Reporte Sexto Piso Publicación mensual gratuita • Noviembre de 2018
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REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO
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Índice Dossier: Racismo | Recomendación de los editores
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Pigmentocracia | 8
Salir del gueto | 4
Entrevista con Fernando Urrea-Giraldo
Felipe Rosete
Belleza | 11 Feederico Navarrete
Columnas ¡Genio! | 20 donDani
Glissandos en el laboratorio global | 21
¿Qué pasa con el racismo? | 13 Keeanga-Yamahita Taylor
Por qué el racismo antiblanco no existe | 18 Rokhaya Diallo
Carmen Pardo
Cato y su cola | 28
Lecturas
Powerpaola
2 poemas | 20
Where you been? | 29
Arantxa Romero
Wenceslao Bruciaga
El esqueleto de las ballenas |
Psycho Killer | 31
Lola López Mondéjar
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Carlos Velázquez Portada de este número: Peter Kuper
Reporte Sexto Piso, Año 6, Número 49, noviembre de 2018, es una publicación mensual editada por Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., París #35-A, Colonia Del Carmen, Coyoacán, C. P. 04100, Ciudad de México, Tel. 5689 6381, www.reportesp.mx, informes@sextopiso.com. Editor responsable: Eduardo Rabasa. Equipo editorial: Rebeca Martínez, Diego Rabasa, Felipe Rosete, Ernesto Kavi. Diseño y formación: donDani. Reservas de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2017-071710465800-102. Licitud de Título y Contenido No. 16768, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa en Impresos Vacha, José María Bustillos 59, col. Algarín, cp 06990, Ciudad de México. Este número se terminó de imprimir en noviembre de 2018 con un tiraje de 3,000 ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización del Instituto Nacional del Derecho de Autor.
Salir del gueto
Recomendación de los editores
Felipe Rosete Life as a shorty shouldn’t be so rough But as the world turns I learned life is hell Living in the world no different from a cell […] To learn to overcome the heartaches and pain We got stickup kids, corrupt cops, and crack rocks And stray shots, all on the block that stays hot Leave it up to me while I be living proof To kick the truth to the young black youth «C.R.E.A.M.», Wu-Tang Clan
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sus cortos cinco años, el autor de En carne viva, Lamont «U-God» Hawkins, observa desde la acera, junto con su madre, el rostro desesperado de una mujer a punto de tirarse desde la azotea de uno de los edificios de viviendas sociales que componen su barrio, Park Hill, en la ciudad de Nueva York. Segundos después, observa el frágil cuerpo volar por los aires hasta impactarse con la escalera de emergencia y quedar despedazado, llenando de sangre el lugar. «Cuando uno crece siendo tan fuerte, duro, salvaje y loco como es el caso de los miembros del Wu-Tang, la muerte siempre formará parte de su vida», comenta el miembro de la legendaria banda de rap. Ocho años después, detrás de una puerta por uno de cuyos orificios intercambia dólares por crack, completamente mariguano, escucha intensamente una voz que le ordena salir de ahí. Toma la droga, los fajos de billetes y cierra el changarro. Segundos después, la policía lo hace a un lado para derribar con un ariete justamente la puerta que Lamont acaba de cerrar. Son sus primeros días como vendedor de droga al servicio de un rasta jamaicano que, en compensación por su pericia, le tiende tres billetes de cien. Cuatro años más tarde se incorpora de lleno a lo que él mismo llama «el juego de la droga». Conoce a Bright, un puertorriqueño que lo conecta con los distribuidores más pesados. Con los pocos ahorros que hizo en su trabajo como recogedor de basura en la Esta-
tua de la Libertad, compra primero una pelota de cocaína, una bola ocho de trescientos dólares que, una vez cocinada y troceada, le dejará seiscientos. Luego dos pelotas más, que le dejarán mil doscientos de ganancia, que serán reinvertidos en medio kilo, luego en un kilo, y así sucesivamente hasta llegar a su primer ladrillo de diecisiete kilos. Capitalismo de barrio en estado puro. Cocina la cocaína con carbonato. Luego la remoja en amoniaco para que quede aún más pura. Pierde sólo tres gramos por cada medio kilo. Hace la prueba con algún conejillo de indias: la madre de algún amigo, la mujer que en algún momento fue su niñera, o quien le quede a mano. Comprobada la calidad de su producto, se planta en la entrada del 160 de Park Hill, el edificio donde vive, hasta agotarlo. No es un trabajo fácil. Hay que tener conectes y vendedores de confianza, cocinar un producto de calidad, conseguir clientela, cuidarse de los adictos que harían todo por una dosis, de los ladrones siempre al acecho del dinero o de la droga, de la policía y hasta de tu propia sombra. Además, el margen de error es muy estrecho. Un paso en falso y puedes acabar encarcelado, herido o muerto. Por si fuera poco, hay que empezar a las seis de la mañana, el horario en que el ejército de yonquis funcionales, los de mayor poder adquisitivo, arriba al 160 en busca de una dosis para soportar el día. Así hasta la una, aproximadamente, y luego otra vez en la noche. Con el tiempo, se expande a otros edificios en cinco barrios más de Staten Island. Lamont es un embajador, conoce a la gente adecuada y no le gustan los problemas. Además es discreto. No alardea más allá de lo normal: ropa y zapatos de marca, cadenas y algún diente de oro,
como todos. Sus ingresos se han incrementado. Veinte personas traa mi juicio, apunta hacia el mismo objetivo. Más allá de desvelar los bajan para él, dejándole una ganancia de diez mil dólares al día. Sin orígenes y el desarrollo de una agrupación tan importante para la cultura del hip-hop, de revelar los secretos en torno a los problemas inembargo, entre más droga y más dinero, más riesgo, más policía, más ternos de la misma, de adentrarse en aspectos como la fama, las giras, envidias. Más de una vez huye de alguna redada y se esconde en casa los excesos, resulta un testimonio invaluable de algún vecino. Más de una vez también, a sobre lo que es crecer en un gueto negro de punto de ser disparada por su agresor, la pis- Más allá de desvelar los tola que le apunta directamente a la cara deja la ciudad de Nueva York, una de las grandes orígenes y el desarrollo de funcionar: en un caso se traba, en el otro capitales del mundo. Revienta el ciclo de la se le cae el cargador. ¿Acaso está protegido de una agrupación tan violencia precisamente al retratarla de una por el hechizo de Fire, el curandero de largas tan cruda, tan natural, tan íntima, importante para la cultu- manera rastas que, tras un episodio sangriento en el tan honesta, tan dolorosa, tan estoica. Hijo 160 le ofreció un caramelo, afirmando que ra del hip-hop, de revelar de ésta, al grado de ser un «rape baby», el tras ingerirlo ningún espíritu demoniaco, ni los secretos en torno a los autor en ningún momento se asume como siquiera la policía, podría hacerle daño mienvíctima. Su libro, al igual que sus rimas, es problemas internos de la una expresión del horror frente a esa realitras estuviera enfrente de él? Tal vez. Aunque quizá su suerte proven- misma, de adentrarse en dad y a la vez un intento de exorcizarla. Es, ga también de sí mismo, del grosor de su como él mismo lo expresa, el relato de un piel, de su propia determinación frente a la aspectos como la fama, tortuoso ascenso emprendido desde lo más vida, de lo divino que lo habita. Lo aprendió las giras, los excesos, profundo del infierno. Con golpes, con retrocesos, con caídas, de las cuales Lamont ha desde pequeño en las peleas callejeras: hay que tener dignidad incluso en la derrota. Si resulta un testimonio in- sabido levantarse una y otra vez, resistiéndose a ocupar la posición de esclavo que a él y a te madrean, te levantas, te limpias la sangre valuable sobre lo que es los suyos les ha asignado la narrativa social y te alistas para la siguiente. La salvación, le enseñaron sus hermanos de la Nación del 5% crecer en un gueto negro estadounidense. «U-God» escribe desde otro lugar. Nos —esa mezcla de Islam con Black Power—, no de la ciudad de Nueva habla de toda su mierda no para vanagloriarvendrá del cielo, es uno mismo el que tiene se de ella, sino para alejarse definitivamente, que buscarla. Dios no es aquel ser lejano que York, una de las grandes como si al plasmar su historia en el papel puhuyó del mundo a contemplar su creación, capitales del mundo. diera dejarla ahí enmarcada, suspendida en el sino aquello de lo que estamos compuestos. tiempo. Al hacerlo, sin embargo, nos acerca a esa cultura del bisne y De ahí el nombre asignado a Lamont: Universal God Allah. De ahí el trapicheo, que no tiene otro origen que la pobreza y la desigualdad también su negativa a abandonar los estudios. A pesar de tener recursos, está determinado a salir del barrio, tiene muy claro que no quiere extremas, y que sigue siendo incomprendida para las clases medias y ser dealer por el resto de su vida. A diferencia de otros chicos, que altas, precisamente porque son incapaces de asimilar esos niveles de viven y mueren ahí mismo, reproduciendo exactamente lo hecho por pobreza y descomposición social. Realidades que desafortunadamente han sido exportadas a los barrios bajos de las grandes ciudades del sus antecesores, «U-God» aprende, en la calle y en la escuela, que orbe —de Londres a Río de Janeiro, de París a Ciudad de México—, el mundo se extiende mucho más allá de Staten Island, y que ofrece en los que el hip-hop como expresión artística y cultural del malestar posibilidades infinitas. derivado de esos fenómenos ha logrado aglutinar a toda una geneUna de ellas, el rap. Ese género musical que le permitió a él y a ración de desposeídos. Todo lo cual hace de En carne viva un libro algunos de sus amigos desahogar toda esa mierda a punto de desbordarlos y de llevarlos, como a muchos otros, a la muerte. Esas rimas doblemente valioso. • que él y Method Man escribían en el reverso de los portavasos mientras recogían basura a sus catorce años, las mismas, siempre nuevas, siempre pegajosas, que se lanzaban entre los miembros del Clan en los portales de los edificios en espera de algún cliente, de algún peligro. Aquellas rimas que lograban abstraerlos del trajín cotidiano, las que comenzaron a grabar en la casa de rza en una pequeña grabadora de cuatro pistas, acompañadas de ritmos y sampleos con los cuales pudieron crear sus primeras canciones, que grababan en casetes y repartían a los chicos del barrio para que las escucharan. Las que, al ser del gusto de esos primeros escuchas, se regrababan y se dispersaban por otros edificios, por otros barrios. Las que se escuchaban en las fiestas, En carne viva. más tarde en los clubes, luego en las estaciones de radio, después en Mi viaje con el Wu-Tang Clan shows masivos alrededor de Estados Unidos y del mundo. Las mismas Lamont U-God Hawkins rimas que, en suma, dieron origen al Wu-Tang Clan, una agrupación Traducción de Milo J. Krmpotic que consolidaría el género y abriría las puertas a muchos más jóvenes Realidades Sexto Piso como ellos. Disruptiva no sólo por sus letras, que reflejan la reali2018 • 328 páginas dad descrita por «U-God» en su libro, sino también por su energía, por demostrar en cada canción ese talento ocurrente e impredecible, ese estilo nato contenido en cada uno de sus miembros. La música, las rimas, las palabras, pues, como elementos capaces de romper el ciclo de la violencia, como algo que nos puede abstraer de él y del entorno en que ésta se reproduce día con día. En carne viva,
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Racismo
E
l racismo es una invención moderna. Es una invención creada en las universidades, en las instituciones científicas y defendida por algunas de las mentes más eruditas de los siglos recientes. El racismo, tal y como lo entendemos hoy en día, es una construcción que comienza a finales del siglo xviii, y se desarrolla plenamente en el siglo xix y en el xx. Es una construcción mental, una representación del «otro» que trata de encerrarlo fuera del tiempo y fuera de todo lugar, en un universo que no es el «nuestro». El «otro» como raza (es decir, el que tiene otra lengua, otras creencias, u otros rasgos físicos) es la extrema alteridad, lo otro de lo humano, su lado monstruoso. El racismo es una construcción imaginaria que fabrica «origen» y «pureza». Crea un discurso fundador de lo «originario» para afirmar la dominación (sexual, lingüística, racial, nacional) sobre el «otro». Al afirmar la pureza o la excelencia de nosotros o de nuestros ancestros, fabricamos al «otro» que no pertenece a ese relato genealógico y, por tanto, debe ser excluido. El racismo fue una invención de eruditos. Todas las ciencias humanas se movilizaron en torno a esa idea. Las diferentes características visibles de los seres humanos, color de piel, de ojos, forma del cráneo, altura, etc., se pensó, determinaban características metafísicas, invisibles, que formaban normas morales, intelectuales, psicológicas, etc. Esas características metafísicas se vuelven esencialistas, es decir, definen por una vez y para siempre a aquellos que las poseen. Los vuelve intemporales, inamovibles, condenados para siempre a un solo destino. La raza no tiene historia. No hay evolución ni forma de salir de ella. Una vez negro y esclavo, siempre se lo será, aunque se viva en democracia y en igualdad. Una vez indígena y humillado, siempre se lo será, aunque la inclusión y el respeto al «otro» sean parte del discurso nacional. Podemos cambiar de fe, pero nunca de raza.
Antes, la palabra «raza», de «buena raza», quería designar la nobleza o la calidad de alguien. Era una palabra que designaba la legitimidad, es decir, la familia, la filiación, la descendencia. Su opuesto era el «bastardo», palabra que designa la mayor ilegitimidad de todas. Podríamos decir que la «raza» es la historia de una palabra que falló, que se tornó en mal. El problema de la «raza», sobre el que giró todo el siglo xx y sobre el que se ha fundado nuestra «civilización» moderna, nos parece esencial. Y, en el contexto hispánico lo es aún más, pues parece ausente de los debates, aunque los males que provoca siempre estén presentes y sean cotidianos. Por ello, en Reporte Sexto Piso hemos querido volver a centrar el debate intelectual en torno a esta palabra. Hemos convocado a Keeanga-Yamahita Taylor, quien analiza la relación entre racismo y capitalismo, y ubica su análisis en el contexto del movimiento estadounidense Black Lives Matter; Rokhaya Diallo hace un alegato en contra de la existencia del racismo antiblanco; Fernando Urrea-Giraldo nos explica qué es la pigmentocracia y cómo funciona en América Latina; y, finalmente, Federico Navarrete nos habla de la idea de belleza en México como de un síntoma del racismo superficial, pero inherente a esa sociedad. Querría recordar las palabras de un hombre que, ya en 1883, advertía del «peligro social contenido en la palabra raza». James Darmesteter, profesor de persa en el Collège de France, decía que toda guerra es un «accidente» histórico, porque no hay guerras irremediables ni fatales. Todas tienen un inicio y un fin. Son hostilidades ligadas a una temporalidad histórica. Darmesteter advierte que la palabra «raza», que se quiere fuera de todo tipo de historicidad, conduciría no a una guerra, a un accidente de la historia, sino a un «exterminio» sin fin. Porque a través de la palabra «raza», afirma, «toda lucha toma un carácter de odio íntimo e imposible de expiar, porque los combatientes están persuadidos de que
Ilustración de Elian Tuya
entre ellos no hay una hostilidad de un instante y accidental, sino una hostilidad irremediable y fatal. La guerra entre ellos es inevitable y eterna, si la causa siempre está presente y sumerge todo el pasado en todo el presente. Son dos organismos, dos instintos, dos almas inconciliables que están en guerra: ya no son dos hombres, sino dos vertebrados de orden diferente. La exterminación rápida o lenta es lo único que puede poner fin a la lucha». Para terminar con el racismo deberíamos concentrarnos en nuestra historia, en nuestras hostilidades temporales y en nuestra finitud. Recordar que, si el racismo es una invención moderna, como
todas las invenciones, también puede morir. Pero para ello tenemos que devolverlo a la historia, convertirlo en un objeto histórico, y separarlo de esa idea de biologización y fatalidad en donde lo hemos introducido. Y esto es urgente, porque ya en algunas partes del mundo el vaticinio de Darmesteter se cumplió y se sigue cumpliendo. Debemos tener siempre presente, como decía Octavio Paz, que «para que pueda ser he de ser otro, / salir de mí, buscarme entre los otros, / los otros que no son si yo no existo, / los otros que me dan plena existencia, / no soy, no hay yo, siempre somos nosotros». • Ernesto Kavi
Pigmentocracia
En América Latina las desigualdades tienen un color de piel
Entrevista con Fernando Urrea-Giraldo Por José Ángel Calderón
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ernando Urrea-Giraldo es sociólogo y político. Da clases de sociología en el Departamento de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad del Valle, en el suroeste colombiano, desde 1984. Es coordinador de investigación del eje «Estudios etno-raciales y laborales» del Centro de Investigación y Documentación Socio-Económica (cidse), en el cual ha dirigido trabajos sobre los mecanismos de la dominación social desde una perspectiva interseccional (género/clase/raza/sexualidad). En la entrevista que sigue, hablamos con Fernando Urrea-Giraldo de los resultados de una investigación llevada a cabo en los cuatro países más poblados de América Latina (Brasil, México, Colombia y Argentina), coordinada por Edward Telles, investigador en la Universidad de Princeton, y el mismo Fernando. Aquella investigación, titulada perla (Proyecto Etnicidad Raza en América Latina), abarca cuestiones relativas a los procesos de discriminación, a las desigualdades y a las formas de integración de las minorías etno-raciales, e igualmente a la manera como se construyen les identidades nacionales en aquellos países.1 Partamos de su investigación perla, de la manera como explica usted que un orden pigmentocrático opera en América Latina. Si no entiendo mal, es con aquella noción como quiere demostrar que el racismo estructura la sociedad y cruza las fronteras de las clases sociales, incorporando asimismo las diferencias socioeconómicas en lo que usted denomina un «juego pigmentocrático». ¿Cómo funciona el orden pigmentocrático?
Podemos afirmar que en América Latina la relación entre clase y raza es peculiar. Las clases sociales interactúan con las diferencias pigmentarias, es decir, las diferencias de color de la piel. En general, se puede afirmar que las clases sociales tienen un color de piel particular en las varias regiones latinoamericanas, cada una con sus propias especificidades. Si tomamos el ejemplo de la región del Valle del Cauca, que es la región sobre la cual trabajo desde hace varios años, una región en el suroeste colombiano que conoció la larga tradición de la hacienda colonial esclavista, las élites dominantes siempre han sido las fracciones minoritarias más blancas, como en otras regiones y so-
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ciedades de América Latina. En el Cono Sur (Argentina, Uruguay, Chile) dicho fenómeno es también muy obvio. En otras palabras, en América Latina, en el largo periodo de producción de las diferentes sociedades, el cual empieza a partir del periodo colonial, la estructura de las clases sociales va articulándose con un orden etno-racial. Así, las fracciones que se van produciendo como las clases populares, es decir, las fracciones más subalternas en el orden social, son aquellas que tienen la piel más oscura. En el periodo colonial eran sobre todo negros e indios. Las poblaciones irán mezclándose a lo largo del periodo republicano, pero esta articulación clase/raza no dejará de influir permanentemente en la producción y reproducción de las desigualdades sociales. En otros términos, si analizamos los procesos de movilidad social y de permeabilidad social y racial entre las diferentes categorías de la población, ambas dimensiones (clase y raza) siguen presentes y se relacionan la una con la otra. Cabe considerar también el criterio de género, porque en América Latina, en particular en el caso colombiano, las mujeres como grupo social son más impactadas por las jerarquías establecidas a partir de los diferentes colores de la piel. Las mujeres se empeñan en «blanquear» su piel para que las miren como mujeres «respetables», «respetabilidad» que se suele asociar con la mujer blanca o mestiza. En el caso de los hombres colombianos existe la categoría popular del «negro refinado», es decir del hombre negro que habla, se viste, se expresa como un blanco… No obstante, en el proceso de movilidad y ascensión social, para que éste sea operante y reconocido, la presión del «blanqueamiento» en los hombres negros es menos determinante que en las mujeres. En otros países hemos observado fenómenos similares. En México, el Instituto Nacional de Estadística llevó a cabo una encuesta en la cual, de un modo intuitivo, el encuestado debía ubicar «colores de piel» identificables y relativos a categorías «raciales» de la población en el escalafón social. La mayoría ubicó las pieles claras en lo alto de la jerarquía social. Aquello cuestiona uno de los fundamentos del principio de nacionalidad mexicana, aquella idea moderna de ciuda-
danía según la cual el fenotipo no debería desempeñar ningún papel específico. Por lo contrario, las diferenciaciones raciales están muy presentes en el imaginario que compone el sentido común mexicano y ponen de realce la realidad de las desigualdades. Esta constatación ha sido objeto de un debate muy interesante en los mundos académicos y políticos mexicanos, ya que de repente los mexicanos verbalizaron lo que no se podía decir: que los colores de la piel tienen algo que ver con el orden socio-económico. La presentación de los resultados de nuestra investigación perla contribuyó modestamente a volver a situar la cuestión racial en el centro del debate político. En México, la identidad nacional reconoce la existencia de un pasado étnico «originario» o ancestral que concierne a la mayoría de los habitantes, pero se trata de una historia muerta. Aquella historia vuelve a estar viva hoy y vuelve a estar en el centro del juego de las alianzas que construyen el tablero político mexicano, entre otras cosas por el movimiento indígena. En Chile, estudios en psicología experimental han probado que, de manera natural, se percibe a la población de estudiantes más cercanos al fenotipo mapuche, es decir indio, como a la que tiene menos capacidades intelectuales. Los análisis sociológicos relativos a la tasa de éxito según el color de la piel confirmaron más tarde estas intuiciones muy presentes en el imaginario social: los estudiantes que tienen la piel más clara y que pertenecen a un tipo racial europeo tienen mejores resultados en el sistema escolar chileno. Por todas partes en América Latina, una línea de investigación coloca hoy en el centro del debate político aquella idea de que las clases sociales tienen un color de piel. Entonces ¿la categoría «raza» funcionaría en América Latina de un modo algo distinto a Estados Unidos, por ejemplo, donde los procesos de formación de guetos raciales han marcado profundamente la historia del país?
La particularidad en América Latina, si la comparamos con el caso estadounidense donde la «raza» es una variable que explica por sí misma las desigualdades sociales, es que las desigualdades se explican a partir de una articulación clase/raza. Cuidado: las clases sociales también son operantes en Estados Unidos, pero el componente racial es muy importante en la construcción de las naciones anglosajonas. Las sociedades anglosajonas son sociedades hipersegmentadas por el fenómeno de la segregación racial. En América Latina los procesos de racialización se articulan con las clases sociales, lo cual no impide la existencia de formas de movilidad social ascendente de individuos y de grupos que tengan la piel más oscura. Pero estos procesos de movilidad social siempre se hacen dentro de una jerarquía de asimilación corporal en relación con los grupos que tienen una piel más clara. Es lo que podemos observar si nos fijamos en los procesos de movilidad social ascendente de las clases medias negras o indígenas. Se nota también la interacción entre las élites indígenas y las clases medias y superiores blancas; o en el caso brasileño, la existencia de formas de reconocimiento de ciertos linajes de grupos de esclavos negros que han adquirido estatus prestigiosos. En las diferentes re-
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giones latinoamericanas, las fronteras son más o menos permeables, pero en esta interacción entre clase y raza, el juego pigmentocrático sigue presente. Me parece que su propuesta cobra una dimensión política de primer orden ya que permite deconstruir la idea de mestizaje, es decir aquella idea que pretende colocar a todos en un pie de igualdad: somos todos una mezcla porque somos todos mestizos, mientras que, en realidad, cuando se lee atentamente su trabajo, entendemos que el mestizaje funciona más bien como una ficción que permite ocultar la existencia de un orden social racista.
En efecto, el mestizaje ha generado un proceso muy interesante, una mezcla que sin embargo no ha producido nunca amalgamas completas sino gradaciones de color que van de lo más claro, que se asocia siempre con las clases dominantes y con las élites, a lo más oscuro, lo cual se relaciona con las clases más dominadas y subalternas. Se han abolido formalmente las castas etno-raciales en el periodo de la constitución de las repúblicas. Todos los ciudadanos eran libres e iguales ante la ley, pero, en la vida social, este juego de «variaciones de colores», este juego pigmentocrático, no ha dejado de existir. A partir del siglo xx asistimos a la conformación de Estados-nación que pasan por la constitución de un mercado económico interior para cada país y por el reparto del poder económico, es decir, por la producción de élites en los sectores industriales y agrícolas, pero también por la producción, en cada país, de metarrelatos acerca del «orden mestizo» que quieren «despigmentar» las desigualdades socio-raciales. Paradigmas de «la nación mestiza» se constituyen por todas partes, alrededor de dos polaridades. Por una parte, el modelo mexicano, que es el de la «raza cósmica», es decir, el de una nación que tiende a reconocer su pasado indio y ancestral, y, por otra parte, el modelo brasileño de la «armonía racial», que construye la idea según la cual Brasil se hubiera escapado del racismo y de la discriminación racial muy presentes en otros países como Estados Unidos. Aquellos metarrelatos les proporcionaban a dichas sociedades una manera de pensarse fuera del juego pigmentocrático. Existe también otro modelo que, en realidad, constituye un anti-relato, el de los países del sur del continente en los cuales se borra completamente el pasado negro e indígena. En estos países una población blanca que venía de Europa ha sido «transplantada», según la feliz expresión
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de Darcy Ribeiro,2 fenómeno que borra completamente la cuestión de las variaciones raciales. No obstante, el fantasma racial no dejará de volver a aparecer, incluso en la sociedad argentina, en la cual la cuestión de las «cabecitas negras» permitirá pensar desde una perspectiva socio-racial a las clases populares, durante el primer peronismo, en los años 1940 y 1950. A pesar de esto, la sociedad argentina se constituirá como sociedad europea, mientras que México y Brasil construyen su identidad nacional a partir del «ser mestizo». Es con el «mestizo» como van a pensarse la sociedad brasileña (el pardo) y la mexicana (el cholito), y la clase social se vuelve así la única variable que explique las desigualdades y las diferencias estatuarias y simbólicas entre los individuos y los grupos sociales. A partir de los años 1980 y 1990, el fantasma de las desigualdades etno-raciales vuelve a aparecer y, con él, por fin, el reconocimiento de que, detrás de las estructuras de clase y de los procesos de movilidad ascendente, el color de la piel desempeña un papel central. Se reconoce también que, en los procesos de movilidad ascendente, el mestizaje —en el sentido de una filiación más clara, con cuerpos que se «blanquean» con el paso de las generaciones— se relaciona con posiciones socioeconómicas más acomodadas y más prestigiosas. En cuanto a las élites, ellas se relacionan completamente con la idea de «blanquedad». Por su parte, la sociedad colombiana se constituyó conforme al modelo argentino, y eso a pesar de que sea el tercer país de la región con mayor presencia de una población negra de origen africano, como lo subraya la investigadora Aline Helg.3 El relato hegemónico que ha construido la nación colombiana a lo largo del siglo xx, ha creado a la población como pueblo hispánico. Y ser un pueblo hispánico significa, primero que todo, ser un pueblo blanco. Pero, entonces, ¿España no ha sido también un país árabe? El llamado emir de Córdoba, según la historiografía oficial española, firmaba en realidad sus cartas oficiales, en el siglo xi, como Rey de España. Aquella construcción de la hispanidad ha ocultado las otras Españas que coexistieron durante varios siglos. Y es aquella concepción reductora de la hispanidad la que ha permanecido en Colombia hasta hoy y la que ha permitido que se haya ocultado el papel de la raza en la construcción del orden nacional y, luego, republicano. Todos aquellos grandes paradigmas deben leerse en relación con la estructura de las clases sociales. No se puede olvidar el análisis en términos de clases sociales, pero la lucha de las clases debe pensarse desde el conflicto de orden racial y étnico. ¿Por qué «racial» y «étnico» en Colombia? Porque tenemos en Colombia —y en otras regiones del continente— grupos de población que se han producido en la subalternidad de los procesos coloniales, pero de un modo particular según los tipos de relaciones —de orden jurídico, social,
político, económico…— que los separan de los grupos dominantes: las poblaciones indígenas y las poblaciones negras esclavizadas. Las unas y las otras son marcadas por la estructura de clase y, a su vez, la manera como el poder colonial y republicano las construyen estructura las clases sociales de un modo peculiar, según una gradación pigmentocrática. Los discursos que prevalecían hasta hace poco en América Latina y que estribaban en una única variable explicativa –la clase–, no podían, en ningún caso, dar cuenta de la riqueza de nuestra estructura social y de las formas que cobran las relaciones entre los diferentes grupos sociales, las tensiones, los intereses que los animaban. • Traducción de Joséphine Marie
1 Edward E. Telles y el «Project on Ethnicity and Race in Latin America (perla)», Pigmentocracies: Ethnicity, Race, and Color in Latin America, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2014, 320 pp. 2 Antropólogo y novelista brasileño, dedicó sus trabajos a los indios de la Amazonia. 3 Civiliser le peuple et former les élites. L’éducation en Colombie 1918-1957, París, L’Harmattan, 1984.
Ilustración de Elian Tuya
Belleza Federico Navarrete
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l racismo mexicano del siglo xxi es decididamente superficial: una cuestión de color de piel, de cabello y de ojos. En nuestra vida social las mexicanas y los mexicanos nos colocamos continuamente, y somos colocados por los demás, en una escala cromática que asocia la blancura, natural o artificial, con la belleza y el privilegio, el poder y la riqueza y su «contrario», es decir, la piel morena, con la fealdad, la marginalidad y la pobreza. Esta pirámide de fenotipos, siempre más estrecha y competida en la punta y más ancha y despreciada en la parte baja, nos permite determinar, de manera casi automática, quiénes merecen nuestra admiración y envidia y quiénes nuestro desprecio o lástima. La jerarquización de los colores demanda un constante esfuerzo de transformación y ascenso, pues nadie quiere creerse feo. La próspera industria de los tintes de pelo, de las cremas blanqueadoras y de la cirugía plástica alimenta y lucra con esta definición racializada de la belleza. Casi todos nuestros productos de consumo ofrecen blancura por medio de la magia de la publicidad: si bebo este ron seré como las modelos que lo degustan en los anuncios, si manejo este coche pareceré más «blanquito». Sin embargo, como propone la socióloga Mónica Moreno Figueroa en sus estudios sobre los ideales de belleza de las mujeres mestizas mexicanas, nuestra posición en esta gradación siempre es precaria.1 Por más que nos esforcemos en blanquearnos, nunca faltará alguien que sea, o se crea, más blanco o más privilegiado y que esté dispuesto a rebajarnos un escalón (tal vez con un refrán como «La mona aunque se vista de seda, mona se queda…»); así como nosotros tampoco podremos algún día resistirnos a menospreciar a quienes están debajo de nosotros. Las personas entrevistadas por Moreno viven el racismo como una mezcla de resentimiento por las humillaciones recibidas y de culpa por las ofensas cometidas. Una de ellas contaba: No tengo fotografías mías de cuando nací, porque nací negra. Eso es lo que me cuentan mis papás: «Naciste tan negra, tan prieta, que no te tomamos fotos. Preferimos esperar, porque también naciste un poco feíta, y negra, por eso esperamos a que crecieras un poquito hasta que mejoraste y cambiaste». Y la otra cosa que quiero decir, porque la hice, es que una vez, creo que fue en un aeropuerto, vi a un tipo negro que sudaba, mucho. ¿Y sabes qué pensé de inmediato? Algo así como «Va a ensuciar su camisa». Te juro que parecía que la iba a manchar. Entonces de repente me sorprendí a mí misma, pero fue sólo un pensamiento, ni lo dije siquiera. Ya sé que es algo horrible, pero eso pensé.2
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Como explica la propia Moreno, este racismo cotidiano es más implacable porque ni siquiera lo reconocemos como parte de un sistema social discriminatorio, sustentado por los medios de comunicación y la publicidad, anclado en las representaciones de la cultura de consumo global. En cambio, lo vivimos como una falla personal y como una vergüenza íntima, lo que afecta constantemente a nuestra propia imagen y pone en entredicho de manera continua la imagen que tenemos de nosotros mismos. Vistos desde esta perspectiva, los onerosos despliegues de glamur de nuestra aún «primera dama», Angélica Rivera, apuntalados por un uso desmedido de cosméticos para blanquearse y un derroche en desplegados publicitarios, provocan más lástima que escándalo: son testimonio conmovedor de su desesperada necesidad de mantenerse a toda costa en la primera posición de la pirámide cromática y social que tanto trabajo le costó ascender.3 •
1 Ver Moreno Figueroa, Mónica, «Racismo y belleza», videoclip en El Colegio de México, YouTube, 9 de julio de 2015. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=A9zAsou7Id0, y también Moreno Figueroa, Mónica G., «Distributed intensities: Whiteness, Mestizaje and the Logics of Mexican racism», en Ethnicities, 2010, vol. 10, n.o 3, pp. 387-401. 2 Moreno Figueroa, Mónica G., «Distributed intensities: Whiteness, mestizaje and the logics of Mexican racism», en Ethnicities, 2010, vol. 10, n.o 3, pp. 387-401, 396. 3 Ver los resultados para «Angélica Rivera, primera dama de México», en Hola México [en línea]. Disponible en: http://mx. hola.com/tags/ angelica-rivera/.
¿Qué pasa con el racismo? Keeanga-Yamahita Taylor
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or más de un año, el movimiento «Black Lives Matter» ha mantenido en vilo a los Estados Unidos. Su lema central es un reconocimiento simple y declarativo de la humanidad negra en una sociedad carcomida por una desigualdad socio-económica que es experimentada, de modo desproporcionado, por los afroamericanos. El movimiento es relativamente nuevo, mas no el racismo que lo generó. Bajo cualquier barómetro con que se quiera medir a la sociedad norteamericana —sistema de salud, educación, empleo, pobreza—, los afroamericanos siempre se encuentran en la peor situación. A menudo, políticos de todas las tendencias señalan que la culpa de estas disparidades la tiene la ausencia de «responsabilidad personal», cuando no las consideran un fenómeno cultural particular de los afroamericanos. En realidad, la desigualdad racial es en gran medida producto de políticas de gobierno e instituciones privadas que no sólo empobrecen a los afroamericanos, sino que además los demonizan y criminalizan. Y sin embargo el racismo no es simplemente el producto de políticas erradas ni de las actitudes individuales de blancos racistas. Crear mejores políticas públicas y prohibir el comportamiento discriminatorio de individuos o instituciones no resulta suficiente. Y si bien existe una gran necesidad de acciones gubernamentales que restrinjan las prácticas perjudiciales para grupos enteros de personas, estas estrategias no logran comprender la escala y la profundidad de la desigualdad racial en los Estados Unidos. Para comprender por qué los Estados Unidos parecen tan resistentes a la igualdad racial, tenemos que mirar más allá de las acciones de los funcionarios electos o incluso de aquellos que prosperan gracias a la discriminación racial en el sector privado: tenemos que ver la manera en que la sociedad estadounidense está organizada bajo el capitalismo.
El capitalismo es un sistema económico basado en la explotación de los muchos por los pocos. Debido a la gran desigualdad que produce, el capitalismo se apoya en varias herramientas políticas, sociales e ideológicas que racionalizan esa desigualdad y simultáneamente dividen a la mayoría, que tiene todo el interés en unirse para resistirla.
¿Cómo mantiene el uno por ciento su desproporcionado control de la riqueza y los recursos en la sociedad estadounidense? Recurriendo al «divide y vencerás». El racismo es sólo una de las muchas opresiones destinadas a servir a este propósito. Por ejemplo, el racismo estadounidense se desarrolló como una justificación de la esclavitud de los africanos, en un momento en que el mundo celebraba los conceptos de libertad y autodeterminación. La deshumanización y el sometimiento de la gente negra tuvieron que ser racionalizados en esta coyuntura de nuevas posibilidades políticas. El objetivo principal era preservar la institución de la esclavitud y las enormes riquezas que producía. Como Marx reconoció: La esclavitud directa es tanto el eje de la industria burguesa como lo son la maquinaria, los créditos, etc. Sin esclavitud no tienes algodón; sin algodón no tienes industria moderna. Es la esclavitud la que ha dado valor a las colonias; son las colonias las que han creado el comercio mundial, y el comercio mundial es la condición previa de la industria a gran escala. Así, la esclavitud es una categoría económica de la mayor importancia.
Marx también identificó el rol central del trabajo esclavo africano en la génesis del capitalismo al escribir que: El descubrimiento del oro y la plata en América; la extirpación, la esclavitud y el enterramiento de la población aborigen en las minas; la conquista y saqueo de las Indias Orientales; y la transformación de África en un laberinto para la caza comercial de pieles negras, significaron el rosado amanecer de la era de la producción capitalista.
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Este antagonismo se mantiene vivo de modo artificial y es intensificado por la prensa, el púlpito y las tiras cómicas; en definitiva, por todos los medios a disposición de las clases dominantes. Este antagonismo constituye el secreto de la impotencia de la clase obrera inglesa, a pesar de su organización; es el secreto por el cual la clase capitalista mantiene su poder. Y esa clase es plenamente consciente de ello.
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Únicamente las necesidades laborales del capital podrían explicar cómo funcionaba el racismo bajo el capitalismo. La deshumanización real de los africanos en aras del trabajo fue utilizada para justificar su estado degradado en los Estados Unidos y el severo trato que se les brindaba. Esta deshumanización no terminó simplemente con la abolición de la esclavitud; en lugar de ello, la marca de inferioridad impuesta en la piel negra se trasladó al proceso emancipatorio, sentando las bases para la ciudadanía de segunda clase que los afroamericanos padecieron durante casi cien años después de la esclavitud. La degradación de los negros también hizo a los afroamericanos más vulnerables a la coerción y manipulación económicas, no sólo al racismo. La coerción y la manipulación estaban arraigadas en la evolución de las demandas económicas del capital, pero su impacto se extendió mucho más allá del ámbito económico. La gente negra fue despojada de su derecho al voto, sometida a una violencia sin sentido y reducida a trabajos mal pagados y de baja categoría. Ésta fue la economía política del racismo estadounidense. Hubo otra consecuencia del racismo y el marcado de los negros: los afroamericanos fueron desterrados de la vida política, civil y social de una manera tan completa, que fue prácticamente imposible, para la gran mayoría de los blancos pobres y de clase trabajadora, concebir la unión con los negros para desafiar al gobierno y la autoridad de la camarilla blanca gobernante. Marx reconoció esta división básica dentro de la clase obrera cuando observó que «en los Estados Unidos de América, todo movimiento independiente de trabajadores se paralizó cuando la esclavitud desfiguraba una parte de la República. El trabajo no se puede emancipar en la piel blanca mientras la negra esté marcada». Marx comprendió que la dinámica moderna del racismo era el medio por el que trabajadores con intereses objetivos comunes podían convertirse en enemigos mortales debido a ideas racistas y nacionalistas subjetivas —aunque reales—. Al observar las tensiones existentes entre trabajadores irlandeses e ingleses, Marx escribió que: Cada centro industrial y comercial en Inglaterra posee una clase obrera dividida en dos campos hostiles: los proletarios ingleses y los proletarios irlandeses. El trabajador inglés común y corriente odia al trabajador irlandés al considerarlo un competidor que reduce su nivel de vida. Con respecto al trabajador irlandés, se siente miembro de la nación gobernante y se convierte así en una herramienta de aristócratas y capitalistas de su país en contra de Irlanda.
Para los socialistas en los Estados Unidos, el reconocer la centralidad del racismo en la división de la clase que tendría el poder real de deshacer el capitalismo, ha significado generalmente su involucramiento en campañas y movimientos sociales para acabar con el racismo. Sin embargo, dentro de la tradición socialista muchos también han argumentado que, debido a que los afroamericanos y la mayoría de los no-blancos son desproporcionadamente pobres y de clase trabajadora, sólo las campañas destinadas a terminar con la desigualdad económica detendrían su opresión. Esta postura ignora cómo el racismo constituye su propia base para la opresión de las personas no-blancas. Los negros del común y otras minorías no-blancas son oprimidos no sólo por su pobreza, sino también por sus identidades raciales o étnicas. Tampoco hay una correlación directa entre la expansión económica, o la mejora de las condiciones económicas, y la disminución de la desigualdad racial. En realidad, la discriminación racial a menudo impide que los afroamericanos —y otros— gocen de acceso pleno a los frutos de la expansión económica. Después de todo, la insurgencia negra de la década de 1960 coincidió con una robusta y próspera economía: las personas negras se rebelaban porque se encontraban excluidas de la riqueza estadounidense. Mirar el racismo únicamente como un subproducto de la desigualdad económica, ignora el modo en que existe como una fuerza independiente que causa estragos en la vida de todos los afroamericanos.
La lucha contra el racismo se intersecta regularmente con las luchas por la igualdad económica, mas no sólo se manifiesta en cuestiones económicas. Las luchas antirracistas responden asimismo a la crisis social que experimentan las comunidades negras, incluidas las luchas contra la discriminación racial, la brutalidad policial, la falta de vivienda, la pobre atención médica, la desigualdad educativa y la encarcelación en masa, entre otros aspectos del sistema de «justicia penal».
Estas luchas contra la desigualdad racial son críticas, tanto para mejorar las vidas de los afroamericanos y otras minorías raciales y étnicas en el aquí y el ahora, como para demostrar a los blancos del común el impacto destructivo del racismo en las vidas de los no-blancos.
Ilustración de Elian Tuya
Incluir a los blancos del común en un programa antirracista es un componente clave en la construcción de un genuino movimiento de masas, unificado y capaz de desafiar al capital. La unidad no se puede lograr sugiriendo, para no alienar a los blancos, que las personas negras deben restarle importancia al rol del racismo en nuestra sociedad mientras se centran en la lucha, «más importante», contra la desigualdad económica. Es por esto que los grupos socialistas multirraciales siempre han participado en luchas contra el racismo. Esto fue particularmente cierto a lo largo del siglo xx, ya que los afroamericanos se convirtieron en una población más urbana, entrando así en constante conflicto y competencia con los blancos inmigrantes y nativos por empleo, vivienda y educación. El violento conflicto entre los negros y los blancos de clase trabajadora subrayó hasta qué punto la división racial había destruido los lazos de solidaridad necesarios para desafiar colectivamente a empleadores, terratenientes y funcionarios electos. Los socialistas desempeñaron un papel clave en las campañas contra el linchamiento y el racismo en el sistema de justicia penal, como en la campaña de los Scottsboro Boys en la década de 1930, cuando nueve jóvenes afroamericanos fueron acusados d e violar a dos mujeres blancas en Scottsboro, Alabama. La Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color (naacp, por sus siglas en inglés) se había mostrado reacia a asumir el caso, pero los juicios de Scottsboro se volvieron prioridad para el Partido Comunista y su afiliada Defensa Legal Internacional. Parte de la campaña consistió en recorrer el país y el mundo con las madres de los niños, con el fin de llamar la atención y buscar apoyo para su caso. Ada Wright, madre de dos de los niños, viajó a dieciséis países durante seis meses en 1932 para contar la historia de sus hijos. Debido a que viajaba con comunistas conocidos, a menudo se le impedía hablar. En Checoslovaquia fue acusada de ser comunista y encarcelada durante tres días antes de ser expulsada del país. Los socialistas también participaron en campañas de sindicalización entre los afroamericanos y fueron fundamentales en las campañas de derechos civiles para los afroamericanos y otras minorías oprimidas en el norte, sur y oeste de los Estados Unidos.
Este compromiso explica por qué muchos afroamericanos gravitaron hacia la política socialista a lo largo de sus vidas: los socialistas siempre habían articulado una visión de la sociedad que podía garantizarles la verdadera libertad. A fines de la década de los sesenta, incluso figuras como Martin Luther King Jr. describían una suerte de visión socialista del futuro. En un discurso de 1966, dado durante una reunión de su organización, la Conferencia de Liderazgo Cristiano del Sur, King comentó lo siguiente: Debemos afrontar honestamente el hecho de que el movimiento debe dirigirse a la cuestión de la reestructuración de toda la sociedad estadounidense. Aquí hay cuarenta millones de personas pobres. Y un día debemos hacernos la pregunta: «¿Por qué hay cuarenta millones de personas pobres en los Estados Unidos?». Y cuando empiezas a hacerte esa pregunta, estás planteando preguntas sobre el sistema económico, sobre una distribución más amplia de la riqueza. Cuando te haces esa pregunta, empiezas a cuestionar la economía capitalista… «¿Quién posee el petróleo?». Empiezas a preguntarte: «¿Quién posee el hierro?». Empiezas a preguntarte: «¿Por qué la gente tiene que pagar las facturas del agua en un mundo cuyos dos tercios son agua?». Éstas son las preguntas que deben hacerse.
A medida que los movimientos continuaron radicalizándose, grupos como los Black Panthers y la Liga de Trabajadores Negros Revolucionarios siguieron la tradición de Malcolm X al vincular directamente la opresión negra con el capitalismo. Los Panthers y la Liga fueron más lejos que Malcolm al tratar de construir organizaciones socialistas con el propósito específico de organizar a los negros de clase trabajadora para la lucha por un futuro socialista. Hoy en día el desafío para los socialistas no es muy diferente: se trata de estar totalmente involucrado en las luchas contra el racismo, a la vez que se lucha por un mundo mejor basado no en las ganancias económicas sino en las necesidades humanas. • Traducido por: Alejandro Quintero Mächler
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SPDISTRIBUCIONES PRÓXIMAMENTE EN LIBRERÍAS
Por qué el racismo antiblanco no existe* Rokhaya Diallo
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os comentarios hechos en el videoclip de ese rapero, de quien probablemente nadie conocía su existencia antes de la polémica, son de una violencia difícilmente sostenible. Aunque el autor invoque la ficción, la reversión del estigma, me resulta difícil ver otra cosa que no sea la escalofriante puesta en escena de una escalada criminal abominable. En cualquier caso, e independientemente de este videoclip, una cosa es cierta: los negros pueden albergar sentimientos de odio contra los blancos. Sin embargo, este fenómeno no puede ser descrito como racismo. ¿Por qué? El racismo es un sistema producido por la historia de diferentes dominaciones ancestrales. El racismo actual es la consecuencia de siglos de opresión, esclavitud, colonización, teorías raciales que han colocado a los blancos en la cima de la escala humana. Francia llegó a codificar el estatus de los esclavos negros y los redujo al rango de bienes, y el de los nativos de las colonias (de los cuales mis propios padres formaban parte) al de súbditos de la república, de ciudadanos de segunda. Es desde esta historia, no tan lejana, de donde fluye el racismo experimentado por los descendientes de esclavos y colonizados.
Las personas blancas nunca han estado preocupadas por políticas opresivas que favorecían a minorías no blancas simplemente por su color. Nunca han sido objeto de teorías raciales que los designaran como seres inferiores y que se tradujeran en prácticas institucionales. Cierto es que los blancos extranjeros pueden estar expuestos a la xenofobia, incluso los blancos han sido esclavizados en el pasado y los judíos blancos han experimentado la tragedia del genocidio y el racismo. Nadie puede negar estos horrores. Sin embargo, nunca se ha hecho debido a su color de piel blanca, los judíos no eran considerados como blancos en la ideología nazi.
El hecho de ser blanco no supone una desventaja ni en Francia, ni en la mayoría de los países (ni siquiera en África, en donde los blancos dominan a los negros en los planos económico y social). Los prejuicios contra los blancos se caracterizan por el hecho de que son vividos en un plano individual: entre las personas blancas no existe ningún sentimiento colectivo de opresión. Rara vez piensan en la idea de que puedan sufrir una injusticia debido a su color de piel, del que también son poco conscientes. Cuando estos prejuicios se expresan en contra de ellos, generalmente son el resultado de palabras o actos aislados. A diferencia de las minorías, esto no es parte de un proceso de repetición o de un sistema nacional. Ser blanco no impide el acceso a bienes o servicios. Los blancos que buscan un apartamento o un trabajo no temen ser rechazados sólo por el color de su piel. Es raro que a uno se le prive de oportunidades porque es blanco. Finalmente, en un país como Francia, ser blanco nunca induce a cuestionar la pertenencia nacional. Independientemente de su grado de estigmatización, nunca se presume que los blancos son extranjeros, y su ciudadanía no es cuestionada por el racismo. En general, el hecho de ser blanco no está asociado
en la imaginación colectiva francesa con características degradantes. La intimidación racista crea, en algunos, complejos de inferioridad o sentimientos de ilegitimidad entre los no blancos, así como un deseo de parecerse a la mayoría; dudo que los blancos experimenten en las mismas proporciones ese tipo de deseo. Cuando uno pertenece a una minoría en Francia, es imposible escapar del racismo. No siempre se traduce de la misma manera: puede expresarse en el marco desagradable de un control policial injustificado, violentamente durante una agresión o tomar la forma más ligera de una broma. Es imposible que alguien no se haya referido en un momento u otro al hecho de que uno no es blanco. Si bien es cierto que no conocemos la proporción de blancos que están expuestos a prejuicios relacionados con su color, también lo es que la mayoría de los blancos de Francia no lo sufren. Muchos de ellos nunca han frecuentado a las minorías. La discriminación y el prejuicio pueden venir de cualquier persona, pero el racismo, como producto de una historia de dominación, es necesariamente la combinación de poder y privilegio. No existe un equivalente entre el racismo histórico y sistémico perpetuado en parte por instituciones contra poblaciones colectivamente disminuidas, y la discriminación contra personas blancas que, aunque son reprensibles, se cometen a niveles individuales. El racismo se enmarca no sólo en una dimensión interpersonal sino también, a diferencia de la discriminación y los prejuicios, en dimensiones estructurales (a veces indirectas de las prácticas pasadas) e institucionales o sistémicas. A esto se suman las manifestaciones relacionadas con el género, la clase social, la orientación sexual, la discapacidad, la edad u otros factores. Incluso expuestas a la intimidación racial, las personas blancas, aparte de las eventuales interacciones violentas, e intolerables, repito,
no se ven reducidas a su color de piel. Mientras que las minorías étnico-raciales son el objetivo del racismo proteico, difuso, permanente y sin lagunas legales, ya que la sociedad en su conjunto las reduce. ¿Alguna vez hemos visto a una figura pública hablar en contra de los blancos en los medios? No. Sin embargo, las minorías están constantemente expuestas a comentarios racistas por parte de intelectuales o figuras políticas. Por lo tanto, me sumo voluntariamente a las voces que denuncian las invectivas contra los blancos y me solidarizo con cualquier persona que sea víctima de la violencia por su color de piel, sea el que sea. En ningún caso negaré su angustia. Sin embargo, no mantendré esta confusión tan conveniente para nuestras políticas: el racismo no es la suma de innobles actos aislados, es una ideología que opera de manera sistémica y hoy aún mata. Sin causar la misma controversia. • Traducción de Hero Suárez
* El texto se enmarca en el reciente debate francés surgido tras la publicación de un videoclip del rapero Nick Conrad, titulado Pendez les Blancs, quien fue acusado por una parte de la opinión pública de racismo antiblanco y que finalmente ha sido procesado por la justicia francesa por cantar: «Voy a guarderías, mato a bebés blancos / Atrápalos rápidamente y cuelga a sus padres / Difunde las imágenes para divertirte / Entreteniendo a niños negros de / todas las edades, jóvenes y viejos / Azótalos, hazlo con franqueza / Ahorca a los blancos / Ahorca a los blancos».
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2 poemas Arantxa Romero
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taumaturgia
para cantar cada pliegue de la desmesura en la herida ajena se cura lo escrito una vez abierto el hilo roto del tocar cuando el tiempo entero se disloca
que mi boca se pronuncie al tiempo /a la vez / también en tu boca atender así a la repetición repetir así la atención hasta conjugar el instante
y no es la muchedumbre la que corresponde a este temor tan apretadamente urdido sino su pausado escondite un manojo enmarañado de palabras haciendo aflorar el voltaje del mundo como suben los colores por la piel en su desgarradura
hasta no reconocer la lengua
hasta que no nos quede más que tiempo para respirar
todo ello al preguntarse dónde se halla el corazón que bombea tantísima sangre
¡Genio! • Por donDani
Yo ajustaría un poco la consigna a ¡NADA ES ILEGAL!
Glissandos en el laboratorio global Por Carmen Pardo
El tribuno
¡A
lto! Las fronteras… Las fronteras… ¡Las fronteras están abiertas porque están cerradas! ¡Las fronteras permanecen cerradas para permanecer abiertas! Una Nación de fronteras abiertas… ¡Sin fronteras, no hay Nación!...
Este fragmento pertenece al libreto de El tribuno, una pieza radiofónica para orador público, sonidos de marchas y altavoces, que el compositor argentino Mauricio Kagel compuso entre 1978 y 1979. La obra plantea un escenario que resulta casi fílmico: desde el balcón de su residencia el gobernador de un Estado ensaya uno de sus discursos. Es de noche y, como de costumbre, los accesos a la plaza donde se halla su residencia están cerrados. A lo lejos se escucha algún coche en las calles vecinas. El discurso es interrumpido, de vez en cuando, por los sonidos difundidos por los altavoces. Por ellos salen los aplausos y las palabras, apenas articuladas, de un público ahora imaginario. En un ángulo de la plaza se encuentra una banda militar para amenizar el discurso del gobernador, pero a los músicos les está prohibido tocar. En su lugar, las marchas son difundidas por los altavoces. Kagel explica que durante años fue reuniendo el material que después utilizaría en esta obra. Se encerró con todo el material durante días en un estudio y empezó a ha-
blar y a grabar pasando por todos los tonos y cadencias, por frases lógicas e ilógicas, por argumentos sofisticados y banalidades que se combinarán con extrañas marchas militares y el jalear de un público ausente. Este tribuno ensaya sabiendo que su voz tiene una dimensión social capaz de forjar un solo grupo, una tribu que se reconocerá a través de su voz. Desde lo alto de su tribuna-balcón, pronunciará su arenga concitando los aplausos, gritos o eslóganes que se entonarán al unísono. Su función no es transmitir un mensaje —la obra de Kagel así lo atestigua—, sino provocar una identificación que transforme su voz en la voz del pueblo: el pueblo que lo vota y le regala su propia voz. Como explicaba Max Atkinson en 1984, la forma de las palabras, el equilibrio de las frases o el ritmo del discurso pueden conducir a un auditorio a aplaudir casi sin prestar atención al contenido intelectual de lo dicho. Y ya en 1967, Albert Mehrabian había explicado que, en una relación de interacción emocional, la atención a lo dicho es tan sólo del 7%, el resto corresponde a la entonación, el ritmo, el timbre, la gestualidad, la apariencia, el contexto. Si todo esto es cierto, solamente desde aquí
puede entenderse que los tribunos de hoy en día puedan decir en sus arengas frases como: «El error de la dictadura fue torturar en vez de matar»; «No corro el riesgo de que uno de mis hijos se enamore de una mujer negra porque fueron muy bien educados», o «Sería incapaz de amar a un hijo homosexual. No voy a responder como un hipócrita, ante eso, prefiero que un hijo mío muera en un accidente»… No sabemos si estos tribunos ensayan en sus salones de espejos, o si piensan en los aplausos que seguirán a estas frases. Pero sabemos que es momento de recordar esta obra de Kagel que, coreando las reacciones de un público ausente, da mucho que pensar. ¿Para cuándo lo estamos dejando? (Aplausos) •
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Salvador
Novo 1904-1974
Mantengamos
la lectura
viva.
Carlos
Monsivais 1938-2010
El esqueleto de
las ballenas Lola López Mondéjar Puede imaginarse que a base de los desnudos esqueletos de las ballenas llevadas a tierra podrían deducirse veraces elementos para la reconstrucción de su verdadera forma, pero esto no es así, en modo alguno. Porque una de las cosas más curiosas acerca de este leviatán es que su esqueleto procura escasas ideas acerca de su forma general. Herman Melville, Moby Dick, 1851 El no haber nacido animal es una de mis nostalgias más secretas. Clarice Lispector
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arina se acercó al mostrador y cogió el periódico. El Universo, leyó en la cabecera, qué nombre más pomposo. Su hija desayunaba sentada frente a una de las mesas de madera distribuidas por la terraza. El jardín era lo único que las separaba de la playa, que se extendía hasta el pueblo a su izquierda y hasta el infinito a su derecha, turbia en la neblina de las olas. Recorrió los pocos metros que las separaban y se sentó a su lado. Ana comía, ensimismada, un mango; por sus dedos se deslizaba la pulpa naranja, dulce y madura, que recogía con su lengua con deleite. Sus labios húmedos eran del mismo color que los hibiscus. —Antes de buscar ballenas quiero fotografiar la llegada de los barcos de pesca, mamá. Es imprescindible que lo haga hoy —exigió con su resolución habitual. —Entonces tenemos que salir ahora mismo. La agencia nos ha citado a las nueve. Desde que llegaron a Ecuador se levantaban muy temprano para aprovechar la luz del día; además, la oscuridad se imponía hacia las cinco de la tarde y el jet lag les impedía permanecer en la cama por las mañanas. Madre e hija cogieron sus mochilas, dejaron su llave en recepción y salieron al jardín. Las habitaciones se identificaban con un cartelito de madera hincado en la tierra donde figuraba el dibujo y el nombre de un pez que se repetía, idéntico, en un voluminoso llavero; la suya era la Orca. En el porche se mecían, vacías, dos idénticas hamacas.
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—¿Sabes que la distribución del color blanco y negro en la piel de cada ejemplar de orca es única? —¿En serio?, ¿cómo sabes eso, mamá? Marina se encogió de hombros. El hotel donde se alojaban era el mejor de Puerto López. Había sido construido por un antiguo diputado radical italiano que contribuía al desarrollo del pueblo repoblando los bordes del camino con palmeras, o diseñando el laberíntico jardín tropical entre el que se distribuían las cómodas cabañas; luchaba, además, según les había contado la noche anterior, contra la endémica corrupción de la zona. Resultado del empeño del peculiar empresario bohemio era también el gigantesco esqueleto de ballena expuesto en una explanada frente al edificio principal del hotel. —La ballena varó en esa playa —les explicó con orgullo, señalando el lugar—. Cuando llegó ya estaba agonizando y no pudimos hacer nada para salvarla. La enterramos durante varios años para que la carne se desprendiese por completo de los huesos. Luego la desenterramos, la tratamos y montamos por fin el esqueleto que habéis visto en la puerta. Marina había contemplado antes otros esqueletos de ballena y no le sorprendió su tamaño. La diferencia entre el interior y el exterior del mamífero era tan rotunda que coincidía plenamente con la observación de Melville de que los huesos del animal no permitían hacerse una idea aproximada de su fisonomía. Por su forma alargada, el esqueleto muy bien podría corresponder al de una gigantesca serpiente marina, o al de una especie de inexistente morena abisal y prehistórica; pero no, sobre los huesos del animal más grande de la tierra se engrosaban los músculos, se acumulaba, aerodinámica, la grasa, y el resultado final era esa mole de decenas de toneladas de peso que ella perseguía. Las ballenas la entusiasmaban. Aún solía escuchar la música de Paul Winter, que le descubrió por primera vez su canto cuando era tan joven como su hija Ana. Desde entonces había viajado por el mundo buscando al leviatán, pero todos se le antojaron bien distintos al que sirvió de argumento a la novela de Melville que leyó en su juventud. Las ballenas no le daban ningún miedo. Soñaba con bucear junto a ellas, con tocar su lomo áspero adornado por cientos de crustáceos, con escuchar bajo el mar su relajante lamento, pero todavía no se había atrevido a hacerlo. Se consideraba a sí misma una mujer temerosa, aunque quienes la rodeaban solían afirmar lo contrario. El pasado invierno, cuando confesó, tímida, su cobardía a alguien que la conocía desde los veinte años, el amigo le comentó:
—¿Cobarde tú?, ¡pero si eres una de las mujeres más valientes que conozco! Luego pareció evaluar durante unos segundos la pertinencia de decir o no lo que añadió a continuación. —Incluso, a veces, he pensado que eras una mujer temeraria. Marina no supo cómo interpretarlo, pero le respondió con una sonrisa como si hubiese recibido un cumplido; si bien no le creyó. En realidad, el problema consistía en que, donde se reconocía de veras a sí misma, era luchando siempre contra sus miedos. Ese verano había embarcado en la aventura a su hija, quien, de momento, se mostraba menos entusiasta que ella. —¡Mira, mamá! —Ana llamó su atención hacia el espectáculo que se ofrecía sobre la arena. A lo largo de la playa, como cada mañana, decenas de barcas de pesca llegaban a la costa a intervalos regulares. En sus vientres se amontonaban cajas repletas de pescado recién capturado que los pescadores transportaban sobre sus hombros hasta la orilla. Era entonces,
Ilustración de Isabel Guitián
durante ese breve trayecto, cuando los cientos de gaviotas y de fragatas que sobrevolaban la playa se lanzaban sobre ellos para capturar, a su vez, su desayuno. El cielo era un intenso revolotear de pájaros enormes, agresivos y hambrientos, que los pescadores ahuyentaban con un palo, mientras sobre sus hombros peligraban las pesadas cajas con el botín en disputa, que sujetaban con la otra. La naturaleza y el hombre mostraban su rostro más salvaje y depredador, quizás, también, el más hermoso. Ana se distanció de Marina para hacer unas fotos. A su alrededor el movimiento era tan intenso en el aire como en la tierra. La agencia les había citado junto al puerto para salir en busca de las ballenas jorobadas que cada año llegaban hasta allí a efectuar sus ritos de apareamiento, camino del Pacífico norte. En el mercado de pescado la actividad era vertiginosa. Tiburones, pulpos, calamares, enormes atunes de lomos plateados y brillantes, lenguados chatos, langostas, espectaculares peces espada, pargos rosados, chernas gigantes y un sinfín de especies cuyo nombre Marina ignoraba, se exponían
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sobre el remolque de las camionetas, sobre toscas mesas de madera o en el mismo suelo, encima de plásticos azules violentamente enrojecidos por la sangre. Las mujeres cortaban con destreza las cabezas, apartaban la morralla y, en un restaurante paupérrimo, construido sobre pilares de madera y cubierto por una techumbre de hojas de palmera y uralita, cocinaban las piezas que los compradores les proporcionaban, en un animado y vociferante pandemonio. El hedor a pescado era intenso. Ana se tapaba la nariz con un pañuelo, pero Marina abría sus fosas nasales para impregnarse del olor a mar, a vida, que había venido buscando. Eran las nueve menos diez cuando le hizo a su hija un gesto con la mano para que se aproximara hasta ella y caminaran juntas los escasos metros que las separaban del embarcadero. Ana hizo un par de fotos más y vino a su encuentro. —Es horrible este olor, no sé cómo puedes aguantarlo, mamá. Marina pensó que las cosas que a Ana le disgustaban, como le disgustaron a ella misma cuando era joven, le parecían ahora agradables o interesantes. Con Ana apreciaba sin cesar estas diferencias que atribuía sin más a la edad. Frente a su hija se sentía más vulnerable y mucho más vieja, lo que, a veces, la incomodaba. —Vamos, nos esperan. Reconocieron la lancha para el avistamiento amarrada en el puerto, y a sus guías; era la segunda vez que navegaban con ellos. Los dos hombres las saludaron y les ayudaron a subir a bordo. Apenas pisaba la cubierta del barco, Marina rejuvenecía; relegaba en su interior a la madre para convertirse en una niña alegre y curiosa. Sus ojos se movían en todas direcciones cuando dejaron atrás el puerto, buscaban un chorro de agua, un lomo negro, un ligero movimiento en el mar que anunciase la presencia de sus queridas jorobadas. —Durante la temporada de apareamiento a los machos les gusta exhibirse frente a las hembras. Saltan sobre la superficie del mar y giran sobre sí mismos en el aire en una increíble pirueta que constituye todo un trofeo para el fotógrafo. —Les informaba una voz anónima a través de un altavoz. Ana anhelaba esa foto. —¿Las veremos hoy? —preguntó la joven al patrón. —A ver si tenemos suerte… Ellas están ahí. —Le respondió, rotundo, señalando a lo lejos. Las dos mujeres sonrieron. A Marina le gustó la seguridad del hombre, ellas están ahí, sumergidas a babor o a estribor, a popa o a proa, en las insondables profundidades del océano oscuro. Marina se convertía en ballena apenas comenzaba el tour. Se mimetizaba con ellas hasta sufrir en sus propios oídos el ruido ensordecedor que, suponía, el motor de las lanchas produciría en sus tímpanos hipersensibles. Aunque lamentaba el intrusismo de los turistas, entre quienes, humilde, se incluía, no podía resistir la atracción de ese magnífico animal.
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—Las ballenas no son demasiado longevas. Tienen una vida media de cuarenta años. Cuando los ejemplares se hacen adultos, cada verano sortean infatigables los peligros del océano para procrear y garantizar la supervivencia de sus crías —continuaba informándoles la voz. Marina era Moby Dick, no Ahab. La venganza nunca le había producido la menor satisfacción. Ana, pensaba, no se parecía en absoluto a ella. Aunque ya lo había sospechado desde que su hija era niña, la confirmación definitiva la descubrió unos días atrás, cuando se empeñó en pasar con Irene una noche en Montañita.
*** —Montañita es la Sodoma y Gomorra de Ecuador —les dijo el simpático taxista que, a su llegada, las condujo desde el aeropuerto de Manta a Puerto López. Marina se rio a carcajadas. —¿En serio? —preguntó Ana. —Y tanto —continuó el hombre mientras conducía a cincuenta por hora por una estrecha carretera salpicada de baches. A ambos lados del asfalto, el paisaje desaparecía por completo en la oscuridad—. Está llena de jóvenes como usted, y las noches son antológicas. —¿Y cómo lo sabe? —volvió a interrogarlo Ana. A su madre la pregunta le pareció un tanto impertinente, pero el taxista no parecía ofendido; las miró por el espejo retrovisor, como evaluando la mejor respuesta y, suponiendo quizás que eran madre e hija, se mostró prudente. —Bueno, llevo y traigo turistas hasta allí desde hace diez años, y tengo oídos… —Mami, ¡yo quiero ir! —exclamó Ana al instante. —¡Es valiente la muchacha! —El hombre sonrió de nuevo a través del retrovisor. —Ya veremos —respondió Marina sin convicción. —Sodoma y Gomorra, mamá, por dios, ¡es bíblico!
*** El primer avistamiento se produjo antes de llegar a la Isla de la Plata, donde estaba previsto que dieran un paseo y tomasen un refrigerio antes de bucear. Se trataba de una hembra adulta que navegaba plácidamente junto a su cría. Marina pensó que aquellas ballenas viajaban juntas como lo hacían Ana y ella, y se emocionó. Le molestaban esas súbitas emociones a flor de piel que la obligaban a bajar la cabeza, a esconderse tras sus gafas de sol, a dejar de hablar para que la voz, temblorosa, no delatase su inoportuna emoción. Dios mío, qué menopáusica estoy, se consoló. La ballena y el ballenato se perdieron delante de ellos tras recibir miles de disparos de las cámaras digitales de los turistas, esa nueva
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peligro como los niños lo son. Los lomos de las ballenas resplandecían bajo el cielo nublado de la bahía. El grupo se alejaba del barco, que avanzaba en su misma dirección, hasta emerger de nuevo delante de ellos. —¿Sabes que las ballenas no tienen visión frontal? —¿En serio?, ¡cuántas cosas raras sabes!, mami. —Sus ojos están situados cada uno a un lado de la cabeza, y esta es tan grande que la distancia entre uno y otro les impide ver lo que tienen justo enfrente de ellos. —¿Entonces podrían chocar con nosotros, no? —Marina advirtió cierto temor en la pregunta. forma inofensiva de depredación. La cámara de Ana era analógica, —No es probable, perciben la distancia y la forma de los objetos una Minolta srt 101, y la joven se enorgullecía de la serenidad que emitiendo ondas sonoras que vuelven a ellas al chocar con los obstáese tipo de fotos exige, de la paciencia requerida hasta revelarlas. Sin culos. Lo mismo que los murciélagos. embargo, en esta ocasión, temiendo la fugacidad de las apariciones de —¡Uf, menos mal! ¡El agua tiene que estar muy fría sin el los animales, también había echado alguna foto con su cámara digital. neopreno! Ahora borraba las fallidas sentada al lado de su madre. Chispeaba cuando dejaron de avistarlas. Ana había sacado lo que —Mira ésta mamá, es preciosa. llamó con orgullo «las fotos de mi vida», y quería subirlas de inmeEn la imagen, el lomo negro y enorme de la hembra envolvía como diato a Instagram. un grueso paréntesis el más pequeño de su cría. La popa de la barca, —No son peligrosas, ¿verdad, mami? que Ana había incluido en la foto, proporcionaba una idea aproxiLe preguntó directamente, como si sólo ahora que volvía la calmada de la distancia y del tamaño de los animales. ma, que dejaba de lado las cámaras, pensó su madre, se diese cuenta —Es buena, sí —comentó. de lo que estaba pasando a su alrededor. A menudo, Ana mostraba A Marina no le gustaba hacer fotos, la atención técnica que requeuna graciosa ingenuidad de niña que contrastaba con su mente en rían la distraía de la inmediatez del encuentro, y prefería enfrentarse extremo racional, y a Marina le agradaba vislumbrar sus temores ina las ballenas sin intermediarios. fantiles por debajo de esa aparente suficiencia, pues sentía que seguía necesitando de su protección. *** —No. Las ballenas son animales pacíficos que nada tienen que Sodoma y Gomorra. Marina no dio crédito cuando Ana, al día siver con Moby Dick. guiente de instalarse en el hotel, y acompañada de Irene, una chica La tranquilizó. argentina que había conocido en un pub la noche anterior, se empeDe niña respondía siempre igual a quieñó en que necesitaba ir a Montañita con su nes le preguntaban qué animal le gustaría Realmente, pensó por nueva amiga. ser: «quiero ser una ballena», insistía. —Tengo que ir, mamá, ¿no te das cuen- enésima vez, quiero ser Luego leyó la famosa novela de Melville y ta? Es fantástico. sorprendió de que el autor le atribuyera una ballena, es un deseo seal leviatán —¿El qué? unos dientes afilados. Pero si so—Sodoma y Gomorra, mami, Sodoma y radical. Se dio cuenta de lo tienen barbas, pensó, sospechando de la Gomorra. ¡Por dios! Haré unas fotos maghonestidad del escritor. Sin embargo, pronníficas de la noche, de la fiesta primero, y de que quizás nadie pudiese to descubrió que también existían cetáceos la decrepitud de la resaca después. Ya verás. dentados, y que Melville tenía razón. comprenderla, de que Prefirió no preguntar. ¿A qué le remiSe acomodó en el duro asiento de la lantirían a Ana esos dos nombres? Mientras nadie podría ir más allá de cha y continuó vigilando la superficie del decidía si le facilitaba el dinero —Ana era esas pocas palabras para mar. Seguía exultante, invadida por una pamayor de edad y de una determinación a radójica sensación de euforia y de calma, prueba de obstáculos y de objeciones, por sumergirse en su interior una especie de comunicación nueva con el lo que Marina había aprendido tiempo y advertir la profundidad atrás que negociar era mejor que oponerse frontalmente a ella—; mientras lo decidía, de su anhelo. Ser una bay para ganar tiempo, invitó a las chicas a collena, navegar sin pausa, mer langosta en un restaurante del puerto. Al menos conocería un poco a Irene, que residir en el inconmensuaparentaba unos veinticuatro años y llevarable silencio del azul, sin ba tres meses viajando sola por América del Sur. conciencia alguna; ser ins-
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tinto y músculo, acto puro.
El segundo avistamiento, más largo que el anterior, fue de un grupo de cinco hembras con sus crías. Para fotografiarlas, los turistas se desplazaban de estribor a babor, de babor a estribor, ignorando las advertencias del capitán sobre el peligro de que el barco volcase. Marina ya había previsto que sería así: todos, hombres y mujeres maduros, procedentes de las más diversas partes del mundo, se convertían de pronto en niños irresponsables y eufóricos, tan inconscientes del
—No pasará nada, confíe en mí —la tranquilizó Irene—. Soy una experta, yo cuidaré de ella. —Te prometo que estaremos aquí mañana por la tarde, sin falta —siguió Ana. —Ya sabes que me preocuparé muchísimo si no sé nada de ti. —Por eso. ¡Prometido! Y salieron cada una hacia su hotel para preparar el equipaje.
mundo, el sentimiento de fusión que andaba buscando. Como si el espíritu de la naturaleza igualara a los seres vivos en una cálida corriente fraternal, como aquella fría de Hudson sobre la que navegaban, poderosa y polar, plagada de bancos de kril, el alimento de las ballenas.
*** Irene tenía veinticuatro años y acababa de licenciarse en medicina. Se encontraba a la mitad de su anhelado viaje fin de carrera. Cuando tenía su misma edad, Marina conoció a otros argentinos que viajaban por Europa antes de incorporarse al mundo laboral; hasta alojó a algunos en su piso de estudiante. Cuarenta años después las costumbres seguían idénticas. La langosta era un manjar prohibido para Irene, que disponía de un presupuesto exiguo, se alojaba en los hoteles más baratos, en casetas de autopista o en las casas particulares que le salían al paso, y se desplazaba a menudo en autostop. A Irene no le sobraba el dinero sino el tiempo. En realidad, tenía la vida entera por delante. De ahí que dar un rodeo por Montañita, como repetían las dos jóvenes casi al unísono, con una complicidad instantánea que a Marina le sorprendió, no supusiese para ella ningún inconveniente. Irene se comió la langosta, la guarnición, los patacones de Ana y los de su madre; exhibía sin pudor un hambre canina y una alegría contagiosa que animó la sobremesa. Durante el café, Marina ya había decidido que financiaría la excursión de Ana a Montañita. Esa misma noche les buscó un hotelito por Internet y pagó una habitación para las dos. —Veinticuatro horas, ¿has oído, Ana?, no quiero excusas, o mando a por ti hasta esa maldita Sodoma y Gomorra al mismísimo ejército ecuatoriano, con todos sus generales. Las chicas rieron. —Mi madre es capaz —bromeó Ana besándola, zalamera.
Montañita. Marina estuvo todo el día sin poder pegar ojo. Leyó durante varias horas al amanecer; paseó luego por la playa, donde recogió objetos arrojados por el mar, trozos de madera erosionados por la olas, restos de esqueletos de peces blanqueados por la sal, vidrios pulidos y otros fragmentos inidentificables de una belleza subacuática. Al acercarse la media tarde ya sufría de una impaciencia insoportable que le impelía a consultar el reloj cada quince minutos. Por fin, veinticinco horas después de marcharse, las vio llegar en un taxi colectivo, sucias y somnolientas pero alegres y, sobre todo, vivitas y coleando. —¿Qué tal os fue? —Bueno, no está mal. —Ana no pudo ocultar su decepción. Las palabras, Marina bien lo sabía, son casi siempre más seductoras que la realidad. Sodoma y Gomorra. ¡Qué bárbaro el taxista!, se dijo a sí misma, tranquilizada. Al día siguiente por la mañana despidieron a Irene antes de embarcarse para un nuevo avistamiento. La joven quería visitar otras zonas de Ecuador que ellas no conocían. —¿No te asusta viajar sola? —le preguntó Marina antes de marcharse. —No. La gente es muy simpática cuando ve que vas sin compañía. Marina pensó que no soportaría que Ana hiciese un viaje semejante. Pensó también que si se le ocurriera proponérselo alguna vez tendría que empezar a aceptarlo, combatir su aprensión y su miedo y confiar en ella. Eran tan jóvenes. Las dos chicas se abrazaron, dejaron escapar unas lágrimas de despedida, apoyadas cada una en el hombro de la otra como si fuesen amigas de toda la vida, y se dijeron hasta pronto.
*** Volvieron a la Isla de la Plata a bucear. El agua estaba fría y los ligeros trajes de neopreno no las protegían lo suficiente, por lo que la inmersión fue breve. Una pareja de tortugas se acercó tanto hasta ellas que pudieron tocar sus caparazones. Sus ojos acuosos e inocentes le dieron pena. Pasearon por la isla hasta mediodía y volvieron al hotel hacia el atardecer. A la vuelta, sin proponérselo, avistaron un grupo de ballenas que les obsequió con el increíble salto de un macho joven. Las siguieron durante quince minutos y regresaron a puerto. El entusiasmo de Marina le impidió descansar antes de la cena. Nunca hasta entonces había experimentado como ese día la intensidad de su deseo. Realmente, pensó por enésima vez, quiero ser una ballena, es un deseo radical. Se dio cuenta de que quizás nadie pudiese comprenderla, de que nadie podría ir más allá de esas pocas palabras para sumergirse en su interior y advertir la profundidad de su anhelo. Ser una ballena, navegar sin pausa, residir en el inconmensurable silencio del azul, sin conciencia alguna; ser instinto y músculo, acto puro. Ana tomaba una ducha, mientras ella esperaba su turno tumbada encima de la cama, cuando recordó que todavía llevaba el periódico del día en la mochila. Mario, el dueño del hotel, les había adelantado que en esa edición de El Universo publicarían una entrevista donde contaba con detalle su historia. Antes de vivir en Puerto López había residido varios años en las Galápagos, les informó la noche anterior bajo la mirada condescendiente de su compañera, una hermosa mujer
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suiza que hablaba el español con un sonoro acento francés. —Eso sí, viví en Isabela cuando todavía nadie visitaba las islas —les advirtió el exdiputado. Marina reptó por la cama hasta alcanzar la mochila y sacó el periódico. Cuando se disponía a abrirlo Ana salió de la ducha con una toalla alrededor del cuerpo y otra enrollada en la cabeza. —Ya puedes entrar, mamá. Dejó el diario abierto sobre la cama y entró en el baño. El agua estaba caliente, y era reconfortante dejarla deslizarse sobre su piel. En esas fechas, en su país los termómetros marcarían los cuarenta grados, pero allí, frente al Pacífico, el invierno austral no permitía que se superasen los veinte. Para salir a cenar tendrían que ponerse una chaqueta ligera o un chal. Resistió el deseo de permanecer más tiempo bajo la ducha, pues en todos los hoteles advertían con insistencia a los clientes sobre la necesidad de reducir el consumo de agua. Esa misma mañana, los guías que les acompañaron durante el paseo por la isla de la Plata les mostraron la única pareja de fragatas que había realizado su puesta en el mes acostumbrado. El resto de las hembras de la especie, desorientadas por el irregular cambio de las temperaturas, no habían anidado todavía. —De seguir otro año así, la población de fragatas disminuirá hasta la extinción —concluyó el guía con pesar. Cerró el grifo y se secó con calma.
y respondía a sus preguntas más sencillas como si hablasen distintas lenguas. La capacidad de su hija para romper de improviso la complicidad entre ambas la entristecía. —Irene, por dios, ¿es Irene la chica de la foto? La joven se acercó y echó un vistazo a la imagen del periódico, abierto sobre la cama. —Claro que es Irene, mamá —confirmó, sin vacilar. La impresión de la página era muy mala, y Marina hubiese querido equivocarse—. ¿Qué ha pasado?
Cenaron unos deliciosos lenguados con crema de limón como los que habían visto recién capturados en el mercado de pescado días antes. Como estaban demasiado cansadas apenas hablaron. Mario y su mujer no aparecieron esa noche, y Marina se ahorró explicarles que todavía no había podido leer la entrevista, que lo haría después, en cuanto volviesen a la habitación. Ya en pijama, Ana encendió el ordenador sobre la cama y se colocó los auriculares mientras Marina cogía por fin el periódico, tumbada sobre la suya. La entrevista estaba anunciada en portada con una hermosa foto de Mario, y se publicaba en la página seis, dedicada a las noticias locales. Pasó la primera página y la segunda y, en la tercera, una foto en blanco y negro llamó su atención. Se ajustó las gafas y llamó a su hija. —Ana, ven, mira, ¿es ella? —¿Ella?, ¿quién? —a Marina le resultaba a veces exasperante la forma en que, cuando estaba cansada, Ana fingía no comprenderla
Ana dejó de leer. Conocía de sobra el resto de la historia, de todas las historias parecidas. Ambas lo conocían. No se puede adivinar desde fuera el esqueleto del leviatán. Marina apartó el periódico a un lado y la abrazó. Los alegres ojos de Irene las miraban desde la tinta descolorida e indiferente de El Universo. Besó a su hija en el pelo, húmedo todavía, reprimió el impulso de decirle que lo secase, que si es que no se daba cuenta de que no estaban en España, que hacía fresco allí, que se iba a resfriar. La estrechó contra ella en un gesto desesperado de consuelo, y esperó a que, desde algún profundo lugar de su océano interior, como sucedía siempre, cálido y confortable como una nana, emergiese el melancólico y dulce canto de las ballenas. •
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Cato y su cola • Por Powerpaola
*** La noticia, como solía ser habitual en el estilo de las crónicas de la mayoría de los periódicos latinoamericanos que conocía, no podía ser más escueta. Ana, de pie, la leyó en voz alta. Irene Rodríguez, una joven con pasaporte argentino que viajaba sola por el país, fue violada y asesinada en las inmediaciones de Manta la noche del dieciocho al diecinueve de agosto… —Cuando se marchó de aquí —la interrumpió Marina. El cadáver presentaba signos de extrema violencia. La identificación de la víctima ha sido posible a partir de los documentos encontrados entre sus pertenencias. Los padres de la joven asesinada viajarán a Ecuador para procurar la repatriación del cadáver…
© Lola López Mondejar, Qué mundo tan maravilloso, Páginas de Espuma, Madrid, 2018.
Where you been?
Por Wenceslao Bruciaga
La última generación caliente: mi cita con un queer
–M
e parece bien tu rollo pero, si deconstruyes todo lo que eres y hasta hace poco lo que te representaba, salvo los aplausos que recibes por renunciar a todo lo tóxico ¿con qué te quedas?— pregunté… Suspiró, torció la boca y volvió a suspirar. Luego se encogió de hombros y contestó: —La satisfacción de que nunca es tarde para cambiar y ser buena persona… Su respuesta me recordó aquella frase de Guillermo Fadanelli en El idealista y el perro: «Hay algo de artístico en fingir ser un buen humano». El barbón masticó algo de pensamiento, luego diagnosticó mi masculinidad tóxica como incurable, que tenía tatuado el patriarcado pero, pues, qué se podía esperar de un tipo que boxea y, en verdad, llevaba tatuado la ilustración de Tom of Finland, según él, uno de los magnánimos acusados de introducir la musculosa homonorma a la cultura gay arruinando su diversidad. Cosa que me llamó la atención pues hace no mucho, cuando se estrenó la película de Dome Karukoski sobre la vida de Tom of Finland y sus batallas contra la censura, se la pasó tuiteando flores para mi ilustrador indispensable, refiriéndose a él como transgresor, revolucionario y héroe. Después, el barbón metería las manos a las vísceras del revival del voeguing y por lo visto, su visión cambió por completo. Acepté por una sencilla razón: someter mis prejuicios bajo la luz de la duda, como esas que alumbran, amenazadoras, las indagaciones en los Ministerios Públicos de México. También por ociosa calentura. El barbón fue parte de un blind date organizado por un cuate que respeto. Más o menos sabía de él por sus insoportables hilos en los que nada satisfacía su sed de justicia no-binaria, pero a simple vista me pareció cachondo y erguido. Aunque esas bermudas en colores pastel a mitad del otoño debió ser una señal de advertencia.
Más o menos he deducido una ordinarez: los millenials pueden ser la primera generación en normalizar lo que se conoce como Trastorno de la Identidad Disociativa, eufemismo clínico y hasta mamón para referirse a la doble personalidad. Me he dado cuenta, por ejemplo, de que tuiteros agresivos con determinados temas como la masculinidad tóxica, el feminismo, los privilegios, la deconstrucción, las nuevas teorías queers, en el mundo del pavimento real, en persona no son tan inmamables y definitivos. Los millenials. Porque el cuarentón, cinco años mayor que yo, era más ansioso al momento de defender las mismas posturas contra la masculinidad tóxica que propaga en su cuenta de Twitter. Si los chavorrucos somos patéticos, los gays cuarentones que se han subido los tacones queers se me figuran como Chabelo, con arrugas y esos pervertidos shortsitos untados a sus piernas flácidas, adornado de brillantes y bolsillos perversos que escondían morbosamente una opción a la catafixia. Tenía ciertos arrebatos marrulleros a pequeña escala, que me recordaban el nerviosismo de esas personas que protagonizan documentales de desprogramación después de haber estado cautivos en una secta. Cuándo le preguntaba que te va, en la cama, respondía con circunloquios de lugares comunes políticamente correctos hasta la madre de posmodernos, como que últimamente tenía problemas para contestar esa pregunta porque quería evitar a toda cosa el poder masculino, la dominación o no se qué pendejadas relacionadas con el colonialismo patriarca. Chale. Tanto pinche pedo para una coger me recordó los mismos culpables conflictos de aquellos gays atormentados por el castigo eterno, ardiendo en llamas, tan sólo por sentir rico mediante el violento placer de la sodomía.
Entonces, lo dijo: no podía contestar a mis preguntas porque se encontraba en un momento en el que cuestionaba su lugar como hombre en una sociedad hipersexualizada, que somete la dignidad de las personas al capitalismo salvaje y la única forma de alcanzar la paz de la humanidad, era, dejar de coger, acaso como símbolo de protesta, como cuando en el catequismo te dicen que no cojas o te masturbes porque es pecado, pero desde la redención Marxista o algo así. Ya nada tenía que hacer ahí. Me sentí como el hombre de la última generación caliente porque esa idea de renunciar al sexo se está popularizando en muchas personas que buscan deconstruir aquello que los incita a la violencia y dominación. ¿Cómo harán para deconstruir una verga parada tan sólo por la inyección de sangre y hormonas? Empecé a pendejear en lo que quedaba del bar mientras el barbón iba y venía para instigarme: ¿Porqué tienes que ser tan machigay y homonormado? Sencillo: me resulta cómodo. Y práctico. En la exiliada república de mis sábanas soy un jodido tirano. Y mis fetiches, como la debilidad por lo ruidosamente masculino, no hacen daño a nadie. Yo y mis poppers no somos instituciones públicas como para andar enmarañando, con chantajista trampa, gustos con discriminación de forma maniquea. Tampoco me sentiré culpable por no cumplir las expectativas de un grupo que pretende corregir los males de este mundo, hostigando desde un feudalismo moral a quienes no piensen como ellos, sólo porque cobraron conciencia de su relación con las injusticias en poco tiempo y a velocidad de fibraóptica… Ya entrada la noche y la borrachera, me encontré un viejo fuck buddie y empezamos a hacer el ridículo. El barbón regresó a medio preguntar si cogeríamos o no… • @distorsiongay
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Psycho Killer
Por Carlos Velázquez
Stevie Ray Vaughan Memorial
E
n 1994 una estatua de bronce del guitarrista nacido en Dallas fue colocada en Austin, la ciudad que amamantó su leyenda. Cuatro años antes Stevie Ray había muerto en un accidente. Tenía treinta y cinco años. Lanzó sólo cuatro discos, los suficientes para revolucionar el blues. Desde que me enteré de la colocación de la escultura del artista Ralph Helmick, no recuerdo si fue a través de mtv o de una revista, me prometí a mí mismo que algún día viajaría a Austin para visitarla. Me tardé más de veinte años en cumplirme mi promesa. He cometido muchas pendejadas en mi vida, pero ninguna tan intransigente como cruzar la frontera de noche. Partí de Monterrey en un Limousine de México y a las tres de la madrugada llegamos a la garita de Nuevo Laredo. Decir que me trataron como ganado es inexacto. Me hicieron descender del autobús, junto a los otros pasajeros, para hacer fila para tramitar el permiso. Nunca he sentido tanto el desprecio de la migra. Es como atravesar un gallinero. Todo el glamur del primer mundo desaparece. Bajé del camión con todo y maleta. Te tratan como mojado, aunque lleves visa. Dos horas y media después continuamos nuestro camino. A las ocho de la mañana pisé Austin con dos firmes propósitos: comer en Franklin y conocer la estatua de Stevie Ray. Lo primero fue imposible. Las leyendas eran ciertas. Cuando llegamos al lugar la fila para entrar era de cuadra y media. Y faltaban tres horas para que abrieran. No me quedaría sin comer barbecue. Para hacer tiempo caminé por el centro de la ciudad. Tropecé con la estatua de Willie Nelson. Y me metí a Waterloo Records, una tienda pequeña pero con un stock respetable. Me compré en vinyl el sencillo de «Come together» de Gary Clark Jr. Hacía un calor irresponsable. Sudaba más de lo que sudo cuando me meto a los vapores Polendo de Torreón. Pasadas las once me formé en Cooper’s. Caté la costilla y el brisquet. Me orgasmé. Las autoridades en la materia afirman que no supera a Franklin. Para mí la corona la ostenta
Lockharts. Sólo he frecuentado la sucursal de Dallas, en el barrio de Bishops Arts. Preñado de carne caminé por Congress Ave en dirección al río. Enclavada en un parque descansa la estatua de Stevie Ray. Crucé el puente y me interné en el sitio. No hay que caminar demasiado. A unos cuantos pasos la escultura te sale al paso. El paisaje está dominado por corredores, que se ejercitan bajo un sol carcelario. La guitarra en la mano izquierda, descansando sobre el piso, el sombrero negro con monedas de plata, las botas y el poncho capturan a Stevie en su etapa última, tal y como aparece en la portada de In Step. El disco fue lanzado un año antes, en 1989. En el 90 salió Family Style, un álbum medianón que firmara con su hermano Jimmy. En el 91 saldría The Sky is Crying, el trabajo póstumo que incluye una versión de «Little Wing» de Jimi Hendrix.
Existen deudas que uno contrae consigo mismo. Con su formación. Con aquello que te sacude. Estar frente al monumento de mi guitarrista favorito fue una cuenta pendiente que saldé. Nadie me la impuso, yo la elegí. Y no sabía si podría solventarla. Pero el amor por el rock & roll me ha sacado de la nada para llevarme a estos lugares sagrados. La sensación que me inundó no fue la de un acontecimiento místico, no fui a ver a un santo. Fui a presentarle mi respeto a uno de los mejores. Parado ahí, bajo el solazo, con una ciudad imbuida en su propio ritmo, fue un viaje en el tiempo. Me remonté a la primera ocasión que escuché una canción de Stevie Ray. En los primeros segundos de la rola supe que escucharía su música toda la vida. Ahí, rodeado de silencio, recordé la fuerza que me golpeó cuando conocí el sonido de Stevie. Yo era prácticamente un niño cuando gastaba las noches escuchando los discos de srv en unos walkman Sony. Y ahora por fin estaba frente a su figura inmortalizada. Era mi héroe. El guitarrista que me destapó los oídos. Profundizar en sus canciones me enseñó a amar el blues. Antes que Hendrix, que Robert Johnson, o el que se les ocurra, Stevie educó mi oído. Me sensibilizó. La estatua de Stevie desprende cierto magnetismo. Pero aquello no era un día de campo. Así que me despedí y me maché. Había conseguido algo que no estaba presupuestado en mi adn. Se suponía que yo debía haber corrido con otra suerte. Así como Stevie, que no debió perecer en aquel helicóptero que se desplomó. A Stevie no lo mataron sus excesos, el azar nos lo arrancó. Aquel día más tarde vería en concierto a Joe Bonamassa por segunda vez. Al día siguiente me marcharía a Dallas. Y luego haría el viaje de regreso. Y atravesaría por una penuria peor. Del lado mexicano a la gente que regresa de noche se le extorsiona. Se le pide una mordida para no revisarles la fayuca. A diferencia de otros pasajeros, yo no llevaba montones de maletas, sólo una mochila con mi ropa sucia. No di mordida. Me había gastado todo en carne y cerveza. Lo único que tenía en aquel momento era una canción: «Texas Flood». •
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NAMI
escritoras. Ha sido seleccionada como una de las 39 escritoras más prometedoras en América Latina de menos de 40 años en la lista Bogotá39 (2017) y como Soros New American Fellow (2007).
© Karla Lisker
EDICIÓN Y PRÓLOGO DE GABRIELA JAUREGUI
ZANO · CRISTINA RIVERA GARZA A · DIANA J. TORRES · GABRIELA JAUREGUI NZÁLEZ · MARGO GLANTZ · SARA URIBE GERBER BICECCI · VIVIAN ABENSHUSHAN ENA A. GIL · YOLANDA SEGURA
«Las mujeres de esta antología nos definimos de formas diferentes, y venimos de mundos diversos, aunque todas nos reunimos en torno a la palabra: el resultado son textos que hablan de formas distintas de cosas que nos competen a todas. Textos que son una inspiración y una invitación a pensar mejor, con mayor cuidado e inteligencia, con más corazón». Gabriela JaureGui
Divertida fábula ratil donde a través de las desventuras de Esquivel, una rata que intenta por todos los medios conducirse de una manera distinta, la historia muestra el efecto corrosivo de la corrupción a todos los niveles.