrimiento existencial que los hombres y mujeres experimentamos: pasión, tristeza y padecimiento. Al escribir sobre Brasil, Nassar escribe sobre nosotros, sobre la miseria y el sufrimiento del mundo contemporáneo, sobre las complejas situaciones sociales que, desgraciadamente, aún se padecen en el mismo. •
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Dos poemas Anise Koltz A mi diestra Creemos todos en un Dios pero lo que ocurre no tiene nombre
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Estamos como ebrios frente a la noche – uno de nosotros fija demasiado tiempo su sueño y se vuelve ciego otro venda su vida herida un tercero protege la figura de cera de una muerta contra la mañana que pasa por encima de los techos en un tonel de fuego Es un nuevo día ensordecedor que excita la crueldad Un ángel caído vela a mi diestra con piedras y pájaros muertos A veces la ley se equivoca la muerte cae en la trampa engañada como un animal abrid el cepo devolved la libertad a ese zorro rabioso
Júntame Júntame en mi cama de follaje nunca jamás me volveré a levantar nadie más verá el claro que queda de mí arranca mi corteza viviré por siempre el verano es el evangelio según san Marcos
necesitamos sus dientes el dolor de su pelaje para amar
Traducción de Ernesto Kavi
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a tarde del 17 de marzo de 1883, en el cementerio de Highgate, en Londres, asistieron no más de diez personas al entierro de Karl Marx. Friedrich Engels leyó un breve discurso ante su tumba: «El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, el más grande pensador de nuestros días dejó de pensar (…) El vacío creado por la muerte de esta figura gigantesca pronto se dejará sentir». Marx murió en la pobreza y casi en el ostracismo. Sus libros no se vendían. Fue perseguido por la justicia, expulsado de varios países europeos, vilipendiado por todo el espectro político. Era conocido y apreciado por muy pocos. Pero esos pocos sabían que Marx era irremplazable, y que su pensamiento tendría una influencia perdurable a lo largo de los siglos. ¿Quién fue Karl Marx? Quizá la respuesta más breve, pero también la más bella, es la que pronunció Engels en su discurso fúnebre: «Fue el hombre más odiado y calumniado de su tiempo. Los gobiernos, tanto los absolutistas como los republicanos, lo expulsaron. Los burgueses, lo mismo los conservadores que los ultrademócratas, competían unos con otros en lanzar difamaciones contra él (…) Marx fue, ante todo, un revolucionario. Su verdadera misión en la vida fue contribuir, de un modo u otro, al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones creadas por ella, contribuir a la emancipación del proletariado moderno, al que él fue el primero en hacer consciente de su propia situación de necesidad y de las condiciones de su emancipación. Marx fue un luchador. Y luchó con pasión y tenacidad, alcanzando un éxito sin igual». Hoy la respuesta no sería muy diferente. Marx sigue siendo uno de los hombres más odiados y calumniados de nuestro tiempo. Hoy, sin embargo, agregarían a la larga lista de reproches crímenes que en el siglo xix nadie habría imaginado: el Gulag, la Gran Revolución Cultural Proletaria en China, el genocidio llevado a cabo por Pol Pot y los Jemeres Rojos, las dictaduras en Europa del Este, el muro de Berlín… La verdadera respuesta,
aquella exenta de todas esas calumnias, no sería tampoco muy diferente a la que dio Engels: Marx fue ante todo un revolucionario. Un revolucionario cuyo objetivo principal fue transformar la sociedad capitalista y su sistema de explotación en una sociedad sin Estado, donde el trabajo sería un placer y no una forma de la alienación, donde el ser humano podría desarrollar toda su creatividad, todas sus capacidades artísticas y científicas, donde la explotación y la humillación no volverían a existir, donde la realización plena de la humanidad se correspondería con un tiempo mítico, en que la naturaleza, los animales y los hombres volverían a hablar la misma lengua. No ha sido el único en tener ese sueño. La excepcionalidad en Marx radica en su realismo: para llegar a ese lugar soñado, debe ser destruido el sistema capitalista. Y Marx nos ha dado las armas para hacerlo. Él no fue un teórico del comunismo, como generalmente se afirma. Marx ha sido el mayor crítico del capitalismo. Y esa crítica es lo que desde hace tiempo quieren que olvidemos. Sin embargo, mientras el capitalismo exista, la obra de Marx será necesaria. Y siempre habrá, a pesar de las calumnias y del intento de destrucción de su pensamiento, quien resguarde su obra, quien la defienda y, sobre todo, quien la prolongue. Mientras siga existiendo una minoría que posee toda la riqueza del mundo, mientras siga existiendo la guerra civil provocada por el capital y que ha generado ya tantos muertos y desaparecidos, nuestro deber será seguir combatiendo al capitalismo. La guerra contra el dinero y su sistema de explotación, desigualdad y muerte, es un deber humano, es un deber vital. Y una de nuestras armas para combatirlo es la obra de Karl Marx. En el doscientos aniversario de su nacimiento hemos querido rendirle homenaje, y leer y redimensionar su obra en el contexto actual. Cinco pensadores nos ayudan a hacerlo: Michel Foucault, en una entrevista inédita, reactualiza la noción de lucha de clases; Toni Negri lee la obra de Marx a través de Foucault, y la compara con su
propio pensamiento; Slavoj Žižek hace una lectura del Manifiesto comunista, y desarma la retórica capitalista que lo ha calumniado; Cynthia Fleury nos explica uno de los conceptos fundamentales de la teoría marxista: la alienación; y, finalmente, Daniel Bensaïd hace una rápida descripción de todos los marxismos contemporáneos. Deseamos que este número, por muy humilde que sea nuestra aportación, contribuya al combate que inició Marx contra la desigualdad, contra la explotación, contra las estrategias del poder, cada vez más sutiles, para someter al ser humano. Pero, sobre todo, deseamos que sea un paso más hacia la dignificación de todos los oprimidos, y hacia el nuevo mundo que, desde hace siglos, está en deuda con ellos. En la tumba de Marx está escrito: Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios, con ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar. • Ernesto Kavi
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cuente? ¿No es El Manifiesto comunista, en el mejor de los casos, una extrapolación exagerada de ciertas tendencias discernibles durante el siglo diecinueve? Abordemos entonces El Manifiesto comunista desde el lado contrario: ¿dónde estamos ahora, en esta sociedad global «pos...» (posmoderna, posindustrial)? El eslogan que se impone sobre nosotros más y más es aquel de la «globalización»: la imposición brutal de un mercado mundial unificado que amenaza las tradiciones étnicas, incluso la forma misma del Estado-nación. ¿No sería entonces, en tal situación, la descripción en el Manifiesto del impacto social de la burguesía más tópica que nunca? La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, y a través de ello, las relaciones de producción, y con ellas, todo el régimen social. Contrariamente, la conservación de los viejos modos de producción de manera inalterada, fue la primera condición de la existencia de todas las clases sociales que la precedieron. La época burguesa se distingue de las anteriores por ser un auge en constante cambio, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y dinámica incesantes. Toda relación fija, enmohecida, con su cortejo de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumba, y lo nuevo deviene obsoleto antes siquiera de osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire, lo que es sagrado es profanado, y el hombre, finalmente, se ve obligado a contemplar con mirada fría las condiciones reales de su vida y sus relaciones con los demás.
L
a primera reacción automática de un lector informado y liberal frente al Manifiesto comunista es: ¿acaso este texto no está equivocado en varios niveles empíricos, por ejemplo, respecto a la imagen que nos brinda de la situación social y, de igual manera, en relación con la perspectiva revolucionaria que sostiene y busca propagar? ¿Ha habido alguna vez otro manifiesto político que haya sido tan rotundamente desmentido por la realidad histórica subse-
¿No es esto, más que nunca, nuestra actualidad? Pensemos en los teléfonos Ericsson, que ya no son suecos, en los automóviles Toyota, 60% de los cuales son manufacturados en los Estados Unidos, en la cultura hollywoodense que ha penetrado los rincones más remotos del globo… Sí, esta es nuestra realidad: bajo la condición de no olvidarnos de complementar esta imagen del Manifiesto con su opuesto dialéctico inherente, la «espiritualización» del mismo proceso ma-
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réveris, ciudad de nacimiento de Marx, de quien se celebra el bicentenario, va a organizar más de seiscientos eventos. El primero ya se ha llevado a cabo: el regalo de una estatua del gran pensador a la ciudad por parte de China, lo que suscitó muchas manifestaciones, en la medida en que la dictadura china no es en lo absoluto la hija del marxismo, aunque ella clame lo contrario. Marx, siempre tan saludable para comprender la época en la que vivimos. Pequeño desvío hacia la noción de «alienación». Ese concepto es la clave de los Manuscritos de 1844: «La alienación del obrero en su producto significa no sólo que su trabajo se convierte en un objeto, en una existencia exterior, sino que su trabajo existe fuera de sí, como una potencia hostil y extranjera». Y continúa, desplegando el circuito de la alienación, describiendo cómo el fenómeno es profundamente sistémico: «Ahora debemos comprender el encadenamiento esencial que une la propiedad privada, la sed de riquezas, la separación del trabajo, del capital y de la propiedad, la del intercambio y de la competencia, el valor y la depreciación del hombre, el monopolio y la competencia, etc., en resumen, el vínculo de toda esta alienación con el sistema del dinero». Se opera entonces una dialéctica viciada y viciosa entre la producción del trabajador y la depreciación que él
terial de producción. Es decir, por un lado, el capitalismo implica la secularización radical de la vida social: sin piedad despedaza toda aura auténtica de nobleza, de lo sagrado, del honor, etcétera: Ahogó los éxtasis más divinos del fervor religioso, del entusiasmo caballeroso, del sentimentalismo filisteo en las frías aguas del cálculo egoísta. Enterró la dignidad, convertida en un valor de cambio, y en lugar de las incontables libertades imprescriptibles, redujo todo a una única libertad: el libre mercado. En una palabra, en lugar de una explotación disfrazada de ilusiones políticas y religiosas, sustituyó todo por un régimen directo, brutal y despiadado de explotación.
Sin embargo, por el otro lado, la lección fundamental de la «crítica de la economía política» elaborada por el Marx de la madurez en los años posteriores al Manifiesto es que esta reducción de todas las quimeras a la brutal realidad económica genera una espectralidad única. Cuando Marx describe la obsesiva, auto-mejorable circulación del capital, cuyo camino solipsista de auto-fecundación alcanza su apogeo hoy en día en la meta-reflexiva especulación sobre el futuro, sería demasiado simplista pretender que el espectro de este monstruo auto-engendrado que persigue su camino sin preocupación humana o ambiental alguna es una mera abstracción ideológica; y además no deberíamos olvidar que, detrás de esta abstracción, hay personas reales y objetos naturales sobre los cuales la capacidad productiva y los recursos de la circulación del capital están basados, y de los cuales se alimenta como un parásito gigante. El problema es que esta «abstracción» no pertenece solamente a nuestra percepción equivocada (como especulación financiera) de la realidad social, sino que es «real» en el preciso sentido de que determina la estructura de los mismos procesos sociales: el destino de estratos enteros de la población e incluso a veces de países enteros puede ser decido por el baile «solipsista» del Capital, el cual persigue su objetivo de rentabilidad a través de una santa indiferencia respecto a cómo su movimiento afecta la realidad social.
Ahí reside la violencia sistémica fundamental del capitalismo, mucho más tenebrosa que la violencia precapitalista socioideológica directa: en que esta nueva violencia no es atribuible a individuos concretos y sus «malas» intenciones, sino que es puramente «objetiva», sistémica, anónima.
Deberíamos recordar aquí a Etienne Balibar, quien a su vez distingue dos opuestas pero complementarias modalidades de violencia excesiva en nuestra actualidad: la violencia «ultraobjetiva» («estructural») que es inherente a las condiciones sociales del capitalismo global (la creación «automática» de individuos excluidos, dispensables, que va desde los sin-casa hasta los desempleados) y la violencia «ultrasubjetiva», aquella del reciente surgimiento del «fundamentalismo» étnico y/o religioso (en pocas palabras racismo) –esta segunda violencia «excesiva» y «sin principios» no es más que la contraparte de la primera violencia. El hecho de esta violencia «anónima» también nos permite hacer un señalamiento general acerca del anticomunismo. El gran placer del razonamiento anticomunista era precisamente que el comunismo posibilitó el juego de encontrar al culpable, señalando al Partido, a Stalin, a Lenin, y finalmente incluso al mismo Marx, como responsables de los millones de muertos, del terror, de los gulags; mientras que en el capitalismo, no hay nadie a quien podríamos evidenciar como culpable o responsable, las cosas simplemente pasan de tal manera, a través de mecanismos anónimos; todo esto a pesar del hecho de que el capitalismo no haya sido menos destructivo en términos de costos humanos y ambientales, destruyendo culturas aborígenes… En resumen, la diferencia entre el capitalismo y el comunismo es que el comunismo es percibido como una idea que fracasó en su realización, mientras que el capitalismo funcionó «espontáneamente». No hay Manifiesto capitalista. • Traducción de David Luna
13 va a sufrir. Cuanto más produce, más pobre se vuelve; cuanto más son valorizadas sus producciones en el mercado, más es despreciado en tanto individuo y trabajador. «La depreciación del mundo de los hombres aumenta en la medida en que se valoriza el mundo de las cosas». El trabajo es, para Marx, lo que permite al hombre transformar al mundo y a sí mismo.
Alienar el trabajo es alienar al hombre, volverlo extranjero de sí mismo y del mundo. A partir de ahí, cuanto más se empobrece, más se vuelve pobre su «mundo interior». Y Marx desarrolla esta ecuación todavía terriblemente verdadera en el momento de la mundialización hipercapitalista: el obrero, cuanto más produce, menos puede consumir, cuanto más tiene forma su producto, más deforme es el
obrero, cuanto más civilizado es su objeto, más bárbaro es el obrero… Esa es la correlación entre la fabricación de un iPhone y las condiciones de trabajo de un obrero chino o de un país «en vías de desarrollo».
Para comprender la extrañeza que podemos sentir hacia nosotros mismos, no es necesario pasar por la psiquiatría, el mundo del trabajo puede bastar para tomar conciencia de ese sufrimiento físico y psíquico, porque el «trabajo» es saludable para el hombre, en la medida en que edifica su emancipación, su facultad agente, su sentimiento de pertenencia al mundo. «El trabajo exterior», escribe Marx, «el trabajo en el que el hombre se aliena, es un trabajo de sacrificio de sí, de mortificación (…). La actividad del obrero no es su actividad propia. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo». Muy rara vez se ha descrito tan bien la dinámica de la alienación que produce, por un lado, el refinamiento de las necesidades y, por el otro, la pérdida de sí mismo. Marx o la psicodinámica antes de tiempo. • Traducción de Ernesto Kavi
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ulio, 1977. Cuatro reporteros de extrema izquierda se reúnen con el filósofo. Un dialogo que se articula alrededor de las definiciones de poder y de la lucha de clases y que muestra cuánto desconfiaba Michel Foucault de los análisis maniqueos del izquierdismo de aquel entonces. Tomemos los trabajos de Jacques Rancière. Cuando trabaja sobre 1848 y la revuelta popular, trabaja también sobre el presente. Para él, el agente es el pueblo que se reapropia de la memoria y hace algo a partir de ella. Pero, para usted, ¿dónde está el agente?
Michel Foucault: Lo que intento comprender es el poder. No de la forma ordinaria, como solemos entenderlo, cristalizado en instituciones o en aparatos, sino, si lo prefieren, el poder, a través de todo cuerpo social, como el conjunto de aquello que podríamos denominar la lucha de clases. Para mí, en el fondo, el poder es la lucha de clases, es decir, la totalidad de relaciones de fuerza, es decir las relaciones forzosamente desiguales e igualmente cambiantes que puede haber dentro de un cuerpo social, y que son las actualizaciones, los dramas cotidianos de la lucha de clases. Lo que sucede dentro de una familia, por ejemplo, las relaciones de poder que se juegan entre padres e hijos, marido y mujer, ascendiente y descendiente, jóvenes y viejos, etc., son relaciones de fuerza que, de una u otra manera —y es esto lo que debemos analizar—, son la lucha de clases. Yo no diría simplemente «hay una lucha de clases, así, en el nivel fundamental, de la cual todo lo demás no es sino el efecto, la consecuencia», más bien, diría que la lucha de clases, concretamente, es todo esto que vivimos. Por lo cual, el poder no está ni de un lado ni del otro, está precisamente en la confrontación, con los instrumentos que unos poseen, las armas con las que los otros cuentan, el brazo de un lado, el ejercito del otro, los fusiles aquí… Sin embargo, decir que la burguesía posee las armas, decir que la burguesía se apropió del poder porque ella controla el aparato de Estado, no me parece una formulación suficientemente precisa, suficientemente exacta desde el momento en el que queremos analizar el conjunto de relaciones de poder que existen en un cuerpo social. Aquello con lo que usted no estaría de acuerdo es la representación de un frente, la representación de dos posiciones bien atrincheradas una contra la otra, una confrontación de sujetos…
Michel Foucault: El análisis que consistiría en decir que en un cuerpo social hay dos categorías de personas, aquellos que tienen el poder y aquellos que no lo tienen, aquellos que pertenecen a tal clase y aquellos que pertenecen a tal otra, no rinde cuenta del cuerpo social. Puede valer dentro de ciertos espacios particulares donde, efectivamente, la distribución binaria opera; incluso puede ser igualmente válido bajo una cierta distancia y bajo un cierto ángulo, para considerar, por ejemplo, ciertas relaciones de poder económico. Pero si pensamos un cierto tipo nuevo de ejercicio de poder, el poder médico, por ejemplo, el poder sobre el cuerpo, sobre la sexualidad, etcétera, entonces está claro que plantear inmediatamente una oposición binaria, decir, por ejemplo: «los niños, las mujeres, son como los proletarios», no llega rigurosamente a nada más allá de aberraciones históricas.
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Su trabajo consistiría en descalificar las preguntas, pero sin excluirlas totalmente, decir: «No son las únicas preguntas, sobre todo: no son las preguntas fundamentales»…
Michel Foucault: Siendo muy pretencioso, haré la siguiente comparación: en el fondo, Marx, cuando comienza a hacer sus análisis, tenía alrededor suyo corrientes de pensamiento socialista que formulaban un análisis al plantear la pregunta de la pobreza: «Somos pobres. ¿Cómo es posible que nosotros, quienes producimos las riquezas, seamos pobres?». Dicho de otra forma, la pregunta planteada fue aquella del Robo: «¿Cómo nos roban los patrones, cómo nos roba la burguesía?». Pregunta negativa que los socialistas no podían resolver porque ellos mismos respondían con una solución negativa: «Somos pobres porque nos roban». Marx invirtió el asunto al preguntar: «Esta pobreza, este empobrecimiento al cual asistimos, ¿con qué se relaciona?». Descubrió que los formidables mecanismos positivos que estaban detrás de todo esto, aquellos del capitalismo, de la acumulación del capital, que todos estos mecanismos positivos eran propios de la sociedad industrial que tenía frente a sus ojos. Esto no quiere decir que negara el empobrecimiento, al contrario, le da un lugar muy particular. Más bien, pasó de un análisis del tipo negativo a un análisis del tipo positivo que restituye un lugar a los efectos negativos. Otra vez, de forma muy pretenciosa, me gustaría hacer algo análogo. No es posible dejarse engañar por el fenómeno propiamente negativo de la miseria sexual —existe, pero no es suficiente con explicarla, de forma tautológica, a partir de la represión, decir que si uno es miserable sexualmente es porque es reprimido—,
sino lo interesante es más bien descubrir, detrás de esta miseria sexual, cuál es la enorme mecánica positiva del poder que inviste el cuerpo y produce tales efectos. Lo que quiere decir es que el poder parte de la base…
Michel Foucault: Si el poder es la lucha de clases o la forma que toma la lucha de clases, debemos reubicar el poder en la lucha de clases. Muchos análisis hacen lo contrario y definen la lucha de clases como una lucha por el poder. Tendríamos que ver con atención los textos de Marx, pero no creo que sea radicalmente antimarxista al decir lo que digo […] No siento una fidelidad obligatoria hacia Marx, pero si vemos con atención los análisis concretos que hace Marx respecto a 1848, de Luis Napoleón, de la Comuna, en los textos históricos más que en los textos teóricos, creo que reubica bien los análisis de poder al interior de algo que es fundamentalmente la lucha de clases, y que hace de la lucha de clases una rivalidad por el poder. La rivalidad por el poder la analiza precisamente al interior de diferentes grupos en lucha. • ©Archivos Foucault, IMEC Traducción de David Luna
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a obra de Foucault es una maquinaria extraña, no permite pensar seriamente la historia sino como historia presente. Probablemente, una buena parte de lo que Foucault escribió (como bien lo señala Deleuze) debería ser reescrito hoy. Y es que Foucault no cesa nunca de buscar, hace aproximaciones, construye analogías y cuenta fábulas, lanza conceptos, los retira o los modifica… Es un pensamiento de una creatividad formidable. Sin embargo, eso no es lo esencial: creo que lo fundamental es su método, puesto que es aquello que nos permite estudiar y describir a la vez el movimiento del pasado al presente y del presente al futuro. Es un método de transición en el cual el presente representa el centro. Foucault está ahí, en el umbral, no en un pasado del cual hace una arqueología, no en un futuro del cual él a veces esboza —«como al borde del mar un rostro sobre la arena»— la imagen. Es a partir del presente que nos es posible distinguir los dos tiempos. Se le reprocha de forma recurrente a Foucault la legitimidad científica de sus periodizaciones: entendemos a los historiadores pero, al mismo tiempo, yo quisiera decir que eso no es un problema real: Foucault está ahí donde se instala el cuestionamiento, está ahí desde su propio tiempo. El análisis histórico, con Foucault, se transforma entonces en una acción, el conocimiento del pasado en una genealogía, la perspectiva por venir en un dispositivo. Para aquellos que vienen del marxismo militante de los años sesenta (y no las tradiciones dogmáticas caricaturescas de la segunda y tercera internacional), el punto de vista de Foucault es percibido naturalmente como absolutamente legítimo, corresponde a la percepción del evento histórico, de las luchas, de la alegría de tomar riesgos más allá de cualquier necesidad, fuera de toda
teleología preestablecida. En el pensamiento de Foucault el marxismo está completamente desmantelado, sea desde el punto de vista del análisis de las relaciones de poder o de aquél de la teleología histórica, del rechazo del historicismo o de un cierto positivismo; aunque, al mismo tiempo, el marxismo es igualmente reinventado y remodelado desde el punto de vista de los movimientos y de las luchas, es decir, en la realidad de los sujetos de tales luchas y tales movimientos: porque conocer es producir una subjetividad. Ahora, antes de avanzar, quisiera regresar un momento. Es común distinguir tres Foucault: hasta el fin de los años sesenta, con el estudio de la emergencia del discurso de las ciencias humanas, es decir, a la vez lo que él llama una arqueología del saber y de su economía desde hace tres siglos, y una gran lectura de la modernidad occidental a través del concepto de episteme; después, en los años setenta, con las investigaciones sobre las relaciones entre los saberes y los poderes, la aparición de las disciplinas, del control y del biopoder, de la norma y la biopolítica: a la vez una analítica general del poder y el intento de hacer la historia del desarrollo del concepto de soberanía desde su surgimiento en el pensamiento político hasta nuestros días; y finalmente en los años ochenta, con el análisis de procesos de subjetivización. En realidad, no sé si podemos distinguir tres Foucault, ni siquiera dos, puesto que antes de la publicación de Dits et Ecrits y de los cursos en el Collège de France, había la tendencia de no considerar al último Foucault. Me parece que los tres temas sobre los cuales la atención foucaultiana se extiende son perfectamente continuos y coherentes —coherentes en el sentido de que forman una producción teórica unitaria y continua—. Lo que cambia es probablemente la especificidad de las condiciones históricas y de las necesidades políticas a las cuales Foucault se
confronta y que determinan absolutamente los campos en los cuales se interesa. Desde este punto de vista, asumir la perspectiva foucaultiana es también —lo voy a decir con mis palabras, espero solamente que ellas hubieran podido ser también las de Foucault— poner en contacto un estilo de pensamiento con una situación histórica dada. Y esta situación histórica dada es una realidad histórica de relaciones de poder. Foucault lo repite constantemente cuando habla de su pasión por los archivos, y del hecho de que la emoción por su lectura viene de que nos relatan fragmentos de existencias: existencias pasadas o presentes, otorgadas por papeles amarillentos o vivida día con día, siempre es un encuentro con el poder, y no es más que eso y, sin embargo, es inconmensurable. Cuando Foucault se pone a trabajar sobre el pasaje entre el final del siglo xviii y el principio del siglo xix, es decir, a partir de Vigilar y castigar, se encuentra frente a una dimensión específica de relaciones de poder, de dispositivos y de estrategias que la misma implica. Dicho de otra manera, frente a un tipo de relaciones de poder articulado completamente en contacto con el desarrollo del capitalismo. Éste, a su vez, exige una dedicación completa de la vida en la medida en la cual la constitución de una fuerza de trabajo, por un lado, y las exigencias de la rentabilidad del otro, lo demandan. El poder se convirtió en biopoder. Ahora bien, es verdad que si Foucault utiliza después el modelo de los biopoderes para intentar hacer una ontología crítica del presente, ustedes buscarían en vano en los análisis consagrados al desarrollo del capitalismo la determinación del paso del Estado de bienestar a su propia crisis, de la organización post-fordista del trabajo, de los principios keynesianos a aquellos de la teoría neoliberal de la macro-economía. Sin embargo, es verdad también que en esta simple definición del pasaje de un régimen de la disciplina a uno de control a principios del siglo xix, podemos comprender que lo posmoderno no representa un regreso del estado de la dominación sobre el trabajo social sino un perfeccionamiento de su control sobre la vida.
En realidad en Foucault encontramos esta intuición desarrollada por doquier, como si el análisis del pasaje a la era posindustrial constituyera el elemento central de su pensamiento, cuando él ni siquiera lo menciona directamente. El proyecto de una genealogía del presente y la idea de una producción de subjetividad que permita, desde el interior del poder, tanto modificar como impedir su funcionamiento, a la par de la creación de subjetividades nuevas, son impensables fuera de la determinación material de dicho presente y de la transición que él mismo encarna. El pasaje de la definición de la política moderna a la biopolítica posmoderna, aquí está lo que Foucault, implícitamente, articula.
En Foucault, el concepto de política, y aquel de la acción en un contexto biopolítico difiere radicalmente tanto como las conclusiones de Max Weber y de sus epígonos del siglo diecinueve con respecto a las concepciones modernas del poder (Kelsen, Schmitt, etc.). Foucault seguramente era consciente de sus postulados, pero tengo la im-
presión que después del 68 el marco cambia radicalmente, y Foucault no puede simplemente ignorarlo, no hay nada a renovar ni a corregir en sus postulados: nos alcanza con prolongar sus intuiciones sobre la producción de subjetividad y sobre sus implicaciones. Cuando Foucault, Guattari y Deleuze apoyan, por ejemplo, las luchas de las minorías respecto a la cuestión carcelaria en los años setenta, constituyen una nueva relación entre el saber y el poder: esta relación no concierne solamente la situación de las prisiones sino el conjunto de los desarrollos de potencias subversivas. Foucault es un gran pensador no sólo a causa del notable análisis del poder, o debido a sus iluminaciones metodológicas, o gracias a la manera en la cual mezcló filosofía, historia y una preocupación por el presente sin precedentes. Nos legó intuiciones cuya validez no cesamos de corrroborar; en particular, redefinió el espacio de las luchas políticas y sociales y la figura de las temáticas revolucionarias en relación con el marxismo «clásico»: de acuerdo con Foucault, la revolución no se reduce —o al menos en una cierta medida— a un prospecto de liberación: es un ejercicio de la libertad. Revolución significa producirse a uno mismo y a otros en las luchas, innovar, inventar lenguajes y redes, es producir, es reapropiarse del valor del trabajo vivo. Es engañar al capitalismo desde dentro.
2. Los espacios académicos detestan a Foucault. Desde los sesenta fue marginalizado, después hubo su promoción al Collège de France, para aislarlo mejor, y no solamente porque la universidad no le perdona el éxito a los intelectuales. El positivismo sociológico à la Bourdieu fue ciertamente fecundo, pero incapaz de ligarse al pensamiento de Foucault; él prefirió, al contrario, denunciar su subjetivismo. Obviamente, no hay subjetivismo en Foucault. Bourdieu probablemente lo comprendió durante sus últimos años. Lo que Foucault no deja de refutar, desde todas las orillas de su pensamiento, es el transcendentalismo, las filosofías de la historia que no aceptan poner en juego todas las determinaciones de la realidad frente a las redes y a los conflictos de los poderes subjetivos. Por transcendentalismo quiero decir todas las concepciones de la sociedad que pretenden ser capaces de evaluarla o manipularla desde un punto de vista exterior
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y autoritario. No, es simplemente imposible. El único método que nos permite acceso a lo social es la inmanencia absoluta, la invención continua del sentido y de los dispositivos de acción. Foucault, como otros autores importantes de su generación, resuelve sus diferencias con las reminiscencias del estructuralismo —es decir, con la fijación transcendental de categorías epistemológicas prescritas por el estructuralismo (hoy en día este error está siendo reproducido en una cierta renovación de un naturalismo al fondo de la filosofía y las ciencias humanas y sociales)—. En Francia, Foucault es rechazado porque, desde el punto de vista de la crítica, no se inscribe en las mitologías de la tradición republicana: no hay nada más alejado del soberanismo, incluso jacobino, que Foucault; el laicismo unilateral, incluso igualitario, el tradicionalismo en la concepción de la familia y de la demografía patriótica, integrativa, etcétera. Ahora bien, ¿no se reduce la metodología de Foucault a una posición relativista, escéptica, es decir, a la degradación de una concepción idealista de la historia? No. El pensamiento de Foucault propone fundar la posibilidad de la subversión —la palabra es más mía que suya, él hablaría de «resistencia»— a partir de una separación completa en relación con la tradición moderna del Estado-Nación y el socialismo. Todo menos escéptico o relativista, su pensamiento está construido desde una exaltación del Aufklärung, la Ilustración, desde la reinvención del hombre y de su potencia democrática, después de que todas las ilusiones de progreso y de la reconstrucción de lo común fueran traicionadas por la dialéctica totalitaria de lo moderno. En suma, Foucault podría apropiarse de la frase del joven Descartes: Larvatus prodeo, avanzo con una máscara. Cada uno de nosotros, creo, debe admitir lo siguiente: el nacional-socialismo es un producto puro de la dialéctica de lo moderno. Liberarse de ella significa ir más lejos. El Aufkärung, nos recuerda Foucault, no es la exaltación utópica de las luces de la razón: al contrario, es la distopía, la lucha cotidiana en torno al evento, es la construcción de la política fundada en la problematización del «aquí, ahora», en temáticas de la emancipación y la libertad. ¿La batalla de Foucault alrededor de la cuestión de las prisiones conducida con el gip al inicio de los años setenta parece relativista y escéptica? ¿O acaso la posición tomada en apoyo a los italianos autónomos durante los momentos más difíciles de la represión y del compromiso histórico en Italia? En Francia, Foucault fue una víctima regular de las interpretaciones que hacían de él sus amigos, sus alumnos y sus colaboradores. El anticomunismo jugó aquí un rol crucial. Se presenta la ruptura metodológica con el materialismo y el colectivismo como una reivindicación del individualismo neoliberal. Cuando deconstruye las categorías del materialismo dialéctico, Foucault es tremendamente valioso; pero reconstruye también las categorías del materialismo histórico, y eso no funcionó muy bien. Cuando, por ejemplo, la interpretación de los dispositivos y el trabajo sobre la ontología crítica del presente hacen referencia a la libertad de las multitudes, a la construcción de bienes comunes, al rechazo del neoliberalismo, entonces sus «adeptos» toman distancia. Tal vez Foucault murió en buen momento. En Italia, en Estados Unidos, en Alemania, en España, en América Latina, y ahora también en Gran Bretaña, no conocimos este juego perverso parisino llevado a cabo para marginalizarlo de la escena intelectual. En estos lugares Foucault no pasó por el filtro de los pleitos ideológicos de la intelligentsia francesa: fue leído en función de lo que aportaba. La analogía con las tendencias que renovaron el pensamiento marxista al final de los años setenta es de esta manera también considerada como fundamental. Y esto no es simplemente en términos de una coincidencia cronológica. Más bien, es el senti-
miento de que el pensamiento de Foucault merece ser comprendido en medio de toda una serie de tentativas —prácticas y teóricas— de emancipación y de liberación, en el cruce de preocupaciones epistemológicas y de perspectivas etico-políticas. Creo que los obreristas europeos y las feministas estadounidenses, por ejemplo, encontraron en Foucault numerosos caminos de investigación, y especialmente una incitación a convertir sus meta-lenguajes en un lenguaje común, tal vez universal, para el siglo por venir.
3. Me gustaría intentar aclarar qué tomamos de Foucault Michael Hardt y yo en Imperio, y sobre qué puntos nos sentimos obligados a plantear críticas. Hablando de Imperio, no tratábamos simplemente de identificar una nueva forma de soberanía global diferente de la forma del Estado-nación: tratamos de comprender las causas materiales, políticas y económicas de dicho desarrollo y, al mismo tiempo, definir el nuevo tejido de contradicciones que éste mismo necesariamente implica. Para nosotros, desde un punto de vista marxista, el desarrollo del capitalismo (entendido en el contexto de un mercado mundial extremadamante desarrollado) se origina tanto en las transformaciones como en las contradicciones de la explotación del trabajo.
Son las luchas de los trabajadores las que transforman las instituciones políticas y las formas de poder del capital. El proceso que condujo a la afirmación de la hegemonía de la regla imperial no fue la excepción: después de 1968, después de la gran revuelta de los trabajadores asalariados en los países desarrollados y aquella de los pueblos colonizados, el capital no pudo más (en el terreno económico y monetario, militar y cultural) controlar y contener los flujos de la fuerza del trabajo
Bajo esta concepción de lo común, las singularidades son articuladas las unas a las otras para obtener un «agenciamiento» —término de Deleuze— donde cada potencia se encuentra desmultiplicada por otras, y donde cada creación es inmediatamente también la creación de las otras.
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en los límites del Estado-nación. El nuevo orden mundial corresponde a la exigencia de una nueva organización del mundo del trabajo. La respuesta capitalista toma forma en distintos niveles, pero aquel de la organización tecnológica de los procesos de trabajo es fundamental.
Se trata, en efecto, de la automatización de la industria y de la información de la sociedad: la economía política del capital y la organización de la explotación comienzan a desarrollarse cada vez más a través del trabajo inmaterial, la acumulación que concierne las dimensiones intelectuales y cognitivas del trabajo, su movilidad espacial y su flexibilidad temporal. La sociedad entera y la vida de los hombres se convierte así en el objeto de un interés nuevo por parte del poder. Marx había perfectamente prevenido (en Grundrisse y en El Capital) este desarrollo, al cual denominó: «la subsumación verdadera de la sociedad bajo el capital». Foucault comprendía, creo, este pasaje histórico, ya que describe, de su parte, la genealogía de la inversión en la vida por parte del poder —de la vida individual como de la vida social. Pero la subsumación de la sociedad bajo el capital (tanto como el surgimiento de los biopoderes) fue mucho más frágil de lo que creemos —no sólo en lo que respecta al capitalismo, sino también al objetivismo de los epígonos marxistas (como la Escuela de Frankfurt por ejemplo), nos es obligado reconocer. En realidad, la subsumación real de la sociedad (es decir, del trabajo social) bajo el capital generaliza la contradicción de la explotación en todos los niveles de la sociedad, tanto como la extensión del biopoder genera la apertura a una respuesta biopolítica de la sociedad: no más los poderes sobre la vida sino la potencia de la vida como respuesta a estos poderes; en suma, esto genera una apertura hacia la insurrección y hacia la proliferación de la libertad, hacia la producción de la subjetividad y hacia la invención de nuevas formas de lucha. Cuando el capital domina todo lo que es vida, la vida se revela como resistencia. Es sobre este punto que los análisis foucaultianos de la transformación de los biopoderes en biopolíticas han influenciado los nuestros en torno a la génesis de Imperio. Dicho eso, no sé si Foucault estaría de acuerdo con nuestros análisis: porque producir subjetividad, para Michael Hardt y para mí es, en realidad, encontrarse en una metamorfosis biopolítica que introduce al comunismo. En otros términos, considero que la nueva condición imperial en la cual vivimos (y las condiciones sociopolíticas en las cuales construimos nuestro trabajo, nuestros lenguajes y por lo tanto a nosotros mismos) pone en el centro del contexto biopolítico aquello que llamamos lo común: no lo privado o lo público, no lo social o lo individual, sino aquello que todos nosotros construimos para asegurarle al hombre la posibilidad de producirse y reproducirse.
Las últimas obras de Foucault fueron de gran influencia para mí, creo que lo que acabo de mencionar acerca de Imperio lo deja claro. Permítame contarle un anécdota, algo curiosa: a la mitad de los años setenta, escribí un articuló sobre Foucault en Italia —sobre aquello que hoy llamaríamos «el primer Foucault», el Foucault de la arqueología de las ciencias humanas—. En dicho artículo intenté indicar los límites de este tipo de investigación tanto como un posible paso más allá, una insistencia mayor sobre la producción de subjetividad. En aquel entonces, yo mismo estaba tratando de salir de un marxismo que, aunque profundamente innovativo en el terreno teórico —que planteaba la posibilidad de «un Marx más allá de Marx»— contrariamente, en el terreno del ejercicio militante presentaba el riesgo de errores terribles. Con eso lo que quiero decir es que en los años de la lucha apasionada que siguieron al 68, bajo la situación de represión feroz ejercida por parte de los gobiernos de derecha contra los movimientos sociales y contestatarios, muchos entre nosotros corrimos el riesgo de derivar al terrorismo, y algunos de hecho cedieron. Porque, detrás de este extremismo, siempre hubo una convicción de que el poder era uno y solamente uno, que el biopoder hacía de la derecha y de la izquierda algo idéntico, que sólo el Partido podía salvarnos. Y si no era el Partido, entonces serían las vanguardias armadas estructuradas como versiones militares de pequeños partidos, siempre dentro de la tradición de los «partisanos» de la Segunda Guerra Mundial. Comprendimos que esta derivación militarista era algo de lo cual los movimientos no se recuperarían; y que no era solamente una elección humanamente insostenible, sino un suicidio político. Foucault, y con él Deleuze y Guattari, nos pusieron en guardia contra dicha deriva. Fueron en este respecto verdaderos revolucionarios: cuando critican el estalinismo o las prácticas de «socialismo real», no lo hacen de manera hipócrita o farisea, como los «nuevos filósofos» del liberalismo; intentan encontrar los medios para afirmar una nueva potencia del proletariado contra el biopoder del capitalismo. La resistencia al biopoder y la construcción de nuevos estilos de vida no están alejados del militantismo comunista si aceptamos pensar que el militantismo es una práctica común de la libertad, y que el comunismo es la producción de lo común. Como en Imperio, la figura del militante comunista no es tomada del viejo modelo. Al contrario, se presenta como un nuevo tipo de subjetividad política que se construye a partir de la producción (ontológica y subjetiva) de las luchas por la liberación del trabajo y en favor de una sociedad más justa. Para nosotros, pero creo que también para los movimientos sociales de hoy en día, la importancia de las últimas obras de Foucault es por lo tanto excepcional. La genealogía pierde aquí todo carácter especulativo y se vuelve política —una ontología crítica de nosotros mismos—, la epistemología es «constitutiva», la ética asume dimensiones «transformadoras». Tras la muerte de Dios, asistimos al renacimiento del hombre. Pero no se trata de un nuevo humanismo; o más bien, se trata de reinventar al hombre dentro de una nueva ontología —será sobre las ruinas de la teología moderna donde seremos capaces de recuperar un telos materialista—. • Traducción de David Luna
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n siglo y medio después de la proclamación inaugural del Manifiesto comunista, fue el momento de las Restauraciones y de las Contra-reformas. Francis Fukuyama decretaba el fin de la historia. François Furet envíaba el comunismo al pasado extinto de una ilusión. Inmóvil en su movimiento eterno, el capitalismo devenía el horizonte insuperable, sin encanto, de toda época. ¿La muerte de Marx, la muerte de las vanguardias? ¿El fin de la historia, el fin del comunismo? Esos finales, sin embargo, no terminan de acabar. Hace veinte años, el semanario Newsweek declaraba solemnemente en su primera página la muerte de Marx. Desde 1993, empero, el duelo cesó. Jacques Derrida anunciaba el reto: «No habrá ningún futuro sin Marx, o, en todo caso de cierto Marx, al menos de uno de sus espíritus». El mismo año, Gilles Deleuze le confiaba a Didier Eribon: «Cuando alguien dice que Marx se equivocó, no entiendo qué pretende decir. Y menos aún cuando dicen que Marx está muerto. Hoy en día hay tareas urgentes: debemos analizar qué es el mercado mundial y cuáles son sus transformaciones y, para eso, es necesario pasar por Marx». Interpretar los movimientos del capital y desmontar sus fantasmagorías es siempre la labor de Marx. Durante todo el tiempo, decía nuestro desaparecido colega Daniel Singer, que el capital trabaje. Pero heredar jamás ha sido sencillo. Todo depende de qué se hace a partir de esta herencia sin propietario ni modalidad de empleo. Ahora bien, como lo subraya Eustache Kouvelakis, «el marxismo es constitutivamente un pensamiento de la crisis». Su difusión internacional de finales del siglo xix coincide ya con aquello que Georges Sorel llama su propia descomposición. Esta crisis significa, de entrada, la pluralización de esta herencia y el inicio de una lucha que no ha cesado desde entonces de maltratar la pretendida unidad del «marxismo». En Francia, las huelgas del invierno de 1995 marcaron el inicio del giro anti-liberal, confirmado después por las manifestaciones en Seattle o en Génova, además de un cambio en el paisaje intelectual. Simbólicamente, un mes antes del inicio de las huelgas, tuvo lugar,
bajo la iniciativa de la revista Actuel Marx, el primer Congreso Marx Internacional. Sobre los escombros del siglo xx, comenzaba a retoñar aquello que André Tosel llama «los mil marxismos». La pululación de estos «mil marxismos» es el momento en el cual dicho pensamiento se libera de carcasas doctrinarias. Tan plurales como actuales, desde entonces esos marxismos muestran una bella vitalidad, a condición, ciertamente, de tener el interés de observar qué se produce más allá de Francia. Este pulular plantea, a pesar de todo, la interrogación de saber aquello que, allende diferencias de orientación y las fragmentaciones disciplinarias, podría todavía permitirnos hablar del marxismo como una corriente de pensamiento reconocible. «¿Cuál sería —pregunta André Tosel— el consenso mínimo respecto a aquello que convendría llamar una interpretación legítima del marxismo?». La pluralidad de marxismos plantea la problemática de un acuerdo teórico mínimo sobre una base de desacuerdos legítimos. Después de la época estalinista de las excomuniones sectarias, hoy en día el peligro es inverso, aquel de una coexistencia amable y ecléctica entre marxismos académicos sin implicaciones prácticas. El fundamento de esta amenaza reside en la discordancia entre los ritmos de reapropiación intelectual y la lentitud de la removilización social, en la escisión que se mantiene entre teoría y práctica, la cual, de acuerdo con Perry Anderson, ha marcado profundamente el «marxismo occidental». Si ésta no ha sido debidamente refutada en su dimensión teórica, la crítica marxista de la modernidad capitalista no podrá resurgir indemne tras las grandes derrotas políticas del siglo pasado.
No habrá futuro si no es capaz de restablecer el diálogo con una renovada praxis de los movimientos sociales, sobre todo con los de resistencia contra la mundialización capitalista. Es en este aspecto que se manifiesta de manera clara la actualidad de Marx: en el rechazo a la privatización del mundo, a la mercantilización generalizada y a los peligros que todo eso proyecta sobre el futuro de la especie humana.
La crisis ahora abierta de la mundialización liberal y de sus discursos apologéticos constituye el fundamento para un renacimiento prometedor de los marxismos. Testimonio de esto son los trabajos de Robert Brenner en los Estados Unidos, aquellos de Francisco Louça sobre los ritmos económicos o la fecundidad en Francia de las investigaciones críticas en torno a las lógicas de la mundialización. Bajo el impulso de David Harvey o de Mike Davis, el auge del «materialismo histórico-geográfico» retoma las pistas dejadas por Henri Lefebvre respecto a la producción del espacio. Los estudios feministas vuelven a impulsar la investigación sobre las relaciones entre clases sociales, las identidades comunitarias y las pertenencias de género. Los estudios culturales, ilustrados notablemente por el abundante trabajo de Fredric Jameson en los Estados Unidos o de Terry Eagleton en Inglaterra, abren nuevas perspectivas a la crítica de las representaciones simbólicas y de las formas estéticas. La ya abundante obra de Alex Callinicos confronta con coherencia un marxismo militante y crítico con los retos de las teorías sociales contemporáneas, con la obra de Rawls, con las teorías de la justicia, con el marxismo analítico o con las retóricas de la posmodernidad. No es menos cierto que la crítica marxista se encuentra en un momento crucial de su propia historia. El Diccionario Marx contemporáneo pone en evidencia la rápida evolución de la coyuntura teórica bajo el golpe de eventos mayores. En menos de diez años, la escuela francesa de regulación se desintegró, la corriente de marxismo analítico anglo-sajón desapareció, el operaismo italiano conoció, a su vez,
sorprendentes metamorfosis. El siglo xx existió. Regresar a Marx no será suficiente. Más bien se trata de saber a través de cuáles caminos regresar a Marx. Gramsci, Benjamin, Bloch, Lukács ofrecen suficientes contrapuntos críticos para hallar, entre las ruinas de la ortodoxia estaliniana, no un Marx auténtico, el verdadero Marx (aun si buena cantidad de contradicciones fueron cometidas sobre su obra), sino los Marx posibles y reprimidos, aquellos que tienen tanto que decirnos sobre la mundialización, sobre el fetichismo, y aun sobre la ecología (como lo muestran las investigaciones de John Bellamy Foster). Si una teoría se evalúa a través de la fecundidad de su programa de investigación, la de Marx permanece lejos aún de haber agotado todo su potencial. Sería ilusorio pensar en los años sesenta como la época de oro del marxismo. Fue simplemente el inicio del fin de un marxismo de Iglesia, y el gran historiador E.P. Thompson pudo escribir gracias a ello su Miseria de la teoría. Cuanto más visibles fueron los grandes heréticos de aquella época, más desértico se volvió el paisaje de los marxismos. Hoy en día existe una multitud de trabajos originales y una productividad teórica que no se compara con aquel pasado retrospectivamente embellecido. Pero su dispersión y su fragmentación, aunadas a la ausencia de un catalizador político, implican que siga siendo todavía un trabajo molecular, discreto —incluso si la renovación editorial es evidente—, cuyos efectos sobre el campo social y político permanecen modestos. Pero esto no es sino un inicio. • Traducción de David Luna
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Glissandos en el laboratorio global Por Carmen Pardo
Variaciones sobre el arte, el mar y el Mediterráneo
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i al término del siglo xxi los relatos hubieran dejado de ser espacios de recogimiento, entonces la primera mitad de este siglo bien podría recorrerse como una vasta galería de imágenes y de sonidos donde el sedimento de los tiempos se confunde. De entre todas esas imágenes, hay particularmente una que, a menudo, se desliza por nuestro imaginario produciendo una extraña mezcla de placidez y desasosiego. Se trata del grabado Bajo la gran ola de Kanagawa de Katsushika Hokusai (1760-1849). Esta obra, que pertenece a la serie de las Treinta y seis vistas del monte Fuji, muestra una tempestad que forma una gran ola a punto de engullir unas barcas que vuelven sin pesca a puerto. Al fondo, el monte Fuji con su cumbre nevada hace de contrapunto estático. El tema principal de la obra, la gran ola, no ocupa el centro sino que ha sido desplazado a la izquierda. Esta decisión de Hokusai es importante porque, por un lado, obliga al espectador a recorrer toda la obra, y por otro lado, contraría los hábitos de lectura que desde la era Heian, se practicaban de derecha a izquierda. Hacer avanzar la ola desde la izquierda y recorrer el cuadro hacia la derecha es un modo de dotar de más dramatismo a la imagen.
Unos años más tarde, en 1854, se celebra la Convención de Kanagawa, que supone la apertura de varios puertos japoneses al comercio estadounidense. Cuatro años después, se firman acuerdos comerciales entre Japón y Europa, teniendo como elemento común el deseo de fragilizar al imperio nipón. Entre los resultados de estos acuerdos comerciales, se encuentra la llegada a Europa y a Estados Unidos de productos japoneses. La Exposición Universal de Londres (1862) acoge toda una colección de estampas de Hokusai. Cinco años más tarde, en la Exposición Universal de París se puede contemplar Bajo la gran ola de Kanagawa junto al resto de la serie. Las obras de Hokusai causan una gran impresión en numerosos artistas y desatan la pasión por la cultura japonesa. Estas estampas del periodo Edo —ukiyo-e o imágenes del mundo flotante—, penetran el imaginario artístico, social y cotidiano de la burguesía. Los interiores de sus casas son ocupados por bronces, cerámicas, cristales y muebles de corte japonés. Charles Baudelaire poseía estampas japonesas que también regalaba a sus amigos. Del músico Claude Debussy contamos con dos fotografías de 1910 que nos muestran al compositor en su aparta-
mento de la avenida Bois de Boulogne. Debussy aparece sentado en un sillón y junto a él, en una de ellas el músico Igor Stravinsky y en la otra el compositor Erik Satie. En ambas, al fondo podemos ver el grabado de Bajo la gran ola de Kanagawa. Cuando compone su obra El mar. Tres esbozos sinfónicos para orquesta (1905), Debussy escoge como portada de la partitura la obra de Hokusai, aunque reducida a la imagen de la gran ola. Si con El mar, Debussy deja escuchar los ritmos cambiantes de las olas y los encuentros imprevistos de la resaca marina, nada se percibe en cambio de esas barcas ni de la suerte que sin duda correrán sus tripulantes. El mar de Debussy es como nuestro mar, en calma o agitado, pero siempre hermoso. Las imágenes de nuestro mar son las de un mundo flotante en el que nos zambullimos en verano intentando olvidar que esa ola va a engullir las tres barcas. Nuestra mirada no contraría los hábitos estéticos contraídos con el mar desde que los primeros «baños de ola» terapéuticos dieran paso al turismo de sol y playa. Si en palabras de Raymonde Isay, el japonismo fue el equivalente del descubrimiento de un continente estético nuevo, las barcas cargadas de dolor en el mar Mediterráneo, para muchos nuestro mar, son la constatación de un continente ético que marcha a la deriva. •
El parque de San Martín La comunidad de San Martín Esperillas está construyendo un parque con la visión de tener un espacio público, recreativo y de aprendizaje que potencie su vida comunitaria, reforzando su identidad ngigüa y ayudando a la conservación de la reserva de la biósfera Tehuacán-Cuicatlán, de la cual forman parte. La idea de crear el parque surgió de Las Siemprevivas, un grupo de mujeres activas que, luego de dos años de acompañamiento y capacitación de Adeco, se han consolidado como lideresas comunitarias y han propuesto el proyecto al resto de los habitantes de San Martín.
Entérate cómo apoyar esta iniciativa en adeco.org.mx
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El campesino y el obrero
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Giorgio Agamben
A
pesar de mi desconfianza por los premios y los castigos, Fue necesario hacerlo —se dijo— porque una nueva figura de la he aceptado recibir el premio Nonino por la simple razón de época se asomó a los umbrales de la historia y marcaría el curso de que éste se propone explícitamente en su estatuto la «valorización los siglos por venir: el obrero. En 1938 aparece el libro de Ernst Jünger que lleva precisamente ese título: Der de la civilización campesina». Sobre estas Arbeiter, el obrero —un libro que habría de dos palabras, «civilización campesina», Es un hecho que no dejará ejercer una influencia considerable, tanto en me gustaría reflexionar con ustedes. Porque, aunque algo de ella continúa vigen- de sorprender a los futuros la derecha como en la izquierda del orden te, sabemos que la civilización campesina historiadores: que para político europeo—. En el centro del libro ya no existe, que pertenece al pasado. En está la descripción y la teorización de esta los años en los que nací, los campesinos hacer desaparecer una nueva figura de época que debía sustituir a constituían todavía la mayor parte de la cultura que, en sus líneas los campesinos (que, a decir verdad, apenas población italiana, pero mi generación son nombrados por Jünger), a la aristocracia los ha visto desaparecer progresiva y rá- generales, había permay a la burguesía en el dominio del mundo. pidamente. Es un hecho que no dejará de necido inalterada por Toda la modernidad se coloca, según Jünger, bajo su signo: la técnica —son sus pasorprender a los futuros historiadores: que labras— «no es más que el modo en que la para hacer desaparecer una cultura que, en cincuenta mil años, fuese sus líneas generales, había permanecido necesario tan poco tiempo. figura del obrero moviliza al mundo». Finalmente todo eso era falso, simpleinalterada por cincuenta mil años, fuese mente falso. Esa decisiva figura de época, necesario tan poco tiempo. Y no menos Y no menos sorprendente que ha sido exaltada, descrita, representada sorprendente es la facilidad con que nos es la facilidad con que nos hemos dejado persuadir por los charlatanes del progreso de que se trataba de un hemos dejado persuadir fenómeno ineluctable —tan ineluctable, por los charlatanes del prosin embargo, que curiosamente, para realizarlo, fue necesario ejercer sobre los cam- greso de que se trataba de pesinos una violencia sin precedente—. un fenómeno ineluctable. No me refiero sólo al exterminio de los campesinos en la Unión Soviética, un verdadero genocidio —lo recuerdo justo hoy, en el día de la memoria— que ocasionó el doble o quizá el triple número de víctimas que el exterminio de los judíos. Me refiero también a la violencia —porque se trató sin duda de una forma de violencia, aunque más solapada— que fue necesaria para deportar a la población agrícola del sur hacia las fábricas del norte.
y celebrada innumerables veces con amor, y también descrita con odio y desprecio, desapareció con la misma velocidad con la que apareció. Todavía hay obreros, es verdad, pero el obrero como figura de época pertenece hoy al pasado, al igual que el campesino al que debía sustituir. No es fácil decir cuál es la figura histórica que está frente a nosotros, si el tecnócrata, el científico o algún otro oscuro personaje digital del que apenas logramos entrever el rostro, pero con toda seguridad no es el obrero. Jakobson habló, a propósito del destino trágico de los poetas rusos de la primera parte del siglo xx, de «una generación que ha disipado a sus poetas»: somos una generación que ha disipado en pocos decenios un antiquísimo patrimonio y que no sabe muy bien con qué sustituirlo. Me gustaría terminar con las palabras de un autor que ha escrito el testimonio más extraordinario sobre el final de la civilización campesina: Carlo Levi. Es un hecho, sobre el cual no deberíamos cansarnos de reflexionar, que en los mismos años, dos judíos de Turín con el mismo apellido, Carlo Levi y Primo Levi, publicaron los dos libros sin duda más importantes de la literatura italiana del siglo xx: Cristo se detuvo en Éboli (1945) y Si esto es un hombre (1947). En la novela El reloj, publicada en 1950 y ambientada en aquellos meses de 1945 en que el gobierno de Parri, nacido del Comité de Liberación Nacional, cae para dejar su puesto a la decadencia política que conocemos y que él, lucidamente, entrevé, Levi propone dividir el mundo en dos clases: los Campesinos y los Luises*. Los Campesinos son aquellos que «hacen las cosas, las aman y se contentan con ello». Campesinos son, para Levi, no sólo los campesinos en su sentido literal, sino también los industriales, los artesanos, los emprendedores, los ma-
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temáticos, los poetas, las amas de casa, en resumen, todos aquellos que «hacen las cosas». Luises son todos los demás: los burócratas, los organizadores, los politiquillos, los mediadores y los mediocres de toda especie, que viven aprovechándose del trabajo y de la inteligencia de los Campesinos. «La verdad», escribe proféticamente Levi, «es que la forma misma de nuestros partidos es luisina, la técnica de la lucha política y la estructura misma de nuestro Estado son luisinas». Italia —creo yo— nunca ha existido, excepto, quizá, en aquellos pocos meses o en aquellos dos años, de 1945 a 1947, hasta las elecciones de 1948, que marcaron el triunfo de los Luises, y en las que pareció posible, por un momento, que los Campesinos quitaran finalmente de en medio a los Luises. Dedico este premio a los Campesinos y no a los Luises. • Discurso pronunciado en la entrega del Premio Nonino, el sábado 27 de enero de 2018 en las Destilerías de Ronchi di Percoto (Udine). Traducción de Ernesto Kavi
* Nombre derivado de Luis de oro, moneda francesa acuñada en el siglo xvii, e imitada en Italia con el nombre de Luigini. N. del T.
Extractivismo integral • Por donDani Todo va según lo planeado. Mandamos el cargamento de cadmio y en unos meses, una vez que comencemos el desagüe en el río, llegará la mano de obra de los ex campesinos de la zona.
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La Habana (Tres apuntes)
Daniel Saldaña París 1. Un recuerdo inventado Para Pablo Soler Frost
E
sta es la segunda vez que comienzo a escribir esto. Lo escribo en mi cuaderno verde, sentado en la terraza de un café en de que regreso a La Habana pertenece, sobre todo, al terreno de la la Plaza Vieja. Me gusta escribir a mano porque así, en vez de hacer ficción. De la ficción autobiográfica, si se quiere. correcciones a un mismo párrafo, borrando y añadiendo como en la computadora, empiezo una y otra vez desde el principio, el mismo En diciembre de 1983, hace treinta y cuatro años, mis padres vinietexto cada vez pero distinto, para evitar borraduras. Empiezo un páron a La Habana. Léase este fragmento con la velocidad y el color rrafo y lo repito. Me interrumpo y recomienzo. Copio las mismas de una película en súper-8. Mi padre luciendo su camisa de jerga, líneas en una página nueva. Y aunque escriba dos, tres veces el mismo su vello facial de ortodoxia marxista. Mi madre convencida de que texto, el mismo idéntico texto, como un Pierre Menard de mí mispodía cambiar el mundo a gran escala mo, pervive siempre el entusiasmo del co—veintidós años cada uno bajo el brazo—. mienzo. Hay un regreso y un avanzar. Un Escribir sobre La Habana, En aquel entonces mi papá trabajaba en la retorno novedoso. La tinta es otra y no. Universidad Autónoma Chapingo, espeLa página en blanco está menos en blanco de algún modo, implica un cializada en asuntos de agronomía, donporque siempre está escrita de antemano. movimiento parecido; una de era miembro del sindicato. Tanto él Escribir sobre La Habana, de algún espiral, casi. Aunque sea como mi madre, además, formaban parte modo, implica un movimiento parecido; de un comité de apoyo a El Salvador que una espiral, casi. Aunque sea la primera la primera vez que visito contribuía a la relocalización, en México, vez que visito la ciudad, la primera vez de los exiliados políticos de la guerra civil que escribo sobre ella, no puedo evitar la ciudad, la primera vez centroamericana. Fue en ese comité, pretener, a un tiempo, el entusiasmo atra- que escribo sobre ella, no cisamente, donde se conocieron, mientras bancado de las primeras veces y la sensaeran todavía estudiantes de sociología en ción de que este viaje —este texto— es puedo evitar tener, a un también un regreso. tiempo, el entusiasmo atra- la Ciudad de México. Su relación prosperó siempre en el marco de cierto activismo po¿Pero un regreso a qué, adónde? Sé lítico, de cierta exaltación revolucionaria, que es una sensación sin fundamento, un bancado de las primeras engaño. No he regresado a nada. La idea veces y la sensación de que teñida por ese Pantone del siglo xx que ha desaparecido casi por completo y que hoy este viaje —este texto— es se revisita con nostalgia. El sindicato de trabajadores de Chapintambién un regreso. go organizó, en diciembre del 83, un viaje a Cuba. Mis padres aprovecharon la coyuntura para venir al país que más poderosamente ocupaba su imaginación en aquellos años. Pasaron una semana de un lado a otro, en actividades y reuniones organizadas por el sindicato, y una semana más, ellos dos solos, vacacionando y conociendo las calles de La Habana. Nueve meses después, en la Ciudad de México, nací yo. Esta es la segunda vez que comienzo a escribir esto. Si me remito a las páginas anteriores, en este mismo cuaderno, puedo leer la prime-
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ra versión de estas líneas, que no difiere mucho de ésta. Un adjetivo distinto, un par de frases añadidas, alguna precisión. La reescritura a mano funciona como por tema y variaciones. Como pasar dos veces por la misma calle en dos momentos antagónicos del día —bajo un clima distinto, un día partido por la revelación o la tormenta—. Mis papás se divorciaron antes de que yo cumpliera los dos años; ellos tenían tan sólo veinticinco y, como es comprensible, ambos han cambiado mucho desde entonces, al grado de que hoy me resulta difícil imaginarlos en una misma habitación, compartiendo un café, no digamos ya conformando una pareja de enamorados que camina por la plaza —por una versión anterior de esta misma plaza donde escribo—. No recuerdo en qué momento mi padre, más propenso a la nostalgia que mi madre, me contó que fui engendrado en Cuba, en algún hotelucho de La Habana, en diciembre de 1983. Quiero creer, hoy, que usó precisamente esa palabra: «engendrado», pero no sé mucho más. El recuerdo que me invento para llenar la laguna es éste: mi papá borracho, después de tomarse cinco caballitos de tequila, llorando en el jardín de la casa de Santa María Ahuacatitlán, en Cuernavaca, contándole a su hijo adolescente —a mí, a una versión de mí que ya no existe— que fue engendrado en Cuba, que sus padres formaban una pareja mítica, envidiada por todos, y volvieron a México decepcionados de la Revolución pero esperando un hijo. El recuerdo que me invento se resume así: nací al mismo tiempo que su desencanto.
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A lo mejor no es la segunda, ni la tercera vez que comienzo a escribir esto. A lo mejor he escrito otra versión de estos párrafos atrabancados, sembrados de comas y de dudas, muchas otras veces, en cuadernos verdes que he perdido, cuyo contenido se inventa mi memoria. Y seguiré escribiendo este mismo texto el resto de mi vida: versiones y variaciones de estas mismas líneas, de este mismo punto y seguido. Pero todas las versiones contendrán esto: la Plaza Vieja, la confluencia del sonido de tres grupos de son cubano diferentes, tocando la misma canción a diferente ritmo desde tres esquinas distintas de la plaza. Todas las versiones de este texto, copiado y recopiado en mil libretas verdes, contendrán el sonido que, como el viento, se reúne en el centro de la plaza, junto a la fuente acordonada, confundiéndose con el rumor políglota de los turistas. Yo soy uno de esos turistas: recorriendo la ciudad y la memoria con el mismo desparpajo, en bermudas, con la misma curiosidad dispersa. Si conocer es recordar, como creía Platón, entonces recuerdo La Habana desde siempre, y ahora mismo reescribo una versión del texto sobre mi primera impresión de esta ciudad gozosa. Esto no es retruécano filosófico sino escritura a mano: confusión, bochinche, confluencia del sonido de tres grupos de son distintos en una ciudad húmeda y soleada, que descubro y reconozco. Empezar a escribir algo es aprender a escribir de nuevo, a tropezones, siempre con dudas, aunque el texto se haya escrito infinidad de veces en cuadernos perdidos, en cuadernos extraviados que me invento. La Habana es el origen. El texto está empezado siempre. Esto: la danza lentísima de una ciudad que se viene abajo, striptease arquitectónico con la música machacona de las olas —el salitre inmiscuyéndose como un rumor en todo— y en el mar, a lo lejos, el espejismo borroso de otra isla, calco perfecto de esta isla donde escribo otra versión de estas palabras. Mi padre tenía una docena de casets con discursos de Fidel grabados, escondidos en la misma gaveta del librero que sus revistas pornográficas y el boceto de una novela que no terminó de escribir nunca. En la sala del departamento del Fovissste Cantarranas, cuando
vivíamos los dos solos, él ponía una y otra vez la canción de «Caballo viejo» en un disco de treinta y tres revoluciones mientras se tomaba un tequila. Es un recuerdo inventado, por supuesto, como todos los que sirven para explicar quién soy. ¿Cómo será entonces, dentro de veinte años, mi recuerdo del recuerdo de este café habanero, de esta mesa frente al malecón, inventando el espejismo de una isla? Esta es la tercera, la cuarta vez que escribo estas mismas líneas. A veces imagino que tengo un hermano gemelo en algún sitio, perdido, como una isla que le da la espalda a su espejismo. Un hermano idéntico que repite mis gestos, que recorre, quizás, las calles de otra Habana, sin que lleguemos a toparnos nunca. Ese hermano que no tuve, calco perfecto de mí mismo, ¿es un recuerdo inventado? ¿El ron que me tomé anoche, sentado frente a un mural de héroes decimonónicos en Habana Vieja, es un perfecto espejismo? Entre las ruinas de un edificio verde, una mujer que se contorsiona. Cuatro gatos grises entre la basura. Dos turistas rubios que fotografían a una adolescente. Una conversación sobre filatelia fumando un puro. El lenguaje envolvente de la estafa. Las estatuas ausentes. Un vals para Oshún. Los orines al pie de la farola… ¿Qué recuerdos quedarán cuando regrese, cuando escriba de nuevo estas palabras?
2. Turismos Diciembre. El día que debo volar a Cuba, Montreal amanece cubierto de hielo. Verglas, dice la alerta de clima en mi celular. Me tambaleo desde el portal de mi edificio hasta el taxi, patinando, sintiendo el hielo crujir bajo mis tenis de tela. El avión sale con una hora de retraso, no es mucho. Conforme despega, veo por la ventanilla el paraje blanco, yermo, asfixiante, que voy dejando atrás. Más allá del horizonte, la promesa de un verano sin orillas: Habana para la sed. Este es mi último invierno en el norte. Esta es la última vez que escapo de la gélida tundra para buscar el sol, desesperado. La cabina va llena de turistas quebequenses. Uno de ellos intenta conversar conmigo, pero yo finjo que no entiendo su idioma, y en el fondo no entiendo su idioma.
Ilustración de Mariana Castillo
(Estoy escribiendo esto de nuevo, regresando punto por punto, a posteriori, como un detective de mi propia vida. Como si hubiera perdido algo en una esquina de La Habana y quisiera reconstruir cada paso, cada gesto, para encontrarlo). En migración, el oficial me pregunta si he estado alguna vez en el país. «No», respondo, con un titubeo. ¿He estado alguna vez en Cuba? A decir verdad, no me siento seguro afirmando una cosa u otra. Podría haber estado aquí de paso, cuando era un lactante, o en algún sueño. He estado en muchos lugares que no recuerdo, y recuerdo muchos sitios donde nunca puse un pie, donde nunca me tomé un mojito. (Si escribo esto después de haber estado en Cuba, recordando, ¿cabe modificar aquí el recuerdo? ¿Cabe que le responda algo distinto al oficial que me pregunta?) «Bienvenido a Cuba», me dice, tendiéndome el pasaporte. En el estacionamiento del aeropuerto veo, primero, a Luis Felipe. Fumando. Tiene que haber siempre una cara conocida, una cara amiga, una mirada que cuestiona y un cigarro encendido.
En el trayecto en camioneta hacia el Vedado voy absorto: miro por la ventanilla: paradas de autobús descascaradas, construcciones de los setenta. Alguien me va diciendo los nombres de los barrios que atravesamos, pero no escucho nada. Mi único sentido, de momento, es la vista: como un halcón hambriento en lo alto de una rama, miro con prisa, exprimiendo la imagen en busca de algo en concreto: la carne expuesta. (Y recuerdo, de repente, La carne de René, esa novela de Virgilio Piñera a la que llegué de rebote tras leer el Ferdydurke, y que emulé con poco tino durante un verano: apuntes perdidos, libretas viejas). Lo primero y principal es elegir un lugar al que volver: una terraza, una trastienda, un balcón desde donde se pueda ver, conversar, quizá escribir —a veces—. Un punto fijo o dos —otero, promontorio— para que la ciudad se vuelva más legible. La elección no es tal: se impone, se revela. El turista debe recibirla con la humildad debida, sin titubeos. En este caso ese lugar, primero, es la terraza del Hotel Presidente, sobre avenida G, frente a una ristra de pedestales sin estatuas
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—¿es esta la segunda vez que escribo estas palabras?—. «Don Iván, buenos días, un mojito y una tarjeta de esas». Después será el café El Escorial —«montón de escorias», en la llamada Plaza Vieja —tres grupos de son distintos, desde las tres esquinas—: el único lugar de la ciudad donde han decidido combatir el deterioro con pintoresquismo, a la manera de otros cascos antiguos de América Latina. En esos dos lugares escribiré esto, sobre las páginas centrales de un cuaderno verde, tamaño A5, vertical; con una pluma negra que en algún momento se quedará sin tinta, obligándome a mirar en torno —halcón de nuevo—, el rumor batiente de la sangre ensordeciendo todo.
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Se habla de sexo, mucho —hay un léxico hermoso—. Los locales lo venden como si ellos, personalmente, lo hubieran descubierto esa misma mañana, por casualidad. Como quien descubre el fuego y luego sigue con su día. La conversación sugiere, siembra un temblor en las vísceras huecas. Intento hacerle oídos sordos: mi viaje es hacia adentro, por ahora. Una peregrinación al núcleo, caminata ritual hacia mi origen. Temo, sobre todo, verme reflejado en el espejo del turista que permuta el frío de los suyos por el abrazo rentado —el olor a coño y a tabaco oscuro mezclado con el almidón de la camisa—. Cuba será un lupanar bíblico, si quieren; una isla de míticas fenicias entrenadas en el arte de cabalgar la noche —perra de lomo arqueado—, pero yo vine a mirar las cosas desde una terraza púdica y prudente —promontorio—, enfilando un café tras otro, un mojito y otro hasta quebrar mi pasmo. Después vendrá la danza. Puedo mantener el tipo hasta que bailo, ya luego no respondo.
La Habana debe de estar a mitad de camino entre el pesimismo nostálgico de Antón y el entusiasmo sin bemoles con que Rubén la explica. Entre la música que Juan Carlos colecciona y el Hambre con mayúscula que Luis Felipe recuerda —un huevo hervido, singular, protagoniza su anécdota—. La Habana está echada —perra— entre la sospecha de Pablo y el Tumbao Silver Dry apurado en la banqueta. Un pueblo unido al grito de «¡Guaracha y paranoia!». Aquí nació Dionisio, me parece, pero tenía otro nombre (uno de esos nombres con i griega que tanto abundan). Lo puedo ver paseándose desnudo por el malecón lamoso, resbalando ante la risa estentórea del guajiro, recién llegado —ayer— con una bolsa al hombro. Aquí fundó su reino: en una ínsula. Maceró en su vino las columnas apolíneas de las casas, para acabar con todo. Las ménades no encontraron uvas que traerle, ni fruto alguno. Unas malangas fritas, a lo sumo, sumergidas en mieles espesísimas. Cabaret Las Vegas. Una transexual con novísimas tetas me enseña su operación en fotografías. «Aquí estoy yo inconsciente a la salida del quirófano», dice. «Mi ideal de belleza es Anahí», dice. «Una vez estuve en Rusia», dice. Yo bebo un trago de ron Santiago y convenzo a Pablo de volver pronto. Afuera, entre dos almendrones, pienso de pronto en Sarduy, que acentuaba la palabra travestí. Un violín no es un violín; un vals no es, tampoco, un vals —no exactamente—. El departamento es de dos estancias, un balcón y una
Ilustración de Mariana Castillo
cocina. En el balcón fuma Luis Felipe (una queja, una risa, un cigarro encendido). Adentro hay percusión y cuerda. Antón sentado como un patriarca. Juan Carlos bailando. Hay ron servido en vasitos de plástico y un altar con una virgen negra. Un diente dorado en una boca roja. Unas uñas postizas —largas, colores chillantes: belleza desatada—. Hay pastel y chicharrón y plétora. Potlatch para los dioses de nombres llenos de vocales. Babalú Ayé. Obatalá. Yemayá. Oshún. El calor emana de las voces, del acordeón asmático que vierte las notas de su crisis Aquí nació Dionisio, me sobre nosotros, los comedidos, los fuera de Pienso en ese capítulo de Canción de tumba lugar, los atolondrados. Pero el calor lo irá parece, pero tenía otro igualando todo. Y el baile: única democra- nombre (uno de esos nom- donde Julián Herbert recorre los afters de La Habana levitando en una nube de opio, cia en esta isla. Llevo treinta y tres años escribiendo bres con i griega que tanto persiguiendo el recuerdo de su madre en los rostros de las prostitutas habaneras. Pienso esto, varias veces. Este texto híbrido entre abundan). Lo puedo ver en El libro uruguayo de los muertos, donde cuyas sílabas se filtra siempre un retorno. paseándose desnudo por el Mario Bellatin y Sergio Pitol exploran la baUn viaje circular de treinta y tres revoluciones para volver al punto exacto en que malecón lamoso, resbalan- hía de La Habana con una maleta llena de toallas, en busca de unos muñecos. Pienso empezó todo: ¡Música, maestro! Un esperen el primer taller de poesía que tomé en mi matozoide en el momento de la fecunda- do ante la risa estentórea vida, en Madrid, con Orlando González Esción —tan visto en documentales—. Una del guajiro, recién llegado teva, poeta cubano del exilio que me regaló reproducción acelerada de células madre un cd con el canto de treinta y seis diferen—la prisa, desde ese momento, será mi sig- —ayer— con una bolsa al no: prestissimo— y luego un pálpito y otro hombro. Aquí fundó su re- tes grillos japoneses, y que me contagió su entusiasmo por algunos improbables rincoy otro más —solo de timbales—. Desplaino: en una ínsula. Maceró nes del corpus martiano: el artículo sobre la zamientos: una ciudad como un monstruo gran exposición de ganado, ciertas entradas mítico, una niñez en pantalones cortos, en su vino las columnas de los Diarios («en la nariz, franca y chata, una crisis asmática —entra el acordeón—. le jugaba la luz») y, ante todo, el artículo Viajes, lecturas, corazones rotos —el violín apolíneas de las casas, paen que Martí describe una convención de se arranca—. Y luego la letra: escritura que ra acabar con todo. sordomudos en Siracusa: «Se entendían busca morderse la cola: uróboros terco —la con los dedos, que subían y bajaban por el aire en mil figuras, como voz del cantante—. Fast forward, treinta y tres años, revoluciones: un es fama entre duendes que suben y bajan los kobolds traviesos por las departamento atestado, en algún lugar —periférico— de La Habana. chimeneas de las cocinas de Holanda». Un altar con una virgen negra. Un baile sin tregua hasta sudarlo todo. Las calles tienen aquí dos nombres. Quizá de ahí proviene mi sensación de que la Habana es una y su Doppelgänger. La piedra carcomida y el plano levantado, a vista de pájaro, como una dimensión platónica que flota tranquila sobre las cosas. A veces hay intentos por reconciliarlas. En la guagua, un hombre me explica, espontáneamente, las equivalencias: Prado es Martí, Monte es Máximo Gómez, Belascoaín es Varela, Avenida de Italia es Galiano, Línea es Nueve. Otro pasajero, tres asientos atrás, interrumpe, corrige, introduce adendas a gritos. Discuten, se hacen de palabras. Una señora interviene y recita de memoria la tabla completa de calles y sus seudónimos, con un ritmo casi bailable. Los dos que discutían guardan un silencio no sé si indignado y alguien, desde el último asiento, prorrumpe en aplausos que pronto se contagian. La señora que cantó el nombre de las calles sonríe, agradece, reparte miradas de triunfo por toda la guagua. Ya nadie se acuerda cómo empezó todo: con mi tímida pregunta de dónde bajarme. Por supuesto, me paso tres cuadras.
Hay un regreso, como siempre. Una segunda parte —envés oscuro. La media casa de Lezama Lima: «Aquí se levantaba un muro, a mitad del patio. Su casa era sólo la parte izquierda», me dice la guía. El vaso danés que sale en Paradiso y que César Aira, al relatar su visita a la Casa Museo, utiliza como pretexto para una digresión sobre la miniatura. La misma terraza del hotel Presidente, pero bajo la luz hiriente de la espera y, después, el reencuentro con mi exesposa: «Me cansó mucho verte», me dice ella —honestidad que desarma—. La aclaración recurrente de todo lo que está en la carta pero no les queda. El cuarto con vistas al océano. El cuarto con vistas a mí mismo. La caminata alcohólica por Centro Habana, la caminata por el Vedado cuando entré a una iglesia, la caminata nocturna por el malecón (el amuleto de santería lanzado contra las olas: gesto desafiante que no logro sacudirme), la sensación de que esta es la cuarta, la quinta vez que escribo estas líneas.
3. Mis ínsulas extrañas Hay en el cerebro de todos los mamíferos una región del tamaño de una ciruela que los científicos han dado en llamar ínsula. Según el paradigma dominante —mecanicismo refrendado que tiende a reducir cualquier conducta a un amasijo más o menos complejo de tejidos atravesados por impulsos eléctricos—, la ínsula es la nueva glándula pineal que con tanto ahínco buscó Descartes tasajeando vacas (en
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metíamos todo en un sobre y lo mandábamos, sin más explicaciones, a la dirección que teníamos. Nos imaginábamos, en nuestra megalomanía, que al cabo de algunos lustros abriría en las islas un museo dedicado a nuestra marginalia, un archivo imposible que contendría poemas, corchos de botellas de vino, las hojas secas de un magnolio y un pañuelo con mocos. Supongo que el pobre guardián de nuestro futuro museo terminó por hartarse de nuestra propuesta artística, porque una buena tarde empezaron a regresarnos, a vuelta de correo, todos los paquetes que enviábamos. Lejos de decepcionarnos, la nueva circunstancia reavivó nuestra pasión por las remotas islas, que ya languidecía. Mandar algo a las Coco era un método de consagración de nuestros tiliches: de pronto tenía en mis manos un cuaderno que le había dado la vuelta al mundo y había regresado a mí impregnado con la magia de una isla aleatoria. Un día mi amigo y yo nos aburrimos de la vanguardia, como suele suceder, y cada quién siguió con su vida. Además de muchos sobres con matasellos de las Islas Coco, lo único que quedó de aquel episodio, en mí, fue una atracción inexplicable por ciertas ínsulas.
Cuba, me parece, lo habrían condenado a cárcel): el nódulo exacto en que coinciden la mente y el cuerpo —fantasma en la máquina. Los neurólogos informan que la ínsula se ilumina en las resonancias magnéticas cuando el sujeto experimenta deseos, empatía, repulsión. Un estudio la relaciona con el orgasmo; otro le atribuye la capacidad de leer la amenaza en los rostros humanos y otro más le asigna, nada más y nada menos, la «conciencia de sí», de la que tanto se jacta el Homo sapiens cuando está aburrido. Las ínsulas convierten las sensaciones físicas en emociones socialTres o cuatro años más tarde me invitaron a leer mis poemas a un mente codificadas: desdén, orgullo, deseo de saciar algún apetito. Pero las ínsulas, además, anticipan: advierten festival de poesía en Trinidad y Tobago. Aunque el festival duraba solamente un día, los a las regiones superiores del cerebro que al- Cuando tenía diecinueve gún estímulo físico en el futuro inmediato organizadores me llevaron por dos semanas puede provocar rechazo o deleite. En los o veinte años me obsesio- enteras. Como no había ninguna actividad drogadictos, la ínsula parpadea como luces né con un lugar bastante agendada para mí, esas dos semanas me dediqué a caminar por la selva en las inmediaestroboscópicas cuando ciertos estímulos ciones de Puerto España. ambientales detonan la avidez del consu- improbable: las Islas mo. Al ser el reducto —otero, promonMi hotel, el Cascadia, estaba a siete kilóCoco, en el océano Índico torio— de la anticipación, del futuro, en metros de la ciudad, y lo único que había más la ínsula también se alojan los desórdenes (…) y pronto contagié la o menos cerca era un hospital psiquiátrico. A ansiosos, a los que soy tan propenso. Fordurante el día, llegaban hasta el balcón caprichosa fascinación a veces, zando un poco la metáfora podría decir de mi habitación los gritos de los locos. que la ínsula, esa fruta marchita en el cen- un amigo mío, que se suEn Puerto España encontré una librería tro del cráneo, es el arúspice que llevamos con el sistema de clasificación más original mó a las pesquisas. Entre que haya visto. Los libros se amontonaban en puesto: lee las vísceras propias con fines los dos resolvimos fundar dos largas mesas de madera con sendos letreadivinatorios. de un lado los «Libros secos» y del otro una vanguardia artística ros: los «Libros mojados con agua de lluvia». Cuando tenía diecinueve o veinte años me Estos últimos eran más baratos, desde luego. obsesioné con un lugar bastante improba- —es lo que se hace a los ble: las Islas Coco, en el océano Índico. y entonces decidí que yo quería escribir veinte años— cuya sede Allí Empecé a investigar cuanto pude sobre libros de ese género, y de ningún otro: libros estas islas gemelas, primero en internet y estaría, precisamente, en mojados con agua de lluvia; aunque luego he luego en las bibliotecas, y pronto contagié traicionado sistemáticamente esa decisión eslas Coco. cribiendo libros más bien secos. la caprichosa fascinación a un amigo mío, que se sumó a las pesquisas. Entre los dos resolvimos fundar una Todo senséi, gurú o maestro de teatro que se precie procede de mavanguardia artística —es lo que se hace a los veinte años— cuya sede nera similar con respecto a su discípulo: lo primero es quebrar su estaría, precisamente, en las Coco. espíritu, machacar su ego con tareas denigrantes para que su alma, Conseguimos la dirección postal de un residente de la isla más reblandecida por el golpe, reciba las enseñanzas en lo más hondo. poblada (Pulu Selma) y le escribimos una carta, en un inglés inseguro, Para una persona cuyo signo zodiacal es la impaciencia (prisa mainformándole de nuestros planes. Su silencio nos pareció auspicioso ta), como es mi caso, no hay método más eficaz de quebrar mi espíritu y al cabo de unos meses empezamos a enviar más cosas: objetos varios de nuestra vida cotidiana que se integrarían a un vasto archivo que someterme a la espera. Mi vuelo desde Montreal a La Habana, sobre aquella vanguardia, resguardado por nuestro corresponsal en en abril, salió con dieciséis horas de retraso. Después de gritarle, por las Coco (Keeling) Islands. teléfono y en persona, a varios responsables de servicio al cliente; Después de tomar un café juntos, por ejemplo, guardábamos la después de considerar cancelarlo todo y de hacer filas en diversos servilleta manchada del platito junto con el ticket de consumo, lo mostradores y de resignarme a pasar la noche en un hotel desolador en las inmediaciones del aeropuerto, abordé finalmente el vuelo 879 de Air China con la mente en blanco, lienzo dispuesto para el brochazo que Cuba decidiera imprimirle. Aterrizar en el aeropuerto José Martí de La Habana, dejarme conducir hasta el Vedado y más tarde abordar el ferry con destino a Regla
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fue parte de un solo movimiento. Mi cuerpo mostraba una voluntad nula: era el destino el que tiraba de la lancha, desde la otra orilla. Había dormido mal y me sentía vulnerable, como a punto de llorar de un momento a otro. Antes de volver a La Habana había estado leyendo el Saducismus Triumphatus, or, Full and plain evidence concerning witches and apparitions. In two parts. The first treating of their possibility. The second of their real existence, de Joseph Glanvill, libro fundamental de 1681 donde se documentan los acontecimientos que en Suecia se conocieron como «El Gran Ruido»: la cacería de brujas y el pánico social desatados en 1667. Durante los juicios suecos por brujería, nos dice Glanvill, numerosos testimonios coincidían en señalar la isla de Blockula como el lugar donde las brujas se daban cita, cada jueves santo, para celebrar sus aquelarres. La isla, descrita en los testimonios inquisitoriales como una pradera infinita, recibió, casi cien años más tarde, la visita del gran taxónomo sueco Carl Linneaus, que, si bien se apresuró a condenar las supersticiones que rodeaban a aquel lugar en nombre de la razón positiva, también se vio obligado a reconocer que se trataba de un paisaje lúgubre que ciertamente inspiraba historias de satanismo. Según consigna el Saducismus, en Blockula las brujas caminaban hacia atrás, bailaban espalda con espalda y cogían con el diablo juntando los culos, como los perros. El diablo tenía la verga muy fría y de esas abominables cópulas nacían culebras y sapos.
La idea de una isla donde todos los movimientos son ejecutados en reversa me hizo pensar en el cuarto rojo de Twin Peaks, de David Lynch, esa especie de Blockula metafísica, y en ese otro cuarto, el redrum que Danny escribe en las paredes del Overlook Hotel en The Shining, de Stanley Kubrick, y que leído en reversa dice «asesinato». Mi Blockula personal no está en el mar báltico, sino en el Caribe. Las mujeres bailan reguetón al ritmo de ese machacón estribillo que reza «de reversa, mami; de reversa, mami». Pero de mi cópula con las brujas reguetoneras, juntando los culos, no nacerían sapos ni serpientes porque una santera, a la salida del santuario de Nuestra Señora de Regla, tuvo a bien revelarme que soy irremediablemente estéril. «Tu esposa quedará preñada, pero no va a ser tuyo el hijo», sentenció como epílogo la santera. Sentado en el malecón, con la vista perdida en el horizonte, un par de días más tarde, no sé todavía si debo tomarme en serio el oscuro vaticinio, pero pienso que, en cualquier caso, mi posible esterilidad genética no parece extenderse, bendita sea Blockula, al dominio de las historias insulares, que tienden a multiplicarse en mi vida como las aves de un exuberante archipiélago. •
La Habana, diciembre de 2017 - mayo de 2018
Where you been?
Por Wenceslao Bruciaga
Que cuarenta años son nada
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o puedo leer la máxima consigna escrita en el cartel de la 40ª Marcha del Orgullo lgbttti de la Ciudad de México, sin excavar sospechas, «40 años viviendo en libertad», rezaba la frase escrita con tipografía anticuada y tediosa, como inspirada en los libros de texto gratuito de los ochenta, involuntario homenaje gráfico a esos tiempos de nacionalismo chabacano a lo Miguel de la Madrid Hurtado. Probablemente hoy gocemos de una visibilidad políticamente correcta, cualquier resbalón es susceptible de ser calificado de homofobia, y las nuevas interpretaciones de las teorías queer han hecho de jotear un accesorio de moda supuestamente edificante y regañón de las posturas masculinas, machistas y patriarcales. Y a pesar de todos esos logros a los que no se les puede regatear un ápice de dignidad, no sé que tan libres somos cuarenta años después de la primera marcha capitalina que exigía un cese al hostigamiento policial y el escarnio de la sociedad devota de las apariencias contenidas. Al final, no
podemos escapar de nosotros mismos, de esa sensibilidad desbordada que suele perder el norte de la racionalidad conforme el choque de deseo y tripas nos arroja al destierro, fuera del orden buga. En su libro JPod, Douglas Coupland dice que «si puedes administrar tus emociones, lo más probable es que no tengas muchas». Una vez que descubres que te gusta la bragueta, empiezas a generar emociones innecesarias que van configurando cierta forma de entender el mundo. El solo hecho de tener que plantearte un posible rechazo por parte de tus padres cuando tengas que revelarles que te gusta por detrás, es un indicador de las tormentos que vendrán por delante. Si esto les llega crudo, lo siento, de eso se trata la homosexualidad, aunque lo quieran evadir con pendejadas de amor y anillos de compromiso. Podremos autoengañarnos con falacias de igualdad ante la ley o insistir en que los hetero no son mejores en eso de maniobrar las pasiones, como siempre, compitiendo inútilmente con la estabilidad moral y en
donde, al parecer, el ganador es aquel puto que más esté dispuesto a asumir la normalidad que esclaviza a buena parte de los bugas. Por eso, los gays más famosos y alabados, y respetados, por la manada hetero, son aquellos que salen a cuadro haciendo de amas de casa amorosas, liberales y productivas, los Ricky Martins, los Jim Parsons, los Neil Patrick Harris y sus clones a los Doogie Howsers, casados con hijos adoptados que a veces presumen como si fuera mercancía de algún comercial de los años previos al desmadre hippie. Cuando algún homosexual salta a la fama por su desenfreno promiscuo y alterado, se le acusa de estropear la imagen de todos los homosexuales, como el caso de Marc Jacobs y sus famosas orgías, después de viralizar un video en el que se hinca para pedirle matrimonio a su novio. «40 años viviendo en libertad» y seguimos dependiendo del visto bueno de los bugas. • Twitter: @distorsiongay
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Psycho Killer
Por Carlos Velázquez
El día que toqué el brazo de Marky Ramone
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staba cantadísimo que me perdería a Marky Ramone. Atravesaba por uno de esos vacíos económicos producto de mi estilo de vida. No tenía un peso. Le debía a todo mundo. Y quería llorar. Era lo más cerca que estaría nunca de un Ramone. Marky se presentaría en Monterrey. A cuatro horas en autobús desde mi casa, tres y media en coche, treinta minutos en avión. En mi fuero interno sabía que había valido madres. Pero me bloqueé para que no me afectara. He vivido bloqueado toda mi vida. Desde adolescente aprendí que es una buena estrategia para ahorrarte algo de sufrimiento. Sin embargo, conforme transcurrían los días y la idea de no asistir al festival se hacía palpable, entré en pánico como un padre al que no le han entregado el aguinaldo y sabe que cuando reciba el dinero será demasiado tarde. Ya no encontrará los juguetes que le han pedido sus hijos. Así me sentía. Como si me hubieran robado la navidad. Unos meses atrás había leído Punk Rock Blitzkrieg, la biografía de Marky. En una escena de Almost Famous, Rosell le explica a William Miller que en «What’s Happening Brother», de Marvin Gaye, existe un whoo al final de la canción. Ese whoo es lo que se recuerda. Las pequeñas cosas, las cosas tontas. Lo que dejas de lado. Existe un sólo error y es lo que hace la canción. Al final de «Another World», del álbum Blank Generation, Richard Hell sufre un ataque de tos. Como sucede con el whoo de Gaye, este gesto es lo que le otorga a la canción un toque único y personal. Que la distingue de todo. Siempre pensé que los carraspeos de Richard eran intencionales. Pero Marky, miembro de los Voidoids, la banda de Hell, relata en su libro que no fue deliberado. Obedeció al estilo vocal de Hell. Quien más que cantar se dedicaba a destrozarse la garganta. En la mezcla final Richard decidió conservar el ataque de tos porque consideraba que formaba parte de la canción. O sea que si no asistía al Pal Norte perdería el chance de oír en vivo al último de los Ramones con vida y al ex baterista de una de
mis bandas favoritas, los Voidoids. Pero por la anécdota del whoo-acceso de tos dejaría escapar la ocasión de admirar a unos metros de mí la historia misma del rock & roll. Era una golden opportunity. Si no podía pagarme el transporte a Monterrey, menos un vuelo a Brasil para seguirle la pista a la gira de Marky Ramone. Qué hicieron mal mis padres. Entonces comenzó la ronda de llamadas de desesperación. Pero he defraudado a todos a mi alrededor. Nadie cree en mi palabra, soy narrador. Como último recurso le hablé a mi madre. Nunca me mandaste a la universidad. A mi padre: no fui yo el que perdió la foto que nos sacamos con el Toro Valenzuela. Lo único que conseguí fue que me colgaran el teléfono. Betrayal Takes Two, dice Hell. Pero no nací para la resignación. No me importaba plantarme en el entronque de Matamoros y pedir un raite como lo hacía las ocasiones en que me lanzaba a cortar peyote al desierto. Eso solucionaría el tema del traslado. Pero aún faltaba el boleto. Quizá podría dejar que algún trailero borracho me la mamara a cambio del precio del ticket. Cuando el mundo está en tu contra, desearías tener de tu lado a Moisés. Para que dividiera el mar y tú pudieras cantar victoria. Pero no, la desgracia se agudiza como el oído de un marrano al sonido del maíz al caer al suelo. Como si no fuera suficiente mi precaria situación, tres días antes del festival me lesioné el pie. El ele-
vador del edifico se jodió. En una subida me produje una contractura. El inmueble es viejo. No sé por qué continúo rentando un depa ahí. Podría arrendar en un fraccionamiento fresa. Pero soy clavado al centro. Todo por hacerme el Pedro Juan Gutiérrez. No podía caminar. Vino una fisioterapeuta. Metí la pata en agua caliente. En hielo. Me puché tres Flanax de 550. Diagnóstico: ya te la pelaste, Charly boy. Muy chingón el año pasado en Segovia. Y qué lujo de perder el tiempo en conciertos de bandas piteras. Por pura necedad. Y ahora que debes estar en la línea de fuego, te madreas. Me sumí en la depresión punk. Hacía unos meses me había tatuado la leyenda Hey Ho Let’s Go en el brazo izquierdo. Era capaz de irme en silla de ruedas de ser necesario. Pero antes de poner en las «reses sociales» un aviso solicitando que alguien me prestara una, ocurrió el milagro. Una vecina del edificio se ofreció a darme un raite en su coche. Viajaba a una junta de trabajo. La gasolina y las casetas las pagaba la compañía. El hospedaje no me preocupaba. Me podía quedar con alguno de mis compas. Pero no, también le pagaban hotel. Había una habitación doble. Y podía quedarme si quisiera. Sólo faltaba que la vecina me diera una mamadita. Pero era demasiado abusar de su generosidad. En chinga le hablé a un quiropráctico que me colocó una cinta kinesiológica. Si me sacas de esta Diosito, prometí, voy a dejar el Netflix. Entonces hice la jugada más delicada de la noche. Solicitar una acreditación de prensa. Sabiendo que eso se hace con meses de anticipación. Pero qué chingaos, no soy perfecto. Y pese al marcador en contra, cascó. El jueves amanecí bien del pie. Tengo el poder de recuperación de un superhéroe. Borracho Man, o el que se les antoje. Si así me alivianara en las crudas.
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Y así, con ciento cincuenta pesos en la bolsa me lancé al festival. Siempre, siempre te sales con la tuya, me dije mientras contemplaba la carretera. Sin una moneda para tragar, subsistí con las enseñanzas que me legó leer Trópico de Cáncer, de Henry Miller: vivir de columpio. En el hotel le fabriqué un elaborado speech al mozo que entregaba el servicio al cuarto para explicarle por qué yo firmaba con un nombre de mujer todos los pedidos que me subía al quinto piso. Me desprendí de un billete de cincuenta y se lo tendí ceremonioso. Es una pequeña fortuna, si lo consideras, le dije. Por ejemplo, si vas a comprar un televisor en Elektra y te faltan esos cincuenta, no te lo entregan. Me observó con cara de yo compro en Surtidor del Hogar, pendejo, pero este morelos me sirve para dos megas en el Beto’s Bar. Y la soleta no dejó de fluir toda mi estancia.
El punk soy yo
Not on the list. ¿Acaso no es la frase más lapidaria de la historia? Junto a Estoy embarazada y No es benigno. Debe existir un error, le chillé a la morrita que entregaba las acreditaciones. No, joven. Al menos podré alegar en mi favor que pese a lo abotagado que me tiene el alcohol, todavía me consideran un joven en el circuito del periodismo musical. Plis busca otra vez. Ya es la tercera ocasión que repaso la lista y no aparece ni tu nombre ni tu medio. This is it. Hasta aquí llegué. Eso es to, eso es to, eso es todos amigos. The end of the road. The end of the century. Aterido, me aplasté en una banquita afuera del Parque Fundidora, a rumiar mi pena mientras hojeaba un libro de crónicas sobre futbol. Ahí estaba yo. Sin un alma que me acreditara. Estás perdiendo glamur, Carlitos. Treinta y ocho años, tres divorcios legales (más los simbólicos), una cirugía, una nena y estaba en una editorial indie. Pero todavía no me podía ganar la vida como freelance. Ni pagarme todos mis caprichos, mis apegos. Here today, gone tomorrow. Entonces emergió la generosidad a la que era tan afecta Blanche DuBois. Un desconocido se aproximó a mí y me entregó una pulsera. Desapareció antes de que pudiera darle las gracias. Aliviado, me incorporé a las mana-
das de migración compuestas por millenials, chúntaros, rancholos, rancherrys, hipsters, neo-hipsters, post-hipsters, etc., hacia el interior del Fundidora. El letrero Pal Norte 2016 coronaba el acceso. Pero en su lugar yo leí Marky Ramone’s Blitzkrieg. Mi primer movimiento fue hacer check in en el área de prensa. Marky saldría a las diez de la noche a responder preguntas. Y subiría al escenario a las diez cuarenta y cinco. Disponía de cinco horas libres. Que en otras circunstancias podría quemar bebiendo. Pero sólo naufragaba un billete de cien pesos en mi cartera. Preferí conservarlo. Me compraría una chela cuando comenzara la actuación de Marky. Pero en calidad de mientras, me formé varias ocasiones en una fila que obsequiaba cervezas. Hasta que me fulminaron con la mirada. El programa ni fu ni fa. Me daba lo mismo. Obladi obladá. Malditos nervios me vapuleaban. A mi edad. ¿Pueden creerlo? Mi amargura me permitió acercarme a Quiero Club. Pero era incapaz de disfrutar nada. Me quemaba porque ya fueran las diez. Cómo desearía poderle dar fast forward al puto día, berrié. Y si me afano la cerveza, me atormentaba a cada rato. Nel. Tenía que aguardar el momento propicio para comprármela, como el hombre en primera que espera el lanzamiento del pícher para robarse la segunda. Me dediqué a vagar por el festival como lo he hecho en tantas fiestas. Chequé los horarios. Aburrido, aburrido, aburrido. Plastilina Mosh. Era lo único que me interesaba además de Marky. Confieso que no espe-
raba nada de ellos. Pero a pesar de lo abotagado que lucía Jonás dieron un conciertazo. Cuando se terminó corrí a la sala de prensa. Me sudaban las manos. Estaba histérico. El sofá donde se sentaban los entrevistados lucía vacío. Eran más de las diez y Marky no aparecía. Mi emoción se fue desinflando. Hasta convertirse en zozobra. No había medios congregados. Algo ocurría. No va a ofrecer conferencia, maldije. Salió entonces un morro a anunciar que Marky nos acompañaría a las diez treinta. Me volvió el color al semblante. Cómo soy pendejo, me lamenté, hubiera traído mi libro para que me lo autografiara. Nunca pido tomarme fotos con nadie. Ni que me firmen libros. Pero esta vez era distinto. Me valía cinco kilómetros de monda que me viera como vulgar grupi. Al final de la ronda de preguntas, los entrevistados se tomaban fotos con la banda y estampaban uno que otro autógrafo. Aprovecharía el momento para presumirle mi tatuaje al baterista. Minutos después emergió Marky. Se me cayeron los calzones. No podía creer que a metro y medio estuviera de pie tal leyenda. Me petrifiqué. Fui incapaz de hacerle ninguna pregunta. No entendía mi inmovilidad. El maldito que habita en mí se hizo pequeñito. Todo ocurrió demasiado deprisa. Le lanzaron preguntas y respondió categórico. ¿Es su primera vez en el país? He visitado México en diez ocasiones. Un morro regordete lo cuestionó ceremoniosamente si el punk había muerto. I’m still alive, respondió. Y en menos de doce minutos se había terminado la tanda de preguntas. A diferencia de los otros artistas, no se quedó a tomarse fotos. Pasó junto a mí y apenas si pude pronunciar un inau-
dible Marky. Toqué su brazo y continuó su camino. Y me quedé ahí de pie, pensando en dos cosas. Una, su respuesta a si el punk había muerto. Sigo vivo. Una manera elegante de declarar: el punk soy yo. Y dos, que había hecho contacto físico con él. Toqué el brazo de Marky Ramone, jesúsbendito.
El punk no ha muerto Necesito un trago, me dije. Ahora es cuando. Abandoné la sala de prensa para mercarme una chela. A gastar mis veintiúnicos cien pesos. Una vez en mi poder, regresé a la zona de prensa como quien se resguarda en un toldo de la lluvia. No voy a poder dormir, me repetía. Todavía excitado. Incrédulo. Marky en las fotos luce imponente. Pero en persona es bastante delgado. No puedes creer que por ese cuerpecito haya pasado tanta historia, tantas drogas y tanta música. Es de mi tamaño, o quizá unos centímetros más pequeño. Tiene unos brazos fibrosos pero no son la representación física del poderío de su pegada sobre la bataca. Jeans negro, una camisa negra sin mangas y unos converse. El uniforme punk. Anonadado, me senté sobre el piso de una carpa. Había liquidado mi cerveza. Una morra y un bato con cámaras me pidieron el favor de cuidarles sus cervezas, llenas, mientras le tomaban unas fotos a los Cadillacs. Sí, respondí, siéntalas, yo las vigilo. Pero apenas desaparecieron me largué con las dos chelas al escenario Ascendente. A esperar la presentación de los Marky Ramone’s Blizkrieg. Cuando llegué, estaban montando la batería. Sobre una plataforma que hacía que el baterista se elevara por encima de los otros miembros del grupo. El encargado del soundcheck accionó el pedal del bombo y se escuchó a madres. Ya me saboreaba cómo sonaría con Marky. Éramos pocos los que esperábamos. La mayoría morritos con look Ramone. De Converse y playera de Arturo Vega. Estos no son mayores de edad, calculé. Pero todos con cerveza en mano. Y una alegría en el rostro disfrazada de apatía. Minutos después de las once los Marky Ramone’s Blitzkrieg treparon al escenario. La imponente batería de Marky dominaba desde lo alto. Desde donde estuvieras podrías ver al baterista apo-
39 rreando la bataca. La típica formación Ramone, Marky, más bajo y batería, y un cantante con una voz muy parecida a la de Joey dieron un encendido repaso al repertorio Ramone. Una colección de melodías pop que cualquiera puede interpretar. Y sonará bien. Ahí radica en parte la magia de los Ramones. Pero eso no significa que cualquiera pueda serlo. La historia lo dejó claro. Ramones sólo han sido cinco. Johnny, Dee Dee, Joey, Tommy y Marky. Con el clásico conteo un dos tres cuatro y tocando una pieza tras otra sin dejar siquiera segundos para respirar, la banda se desgañitó frente a nosotros. Como ocurre en todos los festivales, que una banda comience a tocar y tenga poca audiencia no es indicativo de nada. Conforme las canciones se sucedían, más fans comenzaron a llegar. Hasta que el escenario se abarrotó. Y en medio se formó un slam en toda regla. No un intento de. Una verdadero ruedo de lucha baile en el que unas ochenta personas, entre morros y morras se dieron con todo. Volaban puños y patadas, sin la intención de lastimar, pero sí con la de causar impacto. Sin lloriqueos, sin prudencia. Un auténtica reunión punk. No he visto uno así en los últimos años. Ni en la Ciudad de México ni en Estados Unidos. Acababa medio de salir de una lesión, pero no me importó. Me metí a la bola como corresponde. No me quedaría fuera aunque saliera rengueando del Fundidora.
En un punto del concierto me encabroné porque pegada a la valla había varia gente grabando con su celular. Hacía pocos meses que el mismo Marky había sacado un video en contra de esta moda. Era irrespetuoso para la gente que está detrás de ti, le obstruyes el campo visual. Era una pendejada. En resumen, era poco punk. Las tres chelas que me había tomado de putazo me llenaron el tanque. Y necesitaba miar. Pero de pendejo me movería de mi lugar. Tomé un vaso vacío y oriné en él. Lo copeteé. Dos gotas más y se hubiera derramado. Lo lancé a la gente que tenía los celulares en alto. Y si alguno de los que bañé lee esto y quiere partirme mi madre, lo entenderé. En medio de una canción, alguien arrojó un vaso lleno de chela al escenario. Su trayectoria fue perfecta. Cayó de fondo y estalló entre el guitarrista y el cantante. El líquido voló hacia arriba. Sin mojar a nadie. Marky comenzó a sonreír. Estaba feliz. Estaba disfrutando que el público se comportara punk. La banda se despidió después de más de dieciocho canciones. Y volvió para un encore. En un doble tributo, Marky dijo, «Vamos a tocar ahora R.A.M.O.N.E.S, de Motorhead. Porque fueron grandes músicos y porque los extrañamos». Por la reciente muerte de Lemmy y porque era 15 de abril, cumpleaños de Joey. Detrás de mí escuché decir a un mocoso, ya puedo morir en paz. No tenía ni veinte años. Pero ya había cumplido su sueño. Como yo. Tocar el brazo de Marky Ramone. •
JON LEE ANDERSON en Sexto Piso