Número 6 • Febrero de 2015
Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso
La rata Felipe Rosete
D
en llamas
urante las calurosas vacaciones de verano en mi barrio, los chicos solían matar el tiempo pensando y ejecutando maldades a diestra y siniestra. Recuerdo una tarde en la que, mientras mis tíos y sus amigos estaban en ello afuera del taller de reparación de zapatos de mi abuelo, una despistada rata tuvo la mala fortuna de pasar muy campante por la calle, como si estuviera de paseo. De inmediato, uno de ellos tomó un bote de thinner y una caja de cerillos, mientras el resto de la manada salía disparada a acorralar al mal afamado roedor. Podrán imaginar lo que sucedió después: le vaciaron el diluyente encima y enseguida le tiraron un cerillo encendido, por lo que la pobre rata, envuelta en llamas, corrió despavorida mientras la panda de maloras se regocijaba con su sufrimiento. Por suerte, tras recibir unas cuantas patadas y ejecutar saltos dignos del mejor acróbata, logró escabullirse por uno de los agujeros de la coladera y despareció sin dejar rastro. Esa misma estrategia, quemar ratas vivas, es la que Leo Proctor, un gordo exconvicto que vive de lo ilícito, utiliza para provocar un incendio en el edificio ubicado en el número 25 de la calle Bristol, en la ciudad de Boston, Massachusetts, propiedad del abogado Jerry Fein, dedicado, entre muchos otros negocios, a la representación de artistas de poca monta, y a la recaudación de recursos para actividades de la comunidad judía a la que pertenece. Fein tiene un gran problema. Sus inquilinos, negros que en su mayoría viven de prestaciones sociales que son posibles gracias al pago de sus impuestos y al de los demás contribuyentes, no sólo no le pagan la renta sino que tienen su propiedad hecha un desastre: llena de basura, ratas y bichos, sin calefacción, sin tuberías, sin desagüe. Su inmueble no sólo no le deja
ganancias, sino que le cuesta dinero, que se va en impuestos y manutención. Y como en esta vida nadie debe estar dispuesto a perder un centavo, decide que una buena solución para quitarse el problema de encima es quemar el edificio y hacer que parezca un accidente. De ese modo la aseguradora podrá reembolsarle el valor de su propiedad. La brillante idea de Proctor, secundada por el inteligente Fein, consiste, pues, en reunir un puñado de ratas en una jaula, llevarlas al sótano del edificio, rociarlas de gasolina y prenderles fuego, de manera que salgan despavoridas por las paredes, quemando a su paso los cables y tubos de las instalaciones eléctricas, y provocando con ello el esperado incendio, cuyo carácter «accidental» será corroborado por las investigaciones de Billy Malatesta, policía de Boston, obviamente a cambio de dinero. Así que el respetable Jerry Fein y su comparsa deciden, al igual que mis tíos y sus amigos, quemar ratas vivas. Pero a diferencia de aquellos, no lo hacen por aburrimiento sino por dinero. Y no sólo están dispuestos a quemar ratas sino también a las personas que pudieran estar en el edificio, pues su color de piel, su comportamiento, y sobre todo su pobreza, las equipara con los roedores. «Sí, ratas. Claro que hay ratas. Si tengo ratas de dos patas, ¿por qué demonios no iba a tener de las que andan a cuatro? Aquello es un antro de mierda, en eso lo han convertido. Hay agujeros en las paredes del portal […] Alguien ha robado la cañería de cobre que lleva el agua al calentador […] Alguien ha arrancado los pisos de madera de la escalera […] Se mean en los pasillos y tiran la basura del tercer piso en lugar de bajarla. Claro que tengo ratas. Tengo negros y tengo ratas», aclara Fein.
[…] satírica e hilarante novela de George V. Higgins, uno de los grandes de la novela negra, cuyo estilo debe agradecerse, pues tiene la gentileza de hacernos reír mientras nos muestra una realidad compleja y dolorosa.
Suscríbete y recibe cada mes en tu casa un nuevo libro y Reporte SP. www.sextopiso.mx Reporte SP • Año 2 • Número 6 • febrero de 2015 • Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso • www.sextopiso.mx Impresión: Offset Rebosán • Editores: Diana Gutiérrez, Diego Rabasa, Eduardo Rabasa, Felipe Rosete • Diseño y formación: donDani Portada: Ilustración de Tullio Pericoli para Robinson Crusoe de Daniel Defoe, de próxima aparición en Sexto Piso.
Una de esas personas-rata que merecen arder en las llamas para ahorrarle gastos a Mr. Fein es Mavis Davis. Como muchas otras mujeres, Mavis fue abandonada por su marido junto con sus dos hijos quienes, al igual que otros niños de nuestra época, crecieron en soledad, puesto que su madre se dedicó a trabajar cada vez más tiempo para obtener un salario cada vez más insuficiente. Vive en la calle Bristol, número 25, en un edificio infestado de ratas y basura, sin calefacción y con las cañerías tapadas. Paga puntualmente la renta desde que tiene memoria y, cuando le exige al casero que arregle los desperfectos, éste no le toma la llamada. Alfred, su hijo, comparte la frustración de muchos pobres en una sociedad tan notoriamente desigual, y busca pleito con quien se le ponga enfrente. Su nuevo objetivo es el agente Peters, quien acosa a su sexy hermana Selene. Para detener el acoso, busca ayuda con su representante distrital Wilfrid Mack, abogado de negros pobres como él. Y expone sus motivos: «Este tipo no para de putear a mi hermana. ¿Sabe cómo vivimos, señor Mack? ¿Tiene alguna idea, con su casa en Newton y su lindo coche con el que viene aquí todos los días a ver si los negros podemos darle algo más de lana para que la próxima vez no tenga que conformarse con un Oldsmobile y pueda comprarse un Cadillac? […] Usted no lo sabe. Cree que sí, pero no. Le han ido bien las cosas. Ahora es blanco, sólo que un poco oscuro». «Ustedes, los políticos. Si no le importa que se lo diga, me dan asco», remata Mavis, mientras pide a su representante que interceda para mejorar las condiciones de vida en su edificio. Entre las peripecias de Proctor, los temores del afeminado Jimma Dannaher, el humo de la marihuana que se fuma Alfred todas las noches en la funeraria donde trabaja y las pesquisas de los agentes Roscommon, Carbone y Sweeney discurre la satírica e hilarante novela de George V. Higgins, uno de los grandes de la novela negra, cuyo estilo debe agradecerse, pues tiene la gentileza de hacernos reír mientras nos muestra una realidad compleja y dolorosa. Publicada en 1981, La rata en llamas es sin duda una metáfora de la sociedad estadounidense, y de las sociedades occidentales en general, en las que el color de la piel y sobre todo el dinero se imponen como criterios últimos de diferenciación entre unos hombres y otros, o, mejor aún, como ontología de lo humano, lo que en efecto permite llamar, como lo hace Fein, hombres a los que tienen dinero y ratas a los que no. La historia de Higgins demuestra, sin embargo, que las verdaderas ratas son aquellas que están dispuestas, entre muchas otras cosas, a incendiar un edificio con gente adentro para ganar algo más de dinero: empresarios, delincuentes, abogados, policías, jueces, políticos, y todos aquellos que, como el señor Burns de Los Simpson, darían o harían lo que fuera por tener un poco más. Por eso, la rata en llamas es también la sociedad misma, una sociedad que al parecer se inmola cotidianamente ante el dios de la corrupción y la podredumbre, que se consume en un fuego que ella misma ha generado y al que alimenta todos los días, que trata de huir de sí misma pero que, a diferencia de la rata de mi barrio, no encuentra la salida. •
La rata en llamas George V. Higgins Traducción de Magdalena Palmer Libros del Asteroide • 2013 • 221 Páginas
El Señor Cerdo
E
l Señor Cerdo es un ser en constante perfeccionamiento, que jamás escatima en los métodos necesarios para expandir su conciencia hacia límites que vayan de acuerdo con su carácter de ser talentoso y especial, llamado a destacarse por encima de criaturas menos afortunadas que, para su desgracia, serán lo que sean pero no son el Señor Cerdo. Por eso, recientemente el Señor Cerdo decidió realizar unos cuantos trips con ácido lisérgico, pues necesitaba encontrar un camino que lo ayudara a encontrarse mejor a sí mismo, para volver al mundo a poner en práctica lo aprendido, tanto para su beneficio personal como para el de los seres que tienen la fortuna de rodearlo. Armado con su iPhone, el Señor Cerdo se permitió grabar para la posteridad todos los detalles de su viaje, para poder después analizar a conciencia los distintos caminos recorridos. Entre sus recuerdos y un exhaustivo análisis de los videos de sí mismo, el Señor Cerdo pudo descomponer elementos de la realidad que antes resultaban incomprensibles, incluso para una mente tan privilegiada como la suya. Con la ayuda de diversos blogs y páginas de internet anónimas en las que se analizan los grandes temas del momento, el Señor Cerdo entendió que las millonarias ayudas para fines militares que destinan las potencias dominantes a países tercermundistas —como aquel en el que para su desgracia nació el Señor Cerdo— son en realidad un subsidio encubierto a sus propias industrias militares, pues la mayoría del dinero recibido por esos países bananeros se utiliza para comprar armas a los grandes consorcios que las fabrican en las potencias de las cuales proviene el dinero. Asimismo, el Señor Cerdo encontró estudios codificados y ultrasecretos en los que se demuestra que el sistema de libre mercado es la fase más avanzada de una conspiración masónica para asegurar que la clase dominante de tecnócratas y contadores con doctorados en management pueda controlar el destino de la humanidad, por lo menos hasta que los desdentados que no tienen cabida en el sistema se levanten en armas, o caigan colapsados en una muerte colectiva cuando se les exprima hasta la última raya de su energía. Una vez que hubo aterrizado, el Señor Cerdo estuvo meditando con gran calma sobre el uso que daría a la información recogida durante sus trips psicodélicos, y luego de mucho pensarlo decidió que lo mejor es fundar su propia empresa consultora, para asesorar a compañías sobre la mejor forma de quedarse con una tajada de los subsidios encubiertos a la industria armamentista. El Señor Cerdo también está trabajando con un amigo íntimo, un talentoso director de comerciales y de campañas publicitarias de marcas de gran prestigio, para editar los videos de sus viajes psicotrópicos, y después colgarlos en YouTube, para irse posicionando como un gurú contemporáneo, con acceso directo a los más profundos secretos de las relaciones entre el orden mundial y los beneficios que se puedan extraer para las ciencias del management. A fin de cuentas, el Señor Cerdo está convencido de que todo esto potenciará su global branding, y que muy pronto su caso será estudiado en las principales business schools de todo el planeta, pues un talento innato como el del Señor Cerdo no puede ser contenido durante mucho tiempo, por lo que pronto se codeará con todos los It Pigs en los dancing clubs más exclusivos y centelleantes. •
Jugar con la Diego Rabasa entrevista a
inestabilidad
Abraham Cruzvillegas E
n alguna ocasión dijiste que no había una diferencia sustancial entre la manera en la que abordas, desde la perspectiva creativa, lo que esculpes y lo que escribes. ¿Podrías elaborar un poco acerca de este acercamiento a la página escrita como si fuera una escultura?
Escribir produce imágenes, su metodología tendría que ser coherente con los aspectos vivenciales —no necesariamente autobiográficos, sino también con las intenciones, con los deseos y las necesidades— y con su entorno teórico, con la conciencia y transparencia de las referencias que han nutrido y consolidado formas de construir estructuras discursivas. Me interesa que la posibilidad de ver a través de lo que escribo no se atasque en la voluntad comunicativa, ni siquiera expresiva, sino que se libere de mi visión y de mis manías, prejuicios, tics; igualmente quisiera que pasara con mis esculturas: que quien las vea las transforme con la mirada y que pueda atravesarlas con la mirada, construyendo su propia obra, probablemente dando fe de mi incapacidad didáctica. Cuando hago esculturas, como cuando escribo, trabajo a partir de afecciones, busco ser transparente y sincero, no me interesa dar mensajes, sino aprender, que cada nuevo proyecto me provea con información fresca, que me lleve a sitios y a lecturas a los que jamás me hubiera imaginado acudir: cetrería, cerámica en falso negativo, la voz de Elena Burke, telas usadas para calzones see-thru, patacones, pandroginismo en los tlaconetes, distribución desigual de la riqueza, pornografía feminista, la shoa… En la última parte de La voluntad de los objetos se reúne una serie de textos difíciles de clasificar, que se mueven en una zona intersticial entre la ficción y la no-ficción («semifricción» los bautizaste en alguna cantina). Parten de un hombre o una mujer que existen y a partir de ahí despega una fascinante expresión literaria que combina una franca y fuerte postura política con una potente fuerza narrativa. ¿Qué hallazgos encuentras en este ejercicio?
La labor del historiador es generar documentos e información que sean asequibles a quienes pudieran estar interesados en algún índice de una construcción imaginaria que se llama realidad, unos se atreven incluso a llamarle verdad. El margen que permite inventar encuentros imposibles –como los dibujó Miguel «El Chamaco» Covarrubias para Vanity Fair–, situaciones ridículas o delirantes, lo que uno hubiera querido atestiguar y que probablemente nunca sucedería, eso es lo que me da escribir. Para una publicación asociada a una exposición, reuní al artista llanero Jesús Rafael Soto con Julián Carrillo, el microtonalista de Ahualulco, y luego llevé a éste a la arena Coliseo de La Lagunilla, como seguidor fiel de El Espectro de Ultratumba, y al final mi relato fue excluido por no poder sustentarse con datos duros. Como cuando se juntan los dedos, nos hacen ver líneas que solo existen de esa manera, de otra sólo son contornos libres, eso es lo que me interesa, de un modo sensual, pero también ontológico, ¿son?
Una de las características de tu obra, además de centros gravitacionales como la trasgresión, la identidad o el territorio, es la declarada guerra a la solemnidad que parece permear todo lo que haces. Los textos de La voluntad de los objetos muestran un dominio y un conocimiento muy profundo de tu quehacer artístico, pero se aproxima a él sin pompa ni protocolo, estableciendo un diálogo inmediato y directo con el espectador. Esta actitud, desfachatada pero contundente, está muy presente en tus textos. ¿Estás consciente, al momento de escribir, de la importancia de la forma, del ritmo, el peso y casi diría, el aspecto de las palabras?
Me gusta jugar con la inestabilidad —no solamente física, sino también conceptual— de todo lo que hago, la precariedad discursiva y material de mis textos (como de mis esculturas, otra vez) es parte de una búsqueda simplificadora que en este caso hace manifiesto un amor profundo por la lectura, en generar cuerpos que reúnan y den fe de lo que me describe como individuo: un proceso compuesto de momentos y fragmentos, que nunca termina de definirse y que en todo caso es pura contradicción, ineficacia, e incluso torpeza. Evidentemente, para poder acceder a esta conciencia hay que conocer las convenciones, los paradigmas y su genealogía, para poder torcerlos, desdoblarlos, y generar los propios. Formalmente, me seducen profundamente la falta de aliento por exceso o falta de comas, el gerundio, los neologismos, los párrafos con formas figurativas, la jerga vulgar, no el folklor, que casi todo esté a punto de desmoronarse a un ritmo sabroso. ¿Te imaginas escribiendo ficción en el futuro cercano?
Semifricción, dijimos. •
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La voluntad de los objetos Abraham Cruzvillegas Sexto Piso • 2014 • 432 páginas
Sobre Los reconocimientos, de William Gaddis William H. Gass
H
abía sido jefe de sección en Bloomingdale’s. Ése era uno de los rumores. En la actualidad, escribía bajo el pseudónimo de Thomas Pynchon. Ése era otro. Había tenido que pagarle a la editorial Harcourt Brace para que publicara Los reconocimientos y después, decepcionado y molesto por la recepción del libro, había hecho que destruyeran los ejemplares que no se habían vendido. Había muerto de disentería o alguna otra enfermedad humillante y turística a los cuarenta y tres años y lo habían enterrado bajo un árbol retorcido, en España, sin ninguna lápida. Uno de los más absurdos era el que sostenía que había trabajado como asistente de maquinista en el canal de Panamá y que había participado como mercenario en una pequeña guerra en Costa Rica. No parecía tener ninguna fuente de ingresos. Lo que hacía era vagar de un sitio a otro. Se convirtió en un personaje de libros firmados por un vagabundo. No. Trabajó para el ejército y se dedicaba a escribir los textos de los manuales de campo. No. Hizo guiones para películas que contaban/mostraban cómo desmontar y limpiar una escopeta. Algunos, con muy poca amabilidad, sugerían que había estado empleado en The New Yorker, donde su labor era comprobar que lo que contaban los artículos era cierto. Para nada, decían otros, es un autónomo innato. Y se convirtió en un fantasma que se infiltró en varias corporaciones mientras reunía el material para una novela sobre Estados Unidos y el dinero que tenía la intención de escribir algún día. Cuando John Kuehl y Steven Moore editaron una recopilación de ensayos sobre él, el autor homenajeado se volvió artista y, para la portada, se dibujó con un elegante traje y un vaso alto en la mano, pero sin cabeza. En 1976, cuando su segunda novela, Jota Erre, ganó el National Book Award, sus admiradores, confundidos por el anonimato anterior de William Gaddis (que encaja tan bien con los diversos rumores ya mencionados), por lo juicioso de la fumata blanca y por los balbuceos habituales en los cócteles celebratorios, con frecuencia felicitaban a otro hombre, más gordo. Incluso The New Yorker, tocando fondo, atribuyó su tercera novela, Gótico carpintero, a esa misma persona, cuyo nombre es tan parecido al suyo. Sí. Tal vez William Gaddis no sea B. Traven, después de todo, ni J. D. Salinger, ni Ambrose Bierce, ni Thomas Pynchon. Tal vez sea yo. Cuando me felicitaban, siempre me mostraba muy amable. Cuando me atribuyeron su libro por error, me sentí honrado. Todas estas identificaciones equivocadas parecen formar parte de la escritura de William Gaddis, en la que la realidad ya ha sido secuestrada, pues ¿qué puede ser cierto en un mundo hecho de farsantes, apropiaciones indebidas, fraudes y patrañas? Sólo esto: que si tuviéramos dos puertas, en una habría un santón hipócrita y en la otra un charlatán disfrazado de estadista; que entre las reliquias más valoradas de nuestra tierra, si las hubiera, descubriríamos que el pulgar conservado en formol del santo de la localidad perteneció, en origen, a un borracho que vivía en el barrio y no tenía ni un céntimo, que el cuadro más estimado del museo es una falsificación, que las mone-
das antiguas que hace tiempo que coleccionamos son falsas y que el magnífico coche que acabamos de comprar es robado. Lo que escribió Rainer Maria Rilke sobre Auguste Rodin puede aplicarse sin ninguna duda al hombre que aparece en ese boceto sin cabeza: «Rodin era un solitario antes de que lo alcanzara la fama, y después quizá se volviera más solitario todavía. Y es que la fama, al fin y al cabo, no es más que la suma de todas esas equivocaciones que se reúnen en torno a un nombre nuevo». En nuestro tiempo, extrañamente clamoroso a la vez que silente, ser un escritor famoso consiste en ser desconocido en todo el mundo. Del mismo modo, Los reconocimientos, la obra que envolvió a William Gaddis en una nube de confusiones cuidadosamente alumbradas, es un libro del que se oye hablar a menudo y con reverencia, pero que apenas se lee. Parece tener, como un faraón en su tumba, una vida subterránea, presumiblemente rodeado por otras cosas preciosas y protegido por una maldición. Como Bajo el volcán, la excelente y oscura obra de Malcolm Lowry, Los reconocimientos necesitaba devotos que lograran que su existencia siguiera siendo conocida hasta que llegara el momento en que pudiese aceptarse como un clásico; pero convertirse en un libro de culto no es lo mejor que le puede pasar a una obra, pues en algunas ocasiones eso hace que se crea que sólo pueden admirarla quienes tienen un gusto especial. En este caso, se temía que se lo considerara una locura de libro con unos fans chiflados. De hecho, fue surgiendo un cierto culto, un culto en el mejor y más antiguo sentido del término, ya que lo formaban lectores a los que el encuentro con el libro les había alterado la conciencia, que habían percibido algo más que su evidente excelencia artística y que no reaccionaban ante la escasa atención que había suscitado meramente con la rabia resignada que suelen sentir quienes leen bien y mucho y desean que se trate a los buenos libros con justicia; se trataba de lectores que notaban desde lo más profundo de su ser que esta novela era un auténtico reconocimiento y podía producir esa célebre conmoción: que revelaba los mecanismos internos del mundo social como si éste fuera un reloj de níquel; que combinaba el pesimismo de sus percepciones con las afirmaciones del arte que, al mismo tiempo, él mismo modificaba y hacía progresar; y además, que su autor, aunque aquél fuera su primer libro, se preocupaba lo suficiente por sí mismo, sus objetivos y sus capacidades como para crear una obra maestra contracorriente y, por supuesto, contra todo pronóstico. • Fragmento del prólogo a Los reconocimientos, de William Gaddis, de reciente publicación por Editorial Sexto Piso.
Los reconocimientos William Gaddis Sexto Piso • 2015 • 1376 páginas
Instrucciones a los patrones • Por Johnny Raudo
L
os patrones de avanzada son principalmente aquellos que siempre están buscando la manera de extraer el mayor jugo, al menor costo posible, de ese insumo tan inestable pero por desgracia necesario como son los empleados de su empresa. Por eso, una de las técnicas de obtención de beneficios más innovadoras en la actualidad la constituye lo que coloquialmente se conoce como «Happiness Economics». Amparados bajo la máxima de que a mayor salud mayor riqueza («Health is wealth» se ha convertido en el lema de los patrones de vanguardia), las diversas técnicas de medición de felicidad laboral han mostrado una relación directa con el valor de las empresas en la bolsa. Y es que, como bien han aprendido los patrones más emblemáticos de nuestra época, las sonrisas pueden traducirse en cantidades importantes de billetes verdes. Por eso, busca persuadir a tus empleados para que te permitan instalarles bajo la piel unos novedosos chips que monitorean el sueño y los niveles de salud y bienestar. Como seguramente encontrarás la típica resistencia de los sectores retrógrados que no quieren entrar de lleno en la era del progreso, organiza un seminario al que invites al monje budista Matthieu Ricard —a quien un estudio científico realizado en la Universidad de Wisconsin etiquetó oficialmente como «el hombre más feliz del mundo»—, para que les explique a tus empleados que no hay pero que valga a la hora de dejarse aplicar los más novedosos métodos para medir y potenciar su felicidad. Para mayor efectividad, puedes invitar también a dar una conferencia a alguna de esas celebridades que han encontrado el camino espiritual, como Goldie Hawn o Lucía Méndez, y pagarles para que cuenten que ellas tienen implantado ese chip, y que sus vidas han cambiado y son maravillosas desde entonces. Si por alguna razón no contaras con los recursos suficientes como para invitar a alguna de estas luminarias, puedes conformarte con llevar a un chamagoso payasito de la calle. De esa manera, tus empleados pasarán un buen rato, al mismo tiempo que reciben un recordatorio de lo afortunados que son por no encontrarse en sus zapatos, y serán menos proclives a exigirte aumentos o mejores prestaciones laborales. Por si acaso en algún momento un empleado atraviesa un mal día, o se encuentra extenuado por las largas jornadas laborales, puedes colocar en la empresa cajas con unas sonrisas hechas de hule espuma, y exigir que se las amarren a la cara para no contagiar a los demás empleados con su amargura. Pronto, cuando suficientes empleados deambulen por la oficina con las sonrisas de hule espuma superpuestas sobre sus rostros, inconscientemente dejarán de notar la diferencia entre las sonrisas auténticas y las artificiales, y los medidores de felicidad registrarán unos niveles constantes de bienestar embotado. De esa manera, cuando en tu empresa se realice
un estudio científico para medir los niveles de felicidad de tus empleados, éste arrojará un puntaje alto, y eso te servirá para cuando necesites atraer inversionistas, pues debido a su alta sensibilidad y niveles de conciencia social, cada vez se fijan más en este tipo de detalles, y no en esas tonterías arcaicas como las condiciones laborales reales, pues todo buen patrón sabe que no hay sacrificio pequeño ni esfuerzo demasiado grande en aras de conseguir para la empresa una mayor competitividad. •
Abusados • dD&Ed
El buzón de la prima Ignacia
My dear cousin Ignacia,
Querida prima Ignacia:
Soy una artista conceptual y el otro día me invitaron a la inauguración de la más reciente instalación de uno de mis colegas. Para la ocasión, me puse como sombrero mi mejor florero de porcelana, con unas gardenias preciosas y toda la cosa. Una vez ahí, otro colega decidió llamar la atención haciendo algo totally outrageous: el muy cretino hizo añicos mi florero de un palazo, y entre los vidrios que me hicieron cortadas y las gardenias que se me pegaron en la cara por la sangre, yo misma me convertí en una pieza a la que en ese mismo momento decidió llamar On the Broken Character of Posmodern Life. ¿Crees que debemos repetirlo como performance hasta que mi cara se convierta también en una pieza, a fuerza de tanta cicatriz embadurnada de gardenias? Cindy McManus
Soy un consumidor empoderado, de esos que ya no se dejan engañar por las empresas. Sé perfectamente lo que quiero, cómo conseguirlo, y antes de expandir mis horizontes comprando el producto de alguna marca utilizo mis múltiples apps para saber cuál es la historia detrás de ese producto y detrás de la empresa que lo produce. Pero bien dicen que hasta los genios dudan, y me encuentro en un gran dilema: resulta que quiero comprar unas botas ideales para reventar por las noches, pero una de mis apps me dice que el ceo de la empresa que las fabrica ha declarado que los peces no tienen sentimientos. ¿Crees que debo comprarlas pero mandarle un tuit donde le diga que no manche y que revise y analice sus sentimientos más profundos? Zaratustra Buenavida
Querida Cindy:
Híjoles, siento que eres una víctima más de lo que yo merita bauticé como el Síndrome del Michael Jackson. O sea, ¿no te ha bastado ver todas esas fotos en internet de los loquitos que se implantan cuernos, los que se parten la lengua como víboras, los que se ponen los circulotes esos en las orejas y toda esa fauna de inadaptados que ya ni saben cómo más llamar la atención? Y ni me salgas con eso de que para ustedes los artistas la vida entera es su obra y todas esas jaladas, porque yo sí los he cachado que bien que lo único que buscan es hacerse los interesantes para que todos esos banqueros millonarios que no tienen en qué gastarse su dinero les paguen una fortuna por echar una cáscara de plátano en sus entradas, o una piedrota sobre un coche, o esos videos donde salen adolescentes enloquecidos gritando incoherencias. Ay mijita, think for a segundito, ¿a poco piensas que para hacerte la muy extremista vale la pena que te dejes la cara como tortilla mal amasada? Mira, en todo caso hazle como esos dizque artistas que ya se han vuelto tan fodongos que ni siquiera ponen a su ejército de aprendices a ejecutar sus ocurrencias, sino que ya nomás escriben la obra en una hojita de papel, y los mensotes de los ricos les pagan por ellas de todos modos una fortuna. Solamente que en tu caso, en vez de ese nombre tan mamila que le puso tu compañero, ponle a tu pieza imaginaria algo del estilo de «Niña bien sin ideas interesantes a la que sus papás le compraron una casota y quiere codearse con otros niños bien sin ideas interesantes a los que sus papás también les compraron una casota». Y ni creas que te lo digo por burlarme o por molestar, en serio que para nada, sino que más bien todo lo contrario. Si haces algo así, tus coleguitas van a pensar que hiciste una parodia buenísima de la condición humana y no sé qué mafufadas, y vas a conseguir lo que querías sin necesidad de sufrir más que en el viacrucis del Gólgota. Ora que si te empeñas en quedar como el Michael Jackson, no seas malita y mándame una foto tuya, para usarla en mis seminarios grupales sobre lo que pasa cuando personitas como tú que me piden consejo no me hacen caso, y van y hacen lo que les da su regalada gana. Estudié Economía en el itam, Finanzas en Harvard y Karma en la Universidad Tibetana, pero el verdadero aprendizaje lo obtengo en esa loca maravilla llamada vida. Si quieres que lo comparta contigo, no lo pienses más y consúltame en el siguiente correo electrónico: ignacia@sextopiso. com (PD: No hay censura pero por favor sean recatados y no me vayan a andar preguntando puras pendejadas).
Respetable Zaratustra:
O sea, tú sí que te sientes el mero mero superhombre, ¿verdad? Ay mi vida, me das tanta ternurita que hasta me dan ganas de echar una lagrimita cuando leo que tienes tan buenas intenciones, y que al mismo tiempo las usas para hacer razonamientos tan pendejos. O sea, espérame tantito, ¿tú crees que a las empresas de verdad les importa lo que piensen en la realidad mequetrefes que se fijan en esas cosas como tú? Si eso de que los ceo digan hasta de qué color son los calzones de su abuelita es sólo un truco de marketing para engañar a incautos como tú, para que sientan que les importan y, sobre todo, ¡que participan! Mira, no es por matarte el gallo, pero si quisieras consumir sólo productos realizados con buena onda y todas esas tonterías, pues ya estuvo que andarías en boligomas y que te me morirías de hambre. Yo lo que te recomiendo es que te compres esas botas y mejor dejes de andarle buscando chichis a las hormigas. Si en verdad eres tan reventadote como te crees, pues mejor vete por ahí y ponte hasta las chanclas con la droga de tu preferencia, y deja que los pececitos se hagan responsables de su destino y de su crecimiento personal. Ahora, si en serio te angustian tanto como dices, fabrícate unos zapatos de lechuga con agujetas hechas de cáscaras de plátano, y nomás con las risas y burlas que recibirías estando diez minutos en la calle, te juro que no te vuelves a acordar ni por un segundo de la sensibilidad de los pececitos.
Hazle una pregunta a la prima Ignacia. Si tienes la suerte de que en su infinita sabiduría la seleccione como la mejor del mes, recibirás gratis en tu domicilio el libro de tu preferencia de Sexto Piso.
Esta temporada Reporte SP te recomienda Clarice. Una vida que se cuenta
Las meninas
Nadia Batella Gotlib • Adriana Hidalgo Editora
Santiago García y Javier Olivares • Astiberri
«“Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario”. Así, con esa frase se abre Clarice. Una vida que se cuenta».
«Después de esta inteligente deconstrucción de la figura de Diego Velázquez, ya nunca volveremos a mirar del mismo modo su obra maestra, Las Meninas».
María Luján Picabea, Clarín
Paco Roca
El color del tiempo
Los reconocimientos
Clarisse Nicoïdski • Sexto Piso
William Gaddis • Sexto Piso
«Curiosamente Juan Gelman aprendió el idioma [ladino] por medio de la poesía de la poeta Clarisse Nicoïdski. Debido a ello la insistencia en la “i” y en la “u”, propias de Bosnia (de donde surge el ladino hablado y escrito por Nicoïdski) y poco frecuentes en la mayoría de los hablantes del idioma».
«Los reconocimientos es erudita y mundana, compleja en su estructura y satisfactoria para el lector, crítica con la sociedad pero amable con sus personajes, coral y personal, trascendente y con un sentido del humor incisivo y sarcástico. Una novela fundamental que nos permite comprender toda la narrativa estadounidense desde su publicación hasta nuestros días».
Myriam Moscona y Jacobo Sefami
Javier Avilés, El lamento de Portnoy
El único y su propiedad
Moby Dick
Max Stirner • Sexto Piso
Herman Melville y Gabriel Pacheco • Sexto Piso
«Stirner está presente en la historia de la filosofía gracias a una sola obra, ésta. Crítico de los críticos de Hegel, sus invectivas contra el Hombre, la Sociedad y el Estado lo alejan del camino del progreso que emprendieron anarquistas y hegelianos de izquierda como Feuerbach o Marx».
«Moby Dick es el paradigma novelístico de lo sublime: un logro fuera de lo común». Harold Bloom
Aula de Filosofía
El resto indivisible
Para cada tiempo hay un libro
Slavoj Žižek • Ediciones Godot
Alberto Manguel y Álvaro Alejandro • Sexto Piso
En El resto indivisible, Slavoj Žižek recorre la trayectoria filosófica de Friedrich Schelling y de Hegel con su particular estilo, que le permite realizar cruces interesantes entre psicoanálisis, física cuántica y religión. Lacan, Freud, Einstein, entre tantos otros pensadores, aparecen en esta obra de Slavoj Žižek.
«Los libros saltan cuando Manguel los abre, y bailan con deleite cuando entran en contacto con su mente rebosante de ingenio». The Observer
Esto no es una novela
Una ambición en el desierto
David Markson • La Bestia Equilátera
Albert Cossery • Pepitas de Calabaza
«Esto no es una novela es, además, uno de los escasos libros que no se puede de ningún modo explicar y lo único que uno debe y puede hacer es leerlo, leerlo, leerlo».
«Ninguno describe de manera tan desgarradora ni tan implacable la existencia de las masas humanas hundidas. Cossery alcanza abismos de desesperación, de envilecimiento y de resignación que ni Gorki ni Dostoievski supieron captar».
Enrique Vila-Matas, El País
Henry Miller
Familia
Uncle Bill
Ba Jin • Libros del Asteroide
Bef • Sexto Piso
«Ba Jin fue el último de los gigantes literarios chinos del siglo xx. Más que cualquier otro escritor de su generación, inspiró y retrató los múltiples movimientos políticos y sociales que atravesaron su país durante varias décadas».
«La historia que todo mexicano amante de la cultura underground se sabe (más o menos), contada de la mejor manera por nuestra estrella del cómic: Bef. Lectura obligada». Joselo Rangel (Café Tacvba)
The Independent
Filosofía para la felicidad
Volverse público
Epicuro • Errata Naturae
Boris Groys • Caja Negra Editora
«En un tiempo en que la felicidad se ha convertido en una palabra sospechosa, que parece referirse antes a un deber que a un derecho, (re)leer a Epicuro y seguir la estela de su aventura posee mucho de iluminador».
Boris Groys describe diversos aspectos de la transformación radical del campo del arte, desde sus manifestaciones embrionarias en los proyectos de artistas de vanguardia como Duchamp, Kandinsky y Malevich hasta la actualidad, en la que la actividad artística pareciera no ser más un destino exclusivo sino un gesto débil, una tarea que asumimos cotidianamente en la nueva ágora mediática.
Ricardo Menéndez, Tiempo